EL Rincón de Yanka: LIBROS "LA SABIDURÍA DE LOS MEDIEVALES": "LAS HEREJÍAS DEL SIGLO II" y "EL NACIMIENTO DE LA CULTURA CRISTIANA"

inicio














martes, 17 de agosto de 2021

LIBROS "LA SABIDURÍA DE LOS MEDIEVALES": "LAS HEREJÍAS DEL SIGLO II" y "EL NACIMIENTO DE LA CULTURA CRISTIANA"


LA SABIDURÍA DE 
LOS MEDIEVALES

En este libro escrito con un estilo sencillo, directo y divulgativo -y no especialmente dirigido a cristianos-, Stefano Fontana se enfrenta a cierta corriente impuesta que, desde el Renacimiento hasta hoy mismo, tilda el pensamiento medieval de oscuro, bárbaro y carente de vitalidad cultural e intelectual. Muy al contrario, Fontana demuestra que la época que levantó la gloria gótica de nuestras catedrales fue, al mismo tiempo, la era en la que se logró una síntesis abierta y perfecta entre fuentes filosóficas asombrosamente dispares; una gesta del pensamiento y de la creatividad humana sin parangón que sentó las bases de la Civilización cristiana y, por ende, de la occidental.
Recorriendo el pensamiento de los principales autores y escuelas de la época -incluyendo la filosofía árabe y el averroísmo-, el autor nos descubre que la fe católica nunca exigió a la filosofía transformarse en religión, sino que la empujó a ser filosofía hasta el fondo. Hasta los confines del misterio.

Pero, ¿qué es la filosofía cristiana? San Agustín, Boecio, Isidoro de Sevilla, Alcuino de York, Al-Farabi, Avicena, Averroes, Anselmo de Canterbury, Pedro Abelardo o Buenaventura de Bagnoregio son algunos de los pensadores cuyas ideas Fontana expone con claridad, concisión y precisión para responder a esta pregunta.
La obra ilustra además el proceso, casi alquímico, mediante el que se logró la simbiosis entre la filosofía que vino de Atenas y la religión que nos llegó de Jerusalén: la Patrística, la labor de los Concilios, la definición del canon, y la superación constructiva de las antiguas religiones civiles o mistéricas. Todo ello lleva a Fontana a proclamar la Edad Media como un momento álgido de la historia humana tras el cual ya nada podrá volver a ser como era hasta entonces.

PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA 

Cuando alguien escribe un libro no lo escribe para un círculo de lectores definido y restringido. Lo escribe para “los lectores”, para todos ellos, para cada uno de ellos. Mi libro nació en Italia pero, desde el principio, estaba destinado a lectores que no fueran solo italianos. Por esta razón estoy contento de que salga publicado en España, para los lectores españoles, también son ellos “lectores” como lo son los italianos. Y si además tenemos en cuenta lo que significaron la Edad Media y la filosofía medieval en Italia y en España, y lo mucho que estas tradiciones tienen en común –es decir, la Civilización cristiana–, es evidente que la traducción española ya era potencialmente necesaria en el momento de escribir este libro. Un requisito implícito que ahora la Editorial Homo Legens ha cumplido en el acto. 

El título "La sabiduría de los medievales" nos dice cuál es el contenido del libro, pero es el subtítulo el que aclara el punto de vista y el criterio con el que se trata dicho contenido: La filosofía cristiana de san Pablo a Guillermo de Occam. El punto de vista es, por tanto, “la filosofía cristiana”. Entre la edición italiana y esta edición española he publicado en Italia (Edizioni Fede & Cultura, Verona 2021) un libro precisamente con este título, pero su núcleo originario es este que presento aquí en la edición española. De hecho, el lector encontrará en la Introducción una exposición bastante articulada del concepto de filosofía cristiana, una noción de la que no podemos deshacernos porque ha expresado históricamente y expresa teoréticamente la relación correcta entre la fe católica y la razón. 

Esto no significa que los lectores de este libro tengan que ser católicos, puesto que la característica de la filosofía cristiana es que la religión católica no le exige a la filosofía que se transforme en religión, sino que la empuja a ser filosofía hasta el fondo. Hasta los confines del misterio. Efectivamente, solo una filosofía llevada hasta sus extremos confines puede reflexionar correctamente sobre el misterio, mientras que una filosofía positivista, prisionera de meros hechos empíricos, no es capaz de postular la existencia del misterio. Por consiguiente, la religión católica no “bautiza” desde fuera la filosofía convirtiéndola en extrínsecamente católica, no le da una pincelada de catolicidad, sino que más bien la llama plenamente a su misma verdad filosófica, exigiéndole ser hasta el fondo lo que es y ayudándola a serlo. Por esto, el libro es para todos y no solo para los católicos, puesto que expresa la filosofía solo por lo que esta debe ser.  

El adjetivo “cristiana” en la expresión “filosofía cristiana” no es un añadido exterior y accidental, sino que configura la esencia misma de la filosofía, en el sentido que equivale a la expresión “filosofía verdadera”. Esto nos dice que la filosofía, para ser realmente filosofía y no religión, debe gozar de una relación esencial con la revelación cristiana sin temer por ello convertirse en otra cosa distinta de lo que es, sino como garantía de poder ser plenamente sí misma sin caer presa de ideologías o intereses partidistas o religiones integristas. No se conculca la libertad de la filosofía, sino que se garantiza por su relación esencial con la religión cristiana (es más, católica), de la que no puede prescindir. Esto significa que la fe católica también es capaz de producir filosofía, no directamente dado que Cristo no es Sócrates, sino indirectamente, proporcionando a la razón filosófica contenidos filosóficos transmitidos por vía religiosa y que la filosofía deberá luego hacer suyos, ahondando en ellos con la razón. El concepto de creación de la nada, fruto de la Revelación, necesita el análisis en profundidad del acto de ser, llevado a cabo por santo Tomás. Por esto, el adjetivo “cristiana” no contradice el sustantivo “filosofía”. Es verdad que en teoría la filosofía puede encontrar muchas verdades solo con sus fuerzas, pero de manera incierta y, en cualquier caso, no son las verdades últimas. Es verdad que Aristóteles no era cristiano y que los cristianos lo veían con sospecha debido a su paganismo; pero también lo es que Aristóteles entra en la Edad Media cristiana de un modo y sale de otro, puesto que santo Tomás no es solo aristotélico, sino que además es quien, a la luz de la fe católica, transformó el aristotelismo, como hizo con otras tradiciones del pensamiento, en una filosofía radicalmente nueva, es decir, en la filosofía cristiana. Y santo Tomás, como nos recuerda Gilson, no empezó por Aristóteles (es decir, la filosofía) para llegar a las Escrituras (es decir, la fe revelada), sino que hizo el recorrido inverso: se preguntó qué podía saber de aquello en lo que creía. Por eso la filosofía cristiana no es una pincelada de Aristóteles u otros. Esta prioridad de la fe sobre la razón, que en realidad consiste en una potenciación de la razón y no su reducción, motiva la filosofía cristiana y es la base del verdadero significado del adjetivo “cristiana” en esa expresión. 

Cuanto he dicho hasta ahora explica también otra cosa curiosa de este libro. En el subtítulo se empieza por san Pablo, que no era filósofo, y se llega a Guillermo de Occam, que destruyó la filosofía cristiana. Nunca he visto libros de historia de la filosofía medieval que iniciaran el periodo analizado no con un filósofo, sino con un apóstol, creyente y teólogo. No obstante, desde la perspectiva de la filosofía cristiana esto es incluso obvio. La Revelación cristiana, de la que san Pablo fue el gran intérprete, junto al Prólogo de san Juan, para comprenderla en su relación con la razón humana, tiene unos requisitos filosóficos importantes que tienen que ser satisfechos por una filosofía que quiera ser ella misma hasta el fondo. 

Espero y deseo que la edición española de este libro pueda ayudar a la cultura hodierna a retomar la relación justa entre razón y fe (católica). 

Stefano Fontana 

INTRODUCCIÓN 

La Edad Media. 
Es decir, la filosofía cristiana 

El saber de los medievales se materializa en la filosofía cristiana. La filosofía de la Edad Media es filosofía cristiana, no en el sentido de que toda la filosofía de esta época puede ser considerada o debe ser considerada tal, ni porque todos los filósofos medievales la han expresado de la misma manera y con la misma conveniencia, sino en el sentido de que nace en la Edad Media y en ella se estructura con características fundamentales, válidas también a continuación y para siempre. En la Edad Media nace la filosofía cristiana, que asume el carácter indeleble del mundo clásico. No se trata de dilatar artificialmente la filosofía medieval y, especialmente, la filosofía escolástica abstrayéndola de su contexto histórico; sin embargo, es lícito observar que en ese contexto histórico se plantearon líneas de pensamiento que lo trascienden. 

Antes era imposible una filosofía cristiana y, más tarde, esta se verá comprometida. Antes era imposible porque los hombres no habían hecho experiencia de una religión en la que Dios dice de sí mismo ser la Verdad, que haya asumido la razón humana haciéndose hombre y que vuelva al final para recapitular en sí mismo todas las cosas sin que se pierda nada de lo que es verdad y bueno. Las religiones precristianas eran o religiones civiles, útiles a la organización política del Estado, o religiones mistéricas, cuyo fin era la satisfacción sentimental o exorcizar el miedo. Ambos tipos eran, además, «religiones del mito»: es decir, con un fondo irracional. Se pensaba que el mundo estaba gobernado por fuerzas oscuras, por dinámicas subterráneas, por las luchas violentas, caprichosas y vengativas entre los dioses. Había competición entre ellos y, por tanto, contradicciones, porque lo que uno amaba, el otro lo odiaba. En el mundo prevalecían el arbitrio y la irracionalidad, y las religiones del mito servían para tranquilizar a los hombres que, con los ritos religiosos, esperaban granjearse el apoyo de los dioses, substrayendo el mundo a sus enemigos. En este contexto, entre la religión y la razón no podía haber más que contraposición. La filosofía, de hecho, tiene como fin un principio primero que vale como fundamento de todo y que, por tanto, debe explicarlo. La religión del mito, en cambio, abandona al mundo en manos del arbitrio de lo desconocido y lo irracional. 

La filosofía, empezando por su nacimiento en Grecia, recorre un camino distinto de la religión griega, tanto olímpica como mistérica. Un ejemplo pertinente es el de Sócrates en el diálogo platónico Eutifrón. Sócrates aborda este punto cuando le pregunta a Eutifrón si una acción santa es santa porque les gusta a los dioses, o porque el hecho de que les guste a los dioses hace que sea santa. En el primer caso, los dioses son arbitrarios: aman u odian algunas de nuestras acciones sin razón; en el segundo, actúan según verdad y su voluntad no es arbitraria. 

Como la filosofía griega, también la religión judía, aunque con modalidades distintas, se separó de las religiones del mito de Palestina de su tiempo y se encaminó hacia el Dios Único y Verdadero, que libera a los hombres de los ídolos. En el cristianismo convergen el filón de la filosofía griega y el de la religión judía. Fue entonces cuando se hizo posible el nacimiento de una filosofía cristiana, es decir, un «filosofar en la fe», dado que la fe religiosa no expresaba la arbitrariedad de los mitos, sino que hacía referencia al Verbo de Dios encarnado, al Logos por medio del cual y en función del cual todas las cosas habían sido creadas. El Prólogo del evangelio de san Juan es la carta magna de la filosofía cristiana. 

Por tanto, una filosofía cristiana no era posible antes del Medioevo, y después de este se pusieron serios obstáculos a su realización. El motivo: en la edad moderna la razón abandonó la fe. Esto acaeció por muchas vías. En resumen, se puede decir que la razón salió de la fe, sea desesperándose en sí misma, sea, al contrario, envaneciéndose de su propio poder. El nominalismo, por un lado, y el racionalismo, por el otro, rompieron la relación equilibrada entre razón y fe, sacaron a la razón de la fe impidiendo y combatiendo, entonces, una filosofía cristiana como «filosofar en la fe». 

Hemos visto por qué la filosofía cristiana solo pudo nacer en la Edad Media. Ahora podemos ver en qué consiste. Hagamos referencia, aquí, a un gran debate que se desarrolló en los años 30 del siglo pasado, especialmente en Francia, pero sin limitarnos al mismo, dado que el problema de la filosofía cristiana también se afrontó y desarrolló posteriormente, y sigue siendo actual. 

Ante todo, la tentación sería decir que la filosofía cristiana es la filosofía elaborada por los filósofos cristianos. En parte es así, dado que no se puede filosofar en la fe sin tener presente el horizonte mismo de la fe; por tanto, sin ser de fe cristiana. Sin embargo, se debe constatar que han existido muchos filósofos cristianos que han producido una filosofía que no solo no era conforme al cristianismo, sino que incluso era contraria al mismo. Un ejemplo: Descartes era católico, pero el planteamiento de su filosofía, alimentado por el racionalismo, ha dado frutos negativos desde el punto de vista de la filosofía cristiana. Por consiguiente, que el filósofo sea creyente es una condición necesaria, pero no suficiente. También en filosofía vale el dicho de que el camino del error está empedrado con buenas intenciones. Por otro lado, la fe tiene dos aspectos: uno subjetivo, que es el acto de fe, y uno objetivo, es decir, las verdades creídas en cuanto reveladas. Una filosofía cristiana, para ser tal, debe ser conforme al acto subjetivo de la fe, pero también a los contenidos que se creen. Decir que la filosofía cristiana es la filosofía de los filósofos que son cristianos quiere decir tener en cuenta solo el primer aspecto. Quién se considera filósofo cristiano desde un punto de vista subjetivo puede no serlo desde uno objetivo.  

También se podría considerar la filosofía cristiana meramente como la filosofía verdadera, en el mismo sentido en que una ecuación matemática es cristiana en cuanto es verdad, y la eventual fe personal del matemático no añade ninguna verdad ulterior. La razón es capaz de conocer con toda evidencia, o a través de interferencias, algunas verdades que se llaman, precisamente, de razón. No necesitan estar bautizadas por la fe para ser verdaderas. La fe las acoge como verdaderas y respeta su criterio específico de verdad. En este sentido, la filosofía cristiana sería la filosofía natural, y también los filósofos precristianos o no cristianos podrían hacer filosofía naturalmente cristiana. También esto es en parte verdad, dado que al ser Cristo la Verdad y al tener la verdad una unidad analógica suya, todo lo que es verdadero es también cristiano. Sin embargo, si así fuera, la Revelación no habría aportado ninguna iluminación a la razón natural. Respecto a una filosofía natural, la Revelación sería indiferente e irrelevante. Esto choca con lo que afirma la religión cristiana, según la cual: 

a) la razón está debilitada por el pecado original y necesita de la Revelación y la gracia; 
b) Dios se ha encarnado en Cristo y, al hacerlo, ha elevado y purificado a todo el hombre, también en sus dimensiones naturales. La filosofía cristiana tiene en cuenta todo esto y, por lo tanto, no puede ser identificada solo con una filosofía natural. Cada verdad es naturaliter christiana, pero también tiene necesidad de ser sostenida y purificada por la fe y la gracia. La filosofía cristiana es la filosofía que acepta todo esto como esencial y no solo como útil. 

¿Qué es, entonces, realmente la filosofía cristiana? Es el «filosofar de la fe». Es hacer filosofía teniendo en cuenta el horizonte de la Revelación cristiana a nivel de la verdad, y de la vida de gracia en el plano de la caridad, no como elementos accesorios, sino como esenciales para la filosofía. 

La Revelación cristiana ha proporcionado a la filosofía algunas ideas filosóficas que han pasado a la filosofía por vía no filosófica. Este servicio de aclaración que la doctrina de la fe ha ejercido respecto a la razón natural atañe, en primer lugar, a verdades que la razón no había conseguido conocer y que, tal vez, nunca habría conocido si se hubiera basado solo en sus fuerzas aun teniendo, a título de derecho, la capacidad. La Revelación no concierne solo a las verdades sobrenaturales, sino también a verdades naturales que Dios ha querido revelarnos igualmente por nuestro bien. Concierne, en segundo lugar, a verdades que la razón había ya conocido por sí sola, pero que la fe le ha permitido ahondar. Concierne, en último lugar, a verdades que la razón había conocido, pero a las que no ha sido capaz de permanecer fiel y que ha abandonado o tergiversado en el tiempo. Resumiendo: la fe permite a la razón conocer, profundizar y permanecer fiel a verdades filosóficas, y esto sin sustituirse a la razón ni pidiéndole que se convierta en fe. La idea de creación de la nada, por ejemplo, pertenece a la primera categoría: la filosofía griega no la había conocido. La ley moral y las virtudes son un ejemplo de la segunda categoría: los filósofos griegos las habían estudiado, pero la perspectiva de las bienaventuranzas evangélicas les confiere dimensiones insospechadas. La idea de la existencia de un derecho natural es un ejemplo de la tercera categoría: la Iglesia lo defiende y lo recuerda a la humanidad cuando esta lo olvida o lo tergiversa. La idea del valor de la persona es un ejemplo que incluye las tres categorías: la idea de persona se descubre en profundidad en el contexto de la fe cristiana y la Iglesia la defiende y la recuerda a los hombres cuando estos se olvidan de ella. La filosofía cristiana es la filosofía que «en la fe» utiliza estas y otras ideas filosóficas, y sobre todo metafísicas, que la Revelación lleva consigo. 

Podemos expresar este concepto con las palabras de Augusto Del Noce: 
«La fe cristiana presupone una metafísica y la razón no debe salir de la fe para desarrollarla». Cuando lo hace, se trasforma en positivismo, es decir, renuncia a sí misma. La dogmática cristiana incluye una visión de la realidad y, por ende, contiene y presupone ideas filosóficas. No las desarrolla filosóficamente sola, sino que hace que sea la filosofía la que las desarrolle. Sin embargo, si la razón filosófica lo hace separándose de la perspectiva de la fe y pretendiendo una propia independencia, acaba por no conseguirlo. La fe no le pide a la filosofía que sea menos filosófica y la provoca para que se exprese plenamente, ayudándola a serlo de manera total y hasta el fondo. Pero no se debe considerar que la filosofía es independiente de la fe si quiere llevar a cabo plenamente esta tarea filosófica. Se necesita la ayuda constante de la fe para que así nutra la razón filosófica, la lleve hacia adelante y hacia arriba, la apoye cuando esté en dificultad y pierda la confianza en sí misma. Y que también la reprenda cuando se equivoque, para volver a llevarla por la recta vía. 

Obsérvese que la verdadera autonomía de la filosofía y la dependencia de la fe cristiana van juntas. Si la filosofía pretende la absolutidad, acaba por ser esclava de intereses que no son auténticamente filosóficos. Al haber renunciado a Dios cae víctima de los dioses. Si la fe pretende dictar las reglas de la filosofía no respetando su legítima autonomía, acaba convirtiéndose en ideología. La fe no debe someter a la filosofía, sino que la debe valorizar como filosofía; y esta es verdaderamente valorizada cuando se pone en la perspectiva de la fe. Esto puede parecer paradójico a cualquier pensamiento que entienda la autonomía de la filosofía como independencia de la razón, pero es perfectamente correcto en la visión cristiana del filosofar en la fe. 

Esta relación, aquí examinada como relación entre filosofía y fe, concierne de manera más amplia a la relación entre lo natural y lo sobrenatural. Por tanto, si se corrompe la visión correcta de la filosofía cristiana, el resultado son daños en todos los ámbitos de la relación entre la Iglesia y el mundo, entre la religión y la vida social y política, entre la evangelización y la promoción humana. Tomemos, por ejemplo, el tema de la laicidad de la política respecto a la religión cristiana, muy similar a la supuesta laicidad de la filosofía respecto a la fe. Si dicha laicidad se comprende como independencia de la religión, entonces se convierte en una fe religiosa nueva y absoluta de tipo laico. Si en cambio se comprende «en la fe», gozará de verdadera autonomía, dado que la religión cristiana no sustituye a la política, sino que le pide que sea ella misma hasta al fondo, como hace respecto a la razón. Por consiguiente, la potenciación de la política y el papel público de la religión cristiana están vinculados. La religión cristiana, al situarse como religión verdadera, ilumina la razón política y le pide que, a su vez, sea verdadera.  

Para comprender a fondo la filosofía cristiana hay que hacer referencia a la doctrina del pecado original. Este comporta que la naturaleza no solo necesite lo sobrenatural para salvarse, sino que sin él no consiga ni tan siquiera llevar a cabo sus fines naturales. La filosofía, por tanto, necesita la fe no solo para dar lugar a la teología, sino también para ser, simplemente, filosofía. A menos que pensemos en una naturaleza «pura» capaz de subsistir en cuanto tal, también sin el nivel sobrenatural. Sin embargo, sabemos que esta es la pretensión del racionalismo, pero no de la razón ni de la fe. 

De todo esto hay una evidencia histórica. Étienne Gilson ha mostrado que la filosofía cristiana ha sido realizada a nivel histórico y que, por tanto, es posible. Esto sucedió en la filosofía cristiana de la Edad Media y, especialmente, en la obra de santo Tomás de Aquino. Aquí, la perspectiva de la fe cristiana ha asumido los resultados de la razón natural, los ha purificado a la luz de las verdades reveladas y ha construido una filosofía nueva, fruto de esta purificación. Santo Tomás no ha sido solo un intérprete de Aristóteles, ni se ha limitado a unificar las filosofías de Aristóteles, Platón, el Pseudo Dionisio y los árabes, sino que ha dado vida a una filosofía original, fruto de la purificación de la razón y enriquecida por la fe. Esta no se ha añadido a la razón, sino que la ha estimulado a ser aún más ella misma. La filosofía de santo Tomás no es menos filosófica por el hecho de haberse desarrollado «en la fe» y «por la fe». 

Hasta ahora hemos hablado de filosofía cristiana en general. Sin embargo, debemos precisar que el concepto de filosofía cristiana no puede existir en el protestantismo. La Reforma luterana está en el origen de los dos procesos de la modernidad que han sacado a la razón de la fe: el nominalismo y el racionalismo. 

Desde el punto de vista de la historiografía de la filosofía medieval, la categoría de filosofía cristiana es esencial. Muchos han negado la existencia de una filosofía en la Edad Media, período durante el cual no habría sido independiente de la teología. En el origen de estas posturas está el rechazo al concepto mismo de filosofía cristiana. Para el racionalismo moderno, por ejemplo, la Edad Media ha sido un periodo no filosófico, por lo que era obligatorio saltarlo y conectarse directamente con la filosofía clásica. 

En el contexto de los filósofos medievales, a menudo se establece una jerarquía en relación, precisamente, de la autonomía de la filosofía respecto de la teología. El averroísmo es apreciado en cuanto ejemplo de una filosofía independiente, olvidando, sin embargo, que es también heterodoxo, algo insignificante solo si se abandona el concepto de filosofía cristiana. San Buenaventura da Bagnoregio ha sido considerado teólogo y no filósofo puesto que hace depender claramente la filosofía de la teología. También muchos tomistas lo han despreciado en este sentido, y lo han considerado solo un místico-teólogo que ha doblegado la filosofía a las exigencias contemplativas de la orden franciscana. A menudo se le contrapone santo Tomás de Aquino, que en cambio habría garantizado especialmente la autonomía de la filosofía y, más claramente, su distinción de la teología, si bien es casi imposible negar que también santo Tomás filosofaba en la fe y que no puede, si no de manera culpable, ser aplastado por Sigerio y el averroísmo.

La tradición filosófica agustina, que transita por la Escuela franciscana y culmina en el pensamiento de san Buenaventura, y la tradición filosófica aristotélica que culmina en santo Tomás de Aquino, dan a la filosofía cristiana dos acentos distintos. Para san Buenaventura, no hay un plano natural de la razón que no esté investido de luz divina. Para santo Tomás, la luz divina consiste en colocar plenamente la razón a su nivel natural y ayudarla a desarrollar luego su propia tarea a su propio nivel. En ambos casos, en el origen está Dios; pero para Buenaventura, su iluminación entra desde el inicio en el conocimiento natural humano que, por tanto, nunca es solo natural, mientras que para Tomás la sabiduría divina coloca a cada ser a su nivel natural y, a ese nivel, lo dota de todo lo necesario para actuar con independencia, teniendo en cuenta la situación corrompida después del pecado original. 

Ha habido varias filosofías cristianas, pero todas dentro de la filosofía cristiana. Si no fuera así no quedaría más que el camino de la separación, que no solo es contrario a la ortodoxia católica en cuanto prepara concepciones teológicas heterodoxas, sino que es también contrario a la verdad de la filosofía misma. Sin la pretensión que solo en su relación con la fe la filosofía puede ser ella misma, la relación entre fe y razón sería siempre y únicamente extrínseca, accidental y no sustancial. Pero la encarnación del Verbo, su muerte y resurrección no pueden tener un carácter accidental. Entre san Buenaventura y santo Tomás de Aquino se podrán entonces ver diferencias en muchos puntos (aunque menos respecto a los puntos de encuentro) y, al mismo tiempo, su pertenencia común a una filosofía cristiana. 
Se podrá también afirmar que un filósofo como santo Tomás expresó de manera más madura y provechosa la filosofía cristiana, sin por ello negarla a otros. Se podrá decir que san Buenaventura, permaneciendo tradicionalmente fiel a Agustín contra las novedades aristotélicas, no es por ello incapaz de originalidad filosófica y que santo Tomás, mostrando las virtualidades positivas de Aristóteles, no es por esto solo un neoaristotélico, sino que ambos son expresión de la filosofía cristiana. La filosofía cristiana no podrá nunca no ser realista como método y no podrá no partir de la metafísica como forma principal de saber. Es la propia fe la que exige el realismo, y no solo por motivos filosóficos, dado que tanto la naturaleza como lo sobrenatural, si no se comprenden de manera realista, se evaporan. La vida nueva en Cristo tiene valor ontológico. La naturaleza es asumida y potenciada por la gracia a nivel ontológico, y la muerte y la resurrección de Cristo son hechos reales, en cuando han recreado realmente el universo después de la caída del pecado. El pecado mismo es un hecho ontológico, como la regeneración de la criatura del pecado a través de los sacramentos. 

La religión cristiana contiene dentro de sí una metafísica realista. Las dificultades que nacieron con el pensamiento moderno derivan, precisamente, de la imposibilidad de partir de una metafísica realista. Y así sucede que, en la modernidad, o ha habido metafísicas idealistas (metafísicas del sujeto y no del objeto, o bien metafísicas del objeto como dentro del sujeto) como, por ejemplo, la de Hegel, o bien se ha renunciado a la metafísica entendiendo lo real como lo concreto, aunque de maneras distintas. De esta manera, sin embargo, se ha llegado a una visión del saber de tipo immanentista, o se ha renunciado a una visión del saber. Ambas posiciones privan al hombre del sentido del vivir. El extravío angustioso del hombre moderno, más allá del triunfalismo de fachada, deriva de su imposibilidad de llegar al sentido último, a Dios, tras haber abandonado tanto la metafísica como el realismo.

Las herejías del siglo II

La gnosis

La gnosis no fue propiamente una herejía cristiana, ya que se trató, sobre todo, de una religión sincretista, es decir, que asumía elementos de distintas religiones y los fundía. Sin embargo, representaba un gran peligro para el cristianismo, porque asumía algunos de sus aspectos y los desvirtuaba. La gnosis está caracterizada por la idea de poder acceder a la salvación mediante un conocimiento (gnosis) para iniciados que, en lugar de situarse dentro de la fe y a su servicio, la englobaba en sí. Todos los tipos de gnosis, más o menos, consideraban que mediante una forma de conocimiento era posible unirse, ya desde este mundo, a la divinidad; que dicho conocimiento era para pocos y, por tanto, que la salvación no estaba destinada a todos; que en el mundo había dos principios, el del bien y el del mal, en lucha entre ellos; que la materia y todo lo que tiene que ver con ella era negativo y pecaminoso.

Los peligros que derivaban de todo ellos eran, para el cristianismo, muchos y graves. Ante todo, se consideraba el conocimiento superior a la fe, ya que solo él y no la fe daba la salvación. En segundo lugar, se consideraba la salvación como algo que era únicamente para los «iluminados»: algunos textos gnósticos hablan de una revelación que Jesús habría hecho a los apóstoles, pero que no se expresó en los evangelios y había sido transmitida de otras formas porque no estaba destinada a todos, solo a algunos; dado que Jesús es quien habría transmitido el conocimiento que salva, no se toma en consideración el valor salvífico de su pasión, muerte y resurrección.

Dado que la gnosis parte de un dualismo radical materia-espíritu, no admite la encarnación y, por ende, tiende al docetismo (de dokein, aparecer), según el cual Cristo habría asumido un cuerpo aparente y no real. Hay una neta contraposición entre Antiguo y Nuevo Testamento, mientras que el cristianismo habla de una relación de continuidad, en el sentido de que el Nuevo es el cumplimiento del Antiguo, del cual no rechaza nada, sino que más bien lo perfecciona. El mal está considerado algo que existe en la creación y en la materia, por lo que no es responsabilidad humana: hay, por tanto, una valoración negativa de la creación y una atenuación de la responsabilidad moral personal. Los sacramentos son sustituidos por ritos gnósticos cercanos a la magia. Es más, en la gnosis, más que de creación se debe hablar de emanación. De hecho, del ser supremo surgen varios «eones» o entidades divinas subordinadas en escala jerárquica; la liberación del alma del pecado es sustituida a menudo el espíritu en sentido psicológico. El dualismo radical empuja a muchos gnósticos a condenar todo lo que es material, incluso el matrimonio o la utilización del vino en las celebraciones eucarísticas. A una condena del sexo correspondía en algunos un libertinaje sexual, como sucedía para los nicolaítas, que usaban el abuso de los placeres sexuales para vencer la concupiscencia.

Los mayores exponentes de la gnosis fueron Isidoro, Saturnino, Basílides y Valentín.

Es útil recordar que Valentín diferenciaba a los hombres en tres tipos: los hombres materiales o hylicos (de hyle, materia), los hombres psíquicos (de psiqué, alma) y los espirituales (o pneumáticos, de pneuma, espíritu). Los primeros están irremediablemente perdidos, los espirituales se salvan desde el principio dado que son solo espíritu y los psíquicos pueden salvarse solo con ritos gnósticos.

La gnosis es también una mentalidad que se da continuamente en las distintas épocas históricas y está presente incluso hoy. Una vez puestos en marcha los medios gnósticos de salvación, la Ciudad de Dios ya se habría realizado en este mundo, por lo que todos los movimientos religiosos o políticos que prometen un paraíso en la tierra o una sociedad perfecta tienen una vena gnóstica. Dado que la gnosis desprecia a este mundo, fruto de la creación, ha influido sobre muchos movimientos milenaristas y revolucionarios que predican el rechazo de este mundo como incurable. Las dos tendencias —promesa de un paraíso en la tierra y desprecio del mundo real—, confluyen en muchos movimientos milenaristas y apocalípticos, de los que hemos tenido ejemplos en la historia, desde el anabaptismo hasta la Revolución francesa. Tiene origen gnóstico la idea de que el cristianismo debería ser depurado de sus aspectos míticos y reconducido a su núcleo racional y, por tanto, gnóstico. Podemos encontrar claramente esta idea en la Ilustración, en Hegel (1770-1831), con la idea de que la fe cristiana no sería más que el envoltorio mítico de un núcleo racional que coincide con el sistema idealista hegeliano, en Bultmann (1884-1976) o en Rahner (1904-1984). Para el gnóstico, la relación con lo divino sucede sin mediaciones; de ello depende el espontaneísmo, el espiritualismo y la intolerancia hacia las instituciones, muy presentes en Montano o en el protestantismo, el pauperismo de muchos movimientos medievales y demás. La negación gnóstica de la naturaleza y el intento de plasmarla de nuevo están presentes hoy en día en la ideología de género o en los proyectos del transhumanismo.

Un aspecto importante son las características gnósticas de la Reforma protestante, que ha influido de manera determinante en todo el pensamiento de la modernidad. La condena de la naturaleza como irremediablemente corrupta, el rechazo de la mediación y, por tanto, de la estructura eclesiástica, del Magisterio, de la Virgen, la posibilidad de ser santos y pecadores al mismo tiempo, la nueva plasmación de la realidad a partir de la conciencia, la indiferencia hacia el Cristo de la historia en favor solo del Cristo de la fe, la desmitificación del cristianismo son solo algunos de los muchos elementos gnósticos del protestantismo.
Contra la gnosis maniquea combatieron san Ireneo y san Agustín; contra la gnosis cátara lucharon los dominicos con la santidad y la predicación, y los cruzados de Simón de Montfort con la espada; contra la gnosis del aristotelismo heterodoxo combatió santo Tomás de Aquino con la recta filosofía y la recta teología; contra la de los espirituales y Joaquín de Fiore combatió san Buenaventura; contra la gnosis modernista lucharon Pío X y el cardenal Merry del Val.

Marción y Montano

Marción de Sinope (85-160) contrapuso el Antiguo Testamento al Nuevo. El Dios del Antiguo Testamento es un Dios creador, señor despiadado y severo, mientras que el Dios del Nuevo es redentor y misericordioso. Admite dos divinidades, una positiva y la otra negativa, pero a diferencia de los gnósticos, las subordina la una a la otra: Cristo es superior al Dios de los judíos. Marción también sentía un gran desprecio por la materia. Y también se inclinó hacia el docetismo. Consideraba que solo san Pablo y el evangelio de Lucas eran fehacientes, y rechazó los otros escritos neotestamentarios porque estaban demasiado contaminados por el espíritu judaico. La Iglesia de Marción se difundió en todo el Mediterráneo.
Sus ideas tuvieron muchos desarrollos a lo largo de la historia. La contraposición entre Antiguo y Nuevo Testamento y, por tanto, entre dos concepciones distintas de Dios, está presente en la exégesis bíblica de Ernst Bloch (1885-1977) y en muchas lecturas materialistas (es decir, guiadas por los principios del marxismo) de la Biblia, como también en la teología de la esperanza de Jürgen Moltmann (1926-) y de la liberación de Gustavo Gutiérrez (1928-).

Montano contraponía la institución y la profecía, los sacerdotes y los profetas. Creía que la Iglesia se había institucionalizado ahogando el espíritu y la tensión hacia la salvación. Por esto, sus seguidores practicaban un ascetismo exasperado: ayunos y penitencias, castidad absoluta también en el matrimonio, condena irremediable de quien comete pecados graves como la apostasía, el homicidio o el adulterio. A su Iglesia se adhirió también Tertuliano (c. 155-230), importante Padre de la Iglesia en Occidente.

Los montanos no consideraban que la Revelación hubiera llegado a su conclusión con el Nuevo Testamento, sino que creían que continuaba a través de ellos: con su predicación habrían tenido un papel en la distribución a los hombres de los dones salvíficos de la resurrección de Cristo.
Por una interpretación literal de un pasaje del Apocalipsis (20, 21), consideraban que Cristo volvería a la tierra para resucitar solo a los justos, con los que gobernaría durante mil años una época de paz y felicidad. Al final de dicho milenio, el diablo sería derrotado definitivamente y tendría lugar la segunda resurrección general, con los buenos y los malvados separados para la eternidad. Cuando, en el siglo III, se dio una lectura alegórica y espiritual de este pasaje del Apocalipsis, también el milenarismo se retiró; sin embargo, nunca desapareció y a menudo alentó en la historia el nacimiento de sectas religiosas con grandes deseos de cambio social.

Las versiones de Marción y de Montano de la religión cristiana sufrían las influencias gnósticas. Lo vemos en la contraposición entre los dos Dioses del Antiguo y Nuevo Testamento, en el desprecio por la materia, en la idea de ser portadores de un conocimiento salvífico, en la espera de un inminente paraíso en la tierra, en la exaltación de carácter profético de un nuevo Milenio, en el que el espíritu triunfaría sin la institución.

VER+:



RUBÉN PERETÓ RIVAS

¿Cuáles fueron los hitos fundamentales que marcaron el nacimiento de la cultura cristiana en el mundo Occidental? 
Este libro muestra cuáles fueron lo personajes decisivos y los hechos culturales centrales en torno a los cuales Europa llegó a ser lo es, o lo que era.
Se trató de personajes que, a partir de los acontecimientos que se desplegaban frente a ellos, tomaron las decisiones adecuadas para hacer de un mundo caído un mundo más agradable a los ojos de Dios, en el que los frutos de la redención de Cristo pudieran crecer con vigor y lozanía.
No se trató de personajes portentosos. En la cotidianidad de una vida marcada por la oración, el amor a Dios y al prójimo y la conciencia clara del fin último, ellos fueron capaces de construir, con paciencia y a los largo de décadas y siglos, una cultura floreciente en el saber y en las artes, marcada con el sello de Cristo y que pervivió en Occidente hasta los bermejos albores de la Revolución de 1789.
Tenemos la necesidad de volver a nuestras raíces, a la base de nuestras creencias, a los que levantaron Occidente. Defiende el valor de las denostadas lenguas clásicas y argumenta que la recuperación de una cultura cristiana pasa por recordar sus figuras clave. Por suerte, el trabajo de Peretó, no concebido como una obra científica o un denso ensayo, nos pone esa recuperación al alcance de la mano como nunca antes.Todo lo que hacemos, todo lo que decimos, todo lo que vivimos, permanece en nosotros. Poco a poco, nos va esculpiendo hasta llegar a una pieza final. Herederos y legítimos poseedores del pasado que dio nacimiento a la civilización occidental, la cultura cristiana que se levantó puede volver a forjarse por los cristianos de nuestro tiempo, pues cada uno de ellos, a su modo, tiene algo que aportar. Conocer ese pasado común y ese proceso es cada vez más necesario para alcanzar ese viejo nuevo mundo.

No se trata de ser optimistas o de ser pesimistas; se trata de ser realistas. Y lo real es que vivimos en un mundo agresivamente anticristiano, pero también que somos herederos y legítimos poseedores del pasado que dio nacimiento a la cultura que forjó Occidente, y que es la cultura cristiana. Y el realista se opone al cambio por el cambio mismo, y no lo hace por un atavismo reaccionario, sino porque es realista, porque sabe que el hombre solamente puede amar aquello que permanece. Un hombre que ama verdaderamente a su esposa, no la cambia cada año. Y es por eso que, si verdaderamente amamos a Cristo y a su Iglesia, debemos ser firmes en conservar lo que permanece, y lo que permanece es lo que permaneció durante los últimos quince siglos y que los bárbaros actuales se encargaron de destruir en pocas décadas. 

Este libro pretende también ser un llamamiento para volver al hogar, a prestar oídos a la nostalgia por lo que perdimos, a experimentar lo que los ingleses llaman homesickness y los alemanes Heimweh; para unos la “enfermedad del hogar” y para los otros el “dolor del hogar”. En ambos casos se trata del deseo de volver, deseo que no hay que dejar que se apague sofocado por las espumas del mundo presente. Es el mismo deseo que impulsaba a Odiseo a retornar a Ítaca, donde lo esperaban su esposa, su hijo y, seamos justos, también su perro, que es el único que lo reconoce después de veinte años. Como señala Anthony Esolen, Odiseo bien hubiera podido quedarse en Ogigia viviendo junto a Calipso, que le había dado todo lo que necesitaba, una vida tranquila y reposada, e incluso su propio lecho, y que le prometía la inmortalidad y la juventud eterna si se quedaba con ella. Sin embargo, Odiseo prefirió continuar su viaje en busca de la perdida Ítaca y de la amada Penélope. Su “dolor por el hogar”, su nostalgia de la patria era más fuerte y más intensa que el bienestar lejos de ella. 

Ciertamente, no me refiero a nostalgias por patrias ya definitivamente perdidas e irrecuperables. Se trata de la nostalgia por la patria común de todos los cristianos que, en última instancia, es el cielo pero que en nuestro mundo terrenal es la cristiandad o la cultura cristiana. Ya pasó la hora de combatir y gastar energías en recuperar una patria nacional que, aunque tuviéramos éxito, la encontraríamos totalmente baldía. El mundo arrasó con la civilización occidental. De nada vale lamentarse con plañidos por lo que se perdió; lo que hay que hacer, con vigor, empeño y decisión, es recuperar la cultura cristiana, sin gentilicios reduccionistas. Y así como Odiseo no se contentó con sentir su nostalgia mientras miraba el mar con ojos tristes desde el confortable palacio de Calipso, así tampoco nosotros debemos sentir nostalgia por la cultura, nuestra cultura, que nos fue arrebatada, y sentarnos a llorar con un vaso de whisky en la mano. No. Como Odiseo, debemos volver a nuestras naves y hacernos a la mar. Debemos poner manos a la obra; debemos hacer cosas concretas para recuperar esa cultura perdida o robada. Y no se trata de una opción más, sino que se trata de un deber ineludible. El hombre debe luchar por su hogar y, si sus enemigos lo redujeron a cenizas, es nuestro deber reconstruirlo. 

Las otras opciones posibles -acomodarse a los nuevos tiempos porque “el reloj no puede volver atrás”, o sentarse en una roca a contemplar llorando las ruinas de lo que alguna vez fue esplendoroso- no son válidas para el cristiano. Y lo primero que debemos hacer para reconstruir nuestro hogar es conocerlo. Si no conocemos la cultura cristiana, no la amaremos, y si no la amamos, no lucharemos para restaurarla. La naturaleza humana no cambia. Por tanto, es de prudentes volver los ojos hacia nuestros antepasados, que fueron hombres como nosotros, porque ellos —generaciones y generaciones—, experimentaron mucho más de lo que nosotros, en nuestra existencia individual, podemos experimentar. Los libros se escriben con libros. Es este un principio que los medievales tenían presente y del que hicieron uso libremente. Y significa que un autor, para escribir su libro, “toma” de los autores que lo precedieron ideas, textos, sugerencias, soluciones a problemas, etc. 

Para escribir esta introducción, por ejemplo, yo he tomado ideas de John Senior y Anthony Esolen. Rábano Mauro, a quien se conoce como Praeceptor Germaniae, escribió durante el siglo IX una obra muy extensa que ocupa varios gruesos volúmenes. Esa obra, analizada con modernos ojos eruditos, no es más que un collage de textos “copiados” de san Agustín, san Ambrosio, algún Padre Oriental y algunos autores clásicos. Pero en su época, a nadie se le ocurría acusar al abad de Fulda de deshonesto; y si san Agustín o Cicerón se hubiesen levantado de su tumba, tampoco le habrían iniciado juicio por plagio. Los Padres y los autores clásicos habían cortado y cincelado enormes y sólidos bloques de piedra sobre los que se asentaría la cultura cristiana. Rábano Mauro y sus contemporáneos tuvieron la habilidad y maestría de disponer esos bloques, tallando un poco acá y otro poco allá, de modo tal que pudieran ensamblarse. Supieron acoplar un texto de san Agustín y uno de san Hilario de Poitiers con una referencia a Séneca y, de ese modo, la teología y la visión cristiana del mundo se hacía más completa. Ellos fueron los arquitectos y artesanos que, con los bloques de piedra recibidos por la tradición, construyeron las grandes catedrales románicas de la cultura cristiana.

Escribía san Agustín en el libro V de sus Confesiones en referencia a los eruditos de la secta maniquea: “Porque es mejor el que sabe que posee un árbol y te agradece su uso, aunque no sepa cuántos codos tiene el árbol de alto o cuántos de ancho, que el que lo mide y cuenta todas sus ramas, pero no lo posee y no conoce a su creador, no lo ama”. Se trata de conocer al árbol y, en él y a través de él, al Creador de todas las cosas para que, conociéndolo, podamos amarlo. Los académicos contemporáneos con frecuencia se entretienen durante años en el estudio de una rama de ese árbol, o de una hoja, o de una nervadura, y pierden de vista y se olvidan del mismo árbol. Yo trataré de describir el árbol y, para hacerlo, describiré también las ramas, las hojas y las nervaduras, pero sin olvidar el conjunto.

Stefano Fontana: 
"Espero ayudar a los católicos a recuperar la correcta relación entre razón y fe".




VER+: