Se ha dicho que la Cristiandad, si es que va a sobrevivir, debe enfrentar el mundo moderno, debe llegar a un acuerdo con la forma en que están las cosas en su actual deriva. Es completamente al revés: si vamos a sobrevivir, debemos afrontar la Cristiandad. La fuerza reaccionaria más poderosa que impide el progreso es el culto al progreso mismo, que, apartándonos de nuestras raíces, torna imposible el crecimiento y hace innecesaria la elección. Estamos expirando en una impotente y perezosa deriva, en la esponjosa calidez de una absoluta incertidumbre. Donde nada es jamás verdadero, ni correcto, ni equivocado, no hay problemas; donde la vida no tiene significado, nos vemos libres de cualquier responsabilidad, del modo en que es libre un esclavo o un carroñero. La futilidad alimenta la negligencia, y contra ella hay una dura alternativa: frente a la incertidumbre radical de acuerdo a la que ha vivido el hombre moderno –como en el juego de la ruleta rusa, sofocado en un indiferente “ahora” entre un click y una explosión, y viviendo por la sombría gracia de las recámaras vacías–, el riesgo de la certeza.
John Senior, Ph. D.
John Senior era perfectamente consciente de que para sanar a un enfermo que languidece, antes han de identificarse los motivos que lo condujeron a languidez. Por ese motivo, unos años antes de la publicación de "La restauración de la cultura cristiana" (1983), escribió el presente ensayo, en el que identifica los orígenes del colapso de nuestra civilización, la católica: el industrialismo deshumanizador, el desprecio de la filosofía realista, la sucia inmoralidad del modernismo, la autosuficiencia racionalista, la mentalidad científico-técnica…
No lo hace, sin embargo, con ese tono decadente que caracteriza al pesimista. En su diagnóstico, que aúna rigor y belleza, exhaustividad y lirismo, subyace un poso de esperanza. Así, Senior está convencido de que todo lo valioso que la modernidad (o sus múltiples subproductos) ha echado a perder puede recuperarse. Y de que hacerlo sólo depende de nosotros.
Rigurosamente, paso a paso, durante los últimos cuatrocientos años, desde el triunfo del racionalismo y del liberalismo, y ahora del modernismo, la persona de Cristo ha sido retirada de nuestra experiencia. Las generaciones crecen en un vacío religioso, en una atmósfera cargada, por así decir, con su ausencia. No sorprende que no sea conocido y que su nombre sea usado sólo como antigualla en comedias musicales vulgares que pretenden ser liturgias en las iglesias. (John Senior).
PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA
Desde una tierra cargada de ausencia
“Yo pienso, como Dante,
que en la mitad de la jornada de nuestra vida,
hemos despertado en un bosque oscuro
para encontrar el camino perdido”
John Senior
Entre los recuerdos familiares de Andrew Senior figuran las muchas veces que de niño oyó hablar a su padre de un tal Tomás. En el hogar de los Senior era frecuente escuchar expresiones como estas: “Tomás dice esto”…“Tomás sostiene esto otro..”…“Habría que ver lo que dice Tomás”. Convencido de que se trataba de un amigo, un amigo sumamente inteligente y con respuestas para todo, tardó tiempo en caer en la cuenta de que aquel Tomás, el sabio compañero que citaba su padre, el venerado maestro que nunca venía de visita a casa (al menos, de forma palpable), era el Aquinate. El respeto, la devoción y el amor de Senior por santo Tomás se grabaron así en la memoria de sus hijos, iluminaron sus días de profesor universitario, dejaron huella en la mente de sus alumnos y están presentes, explícita o implícitamente, en muchas de las páginas que escribió. Ocupan un lugar muy especial también en este libro, "La muerte de la cultura cristiana", publicado en 1978, y aún más en el que podríamos considerar su continuación, La restauración de la cultura cristiana, de 1983. Lejos de las listas de éxitos y de las correctas recomendaciones de lectura, seculares o eclesiales, ambas obras se han convertido en textos de culto para una resistencia terca y muchas veces silenciosa, empeñada en conservar la vieja idea de que existe un modo correcto de mirar el mundo, de que es posible contemplar y conocer la creación de Dios. Como recordaba en 1946 Frank Sheed en los primeros párrafos de su Teología y Sensatez, la única forma verdadera de mirar el universo es ver lo que la Iglesia de Cristo ve, ver lo que ha visto siempre, lo que realmente existe y es. La lectura de santo Tomás guió a Senior a través de su particular bosque oscuro hacia su conversión al catolicismo y vertebró también como una firme costura todo su pensamiento posterior. No es una casualidad que La muerte de la cultura cristiana, con su incómoda valentía, su brillantez y su lírica, con todo su crudo realismo y su belleza, describa minuciosamente el avance imparable de la Herejía Perenne, –una expresión con la que se refiere a todas las doctrinas anti realistas, desde las sofocantes filosofías orientales hasta el moderno idealismo–, y el progresivo arrinconamiento de la Filosofía Perenne deudora de Aristóteles y santo Tomás. “Sal a la luz de las cosas”, repetía Senior con frecuencia, citando un verso de Las mesas volcadas de Wordsworth, para advertir a sus alumnos contra todos los falsos credos que ponen en duda la existencia de una realidad objetiva y la capacidad del hombre para conocerla. Si las primeras páginas del libro se ocupan de la caída de la filosofía cristiana, las siguientes narran las múltiples derrotas que han acompañado a esa caída y que han convertido aquel Occidente, que un día manó leche y miel y acogió con generosidad la semilla evangélica, en la oscura tierra baldía que describió T. S. Eliot y que vive de espaldas a Dios. “Durante los últimos cuatrocientos años, desde el triunfo del racionalismo y el liberalismo, y ahora también del modernismo”, escribe Senior, “la persona de Cristo ha sido retirada de nuestra experiencia. Las generaciones crecen en un vacío religioso, en una atmósfera cargada, por decirlo así, con su ausencia”. Como hizo durante los años del Seminario Pearson, cuando fascinaba a sus alumnos hablando sin notas, citando de memoria poemas y textos sagrados, pasando sin esfuerzo aparente de la literatura a la filosofía y de esta a la teología, Senior analiza en este libro cada una de esas derrotas con dolor y claridad proféticas. La irrupción del liberalismo en la religión, la corrupción de la noción de verdad, la manipulación del lenguaje, la defección de la teología, la deshumanización del arte y la literatura, el aniquilamiento del saber en las universidades, el triunfo del sentimentalismo o la destrucción y banalización de la liturgia de la Iglesia son descritos como los frutos amargos de un mundo cuyas estrellas se apagan lentamente. Un viaje en el que nos lleva de la mano de Aristóteles y de Newman, dos de los grandes pilares del libro, pero también de Sócrates, Platón, Homero, Shakespeare, Chaucer, Milton, Boecio, Ruskin, Thackeray y, finalmente, de san Bernardo, san Agustín, san Juan de la Cruz, santa Teresa de Jesús y, naturalmente, santo Tomás, entre otros muchos. “Señor, crea en mí un corazón puro”, pide el salmista incansablemente al Dios de los Ejércitos. En medio del bosque tenebroso, este libro, que podría haber sido escrito ayer mismo, recuerda que la cultura cristiana es el cultivo de los santos. Y que aunque la oscuridad ha penetrado también en la Iglesia misma, ella sigue siendo el faro eternamente fijo del soneto de Shakespeare, que ve las tempestades sin jamás estremecerse.
“Sin la Iglesia, aún quebrada como está, la oscuridad sería insoportable. Para quienes se hallan al borde de la desesperación, especialmente ahora, es esencial recordar que la Iglesia nunca se parece tanto a Cristo como cuando se ve herida y traicionada desde dentro”. No hay ciertamente hoy, señala Senior, ninguna razón para seguir siendo católico distinta de la que siempre existió: que en la vida invisible de la Iglesia se encuentra el amor de Cristo.
A John Senior le gustaba mucho un relato que san Beda el Venerable narra en su Historia Eclesiástica, en el que un sacerdote pagano explica al rey Edwin de Northumbria que la vida del hombre en la tierra es como el vuelo raudo de un gorrión, que sale de pronto de la noche invernal, atraviesa por un instante una estancia caldeada y acogedora mientras el viento y la nieve arrecian fuera, y se pierde otra vez en la oscuridad de la que salió. “Así que esta vida del hombre aparece por un corto espacio, pero de lo que pasó antes o de lo que va a seguir somos completamente ignorantes”, dice el sacerdote al rey. Y sin embargo, incluso en la oscuridad de la noche, nosotros sabemos que no es verdad. Porque los salmos nos dicen que el gorrión y la golondrina tienen un nido donde criar sus polluelos “en tus altares, oh Dios de los Ejércitos”.
Madrid, Dominica Laetare 2019.
Natalia Sanmartin Fenollera
OCCIDENTE CONTRA SÍ MISMO
"Occidente siente un odio por sí mismo que es extraño y que sólo puede considerarse como algo patólico. Sólo ve de su propia historia lo que es sensurable y destructivo, al tiempo que no es capaz de percibir lo que es grande y puro". Joseph Ratzinger
INTRODUCCIÓN
Es...más fácil destruir que construir...
T. S. Eliot
El 21 de mayo de 1972, Laszlo Toth, un geólogo australiano, húngaro de nacimiento, atacó la escultura de la Piedad de Miguel Ángel en la basílica de San Pedro en Roma. Mientras corría hacia la estatua con un martillo en su brazo en alto proclamaba: “Yo soy Jesucristo, resucitado de entre los muertos”. Cuando terminó el asalto sobre el mármol, había roto el brazo de la Virgen a la altura del codo, había sacado una porción grande de las cejas y aplastado la nariz. No se presentaron cargos contra él, dado que, al mismo tiempo que el mundo miraba horrorizado, las autoridades estaban convencidas de que sólo un loco podía cometer un acto como ése. Pasó dos años en un hospital psiquiátrico italiano y luego fue liberado y deportado a Melbourne, Australia, donde se cree que aún vive.
Este solo acto contiene en sí toda la locura de los últimos siglos: la creencia de que el hombre se ha convertido en Dios, la afirmación de la primacía de la voluntad individual, una furia ardiente contra las glorias del pasado y el bello arte que las encarnaba, el intento de quitar a la Santísima Virgen y Madre del lugar central que tiene en el plan de Dios para la redención del hombre, la falta de respeto hacia los santuarios sacros y la supuesta inocencia de todos los destructores. Irónicamente, ¿la misma basílica santa no había visto recientemente los trabajos del Concilio Vaticano II y la institución de una nueva liturgia construida por un comité a imagen del hombre? Más de un individuo parece haber golpeado martillos contra las glorias de las tradiciones de la Iglesia Católica y contra la liturgia de sacrificio y adoración divina.
La destrucción de la cultura cristiana ha tenido lugar durante siglos y los Laszlo Toth han sido demasiado numerosos y muy alabados para necesitar alguna clase de enumeración o nombramiento. La estimulación de la destrucción ha impulsado la barca de la humanidad por el río del orgullo y las cataratas del olvido década tras década. Pocas voces han elevado objeciones o tratado de alertar a los pasajeros para que intentasen evitar la destrucción que espera a la nave. Aquellos que lo han hecho serán apropiadamente honrados algún día. Y uno de los nombres en esa pequeña lista será el del Dr. John Senior, un hombre católico en una era de apostasía y un gran maestro en tiempos de arrogante ignorancia.
La mayoría de sus años de enseñanza los pasó en la Universidad de Kansas, donde ayudó a fundar el destacable Programa de Humanidades Integradas. Con los años, mientras él y sus colegas plantaban la verdad simple en el terreno de la oscuridad, el programa se convirtió en una simiente de sabiduría, conversión y vocaciones; de hecho, su mismísimo éxito significó su desgracia, ya que el príncipe de este mundo, cuya hora ha llegado, no podía dejar que un programa tal prosperara durante mucho tiempo y ninguna universidad moderna podía permitir que sus estudiantes fuesen educados por un gran maestro. Los aliados de siempre, la envidia, la ignorancia y el odio, derribaron el programa. Aquellos afortunados que pudieron estudiar con el Dr. Senior continúan contribuyendo al mundo y de ese modo su trabajo prosigue. El resto de nosotros, que no tuvimos la fortuna de estar presentes en la Universidad de Kansas en esa edad dorada, pudimos sin embargo tener la posibilidad de estudiar a sus pies en estos últimos años.
La muerte de la cultura cristiana, libro originalmente publicado en 1978, ha estado agotado por demasiado tiempo. Es más actual que cualquiera de los libros que gozan de los beneficios de un lugar en las listas de bestsellers semanales. Esto sólo es posible porque el libro está lleno de las observaciones del Dr. Senior; y estas observaciones y análisis son grandes verdades que siguen ofreciendo explicaciones acerca del mundo muerto en que vivimos. Todas las ideas que nos cedió a lo largo de estos años se basaban en el supuesto de que la verdad debe fundarse en la realidad. Aparentemente comenzó muchos de sus cursos afirmando con Shakespeare las palabras del personaje Corin, un pastor de Como gusteis: “La propiedad de la lluvia es mojar, y la del fuego, quemar”. Un enraizamiento en la realidad como ése debe inevitablemente llevar a la verdad. (No es accidental que una de las herramientas más importantes que utiliza el diablo actualmente para arrastrar las almas a su reino infernal es la realidad virtual en sus diversos aspectos mecánicos, una falsa realidad que reemplaza el orden de la naturaleza creada por Dios por un sustituto demoníaco.).
Esa adhesión cercana a la realidad, y por tanto a la verdad, permitió al Dr. Senior lograr análisis especiales acerca de la catástrofe del mundo moderno. Capítulo tras capítulo de esta clásica obra se relatan los errores envenenadores de la mente que han permitido a la humanidad correr como lémur hacia la destrucción inevitable. El análisis atento de la falsa cultura liberal, del abuso del lenguaje y de las mentiras de la literatura moderna, la mortífera seducción de la filosofía oriental, y así a lo largo de las páginas ordenadas por la claridad de una mente sabia que explica lo que un ojo claro ha visto, hace del libro una obra perenne, al menos hasta que la destrucción sea completa. Las próximas generaciones encargadas de la reconstrucción leerán sin poder creer acerca de la locura que atrapó a la edad presente, pero debemos agradecer a John Senior que la haya diagnosticado con tanta precisión y calma. Para nosotros, el libro sigue siendo una bandera roja de advertencia; para el futuro, será un documento histórico de un registro atemorizante, no muy distinto a la dura roca de lava que atestigua la destrucción de Pompeya.
En uno de sus ensayos, el Dr. Senior dice:
La civilización no es la creación de sus bandidos sino de los hombres que han trabajado duro con sudor en la frente, construyendo el pasado, contra los bandidos, los inmorales, los defensores de la violencia y la muerte. En obediencia a la ley natural y por la gracia de Dios, unos pocos hombres buenos en cada generación han sido barrera para la marea teñida de sangre, aunque ahora parece que, finalmente, nos estamos hundiendo.
Ciertamente, casi nos estamos hundiendo, y este libro nos enseña por qué. Pero incluso en estos tiempos desesperantes, unos pocos hombres buenos siguen la lucha, por la gracia de Dios. Lector, tienes en tus manos una obra clásica escrita por uno de estos luchadores. Puede que nos haya dejado, pero la verdad de Dios no puede ser silenciada. El Dr. Senior aún es un gran maestro. Tiene mucho que enseñarte. Lee y aprende.
David Allen White
Doctor en Filosofía
8 de diciembre de 2008
Inmaculada Concepción
de la Santísima Virgen María
1. ¿QUÉ ES LA CULTURA CRISTIANA?
I
Matthew Arnold fue, un siglo atrás, en el mundo angloparlante, una de las bisagras entre el cristianismo y el modernismo. Fue uno de los exponentes más desinteresados y claros de la idea liberal y, como muchos liberales de hoy, se pensaba a sí mismo –de alguna manera– como cristiano. Pero escribió:
A pesar de los crímenes y las tonterías en los que se perdió a sí misma, la Revolución Francesa deriva de la fuerza, la verdad y la universalidad de las ideas que tomó como su ley, y de la pasión con la que pudo inspirar a una multitud por estas ideas, un poder único y aún vivo; es –probablemente seguirá siendo– el evento más grande, más animado en la historia.
Arnold había recibido una educación clásica de un famoso padre cristiano. Tenía el mayor de los respetos por el cristianismo, pero no lo profesaba. La Revolución fue el “evento más grande, más animado en la historia”, dijo –no la Crucifixión. Estaba convencido de que los revolucionarios habían ido demasiado lejos, en la dirección correcta. El “problema religioso”, como lo llama, es cómo concebir un cristianismo puesto al servicio de la revolución.
Una síntesis fresca de los datos del Nuevo Testamento –sin hacerles guerra, a la manera de Voltaire, sin dejarlos fuera del pensamiento, a la manera del mundo, sino reconstruyéndolos de forma nueva, sacándolos del punto de vista viejo, tradicional y convencional y poniéndolos bajo uno nuevo–, es ésta la verdadera esencia del problema religioso, como se presenta ahora, y sólo se puede encontrar una solución esforzándonos en este sentido.
La identificación de lo tradicional con lo convencional es, por supuesto, tan vieja como la sofística y siempre sirve como apertura al cambio. Pero Cristo mismo dijo “Omnia mihi tradita sunt a patre meo”. La doctrina cristiana no es el resultado de una convención, aunque sea tradicional: “Todas las cosas me han sido entregadas por el Padre”. El cristianismo nunca puede servir a los tiempos. De acuerdo con la Declaración de los Derechos del Hombre, la libertad es el poder de hacer siempre lo que nos plazca, en tanto no perjudique a otro. En cierto sentido esto puede ser verdad (demostrado que la voluntad esté rectamente formada). Pero, de acuerdo con la idea liberal, “haced lo que os plazca” incluye la voluntad de hacer lo que no debierais. El liberal fija su posición en tierra de nadie, entre “la ley que está en mis miembros” y la “ley que está en mi mente”. En ese lugar precario y autoindulgente, “haced lo que os plazca” está separado del bien. Al hacer el mal a otros, antes que nada nos lastimamos a nosotros mismos, pues hacer el mal es lo peor que puede pasarle a un hombre. Y porque somos miembros de la raza humana, lastimamos a la especie incluso sólo mediante un acto dirigido únicamente contra nosotros. Si otros consienten, el daño recíprocamente daña a cada uno. No existe algo así como un crimen sin víctimas, del mismo modo que no hay nada gratuito. No existe algo así como un cristianismo en que los mandamientos de Dios se acomodan a los derechos del hombre.
Para salvar las apariencias y asegurar una útil continuidad social, el liberal piensa que la “religión” debe salvarse, aunque al servicio de la revolución y de su nueva cultura, en la que la misma existencia de Dios dependerá de nosotros. “La religión”, escribe Arnold,
es el mayor y más importante de los esfuerzos mediante los cuales la raza humana ha manifestado sus impulsos para perfeccionarse.
Pero ningún ente contingente en sí mismo puede ser la causa de su propia perfección; tampoco pueden, dada una infinidad de entes contingentes cada uno dependiente de otro, siquiera todos juntos ser causa de su propia perfección. Más bien, algún ente debe existir necesariamente, si alguno existe en forma contingente. Arnold invierte ese orden. Lo necesario se convierte en dependiente de lo contingente. Y la religión es
la voz de la experiencia humana más profunda, [que] no sólo impone y sanciona cuál es el gran fin de la cultura, el de permitirnos descubrir lo que es la perfección y hacerla triunfar; sino que también, al determinar en términos generales en qué consiste la perfección, la religión llega a la misma conclusión que...la cultura.
Para Arnold, la religión obra junto al arte, la ciencia y la filosofía para lograr lo que él llama “perfección”. Desafiando la etimología, define la perfección:
Es en el hacer interminables adiciones a uno mismo, en la interminable expansión de sus poderes, en el interminable crecimiento en sabiduría y belleza, que el espíritu de la raza humana encuentra su ideal. Para alcanzar este ideal, la cultura es una ayuda indispensable, y es ése el verdadero valor de la cultura. No el tener o el durar, sino el crecer y el hacerse son los caracteres de la perfección.
Dije “desafiando la etimología” porque la raíz de la palabra perfección –exactamente lo opuesto a “hacerse”– significa “hecho”, “completo”, “en descanso total”, “haberse hecho”: per-facere. “Alcanzar el ideal”, dice Arnold. Pero ¿cómo puede alcanzarse un ideal de “crecimiento interminable”? He aquí un viejo sofisma revestido de un nuevo principio de la religión liberal: que la perfección es hacerse. La tarea histórica actual –la tarea histórica siempre actual en cualquier era– es la revolución, aunque Arnold de forma más sutil insista en que la revolución se logra mejor reinterpretando antes que simplemente destruyendo el pasado. En la raíz metafísica de este error está la incapacidad de Heráclito para resolver el problema de lo uno y lo múltiple. Porque nada nunca es, dicen, no hay nada constante, sólo un flujo continuo.
A partir de esta falsa idea del “hacerse” se sigue inmediatamente, y Arnold lo pone en el mismo párrafo, que la cultura liberal debe ser colectivista. Ya que en un movimiento sin fin y contradictorio no hay una sustancia permanente. Una persona es una no-entidad sin sentido, por lo que una suma de noentidades coaguladas, por su misma contingencia coagulada, debe de alguna manera crear su ser frente a ellas mismas, digamos. Es una clase de truco, como el de la soga india, en el cual un tejido de noentidades arroja su finalidad hacia el aire y trepa tras ella. Ésta es la base de un evolucionismo religioso –con frecuencia confundido con la idea exactamente contraria de Newman acerca del desarrollo de la doctrina– en el cual toda la creación está para siempre contenida en su propio petardo. Evolución, dice Newman, no es desarrollo. En el desarrollo, lo que es dado de una vez y para siempre al comienzo es meramente explicitado. Lo que fue dado de una vez y para siempre en la Escritura y la Tradición ha sido clarificado en generaciones sucesivas, pero sólo por adición, nunca por contradicción; por el contrario, la evolución funciona mediante la negación. Newman dedica un capítulo entero de su Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana a refutar la idea de que algo contrario al dogma o que no se encuentre en el consenso de los dogmas de los Padres pueda ser desarrollado alguna vez apropiadamente. Concebido positivamente, el desarrollo es radicalmente conservador, permitiendo sólo aquel cambio que ayude a la doctrina a seguir siendo verdadera al definir los errores que aparecen en cada edad. La doctrina crece –así lo pone Ronald Knox en una figura casera– como el casco de un caballo que trota sobre terreno duro y desigual.
Los mejores de nosotros tendemos al sofisma cuando una verdad obvia contradice un deseo fuerte. Comisiones ecuménicas recientes de varias iglesias han tratado de encontrar vínculos de unidad reconstruyendo los artículos de su fe, como un modo de hacer hueco a los artículos contradictorios de la fe sostenida por otros. Los protestantes y los católicos pueden retener o desechar sus identidades al mismo tiempo. Jacques Maritain, por ejemplo, hablando de una declaración del Concilio de Florencia notoriamente dañina para cualquier clase de convergencia de doctrina¹ , dijo:
Lo que importa aquí es la declaración en sí misma, no la manera en que ella fue entendida en su época [...] de acuerdo a la mentalidad de la época, sin haber sido conscientes de su ambigüedad [...] Es con el tiempo que la ambigüedad en cuestión apareció –y al mismo tiempo trastocó el verdadero sentido en el que la declaración debe interpretarse. Ha habido una mutación, no respecto a la declaración en sí misma, sino respecto a la manera en la cual aquellos que la formularon la entendieron. La declaración es infaliblemente verdadera (en tanto la comprendemos correctamente).
Con seguridad ningún protestante cuerdo aceptará un argumento como éste al precio de la paz, porque toda la revelación cristiana, la autoridad de la Iglesia, toda autoridad, la noble mente de Maritain, y la misma razón son aquí desechadas. “Las palabras –decía el sombrerero loco a Alicia– significan exactamente lo que yo digo que significan”. ¡Ve al comienzo! Arranca de nuevo. Estamos aquí en el primero de los primeros principios. Una definición que incluye su contradicción no es ninguna definición. Y cualquier acuerdo de teólogos que piensen de esta manera es una trampa. Estarás firmando un contrato que es un panfleto, de acuerdo a la mentalidad actual, que mañana no valdrá ni el papel en que está escrito. La paz al precio de la propia razón sólo puede ser la “paz demoníaca” a la que se refiere san Agustín cuando habla de la persecución violenta de la injusticia. No. Es más del interés de todos mantener las distinciones claras. La actual defección de los teólogos católicos apartándose de sus propias doctrinas explícitas y siguiendo las puerilidades de la alta crítica es el peor fracaso para los protestantes. Si debemos amar a los otros como a nosotros mismos, es que debemos amarnos los unos a los otros, pero no a nosotros pretendiendo ser otros y, al mismo tiempo, pretendiendo que los otros sean nosotros. Es fácil para gente de buena voluntad (y de mala voluntad) juntarse afirmando contradicciones. “La declaración es infaliblemente verdadera [siempre que se comprenda correctamente]”. Eso es o bien una obviedad –cualquier cosa debe ser entendida correctamente– o bien lo que solía llamarse un “jesuitismo”. ¿Entendido por quién? Los evangelios, las epístolas, la ley y los profetas, los credos, las confesiones, todo esto es infaliblemente verdadero si “se entiende correctamente” de acuerdo con los ideales de la Revolución Francesa y la mente de Maritain... ¿Infalible? Esa música tiene un destino de muerte. La única forma racional para que los protestantes y los católicos se lleven bien es practicar la difícil virtud de la tolerancia, no falsificar los reclamos de ambigüedades.
“Una síntesis fresca de los datos del Nuevo Testamento”, apura Arnold. “Sin hacerles guerra, a la manera de Voltaire, sin dejarlos fuera de la mente, a la manera del mundo, sino reconstruyéndolos de forma nueva”. Francamente, prefiero a Voltaire; el zorro a la comadreja; el lobo con piel de cordero al lobo disfrazado de pastor. Arnold explica cómo debe involucrarse a la colectividad en esta reconstrucción del Nuevo Testamento:
La expansión de nuestra humanidad para acomodarse a la idea de perfección que conforma la cultura, debe ser una expansión general. La perfección, como la cultura la concibe, no es posible mientras el individuo permanece aislado. Se requiere del individuo, bajo pena de quedar atrofiado y debilitado en su propio desarrollo si desobedece, que lleve junto consigo a otros en su marcha hacia la perfección, haciendo continuamente todo lo que pueda para agrandar e incrementar el volumen de la corriente humana, arrasando con todo en esa dirección. Y aquí una vez más, la cultura hace recaer en nosotros la misma obligación que la religión; como lo puso admirablemente el obispo Wilson, “promover el reino de Dios es acrecentar y acelerar nuestra propia felicidad”.
Allí va, erigiendo una nueva construcción sobre el significado llano de las palabras; con seguridad el obispo no pensaba que el reino de Dios fuera la cultura. Para el cristiano, promover el reino de Dios acrecienta nuestra propia felicidad porque en el amor al prójimo como a nosotros mismos acrecentamos nuestro propio amor a Dios, que es participación en la vida eterna. No tiene nada que ver con la perfección de la ciudad secular. Arnold ha identificado el reino de Dios con la idea de Bentham del mayor bien para el mayor número. Ha repetido la estupidez de Auguste Comte quien, como dijo Christopher Dawson, creía que la humanidad era una realidad mientras la persona individual era una abstracción. Es notable la cantidad de veces que usa abstracciones como si fuesen agentes personales: “Como lo concibe la cultura [...] la cultura hace recaer en nosotros la misma obligación”. Arnold no está interpretando la doctrina cristiana sino revistiendo el viejo hedonismo colectivo con nuevos ropajes. El “problema religioso” para los cristianos ha sido siempre el mismo: amar a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con toda nuestra mente y con toda nuestra fuerza, y a nuestro prójimo como a nosotros mismos.
Lo que el modernista quiere decir con “mentalidad” o “mentalidad de la época” es la imaginación, la cual da una especie de conocimiento a medio camino de los objetos materiales. La imagen, hasta el punto en que existe, existe en la mente, de modo que la realidad fuera de la mente está espiritualizada, pero retiene los accidentes de su existencia concreta, sus cualidades externas: cantidad, forma, color, etc. Cuando la imaginación se toma como el término de la mente y se usa para juzgar el significado de la doctrina, los conceptos son reducidos a imágenes; lo que deseamos puede parecernos lo que es. De ese modo, en el primer tipo de error que la imaginación puede cometer, la mente simplemente no “ve” el concepto –naturalmente, porque los conceptos son invisibles– y rehúsa por lo tanto reconocer su existencia. En el segundo tipo de error, la imagen toma el lugar del concepto y obtenemos la reacción llamada “epifanía” por Joyce (“Dios es un grito en la calle”); de ese modo la teología y la filosofía se convierten en poesía, y la razón en metáfora. Los “sistemas” filosóficos y religiosos se disfrutan como si fueran obras de arte; podemos preferir el cristianismo o el budismo, admirando ambos, o las metafísicas de Platón o Spinoza.
A menos que la mente logre su perfección en la realización de juicios conceptuales, la religión y la filosofía no pueden entenderse; y sin religión ni filosofía, toda actividad humana deambula sin rumbo. Rodeados como estamos por un terreno imaginativo hedonista y hasta demoníaco, no es imposible, por supuesto, pero es muy difícil para el intelecto captar ideas como “espíritu”, “alma” y “Dios”. Estamos doblemente bloqueados: para restaurar la imaginación debemos poner al intelecto en el lugar apropiado; pero para poner en su lugar al intelecto, primero debemos restaurar nuestra imaginación.
El estudio de la filosofía y la teología no cura una imaginación enferma, y cualquiera con una imaginación enferma es incapaz de estudiar filosofía y teología. Las popularizaciones como las de Gilson o Maritain, aun saludables, son insuficientes. Comenzaron una moda neoescolástica que, como las otras modas, se agotó y desapareció, porque el estudio apropiado de estos temas presupone una inmersión en la cultura cristiana. A pesar de una vida de estudio de santo Tomás, Maritain mismo, cegado por el deseo, cayó en los mismos errores que había refutado en otros.
Lo que es más llamativo acerca de los nuevos teólogos –incluso de Maritain– es no sólo la teología sino lo vulgar. Celebran la poesía y el arte surrealista. Parecen realmente creer que el cristianismo puede ser “actualizado” traduciendo sus conceptos en literatura extraña y barata –en música medida sólo por los decibelios de ruido. La palabra “cultura”, tal como la usan, es de hecho ambigua: en su sentido estricto sólo hay una cultura, la cristiana del Occidente latino. En otro sentido, del modo usada por los antropólogos, significa cualquier medioambiente –y de ese modo podemos hablar de “cultura” bantú o británica. Sin embargo, la única forma de llevar el cristianismo a los bantúes o británicos es llevarles la ropa, las sillas, el pan, el vino y el latín. Belloc estaba exactamente en lo correcto con su famoso epigrama: “Europa es la fe; la fe es Europa”. Los fundamentos profundos del protestantismo inglés, e incluso de la poesía neopagana, son la misa latina y el oficio benedictino. Si queremos llevar el cristianismo a otras culturas en el sentido antropológico, debemos primero restaurar la cultura real del cristianismo en nosotros. Con demasiada frecuencia hemos exportado una cáscara misionera vacía junto al capital económico. Cristo nació en la plenitud de los tiempos en un lugar preciso. La cultura clásica era y es la praeparatio fidei, su filosofía y su literatura, el oro y la plata griega que el cristianismo ha llevado consigo en su peregrinaje. La Iglesia ha crecido a su modo particular y siempre ha llevado sus hábitos con ella, de modo que dondequiera que ha ido fue una cosa europea; estirada, adaptada, pero esencialmente una cosa europea.
El comienzo de la cura de la teología enferma, para los angloparlantes, es el aprendizaje escolar de Chaucer, Shakespeare, Milton e incluso Matthew Arnold en los sonidos disciplinados de la música inglesa honesta:
Tal música (como se dice)
antes de ser compuesta,
pero cuando de los viejos hijos del canto matinal, mientras el gran creador
sus constelaciones fijó,
y el bien balanceado mundo colgó,
y profundo los fundamentos enterró,
y las olas arrolladoras mantuvo por su fangoso canal².
II
La cultura, como en “agricultura”, es el cultivo del suelo en el que crecen los hombres. Para determinar los métodos apropiados, debemos tener una idea clara acerca del cultivo. “¿Qué es el hombre?”, preguntaba el viejo catecismo inglés, y respondía: “Una criatura hecha a imagen y semejanza de Dios, para conocerlo, amarlo y servirlo”. Por lo tanto, la cultura tiene claramente este simple fin, sin importar cuán complejos o difíciles sean los medios. Nuestra felicidad consiste en una perfección que no es una mera explosión hedonista interminable en el tiempo y el espacio, sino el logro de aquel amor y conocimiento definitivo que es final y completo. Toda la parafernalia de nuestras vidas, intelectual, moral, social, psicológica y física, tiene este fin: la cultura cristiana es el cultivo de los santos. Ha habido muchas “culturas” en el otro sentido desde la Caída, muchos intentos de establecer un nuevo Edén para el hombre.
1 Nemo potest extra ecclesiam salvus esse: La salvación es imposible fuera de la Iglesia
2 John Milton, On The Morning Of Christs Nativity, XII (trad. libre). [Nota del traductor]
LA NOCHE OSCURA DE LA IGLESIA
En una oscura noche de octubre, en medio de una copiosa lluvia, un desconocido sacerdote italiano procedente de Londres, que había viajado todo el día a la intemperie en el asiento exterior, llegaba a Oxford. Sin haber comido nada desde la madrugada, finalmente se halló en una sala cálida, de pie junto al fuego para secar sus ropas que goteaban, cuando repentinamente, poco antes de la media noche, recibió a un visitante: uno de los más famosos hombre de Inglaterra, e incluso uno de los más famosos en la historia de las letras inglesas, quien, actuando con la extravagancia típica de la época romántica, se echó a los pies del sorprendido sacerdote y le pidió que lo acogiera en la Iglesia Católica. Años más tarde, en un polémico ensayo sobre la naturaleza de la fe, el famoso converso escribió:
«El corazón comúnmente es alcanzado, no por la razón, sino por la imaginación, por medio de impresiones directas, por el testimonio de hechos y eventos, por la historia, por descripciones. Las personas influyen sobre nosotros, las voces nos ablandan, las miradas nos subyugan, los hechos nos inflaman. Muchos vivirán y morirán por un dogma; nadie será mártir por una conclusión».
Y si ningún hombre morirá por una conclusión, ¿por qué morirá entonces? ¿Y tiene alguien que morir? Para la mayoría de los hombres, escribió Newman, la argumentación hace que el tema que se trata sea cada vez más dudoso, y considerablemente menos impresionante. Y aunque él la conocía y la amaba profundamente, Newman nunca pensó que la Biblia fuese una cosa necesaria:
«La religión de la Biblia es el título reconocido y la mejor descripción de la religión inglesa. No consiste en ritos o credos, sino principalmente en leer la Biblia en la iglesia, en familia y en privado. Estoy lejos de subestimar ese conocimiento de la Escritura que se imparte promiscuamente a la población […] Hasta un cierto punto es responsable de grandes y graves pérdidas en el cristianismo».
Nadie murió alguna vez por un conjunto de proposiciones en una argumentación, dice él, o por un conjunto de cuadros extraídos de la lectura pública de un libro. ¿Por qué entonces? ¿Tiene alguien que morir por algo? ¿Es la fe católica un paso a la muerte?
Si se pudiera resumir toda la fe en un único gesto (no es una Summa Theologica con tres enormes partes, una de las cuales está a su vez dividida en dos; ni siquiera en un catecismo de trescientas setenta preguntas y sus respuestas, por un penique) sino en un único gesto que distinga al instante al católico, ese sería la señal de la cruz: es un único gesto de lo que los teólogos llaman los misterios principales. Apretar dos dedos en la frente ─tres personas en la naturaleza de un Dios─; apoyar los otros dos dedos en la palma ─dos naturalezas en la persona de Cristo─; y luego trazar sobre uno mismo, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, el sacrificio de Cristo, que es el sacrificio del altar católico. Hacer ese signo es una cosa peligrosa pues dice: me comprometo yo mismo a esa muerte. Los católicos no trazan el signo del descenso de la paloma o de la estrella de la esperanza u otro signo. Como dijo san Pablo:
«Mas en cuanto a mí, nunca suceda que me gloríe sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo para mí ha sido crucificado y yo para el mundo».
Y luego añade estas misteriosas palabras a las que no se les prestó demasiada atención, salvo por parte de los santos ─de san Francisco de Asís, por ejemplo─ que las entendieron:
«En adelante nadie me importune más, pues las señales de Jesús las llevo yo hasta en mi cuerpo».
San Pablo, si bien no fue un famoso hombre de letras judío, es ciertamente el más famoso judío converso. ¿Qué es lo que lo convenció? Como fariseo, conocía las escrituras de memoria; no fue la Escritura lo que lo convenció. No hay ninguna evidencia de que hubiese discutido con alguien antes de su repentino cambio en su camino a Damasco. Se dirá que fue un milagro. Pero no hubo nadie ni nada que lo dispusiera a recibir la gracia. Toda conversión es un milagro, y, sin embargo, la apologética nos arma contra el pecado de la presunción, el pecado que dice: «Dejemos todo en manos de Dios». La apologética es un esfuerzo para disponerse concediendo que Dios es también el autor de esos esfuerzos. Pero ¿quién o qué dispuso a san Pablo para la gracia? ¿Cuáles fueron los instrumentos humanos de su conversión, o de la de Newman?
Puesto que la fe es la evidencia de cosas no vistas, no hay ningún caso de que los protestantes racionalistas y los deístas del siglo XVIII llamaron «evidencia cristiana». Dios no dejó huellas digitales, no se descubrieron archivos secretos, no hay cintas grabadas para escuchar. Es cierto que san Pablo dijo que las cosas visibles del mundo conducen a las cosas invisibles de Dios, pero esta vía es negativa e indirecta. No podemos probar la fe a partir de la naturaleza, sino que más bien ─dado que la naturaleza y la fe nunca pueden contradecirse─ refutamos los intentos de refutar la fe desde la naturaleza.
La única apología directa de la Iglesia católica ha sido:
(1) el testimonio de testigos,
(2) la experiencia de personas que vivieron la fe, principalmente bajo la regla monástica, y vieron por sí mismos ─aunque oscuramente en un espejo─ que es verdadera; y
(3) los argumentos derivados del testimonio de los testigos y de la experiencia personal, es decir, desde las primeras dos vías. Esto, realmente, son tres aspectos de una única apologética expresada con énfasis diferentes. En general los tres son necesarios, aunque no para cada persona.
Los teólogos liberales, basando sus argumentos en una visión evolucionista de la doctrina, han imaginado que hay tres estados distintos en la historia de la Iglesia, el segundo tras la destrucción del primero, y el tercero tras la destrucción del segundo, como un cohete de tres etapas. De hecho, sin embargo, los tres son integrales: todos ellos siempre presentes y en todas partes. Es cierto que para los primeros tres siglos la principal defensa fue la de los testigos, cuya palabra griega es «mártir». Muriendo por la fe dieron testimonio de su validez.
Pero la Apología de san Justino y los textos catequéticos tales como la Didajé atestiguan la presencia de argumentos desde el principio mismo; y en el Apocalipsis, san Dionisio y los Padres del Desierto, podemos ver que desde un comienzo el testimonio de los mártires y la enseñanza de los credos eran confesados en la oscura y silenciosa noche de las almas individuales.
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