EL Rincón de Yanka: LIBROS "VENEZUELA HERÓICA" por EDUARDO BLANCO y "MEMORIAS DE UN VENEZOLANO DE LA DECADENCIA" por JOSÉ RAFAEL POCATERRA

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domingo, 17 de agosto de 2025

LIBROS "VENEZUELA HERÓICA" por EDUARDO BLANCO y "MEMORIAS DE UN VENEZOLANO DE LA DECADENCIA" por JOSÉ RAFAEL POCATERRA

 
VENEZUELA 
HERÓICA

Venezuela Heroica es la epopeya en prosa de la gesta emancipadora, en la que el autor hilvana con suma maestría la cruenta guerra, rindiendo así homenaje a las hazañas de quienes lucharon con valentía y sin descanso por la libertad venezolana
PALABRAS DE JOSÉ MARTÍ [1] 

Cuando se deja este libro de la mano, parece que se ha ganado una batalla. Se está a lo menos dispuesto a ganarla: —y a perdonar después a los vencidos. Es patriótico, sin vulgaridad; grande, sin hinchazón; correcto, sin alarde. Es un viaje al Olimpo, del que se vuelve fuerte para las lides de la tierra, templado en altos yunques, hecho a dioses. Sirve a los hombres quien así les habla. Séale loado. Cinco batallas describe el libro: La Victoria, llena toda de Ribas; San Mateo, que de tumba en tumba se hace cuna; las Queseras, que oscurecen a Troya; Boyacá, por donde se entra a Colombia; Carabobo, donde muere Hernán Cortés. Con grandes palabras dice estos grandísimos hechos. 

Cada combate tiene sus héroes y sus formas, y, con urdimbre artística, lo menudo y humano de la lidia, como distribución de tropas y lugares, está hábilmente mezclado a lo divino. Así se desataron las legiones; así pujaron; así se deshicieron, tambalearon, rugieron y vencieron. Cada casa venezolana tiene allí sus dioses lares: los Cedeño, los Jugo, los Montilla, los del hermoso Anzoátegui; los Ybarra, los Silva, los Urdaneta; toda la nobleza de la libertad tiene allí cuna: no tuvo pueblo jamás mayor nobleza! —Y los bravos ingleses son loados. Y a los españoles, luego de vencidos, no se les injuria—. Precede a cada empeño de armas notable ensayo histórico, sobre los elementos, condiciones y significación de la época en que acontecen, con variedad tan rica aderezado, y tan meduloso, y tan brioso, que en este libro la página última está al lado de la página primera. 

Todo palpita en VENEZUELA HEROICA, todo inflama, se desborda, se rompe en chispas, humea, relampaguea. Es como una tempestad de gloria: luego de ella, queda la tierra cubierta de polvo de oro. Es un ir y venir de caballos, un tremolar de banderas, un resplandor de arneses, un lucir de colores, un golpear de batallas, un morir sonriendo, que ni vileza ni quejumbre caben, luego de leer el libro fulgurante. 

Y parece, como en los cuadros de Fortuny, un campo de batalla en que no hay sangre: ¿cómo ha hecho este historiador para ser fiel sin ser frío, y pintar el horror sin ser horrible? ¿Y no hay que admirar tanto las hazañas que inspiran, como el corazón que se enciende en ellas y las canta? 
Se es capaz de toda gloria que se canta bien. Se tendría en sus estribos Eduardo Blanco sobre el caballo de Bolívar. Propiedad más estricta cabría en alguna imagen; pie más robusto para un vibrante párrafo; forma más concisa para alguna idea profunda. Y más seguridad en el lenguaje cabe, no por cierto cuando batalla y resplandece, como arrebatado de la gloria, sino cuando, sin mermar la excelencia de su juicio ni la moderación de su energía, juzga en sus breves instantes de reposo los hombres y sucesos. Pero este libro es una llama; y su calor conforta y gusta. 

He ahí el libro de lectura de los colegios americanos: VENEZUELA HEROICA
he ahí el premio natural del maestro a su discípulo, del padre a su hijo. Todo hombre debe escribirlo: 
todo niño debe leerlo; todo corazón honrado, amarlo. De ver los tamaños de los hombres, nos entran deseos irresistibles de imitarlos.

JOSÉ MARTÍ

INTRODUCCIÓN

I

Desde el sometimiento de la América a sus conquistadores, el estruendo de las armas y los rugidos siniestros de la guerra no despertaban los ecos de nuestras montañas. La cautiva de España abandonada a su destino, sufría en silencio el pesado letargo de la esclavitud. Nada le recordaba un tiempo menos desgraciado; nada le hablaba aquel lenguaje halagador de las propias y brillantes proezas, en que aprenden los pueblos en la infancia a venerar el suelo donde nacen y amar el sol que lo fecunda. Las mismas tradiciones de la conquista habían sido olvidadas. 

Las generaciones se sucedían mudas, sin que los padres transmitiesen a los hijos uno solo de estos recuerdos, conmovedores por gloriosos, que exaltan el espíritu y alimentan por siempre el patrio orgullo. Sin fastos, sin memorias, sin otro antecedente que el ya remoto ultraje hecho a la libertad del nuevo mundo, y las huellas de cien aventureros estampadas en la cerviz de todo un pueblo, nuestra propia historia apenas si era un libro en blanco y nadie habría podido prever que, no muy tarde, se llenarían sus páginas con toda una epopeya. 

En cambio, adoptábamos como nuestras las glorias castellanas. Era éste un consuelo, no una satisfacción. Para los pueblos todos, vivir sin propia gloria equivale a vivir sin propio pan; y la mendicidad es degradante. El Cid, Gonzalo y Don Pelayo, eran los héroes de todas las leyendas. La conquista de Granada, el poema por excelencia: nuestros padres se lo sabían de memoria. Como se ve, la poesía del heroísmo nos venía de allende los mares. Con todo, no era poco para quien nada poseía. A veces una chispa de fuego deslumbra como el sol. En la lóbrega obscuridad de perdurable noche, todo lo que no es profundamente negro semeja claridad, luz que anhela el que gime en el fondo del antro, que estima como una providencia, que ama y bendice, no importa de dónde le venga: de los resplandores del cielo o de las llamas de un auto de fe. Sin embargo, aquel huésped sedicioso que se escurría como de contrabando, no llegaba a inquietar los guardianes del paciente rebaño. 

Mientras la poesía nos viniera de España, no había razón para temerla; a más de que el abatimiento colonial parecía deprimir, sin sacrificio, toda noble tendencia, toda elevada aspiración. La vida corría monótona; por lo menos, sin combate aparente, y con la docilidad de un manso río se deslizaba aprisionada entre la triple muralla de fanáticas preocupaciones, silencio impuesto y esclavitud sufrida que le servían de diques. Nada respiraba: artes, industrias, ciencias, metodizadas por el temor y la avaricia, desmayaban a la sombra del régimen cauteloso en que se las toleraba. Como polvo al fin, el pueblo vivía pegado al suelo: no existían vendavales que lo concitasen. Silencio y quietud era nuestra obligada divisa. Y privados de nuestros derechos no existíamos para el mundo. 

Sólo el trueno que bramaba sobre nuestras cabezas, y las convulsiones misteriosas que estremecían la tierra bajo nuestros pies, eran los únicos perturbadores que a despecho de la corona de España, osaban atentar contra el silencio y la quietud letárgica de la Colonia. Plena era la confianza de los dominadores en la presa que retenían y en la seguridad con que se la guardaba: confianza autorizada por la experiencia de la muerte moral a que condena el vasallaje: seguridad que abonaba, más que la fuerza misma empleada en sostenerla, el viejo nudo de tres siglos que aseguraba al cuello de la víctima el estrecho dogal del cautiverio. ¡Ceguedad! 

Entre las sombras de lo imprevisto por los conculcadores, en todo tiempo, de los sagrados derechos de la humanidad, está oculta esa fuerza violenta, activa, poderosa, que animada de pronto, cambiar puede, a su arbitrio, la suerte de los pueblos, la faz de las naciones y aniquilar la obra de los siglos. La fuerza se anima. La revolución estalla, et mortui resurgent. De súbito, un grito más poderoso aún que los rugidos de la tempestad, un sacudimiento más intenso que las violentas palpitaciones de los Andes, recorre el Continente; y una palabra mágica, secreto de los siglos, incomprensible para la multitud, aunque propicia a Dios, se pronuncia a la faz del león terrible, guardián de las conquistas de Castilla. 

El viento la arrebata y la lleva en sus alas al través del espacio, como un globo de fuego que ilumina y espanta. Despiertan los dormidos ecos de nuestras montañas, y cual centinelas que se alertan, la repiten en coro: las llanuras la cantan en sus palmas flexibles: los ríos la murmuran en sus rápidas ondas; y el mar, su símbolo, la recoge y envuelve entre blancas espumas, y va a arrojarla luego, como reto de muerte, en las playas que un día dejó Colón para encontrar un mundo. Las grandes revoluciones guardan cierta analogía con las ingentes sacudidas de la naturaleza; sus efectos asombran, su desarrollo no se puede augurar. Ambas obedecen a una misma impulsión, a un oculto poder, a una suprema fuerza: ambas se hacen preceder de siniestros rumores; ambas estallan con estrépito, y ambas tienen también ruidosas y peculiares manifestaciones que a veces se confunden: 
la una el trueno, la otra el rugido. Sin embargo, el contraste entre ellas suele ser tan grande que llega hasta la antítesis: la tempestad abate; la revolución levanta: 
la una esteriliza, la otra fecunda. 

Dios está sobre todo y tiene sus designios. Al grito de libertad que el viento lleva del uno al otro extremo de Venezuela, con la eléctrica vibración de un toque de rebato, todo se conmueve y palpita; la naturaleza misma padece estremecimientos espantosos; los ríos se desbordan e invaden las llanuras; ruge el jaguar en la caverna; los espíritus se inflaman como al contacto de una llama invisible; y aquel pueblo incipiente, tímido, medroso, nutrido con el funesto pan de las preocupaciones, sin ideal soñado, sin anales, sin ejemplos; tan esclavo de la ignorancia como de su inmutable soberano; rebaño más que pueblo; ciego instrumento de aquel que lo dirige, cuerpo sin alma, sombra palpable, haz de paja seco al fuego del despotismo colonial, sobre el cual dormía tranquilo, como en lecho de plumas, el león robusto de Castilla; aquel pueblo de parias, transformóse en un día en un pueblo de héroes. 

Una idea lo inflamó: la emancipación del cautiverio. Una sola aspiración lo convirtió en gigante: la libertad. El cañón, la tribuna y la prensa, esos perpetuos propagandistas de las revoluciones, tronaron a la vez; y tenaz, heroico, cruel y desesperado, se entabló el gran proceso, la lucha encarnizada de nuestra independencia. La República implantada de improviso hace frente a la vieja monarquía: la libertad al despotismo. Deducid el encono: estimad el estrago. Osar a la emancipación era osar a la libertad: el mayor de los crímenes para los sostenedores del principio monárquico colonial.

En 1810 como en 1789, la libertad era un cáncer social, que exigía, como único tratamiento, el cautiverio. España no lo economizó en sus colonias; pero el hierro y el fuego fueron ineficaces. Sobre doscientos mil cadáveres levantó Venezuela su bandera victoriosa; y como siempre en los fastos modernos, la República esclarecida en el martirio se irguió bautizada con sangre.

II


De todas las colonias que poseyera España en la vasta región del Nuevo Mundo, fue Venezuela la que primera osó romper el yugo del cautiverio a que viniera uncida. El 19 de Abril de 1810, Caracas se rebela de hecho contra la Madre Patria, y asume cuantos derechos se le hubieran negado en el transcurso de tres siglos. Robustecida la noble aspiración en que fracasaron Gual y España en 1799, y aún más vivo el recuerdo del suplicio afrentoso donde expiara el segundo de tan insignes patriotas su ardiente anhelo de independencia y libertad, algunos ciudadanos distinguidos al par que por sus luces, por su valer social y sus virtudes, acometen la arriesgada empresa de sustraerse del pupilaje impuesto a sus mayores; y logran lo que en vano intentara el General Miranda en 1806, con el prestigio de su nombre y el apoyo extranjero. 

Destituyen a Emparan, Capitán General de Venezuela; crean un gobierno transitorio inspirado en ideas liberales; invitan a las provincias a adherirse al movimiento de Caracas, y exhortan a los Ayuntamientos de las capitales de las otras Colonias a seguir el ejemplo de la declarada insurrección. Pero no todas las Provincias comprendidas en la Capitanía General de Venezuela corresponden, cual fuera de esperarse, a tan patriótica invitación: 
Coro y Maracaibo, protestan contra lo acontecido; el Brigadier Ceballos, Gobernador a la sazón de la primera de aquellas secciones refractarias, dispónese a sofocar el grito de libertad que se propaga en el país, y fomenta contra él la rebelión en nombre de España y de su Rey. Temerosos los revolucionarios de fracasar en sus aspiraciones al encontrarse aislados, tratan de procurarse el apoyo de la Inglaterra; y al efecto comisionan al joven Coronel Simón Bolívar, acaso el más vehemente y entusiasta republicano de cuantos se señalaron en los comienzos de la Revolución, para ir a solicitar, en unión de López Méndez, la protección de la Gran Bretaña, en la inevitable lucha que en breve va a empeñarse contra la Metrópoli.

Parten los comisionados a cumplir su delicado encargo. Ceballos amenaza desde Coro paralizar el vuelo de la revolución; la Junta de Caracas se prepara a la guerra, y ésta no tarda en estallar. Toca al Marqués del Toro, patriota esclarecido, que inmola por la libertad de su país altas prerrogativas, dirigir, como Comandante en Jefe de las armas republicanas, la primera campaña, iniciadora de la sangrienta lucha que duró tantos años, y disparar sobre el escudo ibero el cañón revolucionario. 

Al frente de una división de tropas colectivas, invade la provincia de Coro, ataca su capital y reduce a Cebados a defenderse entre trincheras; pero acometido a su turno por el Brigadier Miyares, con tropas de Maracaibo, se ve forzado a replegar hacia Barquisimeto, no sin antes batir a los realistas en el sitio de Salineta. 

El mal éxito de aquel primer ensayo de nuestras fuerzas materiales, debido en mucha parte a la impericia militar de quien jamás había gobernado un ejército, que no a los bríos y decisión patriótica de Toro, desconcierta y apoca los ánimos; pero al punto torna a robustecerlos la anunciada llegada a nuestras costas del General Don Francisco de Miranda, ilustre hijo de Caracas, cuyo nombre glorioso en las reñidas lides de la gran Revolución francesa, se había conquistado en Europa justa fama. 

Miranda, por mil títulos, era una gran personalidad, un atleta de reconocido patriotismo, una esperanza en los azares de la guerra: como tal fue acogido por la mayoría de sus conciudadanos. La Junta revolucionaria de Caracas le distingue con el nombramiento de Teniente General, y presta atento oído a las indicaciones y consejos del decano de los patriotas suramericanos. 

Decretada la reunión de un Congreso para decidir de los futuros destinos de Venezuela, hombres eminentes salen electos para formar aquel Areópago, que no tarda en instalarse en Caracas. Bolívar vuelve entretanto, aunque sin haber logrado del Gabinete de Londres sino vagas promesas: torna a girar en el torbellino de la política, y arrastrado por su carácter ardoroso y vehemente, se esfuerza en apresurar el definitivo rompimiento entre la naciente República y su airada y secular dominadora. Acordado en ideas y propósitos con el General Miranda, con Yanes, Peña, Coto Paúl, Nicolás Briceño, Muñoz Tébar y los más exaltados revolucionarios, crea la renombrada Sociedad Patriótica, especie de Club de jacobinos en la incipiente revolución venezolana, cuyos miembros resueltos todos a afrontar los más crueles sacrificios y a derramar su sangre por la consolidación de la República, no excusan medios para enardecer el espíritu público, e influir en las deliberaciones de los altos poderes constituidos. 

Instalado el Congreso, la Sociedad Patriótica tiene sesiones tempestuosas; los oradores se arrebatan la palabra para encarecer más y más la necesidad de romper para siempre con España. Coto Paúl invoca la anarquía antes que tornar a las cadenas del absolutismo; Bolívar clama por “poner sin temor la piedra fundamental de la libertad sur-americana”. Una comisión de este Club va a pedir al Congreso la pronta declaración de nuestra independencia; y no fue éste el menor de los estímulos que tuvo aquel augusto Cuerpo para declararla solemnemente el 5 de Julio de 1811. Alea jacta est (La suerte está echada). 

Transformada la antigua Colonia en República independiente y libre, marcha resuelta a cumplir sus destinos, y aunque incipiente todavía, muéstrase vigorosa. Pero no bien entra de lleno en el amplio camino que le trazan sus generosas instituciones, principia a hallar tropiezos. Los partidarios de la Corona, instigados por los agentes de Cortabarría, enviado de la Metrópoli para bloquear nuestras costas, sublevan a Valencia, desconociendo la autoridad del Congreso, a la vez que proclaman a Fernando VII. 

Para conjurar tan peligrosa asonada, envía el Gobierno algunas tropas a las órdenes del Marqués del Toro, y de su hermano Don Fernando; los cuales logran desalojar a los realistas de las posiciones avanzadas que ocupaban en La Cabrera; mas rechazados luego hasta Maracay, aquellos jefes piden refuerzos a Caracas. Miranda toma el mando del pequeño ejército republicano, avanza hasta Valencia e intima rendición a la plaza, con generosas condiciones. 

Acéptanla los jefes españoles, y se ajusta una capitulación en virtud de la cual entra Miranda a la ciudad el día 13 de julio. Pero los vencidos, que habían quedado armados, faltan a su palabra, y como vieran desprevenidos a los vencedores, salen de los cuarteles, se arrojan sobre las tropas republicanas, y las obligan a replegarse hasta Guacara. Las sombras de la noche favorecen aquella precipitada retirada; pero no evitan que el enemigo se apodere de los bagajes de los independientes, de una parte de sus municiones y armamento, y que degüellen hasta los heridos y enfermos que caen en su poder. 

Miranda se rehace en pocos días; y el 12 de agosto acomete de nuevo y resueltamente a los pérfidos capitulados. Los reduce, tras reñidísimo combate, al recinto de la plaza mayor; y al día siguiente, los rinde a discreción.

Fue aquélla nuestra primera victoria, comprada empero al alto precio de 800 muertos y 1500 heridos de nuestra parte. Miranda, sin embargo, no deshonra su triunfo castigando por sí mismo la perfidia de sus contrarios; conténtase con prenderlos, y los entrega a los Tribunales para que sean juzgados. Estos condenan a muerte a los principales autores de aquella alevosía; pero el Congreso, lleno de generosidad, les conmuta la pena. “Sometida Valencia, se cree alejado por mucho tiempo el mal de la guerra”. 

La política absorbe los espíritus. Discútese con vehemencia la forma definitiva del gobierno: quieren unos, la más amplia libertad; y se fijan para ello en la impersonalidad del Poder Ejecutivo de la Nación; otros, más experimentados en la práctica de los negocios públicos, a cuya cabeza hallábase Miranda, proponen dar más fuerza y unidad al gobierno para poder luchar contra la inevitable resistencia que opondría España al desmembramiento de sus colonias; pero estos advertidos patriotas fracasan en sus planes y llegan a tenerse por sospechosos. 

Obra de los más exagerados fue la Constitución que se firmó el 21 de diciembre de 1811. Habíase optado por el sistema federal, y la Revolución principiaba por donde hubiera debido terminar. Saltar de la colonia a la Federación no era colmar un abismo, sino cubrir imprudentemente de hojarasca y flores y verdura una sima profunda, que en breve vendría a ser una amenaza y acaso un sepulcro. La inexperiencia, en los primeros pasos de la Revolución, apresuró su primera caída. La guerra civil paralizada en las comarcas de Occidente, se acrecienta en las riberas del Orinoco: 
Guayana rendía pleito homenaje a sus antiguos soberanos y rechazaba con temor las nuevas instituciones. 

En momentos tan oportunos para España, el Brigadier Don Juan Manuel Cajigal arriba a Coro con algunos jefes españoles y armas, pertrechos y dinero para emprender la guerra en Occidente. Entre los jefes que le acompañaban hallábase un afortunado capitán de fragata, el canario Don Domingo de Monteverde, a quien la suerte reservaba sobreponerse a todos sus camaradas, y abatir el mal cimentado edificio de la República, tan laboriosamente construido sobre el suelo inseguro de la Colonia. Ceballos, con los auxilios de Cajigal, toma al punto la ofensiva, e invade hasta Carora. Había llegado el año de 1812, tan funesto para Venezuela. 

Sobreviene el espantoso terremoto del 26 de marzo que asoló nuestras ciudades principales y conturbó profundamente a los espíritus poco esclarecidos. Y sin que se hubiera mitigado aún la densa nube de polvo que levantaran al caer los edificios de Caracas, y todavía no sepultados los 12 000 cadáveres que ocasionara la catástrofe, el audaz Monteverde se lanza desde Coro sobre la capital. Se apodera de Barquisimeto, gana prosélitos en su atrevida marcha, aumenta con rapidez su escasa división, se hace de armas y pertrechos, y después de algunos afortunados encuentros, osa llegar hasta San Carlos donde bate a los republicanos, prometiéndose reconquistar las rebeldes provincias. Mérida y Trujillo reaccionan y se adhieren a la causa de España; el país se estremece, y la guerra desata sus pavorosas alas que no debía plegar sino muy tarde en el glorioso campo de Ayacucho. 

El Congreso reunido en Valencia había ya sustituido los primeros miembros del Poder Ejecutivo con los ciudadanos Fernando Toro, Francisco Javier Ustáriz y Francisco Conde, y en vista del peligro inminente que corría la República, concede facultades extraordinarias al Gobierno y éste las delega en el Marqués del Toro. Pero como el agraciado no aceptara la gran responsabilidad que aquéllas le imponían, confióse la Dictadura al General Miranda con el título de Generalísimo. El viejo veterano de Nerwinde se apresura a reconcentrar el ejército patriota. Fija en Maracay su Cuartel General, y como los miembros del Congreso amenazados en Valencia por la proximidad de Monteverde, se retiraran a Caracas, encargóse al Coronel Miguel Ustáriz la defensa de aquella importante ciudad, así como a Bolívar el mando en jefe de la plaza y fortaleza de Puerto Cabello. 

No pudiendo sostenerse Ustáriz en Valencia, la evacúa sin demora, y al punto la ocupa Monteverde. Nuevos encuentros favorables a las armas del Rey exasperan y desconciertan a los republicanos. El Generalísimo mueve una parte del ejército con ánimo de estrechar en Valencia a Monteverde, y destaca algunos cuerpos hacia la Villa de Cura, a ver de sofocar la insurrección de las llanuras que fomenta Antoñanzas. Numerosos combates, ora felices, ora adversos a los republicanos, se libran en los alrededores de Valencia. La reacción realista cobra diariamente alarmadoras proporciones; y al propio tiempo que Monteverde se fortalece y gana partidarios, perniciosas rivalidades, y desconfianzas y quisquillas fomentan la insubordinación en nuestro campamento. No hecho Miranda a descabelladas aventuras, ni menos a lidiar con los anárquicos espíritus que había exaltado la Revolución, pertúrbase y fluctúa en sus propósitos a vuelta de los primeros reveses, y desconcertado se repliega el 18 de junio a La Victoria. Serios peligros amenazan a la República. 

La insurrección de las llanuras es un hecho consumado; trascendentales ventajas obtiene Antoñanzas sobre nuestras tropas: ocupa a Calabozo, ataca a San Juan de los Morros, y degüella a los inofensivos moradores de aquel pueblo; al mismo tiempo que envalentonado Monteverde por la retirada del ejército patriota, osa atacar personalmente en La Victoria las avanzadas de Miranda. No obstante la sorpresa de tan inesperada acometida, los republicanos consiguen rechazar al enemigo; nuestros jefes todos, se muestran en la ocasión dignos de encomio y del renombre que les reserva el porvenir. 

Enardecidos con el triunfo, instan al Generalísimo a que les permita perseguir a Monteverde; pero Miranda fluctúa un instante y al fin se abstiene, por exceso de prudencia, de completar una victoria que tantas calamidades habría evitado a Venezuela. La indecisión del General en Jefe, le desprestigia entre sus compañeros de armas. El Cuartel General se convierte en campo de intrigas, de discusiones, de indisciplina y de amenazas contra la suprema autoridad de Miranda, quien absorto en temerosas preocupaciones, que no logra avasallar, a pesar de las relevantes condiciones de espíritu y carácter que adornaba al egregio guerrero, se abate ante la empresa que sustenta, y declarándose impotente para dominar la situación en que se halla, capitula en La Victoria, cuando con poco esfuerzo habría logrado aniquilar a Monteverde. ¡Injustificable proceder! 

La República, todavía vigorosa a pesar de los errores que se habían cometido, se encuentra prisionera en La Victoria, y el país entero queda a merced del vencedor. Bolívar, víctima a su vez de una sublevación en la fortaleza de Puerto Cabello, se ve forzado a abandonar aquella plaza. Séllase el 12 de julio la funesta capitulación “quedando bajo la fe de Monteverde la inviolabilidad de los pactos y las garantías de los sometidos”. ¡Ay!, tanta debilidad no podría engendrar sino muy graves faltas. 

La desesperación del vencimiento, junto con las pasiones tempestuosas que exalta hasta el delirio la desgraciada capitulación de La Victoria, se ensañan contra Miranda, a quien sus propios compañeros de armas, calumnian, denuestan y acusan con sobra de injusticia para el patriotismo de aquel gran republicano; pero no sin razón, cuando le hacen responsable de tan insólita catástrofe. No pocos de sus tenientes principales, extraviados hasta la demencia, olvidan los merecimientos de aquel gran desventurado, de aquel patriota esclarecido; llenos de venganza por suponer haberlos traicionado, lo prenden en el puerto de La Guaira en momentos de dejar el país, y lo entregan al perjuro vencedor, quien lo condena, sin miramiento alguno por los explícitos acuerdos de la capitulación que había firmado, a gemir largamente en distintas prisiones y luego a perecer en el arsenal de La Carraca, tras prolongado cautiverio. 

El martirio de Miranda, nos abruma; pero aquel suplicio inmerecido esclarece el renombre de la ilustre víctima. Refrenar las pasiones de los hombres cuando llegan al extravío de la razón, es empresa más ardua que paralizar el oleaje del mar. Eclipsada la luminosa estrella de Miranda, se levanta hasta el zénit el pasajero bólido de Monteverde. 
La Colonia se yergue, tras el vencimiento de la República, y besa las cadenas que de nuevo le impone el vencedor. Una era tristísima principia para las reconquistadas provincias de Venezuela; era de venganzas, de vejaciones infinitas. Bolívar, José Félix Ribas, Yanes, Antonio Nicolás Briceño, Francisco Carabazo y otros muchos patriotas distinguidos, logran salir del país; pocos con pasaporte del nuevo Gobierno, el mayor número clandestinamente, y hacen rumbo a la Nueva Granada, no sin la esperanza de tornar tarde o temprano a redimir la Patria. La soberbia de Monteverde, acrece con su inesperada y rápida fortuna. Menosprecia la autoridad del Brigadier Miyares, árbitro se erige del territorio conquistado por sus armas, y más tarde de otras comarcas que luego a luego se le someten sin mayores esfuerzos. 

“No pudiendo dominar la altanería de su teniente, Miyares se trasladó a Coro sin decir palabra, y algún tiempo después contestó a sus justas quejas el gobierno español, nombrando a Monteverde por Capitán General de Venezuela y dándole el título de Pacificador [2]”. 

El gobierno de Monteverde pesa sobre los vencidos hasta nacerles perder toda esperanza de recobrar la libertad. Varios patriotas venerables, entre ellos Juan Germán Roscio, el canónigo Cortés de Madariaga y los coroneles Juan Pablo Ayala y Mires, son remitidos a Cádiz, y luego encerrados en los presidios de Ceuta. Aquel hombre presuntuoso y altanero trata de humillar las frentes más altivas, y durante los trece meses que dura su poder, oprime a los venezolanos con la más odiosa tiranía.

Empero, así como del choque de encontradas nubes se produce el rayo, de las opuestas fuerzas de la República y del absolutismo surgió el Genio singular que daría cima a las reprimidas aspiraciones de la Patria, que el estupor y el abatimiento trocaría, en breve, en cantos de victoria, y que tras de recio batallar crearía a Colombia. Aquel atleta, hasta entonces no estimado en su justo valer, era Bolívar. Llegado que hubo a la Nueva Granada, propúsose libertar de nuevo a Venezuela con el apoyo de aquella República hermana, si menos desgraciada, no exenta a la sazón de angustiosos conflictos. 

Bolívar ofrece sus servicios al Gobierno de Cartagena, combate contra sus enemigos, se hace conocer publicando un manifiesto, en que explica y fulmina la conducta de Monteverde, así como “una memoria relativa a las causas que habían en su concepto, producido la ruina de la revolución de Venezuela”, revelando en estos escritos al parque un sano criterio, sobrados conocimientos y aptitudes en materias políticas, y la energía de un carácter resuelto, osado, emprendedor; capaz de resolver arduas dificultades y de poner por obra los más vastos y atrevidos proyectos. 

Acogido con júbilo, el futuro Libertador, por el gobierno de Cartagena, templa sus armas en las aguas del Magdalena antes de acometer a los dominadores de la Patria. Adquiere justa fama, popular prestigio. Marcha luego a auxiliar al Coronel Castillo, jefe militar de Pamplona, amenazado por Correa; bate al jefe español en San José de Cúcuta, y con los escasos auxilios que le presta el Gobierno granadino, se arroja a invadir a Venezuela con 500 soldados. 

Coincide la invasión de Bolívar con la de algunos patriotas orientales, acaudillados por Mariño, que huyendo de la persecución de los realistas después del sometimiento de Barcelona y Cumaná, se habían refugiado en el islote de Chacachacare. Mariño, Piar, Bermúdez y otros intrépidos patriotas asaltan las costas de Güiria, apellidando guerra; combaten las tropas españolas, se apoderan de Maturín, y rechazan al propio Monteverde, quien, presumiendo sojuzgarlos con su sola presencia, va a estrellarse contra la atrincherada Villa defendida por Piar. 

El Capitán General regresa perdidoso a Caracas, y Bolívar aparece amenazante en los Andes venezolanos. Aterra a sus contrarios en Trujillo, insurrecciona a Mérida y Barinas, y avanza sobre la capital llevando en sus banderas los laureles de tres reñidas y gloriosas victorias. Una más, y decisiva, arrebata a los realistas en Taguanes.

Monteverde, acobardado, se refugia en la fortaleza de Puerto Cabello. Cede a Bolívar la posesión de casi todas las provincias de Venezuela. El héroe triunfador entra a Caracas, es proclamado “Libertador de la Patria” y reorganiza el Gobierno republicano. Los realistas, empero, no desmayan; la guerra se recrudece; nuevos paladines descienden a la arena a combatir por la causa de España. Surgen, Boves, el terrible, y el fiero Morales. 

Los habitantes de nuestras llanuras afílianse en las banderas reales. Acrece la exaltación de las pasiones. Guerra a muerte se hacen los contrapuestos bandos; la sangre corre en todas partes. Caracas inmola en la contienda casi todos sus hijos, y perdura la lucha cada vez más violenta y más encarnizada. Los triunfos y los reveses se suceden en los diarios combates. 

Expira el año de 1813, entre vítores, lamentos y descargas; y asoma el año aciago de 1814, preñado de amenazas para la combatida República. Boves levanta en las llanuras de Caracas y Apure un poderoso ejército, y cuando sus compañeros de armas comienzan a flaquear ante Bolívar, preséntase en la arena y golpea nuestro escudo.
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[1] Esta página de José Martí, en la cual el gran escritor y libertador de Cuba, hace el elogio de VENEZUELA HEROICA, fue escrita con motivo de la primera edición de este libro, cuando aún el autor no había ofrecido al público sino las cinco batallas que cita Martí. En dicha edición faltan, por consiguiente, los otros cuadros épicos publicados en ediciones posteriores.
[2] Baralt y Díaz. —Historia de Venezuela.


MEMORIAS DE UN VENEZOLANO 
DE LA DECADENCIA I y II


PRÓLOGO DE LA PRIMERA EDICIÓN

Conocí a José Rafael Pocaterra en una tarde de verano en Montreal, a donde me llevara más que el deseo de visitar la hermosa ciudad canadiense -airosa flor latina erguida entre la civilización sajona del Norteel de estrechar la mano del valeroso hijo de Valencia, que frente a las tiranías venezolanas mantiene a través de los años la protesta de su pluma, de su conciencia y de su vida. Le conocía sólo por sus escritos, y me seducía en ellos no la filigrana estética en que se complacen tantos estilistas que vuelven la espalda a los dolores de la patria, a los problemas que inquietan y angustian a todo espíritu reflexivo; no el diletantismo literario que tanto abunda, sino el ardor de convicciones generosas expresadas con intensa sinceridad en una prosa musculada y firme. Porque Pocaterra es no sólo un excelente escritor, sino también -y ante todo- un hombre que ama con pasión la verdad y la justicia; un recio luchador a quien anima un ardiente amor por la libertad y el derecho, y un odio implacable contra las tiranías. 

Y por eso es un proscrito que entre las nieves del norte piensa a todas horas en la patria de donde lo arrojó el despotismo, en esa “tierra del sol amada” que supo pintar con frase amorosa y fuerte. Pasé con Pocaterra largas horas, de grato recuerdo. Nada en él de frívolo, ni de tropical. Ni la sombra del rastacuerismo, que suele ser la característica grotesca de ciertos latinoamericanos en el exterior. Un hombre melancólico, a quien la desgracia ha dado una tristeza varonil y serena, tristeza que no se queja, pero que corre como un río profundo y callado a través de todos sus actos y pone una nota grave en todas sus palabras. 

No padece de esa enfermedad mental lastimosa con que algunos encubren su pobreza espiritual: la ironía barata y sistemática, cómodo pasaporte para huir del esfuerzo y de la acción tenaz, para disculpar la incapacidad de abordar o de resolver problemas que se creen descartados con una burla necia. Pocaterra toma en serio la vida, porque ha recibido sus golpes, porque ha sentido caer sobre su patria y sobre su propia existencia todo el peso de una suerte cruel; porque la dictadura no ha sido para él un concepto literario, sino el duro horror de una prisión de donde con la justicia huyó la misericordia; ni el destierro un tema teórico, sino la atroz realidad de no tener patria. La soledad, la meditación y el estudio le han forjado un alma en que la desgracia no ha matado la emoción ni han logrado los golpes adversos del destino apagar la luz del ideal. 

A fuerza de energía y de trabajo, ha conquistado Pocaterra en el Canadá una posición holgada, que le permite vivir con entera dignidad, en alto puesto de confianza de una poderosa compañía, como profesor de una célebre universidad, y como periodista de bien merecido renombre. Gana ampliamente su vida, y otro que no fuera él se habría dedicado a gozarla, lejos de rudas luchas, procurándose un cómodo regreso a su país a través de un olvido logrado a fuerza de cobardía. El egoísmo le aconsejaba callar, o desviar hacia la literatura sus poderosas facultades intelectuales; pero él ha preferido seguir en la línea de fuego, mantener viva la protesta contra la tiranía que humilla a su patria, cuando casi todos se inclinan ante ella; ser, con otros cuantos inconformes, la conciencia de la ciudadanía venezolana. Toda su indignación, todos sus recuerdos de las cárceles, de las campañas políticas contra la dictadura, de los sucesos que han caído sobre Venezuela en estos últimos cinco lustros, los condensa Pocaterra en estas Memorias de un Venezolano de la Decadencia. 

Son ellas como la venganza justa y necesaria de cuantos en esa época han padecido persecuciones por la justicia en la patria de Bolívar y de Bello, o han pagado con su vida su resistencia a los tiranos, o han sido arrastrados por ellos a la desgracia y a la ruina. El caudillaje absoluto parece haber dominado a Venezuela, y en esta hora en que triunfa la iniquidad, y acompaña la fortuna a quienes la han encarnado, es un imperativo moral que no prescribe mostrar cuáles son los fundamentos de esta iniquidad, cómo se ha levantado ella sobre las ruinas morales de una nación, y cuántas vergüenzas y dolores encubre la prosperidad material que hoy se pretende exhibir como compensación suficiente para la supresión de todas las libertades y de todos los derechos. 

En mis conversaciones con Pocaterra insistí en la necesidad de publicar este libro, disperso en las columnas de La Reforma Social, y le aseguré que ello sería posible en Colombia, país libre donde no existe la mordaza para el pensamiento; donde no es la imprenta dependencia vil de los caudillos, ni proveedora sumisa y desvergonzada de frenética adulación y de sofismas tan endebles como elegantes, tan inmorales como interesados, buenos sólo para poner la máscara de la razón y de la inteligencia a lo que no es sino la imposición brutal de la fuerza y del apetito sobre un pueblo esclavizado. 

Y de una imprenta colombiana sale esta obra, aún inconclusa, grito de cólera y de protesta lanzado ante un continente que ha padecido de las tiranías como de su más grave enfermedad, y necesitado más que de ninguna otra cosa de un régimen político libre, sano y justo; de la realidad viva del derecho: de cuanto hace de un país algo más que un conglomerado de pequeños intereses y de bajas codicias. Es un libro violento, sangriento, implacable. Algunos echarán en él de menos la serenidad y el frío raciocinio; pero, ¿es que se pueden tener esas condiciones cuando aún está vivo el recuerdo personal de atroces crueldades, y se describen hechos inicuos, saturados de sangre y de lágrimas? 

No es éste el trabajo ecuánime de un erudito que estudia las atrocidades ya pálidas de un tirano remoto. Es el grito de la víctima cuyas heridas aún no se han cerrado; del que ve aherrojada y doliente a su patria y la contempla así con un amor sólo igualado por la ira que tal cuadro produce. ¿Podía él, en esas condiciones, ensayar un estudio sociológico de ese fenómeno y aplicarle la lente de la filosofía pedantesca, o de una abstracta crítica filosófica? Para otros esa tarea de apacible erudito: él ha preferido aplicarle el hierro candente a la llaga viva, poner al margen de un éxito escandaloso el comentario sangriento de la verdad acusadora, último reducto del anhelo republicano. 

Podía Pocaterra haberse consagrado a labores de puro intelectualismo, como las que tanto seducen a las nuevas generaciones de nuestra América desorientada. Imitando a Proust, le era fácil dedicarse a interminables escarceos sobre sutilezas psicológicas, o consagrarse a la sociología, o a la novela, o a la crítica meramente literaria, o a la historia de hechos lejanos. Para todo ello le sobra talento y le da elementos sobrados su formidable y extensísima cultura. Pero prefirió seguir la tradición de los grandes espíritus de la América, de Martí, el supremo maestro, de Sarmiento, de Montalvo, de su admirable y malogrado compatriota Pío Gil, de nuestro Juancho Uribe; prefirió convertir su pluma en lanza, y esgrimirla contra la tiranía. Como el bardo germano, aspira a que sobre su tumba se coloquen una lira y una espada. No es hacedor de frases, sino un luchador por la libertad y por el decoro. Carducci, al fin de su vida, decía que hubiese preferido a todos sus poemas haber muerto peleando contra los adversarios de su patria en Monterotondo o en Mentana. 

Así también Pocaterra deseara más que el laurel frío de un triunfo literario la flor roja del sacrificio, pero la suerte no lo ha querido y el vencimiento lo ha arrojado a playas lejanas y le ha quitado de las manos toda arma que no sea la pluma. Contra ciertas victorias de la fuerza, no queda otra arma; pero es preciso usarla, aunque no sea sino para que al lado del éxito inicuo brille la palabra acusadora y rompa la protesta las densas nubes de la adulación mendicante. Es una necesidad de la moral eterna. Es el desquite del derecho hollado y de la libertad escarnecida. 

Derrotada en la amargura del presente, la pluma apela al porvenir y prepara los elementos para el fallo de la historia. A la de Venezuela aporta Pocaterra este trozo palpitante de su propia vida y de la vida de su país, y no es culpa suya si en lugar de presentar un fresco ramo de rosas, un cuadro idílico de bienandanza y de progreso, nos cuenta una historia siniestra, en que lo grotesco se une a lo trágico para formar un abominable conjunto. 

Se le tratará, seguramente, de antipatriota. Se le acusará de estar desacreditando a su patria y revelando cosas que debieran quedar ocultas. Es la acusación que se ha hecho a cuantos se han levantado a gritar su indignación por los crímenes que en su país se cometen, y hablando de ello citaba yo a Pocaterra esta página de Pérez de Ayala que responde maravillosamente a aquellas hipócritas censuras. “La cantidad y calidad de patriotismo de un ciudadano no han de medirse por sus propias palabras, aunque éstas suenen a vituperio de la propia patria. 

Uno de los más ardientes patriotas, si no el primero, en estos últimos años de vida española, ha sido Joaquín Costa, y él ha sido quien fustigó con fórmulas las más crudas, y hasta con dicterios, a España y a los españoles. 
¿Podrá dudarse del teutonismo acérrimo de un Schopenhauer o de un Nietzsche? Pues nadie, como ellos, denostó, a Alemania y a los alemanes, ni les aguijó con sarcasmos y mofas tan enconadas. Dante, el mejor florentino, pobló sus escritos de invectivas contra Florencia y sus regidores, y murió en el destierro. La enumeración podría prolongarse indefinidamente. Y observaríamos un fenómeno curioso, de paradójica traza, a saber: que aquellos hombres renombrados que con saña mayor mostraron en público las patrias vergüenzas, sucede que fueron justamente los más patriotas. 

La explicación se cae de su peso. Cuanto más elevado y puro es el ideal patriótico de un ciudadano, tanta mayor distancia advertirá entre lo ideal y lo real; con tanta mayor pesadumbre echará de ver las flaquezas y lacras de su pueblo y con tanta mayor iracundia se revolverá contra las culpas de sus conciudadanos.” Este libro es un acto de patriotismo; es hijo del amor a Venezuela y de la adhesión irrestricta a ciertos altos principios sin los cuales la existencia no tiene ni valor ni sentido, ya que, según la frase heroica de Martí, “el hombre necesita para vivir de cierta cantidad de decoro, como de cierta cantidad de aire”. 

Gracias a Pocaterra, no caerán en el pleno olvido mil sacrificios, ni será total el manto de impunidad que cubra innumerables crímenes. Y cuando todo lo domina un despotismo afortunado, por lo menos ante el solitario altar de la libertad y de la República, de la República como hecho real y como organización efectiva, no como mentira que sirve de disfraz a un tirano, queda brillando esta roja llama, que es a la vez amor y cólera, homenaje a los caídos y castigo a cuantos van uncidos al carro del caudillaje victorioso y despótico. 

¡Bien hayan los que contra él luchan, como los que se enfrentan al voraz imperialismo del norte! Son los dos monstruos que acechan las nacionalidades jóvenes de nuestra América, y a veces se asocian para su obra nefanda, como si uno de los dos no bastara para arrasarlo todo y acabar con la independencia y la dignidad de un pueblo. Pero los dos se completan y cierran el círculo que estrangula y deshonra. Contra ellos hay que librar la diaria batalla, y hay que poner en la pelea cuanto tengamos de mejor. 

José Rafael Pocaterra es un buen soldado de esa causa generosa e indispensable, y por eso considero como una fortuna el haber podido estrechar su mano leal y fuerte, y como un honor el escribir -a petición suya- este prólogo a una obra de amarga y severa justicia, que tiene derecho a encontrar eco profundo en las almas libres de América.

Bogotá.
Eduardo Santos


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