EL Rincón de Yanka: LIBRO "ESO NO ESTABA EN MI LIBRO DE HISTORIA DEL BOXEO" por JORGE LERA 🏆

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viernes, 27 de agosto de 2021

LIBRO "ESO NO ESTABA EN MI LIBRO DE HISTORIA DEL BOXEO" por JORGE LERA 🏆


Eso no estaba en mi libro de 
historia del boxeo

El boxeo está repleto de historia e historias. Detrás de su aparente brutalidad se esconden una épica y unos códigos propios de la novela caballeresca, que han hecho posible que de las mayores rivalidades surgieran amistades imposibles.
¿Sabías que el campeón mundial del peso pesado, Gene Tunney, fue un intelectual y llegó a dar conferencias sobre Shakespeare en Yale? ¿Y que Nelson Mandela fue el mayor impulsor del boxeo surafricano? ¿Cómo fueron las relaciones de Max Schmeling con el régimen nazi? ¿En qué forma se infiltró la Mafia en el boxeo? El boxeo es el deporte más rico en historia y en historias. Detrás de su aparente brutalidad se esconden una épica y unos códigos propios de la novela caballeresca, que han hecho posible que de las mayores rivalidades surgieran las más sinceras amistades.
Durante más de un siglo, los personajes más populares del planeta fueron el presidente de los Estados Unidos de América, el papa y el campeón del mundo del peso pesado. Jack Johnson, Joe Louis o Muhammad Ali no solo destacaron como enormes boxeadores sino que transcendieron la esfera de lo deportivo para convertirse en personajes históricos que marcaron la sociedad de su época.
El campeonato mundial entre Jack Johnson y Jim Jeffries, en 1910, provocó los mayores disturbios raciales vividos en América hasta el asesinato de Martin Luther King. De igual modo, el combate por el título de peso pesado entre Joe Louis y Max Schmeling, simbolizó un choque de civilizaciones, antesala de la Segunda Guerra Mundial, con Hitler y Roosevelt pendientes del resultado. En este libro conoceremos la interrelación del Noble Arte con la sociedad y el influjo de sus campeones. Descubriremos curiosidades de figuras históricas como Daniel Mendoza, Bill Richmond, John L. Sullivan, George Dixon, Joe Gans, Jack Johnson, Benny Leonard, Primo Carnera, Max Baer, Max Schmeling, Joe Louis y otros grandes campeones. Pero, también, sabremos de otros personajes cruciales en la evolución del boxeo: de benefactores como el marqués de Queensberry o lord Lonsdale a gánsteres como Owney Madden o Frankie Carbo.

PRÓLOGO

¿Desde cuándo existe el boxeo? Desde el principio de los tiempos. Es junto al atletismo y la lucha uno de los deportes más antiguos. En sus formas primitivas y en su concepción más general de lu­cha con los puños y con reglas, es un deporte milenario que res­ponde a la naturaleza competitiva del ser humano. Es tan antiguo como la propia humanidad y forma parte integral de las más anti­ guas civilizaciones. Es imposible establecer cuáles fueron las pri­meras formas de combates reglados con los puños, pero allá donde se han encontrado restos arqueológicos habitualmente han aparecido representaciones de este tipo de competición. Desde al menos el tercer milenio antes de Cristo puede compro­barse su existencia y su relevancia. 

Los primeros vestigios que se conocen, en forma de relieves, pertenecen a la cultura sumeria, en lo que hoy es Iraq, considerada como la primera civilización del mundo. Vestigios también se han encontrado en las civilizaciones de Mesopotamia, Asiria y del Imperio hitita. Existen tam­bién relieves en Tebas, en Egipto, que datan de 1350 a. C. La pri­mera representación de un combate en el que se utilizan guantes es del año 1700 a. C. aproximadamente, el fresco de los jóvenes boxeadores de Akrotiri, en la isla de Thera, perteneciente a la civi­lización minoica de Creta, primera civilización europea de la Edad de Bronce. Otra de las evidencias más importantes se encuentra plasmada en Los boxeadores del ritón de Hagia Triada (1600- 1450 a. C.).

Boxeo hubo en Grecia y fue parte fundamental de los Juegos Olímpicos antiguos y sus campeones eran venerados como hé­roes por el pueblo. El pugilista de la Antigüedad clásica quedará plasmado a la perfección en una de las obras más bellas y realistas de la escultura helenística, el conocido como Boxeador en reposo o Boxeador del Quirinal o de las termas, de aproximadamente dos­ cientos años antes de Cristo, con los rasgos característicos del ve­terano profesional, con su nariz chata y las orejas de coliflor. Para­ lelamente, hay evidencias en diversas partes de África, donde el pueblo Hausa practicaba el Dambe, su forma autóctona. Según se va avanzando en el tiempo, especialmente en Grecia y Roma, em­pezaremos a encontrar vestigios de una competición mucho más sofisticada y definida y también de gimnasios o palestras que ya incluían elementos que a día de hoy se siguen utilizando, como sacos, guantes y protecciones de entrenamiento.

Fresco de Los boxeadores de Akrotiri, 
primera representación conocida de boxeo con guantes. 
Data de la Edad de Bronce, hacia 1700-1650 a. C.

En cualquier caso, no ahondaremos en estas formas primitivas puesto que no podemos trazar desde ellas una línea de continui­dad con el boxeo actual. Son formas ancestrales de boxeo inde­pendientes en el tiempo y el espacio y, en la mayoría de los casos, sin relación entre ellas. Para encontrar el punto de origen que nos lleva al boxeo que vivimos en el presente nos dirigiremos a la In­glaterra del siglo XVII. Allí, James Figg se erigirá como primer campeón, el que iniciará una larga dinastía que se prolongará de forma clara hasta bien entrado el siglo xx, hasta que la lamenta­ble proliferación de organismos empiece en gran parte a alterar y emborronar tan precioso legado. Eso sí, como veremos, la crea­ción de las reglas del marqués de Queensberry supondrá a finales del XIX un cambio drástico y una gran revolución. El cambio de reglamento marcará un antes y un después claramente diferenciables en el boxeo, pero sin dejar de ser el mismo deporte, con los mismos protagonistas y la misma comunidad. Para entendernos mejor, denominaremos «boxeo antiguo» a todas las manifestacio­nes ancestrales previas, «boxeo moderno» al que nace de la acade­mia de James Figg en Inglaterra y que transcurre en los siglos XVIII y XIX y «boxeo contemporáneo» al que surge tras la acepta­ción universal de las reglas del marqués de Queensberry y llega hasta la actualidad.


El púgil se convirtió en una cuestión nacional para Estados Unidos y hasta Jack London invocó, para derrotarlo, a “la gran esperanza blanca”

Jack Johnson, el «gigante de Galveston», uno ochenta y pico de estatura, manos como excavadoras y una pegada reservada para los hijos de los titanes. Aunque había nacido libre, provenía de una familia de esclavos y, como muchos antes de que él, encontró en el boxeo una adecuada escalera social para erigirse sobre la miseria de alrededor y escapar de la pobreza. Sonriente, provocador, chulesco, divertido, bohemio, pero de esos refinados y con gustos caros, Johnson, uno de esos hombres que quiso probar las mieles del Paraíso antes de alcanzar el cielo, deambuló por las ciudades y pueblos de Estados Unidos, aceptando combates de medio pelo y prestándose de sparring hasta que encontró un tipo que lo sentó en el suelo y le dejó con la mirada colgada del limbo (aunque jamás sería como Floyd Patterson, claro, que llegó a encontrar en las profundidades del KO la remansada paz que no encontraba en la realidad). El fulano aquel era judío, se llamaba Joe Choynski y, después de haberle enseñado el sabor de la derrota, le inculcó la técnica que le faltaba a un hombre que lo poseía todo para triunfar: envergadura, agilidad, reflejos, unos puños con la contundencia del cemento armado y un sentido del espectáculo que luego heredaría Ali.

A la luz de lo que sucedió después, está claro que Choynski desconocía lo que hacía. Acababa de darle munición al mismo Billy El niño. Johnson, con el acerado instinto de la competitividad a flor de piel y la inteligencia ajedrecística que requiere el cuadrilátero, asumió esas lecciones y puso en jaque a todo un imperio: el racismo blanco que regía su país. Comenzaba una biografía digna para un mito, trufado de épicas y de duelos, de excesos y arrepentimientos que lo conducirían en un peculiar exilio/huida hasta la Barcelona de 1916, donde disputaría una pantomima de combate con un supuesto sobrino de Oscar Wilde: Arthur Cravan, al que tumbó en el cuarto asalto y casi antes de que él rompiera a sudar (dos años después, su rival se lanzaría a navegar por el Golfo de México, y hasta hoy: no se ha vuelto a saber de él). Es en la Ciudad Condal donde Denise Duncan lo sitúa con su obra «El combate del siglo», una pieza teatral que se representará a partir del 28 de abril en el Teatro Valle-Inclán, donde relata sus logros, pero que también enfrenta al púgil a sus propios temores y fantasmas, igual que ya sucedió con un éxito anterior, «Urtain», que catapultó a la fama al actor Roberto Álamo. Pero la oportunidad de esta historia excede el boxeo, sobre todo, al tenor de los altercados raciales que estremecen en estos momentos al llamado país de las oportunidades.

El boxeo fue el primer deporte que permitió competidores de color entre sus filas, como prueba ya la temprana presencia de campeones negros en el siglo XIX y que disfrutaron en su tiempo de la popularidad reservada hoy para los jugadores de fútbol. La afroamericanos jamás tuvieron el ring cerrado. Se ve que los actos de valentía abolen las barreras xenófobas. Al contrario que el resto de los deportes (o sea, todos los demás), un negro podía alcanzar en el pugilismo el título mundial. Pero había una raya que nadie podía traspasar: la categoría de los pesos pesados. Ese era un reino prohibido, reservado solo para los blancos, como explica Jorge Lera, excelentemente bien, en un gran libro, «Historia del boxeo» (Almuzara), que a todos los que les interese este asunto, y otros muchos del ring, deberían leer.

El problema es que a Johnson le gustaba la pasta, le molaban los trajes bien cortados y el alcohol de calidad, una tendencia común entre muchos héroes de la lona, y decidió romper la baraja por en medio. Aprovechó un patrocinio para dejar secándose al sol, igual que a un bacalao, al supuesto campeón de los blanquitos, Tom Burns, del que pocos ya guardan recuerdo, y se proclamó campeón. Tal cual. El sur de EE UU, ese lugar donde todos los hombres son iguales menos los de color, sintió un escalofrío. Entonces es cuando Jack London, al que todos hemos admirado por sus relatos y novelas, quedó en evidencia y se vio de qué pie cojeaba su conciencia con su célebre llamada a «la gran esperanza blanca» y ese texto titulado «El combate del siglo». No todos los escritores, por mucho que los admiremos, tienen que resultar ejemplares.

Las oraciones del novelista tomaron cuerpo en un viejo peleador ya retirado que debía tener las mismas ganas de regresar al cuadrilátero de que le cortara la cabellera un Sioux. Se llamaba Jim Jeffries, estaba entregado a la descansada vida que supone el retiro y gozaba del saludable sobrepeso de los deportistas que lo han logrado todo, incluso sobrevivir a la Prensa. No fue el orgullo, ni la defensa de la nación blanca, ni una cuestión de honor, ni tampoco un prurito de clase lo que lo sacó de su cabaña. Lo que hizo que se anudara los guantes de nuevo fue el dinero, la guita (esto tampoco ha cambiado con los años). El enfrentamiento, más que un combate, fue un baile de Jack Johnson, que se permitió algunas monerías (la psicología en el ring no es ninguna broma) y que acabaría derribando a su oponente varias veces hasta que todos se convencieron de que Jeffries, aunque se mantuviera en pie, hacía tiempo que besaba la lona.

Esa victoria resultó imperdonable para el público. Desencadenó, como ya es conocido, disturbios por EE. UU., pero estaba protagonizados por los blancos, o sea, los descendientes de los elegantes caballeros de «Lo que el viento se llevó». Jack Johnson, que disfrutaba de un sentido del placer que pasaba por la provocación, se paseaba trajeado, dibujaba una sonrisa en el rostro de las mujeres blancas con las que se acostaba y abría negocios. Las autoridades, como sucede con la gente de medianías, no le perdonaron el insulto que suponía su título ni esa vidorra de excesos (se desconoce qué les irritaba más). Así que tomaron un atajo y, como nadie lo vencía, le acusaron injustamente de un delito y le invitaron a pasar una temporada a la sombra. Johnson, antes de pasar por penitenciaría, tomó las de Villadiego y se fugó a Europa. Empezaba de esta manera un exilio que acabaría siendo penoso. Una pendiente que le conduciría por nuestro país y que lo devolvería exhausto al suyo, ya agotado, más deteriorado que una estatua griega, pero eso sí, con su sempiterna sonrisa de dientes de oro. Fallecería en un accidente de tráfico en 1946. Así que al final murió como en realidad vivió: a toda velocidad.

Epilogo:
¿se está muriendo el boxeo?

En una entrevista en 1972, a l excampeón mundial del semipe­sado Archie Moore, uno de los más grandes boxeadores de la historia, le preguntaron si el boxeo se estaba muriendo. Moore, un filósofo del ring y de la vida, con su particular ironía respondió: «Sí, eso debe de ser. Ya me dijeron que se estaba muriendo cuando comencé como profesional en 1936. Creo que el boxeo lleva muriéndose desde el principio de los tiempos. Así que me imagino que todavía sigue muriéndose». El viejo sabio tenía ra­zón, lo de la muerte del boxeo es algo que se viene profetizan­do prácticamente desde sus comienzos, siglos atrás, pero ahí si­gue por mucho que digan algunos agoreros. Y todo ello a pesar de que el boxeo es el deporte peor estructurado y organizado y de que nunca tuvo un mando único o un único organismo que diera validez y legitimara los títulos. Desde James Figg, a principios del siglo XVIII, el reconocimiento de los campeones procedía del prestigio, la tradición y la aclamación popular. El campeón es quien derrota al campeón; el hombre que gana al hombre que ganó al hombre... Había en ocasiones diferencia de pareceres y podían surgir dos o más pretendientes al trono, especialmente después de que algún campeón se retirara corno tal sin perder su título. Pero habitualmente el boxeo se autorre­gulaba y el público exigía el enfrentamiento entre los distintos aspirantes para determinar quién era el auténtico campeón. El proceso solía ser custodiado por algún medio que ejercía su autoridad moral al respecto. Pero siempre bajo la supervisión so­berana del aficionado, del pueblo. Durante años. esa autoridad la ejerció The Police Gazette, pero cuando se desvió del cometi­do, como cuando quiso reconocer unilateralmente como cam­peón a Jake Kiltrain, al que fabricaron un cinturón especial de campeón. el pueblo se rebeló porque entendía que el campeón auténtico era John L. Sullivan y con una suscripción popular le regalaron un cinturón todavía más valioso, como vimos en el capítulo tercero. En cualquier caso, Sullivan y Kilrain se aca­barían enfrentando, como no podía ser de otra manera, y el triunfo del Stongboy de Boston dejó zanjada la polémica. Si solo existe un mundo, solo puede haber un campeón mundial.

En los años veinte, la Ley Walker supuso la legalización de­finitiva del boxeo y la creación de las comisiones atléticas que en cada estado velarían por el buen funcionamiento del boxeo. La estructura federal de Estados Unidos impidió la creación de un organismo único a nivel nacional que dirigiera el boxeo y ahí empezarían gran parte de los problemas que aún padece­mos. Cada estado tenía una comisión y cada una veía las cosas a su manera, aunque tampoco esto influía en gran medida en el reconocimiento generalizado de la mayoría de campeones. En 1921 se creó la National Boxing Association (NBA) con la inten­ción de asemejarse a un organismo nacional que regulara el boxeo. El principal problema radicaba en que Nueva York, capital mundial del boxeo, su comisión atlética (NYSAC), no estaban dispuestos a que su voto valiese lo mismo que el de otros estados en los que apenas había actividad pugilística. En un principio, ni Nueva York, ni California, ni Nevada, los tres principales estados en lo que a boxeo se refería, estaban dentro. Antes, en 1913, en Europa se creó la lnternational Boxing Union, con el mismo ob­jetivo y que años más tarde contó con el apoyo, aunque no espe­cialmente decidido ni entusiasta, de la Comisión de Nueva York. La NBA no nombraba oficiales y tan solo cobraba un simbólico dólar por campeonato. No tenia realmente mucha fuerza ejecutiva y lo normal es que tanto la NBA corno la NYSAC reconocieran a los mismos campeones. Cuando no, generalmente se hacía un combate entre los dos pretendientes. En realidad. como en su día fue The Police Gazette, a partir de su fundación en 1922, la revista The Ring, con su fundador y director Nat Fleischer, se erigió como la voz de la autoridad. En 1924 empezaron a elaborar listas, a reconocer campeones y a entregarles sus prestigiosos cinturones. El liderazgo moral de The Ring junto a la poca capaci­dad ejecutiva de la NBA y que la comisión de Nueva York solía regirse con criterios serios y desinteresados facilitaron un cierto orden en el boxeo mundial hasta bien entrados los setenta, en los que los errores de The Ring, ya sin Nat Fleischer, y la conso­lidación de los primeros organismos internacionales fue el ger­men del caótico desorden que ensombrece hace años este noble deporte. 

En 1981, la prestigiosa revista Sports Ilustrated publicó un profundo trabajo de investigación sobre los dos principales organismos sancionadores del boxeo que operaban en ese mo­mento, en el que reflejaba lo que todo el mundo en realidad ya sabía: arbitrariedades, clasificaciones parciales, tráfico de in­ fluencia, todo rayano en la corrupción. Por si no tuviera suficien­te, a los dos organismos nacidos en los sesenta, se unieron otros dos en los ochenta que al final acabaron también por consolidar­ se y que actuaban bajo parámetros similares. Un caos, un desor­den que se ha ido disparando con los años, con multiplicación de títulos, organismos y divisiones hasta llegar a la situación ac­tual en la que el término «campeón mundial» está absolutamen­te desvirtuado. Si en su día había un solo campeón en 8 categorías clásicas, hoy existen 4 organismos internacionales con 17 divisiones. Es decir, de 8 campeones mundiales, 8 figuras inter­nacionalmente reconocidas, se pasó con la multiplicación de tí­tulos y divisiones a 68. Desde 1892 a 1980, casi un siglo, solamente 4 boxeadores consiguieron proclamarse campeones del mundo en 3 divisiones: los inmortales Bob Fitzsimmons, Barney Ross, Tony Canzoneri y Henry Armstrong. Incluso los títulos en el peso superligero de Ross y Canzoneri no tenían un recono­cimiento universal. Desde 1980 hasta 2020, menos de la mitad de años, se sumarían 47 nuevos casos. Lo que en su día era una gesta insólita solo al alcance de los más grandes, ahora, con tanto título, se puede conseguir con relativa facilidad. En los últi­mos años, además, cada organismo ha ido incorporando más campeones en una misma división: regulares, interinos, super­ campeón, franquicia, diamante, gold... 

La imaginación es ilimi­tada y con cada uno de estos engendros se ha ido devaluando cada vez más el concepto de campeón y se ha incrementado la confusión y el caos. La voracidad financiera de estos organis­mos y su propio afán de autoperpetuar se es el principal  proble­ma del boxeo actual. Y aun así. el boxeo sobrevive y cuando se enfrentan sus máximas figuras, aquellas que no necesitan siglas para ser reconocidas por el público, como ocurrió cuando Floyd Mayweather se  enfrentó a Manny Pacquiao, el mundo se detiene y se baten todos los récords económicos. Nadie sabía muy bien qué títulos había en juego, ni que siglas lo sancionaban, pero todo el mundo sabía que eran los mejores, como en los viejos tiempos. Hubo un tiempo en que los títulos daban prestigio al boxeador. Ahora son los mejores boxeadores los que dan presti­gio al título. Eso sí, lo que ocurre en el boxeo ya no tiene tanta importancia como lo tuvo en sus épocas doradas por culpa de todos estos. Quizá le sorprenda al lector que, en este libro, que está llegando a su fin, en ningún de sus páginas aparece nin­guna de las malévolas combinaciones de tres letras que usur­paron y pisotearon el concepto de campeón. Está hecho a pro­pósito. Pero el boxeo es tan grande que ni todas estas patrañas logran acabar con él. Le dejan muy tocado, eso sí, y lo debilitan. Cualquiera sería capaz de recitar por orden todos los campeo­nes mundiales del peso pesado hasta que los organismos internacionales entraron en acción  y lo hicieron  ya imposible. Pero, aun así, como ya ocurría cuando Tom Cribb se enfrentó a Tom Molineaux en 1810, cada vez que se encierran en un ring los me­jores púgiles, el planeta se detiene y todo el mundo quiere ver­lo. 

Cuando, a finales de los setenta, la figura de Muhammad Ali se iba  desvaneciendo se acercaba  a su  retirada, los agoreros, no sin su parte de lógica, vaticinaban de nuevo la muerte del boxeo.  La figura de Ali  era demasiado grande como para que el boxeo pudiera sobrevivir sin ella. El hueco que dejó El Más Grande parecía irrecuperable, pero entonces surgió  una nueva figura, recién  coronado como campeón olímpico en  los juegos de 1976, Sugar Ray Leonard, que con su personalidad y su exquisito boxeo se encargó de tirar del carro y protagonizar memora­bles combates con otros tres ases como Roberto Durán, Thomas Hearns y Marvin  Hagler, enfrentamientos que batieron  todos los récords económicos. Después vendría Mike Tyson, Óscar de La Hoya, Floyd Mayweather y Manny Pacquiao. Como antes lo fueron Jack Dempsey o Joe Louis, el boxeo siempre  encuentra un moneymaker, un generador de dinero, un buque insignia que lidera cada generación. Y así seguirá siendo.

Lo que hace mágico al boxeo es que detrás de cada combate hay una historia, y conocerla significa ver ese combate  desde  otra dimensión. Entender  por  qué y cómo  han   llegado  hasta ahí.  Lo que han sufrido, lo que han trabajado, todo por lo que han pasado. El boxeo es el deporte más rico en historia y en historias, fuente inagotable de sueños. con sus dosis de tragedia griega, con sus conflictos, con sus riesgos, sus dramas y con sus códigos. Y a día de hoy, en pleno siglo XXI, sigue brindando oportunidades a  todo aquel que tenga los arrestos necesarios para dedicarse a una de las
profesiones más duras que se conoce. Ocurrió ya en siglos anteriores con John  Guly, con el judío  Mendoza o con d negro Richmond y así ha seguido hasta hoy. A principios de los años treinta, Tony Zale era un joven de origen polaco,  huérfano  de  padre, que de niño tenía que dejarse la salud en  las minas de acero  en  Gary, Indiana. Odiaba la mina y el infernal aire que allí se respiraba. Un sábado, cuando tenía 15 años, acompañó a su hermano a un gim­nasio de boxeo. Era la primera vez que veía uno. El gimnasio era muy humilde, estaba viejo, pero tenía algo especial: "Comparado con la mina, el olor a sudor que impregnaba los sacos y el ring eran para mí como Chanel número 5. Supe que en esas cuerdas, la lona y los sacos iba a estar mi salida». Tony Zale fue campeón mundial del peso medio y protagonizó con Rocky Graziano tres combates que aún  se recuerdan.  Combatió en la Segunda Guerra  Mundial en la US Navy y cuando se retiró, dedicó su vida en enseñar el Noble Arte a los más jóvenes y a transmitirles sus valores. La magia de los gimnasios... 

La  misma  que hechizó a los hermanos Ruelas, Gabriel y Rafael, dos niños mexicanos que emigraron con su fa­milia a California. Los dos, con la ingenua intención de ayudar a sus padres, salían todos los días a patear las calles para vender caramelos. Un día Gabriel, que tenía 12 años, entró en un llamativo edificio para intentar vender alguna golosina. Era el gimnasio que tenían los hermanos Joe y Dan Goosen en Los Ángeles. Se quedó embelesado. "¿Puedo hablar con el entrenador?". Joe Goosen estaba dispuesto a echarlo, tan solo se dedicaba a profesionales, no trabajaba con principiantes ni amateurs y no  tenía tiempo para perderlo con un niño. Pero uno de los profesio­nales, Alonzo Strongbow, se adelantó: «Entrenador, no le eches, ¿has visto esos ojos?». Goosen, de mala gana, accedió a darle una oportunidad. pero no sin antes advertirle que quería toda su de­dicación y que no faltara ni un solo día al gimnasio. Pocos días después se presentó con su hermano Rafael: «Señor, él también quiere ser boxeador», le dijo a un absorto Goosen. ¿Pero ¿cuán­tos años tiene? ¡Si no es más que un crío enclenque y malnutrido!», ex­clamó el entrenador. Pero, de nuevo, había algo en esas miradas que le hicieron saltarse sus propias normas y darles una oportuni­dad. Tal y como habían prometido, no faltaron jamás a entrenar. Años más tarde, en 1994, Rafael se proclamó campeón mundial del peso ligero y Gabriel en el superpluma. 

La historia del boxeo está llena de casos así. Hoy las condiciones de vida han cambia­do en gran parte. Tampoco tiene que ser siempre la necesidad la que hace al campeón, aunque ayude. Los habrá también de fami­lia acomodada, estudiantes, amateurs, los que lo practiquen única­mente para mantenerse en forma... Pero un deporte milenario, que nació con la propia civilización y que se ha mantenido has­ta nuestros días, jamás desaparecerá. Podrá transformarse, como la materia, pero siempre habrá jóvenes deportistas, bien entrena­dos y cuidados, dispuestos a subir a un ring y dedicar su vida a un deporte en el que la inteligencia, la destreza, la maestría y la téc­nica se imponen siempre a la fuerza bruta. Un deporte que, por su carga simbólica, por su fuerza icónica, por su belleza, que en­cierra un drama pero con los códigos de una novela caballeresca, siempre atraerá, servirá de inspiración, fascinará, y enganchará a las personalidades más sensibles y artísticas. La incorporación generalizada y normalizada de la mujer a la competición del boxeo ha supuesto también un gran impulso a todos los niveles. En la ac­tualidad, los países más avanzados siguen teniendo una importantísima actividad y la industria boxística sigue moviendo ingentes cantidades de dinero en Reino Unido, Alemania, Japón o Estados Unidos. El boxeador, para el resto de mortales, es mucho más que un deportista. Es un héroe, como lo eran hace tres mil años Epeo y Euríalo en la Ilíada.
Y los héroes jamás pasan de moda. 



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Entrevistamos a Jorge Lera