EL Rincón de Yanka: TEORÍA PARTICULAR DE LA ÉTICA DE LA DESOBEDIENCIA por JOSÉ VICENTE PASCUAL 🙈🙉🙊

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lunes, 30 de agosto de 2021

TEORÍA PARTICULAR DE LA ÉTICA DE LA DESOBEDIENCIA por JOSÉ VICENTE PASCUAL 🙈🙉🙊


La ética de la desobediencia

Para llevar una vida más ética quizás sea más adecuado empezar por preguntarnos qué normas estamos cumpliendo que merecen ser desafiadas.

A pesar de lo mucho que se alaba la democracia de dientes para afuera, lo cierto es que la autoridad, entendida como una supremacía incuestionable, sigue siendo uno de los pilares fundamentales -aunque a veces implícito- de nuestra sociedad. No hay más que echar un vistazo a las escuelas y colegios, en donde la arquitectura suele parecerse más a una cárcel que a un espacio de colaboración y aprendizaje, y en donde el número de reglas a menudo sobrepasa el número de preguntas exploradas.
Quizás como resultado de una educación más bien autoritaria y poco crítica, tendemos a asociar la ética con el cumplimiento de una lista de reglas, con obedecer a la autoridad de turno; como si ser una buena persona fuera equivalente a seguir las reglas impuestas, como si actuar correctamente fuera tan fácil como dejar que otros piensen por nosotros, como si se pudiera rendir la responsabilidad individual a una lista de normas.

Un vistazo rápido por la historia evidencia que muchas de las más grandes inmoralidades se han cometido precisamente por obedecer a la autoridad de turno. ¿Cuántas veces se habrá escuchado la vieja excusa de "yo sólo estaba siguiendo órdenes" de los labios de asesinos y torturadores? Es la obediencia ciega y la adecuación maquinal a una autoridad o un sistema infame lo que la filósofa Hannah Arendt denominó la banalidad del mal. La cultura popular retrata lo malvado como algo externo, ajeno, profundamente satánico, inherentemente perverso, rebosante de malas intenciones, insensible, frío, calculador, psicópata.
Sin duda ese mal existe, pero es siempre minoritario. Lo que permite que el mal maléfico se extienda y cobre proporciones titánicas (considera la inquisición o el nazismo) es el mal banal: el mal perpetrado de manera cotidiana por el ciudadano de a pie que se cuadra, de buena o mala gana, ante una supremacía que al reclamar su responsabilidad moral lo despoja de humanidad. No nos engañemos, el enemigo está dentro y no se parece nada a los cuentos de niños.

Ya lo dijo Marguerite Yourcenar en su magnífica novela histórica Memorias de Adriano: "Nuestras colecciones de anécdotas están llenas de historias sobre gastrónomos que arrojan a sus domésticos a las murenas, pero los crímenes escandalosos y fácilmente punibles son poca cosa al lado de millares de monstruosidades triviales, perpetradas cotidianamente por gentes de bien y de corazón duro, a quien nadie pensaría en pedir cuentas".
A todos nos gusta pensar que, de haber vivido en Alemania en la época del nazismo, por ejemplo, sin duda habríamos tenido una actuación heroica; a la mayoría de nosotros nos es inconcebible imaginarnos como nazis. Lamentablemente, la evidencia empírica no está de nuestra parte. Inspirado por el juicio del nazi Adolf Eichmann (el mismo juicio que inspiró a Arendt para desarrollar su teoría de la banalidad del mal), el psicólogo social Stanley Milgram diseñó un experimento en los años sesenta para poner a prueba la voluntad moral de las personas comunes y corrientes.

El experimento se compone de tres personas: el experimentador, un maestro (un participante voluntario) y un alumno (un experimentador que se hace pasar por un sujeto voluntario). El experimentador le informa al maestro de que el experimento busca entender los mecanismos relacionados con el aprendizaje, la memoria, y el castigo. El trabajo del maestro consiste en leerle una lista de palabras al alumno para que éste las memorice y se las pueda repetir al maestro. Cada vez que el alumno se equivoque o no responda, el maestro debe administrarle una dosis creciente de descargas eléctricas. Las descargas empiezan por ser de 15 voltios (equivalente a un cosquilleo desagradable) y pueden llegar a ser de 450 voltios (una descarga letal). Las etiquetas de las descargas indican la magnitud de la descarga, que oscila entre descarga leve, descarga de extrema intensidad, peligro: descarga severa, y xxx. A los 75 voltios el alumno empieza a quejarse, a los 150 voltios grita de dolor y pide que le dejen ir, que ya no quiere participar en el experimento, a los 285 informa que tiene un padecimiento cardiaco y se encuentra mal, a los 330 voltios el alumno deja de responder.

En realidad las descargas son ficticias (al igual que las quejas), pero el participante no lo sabe, pues una pared opaca lo separa del alumno, a quien solamente puede escuchar. Los resultados del experimento son estremecedores: un 65% de los participantes llegaron a descargas letales de 450 voltios. El 100% de los participantes (algunos nerviosos, sudando, quejándose, planteando dudas, y otros tranquilamente) llegaron a dar descargas intensas de 300 voltios.
Si bien hay una distancia considerable entre este experimento y un fenómeno como el Holocausto de la Segunda Guerra Mundial, el experimento no deja de ser sugerente. Muestra lo difícil que es desobedecer abiertamente, de frente, a la autoridad, incluso cuando la presión es leve, y nos alerta sobre los peligros de la obediencia.

Hoy en día el autoritarismo no siempre es fácil de identificar. Los poderes del mundo han comprendido que, la mayoría de las veces, la estrategia de la seducción publicitaria es más efectiva que la dominación por la fuerza. Aunque los titanes de nuestro mundo no pierden ocasión para recordarnos la fuerza bruta que poseen, la mayoría de nosotros nunca llegamos a recibir una orden o amenaza clara y contundente. Las órdenes y normas -seductoras, sutiles, engañosas, barnizadas con un lenguaje eufemístico- nos llegan en cambio por todos los medios de comunicación por los cuales se propagan la ideología, la moda, el conformismo, el egoísmo, el miedo, la sumisión, y las justificaciones clichés (que normalmente se basan en una falta de perspectiva histórica y usan como excusas la complejidad de la vida moderna y la omnipresencia inescapable de una manera u otra de hacer las cosas). A su vez, nuestra complicidad con un sistema nefasto puede no ser tan obvia como dar descargas eléctricas o usar un fusil; puede ser tan sutil como comprar ciertos productos o aceptar sumisamente leyes injustas.

¿La moraleja? Tal vez estamos viviendo en el mundo al revés. En vez de rompernos la cabeza por las supuestas normas morales (o sociales, o estéticas) que estamos infringiendo, para llevar una vida más ética quizás sea más adecuado empezar por preguntarnos qué normas estamos cumpliendo que merecen ser desafiadas.

Bibliografía de interés

El reporte de Hannah Arendt del juicio de Adolf Eichmann y su teoría sobre el mal se encuentran en su libro Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal.
El experimento de Stanley Milgram, con sus muchas variaciones posteriores, se encuentra en su libro Obediencia a la autoridad: Un punto de vista experimental.


Teoría particular de la desobediencia

I – Cómo no hacer las cosas a conciencia

Los animales hacen las cosas tenazmente, a conciencia, por completo absortos en cualquier actividad a la que se dediquen. Si beben agua, beben agua y no se permiten desaplicación en la tarea: abrevan como si tuviesen el tiempo contado y el agua se fuera a agotar en el mundo. Cualquiera que haya tenido o tenga una mascota convencional, es decir, perro o gato, sabe de lo que hablo. Cualquiera que haya visto animales en el campo, trabajando o priscando, conoce esa bruta determinación: activan el “modo alerta”, por si otros animales o cualquier humano intentasen depredarlos, y emprenden la faena con voluntad inquebrantable. Si buscan comida, si acechan, si tiran del arado, si comen o duermen, lo hacen con absoluta determinación, incansables, con paciencia telúrica, la misma perseverancia con que crece la hierba y se marchitan los frutos en los árboles, hasta que las condiciones del entorno varían, impulsan un mecanismo instintivo, programado en su naturaleza, y les aconsejan cambiar de finalidad. Los pájaros construyen su nido ramita a ramita sin que lo ímprobo, fatigoso y tedioso de la tarea los desanime, y ponen la última brizna con la misma minucia con que llevaron la primera al que será refugio de su descendencia. Las hormigas hacen hormiguero y nada más, las abejas se centran en el panal y vuelta a lo mismo… Y nos dejamos de descriptiva barata y vamos al núcleo del relato: los animales saben hacer muchas cosas, pero hacen lo que hacen porque no pueden dedicarse a algo distinto ni introducir matices en su protocolo. Los seres humanos, al contrario, somos capaces de distraernos mientras nos empleamos en faenas diversas. Incluso somos capaces de hacer dos o tres cosas al mismo tiempo. “En todos los trabajos se fuma”, decía el castizo, y decía bien. Podemos (con perdón) trabajar y bromear en la misma tanda, vaguear, disimular, estar con la cabeza en las nubes y las manos en la masa, conducir y recordar la frase amable que nos dedicó el cajero de la gasolinera o la mala educación con que nos despidió el funcionario del registro civil, lo simpática que es la mujer del vecino y lo extraño del desenlace de la última película que vimos. Somos una especie abocada a la ambigüedad porque sabemos gestionar lo ambiguo de la realidad. Por eso tenemos sentido del humor y tendencia a la ficción, y estamos biológica y psicológicamente capacitados para idear mitologías, seducir al prójimo, engañar y dejarnos engañar, amar y ser amados, traicionar y ser traicionados.

Aparte de los humanos, la única especie animal, que se sepa, capaz de engañar en su conducta socializada, en concreto aparearse con otros ejemplares sin que su pareja se entere —o sea: ponerle cornamenta—, son los delfines. Parece ser que la hembra de esta familia cetácea, de vez en cuando, siente el imperativo biológico de concebir con ADN distinto al de su acompañante estable. Para ejecutar la maniobra procede de manera inteligente —nada extraño en un delfín hembra—: con reiterados cabeceos aleja a la cría que suele nadar protegida entre padre y madre, hasta que el novatillo emprende senda propia en la distancia; el macho, muy preocupado, persigue al hijo díscolo para hacerle regresar a la seguridad de los adultos, momento que ella aprovecha para el rápido y furtivo retoce con otro macho joven que seguía prudentemente a la pareja. Cuando la cría y el macho protector regresan del paseo, ella pone cara de “aquí no ha pasado nada”. Esta escena, probablemente, viene determinada por un instinto poderoso, recóndito en el cifrado genético del animal: cuanto más variado ADN incorpore a su progenie, más prevalencia y posibilidades de subsistir tendrá el suyo propio, en el complicado y a veces duro mundo delfinario. Así son y así trabajan los animales, seres predeterminados por el mandato de la cualidad genética, la condición biológica y las circunstancias de su entorno, tres factores determinantes de su idóneo desarrollo y acomodo en el proceso evolutivo.

El ser humano, de nuevo al contrario, a partir de indeterminado momento de su devenir sobre el planeta, ha cimentado su capacidad evolutiva en un principio que contradice todas las reglas conocidas. Ha luchado con todas sus fuerzas contra los imperativos genéticos y biológicos, y superado la exigencia circunstancial del entorno, para constituirse en especie dominante. Se ha hecho a sí mismo contra la naturaleza. Y al perfeccionamiento de estos individuos fugitivos del orden nativo de las cosas, lo llamamos civilización. Lloramos y reímos, amamos y odiamos, prometemos fidelidad a nuestra pareja y lealtad a los amigos, acatamos las leyes, respetamos la propiedad ajena y cuidamos de nuestros padres y abuelos porque hacemos las cosas no a conciencia sino refutando el mandato ingénito de concentrarnos en nuestros intereses inmediatos y en nada más. Nos rebelamos ante la ley suprema que rige la existencia de los demás animales, nacer, crecer, reproducirse y morir, para incorporar a la ecuación otros elementos que consideramos superiores, como el conocimiento, el progreso material y el avance ético en nuestras relaciones sociales. Queremos sobrevivir a nuestro entorno, cierto, y aborrecemos la idea de que otros individuos, especialmente humanos, se dediquen a depredarnos, pero ese beneficio nos consuela bastante poco y resulta insuficiente, casi frustrante. Queremos, por encima de todo, tener más y ser mejores.

Desde esta perspectiva, y si un salto inesperado —milagroso— en la evolución humana no cambia la tendencia, estamos vocacionalmente condenados a la insatisfacción, un empeño y una visión contradictoria sobre nosotros mismos que siempre, históricamente, nos ha conducido al campo de batalla, el esplendor de los imperios y la consulta de psiquiatría. La tragedia humana es la grandeza de la especie, y viceversa.

Me dirán algunos y algunas que nada tiene que ver la ambición de los poderosos y sus consecuencias sangrientas, en el decurso de la humanidad, con el afán civilizador de las buenas ideas y los buenos principios; que la codicia por ser más y tener más ha causado enormes desdichas a nuestra estirpe, mientras que el énfasis benefactor del espíritu humano ha sido causa de felicidad y liberación de las masas. Ante lo cual sólo hay que remitirse al océano de desdichas que han originado las ideas perfeccionistas sobre la humanidad y la manera ideal en que deberíamos, en efecto, permanecer sobre la tierra. José Saramago, en las páginas de cortesía de su novela Alzado del suelo, introduce una cita de Almeida Garrett, muy puesta en razón: “Y yo pregunto a los economistas políticos, a los moralistas, si han calculado el número de individuos que es necesario condenar a la miseria, al trabajo desproporcionado, a la desmoralización, a la infancia, a la ignorancia crapulosa, a la desgracia invencible, a la penuria absoluta, para producir un rico”. Nobles palabras que describen la mitad del problema. Seguro que Almeida Garrett, y seguramente el buen Saramago, no se preguntaron nunca a cuántos individuos fue necesario condenar a muerte para producir el mito de un revolucionario, y a cuántos a la miseria, al trabajo desproporcionado, a la desmoralización, la puerilidad, el fanatismo, la desgracia y la penuria, para hacer una buena revolución.

Cierto: renunciar a la condición puramente “natural” de la estirpe humana aparejó la instauración de una complicada índole personal y colectiva, dramática para todos los integrantes de la especie. Mas observemos cómo todas —casi todas— las ideas que se proponen redentoras, conducen al absurdo idealizado de una bondad innata que, por incurias de la historia, ha sido ominosamente amordazada y sojuzgada a lo largo de los siglos. De ilusión también se vive, pero tonterías… las justas. El buen salvaje de Rousseau nunca existió; por el contrario: el buen salvaje, naturalmente, es un sujeto que propende a obtener lo que desea por cualquier método, incluido el homicidio, y que obedece el mandato de su ADN sobre crecer y multiplicarse hasta el extremo de la violación. El ser humano civilizado, con sus guerras médicas y sus pirámides de Egipto, sus esclavos y esclavas, su revolución industrial y su explotación de las masas, su Gioconda y su Arte de la Prudencia, su contaminación del planeta y su Greta Thunberg, nació opuesto al viejo orden natural/biológico del mundo, creció en medio de inmensas tempestades, destripó a cuantos oponentes pudo, trazó la única senda conocida para el progreso de la especie, y uno de cada cien acaba suicidándose (datos de la OMS, 2019).
Y todas esas desdichas nos acaecen porque, en tiempos de quiénseacuerda, nos negamos a hacer las cosas a conciencia, como los animales.

II – El capitalismo amigable

Si un millonario con empresas afincadas en España, aunque no tribute en España, pide a sus empleados que se hagan autónomos, se paguen ellos mismos la seguridad social y demás gastos laborales y fiscales, los compensa con una nómina miserable y además los tiene sujetos al régimen de despido sin explicaciones (no “despido libre”, no: por whatsApp y si te he visto no me acuerdo), tal individuo será denostado públicamente, considerado paradigma del capitalista explotador y tal y cual… a menos que el tinglado sea simpático como Amazon, o como Netflix, o HBO, Microsoft, Apple e ingenios parecidos. Se meriendan al personal lo mismo que los demás tiburones, pero, como dirían mis admirados Los Meconios, “por lo menos no son fachas”.
El capitalismo amigable es así: un artista español forrado gracias a las ayudas oficiales (del Estado español), naturalmente con residencia fiscal en Miami, te dice a quien debes votar para frenar a la “extrema derecha” (en España); y otro espabilado, titular de una de las mayores inmobiliarias (de España), aboga por una ley antidesahucios justa y equitativa mientras él, por su cuenta y a capítulo de ejemplaridad, desahucia entre sesenta y cien familias al año. Haz lo que yo te diga, pero no lo que yo haga, sería el lema.

El asunto es de sobra conocido, no creo que sea necesario poner muchos ejemplos, ni unos pocos siquiera, porque la gente está al cabo de la calle sobre estas situaciones. Ni siquiera términos como “hipocresía”, “incoherencia”, “doble rasero” o “doble moral” tienen ya mucho sentido. Esta disociación entre supuestos “principios” y hechos escandalosos es marca de la casa, algo innato, estructural por así decirlo, en el capitalismo amigable. Muchas veces he leído, sobre todo en redes sociales, el célebre aserto: “no hay nada más tonto que un obrero votando a la derecha”; error de apreciación que se subsana al comprobar lo lamentable de gente humilde (proletarios o no proletarios) votando a millonarios que lo único que quieren de ellos (en realidad lo necesitan), es que sigan pagando impuestos, para que el gasto público se mantenga, las élites biempensantes continúen agarradas al timón y la orgía no decaiga.
Creo, sin embargo, que hay un elemento de autodefensa en el capitalismo amigable. Como tontos no son, han vislumbrado el alcance de la última revolución tecnológica, la que concierne a la comunicación. Saben que donde hoy se encuentran masas desaforadas clamando contra el cambio climático (por decir algo), y desgañitándose con pamplinas del estilo “El capitalismo es incompatible con la vida”, dentro de un tiempo, mañana mismo si mañana despertaran las conciencias modorras que mean en twitter, puede haber millones de personas que se pregunten por el verdadero trasfondo de todo esto. Un negocio que les iría fatal de necesidad.

Sinceramente lo creo: es autodefensa. “La revolución de las azoteas”, los “Activistas de la salud”, las series de tv embutidas de ideología woke, la filosofía de las cajas de ahorros, la religión climático-animalista predicada desde el Boletín Oficial del Estado, a cargo de un ministro que no reconoce un gorrión de un pollo de perdiz… Toda esa bambolla, esa impostura, ese teatrillo de bondades y farsas, se vendría abajo como castillo de naipes (con perdón por el lugar común), en el momento en que algunos sectores de las masas, ahora narcotizadas, empezaran a replantearse seriamente la situación.
“Han pasado dos años de revolución y ya se ven los frutos con satisfacción”, decía una canción militante castrista, en 1959. Sesenta años después, los famosos frutos de la revolución cubana siguen sin dar el paso definitivo, más bien todísimo lo contrario. Mas en Europa y en occidente no va resultar tan sencillo dar contento a las buenas gentes que esperan nuevos tiempos. Recuerden, nuestro sistema de enseñanza y nuestros dogmas de igualdad y solidaridad han engendrado generaciones hipersensibles respecto a su propio bienestar; gente que no va a esperar sesenta y más años para ver los frutos de “la revolución de las azoteas”, ñoñeces parecidas y parecidas mentiras.
No me cabe duda: el capitalismo amigable es una estrategia autodefensiva de los de siempre para seguir haciendo lo de siempre: mangonear a la clientela, que somos todos los demás.

A ver hasta cuándo.

¿Guerra cultural?

En un formidable artículo publicado en Éléments y reproducido en España por El Manifiesto, Alain de Benoist sobrevuela el panorama de la cultura de la cancelación y la civilización secuestrada entre los muros de la dictadura woke. Mediante una serie de ejemplos, por desgracia muy reales, describe las condiciones del manicomio autogestionado en que se están convirtiendo las sociedades occidentales. Escribe:
«… la compañía L’Oréal anunció que retiraba de todos sus productos“las palabras ‘blanco’ y ‘blanqueador’”. La firma Lockheed Martin ha creado cursillos para que sus ejecutivos deconstruyan su “cultura de hombres blancos” y se les ayude a expiar“su privilegio blanco”. Coca-Cola exhorta a sus trabajadores a que sean “menos blancos”. En Chicago, la alcaldesa negra y lesbiana Lorl Lightfoot ha decidido dejar de dar entrevistas a periodistas blancos. La lucha contra la “blanquidad” se extiende también a la “blanquidad alimenticia”, la cual consiste en “refutar las costumbres alimenticias que fortalecen la blanquidad como identidad racial dominante” (Mathilde Cohen). También se pide a los blancos que se prosternen y pidan perdón…
… quieren que desaparezca el estudio de la Antigüedad, al que se tilda de “nocivo”. La Howard University ya ha suprimido su departamento de estudios clásicos. La de Princeton ha renunciado a que sean obligatorios. Los profesores entonan su mea culpa. Dan-el Padrilla Peralta, profesor de historia romana en Stanford, espera que “la asignatura muera lo antes posible”, pues “la blanquidad se halla incrustada en las entrañas mismas de los clásicos”. Donna Zuckerberg, de la universidad de Princeton, hace un llamamiento para que “las llamas lo destruyan todo”. 
La universidad de Wake Forest lanza un curso de “rectificación cultural” para deconstruir“ los prejuicios según los cuales los griegos y los romanos eran blancos”…
… después de derribar estatuas, toca “descolonizar” las bibliotecas y la edición. Por solicitud de los “sensivity readers”, encargados de corregir los manuscritos para que “no ofendan a ningún lector”, se colocan “trigger warnings” (avisos de alerta) en las escenas problemáticas. Ahora las películas y las series de novelas policíacas tienen que dar los papeles principales a las minorías raciales y sexuales, mientras que los malos son invariablemente hombres blancos racistas y misóginos…».

Hasta aquí la cita.

No sé —nadie puede saberlo, por ahora— si los ejemplos anotados por Benoist marcan una tendencia irreversible de la civilización occidental en busca de su auto-exterminio, o acaso puedan considerarse casos extremados, disparates puntuales aunque numerosos en esta larga polémica social, esa incómoda y desigual pugna entre racionalidad y fanatismo instalada también, desde hace tiempo, en los ámbitos académicos y políticos. El desenlace no parece previsible —no nos pongamos apocalípticos—, pero, seamos realistas: toda esta estupidez dolosa, esta bambolla ideológica, estas baratijas doctrinarias, las sobras del festín pseudoteórico inaugurado en 1968 por Beauvoir, Faucault, Wilhelm Reich y otros delirantes con o sin diagnóstico —con su medicación o sin ella—, penetran en el ideario colectivo en su forma destilada, asumibles sin incomodidad ni compromiso; no generan doctrina universal pero acotan el terreno por así decirlo. Lo preparan para que cuando a un/a ministro/a de género fluido le entre el capricho de restablecer la asignatura de matemáticas, embadurnándola con “conocimientos emocionales” y “perspectiva de género”, no se alteren ni protesten las buenas gentes, convencidas de que sus hijos van a la escuela para aprender, no para ser cobayas en frenéticos experimentos psicosociales,.

La política es filosofía aplicada. De su consecuencia, toda filosofía, por muy demente que parezca, tiene posibilidades de trascenderse en mandato legal. Por más que los filósofos —más bien filósofas— inspiradores de la ideología de género, cultura de la cancelación, etc, fueran un gremio profundamente afectado por la enfermedad mental, nunca estaremos exentos de que sus alucinaciones lleguen a figurar, en letra impresa, en el Boletín Oficial del Estado.
Se habla por ahí de “guerra cultural”. Puede ser. El término no es lo importante y, en realidad, no define nada en concreto. Lo que se juega en estos tiempos —al menos esa impresión dan las circunstancias—, no es un debate entre contertulios, ni entre medios de comunicación, ni siquiera entre representantes políticos; es la supervivencia de una cultura, una forma de entender la convivencia y el progreso de la humanidad, y también la tradición en el sentido schpenhaueriano: la conexión productiva del presente con los saberes ancestrales de la humanidad. O somos descendientes de Atenas y Jerusalén, de Roma y Córdoba, o seremos —culturalmente— herederos de una élite mimada y tarambana, farmacodependiente, de esquizofrénicos, pederastas, charlatanes y sociópatas.

Por mi parte, no hay más debate. Ni más guerra cultural que la desobediencia continua a las ideas pervertidas, convertidas en perversos valores más o menos oficiales.

Quehaceres

Tened hijos, cuantos más mejor, porque ellos no quieren que tengáis hijos: han elevado la interrupción voluntaria del embarazo a la categoría de sacramento cívico, propagan la estupidez de que una mujer libre no alcanza su plenitud personal si no ha recurrido al aborto, al menos una vez, en consciente reivindicación de su albedrío, y sugieren que los niveles de natalidad en occidente sean mantenidos por masas de inmigrantes, con origen en países subdesarrollados, en cuyo ideario cultural aún no se contempla el “empoderamiento” femenino absoluto, como en occidente. Aquí, la liberación de género consiste en entregar la vida al mercado y olvidarse de uno mismo y de la realidad, de la biología (una ciencia reaccionaria), la maternidad (una antigualla), y el sexo (una invención del patriarcado ). Por eso hay que tener hijos, y exigir al Estado que cuide de ellos desde el momento de la concepción: atención durante el embarazo, primeros cuidados, infancia, escuela, sanidad… Pedidlo todo para vuestros hijos, porque son vuestros hijos. Pedidlo todo menos la educación. No dejéis su educación en manos de la ingeniería psicosocial; educadlos vosotros, en casa, enseñadles quiénes son y de dónde vienen, quiénes fueron sus abuelos y sus bisabuelos, cuál la historia de vuestras familias y la historia del país donde nacieron y viven, qué es lo importante de la vida y qué es accesorio y banal, qué sentimientos son decorosos y admirables y cuáles tóxicos; y sobre todo, enseñadles a pensar pero nunca les digáis lo que tienen que pensar. Ya les dirán en la escuela cómo tienen que pensar. Enseñadles también, por tanto, a sacar la lengua, desde pequeños, a los mercenarios del sistema.

Buscad un buen sitio para vivir y colaborad con vuestros vecinos. Ayudadles y, si es necesario, dejaos ayudar. Ellos no quieren que nos ayudemos: han convertido a “la gente” en una amalgama de individuos sin yo, gentes diseminadas y almas dispersas que sólo deberían alcanzar identidad y sentido en función de su pertenencia a algún colectivo embadurnado de ideología dominante, uniones histérico-sentimentales en el desierto de la lamentación y la reivindicación paroxística de cualquier tontería. No, desde luego que no quieren que nos ayudemos unos a otros. Lo que quieren es ayudarnos ellos, a cambio de nuestra fidelidad en las urnas y de que les mantengamos el privilegio vitalicio. Ayudaos de verdad, no de boquilla. Ayudad a vuestro vecino si necesita que alguien cuide la puerta de su casa, de su perro, de sus macetas —a lo mejor de su jardín—, y quedad a la recíproca. Ayudad al comercio local, exigid escuelas con profesores capacitados, centros médicos, espacios cívicos, servicios sociales para los enfermos, los ancianos y personas dependientes, y transportes públicos eficaces y seguros. Mantened limpias vuestras calles en todos los sentidos, porque ellos no quieren calles limpias sino calles atiborradas de contenedores que rebosan la basura consumista, atestadas de gente sin nada que hacer, en espera de que lleguen ellos para ayudarles. Ayudaos vosotros. Id a la asociación de vecinos, presentaos, decid vuestro nombre y declarad: “Estoy aquí para ayudar y aprender”. Buscad un buen lugar para vivir y hacedlo vuestro, porque es vuestro.

Organizad redes sociales de verdad. Ellos han inventado las letrinas sociales, los meaderos públicos en internet, porque saben que el universo virtual es justamente un universo: infinito y con infinitas posibilidades. Saben que si las personas empiezan a organizarse por su cuenta, en redes sociales libres, y empiezan a compartir información por su cuenta, y empiezan a moverse por su cuenta, y a proponer por su cuenta, lejos de la ñoñería de facebook, la vomitona de twitter y la estupidez gregaria de tantísimos otros sitios controlados por el sistema, y se descubre que no era tan complicado estar en contacto para compartir ideas y propósitos, y que no necesitáis a Bill Gates ni a Zuckerberg para ser libres y manteneros activos en la virtualidad, y que la virtualidad sirve, en efecto, para invocar la realidad y organizar un futuro en el que ellos no pinten nada… En tal caso, se saben perdidos. Por eso invierten ingentes cantidades de dinero y oceánicos medios de toda índole en el mantenimiento de sus tinglados cibernéticos. Sí, organizad redes sociales de verdad, hablad entre vosotros, comunicaos, compartid vuestro sueño y vuestra queja. Pensad en mañana, que nadie os arrebate la convicción de que mañana es lo que viene después de hoy, y el hoy nunca fue eterno. Y mañana no es de nadie.

Ayudaos. No dejéis que ellos os ayuden.

Ayudaos.