EL CISNE
NEGRO
EL IMPACTO DE LO
ALTAMENTE IMPROBABLE
¿Qué es un «cisne negro»? Un hecho improbable, impredecible y de consecuencias imprevisibles.
Un «cisne negro» es un hecho improbable, cuyas consecuencias son importantes y todas las explicaciones que se puedan ofrecer a posteriori no tienen en cuenta el azar y sólo buscan encajar lo imprevisible en un modelo perfecto. El éxito de Google y YouTube, y hasta el 11-S, son «cisnes negros». Con ironía, irreverencia y un profundo conocimiento de los caprichos del mundo real, Taleb nos conduce por los deliciosos vericuetos de lo improbable.
Recuperamos el gran beststeller de Nassim Nicholas Taleb en el que se nos presenta una manera diferente de ver el mundo, dando la importancia que merecen aquellos eventos que subyacen nuestras vidas pero que ocurren de forma fortuita, los «cisnes negros».
Durante años, Nassim Nicholas Taleb ha estudiado cómo nos engañamos al pensar que creemos saber más de lo que realmente sabemos, y por qué perdemos el tiempo con lo irrelevante e intrascendente, cuando en realidad nuestro mundo gira alrededor de los grandes acontecimientos que nos sorprenden.
En este fascinante ensayo, el autor nos explica lo que sabemos y lo que ignoramos, nos dibuja las fronteras entre realidad y percepción, y nos abre las puertas del increíble mundo de los «cisnes negros», esos sucesos impredecibles pero con un impacto inabarcable. Para intentar entenderlos, elaboramos explicaciones que no tienen en cuenta el azar y que solo buscan encajar lo imprevisible en un modelo perfecto.
Estas partes integrantes de nuestro mundo, que incluyen desde el auge de las religiones hasta los acontecimientos de nuestra vida personal, el éxito de Google y YouTube o incluso el 11S, son imposibles de identificar hasta después de que haya sucedido. Según Taleb, esto se debe a que los humanos aprendemos a centrarnos en los hechos específicos, más que en los generales. Nos empeñamos en investigar las cosas ya sabidas, obviando lo que desconocemos, lo que nos impide reconocer nuevas oportunidades.
En El cisne negro, un ensayo elegante, sorprendente y con reflexiones de alcance universal, Taleb nos enseña cómo dejar de intentar de predecirlo todo y aprovecharnos de la incertidumbre. Esta obra, un cisne negro en sí mismo, transformará nuestra manera de mirar el mundo.
PRÓLOGO
DEL PLUMAJE DE LAS AVES
Antes del descubrimiento de Australia, las personas del Viejo Mundo estaban convencidas de que todos los cisnes eran blancos, una creencia irrefutable pues parecía que las pruebas empíricas la confirmaban en su totalidad. La visión del primer cisne negro pudo ser una sorpresa interesante para unos pocos ornitólogos (y otras personas con mucho interés por el color de las aves), pero la importancia de la historia no radica aquí. Este hecho ilustra una grave limitación de nuestro aprendizaje a partir de la observación o la experiencia, y la fragilidad de nuestro conocimiento. Una sola observación puede invalidar una afirmación generalizada derivada de milenios de visiones confirmatorias de millones de cisnes blancos. Todo lo que se necesita es una sola (y, por lo que me dicen, fea) ave negra.
Doy un paso adelante, dejando atrás esta cuestión lógico-filosófica, para entrar en la realidad empírica, la cual me obsesiona desde niño. Lo que aquí llamamos un Cisne Negro (así, en mayúsculas) es un suceso con los tres atributos que siguen.
Primero, es una rareza, pues habita fuera del reino de las expectativas normales, porque nada del pasado puede apuntar de forma convincente a su posibilidad. Segundo, produce un impacto tremendo (al contrario que el ave). Tercero, pese a su condición de rareza, la naturaleza humana hace que inventemos explicaciones de su existencia después del hecho, con lo que se hace explicable y predecible.
Me detengo y resumo el tercero: rareza, impacto extremo y predictibilidad retrospectiva (aunque no prospectiva).* Una pequeña cantidad de Cisnes Negros explica casi todo lo concerniente a nuestro mundo, desde el éxito de las ideas y las religiones hasta la dinámica de los acontecimientos históricos y los elementos de nuestra propia vida personal. Desde que abandonamos el Pleistoceno, hace unos diez milenios, el efecto de estos Cisnes Negros ha ido en aumento. Empezó a incrementarse durante la Revolución industrial, a medida que el mundo se hacía más complicado, mientras que los sucesos corrientes, aquellos que estudiamos, de los que hablamos y que intentamos predecir por la lectura de la prensa, se han hecho cada vez más intrascendentes.
Imaginemos simplemente qué poco de nuestra comprensión del mundo en las vísperas de los sucesos de 1914 nos habría ayudado a adivinar lo que iba a suceder a continuación. (No vale engañarse echando mano de las repetidas explicaciones que el aburrido profesor del instituto nos metió a machamartillo en la cabeza.) ¿Y del ascenso de Hitler y la posterior guerra mundial? ¿Y de la precipitada desaparición del bloque soviético? ¿Y de las consecuencias de la aparición del fundamentalismo islámico? ¿Y de los efectos de la difusión de Internet? ¿Y de la crisis bursátil de 1987 (y de la más inesperada recuperación)? Las tendencias, las epidemias, la moda, las ideas, la emergencia de las escuelas y los géneros artísticos, todos siguen esta dinámica del Cisne Negro. Prácticamente, casi todo lo importante que nos rodea se puede matizar.
Esta combinación de poca predictibilidad y gran impacto convierte el Cisne Negro en un gran rompecabezas; pero no está ahí aún el núcleo de lo que nos interesa en este libro. Añadamos a este fenómeno el hecho de que tendemos a actuar como si eso no existiera. Y no me refiero sólo al lector, a su primo Joey o a mí, sino a casi todos los «científicos sociales» que, durante más de un siglo, han actuado con la falsa creencia de que sus herramientas podían medir lo incierto. Y es que la aplicación de la ciencia de la incertidumbre a los problemas del mundo real ha tenido unos efectos ridículos. Yo he tenido el privilegio de verlo en las finanzas y la economía. Preguntémosle a nuestro corredor de Bolsa cómo define «riesgo», y lo más probable es que nos proporcione una medida que excluya la posibilidad del Cisne Negro y, por tanto, una definición que no tiene mejor valor predictible que la astrología para valorar los riesgos totales (ya veremos cómo disfrazan el fraude intelectual con las matemáticas). Este problema es endémico en las cuestiones sociales.
La idea central de este libro es nuestra ceguera respecto a lo aleatorio, en particular las grandes desviaciones: ¿por qué nosotros, científicos o no científicos, personas de alto rango o del montón, tendemos a ver la calderilla y no los billetes? ¿Por qué seguimos centrándonos en las minucias, y no en los posibles sucesos grandes e importantes, pese a las evidentes pruebas de lo muchísimo que influyen? Y, si seguimos con mi argumentación, ¿por qué de hecho la lectura del periódico disminuye nuestro conocimiento del mundo?
Es fácil darse cuenta de que la vida es el efecto acumulativo de un puñado de impactos importantes. No es tan difícil identificar la función de los Cisnes Negros desde el propio sillón (o el taburete del bar). Hagamos el siguiente ejercicio. Pensemos en nuestra propia existencia. Contemos los sucesos importantes, los cambios tecnológicos y los inventos que han tenido lugar en nuestro entorno desde que nacimos, y comparémoslos con lo que se esperaba antes de su aparición. ¿Cuántos se produjeron siguiendo un programa? Fijémonos en nuestra propia vida, en la elección de una profesión, por ejemplo, o en cuando conocimos a nuestra pareja, en el exilio de nuestro país de origen, en las traiciones con que nos enfrentamos, en el enriquecimiento o el empobrecimiento súbitos. ¿Con qué frecuencia ocurrió todo esto según un plan preestablecido?
Lo que no sabemos
La lógica del Cisne Negro hace que lo que no sabemos sea más importante que lo que sabemos.* Tengamos en cuenta que muchos Cisnes Negros pueden estar causados y exacerbados por el hecho de ser inesperados.
Pensemos en el atentado terrorista del 11 de septiembre de 2001: si el riesgo hubiera sido razonablemente concebible el día 10, no se habría producido el atentado. Si una posibilidad como ésa se hubiera considerado digna de atención, aviones de combate habrían sobrevolado las Torres Gemelas, las aeronaves hubiesen dispuesto de puertas antibalas y el atentado no habría tenido lugar, y punto. Podría haber ocurrido otra cosa. ¿Qué? No lo sé.
¿No es extraño ver que un suceso se produce precisamente porque no se esperaba que fuera a ocurrir? ¿Qué tipo de defensa tenemos contra ello? Cualquier cosa que se nos ocurra (que Nueva York es un blanco fácil para los terroristas, por ejemplo) puede resultar ineficaz si el enemigo sabe que lo sabemos. Quizá parezca raro que, en un juego estratégico de este tipo, lo que sabemos pueda ser por completo intrascendente.
Esto se aplica a toda clase de sucesos y negocios. Pensemos en la «receta secreta» para forrarse en el negocio de la restauración. Si fuera conocida y obvia, entonces algún vecino habría dado con la idea y ésta se habría convertido en algo corriente. El siguiente gran negocio en la industria de la restauración debe ser una idea que no se le ocurra fácilmente a la actual población de restauradores. Debe estar a cierta distancia de las expectativas. Cuanto más inesperado sea el éxito de esa empresa, menor será el número de competidores, y mayor éxito tendrá el emprendedor que lleve la idea a la práctica. Lo mismo se puede decir del negocio del calzado, de la edición o de cualquier tipo de empresa. Y lo mismo cabe decir de las teorías científicas: a nadie le interesa oír trivialidades. El beneficio de una empresa humana es, en general, inversamente proporcional a lo que se esperaba que fuera.
Pensemos en el tsunami que se produjo en el Pacífico en diciembre de 2004. De haber sido esperado, no hubiera causado los daños que causó: las zonas afectadas hubieran estado menos pobladas, se habría instalado un sistema de alarma preventiva. Lo que sabemos realmente no nos puede hacer daño.
Expertos y «trajes vacíos» (farsantes)
La incapacidad de predecir las rarezas implica la incapacidad de predecir el curso de la historia, dada la incidencia de estos sucesos en la dinámica de los acontecimientos.
Pero actuamos como si fuéramos capaces de predecir los hechos o, peor aún, como si pudiésemos cambiar el curso de la historia. Hacemos proyecciones a treinta años del déficit de la seguridad social y de los precios del petróleo, sin darnos cuenta de que ni siquiera podemos prever unos y otros para el verano que viene. Nuestros errores de previsión acumulativos sobre los sucesos políticos y económicos son tan monstruosos que cada vez que observo los antecedentes empíricos tengo que pellizcarme para verificar que no estoy soñando. Lo sorprendente no es la magnitud de nuestros errores de predicción, sino la falta de conciencia que tenemos de ellos. Y esto es aún más preocupante cuando nos metemos en conflictos mortales: las guerras son fundamentalmente imprevisibles (y no lo sabemos). Debido a esta falsa comprensión de las cadenas causales entre la política y las acciones, es fácil que provoquemos Cisnes Negros gracias a la ignorancia agresiva, como el niño que juega con un kit de química.
Nuestra incapacidad para predecir en entornos sometidos al Cisne Negro, unida a una falta general de conciencia de este estado de las cosas, significa que determinados profesionales, aunque creen que son expertos, de hecho no lo son. Si consideramos los antecedentes empíricos, resulta que no saben sobre la materia de su oficio más que la población en general, pero saben contarlo mejor o, lo que es peor, saben aturdirnos con complicados modelos matemáticos. También es más probable que lleven corbata.
Dado que los Cisnes Negros son impredecibles, tenemos que amoldarnos a su existencia (más que tratar ingenuamente de preverlos). Hay muchas cosas que podemos hacer si nos centramos en el anticonocimiento, o en lo que no sabemos. Entre otros muchos beneficios, uno puede dedicarse a buscar Cisnes Negros (del tipo positivo) con el método de la serendipidad, llevando al máximo nuestra exposición a ellos. En efecto, en algunos ámbitos —como el del descubrimiento científico y el de las inversiones de capital en empresas conjuntas— hay una compensación desproporcionada de lo desconocido, ya que lo típico es que, de un suceso raro, uno tenga poco que perder y mucho que ganar. Veremos que, contrariamente a lo que se piensa en el ámbito de la ciencia social, casi ningún descubrimiento, ninguna tecnología destacable surgieron del diseño y la planificación: no fueron más que Cisnes Negros. La estrategia de los descubridores y emprendedores es confiar menos en la planificación de arriba abajo y centrarse al máximo en reconocer las oportunidades cuando se presentan, y juguetear con ellas. De modo que no estoy de acuerdo con los seguidores de Marx y los de Adam Smith: si los mercados libres funcionan es porque dejan que la gente tenga suerte, gracias al agresivo método del ensayo y error, y no dan a las personas recompensas ni «incentivos» por su destreza. Así pues, la estrategia es juguetear cuanto sea posible y tratar de reunir tantas oportunidades de Cisne Negro como se pueda.
Aprender a aprender
Otro defecto humano afín procede de la concentración excesiva en lo que sabemos: tendemos a aprender lo preciso, no lo general.
¿Qué aprendimos de lo ocurrido el 11-S? ¿Aprendimos que algunos sucesos, debido a su dinámica, se sitúan en gran parte fuera del ámbito de lo predecible? No. ¿Descubrimos el defecto inherente de la sabiduría convencional? No. ¿Qué es lo que averiguamos? Aprendimos unas reglas precisas para evitar a los prototerroristas islámicos y los edificios altos. Muchas personas siguen recordándome que es importante ser prácticos y dar pasos tangibles, en vez de «teorizar» sobre el conocimiento. La historia de la línea Maginot demuestra que estamos condicionados por lo específico. Al concluir la Gran Guerra, los franceses construyeron un muro siguiendo la ruta de la anterior invasión alemana para prevenir una nueva invasión; Hitler no hizo sino limitarse, (casi) sin esfuerzo alguno, a rodearla. Los franceses habían sido unos excelentes estudiantes de historia; lo que ocurrió es que aprendieron con excesiva precisión. Fueron demasiado prácticos y se centraron de forma exagerada en su propia seguridad.
No aprendemos espontáneamente que no aprendemos que no aprendemos. El problema radica en la estructura de nuestra mente: no aprendemos reglas sino hechos, y sólo hechos. Parece que no somos muy dados a elaborar metarreglas (como la regla de que tenemos tendencia a no aprender reglas). Desdeñamos lo abstracto; lo despreciamos con pasión.
¿Por qué? En este punto es necesario, como lo es en mis planes para el resto del libro, poner boca abajo la sabiduría convencional y demostrar que es inaplicable para nuestro entorno moderno, complejo y cada vez más recursivo.*
Pero hay una pregunta de mayor calado: ¿para qué está hecha nuestra mente? Se diría que disponemos del manual del usuario equivocado. No parece que nuestra mente esté hecha para pensar ni practicar la introspección; de ser así, las cosas nos serían hoy día más fáciles, pero entonces no estaríamos aquí hoy, ni yo me hallaría aquí para hablar de ello: mi ancestro contrafactual, introspectivo y profundamente reflexivo habría sido devorado por un león, al tiempo que su primo no reflexivo, pero de mayor velocidad en sus reacciones, habría corrido a protegerse. Consideremos que pensar requiere tiempo y, normalmente, un gran desperdicio de energía; que nuestros predecesores pasaron más de cien millones de años como mamíferos no pensantes, y que en ese instante que ha sido nuestra historia y durante el que hemos empleado nuestro cerebro, lo hemos utilizado para ocuparnos de temas demasiado secundarios como para ser importantes. Las pruebas demuestran que pensamos mucho menos de lo que creemos, a excepción, quizá, de cuando pensamos en esta misma realidad.
UN NUEVO TIPO DE INGRATITUD
Entristece bastante pensar en las personas a quienes la historia ha maltratado. Los poètes maudits, como Edgar Allan Poe o Arthur Rimbaud, fueron despreciados por la sociedad y posteriormente adorados y de consumo obligado para los escolares. (Incluso hay escuelas que llevan el nombre de quienes en su día fueron unos malísimos estudiantes.) Lamentablemente, ese reconocimiento le llegó al poeta demasiado tarde para que le aprovechara como podrían haberle aprovechado unos tragos de serotonina, o para apuntalar su romántica vida en la Tierra. Pero hay héroes aún peor tratados: la muy triste categoría de aquellos que no saben que ueron héroes, que nos salvaron la vida, que nos ayudaron a evitar desastres. No dejaron rastro y ni siquiera supieron que estaban haciendo una aportación. Recordamos a los mártires que murieron por una causa conocida, pero nunca a aquellos cuya contribución fue igual de efectiva, pero de cuya causa nunca fuimos conscientes, precisamente porque tuvieron éxito. Nuestra ingratitud hacia los poètes maudits se diluye completamente ante este otro tipo de desagradecimiento. Es una ingratitud mucho más despiadada: la sensación de inutilidad por parte de un héroe silencioso. Lo ilustraré con el siguiente experimento del pensamiento.
Imaginemos que un legislador con coraje, influencia, inteligencia, visión de futuro y perseverancia consigue hacer aprobar una ley que va a entrar en vigor el 10 de septiembre de 2001; la ley obliga a colocar puertas a prueba de bala, y que estén permanentemente cerradas, en todas las cabinas de los aviones (lo cual supone unos gastos enormes para las batalladoras compañías aéreas), sólo por si los terroristas decidieran utilizar aviones para atacar el World Trade Center de Nueva York. Ya sé que es una locura, pero sólo se trata de un experimento del pensamiento (soy consciente de que es posible que no exista un legislador con inteligencia, coraje, visión de futuro y perseverancia; ahí está el quid del experimento). Tal ley no sería muy popular entre el personal de vuelo, pues les complica la vida. Pero no hay duda de que hubiera evitado el 11-S.
La persona que impuso cerraduras en las puertas de las cabinas no tiene estatua en las plazas públicas, tan sólo una breve mención de su aportación en el obituario: «Joe Smith, que ayudó a evitar el 11-S, murió a consecuencia de una enfermedad hepática». Al ver lo superflua que fue su medida, y los gastos que generó, bien pudiera ser que el público, con gran ayuda de los pilotos de líneas aéreas, lo alejara del poder. Vox clamantis in deserto. Se jubilará deprimido, con una gran sensación de fracaso. Morirá con la impresión de no haber hecho nada útil. Quisiera poder asistir a su entierro, pero, querido lector, no sé dónde está. Y sin embargo, el reconocimiento puede ser todo un incentivo. Créame, incluso quienes dicen sinceramente que no creen en el reconocimiento, y que separan el trabajo de los frutos del mismo, en realidad éste les supone un trago de serotonina. Pensemos cómo se recompensa al héroe silencioso: hasta su propio sistema hormonal conspirará para no ofrecerle recompensa alguna.
Ahora pensemos en lo sucedido el 11-S. Una vez acaecido lo acaecido, ¿quién se llevó el reconocimiento? Aquellos a quienes vimos en los medios de comunicación, en la televisión realizando actos heroicos, y aquellos a quienes vimos que intentaban darnos la impresión de que estaban realizando actos heroicos. En esta última categoría se incluye a alguien como el director de la Bolsa de Nueva York, Richard Grasso, que «salvó la Bolsa» y recibió una muy considerable prima por su aportación (el equivalente a varios miles de salarios medios). Todo lo que tuvo que hacer fue estar ahí para hacer sonar la campanilla de apertura de la sesión por televisión, y la televisión, como veremos, transporta la injusticia y es una causa importante de la ceguera del Cisne Negro.
¿A quién se recompensa, al banquero central que evita una recesión o al que acude a «corregir» los fallos de su predecesor y resulta que está ahí durante cierta recuperación económica? ¿Quién tiene mayor valor, el político que evita una guerra o el que empieza una nueva (y tiene la suerte de ganarla)?
Se trata del mismo revés lógico que veíamos antes respecto al valor de lo que no sabemos; todo el mundo sabe que es más necesaria la prevención que el tratamiento, pero pocos son los que premian los actos preventivos. Glorificamos a quienes dejaron su nombre en los libros de historia a expensas de aquellos contribuyentes de quienes la historia nada dice. Los seres humanos no sólo somos un género superficial (algo que, en cierta medida, se puede curar), somos un género muy injusto.
LA VIDA ES MUY INUSUAL
Este libro trata de la incertidumbre; para este autor, el suceso raro equivale a la incertidumbre. Puede parecer una declaración categórica —la de que debemos estudiar principalmente los sucesos raros y extremos para poder entender los habituales—, pero me voy a explicar como sigue. Hay dos formas posibles de abordar el fenómeno. La primera es descartar lo extraordinario y centrarse en lo «normal». El examinador deja de lado las «rarezas» y estudia los casos corrientes. El segundo enfoque es considerar que, para entender un fenómeno, en primer lugar es necesario considerar los extremos, sobre todo si, como ocurre con el Cisne Negro, conllevan un efecto acumulativo extraordinario.
No me importa particularmente lo habitual. Si queremos hacernos una idea del carácter, los principios éticos y la elegancia personal de un amigo, debemos observarle en la prueba que supone pasar por momentos difíciles, no durante el esplendor rosado de la vida cotidiana. ¿Podemos adivinar el peligro de un criminal con sólo observar lo que hace en un día corriente? ¿Podemos entender la salud sin considerar las tremendas enfermedades y epidemias? No hay duda de que, a menudo, lo normal es irrelevante.
Casi todo lo concerniente a la vida social es producto de choques y ciertos saltos raros pero trascendentales; y pese a ello, casi todo lo que se estudia sobre la vida social se centra en lo «normal», especialmente en los métodos de inferencia de la campana de Gauss, la «curva de campana», que no nos dicen casi nada. ¿Por qué? Porque la curva de campana ignora las grandes desviaciones, no las puede manejar, y sin embargo nos hace confiar en que hemos domesticado la incertidumbre. A este fraude lo denominaremos GFI, «gran fraude intelectual».
PLATÓN Y EL ESTUDIOSO OBSESIVO
En los inicios de la revuelta de los judíos en el siglo I de nuestra era, la causa de gran parte de la ira de éstos fue la insistencia de los romanos en colocar una estatua de Calígula en el templo de Jerusalén, a cambio de levantar una estatua del dios judío Yavé en los templos romanos. Los romanos no se daban cuenta de que lo que los judíos (y los posteriores monoteístas de Oriente) querían decir con dios era algo abstracto, que lo abarcaba todo, y que nada tenía que ver con la representación antropomórfica y excesivamente humana en que ellos pensaban cuando decían deus. Lo fundamental era que el dios judío no se prestaba a la representación simbólica. Asimismo, lo que mucha gente convierte en mercancía y etiqueta como «desconocido», «improbable» o «incierto» no es para mí lo mismo; no es una categoría de conocimiento concreta y precisa, un campo hecho para el estudioso obsesivo, sino todo lo contrario: posee la carencia (y las limitaciones) del conocimiento. Es exactamente lo contrario del conocimiento; uno debería aprender a evitar el uso de términos aplicados al conocimiento para describir su contrario.
Lo que llamo platonicidad, siguiendo las ideas (y la personalidad) de Platón, es nuestra tendencia a confundir el mapa con el territorio, a centrarnos en «formas» puras y bien definidas, sean objetos, como los triángulos, o ideas sociales, como las utopías (sociedades construidas conforme a algún proyecto de lo que «tiene sentido»), y hasta las nacionalidades. Cuando estas ideas y nítidos constructos habitan en nuestra mente, les damos prioridad sobre otros objetos menos elegantes, aquellos que tienen estructuras más confusas y menos tratables (una idea que iré desarrollando a lo largo de este libro).
La platonicidad es lo que nos hace pensar que entendemos más de lo que en realidad entendemos. Pero esto no ocurre en todas partes. No estoy diciendo que las formas platónicas no existen. Los modelos y las construcciones, estos mapas intelectuales de la realidad, no siempre son erróneos; lo son únicamente en algunas aplicaciones específicas. La dificultad reside en que: a) no sabemos de antemano (sólo después del hecho) dónde estará equivocado el mapa; y que b) los errores pueden llevarnos a consecuencias graves. Estos modelos son como medicinas potencialmente útiles que tienen unos efectos secundarios aleatorios pero muy graves.
El redil platónico es la explosiva línea divisoria donde la mentalidad platónica entra en contacto con la confusa realidad, donde la brecha entre lo que sabemos y lo que pensamos que sabemos se ensancha de forma peligrosa. Es aquí donde aparece el Cisne Negro.
DEMASIADO SOSO PARA ESCRIBIR SOBRE ELLO
Dicen que el genial cineasta Luchino Visconti se aseguraba de que, cuando los actores señalaban una caja cerrada que debía contener joyas, hubiera dentro de ella joyas de verdad. Podía ser una forma eficaz de hacer que los actores vivieran el papel que representaban. Creo que el gesto de Visconti puede proceder también de un simple sentido de la estética y de un deseo de autenticidad; en cierto modo, pudiera parecer incorrecto engañar al espectador.
Este libro es un ensayo que expone una idea fundamental; no recicla ni presenta en un nuevo envoltorio pensamientos de otras personas. Un ensayo es una meditación impulsiva, no un informe científico. Pido disculpas si dejo de lado algunos temas evidentes, pues estoy convencido de que lo que a mí me resulta aburrido de escribir podría ser demasiado aburrido de leer para el lector. (Además, para evitar el aburrimiento puede sernos de gran ayuda filtrar todo lo que no sea esencial.)
Hablar es barato. Quien haya recibido demasiadas clases de filosofía en la universidad (o quizá no las suficientes) podría objetar que la visión de un Cisne Negro no invalida la teoría de que todos los cisnes son blancos, ya que esa ave negra no es técnicamente un cisne, pues el hecho de ser de color blanco sería la propiedad esencial del cisne. Es verdad que quienes lean a Wittgenstein en exceso (y comentarios acerca de Wittgenstein) pueden tener la impresión de que los problemas del lenguaje son importantes. No hay duda de que pueden ser de importancia para hacerse con un sitio en los departamentos de filosofía, pero son algo que nosotros, los profesionales y los que tomamos decisiones en el mundo real, dejamos para el fin de semana. Como explico en el capítulo titulado «La incertidumbre del farsante», estas sutilezas, con todo su atractivo intelectual, no tienen implicaciones importantes de lunes a viernes, si se comparan con cuestiones más sustanciales (pero más olvidadas). Las personas de aula, que no se han enfrentado a muchas situaciones auténticas de toma de decisiones en un ambiente de incertidumbre, no se dan cuenta de qué es importante y qué no lo es; ni siquiera aquellos que son eruditos de la incertidumbre (o especialmente aquellos que son eruditos de la incertidumbre). Lo que llamo la práctica de la incertidumbre puede ser piratería, especulación de bienes, juego profesional, trabajar en alguna rama de la Mafia, o sencillamente una simple acción empresarial en serie. De ahí que clame contra el «escepticismo estéril», ese sobre el que nada podemos hacer, y contra los problemas excesivamente teóricos del lenguaje que han convertido a gran parte de la filosofía moderna en irrelevante para lo que burlonamente se llama el «público en general». (Antes, para bien o para mal, esos raros filósofos y pensadores que no destacaban por sí mismos dependían del apoyo de un patrón. Hoy día, los académicos especializados en disciplinas abstractas dependen mutuamente de sus respectivas opiniones, sin comprobaciones externas, con el grave resultado patológico de que en ocasiones convierten sus objetivos en limitados concursos de demostración de habilidad. Cualesquiera que fueran las deficiencias del antiguo sistema, al menos obligaba a tener cierto nivel de importancia.)
La filósofa Edna Ullmann-Margalit detectó una incoherencia en este libro, y me pidió que justificara el uso de la exacta metáfora del Cisne Negro para describir lo desconocido, lo abstracto y lo incierto impreciso: cuervos blancos, elefantes de color rosa o vaporosos habitantes de un planeta remoto que orbita alrededor de Tau Ceti. Admito que me cogió con las manos en la masa. Efectivamente, hay una contradicción; este libro es una historia, y prefiero usar historias y viñetas para ilustrar nuestra credibilidad sobre las historias y nuestra preferencia por la peligrosa compresión de las narraciones.
Para desplazar una historia se necesita otra historia. Las metáforas y las historias tienen muchísima más fuerza (lamentablemente) que las ideas; también son más fáciles de recordar y más divertidas de leer. Si tengo que ir tras lo que yo denomino las disciplinas narrativas, mi mejor herramienta es la narración.*
Las ideas van y vienen; las historias permanecen.
RESUMEN
El complejo asunto de este libro no es simplemente la curva de campana, ni el estadístico que se engaña a sí mismo, ni tampoco el erudito platonificado que necesita las teorías para autoengañarse. Es el impulso a «centrarse» en lo que tiene sentido para nosotros. Vivir en nuestro planeta, hoy día, requiere muchísima más imaginación de la que nos permite nuestra propia constitución. Carecemos de imaginación y la reprimimos en los demás.
Observe el lector que en este libro no me baso en el horroroso método de reunir «pruebas corroborativas» selectivas. Por razones que explico en el capítulo 5, a esta sobrecarga de ejemplos la llamo empirismo ingenuo: las sucesiones de anécdotas seleccionadas para que se ajusten a una historia no constituyen una prueba. Cualquiera que busque la confirmación encontrará la suficiente para engañarse a sí mismo, y sin duda a sus iguales. La idea del Cisne Negro se basa en la estructura de lo aleatorio en la realidad empírica.
En resumen: en este ensayo (personal), yergo la cabeza y proclamo, en contra de muchos de nuestros hábitos de pensamiento, que nuestro mundo está dominado por lo extremo, lo desconocido y lo muy improbable (improbable según nuestros conocimientos actuales), y aun así empleamos el tiempo en dedicarnos a hablar de menudencias, centrándonos en lo conocido y en lo repetido. Esto implica la necesidad de usar el suceso extremo como punto de partida, y no tratarlo como una excepción que haya que ocultar bajo la alfombra. También proclamo con mayor osadía (y mayor fastidio) que, a pesar de nuestro progreso y crecimiento, el futuro será progresivamente menos predecible, mientras parece que tanto la naturaleza humana como la «ciencia» social conspiran para ocultarnos tal idea.
Los capítulos
La secuencia de este libro sigue una lógica simple: va desde lo que se puede etiquetar como puramente literario (en el tema y en el trato) a lo que se puede considerar enteramente científico (en el tema, aunque no en el trato). En la primera parte y el principio de la segunda aparecerá sobre todo la psicología; en el resto de la segunda parte y en la tercera nos ocuparemos principalmente de los negocios y de la ciencia natural. La primera parte, «La antibiblioteca de Umberto Eco», se ocupa en especial de cómo percibimos los sucesos históricos y actuales, y de qué distorsiones aparecen en esa percepción. La segunda parte, «Simplemente no podemos predecir», trata de los errores que cometemos al ocuparnos del futuro y de las limitaciones inadvertidas de algunas «ciencias», y de qué podemos hacer al respecto. La tercera parte, «Aquellos cisnes grises de Extremistán», profundiza en el tema de los sucesos extremos, explica cómo se genera la curva de campana (ese gran fraude intelectual) y revisa las ideas de las ciencias naturales y sociales vagamente agrupadas con la etiqueta de «complejidad». La cuarta parte, «Fin», será muy breve.
Al escribir este libro disfruté mucho más de lo que había esperado —en realidad se escribió solo— y confío en que el lector tenga la misma experiencia al leerlo. Confieso que me enganché a esta incursión en las ideas puras después de las limitaciones que me impuso una vida activa y dedicada a los negocios. Cuando se haya publicado este libro, mi objetivo es alejarme del ajetreo de las actividades públicas para poder pensar con toda tranquilidad sobre mi idea científico-filosófica.
ANTIFRÁGIL
LAS COSAS
QUE SE BENEFICIAN DEL DESORDEN
Recuperamos el gran bestseller de Nassim Nicholas Taleb, Antifrágil, en el que nos enseña cómo aprovecharnos del caos para prosperar en la vida.
En El cisne negro, Taleb nos mostró que los acontecimientos altamente improbables e impredecibles son parte integrante de nuestro mundo. En Antifrágil, Taleb da la vuelta a la incertidumbre y la hace deseable, incluso necesaria.
Igual que los huesos humanos se fortalecen cuando están bajo tensión, muchas otras cosas se benefician de la presión, el caos, la inestabilidad o la confusión. En esta obra, Nassim Nicholas Taleb identifica y denomina «antifrágil» a esa categoría de cosas que no solo se benefician del caos, sino que lo necesitan para sobrevivir y florecer y que además es inmune a los errores de predicción.
Sumamente ambicioso, documentado, ingenioso y multidisciplinario, Antifrágil nos ofrece un programa sobre cómo comportarnos ?y prosperar? en un mundo que no comprendemos, y que es demasiado incierto como para que intentemos descifrarlo y predecirlo. El mensaje de Taleb es revolucionario: solo lo antifrágil perdurará.
La continuación de El cisne negro.
En El cisne negro, Taleb planteó un problema (el de las repercusiones que causan las cosas que nadie puede prever…) y en Antifrágil nos ofrece una solución definitiva: cómo obtener beneficios del desorden y el caos, al tiempo que nos protegemos de las fragilidades y de los acontecimientos adversos. Lo que Taleb denomina “lo antifrágil” va más allá de lo robusto, puesto que se beneficia de los shocks, las incertidumbres y del estrés, del mismo modo que los huesos humanos se robustecen cuando están sometidos al estrés y a la tensión. Lo “antifrágil” necesita el desorden para sobrevivir y florecer.
Taleb se centra en la incertidumbre como algo deseable, incluso necesario, y propone que las cosas se construyan de una forma antifrágil. Lo antifrágil es inmune a los errores de predicción.
Sumamente ambicioso y multidisciplinario, nos ofrece un programa sobre cómo comportarnos –y prosperar- en un mundo que no comprendemos, y que es demasiado incierto como para que intentemos comprenderlo y predecirlo. El mensaje de Taleb, documentado e ingenioso, es revolucionario: Lo que no es antifrágil perecerá con toda seguridad.
PRÓLOGO
I. CÓMO AMAR EL VIENTO
El viento apaga una vela y aviva el fuego.
Lo mismo sucede con el azar, la incertidumbre, el caos: queremos usarlos, no ocultarnos de ellos. Queremos ser el fuego y desear el viento. Así se resume la actitud indócil de este autor ante lo aleatorio y lo incierto.
No queremos limitarnos a sobrevivir a la incertidumbre, a ir tirando sin más. Queremos sobrevivir a ella y, además, como ciertos estoicos romanos de fuerte carácter, queremos tener la última palabra. El objetivo es domesticar, dominar, conquistar incluso, lo oculto, lo opaco, lo inexplicable.
¿Cómo?
II. LO ANTIFRÁGIL
Hay cosas que se benefician de las crisis; prosperan y crecen al verse expuestas a la volatilidad, al azar, al desorden y a los estresores, y les encanta la aventura, el riesgo y la incertidumbre. Pero, a pesar de la omnipresencia de este fenómeno, no existe una palabra que designe exactamente lo contrario de lo frágil. Aquí lo llamaremos antifrágil.
La antifragilidad es más que resiliencia o robustez. Lo resiliente aguanta los choques y sigue igual; lo antifrágil mejora. Esta propiedad se halla detrás de todo lo que ha cambiado con el tiempo: la evolución, la cultura, las ideas, las revoluciones, los sistemas políticos, la innovación tecnológica, el éxito cultural y económico, la supervivencia empresarial, las buenas recetas de cocina (como el caldo de pollo o el bistec tártaro con unas gotas de coñac), el ascenso de ciudades, las culturas, los sistemas legales, los bosques ecuatoriales, las bacterias resistentes... incluso nuestra existencia como especie en este planeta. Y la antifragilidad determina los límites entre lo vivo y lo orgánico (o complejo), como el cuerpo humano, y los objetos físicos inertes, como la grapadora de mi mesa.
A lo antifrágil le encanta lo aleatorio y lo incierto, lo que también significa —y esto es fundamental— que adora los errores, una clase determinada de errores. La antifragilidad tiene la singular propiedad de permitirnos afrontar lo desconocido, de hacer cosas sin entenderlas, y de hacerlas bien. Seré más agresivo y diré que, gracias a la antifragilidad, en gran medida somos mejores actuando que pensando. Prefiero mil veces ser tonto y antifrágil que muy listo pero frágil.
Es fácil observar cierta dosis de volatilidad y estresores en lo que nos rodea: los sistemas económicos, nuestro cuerpo, nuestra nutrición (parece que la diabetes y el mal de Alzheimer se deben en gran medida a una falta de aleatoriedad al alimentarnos y a la ausencia del estresor de pasar hambre de vez en cuando), nuestra psique. Incluso hay contratos financieros antifrágiles: están pensados expresamente para sacar provecho de la volatilidad del mercado.
La antifragilidad nos permite entender mejor la fragilidad. Al igual que no podemos mejorar la salud sin reducir la enfermedad ni aumentar la riqueza sin antes reducir pérdidas, la antifragilidad y la fragilidad son grados de una misma escala.
No predicción
Entender los mecanismos de la antifragilidad nos permite elaborar una guía general y sistemática para una toma de decisiones no predictiva frente a la incertidumbre en los negocios, la política, la medicina y la vida en general: allí donde predomine lo desconocido, en cualquier situación donde haya azar, incertidumbre, opacidad o una comprensión incompleta de las cosas.
Es mucho más fácil saber si algo es frágil que predecir un suceso que lo pueda dañar. La fragilidad se puede medir, pero el riesgo no (salvo en los casinos y en la cabeza de quienes se proclaman «expertos en riesgos»). Esto ofrece una solución a lo que he llamado el problema de los Cisnes Negros: la imposibilidad de calcular los riesgos de sucesos raros y de gran trascendencia y de predecir su incidencia. Es más fácil determinar la sensibilidad al daño causado por la volatilidad que prever el suceso que causaría el daño. Dicho esto, proponemos dar la vuelta a nuestros enfoques actuales sobre la predicción, el pronóstico y la gestión de riesgos.
En cada ámbito o área de aplicación proponemos reglas para pasar de lo frágil a lo antifrágil reduciendo la fragilidad o controlando la antifragilidad. Y casi siempre podemos detectar la antifragilidad (y la fragilidad) aplicando una simple prueba de asimetría: todo lo que salga más beneficiado que perjudicado de sucesos aleatorios (o de ciertas crisis) será antifrágil; en caso contrario, será frágil.
Privación de antifragilidad
Es fundamental tener presente que si la antifragilidad es una propiedad de todos los sistemas naturales (y complejos) que han sobrevivido, privar a estos sistemas de volatilidad, aleatoriedad y estresores los perjudicará. Se debilitarán, morirán o desaparecerán. Hemos fragilizado la economía, nuestra salud, la vida política, la educación, casi todo... eliminando el azar y la volatilidad. Del mismo modo que pasarse un mes en la cama (mejor si es con una versión completa de Guerra y Paz y teniendo a mano los ochenta y seis episodios de Los Soprano) provoca atrofia muscular, los sistemas complejos se debilitan y hasta «mueren» si se ven privados de estresores. Gran parte de nuestro mundo moderno tan estructurado nos ha estado perjudicando con artilugios y políticas desde arriba (que en este libro reciben el nombre de «ilusiones soviético-harvardianas») que hacen precisamente eso: menoscabar la antifragilidad de los sistemas.
Esta es la tragedia de la modernidad: al igual que los padres tan sobreprotectores que rozan la neurosis, quienes más nos intentan ayudar son quienes más nos acaban perjudicando.
Si prácticamente todo lo que viene de arriba fragiliza y bloquea la antifragilidad y el crecimiento, todo lo que surge desde abajo prospera con una cantidad adecuada de desorden y de estrés. El proceso mismo de descubrimiento (o de innovación, o de avance tecnológico) depende de la manipulación o experimentación antifrágil, de asumir riesgos con audacia más que de la educación formal.
Beneficio a costa de otros
Esto nos lleva a lo que más fragiliza la sociedad, a lo que más crisis genera: la postura de no «jugarse algo propio». Algunos se hacen antifrágiles a costa de los demás sacando ventaja (o beneficio) de la volatilidad, las variaciones y el desorden, y exponiendo a los demás a las pérdidas o los daños resultantes. Y esta antifragilidad a costa de la fragilidad ajena no es visible: la ceguera a la antifragilidad de los círculos intelectuales soviético-harvardianos hace que esta asimetría rara vez se identifique y (al menos hasta ahora) nunca se enseñe. Además, y como hemos visto en la crisis financiera iniciada en 2008, estos riesgos tan perjudiciales para los demás se ocultan con facilidad gracias a la complejidad creciente de los asuntos políticos y las instituciones modernas. En el pasado, las personas de más rango o categoría eran las que asumían riesgos y aceptaban las consecuencias negativas de sus actos, y los héroes eran quienes lo hacían por el bien de los demás. Pero hoy sucede todo lo contrario. Estamos presenciando el surgimiento de una clase nueva de antihéroes formada por burócratas, banqueros, miembros de la A.I.G.C.I. (Asociación Internacional de Gente con Contactos Importantes) que asisten a Davos y académicos con demasiado poder, ninguna responsabilidad real y nada que perder. Se aprovechan del sistema mientras los ciudadanos pagan el pato.
En ningún otro momento de la historia han ejercido tanto control tantas personas que no asumen ningún riesgo, que no se exponen en lo personal.
La principal regla ética es esta: no gozarás de antifragilidad a costa de la fragilidad ajena.
III. EL ANTÍDOTO CONTRA LOS CISNES NEGROS
Quiero vivir feliz en un mundo que no entiendo.
Los Cisnes Negros (en mayúsculas) son sucesos a gran escala, imprevisibles, irregulares y con unas consecuencias de muy gran alcance que sorprenden y perjudican a ciertos observadores que no los han previsto y a los que llamaremos «pavos». He denunciado que la mayor parte de la historia se debe a sucesos de la clase de los Cisnes Negros y que nosotros nos dedicamos a refinar nuestra comprensión de lo ordinario creando modelos, teorías o representaciones que no sirven para contemplar esos sucesos ni medir la posibilidad de que se den.
Los Cisnes Negros se apropian de nuestro pensamiento haciéndonos creer que «casi» los hemos previsto porque los podemos explicar retrospectivamente cuando ya han pasado. La ilusión de que los podemos prever impide que nos demos cuenta del papel de estos Cisnes en la vida. La vida es más —muchísimo más— laberíntica de lo que aparece en nuestra memoria: la mente convierte la historia en algo uniforme y lineal y hace que subestimemos el azar. Pero cuando el azar se evidencia nos inunda el temor y reaccionamos de manera exagerada. Este temor y nuestra necesidad de orden hacen que algunos sistemas humanos, alterando la lógica invisible o casi invisible de las cosas, tiendan a verse expuestos al daño causado por los Cisnes Negros y no se beneficien casi nunca. Cuando buscamos orden obtenemos pseudoorden; solo conseguimos cierta medida de orden y de control si aceptamos el azar.
Los sistemas complejos abundan en interdependencias —difíciles de detectar— y en respuestas no lineales. La expresión «no lineal» significa que al duplicar, por ejemplo, la dosis de una medicación o el número de empleados de una fábrica el efecto que obtendremos será mucho mayor o mucho menor que el doble del efecto inicial. Dos fines de semana en Filadelfia no son el doble de agradables que uno solo: lo sé por experiencia. Si representamos esta respuesta en una gráfica, en lugar de obtener una línea recta («lineal»), obtendremos una curva. En estos entornos las asociaciones causales simples nos confunden porque es difícil saber cómo funcionan las cosas mirando las partes sueltas.
Los sistemas artificiales complejos tienden a generar cadenas de reacciones incontroladas que reducen e incluso eliminan la previsibilidad y dan lugar a sucesos de gran calado. Se da la paradoja de que el mundo moderno posee más conocimientos tecnológicos pero hace que las cosas sean mucho más imprevisibles. Y es que, por razones que tienen mucho que ver con el aumento de lo artificial, con nuestro alejamiento de los modelos ancestrales y naturales, y con la pérdida de robustez debida a la complejidad con que lo diseñamos todo, el papel de los Cisnes Negros va en aumento. Y además somos víctimas de una nueva enfermedad, llamada en este libro neomanía, que nos hace construir sistemas vulnerables a los Cisnes Negros: el «progreso».
Un aspecto muy irritante del problema de los Cisnes Negros —en realidad el más importante y el que más se pasa por alto— es que la probabilidad de esos sucesos raros es imposible de calcular. Sabemos mucho menos sobre las grandes inundaciones que se dan cada cien años que de las que suceden cada cinco porque el error de los modelos aumenta cuando las probabilidades son pequeñas. Cuanto más raro es un suceso, menos se presta al cálculo y menos podemos determinar la frecuencia de su aparición; sin embargo, cuanto más raro es un suceso más seguros están los «científicos» que se dedican a predecir, modelar y usar el PowerPoint para presentar ecuaciones sobre un fondo multicolor.
Es de gran ayuda que, gracias a su antifragilidad, la madre naturaleza sea la mayor experta en sucesos raros y la mejor gestora de Cisnes Negros; durante miles de millones de años ha conseguido llegar hasta donde ha llegado sin necesidad de las instrucciones de un director titulado en una universidad de prestigio y nombrado por un comité. La antifragilidad no solo es el antídoto contra los Cisnes Negros: el hecho de entenderla hace que, intelectualmente, no nos dé tanto miedo aceptar el papel de estos sucesos como algo necesario para la historia, para la tecnología, para el conocimiento, para todo.
Lo robusto no es lo bastante robusto
La madre naturaleza no es simplemente «segura». Es agresiva cuando destruye y reemplaza, cuando selecciona y reorganiza. Está claro que ante un suceso aleatorio no basta con ser «robusto». A largo plazo, todo lo que tenga la más mínima vulnerabilidad se descompondrá con el paso implacable del tiempo, pero nuestro planeta lleva aquí unos cuatro mil millones de años y sin duda no se debe solo a la robustez: haría falta una robustez perfecta, sin la menor rendija que pudiera acabar con el sistema. Puesto que la robustez perfecta es inalcanzable, es preciso un mecanismo por el que el sistema se regenere sin cesar aprovechando los sucesos aleatorios, las crisis imprevisibles, los estresores y la volatilidad en lugar de padecerlos.
A la larga, lo antifrágil se beneficia de los errores de predicción. Si seguimos esta idea hasta su conclusión, muchas cosas que se han beneficiado del azar deberían dominar el mundo actual, y las cosas que se han visto perjudicadas deberían haber desaparecido. Y resulta que así es. Albergamos la ilusión de que el mundo funciona gracias al diseño programado, a la investigación en las universidades y a la financiación burocrática, pero hay pruebas de peso —de mucho peso— que demuestran que esto es una ilusión, una ilusión a la que llamo dar lecciones de vuelo a las aves. La tecnología es el resultado de la antifragilidad explotada por los audaces en forma de manipulación y de ensayo y error, y el diseño en sí se queda en un segundo plano. Los ingenieros y los innovadores crean cosas y los libros de historia son obra de académicos; deberemos refinar la interpretación histórica del crecimiento, la innovación y muchas cosas por el estilo.
Sobre lo mensurable de (algunas) cosas
La fragilidad es mensurable, pero el riesgo, sobre todo el asociado a sucesos raros, no.
He dicho que podemos calcular e incluso medir la fragilidad y la antifragilidad, pero que no podemos calcular los riesgos y las probabilidades de las crisis y los sucesos raros por muy sofisticados que sean nuestros métodos. La gestión de riesgos —tal como se practica— es el estudio de sucesos que tendrán lugar en el futuro, y solo algunos economistas y otros lunáticos se permiten afirmar que pueden «medir» la incidencia futura de estos sucesos raros porque hay tontos que les hacen caso sin tener en cuenta la experiencia y el historial de estas previsiones. Sin embargo, la fragilidad y la antifragilidad forman parte de las propiedades de una mesa, una industria, un país, un sistema político. Podemos detectar la fragilidad, verla y, en muchos casos, hasta medirla, aunque solo sea de una manera comparativa, pero las comparaciones de riesgo no son de fiar (al menos por ahora). No tenemos ninguna base para afirmar con seguridad que una remota crisis es más probable que otra (salvo que nos guste engañarnos), pero sí podemos proclamar con mucha más confianza que un objeto es más frágil que otro si acontece un suceso dado. Podemos decir con certeza que nuestra abuela es más frágil que nosotros a los cambios bruscos de temperatura, que una dictadura militar resultaría más frágil ante un cambio político que Suiza, que un banco será más frágil que otro a una crisis financiera o que un edificio moderno mal construido será más frágil en caso de terremoto que la catedral de Chartres. Y, lo más importante, incluso podemos predecir cuál durará más.
En lugar de hablar del riesgo (que es algo predictivo y cobardica) abogo por el uso de la noción de fragilidad, que no es predictiva y que, a diferencia del riesgo, tiene una palabra muy interesante que describe su opuesto funcional, el concepto nada cobarde de la antifragilidad.
Para medir la antifragilidad hay una receta parecida a la piedra filosofal que se basa en una regla simple y muy sucinta que nos permite identificarla en cualquier ámbito, desde la salud hasta la construcción de sociedades.
Por un lado hemos explotado la antifragilidad de una manera inconsciente en la vida práctica, y por otro la hemos negado conscientemente, sobre todo en la vida intelectual.
El fragilista
Nuestra idea es evitar interferir en las cosas que no entendemos. Pero resulta que hay gente propensa a lo contrario. El fragilista pertenece a esa clase de personas que suelen vestir traje y corbata incluso los viernes, reacciona a nuestros chistes con una seriedad glacial y tiende a padecer de la espalda demasiado pronto por pasarse tanto tiempo sentado en despachos y aviones o examinando la prensa. Suele participar en un extraño ritual conocido vulgarmente como «reunión». Además de todo esto, tiende a pensar que lo que no ve, o no entiende, no existe. En el fondo, confunde lo desconocido con lo inexistente.
El fragilista se traga la ilusión soviético-harvardiana, la (acientífica) sobrevaloración del alcance del conocimiento científico. Esta ilusión lo convierte en lo que se llama un racionalista ingenuo, un racionalizador o, a veces, simplemente un racionalista, porque cree que puede acceder automáticamente a las razones de las cosas. Y no confundamos racionalizar con racional porque, casi siempre, son cosas totalmente opuestas. Fuera de la física, y en general en los ámbitos complejos, las razones de las cosas han tendido a hacerse cada vez menos evidentes para nosotros y aún menos para el fragilista. Pero esta propiedad de las cosas naturales de no venir acompañadas de un manual del usuario no es un gran obstáculo para algunos fragilistas: se reunirán para escribirlo ellos gracias a su definición de «ciencia».
Así, gracias al fragilista la cultura moderna se ha ido haciendo más y más ciega a lo misterioso, lo impenetrable, lo que Nietzsche llamaba lo dionisíaco de la vida.
O, parafraseando a Nietzsche en el habla menos poética pero no por ello menos expresiva de Brooklyn, esto es lo que nuestro personaje Tony el Gordo llama un «juego de tontos».
En resumen, el fragilista (ya sea médico, economista o planificador social) es alguien que nos hace partícipes de políticas y actuaciones, todas ellas artificiales, donde los beneficios son pequeños y visibles, y las repercusiones o los efectos secundarios son potencialmente graves e invisibles.
Tenemos al fragilista médico que interviene demasiado negando la capacidad natural del cuerpo para curarse y nos administra medicamentos con unos efectos secundarios que pueden ser muy graves; también está el fragilista político (el planificador social intervencionista) que confunde la economía con una lavadora que se debe arreglar continuamente (por él) hasta que la estropea del todo; o el fragilista psiquiátrico que medica a los niños para «mejorar» su vida intelectual y emocional; o la soccer mom o «supermamá» fragilista; o el fragilista financiero que implanta el uso de modelos de riesgo que acaban con el sistema bancario (y después los vuelve a implantar); o el fragilista militar que altera sistemas complejos; o el analista fragilista que nos anima a correr más riesgos; y así muchos más.
De hecho, al discurso político le falta un concepto. En sus discursos, objetivos y promesas, los políticos apuntan a los conceptos endebles de «resiliencia» o «solidez», no al de antifragilidad, y con ello ahogan los mecanismos de crecimiento y evolución. No hemos llegado a donde estamos gracias a la noción cobardica de resiliencia. Y, lo que es peor, no hemos llegado a donde estamos hoy gracias a quienes fijan políticas, sino gracias al hambre de riesgos y errores de cierta clase de personas a las que debemos alentar, proteger y respetar.
Donde lo sencillo es más complejo
En contra de lo que se suele creer, un sistema complejo no exige reglas o políticas enrevesadas. Cuanto más sencillo, mejor. Las complicaciones conducen a cadenas multiplicativas de efectos imprevistos. A causa de la opacidad, una intervención genera consecuencias imprevistas que van acompañadas de disculpas por esta «imprevisión», y luego le sigue otra intervención cuyo fin es corregir los efectos secundarios; al final acabamos con una ramificación explosiva de respuestas «imprevistas», cada una peor que la anterior.
Pero la simplicidad ha sido difícil de implementar en la vida moderna porque va contra el espíritu de cierta clase de personas que buscan la complejidad para poder justificar su profesión.
Menos es más y suele ser más efectivo. Por ello presentaré algunos trucos, directrices e interdictos: cómo vivir en un mundo que no entendemos o, más bien, cómo no tener miedo de trabajar con cosas que está clarísimo que no entendemos y, sobre todo, de qué manera deberíamos trabajar con ellas. O mejor aún, cómo atrevernos a afrontar nuestra ignorancia, a no avergonzarnos de ser humanos, enérgicamente y orgullosamente humanos. Pero esto puede exigir algunos cambios estructurales.
Lo que propongo es una hoja de ruta para modificar nuestros sistemas artificiales y dejar que lo simple —y natural— siga su curso.
Pero lograr la simplicidad no es tan sencillo. Steve Jobs supo ver que «Hay que esforzarse mucho para limpiar el pensamiento y hacerlo simple». Los árabes tienen una expresión similar para la prosa mordaz: «Poca sesera para entenderla, maestría para escribirla».
Entiendo por heurística un conjunto de reglas generales simplificadas que hacen que las cosas sean sencillas y fáciles de implementar. Su ventaja principal es que el usuario sabe que no son perfectas, solo convenientes, y por eso no se deja engañar por su poder: cuando lo olvidamos, se vuelven peligrosas.
IV. ESTE LIBRO
El camino hasta esta idea de la antifragilidad ha sido de todo menos lineal.
Un día, de repente, me di cuenta de que la fragilidad, que carecía de una definición técnica, se podría entender como aquello que aborrece la volatilidad, y que lo que aborrece la volatilidad también aborrece la aleatoriedad, la incertidumbre, el desorden, los errores, los estresores, etc. Pensemos en algo frágil, algún objeto de nuestra sala de estar como un marco de cristal, el televisor o, mejor aún, la porcelana del aparador. Si los etiquetamos como «frágiles» significa, necesariamente, que queremos que gocen de paz y tranquilidad, de orden y previsibilidad. A un objeto frágil no le sentará nada bien un terremoto ni la visita de un sobrino hiperactivo. Es más, todo lo que aborrece la volatilidad aborrece los estresores, el daño, el caos, los sucesos, el desorden, las consecuencias «imprevistas», la incertidumbre y, por encima de todo, el tiempo.
Y la antifragilidad surge —en cierto modo— de esta definición explícita de la fragilidad porque le gusta la volatilidad y todo lo demás. También le gusta el tiempo. Y se da una conexión fuerte y muy útil con la no linealidad: todo lo que responde de una manera no lineal es frágil o antifrágil a una fuente dada de aleatoriedad.
Lo más extraño es que esta propiedad tan evidente de que todo lo frágil aborrece la volatilidad y viceversa ha estado totalmente al margen del discurso científico y filosófico. Totalmente. Y el estudio de la sensibilidad de las cosas a la volatilidad es la extraña especialidad financiera a la que he dedicado la mayor parte de mi vida adulta, dos decenios (y como soy consciente de que es una especialidad muy rara, prometo explicarla más adelante). Mi objetivo en esta profesión ha sido identificar cosas que «aman» o «aborrecen» la volatilidad; lo único que he tenido que hacer ha sido extrapolar las ideas del ámbito financiero en el que me había centrado a la noción más amplia de la toma de decisiones frente a la incertidumbre en todo un abanico de ámbitos, desde la ciencia política y la medicina hasta los planes para cenar.
Y en ese extraño oficio donde la gente trabaja con la volatilidad hay dos clases de profesionales. Una es la de los académicos, los redactores de informes y los analistas que estudian sucesos futuros y escriben libros y artículos; la otra está formada por los profesionales prácticos que, en lugar de estudiar sucesos futuros, intentan entender cómo reaccionan las cosas a la volatilidad (y que normalmente están demasiado ocupados para escribir libros, artículos, discursos, ecuaciones o teorías, o para ser reconocidos por los Muy Honorables y Estreñidos Miembros de las Academias). La diferencia entre las dos categorías es fundamental: como hemos visto, es mucho más fácil y sencillo saber si algo resulta perjudicado por la volatilidad —o sea, si es frágil— que intentar prever sucesos perjudiciales como los Cisnes Negros extragrandes. Pero solo tienden a captar esta idea de una manera espontánea los profesionales prácticos (es decir, la gente que realmente hace algo).
La (más bien feliz) familia del desorden
Un comentario técnico. Vengo diciendo que la fragilidad y la antifragilidad se refieren al beneficio o perjuicio potencial resultante de la exposición a algo relacionado con la volatilidad. ¿Y qué es ese algo? Pues, simplemente, la pertenencia a la familia extensa del desorden.
Familia extensa (o grupo) del desorden:
1) incertidumbre, 2) variabilidad, 3) conocimiento imperfecto o incompleto, 4) azar, 5) caos, 6) volatilidad, 7) desorden, 8) entropía, 9) tiempo 10) lo desconocido, 11) aleatoriedad, 12) alteración, 13) estresor, 14) error, 15) dispersión de resultados, 16) desconocimiento.
Resulta que la incertidumbre, lo desconocido y el desorden son totalmente equivalentes en sus efectos: los sistemas antifrágiles se benefician (en cierta medida) de casi todos ellos y los sistemas frágiles salen malparados aunque haya que buscarlos en edificios diferentes de los campus universitarios y algún filosofastro que nunca ha asumido un verdadero riesgo en su vida o, peor aún, que ni siquiera ha tenido algo que se pueda llamar vida, nos haga saber que «sin duda alguna, no son lo mismo».
¿Qué hace en esta lista el elemento 9), el tiempo? Desde un punto de vista funcional, el tiempo es similar a la volatilidad: cuanto más tiempo, más sucesos y más desorden. Pensemos que si podemos sufrir un perjuicio limitado y somos antifrágiles a los errores pequeños, el tiempo acarrea la clase de errores o errores inversos que nos acaban beneficiando. Se trata, simplemente, de lo que nuestras abuelas llaman experiencia. Lo frágil se rompe con el tiempo.
Un solo libro
Esto hace de este libro mi obra principal. Solo he tenido una idea fundamental que he ido desarrollando paso a paso, aunque el último paso —este libro— es más bien un gran salto. He vuelto a conectar con mi «yo pragmático» y con mi espíritu práctico para que aquí confluyan mi historia como profesional y como «especialista en volatilidad», y mis intereses intelectuales y filosóficos en torno a la aleatoriedad y la incertidumbre, dos aspectos que hasta ahora habían seguido caminos separados.
Mis escritos no son ensayos independientes sobre temas concretos con un principio, un final y una fecha de caducidad. Más bien se trata de capítulos basados en esta idea central, que no se solapan y forman un corpus centrado en la incertidumbre, el azar, la probabilidad, el desorden y en lo que podemos hacer en un mundo que no entendemos, un mundo con elementos y propiedades ocultos, lo aleatorio y lo complejo; es decir, la toma de decisiones en condiciones de opacidad. La regla es que la distancia entre un capítulo al azar de un libro como Antifrágil y otro capítulo al azar de un libro como ¿Existe la suerte? debería ser parecida a la que hay entre los capítulos de un libro largo. Esta regla permite que el corpus abarque distintos ámbitos (ciencia, filosofía, empresa, psicología, literatura y pasajes de carácter autobiográfico) sin mezclar las cosas.
Dicho esto, la relación de este libro con El Cisne Negro sería la siguiente: a pesar de la cronología (y del hecho de que este libro lleve la idea de los Cisnes Negros hasta su conclusión natural y preceptiva), el volumen principal sería Antifrágil y El Cisne Negro sería una especie de refuerzo de carácter teórico que incluso podría actuar como un apéndice. ¿Por qué? Porque El Cisne Negro, y su predecesor ¿Existe la suerte?, fueron escritos para convencernos de lo grave de la situación (y poniendo un gran empeño en ello); Antifrágil parte de la premisa de que ya no hace falta convencernos de que los Cisnes Negros dominan la sociedad y a historia (y de que la gente, por una racionalización a posteriori, se cree capaz de entenderlos), ni de que, a consecuencia de ello, no acabamos de saber qué es lo que sucede, sobre todo ante unas no linealidades estrictas. Así pues, podemos entrar en materia sin más demora.
Sin agallas no hay creencias
De acuerdo con el espíritu y los valores del profesional práctico, este libro se guía por la regla de predicar con el ejemplo.
Cada línea que he escrito en mi vida profesional ha versado sobre cosas que he hecho yo mismo, y los riesgos que he recomendado a otros aceptar o evitar son riesgos que yo mismo he asumido o evitado. Si me equivoco seré el primero en salir perjudicado. Cuando avisé de la fragilidad del sistema bancario en El Cisne Negro, yo estaba seguro de su caída (sobre todo cuando mi mensaje cayó en saco roto); de lo contrario, no habría sido ético por mi parte escribir sobre ello. Esta restricción personal se aplica a todos los ámbitos, desde la medicina y la innovación tecnológica hasta las cuestiones más sencillas de la vida. Esto no significa que las experiencias personales de una persona constituyan una muestra suficiente para extraer conclusiones sobre una idea; simplemente supone que la experiencia personal da un sello de autenticidad y sinceridad a una postura. La experiencia carece de la selección interesada que hallamos en muchos estudios, sobre todo en estudios «observacionales» donde el investigador descubre ciertas pautas en el pasado y, a partir de la gran cantidad de datos, cae en la trampa de una narración inventada.
Además, si para escribir tengo que buscar algo en una biblioteca me siento mal, como si careciera de ética. Es una sensación que actúa como un filtro: el único filtro, en realidad. Y es que si un tema no me interesa lo suficiente para buscarlo por mi cuenta, por pura curiosidad o para mis propios fines, y no lo he hecho anteriormente, no debería escribir sobre él y punto. Esto no quiere decir que las bibliotecas, tanto físicas como virtuales, no sean aceptables; significa que no deberían ser la fuente de ninguna idea. Los estudiantes pagan para buscar información en una biblioteca cuando han de escribir un trabajo sobre un tema, y lo hacen como ejercicio de mejora personal; pero un profesional al que pagan por escribir y al que los demás toman en serio debería aplicar un filtro más estricto. Solo son aceptables las ideas destiladas, las que hace mucho tiempo que llevamos incubando, y las que surgen de la realidad.
Es el momento de resucitar la noción filosófica no muy conocida del «compromiso doxástico», una clase de creencias que trascienden el habla y con las que estamos comprometidos lo suficiente para asumir riesgos personales.
Si vemos algo
La modernidad ha sustituido la ética por los legalismos y contar con un buen abogado permite jugar con las leyes.
Por eso expondré la transferencia de la fragilidad —o más bien el robo de la antifragilidad— por parte de personas que «arbitran» el sistema y que serán mencionadas por su nombre. Los poetas y los pintores son libres, liberi poetae et pictores, pero esta libertad conlleva unos imperativos morales estrictos. La primera regla ética es:
Quien ve una estafa y no la denuncia es un estafador.
Del mismo modo que ser amable con el arrogante no es mejor que ser arrogante con el amable, transigir con alguien que comete un acto indigno equivale a aprobar ese acto.
Además, tras media botella de vino, muchos escritores e intelectuales se expresan en privado de una manera muy diferente a como lo hacen sobre el papel. Podemos tener la total seguridad de que sus escritos son una farsa, puro cuento. Y muchos de los problemas de la sociedad se deben al argumento de que «los demás también lo hacen». Así pues, si después del tercer vaso de vino libanés (blanco) digo en privado que la ética de determinado fragilista es dudosa, estaré obligado a decirlo también aquí.
Calificar por escrito a personas e instituciones de fraudulentas cuando otros (aún) no las ven así tiene cierto coste, pero es demasiado pequeño para ser disuasorio. Cuando el científico matemático Benoît Mandelbrot hubo leído las galeradas de El Cisne Negro, que está dedicado a él, me llamó y me dijo en tono muy amable: «¿En qué idioma debería desearle buena suerte?». Al final resultó que no me hizo falta suerte alguna porque era antifrágil a cualquier clase de ataque: cuanto más me atacaba la «Caverna Fragilista» más se extendía mi mensaje porque más y más gente estudiaba mis argumentos. Hoy me avergüenzo de no haber ido más lejos al llamar a las cosas por su nombre.
Transigir es consentir. La única máxima moderna que sigo es una de George Santayana: «Un hombre es moralmente libre si ... juzga el mundo y juzga a los demás con una sinceridad a ultranza». Y esto no solo es una meta: es una obligación.
Desfosilizar cosas
Segunda regla ética.
Estoy obligado a someterme al proceso científico porque exijo lo mismo de los demás, pero eso es todo. Cuando leo afirmaciones empíricas en medicina o en otras ciencias me gusta que esas afirmaciones se sometan al mecanismo de la revisión colegiada, una especie de verificación de los datos, un examen del rigor metodológico. Por otro lado, las afirmaciones lógicas o las que se basan en razonamientos matemáticos no precisan de este mecanismo: pueden y deben sostenerse por sí solas. Así que publico notas técnicas a pie de página para estos libros en medios especializados y académicos, pero nada más (y las limito a afirmaciones que exigen pruebas o argumentos técnicos más elaborados). Pero, en aras de la autenticidad, y para evitar todo atisbo de arribismo (la degradación del conocimiento que lo convierte en un deporte de competición), me prohíbo publicar nada más aparte de estas notas.
Después de más de veinte años como operador de bolsa y empresario en lo que he denominado la «extraña profesión», intenté emprender eso que se llama una carrera académica. Y tengo algo que comunicar: lo que en realidad impulsaba esta idea de la antifragilidad en la vida era la dicotomía entre lo natural y la alienación de lo no natural. El comercio es divertido, emocionante, vivo y natural; el mundo académico tan profesionalizado de hoy en día no tiene nada de eso. Y a quienes piensan que el mundo académico es «más relajado» y supone más tranquilidad emocional tras una vida empresarial llena de volatilidad y de riesgo, les diré algo que les sorprenderá: cuando se está al pie del cañón, cada día surgen nuevos problemas y nuevas amenazas que sustituyen y eliminan los quebraderos de cabeza, los rencores y los conflictos del día anterior. El dicho de que un clavo saca a otro se aplica a una variedad de situaciones asombrosa. Pero los académicos (sobre todo en las ciencias sociales) parecen no fiarse unos de otros: viven inmersos en obsesiones mezquinas, envidias y odios, con pequeños desaires que con el tiempo se convierten en rencores que se fosilizan en la soledad del trabajo ante una pantalla de ordenador y en la inmutabilidad del entorno. Por no hablar de unos niveles de envidia que casi nunca he visto en el campo de la empresa... Mi experiencia es que el dinero y las transacciones purifican las relaciones; ideas y cuestiones abstractas como «reconocimiento» y «mérito» las deforman generando una atmósfera de rivalidad perpetua. He acabado encontrando repulsiva y de poco fiar a la gente ávida de credenciales.
El comercio, los negocios y los zocos del Levante mediterráneo (pero no los mercados a gran escala ni las corporaciones) son actividades y lugares que sacan lo mejor de las personas y hacen que la mayoría de ellas sean comprensivas, honradas, afectuosas, confiadas y abiertas. Como miembro de la minoría cristiana de Oriente Próximo puedo dar fe de que el comercio, y sobre todo el pequeño comercio, es la puerta a la tolerancia: a mi modo de ver, la única puerta a toda forma de tolerancia. Supera a cualquier racionalización, las clases y las conferencias. Como en la manipulación antifrágil, los errores son pequeños y se olvidan enseguida.
Quiero ser feliz siendo un ser humano y estando en un entorno donde los demás acepten de buen grado su destino y, hasta mi encontronazo con el mundo académico, nunca había pensado que ese mundo fuera una forma de comercio (con el añadido de esa solitaria erudición). El biólogo, escritor y economista libertario Matt Ridley me hizo ver que, en el fondo, mi yo intelectual es el comerciante fenicio (o, mejor dicho, cananeo) que hay en mí.
Antifrágil consta de siete libros y un apartado con notas.
¿Por qué «libros»? La primera reacción del novelista y ensayista Rolf Dobelli al leer los capítulos sobre la ética y la via negativa, que le hice llegar por separado, fue que cada uno debería ser un libro independiente publicado en forma de ensayo más o menos breve. Alguien dedicado a «resumir» o reseñar libros debería escribir cuatro o cinco descripciones separadas. Pero yo no los veía como ensayos independientes; cada uno trata de las aplicaciones de una idea central, bien profundizando en ella, bien adentrándose en territorios diferentes: evolución, política, innovación comercial, descubrimiento científico, economía, ética, epistemología y filosofía general. Por eso los llamo libros en lugar de secciones o apartados. Para mí, los libros no son artículos de revista ampliados, sino una experiencia de lectura; y los académicos que tienden a leer para citar a otros en sus escritos —en lugar de leer para disfrutar, por curiosidad o simplemente porque les gusta— suelen sentirse frustrados cuando no pueden examinar el texto con rapidez y resumirlo en una frase que lo conecte con algún discurso ya existente en el que han participado. Además, el ensayo es el polo opuesto del libro de texto porque mezcla reflexiones autobiográficas y parábolas con investigaciones más filosóficas y científicas. Escribo sobre la probabilidad con toda mi alma y con todas mis experiencias en el campo de la toma de riesgos; puesto que escribo con todas mis cicatrices, mi pensamiento es inseparable de mi autobiografía. El formato de ensayo personal es el ideal para un tema como el de la incertidumbre.
La secuencia es como sigue.
En el apéndice de este prólogo se presenta en forma de tabla lo que llamo «la Tríada», un mapa completo del mundo a lo ancho del espectro o abanico de la fragilidad.
El Libro I, Introducción a lo antifrágil, presenta esta propiedad nueva y examina la evolución y lo orgánico como el sistema antifrágil más natural. También aborda el equilibrio entre la antifragilidad del colectivo y la fragilidad individual.
El Libro II, La modernidad y la negación de la antifragilidad, describe lo que sucede cuando privamos a un sistema —sobre todo un sistema político— de volatilidad. Examina ese invento llamado Estado-nación y nos habla del daño causado por quienes nos deben curar, de las personas que intentan ayudarnos y nos acaban perjudicando mucho.
El Libro III, Una visión no predictiva del mundo, nos presenta a Tony el Gordo y su detección intuitiva de la fragilidad, y también presenta la asimetría básica de las cosas fundadas en los escritos de Séneca, filósofo romano y hombre de acción.
El Libro IV, Opcionalidad, tecnología e inteligencia de la antifragilidad, nos habla de la misteriosa propiedad del mundo por la que detrás de las cosas hay cierta asimetría en lugar de «inteligencia» humana, y de cómo nos ha traído la opcionalidad hasta aquí. Es lo opuesto a lo que llamo el método soviético-harvardiano. Y Tony el Gordo debate con Sócrates en torno a cómo podemos hacer cosas aunque no las podamos explicar.
El Libro V, Lo no lineal y lo no lineal (sic), habla de la piedra filosofal y su antítesis: cómo convertir plomo en oro y oro en plomo. La sección técnica fundamental —el armazón del libro— está formada por dos capítulos que expresan la fragilidad como no linealidad y, concretando más, como efectos de la convexidad, y muestran que la ventaja surge de cierta clase de estrategias convexas.
El Libro VI, Via negativa, presenta la sabiduría y la eficacia de la sustracción frente a la adición (de los actos por omisión frente a los actos por comisión). También introduce la noción de los efectos de convexidad. Naturalmente, la primera aplicación es en el campo de la medicina, al que solo contemplo desde un punto de vista epistemológico y de gestión de riesgos: desde esta perspectiva, parece diferente.
En el libro VII, La ética de la fragilidad y la antifragilidad, se buscan los cimientos de la ética en el fenómeno de las transferencias de fragilidad, que benefician injustamente a unos a costa de infligir un daño indebido a otros, y se señalan los problemas que surgen cuando quienes deciden o asesoran no se juegan algo propio en ello.
Al final del libro se incluyen gráficos, notas y un apéndice técnico. El libro está escrito en tres niveles.
Primero está el nivel literario y filosófico, con parábolas e ilustraciones y con un mínimo de disquisiciones técnicas salvo en el libro V, dedicado a la piedra filosofal, que presenta los argumentos sobre la convexidad (invito al lector bien informado a saltárselos porque se examinan más a fondo en otro lugar).
En segundo lugar está el apéndice, con gráficas y más exposiciones técnicas pero sin deducciones elaboradas.
Y en tercer lugar está el material de apoyo, con argumentaciones más elaboradas en forma de notas y artículos técnicos (no confundir mis ilustraciones y parábolas con pruebas; recuérdese que un ensayo personal no es un documento científico, pero que un documento científico es un documento científico). Todo este material de apoyo se ha reunido en un libro electrónico que se puede descargar gratuitamente.
APÉNDICE: LA TRÍADA, UN MAPA DEL MUNDO Y DE LAS COSAS EN FUNCIÓN DE LAS TRES PROPIEDADES
Tras un poco de trabajo, ahora el objetivo es conectar en la mente del lector, mediante un solo hilo, elementos aparentemente tan dispares como Catón el Viejo, Nietzsche, Tales de Mileto, la fuerza del sistema de las ciudadesestado, la sostenibilidad de la artesanía, el proceso de descubrimiento, el sesgo de la opacidad, los derivados financieros, la resistencia de los antibióticos, los sistemas de abajo arriba o ascendentes, la invitación de Sócrates a racionalizar en exceso, cómo dar lecciones de vuelo a las aves, el amor obsesivo, la evolución darwiniana, el concepto matemático de la desigualdad de Jensen, la opcionalidad y la teoría de las opciones, la idea de estrategias heurísticas ancestrales, las obras de Joseph de Maistre y de Edmund Burke, el antirracionalismo de Wittgenstein, las teorías fraudulentas del establishment económico, la manipulación y el bricolaje, el terrorismo exacerbado por la muerte de sus miembros, una apología de las sociedades artesanales, los defectos éticos de la clase media, los ejercicios (y la nutrición) de tipo paleolítico, la idea de iatrogenia médica, la gloriosa noción de lo magnífico (megalopsychon), mi obsesión con la idea de la convexidad (y mi fobia a la concavidad), la crisis bancaria y económica de finales de la década de 2000, la redundancia mal entendida, la diferencia entre turista y flâneur o paseante, etc. Todo siguiendo un hilo único y, estoy seguro de ello, muy simple.
¿Cómo lo haremos? Podemos empezar viendo que las cosas —prácticamente cualquier cosa que tenga importancia— se pueden clasificar en tres categorías que conforman lo que llamo «la Tríada».
Las cosas y la Tríada
En el prólogo hemos visto que la idea es centrarnos en la fragilidad en lugar de predecir y calcular probabilidades futuras, y que la fragilidad y la antifragilidad forman un abanico con distintos grados. La tarea que nos ocupa es construir un mapa de exposiciones (esto es lo que se llama una «solución del mundo real» aunque solo los académicos y otros que no viven en el mundo real utilizan la expresión «solución del mundo real» en lugar de decir, simplemente, «solución»).
La Tríada clasifica las cosas en tres columnas que están encabezadas por las palabras
FRÁGIL ROBUSTO ANTIFRÁGIL
Recordemos que lo frágil quiere tranquilidad, que lo antifrágil surge del desorden y que a lo robusto le da igual una cosa que otra. Invito al lector a examinar la Tríada para ver cómo se aplican las ideas del libro a distintos ámbitos. Cuando en un ámbito dado hablemos de un elemento o de una política, la tarea consistirá en hallar a qué categoría de la Tríada pertenece y qué se debe hacer para mejorar sus condiciones. Por ejemplo, el Estado-nación centralizado estaría en el extremo izquierdo de la Tríada, en la categoría de lo frágil, y un sistema descentralizado de ciudades-Estado estaría en el extremo opuesto, en el de lo antifrágil. Basándonos en las características del segundo, podemos reducir la fragilidad, en principio no deseada, del gran Estado-nación. O atendamos a los errores. A la izquierda, en la categoría de lo frágil, los errores son infrecuentes y cuando suceden son grandes e irreversibles; a la derecha, los errores son pequeños y benignos, e incluso reversibles, y se superan muy pronto. También ofrecen abundante información, por lo que un sistema dado de manipulación o ajuste por ensayo y error presentaría los atributos de la antifragilidad. Si nosotros mismos queremos ser antifrágiles, pongámonos en la posición de «adora los errores» —a la derecha de «aborrece los errores»— cometiendo muchos errores poco perjudiciales; llamaremos a este enfoque «estrategia de la haltera».
O tomemos la categoría de la salud. Añadir está a la izquierda, quitar o eliminar a la derecha. Retirar una medicación u otro estresor no natural —como el gluten, la fructosa, los tranquilizantes, el esmalte de uñas u otra sustancia de este tipo— mediante ensayo y error es más robusto que añadir una medicación con efectos secundarios que nos son desconocidos por mucho que se nos diga que ha superado «pruebas clínicas» y otras mandangas.
Como el lector puede ver, este mapa abarca sin inhibiciones todo un abanico de ámbitos y de actividades humanas como la cultura, la salud, la biología, los sistemas políticos, la tecnología, la organización urbana, la vida socioeconómica y otros temas de mayor o menor interés directo para el lector. Incluso he logrado combinar de una tacada tomar decisiones y viajar como un flâneur. Un método tan sencillo como este nos puede llevar a una filosofía política y a una toma de decisiones en medicina basadas en el riesgo.
La Tríada en acción
Obsérvese que frágil y antifrágil solo son términos relativos, no propiedades absolutas: una cosa situada a la derecha de la Tríada es más antifrágil que otra situada a la izquierda. Por ejemplo, los artesanos son más antifrágiles que las pequeñas empresas, pero una estrella de rock será más antifrágil que cualquier artesano. La deuda siempre nos sitúa en la izquierda: fragiliza los sistemas económicos. Y las cosas son antifrágiles dentro de unos niveles de estrés. El cuerpo humano se beneficia de cierta cantidad de daño, pero hasta cierto punto: no le sentaría muy bien que lo arrojaran desde lo alto de la Torre de Babel.
La robustez áurea. Además, lo robusto de la columna central no equivale al «centro o punto medio áureo» de Aristóteles (que en general recibe, erróneamente, el nombre de «número áureo» o «razón áurea»): por ejemplo, podemos decir que la generosidad se sitúa entre el despilfarro y la tacañería, y aunque puede que sea así, no lo es necesariamente. La antifragilidad es positiva en general, pero no siempre porque hay casos en los que puede llegar a ser muy costosa. Tampoco debemos considerar que la robustez siempre es deseable: citando a Nietzsche, uno se puede morir de ser inmortal.
Por último, es posible que el lector, tras esforzarse por desentrañar el significado de esta palabra nueva, acabe exigiendo demasiado de ella. Puede que la palabra «antifrágil» sea ambigua porque se limita a unas causas concretas de daño o de volatilidad y a un nivel dado de exposición o riesgo, pero no lo es en mayor o menor medida que la palabra «frágil». La antifragilidad es relativa a una situación dada. Un boxeador puede ser robusto, sano en lo que se refiere a su condición física, y puede mejorar de un combate al siguiente, pero podría ser emocionalmente frágil y romper a llorar si su novia lo dejara. Nuestras abuelas podrían tener o haber tenido unas cualidades opuestas: una complexión frágil y una fuerte personalidad. Recuerdo una imagen muy vívida de la guerra civil libanesa: una anciana diminuta, una viuda (iba vestida de negro), reprendía a los milicianos del bando enemigo por haber hecho añicos el cristal de una ventana en un combate. Los milicianos la apuntaban con sus armas: una sola bala habría acabado con ella, pero era evidente que lo estaban pasando mal y que se sentían intimidados y asustados. La anciana era lo contrario del boxeador: frágil físicamente, pero no de carácter.
Pasemos ahora a la Tríada.
JUGARSE LA PIEL
Asimetrías ocultas en la vida cotidiana
Del autor de los éxitos internacionales El cisne negro y Antifrágil.
¿Por qué nunca debemos prestar atención a quienes dan más lecciones que ejemplos? ¿Por qué quiebran las empresas? ¿Por qué hay hoy en día más esclavos que en la época romana? ¿Por qué la imposición de la democracia nunca funciona?
La respuesta es sencilla: quienes manejan el mundo no se juegan la piel. Haciendo uso de su inimitable y combativo estilo, Nassim Nicholas Taleb muestra que jugarse la piel puede afectar a todos los aspectos de nuestras vidas. Se trata de tener algo que perder y arriesgarse. Los ciudadanos, los experimentadores de campo y de laboratorio, los artesanos, los activistas políticos y los operadores de fondos de cobertura se juegan la piel. Los analistas políticos, los ejecutivos corporativos, los teóricos, los banqueros y la mayoría de los periodistas no lo hacen. Como dice Taleb, «Nunca confíes en nadie que no se juegue la piel. De lo contrario, los tontos y los ladrones saldrán beneficiados, y sus errores nunca los perseguirán».
En uno de sus libros más provocadores, el famoso pensador Nassim Nicholas Taleb redefine lo que significa comprender el mundo, tener éxito en una profesión, contribuir a una sociedad justa y equitativa, detectar el absurdo e influir en los demás. Citando ejemplos que van desde Hammurabi a Séneca, o del gigante Anteo a Donald Trump, Taleb demuestra cómo la voluntad de aceptar los propios riesgos es un atributo esencial de héroes, santos e individuos prósperos en todos los ámbitos de la sociedad.
Un desafío a las antiguas creencias sobre los valores de aquellos que dirigen las intervenciones militares, realizan inversiones financieras y difunden credos religiosos.
INTRODUCCIÓN
Este libro, aunque autónomo, es una continuación de la colección Incerto, que combina a) debates prácticos, b) relatos filosóficos, y c) comentarios científicos y analíticos sobre los problemas del azar, y sobre cómo vivir, comer, dormir, discutir, luchar, trabar amistad, divertirnos y tomar decisiones en condiciones de incertidumbre. Aunque resulta accesible a un amplio grupo de lectores, conviene no engañarse: Incerto es un ensayo, no la popularización de algunos trabajos presentados anteriormente de forma tediosa (aunque aquí dejamos al margen los complementos técnicos de dicho volumen).
Jugarse la piel aborda cuatro temas: a) la incertidumbre y la fiabilidad del conocimiento (tanto práctico como científico, asumiendo que hay diferencias entre ambos), o, en palabras menos corteses, la detección de mierda; b) la simetría en los asuntos humanos, es decir, la equidad, la justicia, la responsabilidad y la reciprocidad; c) el intercambio de información en las transacciones; y d) la racionalidad en los sistemas complejos y en el mundo real. Que estos cuatro elementos no pueden separarse es algo que resulta obvio cuando es uno mismo quien se juega... la piel.
Jugarse la piel no solo es algo necesario para la equidad, la eficacia comercial y la gestión de riesgos: es necesario, además, para comprender el mundo.
En primer lugar, actúa como filtro e identificador de porquería; es decir, detecta la diferencia entre teoría y práctica, entre conocimiento real y conocimiento cosmético, y entre la academia (en el mal sentido de la palabra) y el mundo real. Para decirlo en forma de principio: en el ámbito erudito no hay diferencia entre la academia y el mundo real; en el mundo real sí que la hay.
En segundo lugar, plantea las distorsiones de la simetría y la reciprocidad en nuestra propia vida: si obtienes recompensas, también debes asumir los riesgos, no dejar que otros paguen el precio de tus errores. Si pones en riesgo a los demás y estos resultan perjudicados, tienes que pagar un precio por ello. Así como tienes que tratar a los demás tal como te gustaría que te trataran a ti, tendrás que compartir también la responsabilidad de esas circunstancias sin caer en la injusticia ni en la desigualdad.
Si ofreces una opinión y alguien sigue tu criterio, estás moralmente obligado a exponerte a sus consecuencias. En el caso de que transmitas una opinión económica:
No me digas lo que «piensas»; dime lo que hay en tu cartera.
En tercer lugar, este libro trata de la información que deberíamos compartir con los demás, lo que un vendedor de coches usados debería —o no debería— contarte sobre el vehículo en el que estás a punto de gastarte una buena parte de tus ahorros.
En cuarto lugar, es un ensayo sobre la racionalidad y sobre la prueba del tiempo. La racionalidad del mundo real no guarda relación con aquello que es lógico para el reseñista del New Yorker o para algún psicólogo que utiliza ingenuos modelos de primer orden, sino con algo mucho más profundo y estadístico, de lo cual depende tu propia supervivencia.
No confundamos la idea de jugarse la piel, tal como se define y utiliza en este libro, con un problema de incentivos, con el hecho de disponer de una parte de los beneficios (tal como normalmente se utiliza este término en el ámbito financiero). No se trata de eso. Es más bien algo relacionado con la simetría, con compartir nuestros perjuicios, asumiendo una penalización si algo va mal. Es una idea que vincula la noción de incentivos, la compra de coches de segunda mano, la ética, la teoría contractual, el aprendizaje (en la vida real y en la académica), el imperativo kantiano, el poder municipal, la ciencia del riesgo, el contacto entre los intelectuales y la realidad, la responsabilidad de los burócratas, la justicia social probabilista, la teoría de opciones, la buena conducta, los vendedores de mierda, la teología... En fin, ya paro.
LOS ASPECTOS MENOS OBVIOS DE JUGARSE LA PIEL
Un título más correcto (aunque más incómodo) para este libro hubiera sido Los aspectos menos obvios de jugarse la piel: las asimetrías ocultas y sus consecuencias. A mí no me gusta nada leer libros que me transmitan obviedades. Me gusta que me sorprendan. Por lo tanto, aplicando la misma reciprocidad del jugarse la piel, no llevaré al lector a un tedioso y predecible viaje tal como hacen las conferencias universitarias, sino que le haré experimentar el tipo de aventura que a mí me gusta.
Para conseguirlo, este libro se ha estructurado de la forma siguiente. Al lector no le llevará más de sesenta páginas comprender la importancia, el predominio y la omnipresencia del jugarse la piel (es decir, la simetría) en la mayor parte de sus aspectos. Pero no abunda en explicaciones de por qué algo tan importante es importante: si se justifica continuamente un principio, se acaba degradándolo.
El camino de la aventura nos lleva a centrarnos en el segundo paso: en las implicaciones sorprendentes —esas asimetrías ocultas que no vienen de inmediato a la mente—, así como en las consecuencias más obvias, algunas de las cuales son bastante incómodas mientras que otras resultan inesperadamente útiles. Comprender los entresijos de cómo nos jugamos la piel permite comprender también los grandes enigmas subyacentes a la compleja matriz de la realidad.
Por ejemplo:
¿Cómo es posible que minorías claramente intolerantes dirijan el mundo y nos impongan sus gustos? ¿Cómo es posible que el universalismo destruya a los mismos pueblos a los que supuestamente debe ayudar? ¿Cómo es posible que hoy existan más esclavos que en la época romana? ¿Por qué los cirujanos no deberían parecer cirujanos? ¿Por qué la teología cristiana insiste en el aspecto humano de Jesucristo, necesariamente diferente del divino? ¿Por qué los historiadores nos confunden informándonos de la guerra y no de la paz? ¿Por qué la señalización fácil (sin nada que arriesgar) fracasa tanto en el ámbito económico como en el religioso? ¿Por qué los candidatos a cargos políticos con manifiestos defectos de carácter nos parecen más auténticos que los burócratas con un historial impecable? ¿Por qué adoramos a Hannibal? ¿Por qué las empresas quiebran en cuanto tienen directivos interesados en hacer el bien? ¿Por qué el paganismo es más simétrico entre los pueblos? ¿Cómo deberían gestionarse los asuntos exteriores? ¿Por qué no debemos donar dinero a organizaciones benéficas a menos que operen de una forma netamente distributiva (hoy conocida como uberización)? ¿Por qué los genes y las lenguas se transmiten de forma distinta? ¿Por qué el tamaño de una comunidad resulta tan importante (una comunidad de pescadores pasa de ser cooperativa a competitiva en cuanto cambiamos la escala, es decir, el número de personas implicadas)? ¿Por qué la economía conductual no tiene nada que ver con el estudio de la conducta de los individuos, y los mercados tienen poco que ver con las preferencias de los intervinientes? ¿Por qué la racionalidad no es más que simple supervivencia? ¿Cuál es la lógica fundacional de la asunción de riesgos?
Pues bien, para este autor, jugarse la piel es algo relacionado, ante todo, con la justicia, el honor y el sacrificio, aspectos todos ellos inherentes a la existencia del ser humano.
La regla del jugarse la piel reduce los efectos de unas divergencias que van aumentando a medida que la civilización avanza: las que existen continuamente entre la acción y la palabra vana (cháchara), entre la consecuencia y la intención, entre la práctica y la teoría, entre el honor y la reputación, entre el conocimiento y la charlatanería, entre lo concreto y lo abstracto, entre lo ético y lo legal, entre lo genuino y lo cosmético, entre lo mercantil y lo burocrático, entre el emprendedor y el director ejecutivo, entre la fuerza y la exhibición, entre el amor y el vampirismo, entre Coventry y Bruselas, Omaha y Washington, entre seres humanos y economistas, entre autores y editores, entre la erudición y la academia, entre la democracia y la gobernanza, entre la ciencia y el cientifismo, entre la política y los políticos, entre el amor y el dinero, el espíritu y la letra, entre Catón el Viejo y Barack Obama, entre la calidad y la publicidad, entre el compromiso y la señalización y, fundamentalmente, entre lo colectivo y lo individual.
Vamos primero a conectar algunos de los puntos de la lista anterior en dos estampas, para sumergirnos de lleno en la sensación de cómo la idea trasciende las categorías.
PRÓLOGO
(PRIMERA PARTE)
Anteo vapuleado
Nunca huyas de mamá —
Sigo encontrando señores de la guerra —
Bob Rubin y sus tratos —
Los sistemas como accidentes automovilísticos
Anteo era un gigante, o más bien una especie de semigigante, hijo de la madre Tierra, Gea, y de Poseidón, el dios del mar. Tenía una extraña ocupación, y es que debía obligar a luchar a todos los que entraban en su país, Libia (entonces perteneciente a Grecia); en esos combates lanzaba a sus víctimas contra el suelo y luego las aplastaba. Este macabro pasatiempo era, al parecer, una forma de devoción filial: Anteo pretendía construir un templo para su padre, el dios Poseidón, utilizando como base los cráneos de sus víctimas.
Se creía que Anteo era invencible, pero había un truco. Obtenía su fuerza de su madre, la Tierra. Si no mantenía el contacto físico con ella, perdía todos sus poderes. Uno de los doce trabajos de Hércules fue, precisamente (en una de las variantes del mito), vencer a Anteo. Logró levantarlo del suelo y acabar con él porque Anteo no tenía los pies en contacto directo con su madre.
De esta primera estampa debemos recordar que, al igual que Anteo, no podemos separar el conocimiento de su contacto con el suelo. De hecho, no podemos separar nada del contacto con el suelo. Y el contacto con el mundo real tiene lugar cuando uno se juega la piel, esto es, exponiéndonos al mundo y pagando un precio por las consecuencias de nuestros actos, sean buenos o malos. Las rozaduras en la piel guían tu aprendizaje y tu descubrimiento; se trata de un mecanismo de señalización orgánica que los griegos llamaban pathemata mathemata («guía tu aprendizaje sobre la base de tu dolor», algo que las madres de los niños pequeños saben muy bien). En Antifrágil he demostrado que muchas de las cosas que supuestamente han sido «inventadas» por las universidades en realidad se descubrieron mediante el juego, y más tarde se legitimaron mediante algún tipo de formalización. El conocimiento que obtenemos jugando, a través del ensayo y el error, la experiencia y la acción del tiempo, en otras palabras, mediante el contacto con la tierra, es inmensamente superior al obtenido a través del razonamiento, algo que las instituciones interesadas se han esforzado en ocultarnos.
A continuación lo aplicaremos a eso que llamamos «hacer política».
LIBIA DESPUÉS DE ANTEO
Segunda estampa. Cuando escribo estas líneas, unos miles de años después, Libia, la tierra natal de Anteo, tiene mercados de esclavos, porque hubo un intento fallido de «cambio de régimen» para «derrocar a un dictador». Sí, en 2017 hay mercados de esclavos improvisados en párkings, donde los subsaharianos capturados se venden al mejor postor.
Un grupo de individuos considerados intervencionistas (entre los cuales se encontrarían, en el momento de escribir estas líneas, Bill Kristol, Thomas Friedman y algunos más),* que promovieron la invasión de Irak en 2003, así como la destitución del líder libio en 2011, defienden la imposición de cambios de régimen en otros países, entre ellos Siria, porque están gobernados por un «dictador».
Estos intervencionistas y sus amigos del Departamento de Estado contribuyeron a crear, entrenar y apoyar a los rebeldes islamistas, entonces «moderados», pero que luego evolucionaron hasta formar parte de Al Qaeda, la organización terrorista que derribó las Torres Gemelas en los atentados del 11 de septiembre de 2001. Curiosamente, a estos hombres se les olvidó que la propia Al Qaeda estaba compuesta por «rebeldes moderados» creados (o formados) por Estados Unidos para combatir a la Rusia soviética, porque, como veremos, el razonamiento de estas personas tan bien educadas no tiene tantos recursos.
De manera que intentamos esa cosa llamada «cambio de régimen» en Irak y fracasamos estrepitosamente. Intentamos repetir esa misma cosa en Libia, y ahora este país tiene mercados de esclavos. Pero logramos «derrocar a un dictador», que era el objetivo buscado. Siguiendo el mismo razonamiento, un médico podría inyectar a un paciente células cancerosas «moderadas» para mejorar su tasa de colesterol y cantar victoria con orgullo, tras la muerte del paciente, especialmente si el análisis post mortem muestra unos buenos registros de colesterol. Pero sabemos que los médicos no imponen «curas» mortales a los pacientes, o no lo hacen de una forma tan descarnada, y hay una razón evidente para ello. Normalmente, los médicos se juegan moderadamente la piel, tienen una vaga comprensión de los sistemas complejos y algo más de dos milenios de ética progresiva determinando su conducta.
Y no nos olvidemos de la lógica, el intelecto y la educación, porque un razonamiento lógico férreo pero de orden superior demostraría que, a menos que hallemos una forma de negar las pruebas empíricas, defender los cambios de régimen también implica defender la esclavitud o alguna forma similar de degradación del propio país (de hecho, estos han sido los resultados más característicos). Por lo tanto, estos intervencionistas carecen de sentido práctico y no aprenden nunca de la historia, pero además fracasan a la hora de practicar el razonamiento puro, que ahogan en un discurso elaborado, semiabstracto y plagado de lugares comunes.
Cometen tres errores: son personas que piensan 1) en términos estáticos, y no dinámicos, 2) a pequeña escala y no en la grande, 3) en términos de acciones, y no de interacciones. A lo largo del libro veremos en profundidad este defectuoso razonamiento mental de los tontos educados (o, más bien, medio educados). De momento voy a desarrollar los tres errores mencionados.
Su primer error es que son incapaces de pensar en un segundo paso porque no son conscientes de lo necesaria que es esta forma de proceder, cuando cualquier campesino de Mongolia, cualquier camarero de Madrid y prácticamente cualquier vendedor de automóviles de San Francisco sabe que en la vida real hay que dar siempre un segundo paso, y un tercero y un cuarto y un enésimo paso. El segundo error es que son incapaces de distinguir entre los problemas multidimensionales y su representación unidimensional, de un modo análogo a lo que sucede con las múltiples dimensiones de la salud y su simple reducción al control del colesterol. No pueden comprender que, desde el punto de vista empírico, los sistemas complejos carecen de mecanismos unidimensionales de causa y efecto que sean obvios, y que en condiciones de opacidad no conviene intervenir en tales sistemas. Es más, abundando en este mismo error, llegan a comparar las acciones del «dictador» con las del primer ministro noruego o sueco, en lugar de compararlas con las de la alternativa local. El tercer error de los intervencionistas es que no son capaces de prever la evolución de aquellos a los que ayudan mediante el ataque, o la exagerada respuesta que pueden obtener.
«LUDIS DE ALIENO CORIO»
Cuando algo estalla, invocan la incertidumbre, algo conocido como cisne negro (un acontecimiento inesperado de gran impacto) y concebido por un tipo (muy) tozudo; pero no dan cuenta de que no se debe intervenir en un sistema cuyos resultados están plagados de incertidumbre ni en una acción con grandes inconvenientes si no sabe cuáles serán las consecuencias. Aquí lo más importante es que al intervencionista no le afectan los inconvenientes. Este continúa haciendo lo mismo desde su cómoda casa climatizada con garaje de dos plazas, perro y zona de juegos con césped libre de pesticidas para sus sobreprotegidos 2,2 hijos.
Imaginemos a personas con trabas mentales similares, personas que no comprenden la asimetría y que pilotan aviones. Serían unos pilotos incompetentes, porque no pueden aprender de la experiencia o no les importa asumir riesgos que no comprenden, y podrían matar a muchas personas. Pero también podrían acabar en el fondo del Triángulo de las Bermudas y dejar de representar una amenaza para los viajeros y para la humanidad entera. Eso no es algo que ocurra en este caso.
Así pues, al final hemos llenado eso que llamamos intelligentsia con personas megalomaniacas y mentalmente trastornadas (en sentido literal), simplemente porque nunca tienen que pagar por las consecuencias de sus actos, sino que solo repiten eslóganes modernos desprovistos de toda profundidad (por ejemplo, siguen utilizando la palabra democracia mientras fomentan el uso de la guillotina; pues la democracia es algo que solo conocen por sus lecturas de la universidad). En general, cuando alguien invoca abstractas nociones modernas, podemos dar por hecho que tiene cierta educación (pero no la suficiente, o no en la disciplina correcta) y muy poca responsabilidad.
Ahora, todos esos pueblos inocentes —los ezidíes, las minorías cristianas de Oriente Próximo (y Oriente Medio), los mandeos, los sirios, los iraquíes y los libaneses— tienen que pagar las consecuencias de los errores cometidos por los intervencionistas, actualmente apoltronados en sus cómodas oficinas provistas de aire acondicionado. Como veremos, esto va en contra de la noción misma de justicia desde sus orígenes prebíblicos, en la época babilónica, y en contra de la propia estructura de la ética, esa matriz subyacente que ha permitido sobrevivir a la humanidad.
El principio que regula la intervención es el mismo que el de los médicos: «ante todo no hacer daño» (primum non nocere); más aún, como luego argumentaremos, quienes no asumen riesgos no deberían tomar decisiones.
Y además:
Siempre hemos estado locos, pero no teníamos la capacidad de destruir el mundo. Ahora sí que la tenemos.
Más adelante volveremos a los intervencionistas «pacificadores» y examinaremos cómo sus procesos de paz crean bloqueos, como sucedió en el conflicto palestino-israelí.
LOS SEÑORES DE LA GUERRA SIGUEN AHÍ
La idea de jugarse la piel forma parte de la historia de la humanidad: históricamente, todos los señores de la guerra y los individuos belicistas eran guerrerros y, salvo unas pocas y curiosas excepciones, las sociedades eran gobernadas por personas que asumían riesgos en lugar de transferirlos a otros.
Las personas importantes asumían riesgos; unos riesgos considerablemente más elevados que los de los ciudadanos normales. El emperador romano Juliano el Apóstata murió en el campo de batalla, librando una guerra interminable en la frontera persa, mientras era emperador. Podríamos hacer conjeturas sobre Julio César, Alejandro Magno o Napoleón, que quizás deban parte de su fama a la consabida narración legendaria de los historiadores, pero aquí las pruebas son irrefutables. No hay mejor prueba histórica de la presencia de un emperador en la primera línea de batalla que una lanza persa clavada en su pecho (Juliano prescindió de su armadura). Uno de sus predecesores, Valerio, fue capturado en esa misma frontera, y se decía que el persa Sapor lo utilizó como escabel humano para montar a su caballo. La última vez que se vio al último emperador bizantino, Constantino XI Paleólogo, este se había arrancado la toga púrpura y se había unido a Juan Dálmata y a su primo Teófilo Paleólogo para cargar contra las tropas turcas con las espadas en alto, afrontando orgullosamente una muerte segura. Sin embargo, la leyenda afirma que a Constantino se le ofreció un acuerdo de rendición. Pero, claro, los reyes que se precian no aceptan tales tratos.
No se trata de anécdotas aisladas. El pensador estadístico que anida en este autor está bastante convencido: sabemos que solo el 30 % de los emperadores romanos murieron en su lecho, y podemos afirmar que, dado que fueron muy pocos los que murieron a edad avanzada, es muy posible que el resto, de haber vivido más, hubiera caído en el campo de batalla o en un golpe de Estado.
Incluso en el presente, los monarcas derivan su legitimidad de un contrato social que exige asumir un riesgo físico. La familia real británica se aseguró de que uno de sus vástagos, el príncipe Andrés, asumiera más riesgos que los «plebeyos» en la guerra de las Malvinas de 1982: su helicóptero iba en primera línea. ¿Por qué? Porque nobleza obliga; el propio estatus de lord deriva tradicionalmente su legitimidad de la protección a los demás, aunque aquí se canjea el riesgo personal por la relevancia social, y al parecer los monarcas siguen recordando ese contrato. No puedes ser un lord si no eres un señor.
COMERCIO A LO BOB RUBIN
Hay quien cree que no tener guerreros en la clase dirigente es señal de civilización y de progreso. Pero no es así. Por otra parte:
La burocracia es una estructura mediante la cual una persona es convenientemente separada de las consecuencias de sus actos.
¿Y qué podemos hacer si un sistema centralizado necesita personas que no estén directamente expuestas al coste de sus errores?
Bien, pues entonces no tenemos más opción que la descentralización o, dicho más cortésmente, la localización; esto es, limitar el número de individuos inmunes y con capacidad decisoria.
La descentralización se basa en la simple idea de que es más fácil hacer macromierda que micromierda.
La descentralización reduce las grandes asimetrías estructurales.
Pero no hay que preocuparse; si no descentralizamos y distribuimos la responsabilidad, esto sucederá por sí solo y de la manera más dura, ya que un sistema que carece de mecanismos para jugarse la piel y que está cargado de desequilibrios, acabará por desmoronarse y repararse por sí solo. Si es que sobrevive.
Por ejemplo, en 2008 se produjo un crac bancario debido a la acumulación de riesgos ocultos y asimétricos en el propio sistema: los banqueros, maestros en la transferencia de riesgos, podían obtener un flujo constante de dinero explotando una serie de riesgos explosivos ocultos, utilizar modelos académicos del riesgo que solo funcionan sobre el papel (porque los académicos prácticamente no saben nada del riesgo), y luego, tras la caída, invocar la incertidumbre (el mismo cisne negro, invisible e impredecible, y al mismo autor tozudo) y conservar los ingresos anteriores, practicando así lo que yo he dado en llamar comercio a lo Bob Rubin.
¿Y qué es el comercio a lo Bob Rubin? Robert Rubin, exsecretario del Tesoro de Estados Unidos, era una de las personas cuya firma aparecía estampada en el billete con el que uno se pagaba el café. En la década anterior al crac bancario de 2008 percibió de Citibank más de ciento veinte millones de dólares en concepto de compensaciones. Cuando el banco se declaró insolvente y fue rescatado por los contribuyentes, no pagó por ello sino que se adujo como excusa la incertidumbre. Si sale cara, gana; y si sale cruz, grita: «¡Cisne negro!». Rubin tampoco reconoció haber transferido el riesgo a los contribuyentes: los especialistas en gramática española, los profesores ayudantes, los supervisores de fábricas de latas, los asesores en nutrición vegetariana y las secretarias de los ayudantes de fiscal de distrito le «cubrían las espaldas», es decir, asumían sus riesgos y pagaban sus pérdidas. Pero lo que salió peor parado fue el libre mercado, porque el público, ya predispuesto a odiar a los inversores, empezó a vincular este sistema con las formas de corrupción y nepotismo en las altas esferas, cuando en realidad sucede justo lo contrario: es el Gobierno, y no los mercados, el que hace posible estas prácticas mediante sus mecanismos de rescate. Y no solo los rescates: en general, toda interferencia del Gobierno tiende a eliminar la asunción de riesgos.
La buena noticia es que a pesar de los esfuerzos de una administración cómplice liderada por Obama que quería proteger las reglas del juego y a los banqueros empeñados en la búsqueda de rentas,* el negocio de la asunción de riesgos empezó a desplazarse hacia unas estructuras independientes conocidas como «fondos de cobertura». Este cambio se produjo fundamentalmente a causa de la hiperburocratización del sistema, ya que los funcionarios (que están convencidos de que su trabajo consiste básicamente en gestionar el papeleo) sobrecargaron a los bancos con reglamentos, pero, de alguna manera, en los miles de páginas de esas regulaciones adicionales, evitaron considerar la idea de jugarse la piel. Pero con los fondos de cobertura, de carácter descentralizado, los gestores del sistema tienen al menos la mitad de su patrimonio neto invertido en tales instrumentos financieros, con lo que su nivel de exposición es relativamente superior al de sus clientes y, al final, se hunden ellos mismos con el barco.
LOS SISTEMAS APRENDEN POR ELIMINACIÓN
Si quieres subrayar una sola sección de este libro, aquí la tienes. El ejemplo de los intervencionistas es esencial para nuestro relato porque muestra cómo la falta de asunción de riesgos tiene tanto efectos éticos como efectos epistemológicos (por ejemplo, los relacionados con el conocimiento). Hemos visto que los intervencionistas no aprenden porque no son víctimas de sus errores y, como ya insinuamos con el pathemata mathemata:
El mecanismo de transferencia de riesgos impide el aprendizaje.
O en términos más prácticos:
Nunca convencerás del todo a alguien de que está equivocado; solo la realidad podrá convencerlo.
Pero a la realidad no le importan los argumentos ganadores: lo que le importa es la supervivencia.
Pues
La maldición de la modernidad es que cada vez estamos más colonizados por una clase de personas cuya capacidad para explicar las cosas supera a su capacidad de comprensión.
O cuya capacidad explicativa supera a sus acciones.
A los presos de esas cárceles de alta seguridad a las que llamamos escuelas no se les enseña a aprender. En biología, el aprendizaje es algo que se imprime a nivel celular, a través del filtro de la selección intergeneracional: jugarse la piel, insisto, es más un filtro que un mecanismo de disuasión. Solo puede haber evolución si hay riesgo de extinción. Además:
Si no nos jugamos la piel no hay evolución.
Este último punto es muy obvio, pero aún veo a académicos que no se juegan la piel y que defienden la evolución al mismo tiempo que rechazan la idea de jugarse la piel y el riesgo compartido. Niegan la idea del diseño del mundo por parte de un creador omnisciente, y al mismo tiempo pretenden imponer el diseño humano como si conocieran todas sus consecuencias. En general, la gente que rinde más culto al sacrosanto Estado (o, de forma equivalente, a las grandes empresas) tiende a mirar con más inquina la asunción de riesgos. Cuanto más convencidos están de su propia capacidad de predicción, más odian la idea de jugarse la piel. Si visten traje y corbata, tienden a odiar la asunción de riesgos.
Volviendo a nuestros intervencionistas, hemos visto que la gente no aprende mucho de sus errores ni tampoco de los ajenos; más bien es el sistema el que aprende seleccionando a quienes están menos predispuestos a cierto tipo de errores y eliminando a los demás.
El sistema aprende eliminando algunas de sus partes, por «via negativa».
Como ya hemos mencionado, muchos malos pilotos yacen ahora en el fondo del Atlántico, y muchos malos conductores de autobús están en el tranquilo cementerio de su localidad, entre sus bonitos caminos bordeados de árboles. El transporte no llegó a ser más seguro porque el ser humano aprenda de sus errores, sino que es el sistema el que aprende. La experiencia del sistema es diferente a la de los individuos: se basa en los filtros.
Resumiendo:
El jugarse la piel mantiene la soberbia humana bajo control.
Ahora vamos a profundizar en la cuestión y en la segunda parte del prólogo vamos a considerar la noción de simetría.
PRÓLOGO
(SEGUNDA PARTE)
Una breve panorámica de la simetría
Metaexpertos juzgados por metametaexpertos
— Prostitutas, no prostitutas y amateurs
— Los franceses y Hammurabi
— Dumas siempre es una excepción
I. DE HAMMURABI A KANT
Hasta la reciente intelectualización de la vida, la simetría del jugarse la piel se ha considerado implícitamente como la regla principal de toda sociedad organizada, incluso de cualquier forma de vida colectiva en la que una persona se reúna o trate con otras más de una vez. La regla debió de existir antes de los propios humanos, ya que prevalece bajo formas muy sofisticadas en el reino animal. O, dicho de otro modo: debió de prevalecer porque, si no, la vida se habría extinguido: la transferencia de riesgos destruye cualquier sistema. Y la propia idea de ley, sea divina o de otro tipo, trata precisamente de solucionar los desequilibrios y de remediar estas asimetrías.
Recorramos brevemente el camino que va de Hammurabi a Kant, para ver cómo la regla se va refinando conforme avanza la civilización.
Hammurabi en París
La ley de Hammurabi se inscribió hace unos tres mil ochocientos años en una estela de basalto erigida en una plaza pública de Babilonia, para que cualquier persona alfabetizada pudiera leerla o para que se la leyera a quien no pudiera hacerlo. Contiene 282 leyes y se considera la primera codificación existente de nuestra regla. Este código se ocupa de un tema importante: establece simetrías entre las personas que participan en una transacción, de modo que nadie pueda transferir un riesgo de cola oculto o riesgos como los de Bob Rubin. Sí, el comercio a lo Bob Rubin tiene tres mil ochocientos años de antigüedad, es tan viejo como la civilización, y la misma antigüedad tienen las reglas para contrarrestarlo.
¿Qué es una cola en este contexto? De momento diremos que es un acontecimiento extremo de baja frecuencia. Se llama cola porque en la curva de distribución de frecuencias se sitúa en el extremo izquierdo o en el derecho (donde están las frecuencias bajas), y, por alguna razón que escapa a mi comprensión, la gente empezó a llamarlo cola y, al final, el término se consolidó.
El mandamiento más conocido de Hammurabi reza así: «Si un constructor erige una casa y la casa se derrumba y mata a su propietario, el constructor será condenado a muerte».
Como ocurre en las operaciones financieras, el mejor lugar para ocultar los riesgos está «en las esquinas», enterrando la vulnerabilidad a acontecimientos poco habituales que solo el arquitecto (o el operador) puede detectar: se trata de estar muy lejos, en el tiempo y en el espacio, cuando suceda el derrumbe. Como me dijo un viejo y rudo banquero alcohólico el día de mi graduación: «Yo solo concedo préstamos a largo plazo. Cuando [los prestatarios] maduran prefiero estar lejos. Para que solo puedan encontrarme a larga distancia». Él trabajaba para bancos internacionales y consiguió sobrevivir a su juego cambiando de país cada cinco años; y, según recuerdo, también cambiaba de esposa cada diez años y de banco cada doce. Pero no tenía que esconderse muy lejos o muy profundamente: hasta hace poco nadie recuperaba (es decir, nadie reclamaba) las ganancias logradas por los banqueros cuando algo iba mal a raíz de sus actos. No es extraño que hayan sido los suizos quienes empezaran a recuperar las pérdidas en 2008.
La muy conocida lex talionis, «ojo por ojo y diente por diente», procede del código de Hammurabi. Es una ley metafórica, no literal: en realidad no es preciso arrancarse el ojo, porque la regla es mucho más flexible de lo que parece a primera vista. En un célebre debate talmúdico (recogido en el Baba Kama), un rabino argumenta que si se siguiera esta ley al pie de la letra, el tuerto solo estaría aplicando la mitad del castigo si cegara a una persona con dos ojos, mientras que el ciego quedaría impune. Y algo así puede plantearse también cuando un individuo bajito mata a un héroe. Siguiendo este razonamiento, tampoco hay que amputarle la pierna al doctor imprudente que seccionó la pierna equivocada: por medio de la vía judicial, y no por la propia regulación, el sistema procesal impondrá, gracias a los esfuerzos de Ralph Nader, algún castigo a quien proceda; el castigo suficiente para que queden protegidos los consumidores y los ciudadanos frente a instituciones poderosas. Es evidente que el sistema legal ocasionará algunas molestias (especialmente en lo que respecta a la resolución de los agravios) y que incluye en su seno a los buscadores de rentas, pero es mucho mejor quejarse de los abogados que de la falta de abogados.
Más en concreto, algunos economistas me han acusado de pretender revertir la protección por bancarrota que se ofrece en nuestra época; algunos incluso me han acusado de querer instaurar la guillotina para los banqueros. No soy tan literal: se trata de infligir algún tipo de castigo, el suficiente como para que el comercio a lo Bob Rubin resulte menos atractivo, y proteger así a toda la población.
Se da la circunstancia de que, por razones que se me escapan, el código de Hammurabi, esa estela de basalto negro-grisáceo, está actualmente en el Museo del Louvre de París; algo extraño que solo puede suceder en Francia. Y los franceses, que normalmente saben muchas más cosas que nosotros, no parecen conocer este detalle; solo los visitantes coreanos provistos con sus palos de selfie parecen haber oído hablar de la ubicación de esta famosa estela.
En mi penúltima peregrinación al lugar, impartí una conferencia a inversores franceses en una de las salas del museo; mi charla versaba sobre las ideas expuestas en este libro, incluida la idea de jugarse la piel. Intervine después de un hombre que, a pesar de su notable parecido (en imagen y en personalidad) con las estatuas mesopotámicas, es la encarnación misma de la falta de asunción de riesgos: Ben Bernanke, el exdirector de la Reserva Federal. Para mi sorpresa, cuando abordé el tema recurriendo a la ironía de la situación, es decir, que hace unos cuatro mil años éramos más sofisticados en estas cuestiones, y que la famosa estela se hallaba a unos cien metros del lugar donde yo impartía mi conferencia, ninguno de los presentes supo de qué estaba hablando, a excepción de los inversores franceses de mayor cultura. Nadie sabía nada de Hammurabi —salvo que se trataba de uno de los agentes de la geopolítica mesopotámica—, ni de su conexión con la idea de jugarse la piel y con la responsabilidad de los banqueros.
El cuadro 1 muestra la progresión de las reglas de simetría desde Hammurabi en adelante; subamos, pues, la escalera.
CUADRO 1. EVOLUCIÓN DE LA SIMETRÍA MORAL
La plata vence al oro
Repasemos rápidamente las reglas que aparecen a la derecha de Hammurabi. El Levítico suaviza este antiguo código legal. La regla de oro pretende que «trates a los demás tal y como deseas que los demás te traten a ti». La regla de plata, bastante más sólida, dice: «No trates a los demás como no quisieras que los demás te trataran a ti». ¿Es realmente más sólida? ¿En qué sentido? ¿Por qué la regla de plata es más sólida?
Primero dice que has de ocuparte de tus propios asuntos y no decidir qué es «bueno» para los demás. Tenemos más claro lo que está mal que lo que está bien. La regla de plata puede considerarse como una «regla de oro negativa», y según me enseñó mi barbero calabrés (y hablante de calabrés) hace tres semanas, la vía negativa (esto es, actuar mediante la sustracción) es mucho más poderosa y menos propensa al error que la via positiva (actuar a base de añadidos).
Digamos ahora unas palabras sobre lo que significan los «demás» en la expresión tratar a los demás. El prójimo puede ser singular o plural, y por lo tanto puede designar a un individuo, a un equipo de baloncesto o a la Asociación Norteña de Barberos Hablantes de Calabrés. Lo mismo ocurre con los «demás». La idea es fractal en el sentido de que opera en todas las escalas: seres humanos, tribus, asociaciones, grupos de asociaciones, países, etc., asumiendo que cada una de ellas es una unidad autónoma y que puede mantener relaciones con otras entidades equiparables. Así como los individuos deberían tratar a los demás como les gustaría ser tratados a ellos (o no ser tratados), las familias, consideradas como unidades, deberían tratar del mismo modo a las demás familias. Y también los países deberían actuar así, algo que hará que los intervencionistas de la primera parte del prólogo nos resulten aún más deplorables. Isócrates, el sabio orador ateniense, ya nos advirtió en el siglo V a. C. de que las naciones deberían tratarse unas a otras conforme a la regla de plata. Como él mismo escribió: «Trata a los Estados más débiles como creas que los Estados más fuertes han de tratarte a ti».
Nadie encarna la noción de simetría mejor que Isócrates, un sabio que vivió más de un siglo y realizó contribuciones significativas cuando ya tenía más de noventa años. Acuñó incluso una versión más dinámica de la regla de oro: «Compórtate con tus padres como te gustaría que tus hijos se comportaran contigo». Tuvimos que esperar al gran entrenador de béisbol Yogi Berra para obtener una regla tan dinámica de las relaciones simétricas: «Voy al funeral de los demás para que ellos vengan al mío».
Evidentemente, resulta más eficaz en la dirección inversa, tratar a nuestros hijos como nos gustaría que nos trataran nuestros padres.
La idea subyacente en la Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos es justamente la de establecer una simetría al estilo de la regla de plata: podrás poner en práctica tu libertad religiosa mientras me permitas a mí practicar la mía; tendrás derecho a contradecirme mientras yo tenga derecho a contradecirte a ti. Efectivamente, sin esta simetría incondicional en el derecho a expresarse no hay democracia, y la mayor amenaza es el peligroso camino emprendido por algunos en su afán por limitar la libertad de expresión con la excusa de que esta puede herir los sentimientos de algunas personas. Tales restricciones no proceden necesariamente del Estado, sino más bien de una monocultura intelectual que ha arraigado en los medios y en la vida cultural gracias a una hiperactiva policía del pensamiento.
El universalismo «olvídate de eso»
Aplicando la simetría a las relaciones entre lo individual y lo colectivo, obtenemos una virtud, una virtud clásica, que ahora recibe el nombre de «ética de la virtud». Pero hay que dar otro paso: a la derecha del cuadro 1 aparece el imperativo categórico de Immanuel Kant, que yo resumo así: «Condúcete como si tus actos pudieran generalizarse a la conducta de cualquier persona en cualquier parte y bajo cualquier condición». El texto original es mucho más desafiante:
«Obra solo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en ley universal», escribió Kant en la primera formulación de su imperativo categórico. Y «obra de modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de otro, no como un mero medio para un objetivo, sino siempre, al mismo tiempo, como un objetivo», en lo que se conoce como segunda formulación.
Olvidemos esta formulación de Kant, ya que se complica demasiado, y las cosas que se complican resultan problemáticas. Vamos pues a saltarnos el drástico planteamiento kantiano, fundamentalmente por una razón, y es que:
La conducta universal está bien sobre el papel, pero en la práctica es desastrosa.
¿Por qué? Pues porque, como repetiremos ad nauseam a lo largo de este libro, los humanos somos animales prácticos, locales y sensibles a la escala. Lo pequeño no es igual que lo grande; lo tangible no es lo abstracto; lo emocional no es lo lógico. Así como afirmamos que lo micro funciona mejor que lo macro, es mejor no irse a lo muy general cuando saludamos a nuestro mecánico en el taller de coches. Deberíamos centrarnos en nuestro entorno inmediato; lo único que necesitamos son reglas simples y prácticas. Además: lo general y lo abstracto tienden a atraer a psicópatas farisaicos que se parecen mucho a los intervencionistas de los que hablamos en la primera parte del prólogo.
Dicho de otro modo: Kant no aportó la noción de escala, pero somos víctimas del universalismo kantiano. (Como ya hemos visto, la modernidad prefiere lo abstracto a lo particular; los guerreros de la justicia social han sido acusados de «tratar a las personas como categorías, no como individuos».) Fuera de la religión pocos entendieron la noción de escala antes de la gran pensadora política Elinor Ostrom, de quien hablaremos un poco en el capítulo 1.
De hecho, el mensaje implícito de este libro es el peligro que entraña el universalismo cuando se lleva uno o dos pasos demasiado lejos, combinando lo micro y lo macro. Por otra parte, el quid de la idea de El cisne negro era la platonificación: la pérdida de elementos fundamentales pero ocultos en el proceso de transformación de algo en un constructo abstracto, lo que provoca su derrumbe.
II. DE KANT A TONY EL GORDO
Desplacémonos ahora al presente, al muy transaccional presente. En Nueva Jersey, la simetría puede significar simplemente, en palabras de Tony el Gordo: «No sirvas mierda y no comas mierda». Su planteamiento más práctico sería:
Empieza siendo agradable con cualquier persona que te encuentres. Pero si alguien intenta ejercer la fuerza sobre ti, ejércela tú sobre él.
¿Quién es Tony el Gordo? Se trata de un personaje de Incerto que en su porte, conducta, decisiones en momentos de incertidumbre, conversación, estilo de vida, talla de ropa y hábitos alimentarios sería justamente lo opuesto a un analista del Departamento de Estado o a un profesor de economía. Se muestra tranquilo e imperturbable a menos que alguien lo irrite de verdad. Se hizo rico ayudando a esos que él llama «los mamones» a separarse de sus fondos (o, como ocurre muy a menudo, de los fondos de sus clientes, ya que esta gente a menudo apuesta con dinero ajeno).
Esta simetría está estrechamente vinculada a mi profesión: la compra de opciones en el mercado bursátil. En una opción, una persona (el comprador) goza contractualmente de las ventajas de esta (ganancias futuras), mientras que la otra (el agente) es responsable de las desventajas (pérdidas futuras), por un precio acordado previamente. Sucede lo mismo que en una póliza de seguros, donde el riesgo se transfiere por una tarifa concreta. Cualquier ruptura significativa de esta simetría —con la transferencia de responsabilidad— desemboca ineludiblemente en una situación explosiva, como hemos visto en la crisis económica de 2008.
Esta simetría también afecta a la alineación de intereses en una transacción comercial. Refresquemos argumentos anteriores: si el beneficio de los banqueros crece y sus pérdidas se transfieren sigilosamente a la sociedad (a los especialistas en gramática española, los profesores ayudantes...), estamos ante un problema gravísimo, porque los riesgos ocultos crecerán continuamente hasta que se produzca el estallido final. Aunque sobre el papel parecen un remedio, las regulaciones acaban por exacerbar el problema, porque fomentan la ocultación de riesgos.
Lo cual nos lleva a lo que se conoce como «problema de agencia».
Pillo, loco o las dos cosas
He aquí una extensión práctica de la regla de plata (recordemos, la que dice «No hagas a los demás lo que no quieras que hagan contigo»):
No hay que seguir el consejo de quien se gana la vida dando consejos, a menos que sus consejos estén sometidos a castigos.
Decíamos antes que en la expresión «Confío en ti» se combina la ética y el conocimiento. En cuestiones de incertidumbre, siempre hay algún loco del azar y algún pillo del azar; a uno le falta comprensión, el otro tiene incentivos distorsionados. Uno, el loco, asume riesgos que no comprende, confundiendo su pasada buena suerte con su destreza personal; el otro, el pillo, transfiere el riesgo a los demás. Cuando los economistas hablan de jugarse la piel, solo piensan en el segundo.
Examinemos la idea de agencia, muy conocida y estudiada por las compañías de seguros. Uno sabe más de su salud que una aseguradora. Por lo tanto, tiene un incentivo especial a la hora de contratar una póliza de seguro cuando detecta una enfermedad antes de que nadie más lo sepa. Al asegurarte cuando te conviene, en lugar de cuando estás sano, le cuestas al sistema más de lo que ingresas en él, lo cual provoca un aumento en las primas que deberá pagar todo tipo de gente inocente (entre ellos, otra vez, el especialista en gramática española). Las empresas de seguros tienen sus propios filtros, como las altas desgravaciones y algunos otros métodos, para eliminar estos desequilibrios.
El problema de la agencia (o problema del agente-actor principal) también se manifiesta como un desajuste de intereses en las transacciones: un vendedor que interviene en una transacción tiene unos intereses diferentes a los tuyos y, por lo tanto, puede ocultarte información.
Sin embargo, los elementos disuasorios no bastan: siempre hay algún loco por ahí. Algunas personas no saben lo que les interesa: pensemos en los drogadictos, los alcohólicos, individuos atrapados en una relación emocional perversa, personas que apoyan a gobiernos mastodónticos, los periodistas, los críticos literarios o los burócratas respetables; todos ellos, por alguna misteriosa razón, actúan contra sus propios intereses. Por lo tanto, en esta ocasión el filtro desempeña un papel importante: los locos del azar son purgados por la realidad para que no puedan dañar a otras personas. Recuerda que la base de la evolución es que los sistemas se tornan inteligentes por eliminación.
Pero hay algo más: puede que no sepamos de antemano si una de nuestras acciones será una completa estupidez, pero la realidad sí que lo sabe.
Opacidad causal y preferencias reveladas.
Llevemos ahora la dimensión epistemológica del jugarse la piel a un nivel superior. Este principio está relacionado con el mundo real, no con las apariencias. Según el lema de Tony el Gordo:
Uno no quiere ganar en un debate. Quiere ganar en todo momento.
En realidad, deseas obtener cualquier cosa que persigas: dinero, territorio, el corazón de un especialista en gramática o un coche descapotable (de color rosa). Si nos centramos únicamente en las palabras, nos colocamos en una pendiente peligrosa, ya que
Somos mucho mejores en la acción que en la comprensión.
Existen grandes diferencias entre un charlatán y un miembro de la sociedad realmente habilidoso, digamos entre un «politólogo» macromierdero y un fontanero, o entre un periodista y un mafioso. El emprendedor gana actuando, no convenciendo. Hay campos del conocimiento (por ejemplo, la economía y las ciencias sociales en general) que caen en la charlatanería porque no hay en ellos una asunción de riesgos que los vincule con la realidad (mientras los participantes hablan de «ciencia»). En el capítulo 9 mostramos cómo se crean rituales, títulos, protocolos y formalidades de lo más rebuscadas para ocultar esta carencia.
Puede que mentalmente no sepas adónde vas, pero lo sabes por medio de la acción.
Incluso la economía se basa en la noción de preferencias reveladas. Lo que «piensa» la gente es irrelevante: aquí es mejor eludir la melosa y solipsista disciplina de la psicología. Las «explicaciones» son palabras, historias que se cuenta la gente, no el tema de la ciencia de verdad. Sus actos en cambio son algo tangible y hasta mensurable y por eso debemos centrarnos en ellos. Este axioma, tal vez un principio incluso, es muy poderoso, pero los investigadores no suelen abundar en él. Una mujer comprometida entiende mejor la revelación de preferencias: para ella, un anillo de pedida implica un compromiso mucho más convincente (y mucho menos reversible) que una promesa verbal, en especial si ha sido muy caro.
Y en cuanto a la predicción, olvídala:
La predicción (que se expresa en palabras) no guarda relación con la especulación (en los actos).
Personalmente conozco a personas agoreras que son ricas y horribles y otras que son pobres y «bondadosas». Y es que lo que importa en la vida no es la frecuencia de nuestros «aciertos», sino cuánto obtenemos cuando hemos acertado. Equivocarse no cuenta cuando no implica coste alguno, como en el método del ensayo y error que se aplica en la investigación.
Los riesgos en la vida real —dejando al margen los de los juegos— siempre son difíciles de reducir a un «suceso» bien definido y fácil de describir con palabras. En la vida real, los resultados no son como los de un partido de baloncesto, esto es, limitados a un resultado binario: ganar o perder. Muchos riesgos son terriblemente no lineales: podemos beneficiarnos de la lluvia, pero no de las inundaciones. En nuestros trabajos más técnicos hemos expuesto el argumento con todo detalle. De momento, vamos a considerar que la predicción, especialmente en «ciencia», es a menudo el último refugio del charlatán, y que ha sido así desde el principio de los tiempos.
Además, en matemáticas existe lo que se llama problema inverso, algo que únicamente puede resolver la asunción de riesgos. Por ahora lo simplificaré del modo siguiente: nos resulta más difícil subvertir que construir; observamos el resultado de las fuerzas evolutivas pero no podemos imitarlas debido a su opacidad causal. Solo podemos gestionar los procesos hacia delante. La propia operación del Tiempo (que capitalizamos) y su irreversibilidad requiere el filtro de la asunción de riesgos.
El principio de jugarse la piel nos ayuda a resolver el problema del cisne negro y otras cuestiones relacionadas con la incertidumbre, tanto en el plano individual como en el colectivo: todo lo que ha sobrevivido ha demostrado su resistencia a los sucesos tipo cisne negro, y eliminar la asunción de riesgos perturba estos mecanismos de selección. Sin jugarnos la piel, no logramos comprender la Inteligencia del Tiempo; una manifestación del llamado efecto Lindy, un fenómeno al que dedicaremos todo un capítulo y que permite que: 1) el tiempo elimine lo frágil y conserve lo sólido, y 2) la expectativa de vida de lo no frágil aumente con el tiempo. Indirectamente, las ideas rebosan de asunción de riesgos, al igual que las poblaciones que las defienden.
Desde esta doble perspectiva —la opacidad (causal) y la revelación de preferencias—, la Inteligencia del Tiempo, una vez sometida a la asunción de riesgos, nos permite definir la racionalidad: la única definición de racionalidad que en mi opinión no se desintegra cuando es sometida al escrutinio de la lógica. Una práctica puede parecer irracional a un observador educado e ingenioso (pero rápido) que trabaja en el Ministerio de Fomento francés, porque los humanos no somos lo suficientemente inteligentes para comprenderlo... pero el caso es que ha funcionado durante mucho tiempo. ¿Es irracional? No tenemos ningún argumento para negarlo. No obstante, sabemos lo que resulta manifiestamente irracional: en primer lugar, lo que amenaza la supervivencia colectiva; y, en segundo lugar, lo que amenaza la supervivencia individual. Desde un punto de vista estadístico, ir contra la naturaleza (y contra su relevancia estadística) es irracional. Pese a los estudios financiados por las empresas tecnológicas y de pesticidas, no existe una definición rigurosa de racionalidad que convierta el rechazo de lo «natural» en racional; más bien al contrario. Por definición, lo que funciona no puede ser irracional; todas las personas que conozco que han fracasado sistemáticamente en los negocios comparten este bloqueo mental: son incapaces de comprender que si algo estúpido funciona (y sirve para hacer dinero), no puede ser estúpido.
Un sistema que exige jugarse la piel se mantiene cohesionado a través de la noción de sacrificio, para proteger a las entidades o colectivos que ocupan una posición superior en la jerarquía y están destinadas a sobrevivir. «La supervivencia habla y la mierda camina.» O, en palabras de Tony el Gordo: «La supervivencia desembucha y la mierda flota». En otras palabras:
Lo racional es lo que permite sobrevivir a lo colectivo (entidades destinadas a vivir largo tiempo).
Por tanto, lo «racional» no es lo que se define como tal en algún libro de sociología o psicología poco riguroso. En ese sentido, contrariamente a lo que dicen los psicólogos y psicolocuchos, cierta «sobreestimación» del riesgo de cola no es irracional en sentido estricto, porque es más de lo que se necesita para sobrevivir. Hay riesgos que no podemos asumir. Y hay otros (como los que que evitan los académicos) que no podemos no asumir. En el capítulo 19 profundizaremos en esta dimensión, que se denomina dimensión «ergódica».
Jugarse la piel, pero no continuamente
Jugarse la piel es una necesidad global, pero no nos dejemos arrastrar por el imperativo de aplicarla a todo en su mínimo detalle, especialmente cuando entraña consecuencias. Existe una gran diferencia entre el intervencionista de la primera parte del prólogo, que toma decisiones que provocan la muerte de miles de personas al otro lado del océano, y la opinión inofensiva de un individuo en una conversación o la declaración de un adivino que se utiliza como terapia y no para tomar decisiones. Nuestro mensaje se centra en quienes presentan profesionalmente un enfoque parcial, provocando daños sin responsabilizarse por ello, en virtud de la propia estructura de su cargo.
El individuo profesionalmente asimétrico es raro y ha sido poco habitual en la historia, incluso en nuestros días. Provoca gran cantidad de problemas, pero es algo extraño. La mayoría de las personas que conocemos en la vida real —panaderos, zapateros, fontaneros, taxistas, contables, asesores fiscales, basureros, ayudantes de limpieza dental, operarios de lavado de coches (por no hablar de los especialistas en gramática española)— pagan un precio por sus errores.
III. MODERNIDAD
Aunque esté de acuerdo con las nociones más ancestrales de la justicia, este libro se opone a siglo y medio de pensamiento moderno porque se apoya en los mismos argumentos de la asimetría: incurre en lo que aquí llamaremos intelectualismo. El intelectualismo cree que podemos separar una acción de sus consecuencias, que podemos separar la teoría de la práctica y que siempre podremos obtener un sistema complejo partiendo de planteamientos jerárquicos, es decir, de una forma vertical (y ceremonial).
El intelectualismo tiene un hermano, el cientifismo, que no es más que una ingenua interpretación de la ciencia como complicación en lugar de como un proceso y como expresión de nuestro escepticismo natural. Utilizar las matemáticas cuando no es necesario no es ciencia sino cientifismo. Sustituir una mano que funciona correctamente por algo más tecnológico, por ejemplo una mano artificial, no es más científico. Sustituir los procesos «naturales», es decir, ancestrales, que han sobrevivido a billones de agentes estresantes por algo publicado en una revista «sometida a una evaluación inter pares» que no resistiría la replicación o el escrutinio estadístico ni es ciencia ni es una buena práctica. Mientras escribo esto, la ciencia ha sido usurpada por vendedores que se aprovechan de ella para colocar sus productos (como, por ejemplo, la margarina o productos modificados genéticamente) y, por ironías de la historia, el espíritu escéptico se está utilizando para silenciar a los propios escépticos.
El desprecio de las verdades complicadas de un modo insulso y derivadas de algún constructo verbal siempre ha estado presente en la historia intelectual, pero es poco probable que puedas detectarlo en el periodista científico de tu localidad o en tu profesor universitario: el cuestionamiento de alto nivel requiere más confianza intelectual, una comprensión más profunda de la estadística y un mayor nivel de rigor y capacidad intelectual; o, aún mejor, la experiencia de vender alfombras o unas especias concretas en un zoco. Así pues, este libro sigue una larga tradición de investigación escéptica y de soluciones prácticas; los lectores de Incerto seguramente estarán familiarizados con la escuela de los escépticos (abordada en El cisne negro), en especial con la diatriba Contra los profesores, que Sexto Empírico escribió hace veintidós siglos.
La regla es
Quienes hablan deberían actuar y quienes solo quieren actuar deberían hablar, concediendo una cierta dispensa a actividades independientes como las matemáticas, la filosofía rigurosa, la poesía y el arte, porque no generan sentencias que deban ajustarse a la realidad. Como dice el teórico de juegos Ariel Rubinstein: elabora tus teorías o representaciones matemáticas, pero no le digas a la gente del mundo real cómo tienen que aplicarlas. Dejemos que las personas que se juegan la piel seleccionen por sí solas lo que necesiten.
Ahora vamos a plantear de un modo más práctico uno de los efectos secundarios de la modernidad: a medida que el mundo se hace más tecnológico, se incrementa la separación entre el productor y el usuario.
Cómo iluminar a un orador
Quienes imparten conferencias a grandes públicos son conscientes de que, cuando están en el escenario, hasta ellos mismos se encuentran incómodos. Me llevó una década descubrir que es por obra de la luz, que nos cae sobre los ojos y nos dificulta la concentración. (Así es como solían desarrollarse los interrogatorios policiales: se iluminaba el rostro del sospechoso hasta que empezaba a «cantar».) Sin embargo, durante la conferencia, los oradores no identifican lo que va mal, por lo que atribuyen su falta de concentración al mero hecho de estar en la tribuna. Y de este modo la práctica se perpetúa. ¿Por qué? Porque quienes dan conferencias a un gran público no trabajan en el sector de la iluminación y los técnicos de iluminación no dan charlas a grandes audiencias.
Otro pequeño ejemplo de progreso vertical: Metro North, el ferrocarril que une Nueva York con la periferia del norte, renovó sus trenes hasta reformarlos totalmente. Los trenes parecen ahora más modernos y más limpios, tienen colores más brillantes e incluso están equipados con servicios extra como los enchufes para el portátil (que nadie usa). Pero en el extremo del vagón, junto a la pared, solía haber un saliente plano donde se podía colocar el café de la mañana: es difícil leer un libro mientras se sostiene una taza de café. El diseñador del proyecto (que no utiliza los trenes o no bebe café mientras lee), pensando en una mejora estética, hizo que el saliente se inclinara ligeramente, con lo cual es imposible colocar la taza de café.
Esto explica algunos de los problemas más graves de la arquitectura y el paisajismo actual: hoy los arquitectos construyen para impresionar a otros arquitectos, y al final acabamos con estructuras extrañas —e irreversibles— que no satisfacen el bienestar de sus residentes; lleva tiempo acomodarse a ellas. Ahora bien, algunos especialistas del Ministerio de Urbanismo que no viven en la comunidad producirán el equivalente al saliente plano, como mejora, pero a una escala mucho mayor.
Como no dejaré de insistir, la especialización produce efectos secundarios: uno de ellos es la separación del trabajo de sus propios frutos.
Sencillez
Jugándonos la piel generamos algo sencillo, la sencillez de las cosas bien hechas. Las personas que solo conciben soluciones complicadas no tienen incentivos para implementar soluciones sencillas. Como hemos visto, un sistema burocratizado aumentará su complejidad a medida que intervengan individuos que venden soluciones complejas, porque eso es lo que su posición y su educación les incita a hacer.
Las cosas diseñadas por personas que no se juegan la piel tienden a ser más complicadas (antes de su colapso final).
Si alguien en esa posición propone algo sencillo no obtiene ningún beneficio: cuando se te recompensa por tu percepción, y no por los resultados, debes demostrar una cierta sofisticación. Cualquiera que haya enviado un artículo «académico» a una publicación sabe que normalmente hay más posibilidades de que se lo acepten si su texto es más complejo de lo necesario. Además, los problemas que se plantean de forma no lineal en estas ramificadas complicaciones tienen efectos secundarios. Y aún peor:
Las personas que no se juegan la piel no entienden la sencillez.
Soy un bobo que no se juega la piel
Volvamos al pathemata mathemata (el aprendizaje a través del dolor) y consideremos su reverso: el aprendizaje por medio del placer y el entusiasmo. Las personas tienen dos cerebros: uno actúa cuando asumen riesgos, y el otro cuando no corren ninguno. Asumir riesgos puede hacer que las cosas aburridas lo sean menos. Cuando te juegas la piel, cuestiones tediosas como la comprobación de la seguridad de un avión porque vas a ser uno de sus pasajeros deja de ser algo aburrido. Si eres uno de los inversores de una empresa, cumplir con tareas ultratediosas como leer las notas al pie de una declaración financiera (que es donde hay que buscar la verdadera información) llega a ser algo casi casi no aburrido.
Sin embargo, hay una dimensión aún más vital. Muchos adictos con un intelecto adormecido y la agilidad mental de una coliflor —o de un experto en política exterior— son capaces de concebir los trucos más ingeniosos para procurarse su dosis. Cuando se someten a rehabilitación se les suele decir que si hubieran empleado la mitad de la energía mental que han utilizado en conseguir la droga en ganar algún dinero, habrían llegado a ser millonarios. Pero es inútil. Sin la adicción, sus milagrosos poderes se desvanecen. Es como una poción mágica que otorga notables poderes a quienes la buscan, pero no a quienes la beben.
Una confesión. Cuando no me juego la piel, soy un bobo. Mis primeros conocimientos de cuestiones técnicas como el riesgo y la probabilidad, no procedían de los libros. No me vinieron de filósofos excelsos ni de mi ansia de saber científico. Ni siquiera de la curiosidad. Surgieron del entusiasmo y del estallido hormonal que uno siente al asumir riesgos en los mercados bursátiles. Nunca pensé que las matemáticas fueran interesantes hasta que, estando en la Wharton, un amigo me habló de las opciones financieras que he descrito anteriormente (y su generalización, los derivados complejos). Decidí estudiarlos enseguida. Se trataba de una combinación de operaciones financieras y probabilidad compleja, un campo que era entonces nuevo y completamente desconocido. Intuía que había errores en las teorías que recurrían a la curva de campana convencional e ignoraban el impacto de las colas (los acontecimientos extremos). Intuía además que los académicos no tenían la menor idea de los riesgos. Por lo tanto, para descubrir los errores que había en estas cuestiones, tuve que estudiar probabilidad, lo cual resultó ser, de una manera misteriosa e instantánea, algo muy divertido, diría que hasta apasionante.
Cuando se presentaban indicios de riesgo, un segundo cerebro se activaba súbitamente en mí, y entonces me resultaba fácil analizar y registrar las probabilidades de unas secuencias bastante intrincadas. Si se declara un incendio, correrás más rápido que en una prueba de atletismo. Cuando bajas esquiando una ladera hay movimientos que puedes realizar sin ningún esfuerzo. Yo me quedaba entumecido cuando mis miembros no se movían de verdad. Por otra parte, como operador de mercado, utilizo unas matemáticas que se ajustan a nuestros problemas como un guante, mientras que los académicos han de bregar con una teoría que busca su aplicación: a veces teníamos que inventarnos modelos de la nada y, de hecho, no podíamos permitirnos ecuaciones erróneas. Aplicar las matemáticas a problemas prácticos era algo muy distinto; implicaba una profunda comprensión del problema antes de poner las ecuaciones por escrito.
Pero si eres capaz de levantar un coche para salvar a un niño, superando con creces tus propias capacidades, la fuerza obtenida en ese instante seguirá presente cuando todo se haya calmado. Por lo tanto, a diferencia del drogadicto que pierde su inventiva, lo que has aprendido de la intensidad y la concentración que te inundaban bajo la influencia del riesgo se queda contigo. Puede que pierdas agudeza, pero nadie podrá arrebatarte lo que has aprendido. Esta es la razón principal por la que ahora combato el sistema educativo convencional, hecho por y para bobos. Muchos chicos aprenderían a adorar las matemáticas si se involucraran en ellas y, más importante aún, si desarrollaran un cierto instinto para descubrir cómo se aplican de manera incorrecta.
Regulaciones frente a sistemas legales
Hay dos formas de proteger a los ciudadanos de los grandes depredadores, es decir, de las grandes y poderosas corporaciones. La primera es aprobar regulaciones, pero estas, aparte de restringir la libertad individual, provocan una depredación adicional: la del Estado, apoyado por sus agentes y sus compinches. En un sentido más peliagudo, los individuos que disponen de buenos abogados pueden embarcarse en el juego de las regulaciones (o, como luego veremos, contratar a antiguos reguladores y pagarles muchísimo dinero, lo cual marca el futuro soborno de quienes detentan el poder en la actualidad). Y, evidentemente, cuando se aprueban tales regulaciones, estas se imponen durante algún tiempo; y si se demuestran absurdas, los políticos temen derogarlas, debido a la presión que sobre ellos ejercen quienes se benefician de estas normas. Como las regulaciones no son más que agregados, acabamos enmarañados en una red de complejas reglas que asfixian a las empresas. Y que también asfixian la vida.
Siempre hay parásitos que se benefician de la regulación en marcha, situaciones en las que los empresarios utilizan al Gobierno para obtener beneficios, generalmente por medio de franquicias y de regulaciones proteccionistas. Este mecanismo se conoce como «captura del regulador», ya que anula el efecto que supuestamente iba a provocar la regulación.
La otra solución es jugarse la piel en esta situación, asumiendo una responsabilidad personal así como la posibilidad de un proceso legal eficaz. El mundo anglosajón siempre ha sentido predilección por el enfoque legal en vez de por el regulador: «Si me haces daño, te demando». Esto ha desembocado en un derecho común muy sofisticado, adaptativo y equilibrado, que se ha construido de abajo arriba con el método del ensayo y el error. Cuando la gente negocia, casi siempre prefiere hacerlo en un enclave autónomo de la Commonwealth (dominada antes por los británicos), para que actúe como foro en caso de disputa: Hong Kong y Singapur son los favoritos en Asia, Londres y Nueva York en Occidente. El derecho común apela al espíritu de la ley, mientras que la regulación, debido a su misma rigidez, se centra en la letra.
VER+:
Llamarlos idiotas, como en el título de este artículo, es un eufemismo. Seguramente, gentuza sería más adecuado, pues aceptan para los demás lo que les parecería inaceptable para sí mismos.
Pero no podemos dejar aquí el artículo sin recordar a quien acuñó la frase que nos da título: Nassim Nicholas Taleb, en su libro "Jugarse la piel", los califica de IPI (intelectuales, pero idiotas) y presume de su detector de mierda, que le alerta del apestoso que se dice intelectual. Si todos tuviéramos activado nuestro detector de mierda probablemente seríamos una sociedad menos influenciable por estos "intelectuales" de sábado ojeando El País. Comenta Taleb que la ética, las obligaciones morales y las habilidades no pueden separarse fácilmente en la vida real, pero sólo para los que se juegan la piel, lo que es necesario para comprender el mundo real, no el mundo que se imaginan los intelectuales al alimón.
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