EL Rincón de Yanka: APOSTASÍA

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domingo, 1 de diciembre de 2024

"NON SERVIAM": ¡NO QUEREMOS QUE ÉSTE REINE SOBRE NOSOTROS! por P. JAVIER OLIVERA RAVASI, SE 👥👿💥


“No queremos que éste reine 
sobre nosotros (Non Serviam)

Un resumen de la historia de la Iglesia a partir de las persecuciones

Conferencia dictada el 19/6/2019
Tucumán, Argentina
El título de esta conferencia nos remite al Evangelio de San Lucas, más puntualmente, al capítulo 19 en el cual se nos narra la parábola que, Nuestro Señor, predicó muy probablemente en casa de Zaqueo, el pequeño publicano que había querido ver al Rey de reyes. Se trata de la “parábola de las minas” en la cual se hace referencia no a la primera venida del Rey-Mesías, sino a la de su segundo y final advenimiento.
Un rey deja en administración varias minas y regresa a su reino para, al volver, pedir cuenta de la administración.
Y llamó a diez servidores entregándoles una mina a cada cual para explotarla, pero al retirarse, enviaron ellos mismos una embajada para decirle:

“No queremos que ése reine sobre nosotros”.

Sin embargo, dicen los Evangelios, algunos negociaron con las minas y, al regreso del rey, uno entregó el doble de lo que se le había dado, otro lo mismo más la mitad y, otro, sólo lo mismo.

De los siete restantes nada se nos dice.

Y termina: “En cuanto a mis enemigos, los que no han querido que yo reinase sobre ellos, traedlos aquí y degolladlos en mi presencia”.

Así de drástico era el Príncipe de la Paz…

1. El primer grito: “no queremos que éste reine”

Sin embargo, el rechazo del Hijo de Dios no se da sólo en la historia terrena; según varios de los Santos Padres y conforme a la Tradición de la Iglesia, el grito de non serviam, “no serviré”, resonó por primera vez en los orígenes de la metahistoria cuando Dios Nuestro Señor, en su infinita misericordia y en atención a la redención, al pecado original, comunicó a los ángeles el modo en que iba a redimir al género humano a partir de la Virgen Santísima.

Conocemos la cita:
“Y una gran señal apareció en el cielo: una mujer revestida del sol y con la luna bajo sus pies y en su cabeza una corona de doce estrellas, la cual, hallándose encinta, gritaba con dolores de parto y en las angustias del alumbramiento. Y vióse otra señal en el cielo y he aquí un gran dragón de color de fuego, con siete cabezas y diez cuernos, y en sus cabezas siete diademas. Su cola arrastraba la tercera parte de las estrellas del cielo y las arrojó a la tierra. El dragón se colocó frente a la mujer que estaba para dar a luz, a fin de devorar a su hijo luego que ella hubiese alumbrado. Y ella dio a luz a un hijo varón, el que apacentará todas las naciones con cetro de hierro; y el hijo fue arrebatado para Dios y para el trono suyo” (Ap 12,1-5).
He aquí entonces donde se halla implícita la negación angélica de servir a Dios.

Dos gritos entonces; dos gritos que se funden en uno solo tanto al principio como al final de la historia. En el prólogo de la salvación y en su conclusión: “no serviré”, “no queremos que éste reine sobre nosotros”.
Son estos dos gritos los que, eligiendo dos amores, crearán dos ciudades distintas al decir de San Agustín en la Ciudad de Dios: el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo, la Jerusalén celeste; el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la Babilonia terrena.
Y estos dos amores que van mezclados en dos ciudades se han dado también mística y realmente a lo largo de la historia humana. Se han dado desde el principio de los tiempos en el pueblo judío antes de venida del Mesías de Yahvé y se seguirán dando hasta el fin de los tiempos, cuando el Rey venga a pedir cuenta de la administración.

2. El segundo grito: las traiciones de Israel

Para quien se pasee alguna vez por las iglesias europeas, podrá ver que, normalmente, Israel es representada como una mujer, una mujer coronada pero, a la vez, vendada. Es la imagen alegórica de la Sinagoga que, voluntariamente, quiso quedar ciega ante las promesas de Dios.
Porque mucho antes de ese “no queremos que este reine sobre nosotros”, es decir, mucho antes de la Pasión de Nuestro Señor, Israel había decidido, no servir al rey y preferir al César.
Fue Israel quien adoró el becerro de oro; fue Israel quien mató a los profetas; fue Israel quien fornicó con los reyes de la tierra y, una vez ciego gritó “¡Crucifícalo!¡crucifícalo” (Jn 19).

“¡Duros de cerviz, incircuncisos de corazón y de oídos! ¡Vosotros siempre resistís al Espíritu Santo! ¡Como vuestros padres, así vosotros! ¿A qué profeta no persiguieron vuestros padres? Ellos mataron a los que anunciaban de antemano la venida del Justo, de aquel a quien vosotros ahora habéis traicionado y asesinado” (Hech 7, 51-52).

Dijo San Esteban con enorme parresía.

Es que este mismo pueblo que, a lo largo de toda la historia de Israel, buscaba hacer “una de cal y otra de arena”, como denunciaba el profeta Elías diciéndole a sus hermanos:

“¿Hasta cuándo van a andar rengueando de las dos piernas? Si el Señor es Dios, síganlo; si es Baal, síganlo a él” (1 Reyes 18,21).

3. El tercer grito: Grecia y Roma

Pero terminado el tiempo de Israel, vendrá el tiempo de las naciones, es decir, el tiempo de los gentiles, porque luego de la venida del Rey, la antigua alianza queda perimida siendo mortua et mortífera, según Santo Tomás.
Y Dios Nuestro Señor, aprovechando los verdaderos semina Verbi esparcidos por Su prodigalidad en la cultura greco-romana, los aprovechará para hacer que de estos pueblos praeordenati para la vida eterna (tetagmenoi, dice el texto griego, completamente ordenados, acabadamente ordenados), alaben a verdadero Rey de los cielos que los volvería a colocar en la anhelada Edad de oro, como narró Virgilio en su profética Égloga

“Ya del canto de Cumas llega la edad postrera
Ya de nuevo nace un gran orden de siglos
Ya vuelve también la virgen, vuelven los reinos de Saturno
Ya una nueva progenie es enviada desde lo alto del cielo”.

Fue Roma, la Roma eterna, con todo su orden latino y su legado griego la que, gracias al legado lingüístico y a la cultura griega, a sus caminos y a la omnipresencia imperial permitió que, como un reguero de pólvora se diseminase la Buena Nueva por todo el orbe conocido.
Pero también fue Roma la que, apenas visto que el Rey de reyes no quería disputar su tronos con “los señores y dioses de la tierra” (Ps. 15), comenzó a perseguir a los primeros cristianos por adorar al único Dios que debe ser adorado; tanto era así que, los proto-mártires romanos eran acusados de ateísmo por no poner al mismo nivel al Dios verdadero y los falsos dioses.
Ricos y pobres, ancianos y niños, hombres y mujeres llegaron a ofrendar sus vidas al grito de non possumus, “no podemos”; es que no podían servir a otro rey que no fuese el Rey. Y así iban al martirio, es decir, al supremo testimonio, como narra Eusebio de Cesarea:

“En Arabia mataban a hachazos. En Capadocia, colgaron a algunos de los pies, cabeza abajo, y encendieron debajo de ellos una hoguera para que el humo les ahogase. Algunas veces les cortaban la nariz, las orejas y la lengua. En el Ponto hundían bajo las uñas cañas afiladas o vertían plomo fundido en las partes más sensibles”[1].
De allí vendrán los primeros mártires, en un tiempo en que no había ni el sexo más débil hacía menguar la ferocidad. Todos, hombres y mujeres sufrirían tormentos indecibles: Lino, Cleto, Clemente, Sixto… Agueda, Lucía, Inés, Cecilia…
Y así, según la famosa sentencia de Tertuliano, la sangre de mártires se convertirá en semilla de nuevos cristianos.
Pero Roma, la Roma eterna, pasados los siglos de persecución, aceptará la Fe cristiana con Constantito y la oficializará con Teodosio el grande, tanto que, al decir de San León Magno: «La que era maestra del error se hizo discípula de la verdad…”.
Y vendrá un tiempo en que con sus más y con sus menos, los emperadores acepten a Rey de reyes como su capitán.

4. El cuarto grito: el arrianismo

Fue entre las persecuciones y los consuelos de Dios, al decir de San Agustín, que cuando aún el cristianismo comenzaba a ser tolerado, resonó el grito impío de un Cristo edulcorado, un Cristo que, a pesar de sus proezas, no pasaba de ser una creatura. Fue ésta la herejía de Arrio, la tremenda herejía que, diseminada por todo el orbe cristiano, le hizo exclamar a San Jerónimo que “de pronto el mundo se despertó arriano”.

Era una nueva batalla contra el Rey, como narra San Basilio:

“Cuando el Demonio vio que, a pesar de la persecución, que partió de los paganos, la Iglesia iba creciendo y floreciendo aún más, modificó su plan y ya no luchó abiertamente, sino que preparó la persecución secreta, escondiendo su traición bajo el nombre que lleváis (el nombre de cristianos), de manera que sufrimos lo mismo que, en sus días, sufrieron nuestros padres, pero eso no parece ser por Cristo, puesto que también los perseguidores llevan el nombre de cristianos”[2].
El cuadro parecía imposible: la mayor parte de los obispos adhería a la herejía arriana; el mismo Papa había firmado un credo semi-arriano y apenas un par de obispos fieles se mantenían con la Fe verdadera junto con el pueblo, lo que, al gran San Atanasio le hacía decir: “Ellos tienen los templos, nosotros tenemos la Fe”.
Fue, según narra el beato cardenal Newman, el pueblo fiel, el sensus fidei fidelium, el sentido de la Fe de los fieles lo que hizo perdurar la sana doctrina a pesar incluso de los obispos, como bien señala Newman: “el pueblo católico, a lo largo y a lo ancho de la Cristiandad, fue obstinado campeón de la verdad católica; los obispos no lo fueron”[3].
Y así, lo que parecía una batalla perdida y un nuevo intento de destronar a Nuestro Señor Jesucristo, fue milagrosamente vencida por un grupo de apóstoles invencibles que, contra viento y marea permanecieron en la Nave de Pedro a pesar de que ella parecía ocupada.

5. El quinto grito: los bárbaros

El quinto grito es el de los bárbaros; esos pueblos indómitos que, desde mediados del siglo V comenzaron a asolar el Imperio, como lo narra San Jerónimo:

“La mente tiembla cuando se piensa en la ruina de nuestros días. Por más de veinte años la sangre humana ha corrido incesantemente sobre una vasta extensión… los godos, los hunos y los vándalos sembraron la desolación y la muerte […]. ¡Cuántos nobles romanos han constituido su presa! ¡Cuántas doncellas y cuántas matronas han caído víctimas de sus lúbricos instintos! Los obispos viven en prisión. Los sacerdotes y clérigos son pasados a cuchillo. Las iglesias son profanadas y desvalijadas. Los altares de Cristo son convertidos en establos. Los restos de los mártires son arrojados de sus tumbas. Por doquier pena, lamentación por doquier; en todas partes la imagen de la muerte. (…). Mi voz se ahoga y los sollozos me interrumpen (…). Ha sido conquistada la ciudad que conquistó el universo… al caer esa ciudad el Imperio se ha derrumbado”.

Todo parecía derrumbarse; todo lo que, durante un tiempo los emperadores cristianos habían favorecido, parecía caerse a pedazos a partir de esta horrenda irrupción. Si casi parecía que Dios no diera respiro o que no quisiese reinar sin que sus súbditos peleen por defenderlo.
Los bárbaros, venidos de todas partes del planeta, se encontrarán sin embargo no sólo con Roma, la Roma imperial, sino con la misma Iglesia que, poco a poco y con un esfuerzo ciclópeo, logrará catequizarlos y civilizarlos al mismo tiempo.
Y allí vendrán los francos, los hijos de Clodoveo, el primer reino de occidente convertido al cristianismo por obra y gracia del Espíritu Santo.
Y la barbarie comenzará a trocar en cristiana humanidad gracias a la aparición de los monjes, capaces de trasformar marismas en manantiales y las piedras en vergeles. El bárbaro vikingo vestirá cogulla monacal y usará su espada sólo para defender su Fe, su religión o su dama. Y surgirá así la Caballería, la fuerza armada al servicio de la verdad desarmada, como la llamaba el recordado Padre Sáenz.

Y nuevamente se vivará a Cristo, Rey de reyes y señor de señores.

6. El sexto grito: Mahoma y las Cruzadas

Y vendrá esa herejía judeo-cristiana, mezcla de Antiguo Testamento y herejía nestoriana que es el Islam con su guerra “santa” y su dominación a sangre y fuego de tal magnitud que no quedará casi recuerdo del cristianismo en el norte africano, otrora patria del mismo San Agustín.
Una vez más, el príncipe de este mundo se las arreglará para que el Rey de reyes sea degradado al rango de un profeta más y la Virgen Santísima al rango de madre del profeta Jesús hasta que, llegando a fines del siglo XI, todo cambiará con la toma de Jerusalén por parte de los hijos de la Medialuna.

“De Jerusalén y de Constantinopla llegan tristes noticias… Una raza maldita, salida del reino de los persas, un pueblo bárbaro, alejado de Dios, ha invadido las tierras cristianas y las ha devastado (…). Los invasores ensucian los altares, circuncidan a los cristianos y derraman la sangre de la circuncisión sobre los altares o las pilas bautismales (…). Si queréis salvar vuestras almas tenéis que cambiar de proceder. Marchad a la defensa de Cristo. Vosotros que estáis en la lucha constante, haced la guerra a los infieles. Vosotros que sois ladrones, convertíos en soldados. Guerread por una causa justa. Trabajad por una compensación eterna”.
Y así comenzarán las Cruzadas, las Cruzadas que no fueron sino una guerra defensiva contra el islam invasor. Y los soldados de Cristo rey vencerán algún tiempo, vencerán y liberarán a los cautivos; y habrá órdenes militares, órdenes hospitalarias y la violencia estará tan justificada que hasta el mismísimo San Francisco de Asís o el mismísimo San Luis Rey de Francia participarán de las mismas. Y habrá un rey en Jerusalén, un Godofredo de Bouillon, el que prefirió no ceñir corona de oro donde Jesús ciñó la de espinas.

7. El séptimo grito: el humanismo renacentista

En pleno tiempo de las Cruzadas, con sus aciertos y errores, la Iglesia vio un tiempo de gloria, un tiempo en el que, al decir de León XIII “la filosofía del Evangelio gobernaba los estados” (Immortale Dei). No; no es que en este tiempo la santidad floreciese espontáneamente; se pecaba y se pecaba fuerte, pero se tenía conciencia de estar pecando.
Fue éste el tiempo en que Dios fue el primer servido, le premier servi como decía Santa Juana de Arco. Eran tiempos en aún se creía que sólo Dios era el ser per se (Ex 3,14) y el resto por participación. Un tiempo en el cual floreció la sabiduría del más santo entre los sabios y el más sabio entre los santos: Tomás de Aquino.

Pero fue también después de este tiempo en que, el centro comenzó a perderse y, por uno escepticismo sumado a ambiciones políticas de los reyezuelos de turno, el hombre comenzó a perder su centro para centrarse en sí mismo; es el grito de Prometeo que busca desencadenarse.
Así, desde la pintura a la música, desde la literatura a la filosofía, pasando por la espiritualidad y el derecho, todo comienza poco a poco a centrarse ya no en Dios, el rey supremo, sino en el hombre, el rey de esta tierra para lo cual, al decir de Pico della Mirandola, “nada de lo humano le es ajeno”, siguiendo a Terencio.

“No queremos que éste reine sobre nosotros”, dirá tímidamente el hombre del renacimiento que quiere reinar en su lugar. Y así el hombre moderno poco a poco se irá desvinculando de la misma realidad, natural y sobrenatural, para adentrarse puramente en su propia interioridad, en su propia naturaleza.
Todo es puesto en duda y, la realidad, comenzará a ser conforme a propia voluntad individual, según el cogito cartesiano: cogito ergo sum, que, más literariamente, podría ser traducido, “quiero, luego soy”, según la enseñanza de Cornelio Fabro.

Y vendrá así, de la mano, un nuevo grito: el aullido protestante.

8. Octavo grito: la revolución protestante

La revolución humanista con su centro en la persona, le dará el paso a un personaje que, aprovechado por los gobernantes de turno, quebrará en dos a la Cristiandad: nos referimos a Martín Lutero, el apóstata fraile alemán quien con sus escritos y homilías hará que cada cual, con el tiempo, termine –como decía irónicamente Voltaire- siendo un Papa para sí mismo.
“Cristo” -en el mundo protestante- “claramente es el centro; el rey” –se nos dirá. Y es cierto. Pero es un rey que previamente ha pasado por el tamiz de la subjetividad y de la libre interpretación. Un rey que gobernará conforme a las leyes de cada cual y que, por ende, no reinará más que en una realidad virtual.
El hombre, según Lutero, estaba tan corrompido que hasta su misma inteligencia debía ser desechada.

“La razón se opone directamente a la fe; deberían dejarla que se vaya; en los creyentes hay que matarla y enterrarla[4] (…). Es imposible poner de acuerdo a la fe con la razón[5] (…). Has de abandonar tu razón, ignorarla, aniquilarla por completo, de lo contrario no entrarás en el Cielo (…)[6]. La razón es la prostituta del diablo”[7].

Y así, separados del tronco de la Iglesia, las ramas se irán secando poco a poco, diseminándose en diversas sectas que, aun manteniendo ciertas verdades fundamentales, se han separado de la gracia que viene por medio de los sacramentos diciendo: “Cristo sí, la Iglesia no”.
Algo análogo a, lo que en nuestros tiempos, algunos de nuestra Iglesia Católica quieren hacer llamando al mismo Lutero “testigo del Evangelio” y queriendo armar una Iglesia a la carta, como ha sucedido hace algunas semanas con la amenaza de varios obispos alemanes con hacer un cisma si “la Iglesia no cambia” su postura respecto de los sodomitas, divorciados, etc.

9. Noveno grito: el laicismo liberal de la Revolución Francesa

Caldeados los ánimos por el subjetivismo imperante, el catolicismo partido y la decadencia del clero y del poder político, los “filósofos” del “Siglo de las luces” serán quienes, como si hubiesen visto claramente el acontecer futuro, planeen la gran revolución liberal que culminará con la sangrienta Revolución Francesa, una revolución donde ni hubo fraternidad, ni igualdad ni libertad.
Fue la ideología liberal la que ensalzando la libertad, hará de ésta el fin último del hombre al punto proclamándolo autosuficiente tanto de la Revelación como de la recta razón.

“Dios sí, Cristo no”, dirán, donde, al final de cuentas, el Dios ensalzado será el Dios de los deístas, el Dios de los masones, un Dios que no reina puesto que, parafraseando al agnóstico Borges, el mundo “le queda lejos”.
Será la tremenda Revolución Francesa, madre de todas las revoluciones modernas, la que arrasará pueblos enteros, masacrando a quienes se opongan al “progreso” liberal como la región de la Vendée, región católica, monárquica y contra-revolucionaria que al grito de “Cristo, el Rey” decía con uno de sus jefes: “si avanzo, seguidme, si retrocedo, matadme, si muero, vengadme” (Henri de La Rochejaquelein).

Fue la Vendée esa historia silenciada a pesar de la masacre sufrida:

“Ya no hay Vendée. Ella ha muerto bajo nuestro sable libre, con sus mujeres y sus hijos. Acabo de enterrarla en los pantanos (…). He aplastado a los niños bajo las patas de los caballos y masacrado a las mujeres (…). No tengo un prisionero que reprocharme (…). Nosotros no hacemos prisioneros (…). La piedad no es revolucionaria…”[8].

Esa misma revolución liberal intentará terminar con Cristo rey no sólo en Europa, sino también en América, en nuestra América católica. E intentará hacerlo primero, adueñándose de una legítima autonomía frente a una monarquía española imbuida por el liberalismo en sus reyes borbones, dominada por Napoleón y subyugada a las ideas afrancesadas y borbónicas de la época.
Serán esos movimientos liberales los mismos que atacarán a quienes, por estas tierras, busquen la soberanía de Dios por sobre la soberanía popular, como el mártir de la masonería, Don Gabriel García Moreno, presidente del Ecuador que, al salir de la catedral de Quito fue inicuamente asesinado por un sicario de la secta para, antes de morir, susurrar: “Dios no muere, Dios no muere…”.

10. Décimo grito: el marxismo ateo

Decía el gran Dostoievski en una novela memorable titulada “Demonios” que, de padres liberales salían hijos comunistas. Y ello no a raíz de una posible “dialéctica” o contraposición entre padres e hijos, sino a partir de que es la misma la raíz que engendra a uno y al otro. El liberalismo es padre del marxismo porque ambos poseen la misma matriz, el mismo epicentro: es el hombre caído, el hombre “nuevo”, el hombre separado de su tradición primordial que desoye la realidad misma haciéndose un dios para sí mismo y entronizándose en un pedestal.
De allí que se postule la invención de Dios, como dice Feuerbach o “la muerte de Dios”, como plantea Nietzsche. Y –de nuevo Dostoievski- si Dios no existe, todo está permitido (como planteaba Iván Karamazov); ¡y vaya si lo estuvo!

En el siglo XX, apenas en el alborear, quienes vivaban a Cristo Rey en el México cristero, eran masacrados y abandonados por el odio de los deicidas, como fue el caso de beato Anacleto González Flores, padre de familia, abogado y docente:
Vosotros me mataréis, pero sabed que conmigo no morirá la causa. Muchos están detrás de mí dispuestos a defenderla hasta el martirio. Me voy, pero con la seguridad de que veré pronto, desde el Cielo, el triunfo de la Religión y de mi Patria… Por segunda vez oigan las Américas este santo grito: ¡Yo muero, pero Dios no muere! ¡Viva Cristo Rey!”[9].

Y pasará también en España, en la España profunda que, durante la década del treinta fue el pueblo elegido para instaurar el marxismo a capa y espada por medio de marxismo soviético. También allí hubo mártires y héroes; porque España se levantó en una verdadera Cruzada que detuvo el accionar del comunismo enarbolando la Reyecía de Cristo.
¡Y para qué hablar de nuestros mártires argentinos! Sacheri, Genta, por nombrar sólo a dos devotos de Cristo Rey, como sus propios verdugos afirmaron luego de ultimarlos cobardemente:

“Enterados de la ferviente devoción que los extintos profesaban a Cristo Rey, de quien se decían infatigables soldados, nuestra comunidad ha esperado las festividades de Cristo Rey según el antiguo y nuevo “ordo missae” y ha permitido que los nombrados comulgaran del dulce Cuerpo de su Salvador para que pudieran reunirse con Él en la gloria”.

Así, para resumir esta última parte, lo decía ese gran pontífice que fuera Pío XII:

“En estos últimos siglos…quisieron la naturaleza sin la gracia: ‘Cristo sí y la Iglesia no’ (Revolución protestante)… Después Dios sí y Cristo no (Revolución liberal)… Al fin, el grito impío: Dios ha muerto (Revolución comunista)” (Pío XII, 12/10/1952):

11. El último grito: no queremos a Cristo en la Iglesia

Como es de público conocimiento Cristo ya no reina en los estados, ni en las universidades, ni en las escuelas…; apenas si reina en algunas familias.
Pero hasta podríamos preguntarnos: ¿Cristo reina realmente en la Iglesia?
Dice el padre Castellani que, la Iglesia, por ser la Nueva Israel, la nueva depositaria de las promesas, al final de los tiempos padecerá la misma agonía que padeció la Sinagoga antes de la primera venida de Nuestro Señor; es decir, así como antes la Sinagoga se había vuelto un sinsentido porque habían transformado la religión del Padre “en tradiciones de hombres” (Mc 7,7), así pasará con la Iglesia.

El padre Meinvielle, otra luminaria de nuestra Iglesia, en el último párrafo de su último libro (De la Cábala al Progresismo) decía también[10]:

“Sabemos que el mysterium iniquitatis ya está obrando (II Tes, II, 7) ; pero no sabemos los límites de su poder. Sin embargo, no hay dificultad en admitir que la Iglesia de la publicidad pueda ser ganada por el enemigo y, convertirse de Iglesia Católica en Iglesia gnóstica. Puede haber dos Iglesias, la una la de la publicidad, Iglesia magnificada en la propaganda, con obispos, sacerdotes y teólogos publicitados, y aun con un Pontífice de actitudes ambiguas ; y otra, Iglesia del silencio, con un Papa fiel a Jesucristo en su enseñanza y con algunos sacerdotes, obispos, fieles que le sean adictos, esparcidos como “pusillus grex” por toda la tierra. Esta segunda sería la Iglesia de las promesas, y no aquella primera, que pudiera defeccionar. Un mismo Papa presidirá ambas Iglesias, que aparente y, exteriormente no sería sino una. El papa, con sus actitudes ambiguas, daría pie para mantener el equívoco. Porque, por una parte, profesando una doctrina intachable sería cabeza de la Iglesia de las Promesas. Por otra parte, produciendo hechos equívocos y aún reprobables, aparecería como alentando la subversión y manteniendo la Iglesia gnóstica de la Publicidad”.

Y algo similar se nos dice San Pablo: “vendrá tiempo cuando no soportarán la sana doctrina, sino que teniendo comezón de oídos, acumularán para sí maestros conforme a sus propios deseos” (2 Tim 4,3). Estos tiempos, que parecen ser los que estamos viviendo incluso dentro de la misma Iglesia, parecen estar incluso indicados por el mismo Catecismo de la Iglesia Católica que nos dice:
“Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes (cf. Lc 18, 8; Mt 24, 12). La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra (cf. Lc 21, 12; Jn 15, 19-20) desvelará el «misterio de iniquidad» bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad”[11].

Es, al parecer, ante este nuevo grito, similar al de la primera Semana Santa de la historia, que hoy pulula una buena parte del mundo católico, incluso en buena parte de su jerarquía.
Cardenales contra cardenales, obispos contra obispos, sodomía en el clero, mártires falsos y acomodo con el mundo… Si casi pareciera que una parte de la Iglesia dijese con el pueblo de Israel aquella frase fatídica del primer Viernes Santo de la historia:

“No queremos que este reine sobre nosotros”… “no tenemos más rey que el César”.

* * *
Ante esta aparente desolación en la que podemos vernos sumidos, ¿qué hacer? ¿cómo responder?
En primer lugar, saber que, como dice San Pablo, “es necesario que Cristo reine hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies” (1 Cor 15,25), por lo que, si somos verdaderos siervos del Señor, debemos sentirnos escogidos por él, como dice San Ignacio, (EE.EE. nro. 145) para ir como “apóstoles, discípulos, etc.”, enviados “por todo el mundo, esparciendo su sagrada doctrina por todos estados y condiciones de personas”, haciendo no una revolución contraria, sino lo contrario a la Revolución anticristiana para restaurar la Cristiandad.
En segundo lugar, saber que la victoria ya es nuestra, porque es de Cristo que ya ha vencido al mundo pero quiere, para que esa victoria se aplique, contar con nuestra cooperación, de allí que –de nuevo Castellani– no cuenten tanto las batallas ganadas en pos de Cristo Rey, sino la calidad de las cicatrices sufridas en Su Nombre.
Y, por último, saber que, si la que nos toca librar hoy es la batalla de las batallas, dichosos lucharemos espalda con espalda, por más que seamos un puñado de hombres, levantando nuestras cabezas, pues está pronta nuestra liberación (cfr. Lc 21,28).

¡Y que viva Cristo Rey!

P. Javier Olivera Ravasi, SE
19/6/2019

_______________________________

[1] Eusebio de Cesarea, Historia eclesiástica, VIII, 11.
[2] Escritos escogidos del Santo doctor de la Iglesia Basilio el Grande, en Biblioteca de los Padres de la Iglesia (Kosrl Pustet, München 1925) I vol., 162.
[3] Alfredo Sáenz, La Nave y las tempestades, Gladius, Buenos Aires 2002, T. I., 248.
[4] Weim., XLVII, 328, 23–25 (1537–1540).
[5] Weim., XLVII, 329, 29–30. “Ratio est omnium maximum impedimentum ad fidem”. Tischredem, Weim., III, 62, 28, Nº 2904 a.
[6] Weim., XLVII, 329, 6–7.
[7] Weim., XVIII, 164, 24–27 (1524–1525).
[8] Alfredo Sáenz, La Nave y las tempestades. La Epopeya de la Vendée, Gladius, Buenos Aires 2009, 168.
[9] Joaquín Blanco Gil, El clamor de la sangre, Rex-Mex, México 1947, 138. Este oír por “segunda vez” el grito de “Dios no muere”, hacía referencia al martirio y a las postreras palabras que, cincuenta años antes había proferido el presidente católico Gabriel García Moreno, antes de ser martirizado por la masonería, en 1875.
[10] Estas palabras, durante todo mi seminario, las conservé yo (P. Javier Olivera Ravasi) en mi breviario para, cuando me encontraba desolado, leerlas y darme fuerzas.
[11] CEC, n. 675.

"No queremos que este reine sobre nosotros". P. Javier Olivera Ravasi, SE - QNTLC

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jueves, 14 de noviembre de 2024

LIBRO "LAS GRANDES HEREJÍAS" por HILAIRE BELLOC 👿👥💥⛪


Adéntrate en un fascinante viaje a través de las páginas de Las Grandes Herejías, una obra maestra de Hilaire Belloc. En este libro, exploramos las herejías fundamentales que han sacudido la historia y la Iglesia: el arrianismo, el mahometismo, el ataque albigense, la reforma y, finalmente, el modernismo, descrito por el Papa Pío X como "la suma de todas las herejías".
en el mundo actual, marcado por la búsqueda constante de novedades y la relatividad de valores, "Las Grandes Herejías" se erige como una guía esencial para comprender nuestro presente. 
A través de esta obra, Belloc nos desafía a mirar más allá de la superficie de la historia y a adentrarnos en las profundidades del pensamiento humano. Invita al lector a reflexionar sobre el impacto duradero de estas herejías en nuestra vida cotidiana y a comprender que vivimos en una era que es, verdaderamente, la suma de todas las herejías.

Al igual que la mayoría de las palabras modernas, “herejía” se utiliza tanto de un modo vago como diverso. Se la utiliza vagamente porque la mente moderna es tan adversa a la precisión cuando se trata de ideas como enamorada está de la precisión cuando se trata de medidas. Y es utilizada en forma diversa porque, de acuerdo a la persona que la utiliza, puede llegar a significar cualquiera de al menos cincuenta cosas. Actualmente, para la mayoría de las personas (de las que utilizan el idioma inglés) la palabra “herejía” connota disputas pasadas y olvidadas, y antiguos prejuicios contrarios a un examen racional. 

Por consiguiente, se piensa que la herejía carece de interés contemporáneo. El interés en la herejía está muerto porque la herejía tiene que ver con cuestiones que ya nadie toma en serio. Se comprende que una persona puede interesarse en una herejía por curiosidad arqueológica, pero difícilmente resulte comprendido si llega a afirmar que la herejía ha tenido un gran efecto sobre la Historia y sigue siendo, hoy mismo, un impulso contemporáneo viviente. Y sin embargo, la cuestión de la herejía en general tiene altísima importancia para el individuo y para la sociedad. Y la herejía en su significado particular (que es el de la herejía en la doctrina cristiana), es de especial interés para cualquiera que desee entender a Europa, al carácter de Europa, y a la Historia de Europa. Porque la totalidad de esa Historia, desde el surgimiento de la religión cristiana, ha sido la Historia de luchas y cambios, mayormente precedidos, con frecuencia aunque no siempre causados, y ciertamente acompañados por diversidades de doctrina religiosa. 

En otras palabras, “la herejía cristiana” es un subconjunto especial de primerísima importancia para la comprensión de la Historia europea porque, junto con la ortodoxia cristiana, constituye el acompañante y el agente constante de la vida de Europa. Debemos comenzar con una definición, aunque el definir implique un esfuerzo mental y, por lo tanto, resulte antipático. 
La herejía es la dislocación de una estructura completa y autosostenida mediante la introducción de la negación de una de sus partes esenciales. 
Por “estructura completa y autosostenida” entendemos cualquier sistema afirmativo en física, matemáticas, filosofía o lo que fuere, en el cual las distintas partes son coherentes entre si y se sostienen mutuamente. Por ejemplo, la antigua estructura de la física, frecuentemente llamada “newtoniana” en Inglaterra por haber sido Newton quien mejor la definió, es una estructura de esta clase. 

La variedad de cosas que se afirman en ella acerca del comportamiento de la materia, y especialmente la ley de la gravedad, no constituyen afirmaciones aisladas de las que cualquiera podría ser extraída sin desordenar el resto; por el contrario, son todas parte de una misma concepción o unidad de modo tal que, si modificamos una parte, la totalidad deja de funcionar. 

Otro ejemplo de un sistema similar es nuestra geometría plana que hemos heredado de los griegos y a la cual llaman “euclidiana” quienes piensan (o esperan) haber descubierto una nueva geometría. Cada proposición de nuestra geometría plana en cuanto a que los ángulos internos de un triángulo plano son iguales a dos ángulos rectos; que el ángulo contenido en un semicírculo es un ángulo recto, y así sucesivamente; cada una de estas proposiciones no sólo se encuentra sostenida por cada una de las demás proposiciones del sistema sino que, a su vez, sostiene a cada parte individual de la totalidad. 

“Herejía” significa, pues, la distorsión de un sistema por “excepción”: por la “extracción” de una parte de su estructura (La palabra “herejía” se deriva del verbo griego “haireo” que al principio significó “yo tomo” o “yo apreso” y después vino a significar “yo extraigo)”, e implica que el esquema queda dañado por haberse quitado parte del mismo, por haberse negado parte del mismo, o bien por haber dejado el vacío creado sin llenar, o bien por haberlo llenado con alguna afirmación nueva. 

Por ejemplo, el Siglo XIX construyó un esquema de crítica textual para establecer la fecha de un documento antiguo. Uno de los principios dentro de este esquema es que cualquier afirmación de lo maravilloso es necesariamente falsa. 

“Si en cualquier documento halla usted una maravilla, afirmada por el supuesto autor del documento, tiene usted derecho a concluir “(dicen los críticos textuales del Siglo XIX, hablando todos como un sólo hombre) “que el documento no fue contemporáneo, que no es de la fecha que pretende ser.” Pero aparece un nuevo y original crítico que dice: 
“No estoy de acuerdo. Pienso que ocurren maravillas y también pienso que las personas dicen mentiras.” 
Una persona irrumpiendo así es un hereje en relación a ese particular sistema ortodoxo. Una vez concedida esta excepción, todo un número de certezas negativas se vuelve inseguro. 

Usted estaba seguro, por ejemplo, de que la vida de San Martín de Tours, tal como está expuesta por un testigo contemporáneo, no pertenecía a un testigo contemporáneo por las maravillas que relataba. Pero admitiendo el nuevo principio, el testigo podría ser contemporáneo después de todo, y por lo tanto puede ser aceptado como histórico si testimonia algo que no es en modo alguno maravilloso pero que no se encuentra en ningún otro documento. En la biografía de un taumaturgo lee usted que resucitó a un hombre de entre los muertos en la basílica de Viena en el año 500. 

La escuela ortodoxa de la crítica diría que toda la historia es obviamente falsa y, por incluir maravillas, no es prueba de la existencia de una basílica en Viena en dicha fecha. Pero nuestro hereje, que desafía el canon ortodoxo de la crítica, dice: “Me parece que el biógrafo del taumaturgo puede haber estado mintiendo, pero no habría mencionado a la basílica y la fecha a menos que sus contemporáneos supiesen, como él sabía, que existió una basílica en Viena en dicha fecha. Una falsedad no presupone la falsedad universal en un narrador.” 

Y hasta puede aparecer un hereje todavía más audaz que podría decir: 
“Este pasaje no sólo constituye una evidencia perfectamente buena en favor de la existencia de una basílica en Viena por el año 500, sino que hasta considero posible que el hombre fue resucitado de entre los muertos.” 

Si sigue a cualquiera de los críticos, estará usted alterando todo el esquema de pruebas mediante el cual la Historia verdadera se separa de la falsa en la crítica textual contemporánea. La negación completa de un esquema no es herejía y no posee el poder creativo de una herejía. Pertenece a la esencia de la herejía el dejar incólume gran parte de la estructura a la cual ataca. De esta manera puede seguir dirigiéndose a los fieles y continúa afectando sus vidas desviándolos de sus características originales. 

Es por ello que de las herejías se dice que “sobreviven por las verdades que retienen”. Debemos destacar que, en cuanto al valor de la herejía como ámbito de estudio histórico, resulta indiferente que el esquema completo atacado sea verdadero o falso. Lo que nos ocupa aquí es la altamente interesante verdad que la herejía origina una nueva vida propia y afecta vitalmente a la sociedad que ataca. 

La razón por la cual las personas combaten la herejía no es tan sólo, ni principalmente, conservadorismo, una devoción a la rutina, disgusto por la perturbación de sus hábitos de pensamiento, sino mucho más por la percepción de que la herejía – en la medida en que gane terreno – producirá un estilo de vida y una configuración social contraria, irritante y quizás hasta mortal para el estilo de vida y la configuración social que producía el antiguo esquema ortodoxo. Sirva lo dicho en beneficio del significado general y el interés de esa tan fértil palabra “herejía”. En su significado particular (el utilizado en este libro) implica dañar por excepción el esquema completo constituido por la religión de la Cristiandad. 

Por ejemplo, una parte esencial de esta religión (aún siendo sólo una parte) sostiene que el alma individual es inmortal; que la conciencia personal sobrevive a la muerte física. Ahora bien, las personas que creen en ello considerarán al mundo y a si mismas de cierta manera, se comportarán de cierta forma, y serán cierto tipo de personas. Si hacen una excepción – es decir: si recortan y extraen únicamente esta doctrina – pueden seguir conservando todo lo demás, pero el esquema estará cambiado; el estilo de vida, las características y todo el resto se volverán otra cosa. 

La persona que está convencida de que cuando muera todo habrá terminado de una vez para siempre, puede seguir creyendo en que Jesús de Nazareth fue Verdadero Dios de Verdadero Dios, que Dios es trino, que la Encarnación estuvo acompañada por un Nacimiento Virgen, que el pan y el vino se transforman en virtud de una formula particular. Esta persona podrá recitar una gran cantidad de oraciones cristianas y admirar y copiar a algunos cristianos ejemplares elegidos – pero será una persona bastante diferente de aquella otra que da por cierta la inmortalidad. Debido a que la herejía en este sentido particular (la negación de una doctrina cristiana aceptada) afecta de este modo al individuo, afecta también a toda la sociedad, y cuando uno examina cierta sociedad formada por una religión en particular, necesariamente debe ocuparse extensamente de la distorsión o menoscabo de dicha religión. Ése es el interés histórico de la herejía. Por eso, quien quiera entender como es que Europa vino a ser lo que es y cuales fueron las causas de sus cambios, no puede darse el lujo de considerar la herejía como algo carente de importancia. 

Los eclesiásticos que en los concilios orientales lucharon con tanta furia por detalles de definiciones, tenían mucho más sentido histórico y se hallaban mucho más en contacto con la realidad que los escépticos franceses, familiares a los lectores ingleses a través de su discípulo Gibbon.

Por ejemplo, una persona que piensa que el arrianismo es una simple discusión semántica está dejando de ver que un mundo arriano sería mucho más parecido a un mundo mahometano y mucho menos parecido a lo que el mundo europeo de hecho llegó a ser. Esa persona está mucho menos en contacto con la realidad de lo que estuvo Atanasio cuando afirmó la importancia suprema del punto de doctrina. Aquél concilio local en París, que volcó el fiel de la balanza en favor de la tradición trinitaria, tuvo tanto efecto como una batalla decisiva; y el no comprender eso es ser un mediocre historiador.

Y la tesis no se refuta diciendo que ambos, tanto el ortodoxo como el hereje, sufrían de una ilusión; que estaban discutiendo cuestiones que no tenían una existencia real y que no merecían el esfuerzo de un debate. La cuestión es que la doctrina (y su negación) contribuyeron a la formación de la naturaleza de las personas y esa naturaleza así formada determinó el futuro de la sociedad que esas personas construyeron. Y en relación con esto existe otra consideración demasiado frecuentemente omitida en nuestros tiempos. Es la siguiente: para grandes masas de seres humanos la actitud escéptica frente a cuestiones trascendentales no puede perdurar. Muchos han desesperado por el hecho de que esto sea así. Deploran la despreciable debilidad de la humanidad que compele a la aceptación de alguna filosofía o de alguna religión a fin de llevar adelante la vida en absoluto. Pero ésta es una cuestión de experiencia positiva y universal. 

Por cierto, no hay forma de negarlo. Es un hecho simple. La sociedad humana no puede desenvolverse sin algún credo, porque un código o una norma son el producto de un credo. De hecho, a pesar de que algunos individuos – especialmente aquellos que disponen de existencias protegidas – pueden con frecuencia desempeñarse con un mínimo de certeza o hábito respecto de cuestiones trascendentales, una masa humana orgánica no puede vivir de esa forma. Así, la Inglaterra moderna está sostenida por toda una religión: la religión del patriotismo. 

Destruid eso por medio de algún desarrollo herético, “exceptuando” la doctrina de que el primer deber de una persona es hacia la sociedad política a la cual pertenece, e Inglaterra, tal como la conocemos, gradualmente cesará de ser y se convertirá en algo diferente. 

La herejía, por lo tanto, no es un fósil. Es una materia de permanente y vital interés para la humanidad porque está ligada a la cuestión de la religión y sin alguna forma de religión ninguna sociedad humana ha perdurado ni podrá perdurar jamás. Quienes piensan que la cuestión de la herejía puede ser descuidada porque el término les suena pasado de moda y porque se relaciona con cierta cantidad de disputas hace tiempo abandonadas, están cometiendo el error de pensar en palabras en lugar de pensar en ideas. 

Es la misma clase de error que contrasta a los Estados Unidos como “república” con una Inglaterra “monárquica” cuando, por supuesto, el gobierno de los Estados Unidos es esencialmente monárquico y el gobierno de Inglaterra es esencialmente republicano y aristocrático. No tienen fin los equívocos que surgen del empleo ambiguo de las palabras. Pero si tenemos presente al hecho simple que un Estado, una política humana, o una cultura general, tiene que estar inspirada por algún cuerpo de normas morales, y que no puede haber cuerpo de normas morales sin doctrina, y si nos ponemos de acuerdo en llamar religión a cualquier cuerpo consistente de doctrina y moral; pues entonces aparecerá clara la importancia de la herejía como cuestión porque la herejía no significa más que “la propuesta de innovaciones religiosas por medio de la extracción de algo que ha constituido la religión aceptada en algún momento dado, con el fin de negarlo o reemplazarlo por otra doctrina extraña”.

El estudio de las sucesivas herejías cristianas, sus características y su trayectoria, posee un interés especial para todos los que pertenecemos a la cultura europea o cristiana; y la razón de ello debería ser evidente: nuestra cultura fue hecha por una religión. Los cambios o los desvíos de esa religión necesariamente afectarán a nuestra civilización como un todo. Toda la Historia de Europa, con sus variadas comarcas y Estados y cuerpos generales durante los últimos dieciséis siglos, ha estado mayormente vuelta hacia las sucesivas herejías que aparecieron en el mundo cristiano. 

Somos lo que actualmente somos principalmente porque ninguna de esas herejías finalmente desquició a nuestra religión ancestral; pero también somos quienes somos porque cada una de estas herejías afectó profundamente a nuestros padres durante generaciones enteras. Cada herejía dejó sus huellas y una de ellas, el gran movimiento mahometano, sigue teniendo al día de hoy influencia dogmática y preponderancia sobre una gran fracción de territorio que alguna vez fue enteramente nuestro. Si uno se pusiese a catalogar a las herejías siguiendo la larga Historia de la Cristiandad, la lista de las mismas podría parecer casi infinita. Porque se dividen y se subdividen, están en todas las escalas, varían de lo local a lo general. Sus vidas se extienden desde menos de una generación hasta siglos enteros. 

La mejor forma de entender la materia es seleccionando algunos pocos ejemplos prominentes y estudiarlos para entender la gran importancia que puede tener una herejía. Un estudio semejante se hace más fácil por el hecho de que nuestros padres reconocieron a la herejía por lo que era, le dieron en cada caso un nombre en particular, la sujetaron a una definición – y, por lo tanto, a ciertos límites – haciendo más fácil su análisis gracias justamente a dicha definición. 
Por desgracia, en el mundo moderno se ha perdido el hábito de esas definiciones. La palabra “herejía”, habiendo venido a connotar algo extraño y pasado de moda, ya no se aplica a los casos que son claramente casos de herejía y deben ser tratados como tales.

Por ejemplo, en la actualidad está difundida la negación de lo que los teólogos llaman “dominio”, esto es: el derecho a la posesión de propiedades. Se afirma ampliamente que las leyes que permiten la propiedad privada de tierra y de capital son inmorales; que el suelo de dónde surgen todos los bienes productivos debería ser comunal y que cualquier sistema que permita su control por individuos o familias es un sistema equivocado y por lo tanto debe ser atacado y destruido.

A esta doctrina, que ya es bastante fuerte entre nosotros y que está ganando en fuerza y número de adherentes, no la llamamos herejía. La concebimos tan sólo como un sistema político o económico y cuando hablamos del comunismo nuestro vocabulario no sugiere nada teológico. Pero esto es solamente porque nos hemos olvidado del significado de la palabra “teológico”. 

El comunismo es tan una herejía como el maniqueísmo. Implica tomar el esquema moral con el que hemos vivido, extraer del mismo una parte en particular, negar esa parte e intentar su reemplazo por una innovación. 
El comunista retiene mucho del esquema cristiano: la igualdad humana, el derecho a la vida, y así sucesivamente. Niega tan sólo una parte. Lo mismo vale en cuanto al ataque contra la indisolubilidad del matrimonio. Nadie llama “herejía” al conjunto de prácticas y afirmaciones modernas relacionadas con el divorcio, pero de hecho el divorcio es una herejía desde el momento en que su característica determinante es la negación de la doctrina cristiana del matrimonio y su sustitución consecuente por otra doctrina, a saber: la de que el matrimonio no es más que un contrato y además un contrato rescindible. 

Del mismo modo es una herejía – un “cambio por excepción” – el afirmar que nada se puede saber de las cosas divinas, que todo no es más que mera opinión y que, por lo tanto, nuestras únicas guías para el manejo de los asuntos humanos deberían ser las cosas de las cuales se tiene certeza por la evidencia de los sentidos y por la experimentación. 
Quienes piensan de esta forma pueden conservar, y generalmente conservan, mucho de la moral cristiana; pero desde el momento en que niegan la certeza por la Autoridad – siendo que esta doctrina es parte de la epistemología cristiana – son herejes. No es herejía decir que la realidad puede ser aprehendida por medio del experimento, por percepción sensual o por deducción. 

La herejía consiste en afirmar que no puede ser aprehendida por medio de ninguna otra fuente. Actualmente vivimos bajo un régimen de herejía que se distingue de los períodos herejes más antiguos tan sólo en que el espíritu herético se ha vuelto generalizado y aparece bajo varias formas. 
Se verá que en las páginas siguientes he hablado del “ataque moderno” porque algún nombre hay que darle al asunto antes de poder discutirlo en absoluto. Pero la marea que amenaza con cubrirnos es tan difusa que cada uno tendrá que darle su propio nombre; no tiene una denominación genérica todavía.

Quizás lo tendrá más adelante, pero no antes de que se vuelva agudo el conflicto entre ese espíritu moderno anticristiano y la tradición permanente de la Fe a través de la persecución y el triunfo o la derrota de la misma. Quizás entonces se llame Anticristo.

Por último, está la siguiente muy importante y quizás decisiva consideración: a pesar de que el poder social del catolicismo está declinando en el mundo, ciertamente en forma cuantitativa y también en la mayoría de los demás factores, el conflicto entre el catolicismo y el por completo nuevo fenómeno pagano (la destrucción de toda tradición, el rompimiento con nuestra herencia), está ahora claramente marcado. Ya no existe – como existía hasta hace poco – un margen de penumbra confuso y heterogéneo desde el cual se podía hablar confiadamente bajo el ambiguo rótulo de “cristiano” y perorar con aplomo de una religión imaginaria llamada “cristianismo”. 

No. Hoy ya existen dos bandos bastante diferentes que se disputan el terreno y pronto se contrapondrán tanto como el blanco y el negro: la Iglesia Católica de un lado y los otros opositores de lo que hasta aquí fue nuestra civilización. Las filas están formadas como para una batalla y, si bien la clara división arriba señalada no significa que triunfará uno u otro de los antagonistas, sí significa que, por fin, ha quedado definida una cuestión concreta y en materia de cuestiones concretas tanto una causa buena como una mala tienen mejores probabilidades de triunfar que en una confusión. Aún las personas más desorientadas, o las más ignorantes, cuando hablan de “iglesias” usan hoy un lenguaje que suena a hueco. La última generación podía hablar, al menos en los países protestantes, de “las iglesias”. 

La generación actual ya no puede. No hay varias iglesias; hay una sola. Es la Iglesia Católica de un lado y su mortal enemigo del otro. Las listas están cerradas. De este modo nos hallamos ante el más tremendo de los interrogantes que hasta ahora se le ha presentado al intelecto humano. 

Estamos ante una encrucijada de la cual depende todo el futuro de nuestra raza.

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Las Grandes Herejías - Hila... by moltenpaper


La iglesia de Cristo contra la iglesia del anticristo - Padre Fernando Cárdenas

Es un ataque universal que ha que ha progresado ya en formas sociales, intelectuales, morales que combinados le dan un sabor de religión.  Los libertarios, los conservadores pero que están desechando lo que ha venido construyendo a nuestra sociedad cultural de progreso. Pero, el hombre es capaz de bastarse a sí mismo: seréis como dioses...
Podría ser la última de las luchas entre la Iglesia y el mundo. Estamos en la vuelta de un NEOPAGANISMO. Una esclavitud bajo el estado en un sistema comunista mezclado con un neoliberalismo salvaje y materialista.
 Hay una situación extraña, mientras el cuerpo católico comprende a sus adversarios; sus adversarios no comprenden a la Iglesia católica.

 Hay que volver a saber que Cristo impera, que Cristo vence, la iglesia no desaparecerá  Porque no es humana. Es la única institución entre los hombres no sujeta a la ley Universal de la mortalidad y es que estamos en esa Lucha como dice San Ignacio de Loyola entre las dos banderas. Bajo cuál estandarte vamos a
luchar y, es una lucha a muerte, es una lucha donde vamos a ser incomprendidos porque es la última herejía y, tal vez, la última batalla entre la Iglesia y la anti-iglesia, entre la Iglesia de Cristo y la iglesia del Anticristo. 
Que Dios nos conceda a todos nosotros la fidelidad para defender la Unidad, la Autoridad de la Iglesia y ponernos bajo ese estandarte de San Miguel Arcángel para decir qué quién como Dios.