EL Rincón de Yanka: PARÁBOLA

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martes, 17 de junio de 2025

LIBRO "LA ECONOMÍA DE LAS PARÁBOLAS": SABIDURÍA ECONÓMICA ATEMPORAL INSPIRADA EN LAS PARÁBOLAS DEL NUEVO TESTAMENTO por ROBERT SIRICO

LA ECONOMÍA
DE LAS PARÁBOLAS

SABIDURÍA ECONÓMICA ATEMPORAL INSPIRADA 
EN LAS PARÁBOLAS DEL NUEVO TESTAMENTO


DEFENSOR DEL LIBRE MERCADO.
SACERDOTE CATÓLICO Y PRESIDENTE EMÉRITO 
Y COFUNDADOR DEL 

Las sabias lecciones económicas 
en las enseñanzas de Jesús
Las parábolas del Nuevo Testamento siguen siendo omnipresentes. Muchas de estas narraciones didácticas con las que Cristo predicaba el Evangelio han trascendido al imaginario popular y al lenguaje cotidiano y, sin embargo, pocos han percibido las enseñanzas de una de las analogías más frecuentes de Cristo: el dinero.
En La economía de las parábolas, Robert Sirico detecta los propósitos económicos universales de las trece parábolas —la del tesoro escondido, los talentos, los trabajadores de la viña, el rico insensato, los dos deudores y el hijo pródigo, entre otras— configuradas a partir de las realidades económicas y la vida comercial de la época de Jesús.
La fuerza de estos relatos perdura porque los ejemplos del Mesías son atemporales, como también lo son los dilemas sobre la distribución de los recursos. De estas alegorías, que tienen un significado espiritual más profundo, pueden extraerse múltiples lecciones prácticas sobre el cuidado de los pobres, la administración de la riqueza, la distribución de herencias, el manejo de las desigualdades o la resolución de las tensiones familiares.
Prólogo

Las relaciones entre el liberalismo económico y el cristianismo siguen siendo lamentablemente conflictivas. De hecho, hasta la encíclica Centesimus annus, la Iglesia no dio realmente carta de naturaleza al capitalismo democrático con la famosa frase de Juan Pablo II: «Si por capitalismo se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta ciertamente es positiva».

La realidad es que este sistema económico ha logrado que la gran mayoría de la humanidad deje de vivir en situación de precariedad. Según los estudios del Banco Mundial y el análisis de economistas como William Easterly, Laurence Chandy, Xavier Sala i Martín o Daron Acemoglu, la pobreza se ha desplomado en las últimas cuatro décadas tanto en términos absolutos como re­lativos. Incluso a pesar del aumento de la población mundial, el número de personas que viven con menos de un dólar al día se ha reducido drásticamente desde 1980. Esta mejora generalizada se ha transmitido a todas las clases sociales ya que no sólo los ricos son más ricos, sino que también los pobres son cada vez menos pobres. Evidentemente, todavía existe mucha pobreza y debemos trabajar para erradicarla, pero lo logrado hasta el momento es un éxito indudable de la economía de mercado. Otros indicadores del desarrollo, como la esperanza de vida (que en África es ya de casi 60 años), o la mortalidad infantil, han mejorado muy notablemente. En 1960 fallecían en su primer año de vida 108 de cada mil niños nacidos en el mundo. En 2011, esa cifra había bajado hasta los 28. Del mismo modo, el porcentaje de personas con acceso al agua potable sigue creciendo, aunque lentamente: entre 1990 y 2006 ha pasado del 80 al 86 % de la población de la población mundial. 

En perspectiva, lo que deberíamos preguntarnos no es por qué hay pobres, sino por qué hay ricos. Desde que la humanidad comenzó su andadura, durante miles de años la norma fue con­ vivir con la pobreza. Lo extraño ha sido el enorme crecimiento económico del que disfrutamos desde hace dos siglos gracias al capitalismo y al libre comercio. De hecho, es evidente que la po­breza y el hambre están mucho más presentes allí donde no hay ni democracia ni capitalismo, sino guerras, dictaduras totalitarias y socialismo en sus distintas facetas, desde la satrapía norcoreana o los generales africanos al más limitado, pero también nocivo, populismo latinoamericano. Culpar al liberalismo económico de la situación de precariedad en esos continentes es un gravísimo error fruto de la ignorancia o del sectarismo ideológico.

Las terribles condiciones de salud, alimentación o vivienda que todavía sufren millones de seres humanos en Iberoamérica, África o Asia se deben a que han sido excluidos del libre mercado, simple­mente porque no hay mercado, ni realmente un Estado de derecho. Sin embargo, a pesar de la evidencia de los datos, algunas corrien­ tes políticas y religiosas siguen recomendando como solución a los males que nos rodean más intervencionismo estatal, quizá sin darse cuenta de que las viejas fórmulas fracasadas no harán sino agravar el problema y causar más pobreza y hambre.

Más que a la existencia de la pobreza, los críticos de la economía de mercado se están refiriendo en los últimos tiempos a la de­ sigualdad de resultados. Se enfoca el problema de la pobreza como si se tratara de redistribuir una tarta fija de riqueza que existe, pero está mal repartida. Sin embargo, la riqueza no es un pastel de un tamaño dado. Ésa es una visión anticuada, propia de la economía que existió hasta el siglo XVIII. Hasta entonces, sí existía práctica­mente una economía de «suma cero». Pero a partir de la Revolu­ción Industrial el pastel ha crecido permanentemente, lo que ha permitido que, aunque los ricos hayan sido cada vez más ricos, a la vez existan cada vez menos pobres (excepto en aquellos países con regímenes socialistas o dictaduras de todo tipo).

El problema no es de desigualdad de resultados, sino de escasez de crecimiento. Desde una perspectiva católica, es preciso afirmar que la desigualdad de ingresos y resultados es positiva y refleja cinco premisas basadas en los mensajes bíblicos:
  • Cada uno de nosotros somos creados individualmente.
  • Cada uno de nosotros somos creados libres.
  • La diversidad es una consecuencia de la creación. Nacemos con distintos talentos, virtudes y defectos.
  • Cultivando nuestros talentos podemos desarrollar nuestra ventaja comparativa y añadir valor al mercado, sirviendo con nuestros dones a necesidades y deseos ajenos.
  • A través de esos talentos tenemos el mandato de crecer en todos los sentidos, espiritual y materialmente. Tenemos el mandato divino de multiplicarnos, no sólo en términos cuan­titativos, sino también en términos cualitativos. Dios nos hizo señores de la tierra, lo que implica hacerla producir y crear riqueza de forma sostenida. 
De estas premisas se deriva que la clave para que la humanidad prospere no está en la distribución, sino en la creación de riqueza a través de la libertad de empresa, la libertad de mercado, la igual­dad ante la ley y la protección de los derechos de propiedad.


Precisamente para salvar esa contradicción ficticia entre libera­lismo y cristianismo nació el Centro Diego de Covarrubias, que es un foro de pensamiento sobre economía, religión y libertad. De­fendemos una visión de la sociedad comprometida con la libertad individual, guiada por el sistema de valores en los que se basa la civilización occidental, que ha demostrado ser la más libre, prós­pera y justa de las que ha creado el hombre. Como afirmó el papa Benedicto XVI: «La cultura de Europa nació del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma; del encuentro entre la fe en el Dios de Israel, la razón filosófica de los griegos y el pensamiento jurídico de Roma. Este triple encuentro configura la íntima identidad de Europa».

El sistema que defiende el Centro Diego de Covarrubias está ba­sado en el respeto absoluto a la dignidad ontológica y a la libertad del ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios e indivi­dualmente único. En consecuencia, afirma no sólo la compatibi­lidad entre liberalismo y cristianismo, sino una especial afinidad del mensaje evangélico con la teoría económica liberal, anticipada en el siglo XVI por los escolásticos de la Escuela de Salamanca, a partir de su creencia de que todo acto humano es susceptible de someterse a juicio moral. Entre ellos estaba el obispo de Segovia Diego de Covarrubias, que da nombre al Centro. Este sabio formuló la teoría subjetiva del valor, que es la base de la economía de mercado.

Los mercados, que son una institución clave para la libertad de la persona, tienen su máxima expresión cuando intercambiamos bienes y servicios libremente. Millones de personas (consumido­res o productores) y empresas participan en un proceso de satis­facción de necesidades y descubrimiento y evolución de preferencias. Un proceso en el que, a través de la actividad empresarial, se crea riqueza y empleo y se distribuye esa riqueza en función de lo aportado por cada participante a los demás. Se trata de actividades voluntarias donde no existe coacción externa. Es cierto que el mer­cado no tiene rostro ni un proyecto humano único, sino que tiene casi 8.000 millones de rostros y proyectos actuando libremente y respetando las leyes.

Es preciso recordar la definición que hace Michael Novak del ca­pitalismo democrático.Se trata de un sistema que, a efectos de aná­lisis, se basa en tres pilares íntimamente conectados.
  • Un sistema económico de mercado, es decir, una economía de libre mercado y libre empresa que se deriva de la existencia de derechos de propiedad bien definidos y debidamente pro­tegidos por las leyes. El mecanismo de libertadl de precios y beneficios es el instrumento óptimo para asignar los recursos escasos de forma eficiente.
  • Un sistema político democrático basado en la separación de poderes, la igualdad ante la ley, el respeto de los derechos constitucionales de las minorías y la garantía del derecho a la vida, incluida la del concebido aún no nacido, la propiedad y las libertades personales que derivan del derecho natural.
  • Un sistema moral y cultural basado en los principios éticos y culturales de la civilización judeocristiana y grecorromana.
La clave está precisamente en los principios éticos y culturales en cuyo marco se desenvuelven los dos primeros pilares. Como dijo Juan Pablo II en la Centesimus annus, el problema no está en el sistema económico o político, sino en el sistema de valores que rige en una sociedad. Más adelante señala que «la economía de mercado no puede desenvolverse en medio de un vacío insti­tucional, jurídico y político». Evidentemente, el capitalismo debe estar regulado por el imperio de la ley y por un sistema de valores apropiado. Un sistema que se basa en la libertad y en el respeto a las leyes es el más coherente con la cosmovisión humanista cris­tiana. Por el contrario, donde se instaura un sistema económico colectivista, que trata de controlar y manipular los mercados y los valores morales y culturales, desaparecen la libertad y la respon­sabilidad individual, y se vulneran los principios de la concepción cristiana de la persona creada a imagen y semejanza de Dios.

Los resultados de la puesta en práctica de los tres sistemas mencionados coinciden plenamente con lo que la Iglesia católica, en el número 1905 del catecismo, define como bien común: «El conjunto de aquellas condiciones de la vida social que permiten a los grupos y a cada uno de sus miembros conseguir más plena y fá­cilmente su propia perfección».

El reconocimiento, difusión y defensa de esos pilares de la liber­tad y del progreso, individual y social, son la razón de ser del Cen­ tro Diego de Covarrubias.

A este respecto, la colección de libros y cuadernos que iniciamos con el nombre de Cristianismo y economía de mercado pretende aportar conocimiento, ideas y argumentos en pro de una sociedad basada en el concepto indivisible de la libertad de la persona y su total compatibilidad con el cristianismo.

VICENTE BOCETA ÁLVAREZ
PRESIDENTE DEL CENTRO DIEGO DE COVARRUBIAS

El tesoro escondido, John Everett Millais, 
grabado por los hermanos Dalziel, 
Museo Metropolitano de Arte.

1

El tesoro escondido

El reino delos cielos se parece a un 
tesoro escondido en el campo: 
el que lo encuentra lo vuelve a esconder y, 
lleno de alegría, va a vender todo 
lo que tiene y compra el campo. 
(Evangelio de san Mateo 13, 44)

Tenemos frente a nosotros una lección en valores. Las parábolas han recibido distintos nombres a lo largo de la historia, y ésta en particular, que es transmitida de modo privado a los discípulos y no frente a las multitudes, como era generalmente el caso, se deno­mina comúnmente como «la parábola del tesoro escondido».

El corazón del mensaje es claramente la prioridad del reino de Dios y la urgencia por alcanzarlo, sin importar el sacrificio. Una vez que se ha descubierto el tesoro, éste capta la atención del lec­tor y lo atrapa, de modo que está dispuesto a renunciar al camino actual y perseguir, en cambio, uno nuevo. El descubrimiento del tesoro es un acontecimiento que transforma la vida de quien lo encuentra. Hay algo en este tesoro que cautiva el corazón y exige la renuncia a todos los demás amores, haciendo que el descubri­dor quiera volverse vulnerable como un modo de obtener algo de mayor valor. Lo que valoramos, y hasta qué punto tomamos decisiones basadas en estos valores, es el desafío principal de esta parábola. Meditar y reflexionar sobre nosotros mismos frecuentemente nos permite ver cosas que de otro modo resultarían oscuras o indiferentes.

¿Qué es el tesoro en la parábola? A menudo se imagina que es un cofre de oro o una bolsa de piedras preciosas. ¿Y por qué está escondido? ¿Lo escondió el dueño original, tal vez hace generacio­nes, por miedo a la guerra, al hambre o a cualquier otro desastre? Algo así no habría sido inusual en una sociedad acostumbrada a la invasión y la huida. 
¿Olvidó el dueño dónde lo había dejado? ¿Murió antes de informar a alguien de su paradero? Por supuesto, todo esto son conjeturas, pero ayudan a nuestra imaginación en la medida en que mejoran nuestra apreciación de la aplicación de la parábola. 
La cuestión económica (que apunta a una verdad moral más profunda) es que el tesoro se guardó allí a buen recaudo de­bido a la incertidumbre sobre el futuro, posiblemente debido a un cálculo fiable o bien a un mero rumor de que el tesoro no estaba a salvo. Enterrar un tesoro en la tierra es una forma muy buena de ocultarlo, con muchos precedentes.

El tesoro permanece enterrado hasta que alguien lo encuentra. Es fácil imaginar que la gente ha caminado sobre el suelo donde yacía durante décadas, sin descubrirlo. Sin embargo, nuestro des­cubridor ve su valor y se desprende de todo lo demás que posee con gusto para comprar el terreno al propietario actual y tomar posesión de su tesoro. En ésta, de una serie de breves parábolas del Evangelio de san Mateo, no se nos dice cómo lo encontró. Es po­sible que lo descubriera mientras labraba la tierra como empleado o arrendatario del propietario, o simplemente mientras exploraba. Puede que literalmente se cayera encima de él. Una vez más, se trata sólo de especulaciones.

El tesoro es a menudo una metáfora de la sabiduría, especial­mente en las Escrituras. «Aceptad mi instrucción, no la plata; el conocimiento mejor que el oro fino -dice Proverbios 8, 10-11-. Pues la sabiduría vale más que las perlas; ninguna joya se la puede comparar.» 
Una forma de asegurar la riqueza o los recursos en el mundo antiguo era esconderlos por miedo al robo o a la confisca­ción. De forma similar, algunos podrían pensar en preservar el te­soro de la sabiduría y del potencial de redención de un mundo in­seguro para la verdad, o de una cultura que pudiera contaminarlo. Tal cultura, o tales personas, podrían no ser consideradas dignas de tener un tesoro compartido con ellas, de ahí la admonición: 

«No echéis vuestras perlas a los cerdos; no sea que las pisoteen con sus patas y después se revuelvan para destrozaros» (Mateo 7, 6), lo que explica por qué las parábolas pueden ocultarse a unos y confiarse a otros. El tesoro tiene que ser buscado mediante el descubrimiento y el esfuerzo.

El caso de un bien valioso que se deja en barbecho, sin que nadie lo reclame, presenta una oportunidad de compra. Se plantea en­tonces la cuestión de si el comprador del campo en cuestión tiene la obligación moral de revelar a su propietario que hay un tesoro escondido en él. 
La parábola no aborda este punto en particular (por interesante que sea). Sin duda, el potencial comprador tiene derecho a contar todo lo que sabe. Pero la obligación primordial de conocer el valor real de la propiedad recae en su dueño. El que descubrió el tesoro debe ser felicitado por la oportunidad de bene­ficiarse, porque ve valor donde otros no lo ven.

Esta situación puede parecer un gran dilema moral, pero ocurre todos los días en el intercambio de bienes y servicios. Por ejemplo, los comerciantes observan solares abiertos a los que nadie parece dar mucho valor. Los ven como lugares de gran potencial, donde pueden ofrecer bienes y servicios a los demás. En efecto, ven un tesoro. 
¿Significa esto que el propietario del terreno no ve el futuro tesoro? Tal vez, pero no necesariamente. Lo primero que se le ocurre al propietario es que vender su terreno al minorista supone una ventaja económica. Ambas partes salen ganando en el inter­cambio, al menos desde sus perspectivas individuales, que son, por supuesto, las únicas que pueden tener.

Otra analogía sería el caso de un vendedor con un coche viejo -una «chatarra»-cuyo precio es de 500 dólares. Supongamos que llega un experto en automóviles y se da cuenta de que puede ser una rara antigüedad valorada en 50.000 dólares. Aun así, el coche se vende por 500 dólares, un 1 por ciento de su futuro valor de mercado. El comprador con conocimientos de automóviles es muy parecido a un empresario, dispuesto a correr el riesgo de que el mercado le dé la razón. No hay fraude y ambos se benefician del intercambio. Si lo pensamos bien, en todos los intercambios eco­nómicos en los que las personas son libres de aceptar o rechazar una oferta, ambas partes están convencidas de haber conseguido el mejor trato en el momento de la transacción.

En cuanto a la suposición común de que el vendedor está aprove­chándose del cliente, esa lógica se aplicaría a todos los que tienen un puesto de helados y se aprovechan del calor de una tarde de ve­rano; o a un restaurador que se aprovecha del hambre de la gente; o a una enfermera que se aprovecha de la enfermedad de alguien. Pero, en realidad, ¿son todas estas relaciones de explotación o de servicio?

La cuestión que hay que plantearse es si hay algo turbio en estas situaciones. Es una cuestión moral, pero también de valoración. Otra forma de verlo es preguntarse si bienes como los coches usa­dos, o la comida, o la asistencia sanitaria, o la tierra tienen valor económico intrínseco en sí mismos, o si las personas les aportan valor o lo crean -un fenómeno que a veces se observa en econo­mía-. 
Después de todo, cabría preguntarse ¿qué entendemos por «Valor económico»? ¿No deberíamos considerar al menos que el valor económico de la cosa depende de quien hace la valoración, es decir, de la persona que calcula su valor en el momento de comprarla, que a su vez se basa en percepciones, oportunidades y disponibilidad? En realidad, el precio de cualquier artículo se establece por su valoración en la mente del comprador cuando se intercambian bienes, es decir, en los mercados. Todo ello presu­pone una honestidad absoluta y la ausencia total de engaño en el intercambio.

Se podría argumentar que habría sido un acto encomiable de cortesía, o incluso de caridad, revelar al propietario la existencia del tesoro. Sin embargo, el mero hecho de contextualizar tal acción en los buenos modales o la caridad ya supone admitir que no es un requisito ni de justicia ni de moralidad. Sostener lo contrario sería arrojar sospechas sobre una amplia gama de intercambios y acuer­dos que damos por sentados, y obstaculizar el progreso y la mejora humanos. Esto impediría la creación general de riqueza en todos los intercambios en los que el comprador valora la cosa en venta por encima de quien la vende, y obligaría a una especie de proceso educativo previo a cada venta para convencer al vendedor del su­puesto mayor valor del objeto (que desea vender).

Obviamente, no hay nada intrínsecamente único en los escena­rios descritos anteriormente. En todos los intercambios de mer­cado, ambas partes perciben que obtienen el mejor trato, desde su propio punto de vista. Vendedor y comprador creen que salen ga­nando como resultado del intercambio y, de hecho, sólo podemos confiar en que sus percepciones sean correctas. Cuando compras leche en el supermercado, tú valoras más la leche que los 2 dólares que te costó comprarla, mientras que el supermercado valora más los 2 dólares que la leche. Y por ello se produce el intercambio. Si la leche estuviera aguada, o si se empleara algún engaño, se invalida­ ría moral y legalmente el trato.

Sin duda, los compradores y los vendedores llevan a la mesa de negociación suposiciones y valores diferentes. Aparte del mensaje teológico de esta parábola, también se muestra que el comercio puede ser mutuamente beneficioso incluso cuando existen dife­rentes suposiciones sobre el valor del artículo, es decir, cuando el comprador y el vendedor abordan un intercambio con diferen­tes objetivos en mente. Ambas partes pueden seguir beneficián­dose. En el mundo real, las asimetrías de información y valores son inevitables y omnipresentes. Un sistema económico decente y moral es aquel que crea oportunidades de ventaja mutua. ¿Cómo podría ser de otro modo? ¿Querríamos que fuera de otro modo?

Esta parábola también nos dice algo sobre lo que significa descu­brir y crear valor en un mercado. Mientras el tesoro permaneciera descubierto, sin usar y sin apreciar en el campo, no tendría ningún beneficio social. En lo que respecta al bienestar humano, podría no haber existido. No aportaba valor al propietario original porque, o bien no sabía que estaba ahí, o bien no lo apreciaba.

El tesoro no nos encuentra; tenemos que buscarlo y desarrollar en nosotros la capacidad de reconocerlo una vez encontrado. Tam­bién tenemos que estar dispuestos a sacrificarnos para apropiar­nos de él y a renunciar a otras cosas que obstaculizan su descubri­miento y obtención.

DIRECTO | Robert Sirico, Daniel Lacalle y Mario Šilar presentan 'La economía de las parábolas'

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lunes, 14 de abril de 2025

LIBRO "LA CULPA ES DE LA VACA": 🐮 ANÉCDOTAS, PARÁBOLAS, FÁBULAS Y REFLEXIONES SOBRE EL LIDERAZGO por JAIME LOPERA G. y MARTA BERNAL T.

La culpa es de la vaca
Anécdotas, parábolas, fábulas 
y reflexiones sobre el liderazgo
🐮
La culpa es de la vaca nos cuenta anécdotas, fábulas y parábolas que aportan reflexiones claras para estimular actitudes positivas sobre aspectos del diario vivir. Este libro será un compañero ideal para pensar sobre valores como la tolerancia, el respeto, el amor y la fe, a través de los relatos cortos que contienen al final una enseñanza. Este es un libro ideal para leer en familia, compartir con amigos o para encontrar en la lectura individual una luz de esperanza en los momentos más complejos de la vida, sus autores son: Jaime Lopera Gutiérrez y Marta Inés Bernal Trujillo. creadores, con el firme propósito de lograr que cada lector encuentre en estos textos un motivo de reflexión sobre los valores de la vida diaria...
Hace un poco más de dos años tuvimos la idea de hacer una compilación de anécdotas, parábolas, fábulas y reflexiones organizacionales, como una contribución a la pedagogía de los procesos de transformación. Estábamos pensando entonces en los agentes de cambio: profesores, predicadores, asesores, conferencistas, entrenadores en ciencias del comportamiento y muchas otras personas que trabajan para tocar los corazones con mensajes de tolerancia, respeto, amor y paz. Así nació La carta a García y otras parábolas del éxito, como una expansión intelectual de dos personas que, por más de treinta años, se han dedicado a pensar en la forma de iluminar las mentes y los corazones de otros, para ayudarlos a conducir mejor sus vidas. Esa idea se transformó en un éxito editorial.

No estamos sorprendidos. Mucho menos después del 11 de septiembre de 2001, fecha a partir de la cual el mundo no será el mismo. La historia ha dado un giro total: la nueva realidad —Nueva era, Era de acuario, tiempo del genoma humano, como se la quiera llamar— ya está aquí. Nada de lo que el hombre conocía seguirá siendo igual. Todo es relativo, todo está en duda; las que fueron verdades inmutables pasaron a ser hipótesis.

Hay, entonces, una nueva manera de pensar. Pero los seres humanos, en especial los adultos, tenemos serios problemas para cambiar nuestro pensamiento. Recurrimos siempre a los mismos propósitos, llegamos a las mismas conclusiones, nos resistimos a percibir la evidencia. Las certezas se nos presentan, pero nuestra mente es capaz de hacer un argumento perfecto para probar lo contrario.

Las personas somos lo que pensamos. Por lo tanto, si queremos ayudar a los demás a ser y a comportarse de manera diferente, tenemos que ayudarlos a pensar de manera diferente. Si deseamos propiciar ambientes en los cuales la tolerancia y la cooperación sean las fuentes del sentir, del pensar y del actuar, debemos revisar el pensamiento lineal, lógico, de la corteza cerebral. Se impone el pensamiento holístico, intuitivo. De allí surgió la idea de realizar esta nueva compilación: La culpa es de la vaca.

¿Por qué este título? Porque solemos actuar como lo señala la historia del mismo nombre, la primera del libro: si no encontramos fácilmente un culpable de las cosas que nos pasan, somos capaces de responsabilizar a un animal, al destino, al horóscopo, a otras personas, a lo que sea, con tal de no comprometernos con el cambio.

El miedo a este compromiso es de tal magnitud que sólo pensamos en el cambio como una exigencia para los demás: quien debe cambiar es mi pareja, mi jefe, el gobierno, el neoliberalismo, el establecimiento... Todo y todos, menos yo; soy perfecto y no necesito cambiar nada. El problema, cualquiera que sea, es de los demás, no mío.

Pensar, sentir y actuar en estos términos es la mejor manera de pasar por encima de los problemas, llenarse de fundamentalismos y convertirse en un egoadicto. Por eso nada cambia. Porque cada día cobra mayor claridad la frase del conde de Lampedusa en su novela El gatopardo: Es preciso que todo cambie para que todo siga igual.

Recientes investigaciones sobre el aprendizaje coinciden en afirmar que el adulto desarrolla menos resistencia al cambio si no trabaja con el pensamiento lógico y lineal sino con el pensamiento lúdico y creativo. Otra vez el tema de los hemisferios cerebrales, la racionalidad y la intuición, los pensamientos y las imágenes, la filosofía y la poesía.

Entonces parece necesario darle al cerebro estímulos distintos a los que le hemos dado siempre, cambiarle los parámetros de funcionamiento, exigirle que use otras partes, inventar nuevos paradigmas. Por eso creemos que las imágenes que evocan las parábolas y anécdotas, el reto que plantean las alegorías, el alimento que ofrecen las buenas reflexiones, invitan a la mente a pensar distinto, a absorber otros mensajes, a llegar a conclusiones que no están a la vista de lo que llamamos razón.

La sabiduría del género humano está contenida en parábolas, anécdotas, fábulas, máximas e imágenes que siempre nos dejan en silencio, al abrir en nuestro interior un paréntesis que lleva a la reflexión. Ese es el sentido de los textos que aparecen en nuestro anterior libro y en este. Se trata de respuestas distintas a problemas que no fuimos capaces de resolver; de alegorías que arrojan nueva luz sobre las cosas. Mientras más personas las lean, las repitan, las transmitan, las compartan y las sientan, se afianzará con mayor fuerza una nueva manera de pensar, sentir y actuar.

Todavía nos preguntan por la famosa carta a García, considerada la madre de las narraciones gerenciales y uno de los textos modernos más difundidos en el mundo. Fue escrita el 22 de febrero de 1899 por Elbert Hubbard con el fin de estimular a los inactivos y a los pesimistas a dedicarse con entusiasmo a la acción, sin contentarse con hacer únicamente lo más fácil o aquello por lo que se les paga.

La idea brotó de los labios del hijo de Hubbard, Bert, quien durante un almuerzo, mientras comentaban la guerra de independencia de Cuba, exclamó: “Papá, el verdadero héroe de esta guerra fue el que le llevó la carta a García. Sí, porque aquel hombre, Rowan, fue quien en la hora oportuna, decisiva y culminante, llevó al general García, el jefe de los patriotas cubanos, la carta que lo conduciría al triunfo. Sin esta carta del presidente MacKinley quizás la independencia no se habría logrado”.

Esta frase iluminó como un rayo la imaginación del escritor:“Sí, tienes razón, hijo. El héroe es siempre aquel que en cada momento ejecuta con precisión y entusiasmo lo que tiene que hacer. Es el que lleva la carta a García”.

Hubbard corrió a su escritorio, redactó de un tirón el famoso documento y lo envió a la revista Philistine. Allí no le dieron mucha importancia, incluso lo publicaron sin encabezamiento ni título. Pero el mismo día y en los días siguientes empezaron a llover pedidos de aquel ejemplar de la revista. Uno pedía una docena de ejemplares; otro cincuenta, otro cien. Hasta que llegó una carta de la revista American News pidiendo mil ejemplares de la revista. El editor le preguntó a uno de los ayudantes qué era lo que había levantado tal polvareda y oyó con asombro la respuesta: “Ese articulo que publicamos acerca de la carta a García”.

A la semana siguiente, el escritor mismo recibió un telegrama de Nueva York pidiéndole cien mil ejemplares del folleto, una cantidad asombrosa para la época. A los dos años, la carta a García había sido publicada en más de doscientas revistas y traducida a cuarenta idiomas. Se calcula que hasta el día de hoy se han impreso más de cuarenta millones de ejemplares. Pocos escritos han logrado un éxito tan formidable.

Para ayudar al lector a sacar el máximo provecho de este libro de narraciones gerenciales y vitales, nos parece importante aclarar algunos conceptos, con la ayuda del Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia:

Alegoría. Ficción en virtud de la cual una cosa representa o significa una cosa diferente.

Anécdota. Relato breve de un hecho curioso que se hace como ilustración, ejemplo o entretenimiento.

Fábula. Ficción artificiosa con que se encubre o disimula una verdad. Composición que, por medio de una ficción alegórica, y de la representación y personificación de seres irracionales, inanimados o abstractos, da una señal útil o moral.

Moraleja. Lección o enseñanza que se deduce de un cuento, fábula, ejemplo, anécdota, etcétera.

Parábola. Narración de un suceso fingido del que se deduce, por comparación o semejanza, una verdad importante o una enseñanza moral.

Al desarrollar este libro nos hemos debatido entre dos opciones: la presentación escueta de los contenidos y la incorporación de reflexiones nuestras o de otras personas, para orientar la lectura hacia una idea específica. A este respecto, ha sido muy interesante la opinión de los lectores de nuestro primer libro. Muchos nos han sugerido que no demos indicaciones acerca del uso de los textos, señalando que es más útil dejar que cada uno, en su propio contexto personal y social, analice, oiga, transmita y aproveche el mensaje con plena libertad, dejando que su mente y su corazón reciban el sentido original —no prestado o sugerido.

En esta ocasión empleamos ambas vías. Unas veces dejamos que la moraleja se muestre para completar su vitalidad. Otras, nos rehusamos a dar consejos, hacer discursos o expresar nuestras creencias, dejando que el lector encuentre por sí solo los significados y extraiga de los textos lo que le resulte pertinente. Pensamos que este será un proceso de incorporación personal. El valor que cada lector le dé a las siguientes narraciones es como una chispa, una luz, un fogonazo que ilumina y comunica algo nuevo.

Algunas de las lecturas aquí compiladas tienen una fuente bibliográfica cierta. Sin embargo, y a diferencia de nuestro anterior libro, la mayoría son colaboraciones recibidas vía Internet. El rigor con relación a las fuentes que quisimos tener en La carta a García y otras parábolas del éxito se vio desdibujado esta vez por el fenómeno de la difusión en la red mundial. La propiedad de los textos a menudo se pierde en el fárrago del correo electrónico, al punto que puede resultar imposible seguirles la pista. Nosotros mismos hemos visto versiones de nuestro anterior libro circulando en la red sin ninguna referencia a los autores ni a los compiladores.



La Culpa Es de La Vaca by api-3823995


La Culpa Es de La Vaca Niños by Oscar Muñoz


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LA CULPA ES DE LA VACA 2



jueves, 29 de septiembre de 2022

CRISTO PROFETIZÓ DOS COSAS: QUE OTRO VENDRÁ EN SU LUGAR Y SERÁ RECIBIDO Y QUE EN SU SEGUNDA VENIDA NO HALLARÁ FE SOBRE LA TIERRA 🕂🙏🕂



Parábola de los pájaros y los lirios
Cristo profetizó dos cosas: que otro vendrá en su lugar y será recibido y que en su segunda venida no hallará fe sobre la tierra.
Jesucristo no sabía Economía Política, pero si sabía acerca de lo que hay en el corazón del hombre, por eso hizo esta parábola para que no andemos inquietos por la Solicitud Terrena.
No hay duda que despreciar el dinero es ser sobremanera imprudente, eso lo saben muchos; sin embargo Cristo vivió como las Aves del Cielo y los Lirios del Valle, y también otros, muchos otros vivieron en la pobreza voluntaria como las ordenes mendicantes y los que viven en la pobreza en general y en el sufrimiento y en las virtudes y en la vida contemplativa.

Cristo, aunque no tenía donde reclinar su cabeza, durante el tiempo de su predicación no predicó la haraganería, ni la supresión de la prudencia: la más importante de las virtudes morales porque ordena a las otras.
Santo Tomás, que era fiel discípulo de Jesús y además frayle mendicante sabía Economía Política y más sólida que la de hoy. En su Tratado para el Príncipe enseña que las naciones han de tratar de ser ricas, es decir que el Rey debe tener riquezas, no para él, sino para el pueblo todo en orden a un fin superior: el bien común.
Pero la Solicitud Terrena es difícil de vencer y poco a poco gran mayoría llegan a pensar que si no tienen dinero para muchos años se hace difícil vivir y menos hacer ningún bien a las almas.
Cristo no nos manda ser imprevisores, nos manda vencer en nosotros la Solicitud Terrena; “Mirad las Aves del Cielo ….¿Hay alguno de vosotros que pueda añadir un trecho al tiempo de su vida?”

La Solicitud Terrena ha de ser vencida por el cristiano con todos los medios, porque ella es la raíz de la avaricia, de la codicia, de la soberbia y de muchos otros desórdenes y esto lo vemos en que el capitalismo mundial y el comunismo que son la mejor concreción sociológica del resentimiento humano tanto en los ricos como en los pobres.
Actualmente se estima que ciento cincuenta personas controlan las riquezas del mundo llevándolo todo a un estado totalitario en el que unos pocos mandarán y muchos obedecerán, sumidos en la esclavitud.

La Solicitud Terrena vuelta Angustia nos lleva al temor, la inquietud, la ansiedad, al Desasosiego. Y el Desasosiego NO se puede suprimir, se puede convertir en Inquietud Religiosa para la vida eterna; en Solicitud Terrena, la cual es mala y prohibida por Cristo y en Angustia Demoníaca, la cual es pésima prestando servicio a los demonios.
El vicio de la avaricia y codicia de bienes han ocasionado muchísimos males en el mundo, y esto lo podemos comprobar en nuestra propia experiencia, porque es degradante para el alma humana tener atados sus pensamientos, que le son necesarios para ir más arriba, por la molienda del sustento diario y el temor del porvenir, la vejez, los eventos desdichados y la miseria. La pobreza es una bendición, pero la miseria es un infierno.

Por eso Cristo invitó a los más fervientes a renunciar a todo por amor a Dios, los cuales con sus vidas de pobres voluntarios:

1) prueban que es posible vivir como las Aves de Cielo y las Flores del Campo,
2) incitan con su ejemplo a los demás al desapego y la confianza
y 3) viviendo con lo mínimo regalan todo a los demás; pues nadie da más que
el que poco tiene; y el que todo lo deja mucho regala.

Por ello ante los graves anatemas de Cristo a las riquezas y a los ricos busca oponer a su tremenda atracción natural el contrapeso de la religión; facilitando de ese modo la distribución justa.
Y por increíble que parezca lentamente la Cristiandad fue acercándose al ideal de la Sociedad que cuida de sus miembros.
Las catástrofes que hemos visto en el mundo y las que nos amenazan han hecho buenas todas las palabras de Cristo.

“Buscad, pues, primero el reino de Dios y su justicia, 
y todo eso se os dará por añadidura” Mateo 6, 33

Nota: Dónde nos lleva la Solicitud Terrena.

Cristo profetizó dos cosas: que otro vendrá en su lugar y será recibido y que en su segunda venida no hallará fe sobre la tierra. Si Él es el camino, la Verdad y la Vida quiere decir que en algún momento nos encontraremos con el mal, la mentira y la muerte como instrumentos de dominio sobre los hombres. En efecto el mal irá concentrándose, creciendo, y esto ocurrirá justamente en el corazón humano por haber abandonado a Dios. 
La boca del hombre habla de lo que hay en su corazón: malos pensamientos, homicidios, adulterios, fornicaciones, hurtos, falsos testimonios, blasfemias.
Por ello ante una generación perversa y mala, o sea lo general podrido, concentrado en los últimos tiempos, los parusíacos, el hombre de fe será un mártir.

LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO: "Salió como vencedor para seguir venciendo"

miércoles, 3 de noviembre de 2021

"EL HIJO MEZQUINO" por FRANCISCO PÉREZ DE LOS COBOS Y LIBRO "EL RETORNO DEL HIJO PRÓDIGO" por HENRY J.M. NOUWEN 👥


EL HIJO MEZQUINO

“El amor de Dios no besa aquello que no tiene llagas. El que no está caído, no será recogido; el que no está sucio, no será jamás limpiado. Hay algo peor que tener un alma mala. Es tener un alma habituada. Se ha visto a la gracia introducirse en un alma mala y salvar lo que parecía perdido. Pero no se vio jamás mojar lo que estaba barnizado, ni atravesar lo impermeable, ni empapar lo habituado. Las peores miserias, las peores mezquindades, las oscuridades y los crímenes, incluso el pecado, a menudo son huecos en la armadura del hombre, huecos en la coraza, por los cuales la gracia puede penetrar en la dureza del hombre. Mientras en la coraza inorgánica de la costumbre todo se desliza, cada espada tiene la punta roma. La gente de bien, los que adoran que los llamen así, no tienen huecos en la armadura, no reciben heridas. No tienen esa entrada para la gracia que es esencialmente el pecado”. Charles Péguy
«A diferencia del padre, que ha res­pondido al regreso del hijo pródigo con su amor sin límites, el hermano mayor ha hecho lo que en circuns­tancias similares todo hombre hace, es decir: compararse, juzgar al otro, sentir celos y envidia, enfadarse... El relato evangélico describe a la per­fección, creo, todos y cada uno de los elementos de una reacción típica que está en la base de muchos de los conflictos interpersonales que jalo­nan nuestro día a día, singular­mente en el seno de la familia»
"Dijo: «Un hombre tenía dos hijos; 
y el menor de ellos dijo al padre: 
"Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde." 
Y el padre  repartió sus bienes entre los dos". 
Lc 15, 11-12

Ya conocemos la historia, un padre tiene dos hijos. El pequeño le pide la parte de la herencia, (¡ojo!, que aquí nos jugamos toda la lectura del evangelio) y el padre les repartió los bienes a los dos, en plural. Tendemos a leer en singular y ya tenemos lo de siempre: la parábola del hijo prodigo, la parábola del pecador arrepentido… El padre les reparte los bienes a los dos, al mayor y al pequeño. El Dios que se revela en Jesús es Padre Nuestro, pero parece que hay gente religiosa entonces y hoy que no les interesa que sea Nuestro, sino sólo de los que nos sentimos buenos.
El pequeño se pierde, frustra su vida, deja de vivirse como hijo y pasa a ser siervo: cuida cerdos que es lo más bajo a lo que se puede llegar, pasa hambre fuera de su tierra, vuelve por intereses de pura supervivencia, quiere pedir perdón por lo menos para poder comer… Jesús está compartiendo mesa con estos “hijos pequeños”, no lo olvidemos. El Padre al verlo llegar sale corriendo, conmovido, se le echa al cuello y lo llena de besos. Sin comentarios.
El mayor que también ha recibido lo suyo -no olvidemos que el padre repartió los bienes a los dos- se acerca a casa, oye música y danza y se inquieta. Hay gente “religiosa” que no soporta la fiesta. Cuando se entera que la fiesta es por su hermano que ha vuelto “se indignó y no quiso entrar”. Esto es lo más doloroso para Jesús: experimentar que hay quienes se sienten a bien con Dios y no quieren entrar a la fiesta de la fraternidad, no les interesa el “Padre Nuestro del Cielo”.
El padre es tan bueno que sale también a buscar al mayor y lo que se encuentra es con el reproche y la “pasada de factura” -mayor que por cierto no pronuncia la palabra hermano sino “ese hijo tuyo”-. Jesús se vive desde un Dios Padre Nuestro que da herencia al mayor y al pequeño, que sale a buscar al mayor y al pequeño, pero se encuentra que el mayor se siente con derechos y no quiere entrar al Banquete, no vive en acción de gracias por estar en casa del padre desde siempre. Que pena tan honda siente Jesús porque no se quiere la fraternidad, vamos a intentar apenarlo un poco menos.

De los tres personajes que aparecen en la parábola del hijo pródigo (Lucas 15, 11-32), el que menos atención ha suscitado, tal vez por ser un personaje aparentemente secundario en un texto cuyo eje es la grandeza del arrepentimiento, del amor y del perdón que encaman el hijo pródigo y su padre, es el del hijo mayor. El hijo mayor -recordé­moslo- es el que permanece junto al padre cuando su hermano parte con su herencia para disiparla, y el que, cuando su hermano regresa desahu­ciado y su padre lo acoge desde su amor incondicional, se enfada y se lo reprocha. «Hace ya muchos años -le dice- que te sirvo sin desobede­cer jamás tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para celebrar una fiesta con mis amigos. Pero llega este hijo tuyo, que se ha gastado su patrimonio con prostitutas, y le matas el ternero cebado». Reproche al que el padre replica con una de las frases más bellas de todo el Evange­lio: «Hijo, tú siempre estás con­migo, y todo lo mío es tuyo. Pero tenemos que alegramos y hacer la fiesta, porque ese hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encon­trado».

He titulado este artículo 'El hijo mezquino' porque en el relato evangélico tal es básicamente la actitud del hijo mayor: la de alguien falto de generosidad y nobleza de espíritu, pagado de sí y de su modo de actuar, incapaz de entender la generosidad del padre que sale corriendo al encuentro del hijo que vuelve, lo abraza sin echar cuentas y manda celebrar su llegada.


En la iconografía artística de esta fascinante parábola, no resulta habitual la presencia del hijo mayor, porque lo que suele representarse es el «regreso del hijo pródigo», es decir, el momento del reencuentro de padre e hijo, momento en el que, a tenor del texto bíblico, el hijo mayor se hallaba ausente. Muestras de lo que digo son, por ejemplo, 'La vuelta del hijo pródigo' de Francesco y Jacopo Bassano que posee el Prado o el maravilloso Murillo de la National Gallery de Washington.
Deslumbrante excepción a esta regla es el 'El retomo del hijo pródigo' de Rembrandt que cuelga en el Ermi­tage, cuadro de una fuerza expresiva tal que no creo que nadie que haya tenido la fortuna de verlo pueda lle­gar a olvidar. Interpretando libremente el relato de Lucas, Rem­brandt hace al hermano mayor coprotagonista del encuentro y logra una escena de una extraordi­naria condensación dramática.
Mientras el padre abraza con las manos abiertas al hijo que vuelve y se arrodilla a sus pies, el hermano mayor observa a cierta distancia con rostro adusto, incapaz de participar de la alegría del reencuentro.


En las mismas fechas en las que Rembrandt firmaba su versión de la parábola evangélica -su cuadro es de 1662, aprox.-, Bartolomé Este­ban Murillo pintaba en Sevilla la serie de seis cuadros sobre el mismo tema que, procedente de la National Gallery de Dublín, exhibe en la actualidad el Museo del Prado. Y curiosamente también en los cua­dros de Murillo, que narran la escena evangélica, la presencia del hijo mayor resulta ostensible. Hasta en tres de los seis cuadros aparece su figura con actitudes distintas: en el primer cuadro, que representa el momento en el que su hermano pide y recoge su parte de la herencia, aparece cariacontecido respaldando a su padre; en el segundo, el de la despedida, muestra un gesto indife­rente, quizás, como se ha apuntado, desmentido por el pañuelo que aga­rra con la mano derecha; por fin, en el último, el del retomo del hijo pródigo, aparece también distan­ciado del abrazo de su padre y su hermano, observando la escena serio y cabizbajo. 

La inteligencia narrativa de Murillo ha recreado con estos tres visajes la última secuencia de la parábola, que estaría incom­pleta de no haber sido reflejada la actitud del hermano mayor. Por cierto, resulta sorprendente que en el catálogo de la exposición del Prado, Aoife Brady, conservadora de Arte Español del Museo de Dublín, diga hasta por dos veces en su ensayo que Murillo no alude a este episodio final de la narración: una cosa es que no haya una representación explícita de la discusión entre el padre y el hijo mayor y otra muy distinta que tal desencuentro no aparezca aludido. Aunque los intér­pretes de esta parábola evangélica normalmente se han centrado al glosarla en las figuras del hijo pró­digo y del padre, en particular en esta última cuyo amor desmedido es claramente imagen del de Dios Padre, no han faltado las reflexiones sobre la actitud del hijo mayor, al que a menudo se enjuicia en térmi­nos gruesos. Así hay quien ha hablado de su «resentimiento tor­turado», de su «ira callada, rete­nida, autocensurada» que se trans­forma en rencor, de su cobardía... 

A mi juicio, el texto evangélico en su sobriedad resulta mucho más sutil que estas lecturas y creo que tanto Rembrandt como Murillo han sido en sus representaciones fieles a esta sutileza. El texto evangélico se limita a decir que, cuando el hijo mayor se entera de la vuelta de su hermano y de la celebración organi­zada por el padre, se enfada y se niega a entrar a la fiesta. Es enton­ces cuando se produce el diálogo entre uno y otro que he reproducido al principio y que concluye la pará­bola. En este sentido, tanto Rem­brandt como Murillo se limitan a mostrar el enfado del hermano, que ha actuado -y aquí radica buena parte de la agudeza psicológica del relato- como un hombre común.

A diferencia del padre, que ha res­pondido al regreso del hijo pródigo con su amor sin límites, el hermano mayor ha hecho lo que en circuns­tancias similares todo hombre hace, es decir: compararse, juzgar al otro, sentir celos y envidia, enfadarse... El relato evangélico describe a la per­fección, creo, todos y cada uno de los elementos de una reacción típica que está en la base de muchos de los conflictos interpersonales que jalo­nan nuestro día a día, singular­mente en el seno de la familia. 

La reacción del hermano mayor es, en efecto, mezquina, no más que eso en principio pero tampoco menos que eso. Una reacción mezquina que seguramente -y es uno de los pro­blemas que tendría que afrontar- ni siquiera es capaz de percibir como tal, pues cree estar en lo justo. La vulgaridad de su modo de actuar encuentra cumplida respuesta en el bellísimo parlamento del padre que deja el final del relato evangélico abierto. Este final abierto es uno de los grandes hallazgos de la parábola porque convierte las palabras del padre en una interpelación general dirigida a todo aquel que las lee o escucha.


El Retorno Del Hijo Prodigo by ztealt


Este libro es un comentario sobre la parábola del hijo pródigo, a partir de un cuadro de Rembrandt sobre el mismo tema y de la propia experiencia personal del autor. En él, Nouwen analiza tres fases de su vida espiritual a partir de esa parábola.
La obra consta de tres grandes bloques, que van acompañados por un prólogo, una introducción, una conclusión y un epílogo. Cada uno de los tres grandes bloques aborda la visión de un personaje: el hijo menor, el hijo mayor y el padre.
Prólogo  
Encuentro con un cuadro 

El cartel

Un encuentro aparentemente insignificante con un cartel representando un detalle de El Regreso del Hijo Pródigo de Rembrandt hizo que comenzara una larga aventura espiritual que me llevaría a entender mejor mi vocación y a obtener nueva fuerza para vivirla. Los protagonistas de esta aventura son un cuadro del s. XVII y su autor, una parábola del s. I y su autor, y un hombre del s. XX en busca del significado de la vida. La historia comienza a finales de 1983 en el pueblo de Trosly, Francia, donde estaba pasando unos meses en El Arca, una comunidad que acoge a personas con enfermedades mentales. Fundada en 1964 por un canadiense, Jean Vanier, la comunidad de Trosly es la primera de las más de noventa comunidades El Arca esparcidas por todo el mundo. Un día fui a visitar a mi amiga Simone Landrien al pequeño centro de documentación de la comunidad. Mientras hablábamos, mis ojos dieron con un gran cartel colgado en su puerta. Vi a un hombre vestido con un enorme manto rojo tocando tiernamente los hombros de un muchacho desaliñado que estaba arrodillado ante él. No podía apartar la mirada. Me sentí atraído por la intimidad que había entre las dos figuras, el cálido rojo del manto del hombre, el amarillo dorado de la túnica del muchacho, y la misteriosa luz que envolvía a ambos. Pero fueron sobre todo las manos, las manos del anciano, la manera como tocaban los hombros del muchacho, lo que me trasladó a un lugar donde nunca había estado antes. Dándome cuenta de que ya no estaba prestando atención a la conversación, dije a Simone: «Háblame de ese cartel». 

Ella dijo: «Oh, es una reproducción de El Regreso del Hijo Pródigo de Rembrandt. ¿Te gusta?». Seguí mirando fijamente el cartel y por fin tartamudeé: «Es muy bonito, más que bonito… Me entran ganas de reír y llorar al mismo tiempo… No puedo decirte lo que siento cuando lo miro, pero me conmueve profundamente». Simone añadió: «Deberías hacerte con una copia. Lo puedes comprar en París». «Sí», dije, «tengo que conseguir una copia». La primera vez que vi El Regreso del Hijo Pródigo, acababa de terminar un viaje agotador de seis semanas dando conferencias por los Estados Unidos, lanzando un llamamiento a las comunidades cristianas para que hicieran todo lo posible por prevenir la violencia y la guerra en América Central. Estaba realmente cansado, tanto que casi no podía andar. Me sentía preocupado, solo, intranquilo y muy necesitado. Durante todo el viaje me había sentido como un guerrero fuerte y valeroso luchando incansablemente por la justicia y la paz, capaz de hacer frente sin miedo al oscuro mundo. Pero ahora me sentía vulnerable como un niño pequeño que quiere gatear hasta el regazo de su madre y llorar. Tan pronto como las multitudes que me alababan o me criticaban se alejaron, experimenté una soledad devastadora y fácilmente podía haberme rendido a las seductoras voces que me prometían descanso físico y emocional. Éste era mi estado la primera vez que me encontré con El Regreso del Hijo Pródigo de Rembrandt colgado de la puerta del despacho de Simone. Mi corazón dio un brinco cuando lo vi. 

Tras mi largo viaje, aquel tierno abrazo de padre e hijo expresaba todo lo que yo deseaba en aquel momento. De hecho, yo era el hijo agotado por los largos viajes; quería que me abrazaran; buscaba un hogar donde sentirme a salvo. Yo no era sino el hijo que vuelve a casa; y no quería ser otra cosa. Durante mucho tiempo había ido de un lado a otro: enfrentándome, suplicando, aconsejando y consolando. Ahora sólo quería descansar en un lugar que pudiera sentirlo mío, un lugar donde pudiera sentirme como en casa. Ocurrieron muchas cosas en los meses y años siguientes. El enorme cansancio desapareció y volví a mis clases y a mis viajes, pero el abrazo de Rembrandt seguía grabado en mi corazón más profundamente que cualquier otra expresión de apoyo emocional. Me había puesto en contacto con algo dentro de mí que reposa más allá de los altibajos de una vida atareada, algo que representa el anhelo progresivo del espíritu humano, el anhelo por el regreso final, por un sólido sentimiento de seguridad, por un hogar duradero. Mientras seguía ocupado con mucha gente, envuelto en innumerables asuntos, y presente en multitud de lugares, El Regreso del Hijo Pródigo estaba conmigo y seguía dando un significado mayor a mi vida espiritual. El anhelo por un hogar duradero que había llegado a mi conciencia gracias al cuadro de Rembrandt, crecía más fuerte y más profundamente convirtiendo al pintor en un fiel compañero y guía. Dos años después de haber visto el cartel de Rembrandt, dimití de mi puesto como profesor en la Universidad de Harvard y volví a El Arca en Trosly, donde pasé un año entero. 

El propósito de este traslado era determinar si estaba llamado a vivir una vida dedicada a gente con enfermedades mentales en una de las comunidades de El Arca. Durante aquel año de transición, me sentí especialmente cerca de Rembrandt y de su Hijo Pródigo. Después de todo, buscaba un hogar nuevo. Parecía como si mi compañero holandés me hubiera sido dado como un compañero especial. Antes de que terminara el año, ya había tomado la resolución de hacer de El Arca mi nuevo hogar e incorporarme a Daybreak, la comunidad de El Arca en Toronto. El cuadro Justo antes de dejar Trosly, recibí una invitación de mis amigos Bobby Massie y su mujer, Dana Robert, para que fuera con ellos a la Unión Soviética. Mi reacción inmediata fue: «Ahora podré ver el cuadro original». Antes de haber sentido interés por esta obra, ya sabía que el original había sido adquirido en 1766 por Catalina la Grande para el Hermitage en San Petersburgo (que tras la revolución recibió el nombre de Leningrado y que recientemente ha reclamado su antiguo nombre de San Petersburgo) y que continuaba allí. 

Nunca pensé que tendría la oportunidad de verlo tan pronto. Aunque estaba ansioso por contemplar con mis propios ojos un país que había influido tan fuertemente en mis pensamientos, emociones y sentimientos durante la mayor parte de mi vida, esto se convertía en algo trivial frente a la oportunidad de sentarme ante el cuadro que me había revelado los anhelos más profundos de mi corazón. Desde el momento de mi partida, supe que mi decisión de unirme a El Arca y mi visita a la Unión Soviética estaban estrechamente unidas. El vínculo —estaba seguro— era El Regreso del Hijo Pródigo de Rembrandt. De alguna manera, tuve la sensación de que ver este cuadro me permitiría entrar en el misterio del regreso al hogar de una forma hasta entonces desconocida para mí. La vuelta de un viaje agotador a un lugar seguro había significado un volver a casa; dejar el mundo de los profesores y estudiantes para vivir en una comunidad dedicada a cuidar hombres y mujeres con enfermedades mentales me hizo sentir de nuevo en casa; conocer a gente de un país que se había separado del resto del mundo mediante muros y fronteras fuertemente vigiladas, era también una forma de volver a casa. Sin embargo, más allá de todo aquello, «volver a casa» significaba para mí, caminar paso a paso hacia el Único que me espera con los brazos abiertos y desea tenerme en un abrazo eterno. 

Sabía que Rembrandt entendió profundamente este regreso espiritual. Sabía que cuando Rembrandt pintó su Regreso del Hijo Pródigo, había llevado una vida tal que no tenía ninguna duda sobre su verdadero y último hogar. Sentí que si hubiera conocido a Rembrandt en el lugar donde pintó a aquel padre con su hijo, Dios y humanidad, compasión y miseria, en un círculo de amor, lo habría conocido todo acerca de la vida y la muerte. También tuve la esperanza de que, a través de la obra maestra de Rembrandt, un día sería capaz de expresar todo lo que quería decir acerca del amor. Estar en San Petersburgo es una cosa. Tener la oportunidad de reflexionar tranquilamente sobre El Regreso del Hijo Pródigo en el Hermitage, es otra. Cuando vi la enorme cola de gente esperando para entrar en el museo, me pregunté cómo y durante cuánto tiempo podría ver lo que más deseaba. Mi inquietud, sin embargo, desapareció. Nuestro viaje oficial terminaba en San Petersburgo y la mayor parte del grupo volvió a casa. Pero la madre de Bobby, Suzanne Massie, que entonces se encontraba en la Unión Soviética, nos invitó a pasar unos días con ella. Suzanne es una experta en la cultura y arte rusos y su libro The land of the Firebird me fue muy útil a la hora de preparar nuestro viaje. Le pregunté a Suzanne: «¿Cómo podría acercarme al Hijo Pródigo?». Ella contestó: «Ahora, Henri, no te preocupes. Tendrás todo el tiempo que quieras y necesites». Durante nuestro segundo día en San Petersburgo, Suzanne me dio un número de teléfono y me dijo: 

«Éste es el número del despacho de Alexei Briantsev. Es muy amigo mío. Llámale y te ayudará a llegar hasta tu hijo pródigo». Marqué el número al instante y me sorprendió oír a Alexei, con su amable acento inglés, prometiéndome encontrarse conmigo en una de las puertas laterales, lejos de la entrada reservada a los turistas. El sábado 26 de julio de 1986 a las dos y media de la tarde fui al Hermitage, caminé junto al río Neva y llegué hasta la puerta que Alexei me había indicado. Entré y alguien sentado tras una gran mesa de despacho me permitió utilizar el teléfono de la casa para llamar a Alexei. A los pocos minutos apareció haciéndome un caluroso recibimiento. Me llevó por una serie de pasillos espléndidos y escaleras elegantes hasta llegar a un lugar inaccesible para los turistas. Era una habitación larga de techos altos: 

parecía el estudio de un artista de cierta edad. Había cuadros por todas partes. En la mitad, había unas mesas enormes y sillas cubiertas de papeles y objetos de todo tipo. Enseguida me di cuenta de que Alexei era el director del departamento de restauración del Hermitage. Con gran amabilidad y muy interesado por mi deseo de ver el cuadro de Rembrandt con tiempo, me ofreció toda la ayuda que quisiera. Me llevó directamente al Hijo Pródigo, ordenó al vigilante que no me molestara y me dejó allí. Y allí estaba yo, delante del cuadro que había estado en mi mente y en mi corazón desde hacía casi tres años. Estaba maravillado por su majestuosa belleza. Su tamaño, mayor que el tamaño natural; sus abundantes rojos, marrones y amarillos; sus huecos sombreados y sus brillantes primeros planos, pero sobre todo, el abrazo de padre e hijo envuelto de luz y rodeado de cuatro misteriosos mirones. Todo esto me impactó con una intensidad mayor de lo que nunca hubiera podido imaginar. Hubo momentos en los que me pregunté si el original no me desilusionaría. Todo lo contrario. Su grandeza y esplendor hacían que todas las demás cosas pasaran a un segundo plano. Me dejó completamente cautivado. Realmente, estar aquí era volver a casa. Mientras muchos grupos de turistas pasaban rápidamente con sus guías, yo permanecía sentado en una de las sillas forradas de terciopelo rojo que están frente a los cuadros. Sólo miraba. ¡Ahora estaba viendo el original! No sólo veía al padre abrazando a su hijo recién llegado a casa, sino también al hermano mayor y a las otras tres figuras. Es un óleo sobre lienzo de dos metros y medio de alto por casi dos de ancho. Me llevó un rato darme cuenta de que efectivamente estaba allí, asimilar que estaba verdaderamente en presencia de lo que durante tanto tiempo había querido ver, disfrutar del hecho de que estaba sólo, sentado en el Hermitage de San Petersburgo, pudiendo contemplar El Regreso del Hijo Pródigo todo el tiempo que quisiera. 

El cuadro estaba expuesto de la forma más adecuada, en una pared que recibía la luz natural de pleno a través de una gran ventana cercana situada formando ángulo de ochenta grados. Sentado allí, me di cuenta de que a medida que se acercaba la tarde, la luz se hacía más intensa. A las cuatro, el sol cubrió el cuadro con una intensidad diferente, y las figuras de atrás —que durante las primeras horas parecían algo borrosas— parecieron salir de sus rincones oscuros. A medida que transcurría la tarde, la luz del sol se hizo más directa y estremecedora. El abrazo del padre y el hijo se hizo más fuerte, más profundo, y los mirones participaban más directamente de aquel misterioso acontecimiento de reconciliación, perdón y cura interior. Poco a poco, me fui dando cuenta de que había tantos cuadros del Hijo Pródigo como cambios de luz, y me quedé durante largo rato fascinado por aquel gracioso baile de naturaleza y arte. Alexei regresó. Sin darme cuenta habían pasado más de dos horas desde que se había marchado dejándome a solas con el cuadro. Con sonrisa compasiva y gesto de apoyo, me sugirió que necesitaba un descanso y me invitó a un café. Me condujo por los majestuosos vestíbulos del museo —la mayor parte del cual fue la residencia de invierno de los zares— hacia la zona de trabajo en la que habíamos estado antes. Alexei y su colega habían preparado una enorme bandeja llena de pan, quesos y dulces y me animaron a que lo probara todo. Tomar el café de la tarde con los restauradores del Hermitage no estuvo nunca en mis planes cuando soñaba con pasar un rato a solas con El Regreso del Hijo Pródigo. 

Tanto Alexei como su compañero me explicaron todo lo que sabían acerca del cuadro de Rembrandt y se quedaron intrigados por saber por qué estaba yo tan interesado en él. Parecían sorprendidos y algo perplejos con mis reflexiones y observaciones espirituales. Me escucharon muy atentamente pidiéndome que les contara más. Después del café volví al cuadro durante otra hora hasta que el vigilante y la mujer de la limpieza me hicieron saber, muy claramente por cierto, que el museo se iba a cerrar y que ya había estado bastante tiempo. Cuatro días más tarde volví a visitar el museo. En aquella sesión me ocurrió algo divertido, algo que no puedo dejar de contar. Debido al ángulo desde el que el sol de la mañana iluminaba el cuadro, el barniz emitía una luz confusa. Así pues, cogí una de las sillas de terciopelo rojo y la llevé a un lugar desde el que aquella luz tenía una intensidad menor y podía ver así con claridad las figuras del cuadro. En cuanto el vigilante —un hombre joven y muy serio vestido con gorra y uniforme militar— vio lo que hacía, se enfadó mucho por mi atrevimiento de coger la silla y ponerla en otro sitio. Se acercó y, soltando una parrafada en ruso y haciendo una serie de gestos universales, me ordenó que devolviera la silla a su sitio. Como respuesta, yo señalé primero hacia el sol y luego hacia el lienzo para tratar de explicar por qué había cambiado la silla de sitio. 

Mis esfuerzos no tuvieron ningún éxito, de forma que dejé la silla en su sitio y me senté en el suelo. El vigilante se enfadó aún más. Tras nuevos y animados intentos por ganarme su simpatía, me dijo que me sentara encima del radiador que estaba bajo la ventana; desde allí podría ver bien. Pero la primera guía que pasó con su grupo de turistas vino hacia mí y me dijo en tono severo que me levantara de encima del radiador y que me sentara en una de las sillas de terciopelo. Pero entonces, el vigilante se enfadó con la guía y con múltiples palabras y gestos le dijo que había sido él quien me había dejado que me sentara en el radiador. La guía no pareció quedarse conforme pero decidió volver con los turistas que estaban mirando el Rembrandt y preguntándose por el tamaño de las figuras. Minutos más tarde, Alexei vino a ver qué hacía. El vigilante se le acercó de inmediato y empezaron una larga conversación. Evidentemente, el vigilante estaba tratando de explicar lo que había pasado, pero la discusión duraba tanto que pensé que todo aquello desembocaría en algo raro. Entonces, de repente, Alexei se marchó. 

Por un momento me sentí algo culpable por haber provocado tal revuelo y pensé que había conseguido que Alexei se enfadara conmigo. Sin embargo, diez minutos más tarde, Alexei volvía cargado con un enorme y confortable sillón de terciopelo rojo y patas pintadas de color dorado. ¡Todo para mí! Con una gran sonrisa, colocó la silla frente al cuadro invitándome a tomar asiento. Alexei, el vigilante y yo sonreímos. Tenía mi propia silla, y ya nadie me pondría objeción alguna. De repente, aquello me pareció de lo más cómico. Tres sillas vacías que no podían tocarse y me ofrecían un lujoso sillón traído de algún lugar de aquel palacio de invierno que podía mover cuanto quisiera. ¡Elegante burocracia! Me pregunté si alguna de las figuras del cuadro, que habían sido testigo de toda la escena, estaría sonriendo. Nunca lo sabré. Pasé más de cuatro horas con El Hijo Pródigo, tomando notas de lo que decían los guías y los turistas, de lo que veía mientras el sol iluminaba con aquella intensidad el cuadro, y de lo que yo mismo experimentaba en lo más profundo de mi ser a la vez que me convertía más y más en parte de la historia que Jesús contó una vez y Rembrandt pintó más tarde. 

Me pregunté si aquel precioso tiempo pasado en el Hermitage daría su fruto alguna vez y cómo lo haría. Cuando me alejé del cuadro, me acerqué al joven vigilante y traté de expresarle mi gratitud por haberme aguantado tanto tiempo. Cuando le miré a los ojos, bajo aquella gorra rusa vi a un hombre como yo: temeroso y con grandes deseos de ser perdonado. De aquella cara surgió una hermosa sonrisa. Yo también sonreí, y los dos nos sentimos salvados. El acontecimiento Algunas semanas después de mi visita al Hermitage en San Petersburgo, fui a El Arca de Daybreak, en Toronto, para vivir y trabajar como guía de la comunidad. Aunque me había tomado un año entero para clarificar mi vocación y para discernir si Dios me llamaba para llevar una vida dedicada a personas con enfermedades mentales, todavía me sentía inquieto y dudaba de mi capacidad de hacerlo bien. Nunca antes había prestado demasiada atención a la gente con enfermedades mentales. Todo lo contrario. Me había centrado cada vez más en los estudiantes universitarios y sus problemas. Había aprendido a dar conferencias y a escribir libros, a explicar las cosas sistemáticamente, a poner títulos y subtítulos, a discutir y a analizar. Así pues, tenía muy poca idea de cómo comunicarme con hombres y mujeres que casi no hablan y que, si lo hacen, no sienten ningún interés por los argumentos lógicos o las opiniones bien razonadas. Todavía sabía menos acerca de cómo anunciar el Evangelio de Jesús a personas que escuchaban más con el corazón que con la mente y que eran mucho más sensibles a cómo vivía yo que a mis palabras. 

Llegué a Daybreak en agosto de 1986 con el convencimiento de que había hecho la elección correcta, pero con el corazón lleno de inquietud por lo que me esperaba. A pesar de todo estaba convencido de que, tras pasar más de veinte años en las aulas, había llegado la hora de confiar en que Dios ama a los pobres de espíritu de manera especial y en que, aunque yo tenía muy poco que ofrecerles, ellos tenían mucho que ofrecerme a mí. Una de las primeras cosas que hice al llegar fue buscar el lugar adecuado para colocar mi reproducción de El Regreso del Hijo Pródigo. El lugar que me habían asignado para trabajar me pareció el ideal. Podía ver aquel misterioso abrazo de padre e hijo que se había convertido en una parte tan íntima de mi trayectoria espiritual desde cualquier sitio en que me sentara a leer, escribir o charlar con alguien. Desde mi visita al Hermitage, me hice más y más consciente de las cuatro figuras, dos mujeres y dos hombres, que estaban de pie rodeando el espacio luminoso donde el padre daba la bienvenida a su hijo. Su forma de mirar te hacía preguntarte qué pensarían o sentirían sobre lo que estaban viendo. Aquellos mirones o espectadores daban pie a todo tipo de interpretaciones. 

Cuando reflexionaba sobre mi propio trabajo me hacía más y más consciente del largo tiempo en que había desempeñado el papel de espectador. Durante años había instruido a los estudiantes en los diferentes aspectos de la vida espiritual, tratando de ayudarles a ver la importancia de vivir todos ellos. Pero ¿me había atrevido a llegar al fondo de lo esencial, a arrodillarme y a dejarme abrazar por un Dios misericordioso? El simple hecho de ser capaz de dar una opinión, de expresar un argumento, de defender una postura y de clarificar una visión me había dado, y todavía me da, una sensación de control. Y por lo general, me siento mucho más seguro experimentando una sensación de control sobre una situación indefinible, que arriesgándome a que sea la situación la que me controle. Ciertamente había pasado muchas horas en oración, muchos días y meses de retiro y había tenido innumerables conversaciones con directores espirituales, pero jamás había abandonado completamente el papel de espectador. Aunque durante toda la vida había sentido el deseo de sentirme implicado desde dentro, elegía una y otra vez la postura del observador distante. A veces era una mirada curiosa, otras era una mirada celosa, otras era una mirada inquieta, y de vez en cuando era una mirada de amor. Pero dejar lo que de alguna forma era la postura segura del espectador crítico me parecía saltar a un territorio desconocido. 

Deseaba tanto controlar mi trayectoria espiritual, ser capaz de predecir al menos una parte del resultado, que renunciar a la seguridad del espectador a cambio de la vulnerabilidad del hijo que vuelve, me parecía casi imposible. Enseñar a los estudiantes, explicar las palabras y acciones de Jesús y mostrarles los distintos caminos espirituales que la gente ha elegido a lo largo de los tiempos, era como adoptar la postura de una de las cuatro figuras que rodeaban aquel abrazo divino. Las dos mujeres de pie a diferentes distancias detrás del padre, el hombre sentado con la mirada perdida en el vacío, y el otro alto, de pie, erguido, contemplando con mirada crítica el acontecimiento, todos ellos representan distintas formas de no compromiso. Vemos indiferencia, curiosidad, un soñar despierto, una observación atenta; alguno mira fijamente, otro contempla, otro observa sin fijar la mirada y otro simplemente mira; uno está de pie al fondo, otro se apoya en un arco, otro está sentado con los brazos cruzados o de pie con las manos juntas una sobre otra. 

Cada una de estas posturas me es muy familiar. Algunas son más cómodas que otras, pero todas ellas son formas de no comprometerse. Pasar de dar clases a universitarios a vivir con enfermos mentales supuso, al menos para mí, dar un paso hacia la plataforma donde el padre abraza a su hijo arrodillado. Es el lugar de la luz, el lugar de la verdad, el lugar del amor. Es el lugar donde yo quiero estar aunque me da mucho miedo llegar a él. Es el lugar donde recibiré todo lo que deseo, todo lo que siempre he esperado, todo lo que necesitaré, pero también es el lugar donde tengo que dejar todo lo que quiero retener. Es el lugar que me enfrenta con el hecho de que aceptar de verdad el amor, el perdón y la curación es, a menudo, mucho más duro que entregarlo. Es el lugar más allá de lo que uno mismo puede obtener, merecer y de las recompensas que puede recibir. Es el lugar de la rendición y de la total confianza. Poco después de llegar a Daybreak, Linda, una preciosa joven con síndrome de Down, me rodeó con sus brazos y dijo: «Bienvenido». Esto lo hace con todos los recién llegados y siempre con absoluta convicción y amor. Pero ¿cómo recibir un abrazo así? Linda no me conocía. No tenía ni idea de lo que había vivido antes de llegar a Daybreak. No había tenido ocasión de encontrarse con mi lado oscuro, ni de descubrir mis puntos de luz. No había leído ninguno de mis libros, no me había oído hablar y jamás había mantenido una conversación conmigo. Así pues, ¿tenía que limitarme a sonreír, a piropearle y a seguir caminando como si nada hubiera ocurrido? Tal vez Linda estaba de pie en algún lugar de la plataforma diciendo con su gesto: «¡Venga, no seas tan vergonzoso, tu Padre también quiere abrazarte!». Parece que cada vez —ya sea la bienvenida de Linda, el apretón de manos de Bill, la sonrisa de Gregory, el silencio de Adam o las palabras de Raymond— tengo que elegir entre «explicar» esos gestos o simplemente aceptarlos como invitaciones a llegar más alto. 

Estos años en Daybreak no han sido fáciles. He vivido muchas luchas internas y mucho dolor mental, emocional y espiritual. Nada, absolutamente nada parecía indicarme que el cambio había merecido la pena. Pero el paso de Harvard a El Arca significó dar un pequeño paso en el cambio de actitud de espectador a participante, de juez a pecador arrepentido, de profesor de cómo se ama a persona que se deja amar. No tenía la menor idea de lo difícil que iba a resultar este viaje. No me daba cuenta de lo profundamente arraigada que estaba en mí la resistencia y lo angustioso que sería para mí «darme cuenta», caer de rodillas y dejar que las lágrimas corrieran libremente. No sabía lo duro que iba a resultar convertirme en parte del gran acontecimiento que el cuadro de Rembrandt representa. Cada pequeño paso hacia su interior era como una petición imposible, una petición que me exigía dejar de lado una vez más mi deseo de controlar, de predecir; una petición a superar el miedo de no saber a dónde me llevaría todo aquello; una petición a rendirme al amor que no conoce límites. Sabía que nunca sería capaz de vivir el gran mandamiento de amar sin condiciones ni requisitos. El paso de enseñar sobre el amor a dejarme amar me iba a resultar más largo de lo que pensaba. La visión Mucho de lo que ha ocurrido desde mi llegada a Daybreak está escrito en mis diarios y libros de notas, pero, tal y como está, muy poco puede compartirse con los demás. Las palabras son demasiado crudas, demasiado ruidosas, demasiado «sangrientas», demasiado desnudas. Pero ahora ha llegado el momento en el que es posible mirar hacia atrás, mirar aquellos años de alboroto y describir, con más objetividad que antes, el lugar al que me ha trasladado toda esta lucha. 

Todavía no soy lo suficientemente libre como para dejarme abandonar completamente en el abrazo seguro del Padre. En muchos sentidos, sigo caminando hacia su significado profundo. Todavía soy como el hijo pródigo: viajo, preparo discursos, predigo cómo será todo cuando finalmente llegue a la casa de mi Padre. Pero estoy en el camino a casa. He dejado el país lejano y siento el amor más cerca. Ahora estoy preparado para contar mi historia. En ella se podrá encontrar algo de esperanza, de luz y de consuelo. Mucho de cuanto he vivido durante estos últimos años formará parte de esta historia, no como expresión de confusión o de desesperación, sino como etapas en mi camino hacia la luz. El cuadro de Rembrandt ha estado muy cerca de mí durante todo este tiempo. Lo he cambiado de sitio innumerables veces: del despacho a la capilla, de la capilla a la sala de estar de Dayspring (la casa de oración de Daybreak) y de la sala de estar de Dayspring otra vez a la capilla. He hablado sobre él miles de veces dentro y fuera de la comunidad de Daybreak: a los enfermos mentales y a los que les atienden, a ministros y a sacerdotes, y a hombres y mujeres de toda condición. Cuanto más hablaba sobre El Hijo Pródigo, más lo consideraba como si se tratara de mi propia obra: un cuadro que contenía no sólo lo esencial de la historia que Dios quería que yo contara, sino también lo que yo mismo quería contar a Dios y a los hombres y mujeres de Dios. En él está todo el Evangelio. En él está toda mi vida y la de mis amigos. Este cuadro se ha convertido en una misteriosa ventana a través de la cual puedo poner un pie en el Reino de Dios. Es como una entrada inmensa que me permitiera pasar al otro lado de la existencia y, desde allí, contemplar la extraña variedad de gentes y acontecimientos que componen mi vida diaria. Durante años traté de ver a Dios en la diversidad de experiencias humanas: 

soledad y amor, pena y alegría, resentimiento y gratitud, guerra y paz. Intenté comprender los altibajos del alma humana, para poder percibir el hambre y la sed que sólo un Dios cuyo nombre es Amor podía satisfacer. Traté de descubrir lo duradero más allá de lo pasajero, lo eterno más allá de lo temporal, el amor perfecto más allá de los miedos que nos paralizan, y la consolación divina más allá de la desolación provocada por la angustia y la desesperación humanas. Procuré proyectarme más allá de la calidad mortal de nuestra existencia hacia una presencia más duradera, más profunda, más abierta y más maravillosa de lo que podemos imaginar, e intentaba hablar de esa presencia como una presencia que ya desde ahora puede ser vista, oída y palpada por aquéllos que quieren creer. Sin embargo, en el tiempo pasado aquí, en Daybreak, he sido conducido a un lugar más interior, un lugar en el que no había estado antes. Es un lugar dentro de mí donde Dios ha elegido hospedarse. Es un lugar donde me siento a salvo en el abrazo de un Dios todo amor que me llama por mi nombre y me dice: «Tú eres mi hijo amado, en quien me complazco». Es el lugar donde saboreo la alegría y la paz que no existen en este mundo. Este lugar siempre ha estado allí. Yo siempre supe que era la fuente de gracia. Sin embargo, no había sido capaz de entrar y vivir allí de verdad. Jesús dice: «El que me ama se mantendrá fiel a mis palabras. Mi Padre lo amará, y mi Padre y yo vendremos a él y viviremos en él». (Jn 14,23). 

Estas palabras siempre me han impresionado muy profundamente. ¡Soy la casa de Dios! Pero me había resultado muy duro experimentar la verdad que encierran. Sí, Dios hace su morada en lo más íntimo de mi ser, pero ¿cómo podía aceptar la llamada de Jesús: «Permaneced unidos a mí como yo lo estoy a vosotros». (Jn 15,4)? La invitación es muy clara. Hacer mi morada donde Dios ha hecho la suya, éste es el enorme reto espiritual. Parecía una tarea imposible. Con mis pensamientos, sentimientos, emociones y pasiones, estaba constantemente fuera del lugar que Dios había elegido para hacer su morada. Llegar a casa y permanecer allí donde Dios habita, escuchar la voz de la verdad y del amor, era lo que más miedo me daba porque sabía que Dios era un amante celoso que lo quería todo de mí en todo momento. ¿Cuándo estaría preparado para aceptar esa clase de amor? Dios mismo me mostraría el camino. Las crisis físicas y emocionales interrumpieron la vida tan atareada que llevaba en Daybreak y me obligaron a volver a casa y a buscar a Dios en el único lugar donde podía buscarlo: en mi propio santuario interior. No puedo decir que lo haya conseguido; nunca lo haré en esta vida, porque el camino hasta Dios llega mucho más allá de las fronteras de la muerte. 

Es un viaje largo y muy exigente, pero está lleno de sorpresas maravillosas y a menudo nos proporciona la satisfacción del objetivo cumplido. La primera vez que vi el cuadro de Rembrandt no estaba tan familiarizado con la morada de Dios dentro de mí como lo estoy ahora. Sin embargo, mi reacción profunda al abrazo del padre *a su hijo me hizo ver que estaba buscando desesperadamente ese lugar interior donde yo también pudiera ser abrazado como el joven del cuadro. Al mismo tiempo, no podía prever lo que iba a suponer el acercarme más y más a ese lugar. Estoy muy agradecido por no haber sabido de antemano lo que Dios me tenía preparado. Y también agradezco el nuevo lugar que se me ha abierto a través de todo el sufrimiento interior. Ahora tengo una vocación nueva. Es la vocación de hablar y escribir desde ese lugar profundo hacia las otras dimensiones de mí mismo y de dirigirme a las vidas llenas de inquietud de otras personas. Tengo que arrodillarme ante el Padre, apoyar mi oído en su pecho y escuchar sin interrupción los latidos de su corazón. Entonces, y sólo entonces, puedo decir con sumo cuidado y muy amablemente lo que oigo. Ahora sé que debo hablar desde la eternidad al tiempo real, desde la alegría duradera a las realidades pasajeras de nuestra corta existencia en este mundo, desde la morada del amor a las moradas del miedo, desde la casa de Dios a las casas de los seres humanos. Soy plenamente consciente de la grandeza de esta vocación. Más aún, estoy totalmente seguro de que éste es el único camino para mí. Podría llamársele visión «profética»: mirar a la gente y a este mundo con los ojos de Dios. 

¿Es ésta una posibilidad real para un ser humano? Más importante aún: ¿es ésta una opción verdadera para mí? No se trata de una cuestión intelectual. Es una cuestión de vocación. Estoy llamado a entrar en mi propio santuario interior donde Dios ha elegido hacer su morada. La única forma de llegar a ese lugar es rezando, rezando constantemente. El dolor y las luchas pueden aclarar el camino, pero estoy seguro de que es únicamente la oración continua la que me permite entrar allí.

Introducción
El hijo menor, el hijo mayor y el padre 

Al año siguiente de ver El Hijo Pródigo por primera vez, mi trayectoria espiritual estuvo marcada por tres fases que me ayudaron a encontrar la estructura de mi historia personal. La primera fase consistió en mi experiencia de ser el hijo menor. Los largos años de enseñanza en la universidad, así como mi intensa implicación en los asuntos de América Central y del Sur, habían hecho que me sintiera algo perdido. Había ido de un sitio a otro, había conocido gente de todo tipo y formado parte de cantidad de movimientos. Pero al final me sentía sin hogar y muy cansado. Cuando vi la manera tan tierna que tenía el padre de apoyar las manos en los hombros de su joven hijo y de acercarlo a su corazón, sentí muy profundamente que aquel hijo perdido era yo y que quería volver como lo hacía él para ser abrazado como él. Durante mucho tiempo pensé en mí mismo como en el hijo pródigo que vuelve a casa, anticipando el momento de ser recibido por mi Padre. Entonces, casi inesperadamente, algo cambió en mi perspectiva. 

Después de un año en Francia y tras mi visita al Hermitage en San Petersburgo, los sentimientos de desesperación que habían hecho que me identificara tan fuertemente con el hijo más joven volvieron al fondo de mi conciencia. Había decidido ya marcharme a Daybreak, por lo que me sentía más seguro de mí mismo que antes. La segunda fase en mi trayectoria espiritual comenzó una mañana mientras hablaba del cuadro de Rembrandt con Bart Gavigan, un amigo de Inglaterra que había llegado a conocerme muy profundamente el año anterior. Mientras explicaba a Bart lo intensamente que había llegado a identificarme con el hijo menor, me miró atentamente y dijo: «Me pregunto si no serás más bien como el hijo mayor». 

Con estas palabras abrió un espacio nuevo dentro de mí. Francamente, nunca había pensado en mí mismo como en el hijo mayor, pero una vez que Bart me enfrentó a esa posibilidad, miles de ideas comenzaron a darme vueltas por la cabeza. Lo primero que pensé es que, efectivamente, soy el mayor de mis hermanos; después, caí en la cuenta de lo obediente que había sido a lo largo de mi vida. Cuando tenía seis años ya quería ser sacerdote y nunca cambié de opinión. Nací, fui bautizado, confirmado y ordenado en la misma iglesia y siempre obedecí a mis padres, a mis profesores, a mis obispos y a mi Dios. Nunca me fui de casa, jamás perdí el tiempo ni malgasté el dinero en búsquedas sensuales, tampoco había «embotado mi corazón por el exceso de comida, la embriaguez y las preocupaciones de la vida». (Le 21,34). 

Durante toda mi vida fui responsable, tradicional y hogareño. Pero, con todo, había estado tan perdido como el hijo menor. De repente, me vi de una forma totalmente nueva. Vi mis celos, mi cólera, mi susceptibilidad, mi cabezonería, mi resentimiento y, sobre todo, mi sutil fariseísmo. Vi lo mucho que me quejaba y comprobé que gran parte de mis pensamientos y de mis sentimientos eran manejados por el resentimiento. Por un momento me pareció imposible que alguna vez hubiera podido pensar en mí como en el hijo menor. Con toda seguridad, yo era el hijo mayor, pero estaba tan perdido como su hermano, aunque hubiera estado «en casa» toda mi vida. Había trabajado mucho en la granja de mi padre, pero nunca había disfrutado completamente de la alegría de estar en casa. En vez de estar agradecido por todos los privilegios que había recibido, me había convertido en una persona resentida: 

celosa de mis hermanos y hermanas menores que habían corrido tantos riesgos y que, a pesar de todo, eran recibidos tan calurosamente. Durante mi primer año en Daybreak, aquel comentario tan perspicaz de Bart siguió iluminando mi vida interior. Pero iban a suceder más cosas. En los meses que siguieron a la celebración del treinta aniversario de mi ordenación como sacerdote, fui entrando en una profunda oscuridad interior y comencé a sentir una intensa angustia. Llegué a un punto en que ya no me sentía a salvo en mi comunidad y tuve que marcharme para buscar ayuda y trabajar directamente en mi curación profunda. Los pocos libros que me llevé trataban de Rembrandt y de la parábola del hijo pródigo. En el tiempo que viví en un lugar aislado, lejos de mis amigos y de mi comunidad, encontré gran consuelo en la lectura de la tormentosa vida del gran pintor holandés y en el aprendizaje de más datos acerca de la trayectoria agonizante que le llevó a pintar su magnífica obra. Durante horas me quedaba mirando los espléndidos dibujos y cuadros que pintó entre dificultades, desilusiones y tristezas, y llegué a comprender cómo de su pincel emergió la figura de un anciano casi ciego abrazando a su hijo en un gesto de perdón y compasión. Una persona tiene que morir muchas veces y derramar muchas lágrimas para poder pintar un retrato de Dios con tanta humildad (Paul Baudiquet, La vieet l’oeuvre de Rembrandt, Paris, ACREdition - Vilo, 1984, págs. 210 y 238).

Fue durante este período de inmensa tristeza interior cuando otro amigo pronunció la palabra que más necesitaba oír e inició la tercera fase de mi trayectoria espiritual. Sue Mosteller, que estaba en la comunidad de Daybreak desde principios de los setenta y que había insistido en su momento en llevarme allí, me prestó una ayuda indispensable cuando las cosas se pusieron difíciles y me ayudó a luchar contra todo para alcanzar la auténtica libertad interior. Cuando fue a visitarme a mi «hermitage» y me habló de El Hijo Pródigo, dijo: «Tanto si eres el hijo mayor como si eres el hijo menor, debes caer en la cuenta de que a lo que estás llamado es a ser el padre». Aquellas palabras me cayeron como un jarro de agua fría porque, después de todos aquellos años viviendo con el cuadro y mirando al anciano sosteniendo a su hijo, jamás se me ocurrió que el padre era quien expresaba más plenamente mi vocación en la vida. Sue no me dio la oportunidad de protestar: 

«Toda tu vida has estado buscando amigos, suplicando afecto; has estado interesado en miles de cosas, has rogado que te apreciaran, que te quisieran, que te consideraran. Ha llegado la hora de reclamar tu verdadera vocación: ser un padre que puede acoger a sus hijos en casa sin pedirles explicaciones y sin pedirles nada a cambio. Mira al padre de tu cuadro y verás lo que estás llamado a ser. Nosotros, en Daybreak, y la mayor parte de la gente que te rodea, no necesitamos que seas un buen amigo o un buen hermano. Lo que necesitamos es que seas un padre capaz de reclamar para sí la autoridad de la verdadera compasión». Mirando al anciano vestido con aquel manto rojo, sentía una profunda resistencia a pensar en mí de aquella forma. Me identificaba más con el joven derrochador o con el rencoroso hijo mayor. Pero la idea de ser como aquel anciano que no tenía nada que perder porque ya lo había perdido todo y sólo le quedaba dar, me abrumaba. Sin embargo, Rembrandt murió cuando tenía sesenta y tres años y yo estoy más cerca de esa edad que de la de cualquiera de los dos hijos. Rembrandt buscaba ponerse en el lugar del padre; ¿por qué no iba yo a hacer lo mismo? 

El año y medio que ha pasado desde que Sue Mosteller me lanzó el reto ha sido un tiempo de empezar a exigirme mi paternidad espiritual. Ha sido una lucha lenta y muy dura, y todavía a veces siento deseos de permanecer en el papel de hijo y no crecer nunca. Pero también he saboreado la inmensa alegría de los hijos que vuelven a casa, la alegría de imponerles las manos en un gesto de perdón y bendición. He empezado a conocer lo que significa ser un padre que no hace preguntas sino que lo único que quiere es acoger a sus hijos en casa. Todo lo que he vivido desde mi primer encuentro con aquella representación del cuadro de Rembrandt no sólo me ha dado la inspiración para escribir este libro, sino que también me dio la idea para estructurarlo. 

Primero me reflejaré en el hijo menor, después en el mayor, y por último en el padre. Porque, de hecho, soy el hijo menor, soy el hijo mayor, y estoy en camino de convertirme en el padre. Y para vosotros, los que vais a realizar este viaje espiritual conmigo, espero y rezo para que descubráis en vuestro interior no sólo a los hijos extraviados, sino también al padre y la madre compasivos que es Dios.



EL HIJO PRÓDIGO - DAN STEVERS

TE VOY A ESCANDALIZAR. 
El padre no mandó que su hijo entrara a la fiesta - José H. Prado Flores

Casi nadie nos habla del hijo mayor, y esta parábola fue dicha por Jesús, precisamente, para los escribas y fariseos, aunque se fotografiáran como hijo mayor y, se creían los mayores, por eso, yo te voy a decir que cuando él llega a casa, y atención, el hijo menor llegó a su padre, el hijo mayor llegó a la casa, no es lo mismo, ya que hay una gran diferencia; cuando el hijo mayor escucha la música, los bailes,  se queda fuera y no quiere entrar y él tiene una excusa muy válida: yo siempre y, desde hace muchos años, te he estado sirviendo y, siempre te he obedecido en todo (no le dice Padre).

El padre, entonces, salió y le pedía, le rogaba que entrara en la fiesta, no le dió ninguna orden al respecto; por eso,  el Padre no les dá una orden porque entonces, el hijo la iba a obedecer, y el Padre no quiere hijos obedientes, quiere hijos felices, que entren a la fiesta, que bailen, se abracen a su hermanos. Por eso, creo que el Padre no le ordenó a su hijo que entrara, porque estaba seguro que el hijo obedecería, y estaría amargado.
Dios no quiere hijos obedientes. Dios, sobre todo, quiere hijos felicies.