Anarchy, God and Pope Francis
Me gustaría partir de una premisa: «Dios existe». Esto va a chocar a muchas personas: para algunos será obvio (los creyentes); otros tendrán sus dudas; y a otros les producirá rechazo, sobre todo en un ámbito de científicos, economistas, filósofos y amantes de la libertad como en el que me encuentro hoy. Pero yo les rogaría que, incluso para aquellos que no creen en Dios, por lo menos a efectos dialécticos, hagan un esfuerzo de imaginación y durante los próximos minutos se imaginen que Dios, efectivamente, sí que existe. ¿Y qué entendemos por Dios? Hemos de entender por Dios un Ser Supremo, Creador por amor de todas las cosas y de todas las creaturas que han sido creadas. En otro lugar he desarrollado en toda su extensión la tesis de que una de las creaturas más importantes que ha creado Dios es el ser humano: precisamente a imagen y semejanza suya. Y si hay un punto de conexión o semejanza entre Dios y el hombre, precisamente se encuentra en la capacidad creativa empresarial: prehendo, prehendi, prehensum, la capacidad de descubrir, ver y crear nuevas cosas. Pero no voy a desarrollar esta teoría aquí porque además ya la conocen y está expuesta con detalle en diversos de mis trabajos.
Pero hoy voy a dar un paso más y voy a tratar de demostrar que Dios no sólo es un Ser Supremo, Creador por amor de todas las cosas, sino que además… Dios es libertario. Ésa es la principal tesis sobre la que va a girar mi intervención.
¿Y qué significa ser libertario? Quizá sea ocioso que nos planteemos aquí esta pregunta: libertario es aquel que ama la libertad, una e indivisible, del ser humano; sobre todo que defiende la libertad de empresa, la capacidad creativa del ser humano, el orden espontáneo del mercado y que aborrece la coacción institucional, sistemática y organizada de esas agencias monopolísticas de la violencia que conocemos con el nombre de Estados. En otros trabajos —por ejemplo, en mi artículo "Liberalismo versus Anarcocapitalismo"— he estudiado con detalle por qué el Estado es innecesario, altamente perjudicial e ineficiente y, sobre todo, inmoral; y por qué hay que desmantelarlo.
¿Y qué significa que Dios es libertario? ¿Qué sentido debemos dar a esta expresión? Significa que siendo Dios, Señor de todo el Universo, que tiene el poder absoluto sobre la Tierra y el resto del Universo, decide no utilizar la fuerza, sino que siempre deja en libertad a sus creaturas. Hasta el punto de que les deja la libertad de que se rebelen contra Él: por ejemplo, ese es el caso de los Ángeles Caídos, los cuales se rebelan contra su Creador. También deja libertad, incluso al ser humano, para que se rebele contra Él; aunque, en este sentido, el ser humano es más afortunado que los Ángeles Caídos, porque tiene la fortuna de haber sido redimido (es decir, una y otra vez, Dios perdona al ser humano y le permite que se levante y vuelva a empezar). Por consiguiente, Dios —con sus tres personas, Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo— siempre deja hacer, deja pasar, deja que el universo que Él ha creado fluya y evolucione solo y de manera espontánea («laissez faire, laissez passer, le monde va de lui même» podría ser el lema de nuestro Dios libertario). Y eso a pesar de que el ser humano tienta una y otra vez a Dios y le exige que manifieste su poder absoluto, que nos dé signos clarísimos e incontestables de su supremo poder para creer en Él. Pero claro, Dios no acepta ese envite porque una conversión forzada, por ejemplo por un cataclismo incontestable, sería algo completamente contrario a esa libertad innata con la que, a su imagen y semejanza, nos ha creado por amor el supremo Creador.
Los zelotes de la época de Jesús (y el mundo sigue hoy en día lleno de zelotes) clamaban y pedían que se creara un Estado mundial omnipotente, un Reino del Mesías que ejerciera su poder e impusiera su voluntad sobre todo el mundo. También se exigían otros signos: así, por ejemplo, cuando Jesús estaba crucificado, en plan de burla, le gritaban: «si eres hijo de Dios, baja de la cruz y entonces creeremos en ti». Pero Jesús, Dios Hijo libertario, no baja de la cruz. ¿Y por qué no hace caer una lluvia de fuego que los arrase, manifestando la voluntad del supremo Creador, como el napalm en la guerra del Vietnam o la «madre de todas las bombas» de Donald Trump? Y recordemos que incluso apóstoles tan queridos de Jesús como Santiago y Juan caen en esta tentación de pedir a Dios Hijo que arrase con fuego e imponga así su poder y voluntad. Lo podemos leer en San Lucas, capítulo 9. Allí se dice:
«Entraron en una aldea de samaritanos para hacer los preparativos, pero no lo recibieron porque su aspecto era el de uno que caminaba hacia Jerusalén. Al ver esto, Santiago y Juan, discípulos suyos, le dijeron: «Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y que acabe con ellos?». Jesús se volvió y les regañó fuertemente y se encaminaron a otra aldea». ¿Y esto por qué?
Porque Dios, en este caso Dios Hijo, es libertario. Pero ni siquiera teniendo el máximo poder concebible y siendo capaz de establecer de golpe y para siempre, por ejemplo, el mejor Estado del Bienestar que quepa imaginar, ni siquiera en esas circunstancias, Dios Hijo acepta nuestro envite. Tenemos el caso de su discurso más famoso, «El Sermón de la montaña»: una multitud que no tiene nada que comer y es testigo y se aprovecha del milagro de la multiplicación de los panes y los peces. Entonces, al quedar todos satisfechos, se dieron cuenta de que Jesús era capaz de alimentar gratis a todo el mundo: ¡eso era jauja!
¿Y cuál fue la reacción del pueblo? Mucho me temo que más que sensibilizados por el mensaje de las bienaventuranzas, tentados por la posibilidad de lograr aquí y ahora un Estado del Bienestar, en ese momento deciden nombrarle jefe del gobierno, del Estado… en pocas palabras, ¡hacerle Rey! Veamos cómo lo dice el Evangelio de San Juan (6, 14-15): «Jesús, sabiendo que iban a llevárselo para proclamarle Rey, se retiró otra vez a la montaña él solo a orar». ¿Y por qué? Porque Dios Hijo es libertario.
Y es que el Reino de Dios no es de este mundo; se lo dice el propio Jesús a un atemorizado funcionario del Estado romano que además está encargado de juzgarle: «Mi reino, ahora, no es de este mundo».
¿Significa esto que habría dos tipos de reinos o Estados? Los reinos de este mundo, que serían a su nivel legítimos (recuerden el «dad al César lo que es del César»), y el Reino de Dios, del más allá («y dad a Dios lo que es de Dios»). Esa es la interpretación estándar que ha preponderado hasta ahora pero que yo creo que está equivocada desde el principio hasta el final. La salida de Jesús cuando le ponen esa trampa, que nunca mejor podríamos calificar de «saducea», al preguntarle si es legítimo pagar impuestos, es una salida muy inteligente: «Dad al César lo que es del César y dad a Dios lo que es de Dios». Y se quitó de problemas, aquí y ahora. Pero en ningún momento especificó lo que era del César… posiblemente nada. De hecho, Jesús nunca pagó ningún impuesto. La única vez que tuvo que pagar un impuesto encargó que pescaran un pez, le abrieran la boca y de ahí sacaron el dinero para abonar el tributo (Mateo 17, 22-27). Y que así lo hiciera para «no dar mal ejemplo» no tiene otro significado que el de aquel que recomienda a los esclavos que, para evitar el castigo, obedezcan a su amo:
Jesús no es un reformador social, y su objetivo es otro muy distinto: llegar al corazón del ser humano y convertirlo.
A mi juicio, lo que el pasaje anterior significa es que el Reino de Dios —que es justo lo contrario de los reinos de este mundo o Estados— jamás utiliza de manera sistemática la violencia y la coacción: es un reino que ya nos ha llegado y que, además, nos ha sido dado gratis, en un acto de inmensa misericordia y amor (Deus caritas est). Un Reino que además debe acabar con el desmantelamiento de los reinos de este mundo, de los Estados de este mundo, porque Dios es libertario y el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios.
Pero, ¿cuál es el origen y la naturaleza de los Estados o reinos de este mundo? Sin duda alguna, el Estado es la encarnación del Maligno, del Demonio, la correa de transmisión del Mal. Pero antes de demostrarlo, vamos a hacer una pequeña digresión sobre cuál es el origen del Estado.
Quizá la explicación más clara la tengamos en el Antiguo Testamento, en el Libro de Samuel, capítulo 8. Porque ahí se describe cómo los reinos de este mundo, los Estados, surgen como un acto deliberado de rebelión del hombre contra el Reino de Dios. El pueblo israelita vivía hasta entonces en una especie de semianarquía, con una serie de jueces o árbitros que eran utilizados para resolver las desavenencias internas; pero, en un determinado momento, los israelitas se dirigen a Samuel y le dicen:
«Danos un Rey para que nos gobierne». Es decir, danos un Estado. Leemos en Samuel cómo a él esto pareció muy mal y recurrió a Dios: «oye, que éstos pretenden que les demos un Rey, que les demos un Estado». Y Yahvé le contesta literalmente lo siguiente: «Piden un Rey porque me rechazan a mí, para que no reine sobre ellos».
Es decir, el Estado aparece como la alternativa a Dios. El reino de este mundo es la alternativa al Reino de Dios. Pero Dios es libertario y deja hacer: «si queréis un Estado, hacedlo». Pero Samuel, antes de que sigan adelante, les advierte con detalle de lo que supone todo Estado, todo reino de este mundo. Samuel, ni corto ni perezoso, reúne al pueblo y les dice lo siguiente:
«¿Queréis un Estado? Pues mirad lo que va a pasar»: «Se llevará a vuestros hijos para destinarlos a sus carrozas y su caballería; los destinará a arar, a segar su mies, a fabricar sus armas y pertrechos. Tomará a vuestras hijas para perfumistas, cocineras y panaderas. El Rey [el Estado] se apoderará de vuestros mejores campos, viñas y olivares, cobrará el diezmo de vuestros olivares y viñas para dárselos a sus eunucos y servidores [igualito que ahora]; se llevará a vuestras siervas y jóvenes, así como a vuestros asnos para emplearlos en sus trabajos; cobrará además el diezmo de vuestro ganado y, en suma, os convertiréis en esclavos». Luego está clarísima la advertencia de Yahvé. No sé cómo después nos quejamos… En cuanto a que el Estado sea el principal instrumento o correa de transmisión de mal, es decir del poder del Maligno:
¿quién es el Maligno, el Demonio, el Ángel caído? ¿Cuál es el objetivo del Maligno? Obviamente su objetivo es destruir la obra de Dios, destruir el orden espontáneo del Universo, dentro del cual se encuentra el orden espontáneo del mercado. Ése es su objetivo. Y, por tanto, ¿cuál es nuestro enemigo, el enemigo de los libertarios? Es el Demonio. Nos enfrentamos al Demonio y una de sus principales manifestaciones está en el Estado. O sea que el asunto es arduo. Es arduo pero no imposible de vencer porque tenemos en Dios un aliado todavía más poderoso que el propio Demonio. No hay ninguna duda de que el Estado es la encarnación del Demonio: pero no lo digo yo —que no tendría ningún mérito y no sería sino un argumento de autoridad—, lo dice San Lucas el Evangelista y además lo remacha muy bien el Papa Emérito Benedicto XVI, Joseph Ratzinger, en su notabilísima biografía titulada Jesús de Nazaret, en cuyo volumen II encontramos una parte sublime donde comenta cada una de las tentaciones a las que se vio sometido Dios Hijo, es decir, Jesús. En San Lucas capítulo 4, a partir del versículo quinto, se describe la tercera y la más grave de las tentaciones a que se ve sometido Jesús, la más peligrosa. Leemos en el Evangelio:
«Llevándole a lo alto, el Diablo mostró a Jesús todos los reinos [es decir, todos los Estados] del mundo y le dijo: «Te daré el poder y la gloria de todos los reinos [y esto que dice a continuación es lo más importante] porque a mí me ha sido dado y yo lo doy a quien quiero. Te daré ese poder si te arrodillas delante de mí, todo será tuyo». Luego, por confesión del propio Diablo, todos los Estados de la Tierra están a sus órdenes y dependen de él. Ya podemos entender por qué producen tanto daño… ¿Y qué es lo contesta Jesús? Jesús dice, tal y como está escrito en el Evangelio, «sólo al Señor tu Dios adorarás y sólo a él darás culto».
¿Y por qué? Porque Dios es libertario. El propio Ratzinger alerta de que la principal amenaza de nuestro tiempo radica precisamente en el endiosamiento de la razón humana y en que mediante la (supuesta y pseudocientífica) ingeniería social se pretenda construir, aquí y ahora en el mundo, bajo el liderazgo de los gobiernos, los gobernantes y sus expertos y siempre a través del Estado, el Nirvana, el paraíso terrenal. El gran problema de la humanidad es que hemos convertido al Estado en un becerro de oro que todos adoran:
el Estado es el verdadero Anticristo. Ahí es dónde se encuentra el gran problema de la humanidad. Vamos a ver cómo lo explica Ratzinger en Jesús de Nazaret (Primera Parte, edición española, pp. 66-67):
«El tentador no es tan burdo como para proponernos directamente adorar al Diablo: sólo nos propone preferir un mundo planificado y organizado». Luego Ratzinger se refiere al teólogo Soloviev, el cual atribuye un libro al Anticristo cuyo título es "El camino abierto para la paz y el bienestar del mundo", que se convierte en la nueva Biblia y que tiene como contenido esencial la adoración del bienestar y la planificación racional del Estado. Idea sobre la que vuelve Benedicto XVI en su Encíclica Spe Salvi (XXX), donde condena «la esperanza de instaurar un mundo perfecto gracias a una política [estatal] fundada científicamente».
O en ese maravilloso discurso que Ratzinger pronunció en el parlamento alemán y donde dijo, citando a San Agustín, que «un gobierno no sometido al Derecho es una banda de ladrones». Ustedes y yo sabemos que, hoy e históricamente, tanto desde el punto de vista cuantitativo como cualitativo, el principal conculcador y enemigo del Derecho (con mayúscula y en sentido hayekiano) es precisamente el propio Estado y su gobierno. O dicho de otra forma: la expresión «Estado de Derecho» es una contradicción en los términos.
No hay mayor enemigo del verdadero Derecho que el Estado. Eso es algo de lo que todos somos testigos cada día desde que nos levantamos hasta que nos acostamos. Y si el principal enemigo del Derecho es el Estado y el propio Ratzinger siguiendo a San Agustín ya ha indicado que un gobierno o Estado no sometido al Derecho es una banda de ladrones (lo cual por otro lado resulta obvio), la conclusión esta clarísima: todos los Estados y gobiernos son una banda de ladrones. Incidentalmente, Ratzinger denuncia también otra idea muy importante: «¿Sabéis cuándo se torció la Iglesia? Muy sencillo, en el momento en que se convirtió en la Iglesia oficial del Estado». Las cosas se tuercen, dice, no obviamente desde el Decreto de Teodosio, que es cuando se convierte en Iglesia oficial del Imperio, sino ya antes, con Constantino, con el Edicto de Milán que consagra la libertad religiosa (año 313 después de Cristo). Pocos años después, en el 321, Constantino declara los domingos como fiesta en todo el Imperio (en honor a los cristianos). Y más tarde, en el Concilio de Nicea, permite que los obispos se puedan reunir y llegar a acuerdos y consensos pero decreta que sólo serán válidos si el propio Constantino los aprueba. A partir de ahí, la Iglesia Católica está perdida: se convierte en una institución, como si dijéramos, conchabada con el Estado. Porque la Iglesia en muchas ocasiones —y contra su propio origen y naturaleza— pasa a ser un instrumento del Maligno, como Iglesia oficial del Estado. Y por eso es tan vital separar ambas instituciones, como piensa Ratzinger.
Ahora bien, desde el punto de vista intelectual, el daño más grande no es éste: el daño más grande ha sido que, como durante siglos la Iglesia ha sido la Iglesia oficial del Estado, ha surgido una legión de intelectuales y de teólogos que han dedicado con ahínco su esfuerzo a tratar de justificar lo injustificable: a saber, que el Estado es legítimo. Esperemos que haya un golpe de timón, y a partir de ahora la Iglesia se desprenda definitivamente de su síndrome de Estocolmo y empiece a denunciar, en vez de a la economía de mercado, al Estado como encarnación del Maligno, que es su verdadero y principal enemigo.
Creo que ha quedado establecido que Dios nos ha dado por amor su Reino, que Dios es creador y libertario, y que la principal amenaza para el Reino de Dios está en el endiosamiento de la razón humana, la fatal arrogancia (el título de la última obra de Hayek), que actúa a través de los Estados o reinos de este mundo que encarnan el mal sistemático. Y si esto es así, ¿cuál debe ser el hilo conductor de nuestra acción en cada día? La respuesta es obvia: dedicar todo nuestro esfuerzo y energía, intelectual y física, todo nuestro ser, a desmantelar los Estados e impulsar el orden espontáneo de Dios, basado en el amor y en la cooperación voluntaria. Esto implica defender e impulsar la propiedad privada, la libertad de empresa, y el orden espontáneo del mercado. Todo ello como condición necesaria, aunque no suficiente: es necesario, además, que el ser humano nunca pierda la guía de la ética y la moral, que es precisamente lo mejor que puede dar la Iglesia. Pero reconociendo que incluso lo que más disciplina a los malos es el mercado: porque el mercado nos obliga, en un entorno de cooperación voluntaria, a dialogar con el otro, a tratar de descubrir sus necesidades y a satisfacérselas pacíficamente; nos obliga a mantener una reputación si es que queremos que el día de mañana se siga comerciando con nosotros…
Esto explica por qué el gran Montesquieu llegó a la conclusión de que, «allí donde prepondera el mercado, las costumbres son dulces». Porque el mercado, como ya dijo clarísimamente el Papa San Juan Pablo II, es la mejor «cadena de solidaridad que se extiende progresivamente» y llega hasta los últimos confines del ser humano (Centesimus Annus, capítulo IV, nº 43, tercer párrafo). He estado revisando esta y otras afirmaciones de Juan Pablo II sobre doctrina social de la iglesia en Centesimus Annus, y la verdad es que son espectaculares; vamos a recordar algunas otras de ellas. Dice Juan Pablo II lo siguiente: «Cuando una empresa da beneficios, significa que los factores productivos han sido utilizados adecuadamente y que las correspondientes necesidades humanas han sido satisfechas debidamente» (capítulo IV, nº 35). Luego se debe buscar el beneficio no por codicia sino como manifestación de que se hace el bien al otro. Y las pérdidas, por el contrario, indican que se hace el mal al prójimo al dedicar indebidamente los recursos escasos a satisfacer necesidades menos importantes que otras más valoradas que quedan insatisfechas. Continúa el Papa Juan Pablo II:
Si el Estado ha de tener alguna incumbencia, ha de ser la de garantizar la propiedad y la libertad individual de manera que «quien trabaja y produce pueda disfrutar de los frutos de su trabajo y por tanto se sienta estimulado a realizarlo eficiente y honestamente» (capítulo V, nº 48). También dice: «Donde el interés individual es suprimido violentamente, queda sustituido por un oneroso y opresivo sistema de control burocrático que esteriliza toda iniciativa y creatividad» (capítulo III, nº 25, tercer párrafo). Esto es lo que nos pasa cada día en el entorno opresor en que vivimos.
Añade: «Una estructura social de orden superior no debe intervenir en la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándole de sus competencias» (capítulo V, nº 48, cuarto párrafo). Afirma que: «Conoce mejor las necesidades y logra satisfacerlas de un modo más adecuado quien está próximo a ellas o quien está cerca del necesitado»; y critica al Estado del Bienestar porque «al intervenir directamente y quitando responsabilidad civil a la sociedad, provoca la pérdida de energías humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos dominados por lógicas burocráticas más que por la verdadera preocupación de servir a los usuarios, y todo ello con un enorme crecimiento de los gastos» (capítulo V, nº 48, quinto párrafo). ¿Y cuál es el justo precio? ¿Qué dice san Juan Pablo II sobre cuál es el justo precio? Porque a menudo se nos infla la boca reclamando, por ejemplo: «hay que pagar el salario justo». Pero, ¿cuál es el justo precio? Contestación del Santo Padre: «aquél establecido de común acuerdo después de una libre negociación». Juan Pablo II santo dixit (capítulo IV, nº 32).
Añade: «Una estructura social de orden superior no debe intervenir en la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándole de sus competencias» (capítulo V, nº 48, cuarto párrafo). Afirma que: «Conoce mejor las necesidades y logra satisfacerlas de un modo más adecuado quien está próximo a ellas o quien está cerca del necesitado»; y critica al Estado del Bienestar porque «al intervenir directamente y quitando responsabilidad civil a la sociedad, provoca la pérdida de energías humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos dominados por lógicas burocráticas más que por la verdadera preocupación de servir a los usuarios, y todo ello con un enorme crecimiento de los gastos» (capítulo V, nº 48, quinto párrafo). ¿Y cuál es el justo precio? ¿Qué dice san Juan Pablo II sobre cuál es el justo precio? Porque a menudo se nos infla la boca reclamando, por ejemplo: «hay que pagar el salario justo». Pero, ¿cuál es el justo precio? Contestación del Santo Padre: «aquél establecido de común acuerdo después de una libre negociación». Juan Pablo II santo dixit (capítulo IV, nº 32).
¿Y cuál es la conclusión a la que llego? La conclusión a la que llego es que un católico ha de ser libertario en temas sociales. Más todavía: ha de ser partidario de la anarquía de propiedad privada. La ciencia económica verdadera demuestra que la única posibilidad de que una sociedad sin Estado funcione es mediante el orden espontáneo del mercado, proveyendo éste todos los bienes públicos a través de la sociedad civil y de manera privada. Es el estadio más superior de civilización que cabe concebir y la realización del Reino de Dios, y en la medida de lo humanamente posible, aquí en la Tierra. Anarquía de propiedad privada o, si quieren ustedes, podemos utilizar el término capitalismo libertario, aunque esto le dé miedo a Juan Pablo II: y es que como la palabra «capitalismo», durante décadas y décadas, ha sido asociada con todo lo malo, no le gusta y propone sustituirla por otro nombre como economía de libre empresa, economía de mercado, etc. Pero, ¿por qué? Llamemos a las cosas por su nombre: capitalismo libertario, anarquía de propiedad privada o, la mejor expresión de todas, anarcocapitalismo.
Una expresión desde el punto de vista científico mucho más precisa que, por ejemplo, «autogobierno» u otras expresiones que inducen a confusión. Estemos orgullosos de ser anarcocapitalistas, anarquistas de propiedad privada, sobretodo porque Dios es libertario y está con nosotros. "Anarquía" significa etimológicamente, según la RAE, ausencia de toda autoridad pública. La expresión es perfecta: todo sería privado, no habría autoridad pública. Arkhein viene del griego: significa mandar, el mandato, el poder público. Anarquía: que no hay autoridad pública. Otra expresión que se puede utilizar también es ácrata: del griego kratos, que significa poder absoluto. Aquí debemos recordar la famosa anécdota de Hayek, cuando se declara opuesto a la democracia (demo-kratos). Como kratos significa poder absoluto y él está en contra de todo poder absoluto, aunque sea respaldado por el pueblo, no defiende la democracia, y por eso propone otro sistema con otro nombre: isonomía, demarquía, etc.
Todo eso ustedes lo saben muy bien y ya lo han estudiado en los tres volúmenes de Derecho, legislación y libertad. Estemos orgullos de ser anarcocapitalistas y ácratas. Como yo estoy orgulloso e intento ser el más católico de los anarcocapitalistas, o el más anarcocapitalista de los católicos…
Voy a terminar mi intervención de hoy con los versos de un gran libertario español, de un gran anarquista que nació en Sevilla, llamado Melchor Rodríguez García. No sé si ustedes lo conocen: Melchor Rodríguez García fue el último y efímero alcalde de Madrid en la II República; junto con el coronel Casado y el general Cipriano Mera (dos compañeros anarquistas), dio un golpe de estado contra las fuerzas marxistas y comunistas del presidente Negrín, que era el títere de Stalin, para poner fin a la guerra civil. Y ellos fueron precisamente quienes, tras triunfar en su golpe y hacerse con el poder, entregaron Madrid a las fuerzas del general Franco.
Melchor Rodríguez también es conocido como El Ángel Rojo, porque salvó a más de 12.500 prisioneros, que estaban en las cárceles de Madrid, de ser asesinados o linchados. Las sacas de Madrid, que terminaron en los fusilamientos de Paracuellos y que fueron responsabilidad directa (por acción u omisión) de Santiago Carrillo, se interrumpieron inmediatamente en el momento en que Melchor Rodríguez fue nombrado inspector general de prisiones por el ministro de Justicia, el también anarquista García Oliver. En cuanto llegó y tomó posesión estableció lo siguiente: «queda prohibido que nadie sea sacado de la cárcel de las siete de la tarde a las siete de la mañana sin mi autorización directa y expresa dada por mí personalmente por teléfono». Y así fue como se pararon de inmediato los fusilamientos ilegales. Ni que decir tiene que los marxistas iniciaron una ofensiva de desprestigio contra Melchor Rodríguez, que era toda una institución del movimiento anarcosindicalista en España.
Le acusaron de traidor a la República, y él contestó que los traidores eran quienes habían manchado de sangre el noble ideario de la anarquía Añadía: «Se puede morir por un ideal pero jamás matar por él». Quizás el ejemplo más sublime de morir por un ideal lo tengamos en el caso de Dios Hijo, en el caso de Jesús. Murió por el ideal de redimir a todo el género humano: víctima de la razón de Estado y de un complot político… otra víctima, en suma, del Estado… Acusaron además a Melchor Rodríguez diciéndole: «¿Por qué has hecho esto? ¿Por qué defiendes a los quintacolumnistas que tenemos en la cárcel? ¿No serás un católico infiltrado?». Contestación de Melchor Rodríguez:
«Lo hice no por católico sino por libertario». No era consciente de que quizás eran las dos caras de la misma moneda: católico y libertario. Asimismo, Melchor Rodríguez García, a pesar de ser de la Federación Anarquista Ibérica, era de un grupo llamado «Los Libertos», que defendían estas tesis basadas en la libertad y los derechos humanos. Cuatro meses después fue cesado y lo nombraron inspector general de cementerios, y con su equipo ocupó el Palacio del Marqués de Viana en Madrid. Lo primero que hizo fue un inventario de todas las cosas que había en él: y fíjense lo respetuoso que este anarcosindicalista fue con la propiedad privada que, cuando el propietario recuperó el Palacio terminada la guerra, manifestó a las autoridades que no le faltó ni una sola cucharilla de plata.
Y es que el Ángel Rojo, Melchor Rodríguez, no tuvo la posibilidad de formarse. Desde muy pequeño se crió en una familia pobrísima; más tarde desarrolló una carrera como matador de toros que se vio frustrada; y posteriormente se dedicó en cuerpo y alma a impulsar el ideal anarquista… pero con este sesgo de libertad y respeto a los seres humanos que estoy comentando. Terminada la guerra, fue juzgado y condenado a muerte pero, felizmente, y gracias a 2.500 firmas de las personas que se salvaron gracias a él, incluyendo al General Muñoz Grandes, fue indultado. Pasados unos años en la cárcel, volvió a la vida civil y dedicó el resto de sus días, hasta el año 1972 cuando murió, a ganarse modestamente la vida con la noble actividad de agente de seguros de la Compañía Adriática (por lo que dada mi condición también de asegurador, me es doblemente simpático). Por todo ello, no tengo ninguna duda de que, si hubiera tenido la posibilidad de formarse y estuviera hoy aquí con nosotros, Melchor Rodríguez, el Ángel Rojo, sería anarcocapitalista.
Y termino con estos versos que escribió y que dicen así:
Anarquía significa:
Belleza, amor, poesía,
igualdad, fraternidad,
sentimiento, libertad,
cultura, arte, armonía,
la razón, suprema guía,
la ciencia, excelsa verdad,
vida, nobleza, bondad,
satisfacción y alegría.
Todo esto es anarquía
y anarquía, humanidad.
LIBERALISMO versus ANARCOCA... by José Enrique Moreno on Scribd
Jesús Huerta de Soto – Anarquía, Dios y el Papa Francisco
Liberalismo vs Anarcocapitalismo por Jesús Huerta de Soto
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