EL Rincón de Yanka: LIBRO "VENEZUELA: MEMORIAS DE UN FUTURO PERDIDO" por RAFAEL OSIO CABRICES

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miércoles, 23 de abril de 2025

LIBRO "VENEZUELA: MEMORIAS DE UN FUTURO PERDIDO" por RAFAEL OSIO CABRICES

VENEZUELA
MEMORIAS 
DE UN FUTURO PERDIDO


Un país del que muchos opinan pero que muy pocos comprenden.
Venezuela es como una ballena que encalló en la playa rodeada de gente atónita. Nadie sabe cómo llegó ahí, pero todos quieren explicarnos las causas. 
¿Qué le ocurrió a este país que durante mucho tiempo parecía ofrecer tanto? Rafael Osío Cabrices responde a esa pregunta desde tres perspectivas: la del periodista que presenció acontecimientos clave y tuvo acceso a sus protagonistas; la del migrante al que la distancia le deja ver su país con otros ojos; y la de un integrante de la última generación que vivió la democracia y creyó en sus promesas de futuro. Ante los interrogantes que deja esa lección de anatomía, Osío enciende la máquina del tiempo y recorre los huracanes que barrieron la ilusión petrolera y pusieron del revés las utopías. Tras la travesía, nos muestra lo que esperan los venezolanos del porvenir: la esperanza de construir algo nuevo con los vestigios de lo que nunca fue. El resultado se percibe como una inolvidable conversación, rica en matices, con un amigo bien informado que desmonta los mitos y te revela, como pocas veces, cómo se siente que la Historia se cuele por la ventana para revolver tu mundo. 
Rafael Osío Cabrices (Caracas, 1973) es editor y periodista. Ha publicado, entre otros, Apuntes bajo el aguacero: cien crónicas empantanadas (La Hoja del Norte, 2013), El horizonte encendido: viaje por la crisis de la democracia latinoamericana (Debate, 2006) y Salitre en el corazón: la vida cotidiana en la Cuba del siglo XXI (Debate, 2003).

INTRODUCCIÓN

Venezuela. Termina en a, como Ucrania, y además tiene una zeta, como Gaza; lleva la fonética de las malas noticias en la tercera década del siglo XXI. La versión que enseñan en la escuela es que el topónimo surgió del comentario despectivo de un cartógrafo de principios del siglo XVI, cuando supo de las chozas indígenas levantadas sobre pilotes en el lago de Maracaibo y le pare­cieron una pobre caricatura de Venecia; la teoría que manejan algunos histo­riadores es que es la degradación de una palabra indígena. A muchos esta­dounidenses les suena igual que Minnesota. Los franceses le meten tres acen­tos. Y los editores de medios y de libros, en medio mundo, lidian desde hace años con el problema de lo largo que es el nombre de este país, lo que com­plica refinar o diseñar tantos titulares de noticias y tantos títulos de libros.

Los venezolanos la decimos sin frotar su uve y sin hacer vibrar su zeta -gra­cias a este acento que nos dejaron los colonizadores canarios- y siempre con una marca emocional que va desde el amor profundo y el orgullo patriótico más básico hasta el hartazgo, el desprecio, el asco y el pavor incontrolable de quien sufre estrés postraumático. En la palabra Venezuela hay muchas cosas, como en familia, pareja, profesión; como en los nombres que damos a las más complejas dimensiones de nuestras existencias. Lo que no hay es una rela­ción serena, lisa, sin conflictos ni sobresaltos. Detrás de esas cuatro sílabas se apretujan la belleza y el horror como en un plano de Apocalypse Now, el éxta­sis y la burla como en el tríptico de El Bosco, y hasta la dolorosa dicotomía de ese verso de Machado que podría ser nuestro: "una de las dos Españas -una de las dos Venezuelas- ha de helarte el corazón".

Hablamos tanto de ella, se escribe tanto sobre ella, se dicen tantas mentiras sobre ella... Éramos una nación desconocida, oculta en la abigarrada fronda de lo latinoamericano, entre los colores de Brasil, los dolores de Cuba, los ho­rrores de Colombia; en el mejor de los casos nos asociaban con reinas de be­lleza, petróleo y béisbol. Ahora, en cambio, somos un tropo y un arma arroja­diza. Nos han descrito como la nueva tumba del imperialismo y el experi­mento socialista que desmentía el fin de la historia de Fukuyama, pero en los últimos años, y cada vez más, como el ejemplo de lo que no se debe hacer con un país. 
Venezuela es un coco que se usa para espantar a los electores.
"Si vo­tan por ______________ nos convertirá en Venezuela" ha sido un insistente argu­mento de campaña en Argentina, Colombia, España, Chile, Perú, Ecuador, México y, en 2024, hasta en Estados Unidos.

Sí, nuestro país tiene un nombre peculiar, sin resonancias clásicas ni heroicas, sino con esa epistemología que no es demasiado grata de recordar: uno puede perfectamente imaginar a Felipe II diciendo "Venezuela" con el mismo tono con que podía decir "mujerzuela" o "ladronzuelo". Pese a eso, ha invadido noticieros, parlamentos, cancillerías, librerías y salones de clase. Mucha gente debe estar harta de la palabra.
Pero si tú has tomado este libro en tus manos, es porque tiene que ver contigo. Leerla o pronunciarla también pulsa una cuerda dentro de ti. Al menos tienes curiosidad. O un amor cuya historia quieres entender. O intereses en ese país. O eres de allá, o lo es tu familia, y todavía albergas preguntas sin respuesta.
Empezando por esta: ¿cómo adquirió Venezuela todos estos significados?

UNA HILERA DE ROCAS PARA ATRAVESAR 
EL PANTANO DE PROPAGANDA

Hay varias maneras de intentar responder esa pregunta. La más sensata, la que siempre debería ser el primer paso, consiste en fijarse en los eventos y los hechos en que los académicos y los periodistas solemos invitar a concentrar la atención. Los facts, que son muy elocuentes, antes que las innumerables, agobiantes opiniones. Porque te habrás dado cuenta de que hay mucha mani­pulación, desde todos los lados, sobre la realidad venezolana, así que lo mejor es centrarse en fuentes que no tienen vínculos con el chavismo o con la oposición.

Empecemos con esta paradoja, que es cierta: Venezuela tiene las mayores reservas probadas de petróleo del planeta -según la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), poco más de 300 mil millones de barriles-, pero en los últimos diez años perdió a cerca de una cuarta parte de su pobla­ción a través de la migración masiva. Lo sabemos porque la Plataforma R4V, que cruza los datos oficiales de los países receptores, estima que en el mundo hay al menos 7,7 millones de migrantes y refugiados venezolanos en junio de 2024, y el último censo nacional que se hizo en Venezuela contó 27 millo­nes, de lo que se estimaba entonces que era un total real de 32 millones.

Algo tiene que haber pasado para que uno de cada cuatro venezolanos haya dejado el país en tan poco tiempo. No fue un huracán,ni un terremoto, ni que el petróleo dejó de valer, ni un conflicto armado. Para el economista Miguel Ángel Santos, lo que ocurrió es el mayor colapso económico que ha sufrido país alguno, en la historia contemporánea, sin haber pasado por una guerra civil: según los datos del Banco Central de Venezuela, solo entre 2013 y 2016 el producto interno bruto per cápita se redujo en un 29,2 %. Es una caída de productividad solo comparable al "periodo especial en tiempo de paz" que vi­vió Cuba justo tras el fin de la ayuda soviética; en el siglo XXI, solo Libia, Irak, Sudán del Sur y República Centroafricana, cuatro países afectados por gue­rras civiles, han registrado mayores contracciones del PIB en tres años. El chavismo y sus aliados alegan que el derrumbe es en realidad "una guerra económica" cuyas armas son las sanciones de países como Estados Unidos, pero las primeras medidas de este tipo que afectaron, no a individuos sino a instituciones del Estado venezolano, se emitieron en 2017.

Las imágenes del derrumbe te sonarán, si es que no fuiste parte de esas esce­nas que nunca quisimos haber visto: supermercados desabastecidos, gente comiendo de la basura, quirófanos a oscuras, familias famélicas posando junto a sus refrigeradores vacíos.Como era fácil de ver en los puentes que se­paran Venezuela de Colombia, cientos de miles de personas empezaron a irse como podían, en avión, en bote o a pie, a otros países, para poder alimentarse a sí mismos o a sus familias,o conseguir tratamiento inaplazable para el cán­cer o el sida. Uno de los esfuerzos que se hicieron para documentar lo que estaba ocurriendo en Venezuela, a cargo de Human Rights Watch y de expertos en salud pública de la Universidad Johns Hopkins, describió lo que se conoce como una emergencia humanitaria compleja: una combinación simultánea de escasez y carestía de alimentos, medicinas e insumos esenciales; colapso de todos los servicios que brinda un Estado; violencia y autoritarismo. Las plagas bíblicas pero con mosquitos transmisores de paludismo en vez de lan­gostas, y redes sociales en el lugar de la voz retumbante de Yahvé.

Las hambrunas, como ha probado el gran economista indio Amartya Sen (2000), son más probables en las autocracias. En Venezuela no se ha decla­rado una hambruna , pero existe consenso entre los investigadores de que hay una relación entre la crisis humanitaria y el desmantelamiento de la demo­cracia. 
¿Es el Gobierno de Nicolás Maduro una dictadura? ¿Lo eran los Gobier­nos de Chávez? (SON UNAS NARCOTIRANÍAS)
Unos Gobiernos dicen que sí, otros que no, como pasa hasta con Cuba e incluso Arabia Saudí o Corea del Norte. Esta secuencia de hitos te permitirá responderte esas dos preguntas. Hugo Chávez y otros militares in­tentaron derrocar al Gobierno, sin éxito, mediante dos intentos de golpes de Estado. Al salir de la cárcel lanzaron un movimiento político que los llevó al poder mediante elecciones. A partir de allí, con un apoyo popular fuerte pero variable, usaron la riqueza petrolera para hacerse un Estado a su medida. 

Un Chávez que venía volviéndose cada vez más autoritario ganó su última elec­ción a finales de 2012, enfermo de cáncer. Falleció pocos meses después y dejó tras de sí un petra-Estado en bancarrota. Su heredero político intensificó las peores prácticas de los Gobiernos de Chávez ante la realidad que le tocó: permanecer en el poder sin el dinero y la popularidad del líder muerto. Fue declarado ganador de las elecciones de 2013; aplastó una ola de protestas en 2014; cuando la oposición ganó la mayoría en el parlamento, la privó de sus atribuciones con un legislativo paralelo. Reprimió, con mucha más dureza, una gran revuelta popular en 2017. Se hizo reelegir de manera ilegítima en 2018, y ha sido capaz de mantener la alianza de militares, funcionarios y em­ presarios que lo sostienen. Para ello, su Gobierno ha practicado de manera sistemática la persecución judicial y política, la censura y la violencia ex­trema a cargo de fuerzas policiales, militares y paramilitares. Es lo que han dicho, entre muchos otros, la misión internacional independiente de determinación de hechos del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, el Alto Co­misionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Amnistía Internacional, Human Rights Watch y la Corte Penal Internacional, que inició una investigación sobre el régimen de Maduro por crímenes de lesa humanidad.

Desde el 28 de julio de 2024 tenemos otro fact para completar el cuadro: en las elecciones presidenciales que se hicieron ese día, el candidato de la oposi­ción, Edmundo González -el único al que a última hora el régimen de Ma­duro dejó competir - ganó con más del 70º/o de los votos. El Consejo Nacional Electoral, a cargo de un amigo de la esposa de Maduro, anunció algo comple­tamente distinto, pero la oposición publicó la mayoría de las actas impresas por las máquinas de votación, mediante una operación de vigilancia ciuda­dana que involucró a decenas de miles de voluntarios. Medios como El País y The New York Times, unos cuantos académicos en distintas universidades y el Centro Carter, que había sido aceptado por Maduro como observador de los comicios, determinaron que los datos publicados por la oposición son confia­bles y que Maduro cometió el mayor fraude electoral de lo que va del siglo XXI en América. Tan único en este siglo como el desastre económico del que quieren separarse quienes votaron contra él.

LO QUE LATE BAJO LOS REPORTES

Esos son los hechos de partida, que te ponen la cabeza a volar si te atreves a meditar sobre sus magnitudes, sus ramificaciones. Hay muchos más, claro, pero ahí tenemos los rasgos esenciales que debes conocer de entrada si quie­res comprender Venezuela. Porque eso no es un país, digamos, "normal", ni siquiera en el contexto latinoamericano, ni siquiera ante lo poco que significa ya normalidad en estos tiempos. Así que si vamos a tener una conversación racional, productiva, útil, debemos primero poner sobre la mesa los factores que explican por qué Venezuela ha estado siendo evacuada si en teoría, como dice un cliché, "flota sobre un mar de petróleo".
Pero los reportes, que son cada vez más abundantes y que pueden ser muy enjundiosos , no alcanzan tampoco a describirlo todo, de la misma manera en que los episodios estelares de la saga, como la tragedia de Vargas en 1999, la crisis política de 2002 o el apagón de 2019, tampoco abarcan toda la historia, aun cuando cada uno de ellos contiene su propio laberinto de mitos, acertijos, héroes, villanos y símbolos.

Además de las investigaciones de los especialistas,la resignificación de Vene­ zuela se entiende a través de grandes historias sobre las decisiones que toma­ ron diversos individuos. Algunas se han contado en otros libros. Como la de la jueza que liberó a un empresario al que el Gobierno quería condenar y fue encarcelada, sometida a una violación sistemática de sus derechos civiles, y terminó con cáncer a causa del abuso sexual que sufrió en prisión a manos de un custodio. O la del agricultor que hizo una huelga de hambre para que le devolvieran las tierras que el Estado le había quitado, y sucumbió a ella mien­ tras el Gobierno, lejos de ceder, lo declaraba loco. Otras no se han contado bien todavía, como la del director de orquesta más famoso del mundo, que alzó la batuta para hacer música en momentos en que hubiera sido mejor ha­ cer silencio, y la diosa de la pista de atletismo que abraza a un general investi­gado por sentarse en la cima de la cadena de mando que condujo la orden de perpetrar crímenes atroces.

Han pasado tantas, tantas cosas, que esas vidas, y muchas, demasiadas muer­tes, empiezan a confundirse entre sí. Los personajes entran en las escenas que no les tocan. Nos enredamos con el orden de los acontecimientos. Hemos comen­ zado a recordarlo todo mal, balbuciendo incoherencias como si estuviéramos so­ ñando nuestra historia reciente como nación en una siesta pegajosa.

Ojalá no olvidemos esos otros lados, menos visibles, más opacos, del poliedro de significados dentro de la palabra Venezuela. Eso que no se puede cuantifi­car, que no cabe en el gráfico de un artículo académico, y que es elusivo, res­ baladizo hasta para los cronistas más hábiles. Momentos que no solo nos han marcado, sino que -como expresiones de ese otro país en que se transformó el nuestro- nos han hecho otras personas. Las cosas que a veces ni queremos relatar ante la gente que nos rodea, ni siquiera cuando se han ido a dormir los niños. Ciertos síntomas de la gran enfermedad que nos consumiría, puntas de un iceberg de hielo sucio escorando hacia nuestro crucero nocturno; mo­mentos casi inverosímiles que daban una idea de todo lo que podía estar pa­sando en el país para que fueran posibles.

Como ese mediodía en Maracaibo -una ciudad que ha estado en una ola de ca­ lor continua desde la última Edad del Hielo- en que los forenses de un hospital público sacaron a la calle varios cadáveres, envueltos en sus sábanas sobre sus camillas, en una protesta desesperada por la falta de refrigeración en la morgue donde eran obligados a trabajar. Como la secuencia audiovisual con la que nos enteramos de que un piloto de la policía se había alzado contra el Gobierno cuando corrió, por Twitter, la foto que se hizo tomar mientras sobrevolaba Cara­cas en el helicóptero del que se apoderó, seguida, al final de semanas de cacería humana, por un video en el que él daba su último mensaje mientras bombardea­ ban la cabaña donde se había escondido, y al final el difundido por los comandos que lo mataron: el de un cohete dando de lleno en la casa bajo asedio. Hemos visto linchamientos en los celulares. Hemos admitido que no podemos contar los suicidios. Hemos detectado que ha habido muchachas, adolescentes que se han esfumado en los bosques de la frontera, las minas del sur o las olas del Caribe.

Y está lo demás, que también es esencial. Los sapitos cantando en la noche. El azul de enero. El olor de las tejas de las casas después de un aguacero. Un puñado de niños lanzándoles sardinas a los albatros tijeretas en un pueblo pesquero.

Venezuela no es solo una crisis humanitaria en dictadura. Es uno de los diez países con mayor diversidad biológica, un tesoro natural de sus habitantes y del planeta. También es una rica y sofisticada cultura, que no solo no ha muerto sino que se enriquece ahora que viaja con quienes nos fuimos, y seda a conocer como nunca antes.
Sobre todo, es una entidad viva. Venezuela está muy mal, pero no ha muerto. Se está transformando, de una manera mucho más compleja de lo que parece. No todo en ella son desgracias, no todo en el balance son mermas. En vez de darla por perdida, hay que mirarla más de cerca, llamar a las cosas por su nombre, contar su historia -nuestras historias- con la precisión, la ira, el cariño, la sensualidad, el volumen, el respeto que merecen.

TOMA UN VASO Y SÍRVETE

La vida me ha enseñado a no ser chovinista. No me parece que Venezuela posea las mejores playas de los siete mares. Sé que su cacao es extraordinario pero he probado muchos chocolates deliciosos que vienen de lugares muy diversos. Y los quesos frescos de mi país son los dueños de mi corazón, pero debo admitir que se puede vivir sin ellos, ante la inmensa oferta que existe en ese campo.
Persiste en mí, sin embargo, un rincón para el chovinismo: y ahí está el ron.



¿Dónde está el dinero robado y saqueado a Venezuela?

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