El 13 de septiembre de 1920 nació en Seaires de Abaixo (La Coruña) el que sería célebre obispo de Cuenca, José Guerra Campos, fallecido en 1997 tras una trayectoria episcopal tan brillante como controvertida. Con motivo de su centenario, EUK Mamie ha producido un documental titulado "Monseñor Guerra Campos, el pastor bueno". Se estrenará el 25 de abril, precisamente el Domingo del Buen Pastor.
En palabras del cardenal Marcelo González Martín (1918-2004), arzobispo de Toledo esa bondad característica del prelado gallego está en la causa de muchos de los problemas que sufrió: "Era tan profundo como un pozo sin fin, y tan agudo como un cuchillo cortante, y tan sencillo como el canto de un niño. Como era tan bueno, Guerra Campos, sin pretenderlo, dejó traslucir lo que era".
Una disconformidad expresada con franqueza
Y ¿qué era? Un obispo que "entendió el Concilio desde la hermenéutica de la continuidad con la Tradición", denunció "el incumplimiento de la letra del propio Concilio", alertó de "una crisis de la Iglesia posconciliar que fue la continuación de la crisis modernista nunca del todo sofocada" y lamentó "la llegada de un Estado liberal, relativista y absolutista" y "la colaboración de buena parte de la jerarquía eclesiástica española en la destrucción de uno de los últimos Estados cristianos del mundo para alumbrar un Estado ateo".
Así le describe Francisco J. Carballo, uno de los mejores conocedores de la vida y obra de monseñor Guerra Campos (a cuya "teología política" consagró su tesis doctoral), en un artículo publicado en la revista Razón Española (224, enero-febrero) de 2021), precisamente con motivo de su centenario.
Ordenado sacerdote en 1944, teólogo formado en la Universidad Gregoriana de Roma, monseñor Guerra Campos fue nombrado obispo auxiliar de Madrid en 1964, lo que le permitió participar en la tercera sesión del Concilio Vaticano II.
Su intervención "respecto al ateísmo marxista" en el debate sobre la constitución Gaudium et Spes "se reputó como la más destacada de la jerarquía hispana en la citada asamblea, elogiándose primordialmente en los medios más avanzados de España e Italia", afirma el historiador José Manuel Cuenca Toribio. Incluso desde el Partido Comunista se destacó la fidelidad con la que el prelado había expuesto sus principios, aunque fuera para refutarlos.
Fue el primer secretario general de la recién nacida conferencia episcopal española, y Pablo VI le nombró en 1972 obispo de Cuenca. Lo sería durante veintidós años en esa pequeña diócesis del centro de España, hasta su renuncia en 1996.
"Automarginado y aislado en su sede, haría de ella", afirma Cuenca Toribio, "un notable vivero de vocaciones sacerdotales y un poderoso foco espiritual, conservando hasta el término de sus días una dedicación intelectual fruto de la cual surgiría una de las principales obras científicas de la jerarquía española contemporánea".
¿Por qué "automarginado y aislado"? A partir de un cierto momento, Guerra Campos dejó de asistir a las reuniones de la conferencia episcopal por su desacuerdo con el rumbo de la Iglesia española.
Había participado de forma activa en tres momentos dramáticos del postconcilio en España, explica Carballo: la bautizada como Operación Moisés con la que elementos progresistas quisieron tomar el mando en 1966, un intento que él mismo frustró infiltrando sacerdotes para recabar información; la crisis y conflicto de Acción Católica entre 1966 y 1968; y la Asamblea Conjunta de obispos y sacerdotes de 1971. Constatada su derrota y a la vista del respaldo de la secretaría de Estado a las decisiones eclesiales y políticas de buena parte del episcopado, Guerra Campos optó por entregarse en cuerpo y alma a su diócesis.
La conocía como la palma de su mano, en particular a sus sacerdotes, haciendo realidad pastoral las exigencias canónicas de la presencia y permanencia del obispo entre sus ovejas.
Eso no le impidió escribir obras muy notables sobre las excavaciones del sepulcro del Apóstol Santiago, uno de sus temas de estudio preferidos, y principalmente sobre cuestiones doctrinales y pastorales de actualidad, en particular sobre la confesionalidad del Estado, su gran caballo de batalla.
Una legislación inspirada en la ley de Dios
Carballo destaca que Guerra Campos no defendía una formulación jurídica especial de dicha confesionalidad (ni siquiera la que había durante el régimen de Francisco Franco), sino "su alma: una legislación civil inspirada en la Ley de Dios".
De hecho, "no se opuso a la Transición política de manera visceral y gruesa, sino que se preguntó si entre tantas demandas de cambios, no sería posible conservar el depósito sagrado de la Tradición, una invariante moral que estuviese por encima de la voluntad de los grupos y partidos. Se trataría de mantener como principio inspirador del Estado una cosmovisión históricamente española, mayoritaria en España desde el punto de vista sociológico, y necesaria para un orden social de acuerdo con el bien común".
El propio Guerra Campos expresó en 1988, ya bien consolidado el nuevo régimen político, la que consideraba labor de la Iglesia en toda circunstancia: "En el campo de la moral aplicada a la vida pública, la Iglesia necesita, no sólo que se cumpla lo que enseña sino volver a enseñar lo que se ha de cumplir. Y esto incluye: reafirmar su doctrina, rescatarla de las exposiciones falseadas, y quizá reajustarla, integrando los fragmentos con unidad orgánica; evitando en todo caso que su mensaje quede rebajado a ser una expresión más del lenguaje político y cultural del mundo".
Manuel Acosta:
"Todo católico debería leer este libro
sobre las enseñanzas de
¿Por qué decidió trabajar en un libro sobre las enseñanzas de Mons. Guerra Campos?
Por tres motivos fundamentales: por mi condición de historiador, por haber tenido la inmensa fortuna de ser el catalogador de su archivo personal y, obviamente, por mi calidad de hijo de la Iglesia. Intentaré explicarme un poco más.
En primer lugar, además de doctor en Filología, soy licenciado en Geografía e Historia, motivo por el cual soy un enamorado de la historia. Porque, ¿qué más subyugante que la Historia?
La “Historia es verdaderamente testigo de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida, mensajera de la Antigüedad” (Cicerón, De oratore, II, IX, 36). O, si se prefiere, podemos definirla de esta otra manera: “… habiendo y debiendo ser los historiadores puntuales, verdaderos y no nada apasionados, y que ni el interés ni el miedo, el rancor ni la afición, no les hagan torcer del camino de la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.” (Don Quijote de la Mancha, Primera parte, Capítulo IX).
Además, para un católico la Historia es una realidad fundamental porque la forma como Dios se ha revelado a los hombres es en la historia. Por lo tanto, la historia es el lugar de la revelación y, asimismo, la historia es el lugar de la salvación. La salvación no es algo que se dé en una esfera alejada de la realidad, en un ámbito de vida del espíritu que no guarda ninguna relación con el mundo material, con el mundo de la vida y del acontecer humano. Todo lo contrario, Dios se ha mezclado con el mundo del acontecer humano en la Encarnación y lo ha vencido en la cruz. Así pues, con toda humildad, pero también con toda seguridad creo que como historiador tengo aún más motivos para ser católico.
En segundo lugar, la Fundación obispo José Guerra Campos confió en mí la tarea de catalogación de su archivo personal. Durante el tiempo que tuve el honor de organizar y catalogar he podido descubrir un tesoro incalculable que aporta claves fundamentales para entender los avatares socio políticos y religiosos de la historia de España de la II República, la Guerra Civil, la etapa de Franco, la Transición y la evolución del actual sistema parlamentario basado en la democracia inorgánica, puesto que Monseñor Guerra Campos fue un testigo y protagonista de excepción en todos esos períodos de nuestra historia.
En tercer lugar, es una verdad de Perogrullo que nadie ama lo que no conoce. Así pues, como cualquier católico, estamos llamados a profundizar, estudiar y conocer mejor los fundamentos de la fe de la Iglesia para reafirmarnos en ella, en definitiva, para amar a la Iglesia, para amar más a Dios. Por este motivo, al estudiar sus enseñanzas como padre y obispo de la Iglesia, me he dado cuenta de cómo, especialmente tras el Concilio Vaticano II, se tergiversan cuestiones de liturgia, canónicas, doctrinales. Esta tergiversación ha arrasado la fe de muchos fieles y ha provocado esterilidad en la Iglesia, hasta nuestra época actual, marcada por la irreligiosidad y el más egoísta hedonismo.
En definitiva, necesitamos un faro como las enseñanzas de D. José Guerra Campos que nos instruya en nuestra fe y nos advierta de los errores que la corrompen.
¿Qué aportó a la Iglesia este prelado y cuál fue su mayor legado?
A lo largo de toda su vida, especialmente a raíz del descubrimiento de su vocación sacerdotal y durante el desempeño de su intenso y prolijo ministerio presbiteral y episcopal, a D. José Guerra Campos solo le movió este afán de comunicar la salvación de Cristo a todos los hombres. Por ello, se dedicó en cuerpo y alma a dar a conocer que «… ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman» (I Cor. 2, 9).
Monseñor Guerra Campos fue un hombre santo y sabio. De él se ha llegado a decir que desde 1940, fecha en la que falleció el cardenal Gomá, primado de España, el intelectual más excelso del episcopado, con diferencia, fue José Guerra Campos. Y utilizó sus extraordinarios talentos para ejercer de verdadero obispo, pastor solícito, para anunciar el Evangelio y transmitir la fe con nitidez y conforme al magisterio de la Iglesia, especialmente en aquellos momentos tempestuosos que le tocó vivir: la persecución religiosa durante la II República española y la Guerra Civil, la restauración de la sociedad tras la guerra, el Concilio Vaticano II, la proliferación de la heterodoxia en el seno de la Iglesia y la instauración de un nuevo régimen político en España, de espaldas a las verdades absolutas, basado en el relativismo.
Fue profesor de teología, filosofía e historia en centros eclesiásticos y de deontología en la Universidad de Santiago de Compostela, miembro del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), consiliario de la Junta Nacional de la Acción Católica Española, procurador en las Cortes Españolas, presidente de la Comisión Asesora de Programas Religiosos de RTVE, perito consultor de los obispos españoles en el Concilio Vaticano II, padre conciliar al ser preconizado obispo, secretario general del Episcopado Español, representante del Episcopado Español en el Primer Sínodo de Obispos en Roma y obispo titular de la diócesis de Cuenca.
Para muestra, un botón. Don José intervino públicamente durante la tercera sesión del Concilio Vaticano II el 26 de octubre de 1964 durante el debate sobre la Constitución Gaudium et Spes, en torno al esquema 13 sobre la presencia de la Iglesia en el mundo, con un discurso sobre el ateísmo marxista. Su intervención suscitó admiración y numerosos comentarios en medios informativos de toda Europa, incluso comunistas. En definitiva, entendía que «…a la escatología marxista había que oponer el verdadero finalismo cristiano; a la alienación, la trascendencia; a las ideologías, la presentación de la fe como una realidad que supera las ideologías».
Sin lugar a dudas, el mayor legado de Monseñor Guerra Campos es su ejemplo de sabiduría, valentía y claridad en la defensa de las verdades de la fe, contra viento y marea.
¿Cuál ha sido el criterio que ha empleado para ordenar sus escritos?
El archivo personal de Don José Guerra Campos es de un valor incalculable, ya que gracias a su fondo documental se puede reconstruir buena parte de la más reciente historia religiosa, social y política de España, así como de la historia de la Iglesia universal.
Así pues, he ido clasificando el archivo atendiendo, en primer lugar, al tipo de fuente. Configuran el archivo personal de Guerra Campos fuentes primarias (en las que él fue protagonista) de diversa tipología (manuscritos, guiones, fotografías, opúsculos, libros, correspondencia, actas de las sesiones de las asambleas de la Conferencia Episcopal Española, actas de las Cortes Españolas, artículos periodísticos, audios en diverso formato, revistas…) y fuentes secundarias (aquellas que se refieren a él o a acontecimientos que vivió pero confeccionadas con posterioridad por terceras personas), también de diversa tipología. Además, otro criterio empleado en la catalogación ha sido el de ordenar el material según su temática (filosófica, teológica, apologética, catequética, divulgativa, política…)
¿Cómo le ha ayudado espiritualmente revisar esos textos?
Sin duda, me ha ayudado a fortalecer la fe. Porque leer y releer los escritos de Guerra Campos, especialmente los de temática religiosa como sermones, homilías, escritos catequéticos y de profundización sobre las verdades de la fe, con intención de proceder a la más adecuada catalogación, ha dejado una huella imborrable en mí. Me he dado cuenta de la necesidad de seguir ahondando en el conocimiento del Credo católico, a través del estudio, de la formación, para defender a la Iglesia y para estar “siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza…” (1Pe 3, 15)
¿Por qué lo titula Un faro en la tempestad?
Porque realmente se produjo una verdadera tempestad, un violento tsunami, en la Iglesia tras el Concilio Vaticano II. Empezaron a proliferar, impulsadas por personalidades del ámbito eclesiástico y aventadas por ciertos medios de comunicación y grupos de opinión, interpretaciones que deformaban buena parte de las conclusiones conciliares y, por ende, la doctrina de la Iglesia y su magisterio. En resumen, estas interpretaciones heterodoxas reducían la misión de la Iglesia en el mundo a la mera animación por mejorar, exclusivamente, las condiciones temporales de las personas, llegando a suscribir las premisas del marxismo. Abogaban también por la minusvaloración, e incluso ridiculización, de los sacramentos, de la oración y de la devoción a María y a los santos. Ponían en tela de juicio el celibato eclesiástico, la confesionalidad, la castidad, las normas litúrgicas…
Y en medio de ese mar tempestuoso, proceloso, provocado por la difusión de ideas contrarias a la doctrina de la Iglesia como si fueran ortodoxas, sin una desautorización eficaz de la jerarquía española, se erigió Monseñor Guerra Campos en faro luminoso para salvar del naufragio a tantos buenos fieles católicos que sufrían el zarandeo de la doctrina cristiana que siempre ha propuesto y comunicado la Iglesia. Por este motivo se sintió vivamente interpelado por el Papa a defender a los fieles católicos de esas falsas doctrinas usando las poderosas armas que Dios le había encomendado: erudición teológica, filosófica, canónica y doctrinal, así como la concisión y el pragmatismo en el hablar y escribir.
Esta fue la razón de ser de la creación del programa televisivo en TVE «El octavo día». Todos los lunes, desde el 17 de abril de 1972 hasta el 25 de junio de 1973, D. José Guerra Campos se dirigía a los oyentes del primer canal de TVE, por espacio de quince minutos, exponiendo de forma sencilla, nítida y amena las verdades de la fe católica mediante sesenta y tres sesiones. Hablaba como obispo, presentando la enseñanza de la Iglesia universal, no sus opiniones como pensador o teólogo. Atinadamente, eligió las antenas de televisión, medio masivo de comunicación, para realizar el encargo de Cristo a sus apóstoles: «Lo que os digo al oído, predicadlo sobre los terrados» (Mt. 10, 27).
Pero no debemos ser ingenuos y pensar que la tempestad ya pasó, que ha escampado el temporal, ya que aquellas aguas procelosas nos siguen acosando y atemorizando en nuestros días, persiste en la Iglesia actual la confusión. Por consiguiente, la figura y la obra, sus enseñanzas, son para el católico de hoy día de rabiosa actualidad, nos interpela como si fuera hoy.
¿Hasta qué punto el difícil de evitar la infiltración modernista en la Iglesia?
Don José Guerra Campos fue un profeta del siglo XX. Como los profetas del Antiguo Testamente, él anunció la verdad sin venderse a nada ni a nadie, sin acomodarse a conveniencias de grupos de opinión o de presiones gubernamentales o de la jerarquía eclesiástica.
¿Es difícil evitar la infiltración modernista en la Iglesia? ¿Cómo conseguirlo?
Sí, es muy difícil porque esta muy arraigada, ya que se injertó hace muchos años y hoy es como un quiste consolidado. Pero lo primero que hay que hacer es definir el término. El modernismo es el intento de reinterpretar la historia de la revelación, de la Sagrada Escritura y, por ende, de la filosofía, la teología y la liturgia católicas mediante el tamiz del racionalismo, no a la luz de la fe, del magisterio de la Iglesia, de los dogmas de fe. La justificación de este revisionismo se resume en la necesidad de hacer más atractiva la fe. Pero, qué curioso, el modernismo ha rechazado toda la tradición intelectual católica y la ha substituido por las premisas de pensadores como Kant, Hegel o Nietzsche, filósofos que quieren sustituir la religión por algo nuevo. Es decir, el modernismo, quiere reinterpretar el catolicismo con un sistema moderno que rechaza el cristianismo. Esto es un oxímoron, una contradicción en toda regla.
Por consiguiente, para extirpar el virus del modernismo es necesario aplicar el antídoto que el mismo Monseñor Guerra Campos nos sugiere en una de sus sesiones televisivas del “Octavo día”, cuya transcripción pueden encontrar los lectores en el libro que nos ha dado pie a realizar esta entrevista:
“Si hay quien siembra el desconcierto, si los mismos pastores inmediatos dejan de orientar, cada uno debe defender su fe. Para ello lo fundamental es conocer los documentos que hacen fe. Y no es imprescindible estudiar todos los textos de los concilios o de los Sumos Pontífices. Para tomar un rumbo suficiente bastaría acudir a los viejos catecismos familiares, como el Astete o el Ripalda. Y es importante subrayar que, aunque son resúmenes escuetos que admiten desarrollo en varios puntos, ni una sola línea de estos catecismos ha sido cambiada por el Concilio. ¡He aquí una pista para comenzar a abrirse camino en la maleza de la confusión! Una pista con dos indicadores”.
Pero el veneno de sus frutos salta a la luz… ¿Cómo se puede detectar?
Ciertamente, aplicando la sentencia evangélica “Por sus frutos los conoceréis” (Mt. 7, 15-20), advertimos las nefastas consecuencias que ha provocado el modernismo tras inyectar su ponzoña en la Iglesia, con más virulencia que nunca, tras el Concilio Vaticano II: vaciado de las iglesias y de los seminarios y secularizaciones masivas de sacerdotes y religiosos.
¿Cómo nos pueden ayudar las enseñanzas de este obispo a combatir el modernismo hoy?
Esencialmente, entendiendo cuál es el verdadero y único papel de la Iglesia en el mundo. Es decir, la Iglesia no es una mera animadora social que se preocupa, exclusivamente, por mejorar las condiciones temporales de las personas llegando, incluso, a suscribir el marxismo para tal propósito (aunque se haya demostrado una ideología ineficaz para alcanzar el bienestar de los hombres). La Iglesia no es un factor más de los que concurren a la construcción de este mundo, aunque aporte tanto a esa construcción, ya que Jesucristo nos ha recordado que los Mandamientos -las reglas que tenemos que amar y cumplir los fieles para amar a Dios y, así, salvar nuestra alma- se resumen en dos: amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo.
La Iglesia tiene como misión fomentar la comunicación con Dios, por Cristo resucitado, y alimentar una esperanza viva y trascendente.
¿Por qué merece la pena leer el libro?
Por todos los motivos que hasta ahora hemos ido comentando y porque, como escribió el autor latino Vegecio en el siglo IV d.C., si vis pacem para bellum (si quieres la paz, prepárate para la guerra).
Don José Guerra Campos nos advirtió en 1976 de los males que, en la actualidad, están arrasando al hombre y a la sociedad española. Él profetizó al inicio de la Transición que, si la Constitución que se estaba confeccionando basaba sus cimientos en el más puro relativismo, desechando como fundamento de esa constitución las verdades absolutas (Dios, la patria, la vida, la familia) como principios innegociables, sobrevendrían sobre España la ley del divorcio, de la despenalización del aborto, la destrucción de la familia, la desvertebración de la patria y el enconamiento del terrorismo de ETA.
Por si fuera poco, advirtió de la llegada de la ley de la eutanasia (promulgada hace escasamente dos años) y la ley de memoria democrática, cuyos efectos nocivos estamos padeciéndolos ya estos días con el anuncio del Gobierno de la desacralización del Valle de los Caídos.
Don José Guerra Campos enseñó con claridad y maestría la doctrina cristiana y nunca se vendió a nada ni a nadie. No vendió al mejor postor las verdades de la fe y los principios de la moral declarados por el magisterio de la Iglesia. No se vendió a los aires de cambio del modernismo en el seno de la Iglesia, no se vendió a un nuevo régimen político que rechazó las verdades absolutas, no se vendió por una cruz en la declaración de la renta.
Por eso, porque su enseñanza permanece, es atemporal, nos sigue interpelando a los católicos españoles de hoy, es tan necesaria la lectura de Un faro en la tempestad.
¿Por qué el libro puede valer tanto para seglares como para sacerdotes?
Nos encontramos, en la actualidad, en un contexto de tergiversación de la historia, de imposición estatal de una verdad oficial, de pensamiento único bajo pena de multa. Esta triste realidad, que más pudiera parecer propia de una novela distópica, ha sido impuesta por el gobierno socialista de Zapatero con la posterior connivencia del gobierno del PP de Rajoy, culminando en la reciente Ley de Memoria democrática de Pedro Sánchez.
Esta verdad oficial, impuesta por socialistas con el seguidismo de los populares, tiene como objetivo también exterminar los fundamentos religiosos de España, tradicionalmente católica, multiplicando los efectos de la incertidumbre y desorientación en temas de fe entre los españoles para conducirles al abandono ya abominación de su tradición cristiana.
Así pues, el libro se erige como una guía esencial. A través de la valiente y sabia perspectiva del obispo Guerra Campos, quien fuera padre conciliar en el Concilio Vaticano II, procurador en las Cortes Españolas, Consiliario de Acción Católica, miembro del Consejo asesor de RTVE, secretario de la Conferencia episcopal española y obispo de Cuenca, el autor nos invita a redescubrir y profundizar en la libertad de las personas y en la esencia del credo de la Iglesia Católica. La obra expone, explica y desarrolla este credo a la luz de la tradición y del magisterio perenne, proporcionando a los lectores herramientas para mantener una fe sólida y auténtica.
Un faro en la tempestad está dirigido al público católico que percibe las dificultades actuales en el ámbito doctrinal, así como a todos aquellos que deseen profundizar en el conocimiento de nuestro pasado histórico más reciente y tan arteramente manipulado. Es una obra imprescindible para mentes críticas, patriotas, fieles, catequistas y líderes que buscan respuestas claras y tradicionales en momentos de cambio.
Valiente.
A) Valiente en la guerra. A sus 18 años se fue al frente a luchar por su Dios, su Iglesia y su Patria. Más de una vez nos dijo, el frío y el hambre que pasó en los campos de batalla y en los traslados de un lugar a otro. En Valencia le oí decir, que cuando el ejército nacional liberó a la ciudad del Turia del azote comunista, el capitán no les dejó ni que cogiesen una sola naranja de aquellos campos cuajados de jugosos frutos.
B) Valiente en la paz de Franco. Nos lo contaba con sencillez encantadora pocos días antes de morir. Ocurrió que en un año compostelano o en una fiesta tradicional importante por los años cincuenta la policía desalojó la catedral por motivos de seguridad. Franco participaba en la procesión. Los maquis podían matarlo escondidos entre las columnas. Tal atropello irritó mucho al pueblo sencillo y a los señores canónicos, quienes presentaron su enérgica protesta ante las autoridades civiles.
Al siguiente año, el cabildo catedralicio delegó en el canónico José Guerra Campos la organización de los actos. Tres veces viajó a Madrid para advertir a las autoridades civiles que las puertas de la catedral tenían que estar abiertas al público. Y él nos decía que se daba cuenta que le daban largas al asunto, que querían tomarle el pelo.
Llegó la víspera de la gran fiesta y el canónigo Guerra Campos se encerró en la sacristía para preparar todos los detalles, cubierto con un guardapolvo. Sin darse cuenta, pasó la noche y vio cómo la luz del sol penetraba tímidamente. Salió para abrir las puertas de la catedral y se encontró que junto a cada una de ellas había un policía. Se dirigió a la puerta principal y le dijo al guardia que la abriera. Se negó, alegando órdenes de sus superiores. Tres veces pidió que abriera las puertas y tres veces se negó. Entonces el canónigo cogió al policía por el brazo y le hizo rodar hacia el centro de la catedral. Abrió las puertas y entraron los fieles.
Dos policías cogieron de los brazos al canónigo y le dijeron que quedaba detenido. Él les pidió que le dejaran dejar el guardapolvo en la sacristía. Accedieron, y cuando lo vieron salir revestido de canónigo los policías desaparecieron.
La historia terminó con una carta del Generalísimo felicitando al canónigo por haber defendido los derechos de la Iglesia y de otra carta del canónigo al policía pidiéndole perdón por las molestias causadas.
C) Valiente en la democracia atea. Sólo mi obispo, como San Juan Bautista, les ha dicho a los grandes de la tierra que, con la legalización del aborto, se han convertido en pecadores públicos.
Ante el proyecto de ley de la autorización civil del aborto, mi obispo afirmó, el 28 de enero de 1983, fiesta de San Julián, patrón de Cuenca que:
“Es enorme la responsabilidad de los propagandistas y sembradores de confusión. Pero la responsabilidad se concentra en los autores de la ley, a saber:
A) El Presidente del Gobierno y su Consejo de Ministros.
B) Los parlamentarios de las Cortes.
C) El Jefe del Estado que la sancione.
Realmente la decisión gubernamental coloca en una situación límite al Rey, que no puede moralmente participar en esa agresión a los inocentes".
Y mi obispo se quedó solo. Ningún hermano en el episcopado se solidarizó con su denuncia profética. Para ello se necesitaba ser valiente como D. José Guerra Campos.
No sé por qué estoy aplicando unas misas gregorianas por el eterno descanso de su alma, pues estoy convencido de que está en el Cielo.
INMEMORIAM
JOSÉ GUERRA CAMPOS, OBISPO
¡Qué diferencia con otros empeñados en enseñar las doctrinas del siglo como si fueran las de la Iglesia! Las soi-disant «memorias» del cardenal Tarancón, por ejemplo, insisten 'en presentar a un Guerra Campos «político», terco responsable de enfeudar a la Iglesia con el franquismo. Sin embargo, la impresión que producen es muy otra, pues —al margen de la propia trayectoria del acusador— es propiamente el lenguaje de éste el que evidencia un politicismo que lo sacrifica todo, no a la doctrina de la Iglesia, sino a la causa de la democracia. Y ese sí que es un feudalismo disolvente y operante en nuestros días.
Las páginas de don José, por el contrario, siempre exhiben el agudo discernimiento, el juicio ponderado, el sentido eclesial, incluso cuando —y en mí desde luego es excepcional— no convencen algunas de sus razones o de sus conclusiones. En una coyuntura signada por el confusionismo, en buena medida un confusionismo episcopal, don José Guerra Campos quizá haya sido el único obispo español que mantuvo clara la visión y netos los criterios. Y de modo coherente.
Porque habló con claridad, e incluso formuló algún juicio altamente polémico, sobre el significado de la ley de despenalización del aborto. Y antes sobre la que introdujo el divorcio vincular, de la que llegó a culpar a sus propios hermanos en el episcopado. Pero previamente había sabido ver en la Constitución la fuente de que habían de manar inexorablemente tales males. Así como había advertido de a dónde llevaba una «reforma» política bajo la que se adivinaba sin apenas disimulo una intención rupturista de la tradición católica del pueblo español. Pero es que, anteriormente, también había brotado de ahí su juicio sobre el régimen de las Leyes Fundamentales, hallando explicación igualmente su admonición —¡en 1976!— sobre la monarquía católica. En algunas de esas tomas de posición contó con adhesiones.
Sin embargo, se fue quedando solo progresivamente, a causa bien de las dimisiones —ya por edad, ya por salud— de algunos de los obispos que le habían acompañado, bien del «moderantismo» de otros, y llamativamente de quienes por dignidad e influencia tenían también mayores responsabilidades. Así, por ejemplo, cuando el XIV centenario del III Concilio de Toledo, en 1989, tras reproducir en el Boletín Oficial del Obispado de Cuenca (núms. 8-10, agosto-octubre de 1988) la Instrucción dictada a tal efecto por la Comisión Permanente del Episcopado Español, añadía, como ya en alguna ocasión anterior había hecho, un extenso trabajo suyo que concluía por resultar contrapunto del primero. Escribía:
«La instrucción (...) antes reproducida, recuerda y exalta los frutos que ha producido en la historia la Unidad Católica de España, celebrada en el III Concilio de Toledo. El documento parece dar por clausurado el período histórico de esa Unidad. Y ante las nuevas circunstancias, que a su parecer la excluyen, el documento urge la unión de los católicos en el campo de una nueva evangelización. La evangelización renovada es ciertamente tarea primordial de la Iglesia. Mas queda en la sombra lo que acaso es el punto saliente del concilio toledano en su proyección sobre cualquier tiempo futuro. Con aplauso y alegría de los obispos, el rey, que fue el convocador del Concilio, destaca en todas sus intervenciones (...) que es misión principal del gobernante, además de lo que atañe a la paz y la prosperidad terrenales, la solicitud por el bien espiritual y religioso, en la comunión de la Iglesia y en conformidad con su enseñanza. El Concilio proclamó que el rey había cumplido su 'deber apostólico'.
El Concilio Vaticano II ha reafirmado que la solicitud positiva en favor de la vida religiosa y moral de los pueblos es tarea de todo poder público, en el marco de la libertad civil y religiosa. La cuestión es de qué modo, en las nuevas circunstancias, pueden y deben realizar esa tarea los católicos en su función de ciudadanos que participan en el gobierno de la comunidad civil. Orientar sobre esto es también parte de la Evangelización, según la tradición de la Iglesia, tan intensamente pregonada desde el último Concilio».
Para concluir explicando: «En unas páginas escritas un mes antes del documento de la Comisión Permanente, el que suscribe trató de llenar el vacío y la desorientación que se están padeciendo en ese campo y que afectan al quehacer presente y futuro de los católicos. La gravedad de la situación se refleja en el título. Las páginas fueron escritas para corresponder a un ruego de don Miguel Ayuso, profesor de Comillas, quien preparaba, para Ediciones Iglesia-Mundo, una colección de comentarios en torno al III Concilio de Toledo, redactados por distintos autores. Con licencia del profesor Ayuso, damos el texto en este Boletín».
El texto, en efecto, vio de nuevo la luz posteriormente con el resto de las contribuciones en el número 384 de la segunda quincena de abril de 1989, de la revista Iglesia-Mundo, monográfico sobre la cuestión, y que yo coordiné. Puestos a reproducir ahora, en homenaje a la memoria del prelado que nos ha dejado, uno de sus escritos, entre los más adecuados para nuestra Verbo —y había varios, desde la «Confesionalidad católica del Estado» (1973) a «La invariante moral del orden político» (1982)— surge nuevamente ese del año 1989. Por la importancia de la ocasión histórica a que se contrae. Por el carácter inconformista que lo distingue. Y porque plantea ayuntadas las dos corrientes cruciales: la de la moral del orden político —que conduce a la confesionalidad— y la de la predicación de la Iglesia.
Pero, antes, permítaseme, para concluir, una nota personal. Porque don José Guerra Campos se cuenta entre las personas que el Señor, en su gran bondad, ha puesto en el camino de mi vocación para hacerme fructificar y perseverar en ella. Es verdad que, a lo largo de veinte años, no han sido demasiadas las ocasiones en que he podido tratarle: apenas una docena de veces, a solas o con distintos amigos, pero siempre de varias horas. Como también es cierto que no he dispuesto de una intensa correspondencia escrita: don José rara vez contestaba las cartas, pese a lo cual conservo algunas enviadas, además, cuidadosamente de su puño y letra. El teléfono, por contra, sí que lo utilizaba intensamente. Cuando llamaba, lo hacía siempre personalmente, sin mediación de secretario alguno. Igual que cuando contestaba también era frecuente que lo hiciera así, con lá correspondiente sorpresa del interlocutor. Las conversaciones, además, se dilataban notablemente y no recuerdo haber mantenido comunicación alguna con él que bajara de media hora.
Muchas veces he pensado en la soledad de un hombre que podía no encontrar «con quién hablar». Con quién hablar de las cosas que le preocupaban y con la sensibilidad que él tenía. Por eso, se aferraba a las visitas, incluso a las incorporales, como las telefónicas. En una ocasión, cuando acompañé a Cuenca a mi inolvidable amigo el profesor de Dallas Federico Wilhelmsen, también fallecido, y que tenía gran interés en conocerle, entramos poco después de las diez y no salimos hasta pasadas las tres. Don José apenas nos dio ocasión de hablar, y Federico, al despedirse, le dijo que se encontraba muy impresionado tras haberle conocido, pero que lo único que sentía es que no le había dado opción para que a su vez le conociera a él. Era verdad, pero era una sensación con la que yo nunca salí después de verle en aquellas maratonianas audiencias, en el austerísimo palacio —es casi una broma llamarlo así— episcopal de Cuenca o en la igualmente severa casa madrileña de la calle Arrieta. Yo, por el contrario, percibía que, pese a haber hablado poco y escuchado mucho, don José sí que me había conocido, y que por eso me decía exactamente lo que me había dicho. Y es que la apariencia pública lejana y hasta un poco afectada, se tornaba en privado en una delicadeza y una sencillez extremas. Por lo mismo, también he pensado muchas veces en cuántos —obispos incluidos— no le han conocido.
Recuerdo también otra emocionante conversación de varias horas, esta vez en Madrid, con Estanislao Cantero y Luis María Sandoval. Tras hablar largamente sobre temas de política eclesial y tras haber hecho afirmaciones severísimas sobre la situación de la Iglesia en España y en el mundo, se transfiguró abriéndonos su corazón. Recuerdo sus palabras: «El fracaso aparente —vino a decir— no nos debe desilusionar. Cristo fue el gran fracasado y ese su gran fracaso le valió el gran triunfo. Dios saca bien del mal. Además, el Señor nos ha prometido que nos enviará el consolador, que estará con nosotros todos los días hasta el fin del mundo y que haremos por su nombre sus mismas obras y aun mayores». ¡El «político» Guerra Campos! ¡Qué falta de visión la de quienes así le motejaban! En lo que a mí toca, no me cabe la menor duda: hemos perdido a la mejor cabeza, pero también al corazón más grande de la Iglesia en España. Desde el pensamiento tradicional la orfandad es, si cabe, mayor, pues era el último obispo con ideas claras en muchos terrenos, a comenzar por el político. Se ha dicho, así, con pérfida intención, que con él se va el último obispo del «antiguo régimen». Pero la cosa es mucho más grave. No es el antiguo régimen lo que está en juego. Si fuera eso... Es el entendimiento de la oposición del mundo moderno al orden sobrenatural, no en el simple sentido de un orden natural desconocedor de la gracia, sino en el más radical de opuesto tanto a la naturaleza como a la gracia.
MIGUEL AYUSO
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