EL MIEDO EN OCCIDENTE
Esta excepcional obra del historiador Jean Delumeau demuestra que no sólo los individuos, sino también las colectividades e incluso las civilizaciones pueden estar atrapadas en un permanente diálogo con el miedo, ofreciéndonos una sorprendente historia de Occidente desde el siglo XIV hasta el XVIII. Apoyándose en un vasto campo de observación #histórico, desde luego, pero también económico, sociológico, psicoanalítico, psicológico y antropológico# el autor traza el retrato de una sociedad traumatizada por la peste, las guerras, las disputas religiosas y la inseguridad permanente, y analiza la instrumentalización del terror, sobre todo por parte de la Iglesia. Este ensayo matiza la imagen a veces idealizada del Renacimiento y desvela la intimidad y las pesadillas de nuestro pasado, raíces de la necesidad de seguridad que caracteriza a la sociedad contemporánea.
El miedo, el gran atenazador, la gran amenaza habría de ser derribada para que hubiese futuro y esperanza, futuro y libertad. Una premisa de comportamiento en la que todavía estamos y que, acaso, no haya de terminar nunca. Digamos que por esos momentos llegó de una manera evidente el hombre que quiere mirar a un futuro abierto, ilusionante para sí y sus herederos, no un futuro cerrado, siempre amenazante.
Jean Delumeau, en una conferencia que pronunció en Abou Dabi en 2010, resalto lo que muchos estudiosos, particularmente antropólogos, han señalado: que “sin el miedo ninguna especie hubiera sobrevivido”.
El miedo nos obliga a medir nuestras fuerzas, a adoptar medidas razonables de precaución y prevención ante un peligro. Pero, añade Delumeau, que, si el miedo sobrepasa lo razonablemente soportable, se convierte en algo patológico, crea bloqueos y puede provocar una descomposición de la persona. Incluso, se puede morir de miedo. Morir, no solamente en la concepción meramente biológica de la vida, sino morir socialmente, psicológicamente, laboralmente.
El gran novelista, creador del Comisario Maigret, George Simenon, dejó escrito que el miedo es un enemigo más peligroso que todos los demás. Puede, por la instauración de la enfermedad del escrúpulo, dar paso a un alma atormentada que le conduzca a una involución psicológica y social, hasta convertirse en una persona retraída, timorata, desconfiada, paralizada.
La regresión hacia el miedo paralizante es un peligro que acecha en el ámbito de lo político (ante una dictadura o ante el terrorismo, primos hermanos entre sí) o religioso (así en la cristiandad, particular, pero no exclusivamente, con la Inquisición, y actualmente con el islamismo fundamentalista. No se es libre en muchos países del islam). También lo comprobamos ahora con la pandemia del Covid 19, en la salud y en la economía.
EL HISTORIADOR A LA BÚSQUEDA DEL MIEDO
1. EL SILENCIO SOBRE EL MIEDO
Durante el siglo XVI no se entra en Augsburgo fácilmente de noche. Montaigne, que visitó la ciudad en 1580, queda maravillado ante la "falsa puerta" que, gracias a dos guardianes, filtra a los viajeros que llegaban tras la puesta del sol. Éstos chocan primero con una poterna de hierro que el primer guardián, cuyo cuarto está situado a más de cien pasos de allí, abre desde su alojamiento gracias a una cadena de hierro que, "por un fuerte y largo camino y muchas vueltas" retira una pieza también de hierro. Una vez pasado este obstáculo, la puerta se cierra de repente. El visitante franquea luego un puente cubierto situado sobre un foso de la villa, y llega a una pequeña plaza donde declara su identidad e indica la dirección en que ha de alojarse en Augsburgo. Con un toque de campanilla, el guardián avisa entonces a un compañero, que acciona un resorte situado en una galería próxima a su cuarto.
Este resorte abre primero una barrera -siempre de hierro-, luego, mediante una gran rueda, dirige el puente levadizo "sin que de todos esos movimientos se pueda percibir nada: porque se guían por los pesos del muro y de las puertas, y de pronto todo vuelve a cerrarse con gran estruendo". Al otro lado del puente levadizo se abre una gran puerta, "muy espesa, que es de madera y está reforzada con diversas y grandes hojas de hierro".
El extranjero accede por ella a una sala donde se encuentra encerrado, solo y sin luz. Pero otra puerta semejante a la anterior le permite pasar a una segunda sala en la que, esta vez, "hay luz" y en la que descubre un recipiente de bronce que cuelga de una cadena. Deposita en él el dinero de su pasaje.
El (segundo) portero tira de la cadena, recoge el recipiente, comprueba la suma depositada por el visitante. Si no está conforme con la tarifa fijada, le dejará "templarse hasta el día siguiente". Pero si queda satisfecho, "le abre de la misma forma una gran puerta semejante a las otras, que se cierra bruscamente cuando ha pasado, y ya le tenemos en la ciudad". Detalle importante que completa este dispositivo a la vez pesado e ingenioso: bajo las salas y las puertas se halla preparada "una gran bodega capaz de alojar a quinientos hombres de armas con sus caballos para enfrentarse a cualquier eventualidad". Llegado el caso, se les manda a la guerra "sin el sello del común de la villa"1.
Precauciones singularmente reveladoras de un clima de inseguridad: cuatro gruesas puertas sucesivas, un puente sobre un foso, un puente levadizo y una barrera de hierro no parecen suficientes para proteger, contra cualquier sorpresa, a una villa de 60.000 habitantes que es, en esa época, la más poblada y rica de Alemania. En un país presa de las querellas religiosas, y mientras el Turco merodea en las fronteras del imperio, todo extranjero es sospechoso, sobre todo de noche. Al mismo tiempo, se desconfía del "común", cuyas "emociones" son imprevisibles y peligrosas. Por eso se las arreglan para que éste no se de cuenta de la ausencia de los soldados habitualmente estacionados bajo el dispositivo complicado de la "falsa puerta". En el interior de ésta se han llevado a cabo los últimos perfeccionamientos de la metalurgia alemana de la época; gracias a ello, una ciudad singularmente codiciada logra, si no rechazar completamente el miedo fuera de sus murallas, al menos debilitarlo suficientemente para poder vivir con él.
Los hábiles mecanismos que protegían antiguamente a los habitantes de Augsburgo tienen valor de símbolo. Porque no sólo los individuos tomados aisladamente, sino también las colectividades y las civilizaciones mismas, están embarcadas en un diálogo permanente con el miedo. Sin embargo, la historiografía hasta ahora apenas ha estudiado el pasado bajo ese ángulo, a pesar del ejemplo concreto -pero ¡cuán esclarecedor!- dado por G. Lefébvre y los deseos sucesivamente expresados por él y por L. Febvre. El primero escribía en 1932 en su obra consagrada al Gran Miedo de 1789: "En el curso de nuestra historia ha habido otros miedos antes y después de la Revolución; los ha habido también fuera de Francia. ¿No se podría encontrar en ellos un rasgo común que arroje alguna luz sobre el miedo de 1789?" 2. Convirtiéndose en eco suyo, L. Febvre, un cuarto de siglo más tarde, se esforzaba a su vez por adentrar a los historiadores por esa vía, balizándola a grandes rasgos: "No se trata... de reconstruir la historia a partir de la sola necesidad de seguridad -como Ferrero estaba tentado a hacer a partir del sentimiento del miedo (en el fondo, además, ¿no terminan ambos sentimientos, uno de orden positivo, otro de orden negativo, por unirse?)-... se trata, esencialmente, de poner en su sitio, digamos de restituir su parte legítima a un complejo de sentimientos que, teniendo en cuenta latitudes y épocas, no ha podido no jugar en la historia de las sociedades humanas cercanas y familiares a nosotros un papel capital" 3.
Es a este doble requerimiento al que trato de responder con la presente obra, precisando desde el principio tres límites en mi trabajo. El primero es el que trazaba L. Febvre: no se trata de reconstruir la historia a partir del "solo sentimiento de miedo". Tal mengua de las perspectivas sería absurda, y sin duda es muy simplista afirmar, con G. Ferrero, que toda civilización es producto de una larga lucha contra el miedo. Invito, pues, al lector a no olvidar que he proyectado sobre el pasado una iluminación determinada, pero que hay otras, posibles y deseables, susceptibles de completar y corregir la mía. Las otras dos fronteras son de tiempo y de espacio. He sacado preferentemente -pero no siempre- mis ejemplos del período 1348-1800 y, en el sector geográfico, de la humanidad occidental, a fin de dar cohesión y homogeneidad a mis razonamientos y de no dispersar la luz del proyector sobre una cronología y unas extensiones desmesuradas. En este marco quedaba por llenar un vacío historiográfico que, en cierta medida, voy a esforzarme por llenar, dándome perfecta cuenta de que semejante tentativa, sin modelo que imitar, constituye una aventura intelectual. Pero una aventura excitante.
¿Por qué ese silencio prolongado sobre el papel del miedo en la historia? Sin duda a causa de una confusión mental ampliamente difundida entre miedo y cobardía, valor y temeridad. Por auténtica hipocresía, lo mismo el discurso escrito que la lengua hablada -ésta influida por aquél- han tendido durante mucho tiempo a camuflar las reacciones naturales que acompañan a la toma de conciencia de un peligro tras las apariencias de actitudes ruidosamente heroicas. "La palabra 'miedo’ está cargada de tanta vergüenza -escribe G. Delpierre-, que la ocultamos. Sepultamos en lo más profundo de nosotros el miedo que se nos agarra a las entrañas"4.
Es en el momento -siglos XIV-XVI- en que comienzan a ascender en la sociedad occidental el elemento burgués y sus valores prosaicos cuando una literatura épica y narrativa, alentada por la nobleza amenazada, refuerza la exaltación sin matiz de la temeridad.
"Como el leño no puede arder sin fuego -enseña Froissart-, el gentilhombre no puede acceder al honor perfecto, ni a la gloria del mundo, sin proezas..."5. Tres cuartos de siglo más tarde, el mismo ideal inspira al autor de Jehan de Saintré (hacia 1456). Para él, el caballero digno de ese título debe arrostrar los peligros por amor a la gloria y a su dama.
Él es "aquel que... hace tantas cosas que, entre los demás, hay noticias de él" -por sus hazañas guerreras, se entiende 6-. Se adquiere más honor cuanto más arriesga uno su vida en combates desiguales. Éstos son el pan cotidiano de Amadís de Gaula, un héroe salido del ciclo de novela bretón, que hace incluso "temblar a los animales salvajes más feroces"7. Editado en España en 1508, traducido al francés a petición de Francisco I, el Amadís de Gaula y sus suplementos dan lugar en el siglo XVI a más de 60 ediciones españolas y a una multitud de ediciones francesas e italianas. Más impresionante todavía es la fortuna del Orlando furioso de Ariosto: unas 180 ediciones entre 1516 y 1600 8. Orlando, "paladín inasequible al miedo", desprecia naturalmente "la vil tropa de sarracenos" a la que ataca en Roncesvalles. Con ayuda de Durandarte, "los brazos, las cabezas, los hombros / de los enemigos / vuelan por todas partes" (cap. XIII). En cuanto a los caballeros cristianos que Tasso saca a escena en la Jerusalén liberada (1ra ed. 1581), al llegar ante la ciudad santa, piafan de impaciencia, "se adelantan a la señal de las trompetas y de los tambores, y se ponen en campaña con altos gritos de alegría" (cap. III).
La literatura de las crónicas es igual de inagotable sobre el heroísmo de la nobleza y de los príncipes, siendo éstos la flor de toda nobleza. Los presenta como impermeables a cualquier temor. Así, para Juan sin Miedo, que gana su significativo sobrenombre luchando contra los de Lieja en 1408 9. Sobre Carlos el Temerario -otro sobrenombre que destacar- los elogios son hiperbólicos. "Era altivo y de gran valor; seguro en el peligro, sin miedo y sin espanto; y si alguna vez Héctor fue valiente ante Troya, éste lo fue otro tanto." Así habla Chastellain 10.
Y Molinet no deja de encarecerle después de la muerte del duque: "Era... la planta de honor inestimable, el estoque de gracia bienaventurada y el árbol de virtud coloreada, perfumado, fructífero y de gran altura" 11. Reveladora a su vez es la gloria que rodea a Bayardo en vida. Es el caballero "sin tacha ni reproche". Por eso la muerte del gentilhombre delfinés en 1524 pone a "toda la nobleza en duelo". Porque, asegura el Leal Servidor, "en audacia pocas gentes se le han acercado. En conducta era un Fabio Máximo; en empresas sutiles un Coriolano, y en fuerza y magnanimidad un segundo Héctor"12. Este arquetipo del caballero sin miedo, si no siempre sin reproche, es realzado constantemente por el contraste con una masa reputada sin valor. Había escrito antiguamente Virgilio:
"El miedo es la prueba de un bajo nacimiento" (Eneida, IV, 13). Esta afirmación fue tenida durante largo tiempo por evidente. Commynes reconoce que los arqueros se han convertido "en la cosa más soberana del mundo para las batallas". Pero hay que tranquilizarles con la presencia cercana de una "gran cantidad de nobles y de caballeros" y darles vino antes del combate a fin de cegarles frente al peligro 13. En el sitio de Padua de 1509, Bayardo se subleva contra la opinión del emperador Maximiliano, que querría poner a la gendarmería francesa a pie y hacerla cargar junto con los lansquenetes, "gentes mecánicas que no tienen su honor en tanto como los gentilhombres"14.
Montaigne atribuye a los humildes, como una característica evidente, la propensión al espanto, incluso cuando son soldados: creen ver coraceros allí donde no hay más que un rebaño de ovejas; toman las cañas por lanceros15. Asociando además cobardía y crueldad, asegura que una y otra son cosa más especialmente de "esa canalla vulgar" 16.
En el siglo XVII, La Bruyère acepta a su vez como una certeza la idea de que la masa de campesinos, de artesanos y de servidores no es valiente porque no busca -y no puede buscar- la fama: "El soldado no se siente conocido; muere oscuro y perdido en la multitud; vivía de todos modos, en verdad, pero vivía, y ésa es una de las fuentes de la falta de valor, en condiciones bajas y serviles" 17. Novela y teatro han subrayado a su vez la incompatibilidad entre estos dos universos, a un tiempo social y moral: el de la valentía -individual- de los nobles, y el del miedo -colectivo- de los pobres.
Cuando don Quijote se prepara para intervenir a favor del ejército de Pentapolín contra el de Alifanfarón, Sancho Panza le hace observar tímidamente que se trata simplemente de dos rebaños de carneros. Y se gana esta respuesta: "El miedo que tienes -dijo don Quijote- te hace, Sancho, que ni veas ni oyas á derechas; porque uno de los efectos del miedo es turbar los sentidos (...) y si es que tanto temes, retírate á una parte y déjame solo; que solo basto á dar la victoria á la parte á quien yo diere mi ayuda" 18. Proezas individuales siempre, pero sacrílegas en el caso de don Juan, el burlador de Sevilla, que desafía al espectro del comendador, a Dios y al infierno. Naturalmente, su servidor va de espanto en espanto y don Juan se lo reprocha: "¡Qué temor tienes a un muerto! / ¿Qué hicieras estando vivo? / Necio y villano temor" 19. Este lugar común -los humildes son miedosos- se precisa todavía más en la época del Renacimiento con dos notas, contradictorias en sus intenciones pero convergentes en cuanto a la luz que aportan y que puede resumirse así: los hombres en el poder actúan de modo que el pueblo -esencialmente los campesinos- tenga miedo. Symphorien Champier, médico y humanista pero turiferario de la nobleza, escribe en 1510: "El señor debe tomar comodidad y deleite en las cosas que a sus hombres producen sufrimiento y trabajo".
Su papel es "mantenerse firme porque por el pavor que las gentes del pueblo tienen a los caballeros, laboran y cultivan las tierras, por pavor y temor a ser destruidas" 20. En cuanto a Tomás Moro, que rechaza la sociedad de su tiempo, situándose no obstante en una imaginaria "Utopía", afirma que "la pobreza del pueblo es la defensa de la monarquía... La indigencia y la miseria privan de todo valor, embrutecen las almas, las acomodan al sufrimiento y a la esclavitud y las oprimen hasta el punto de privarlas de toda energía para sacudir el yugo" 21. Estas pocas reminiscencias -que podríamos haber multiplicado indefinidamente- hacen resaltar las razones ideológicas del largo silencio sobre el papel y la importancia del miedo en la historia de los hombres. Desde la Antigüedad hasta fecha reciente, pero con una acentuación en la época del Renacimiento, el discurso literario apoyado por la iconografía (retratos a pie, estatuas ecuestres, ademanes y paños gloriosos) ha exaltado la valentía -individual- de los héroes que dirigían la sociedad. Era necesario que lo fueran, o al menos que se los presentara bajo ese ángulo, a fin de justificar a sus propios ojos y a los del pueblo el poder de que estaban revestidos. Inversamente, el miedo era la parte vergonzosa -y común- y la razón del sometimiento de los villanos.
Con la Revolución francesa, éstos conquistan a brazo partido el derecho al valor. Pero el nuevo discurso ideológico copió ampliamente el antiguo y también tuvo tendencia a camuflar el miedo para exaltar el heroísmo de los humildes. Sólo lentamente, a pesar de las marchas militares y de los monumentos a los muertos, han comenzado a emerger a la luz una descripción y un acercamiento objetivos del miedo liberado de su vergüenza. De forma significativa, las primeras grandes evocaciones de pánico fueron contrapunteadas por elementos grandiosos que aportaban algo así como excusas a un desastre. Para Víctor Hugo, fue la "Derrota, gigante de la faz asustada", la razón del valor de los soldados de Napoleón en Waterloo; y "este campo siniestro donde Dios mezcló tantas nadas / Tiembla aún por haber visto la huida de los gigantes" 22.
En el cuadro de Goya titulado El Pánico (Prado), un coloso cuyos puños golpean en vano un cielo cargado de nubes parece justificar el enloquecimiento de una multitud que se dispersa corriendo en todas las direcciones. Luego, poco a poco, la preocupación por la verdad psicológica ha acabado con semejantes representaciones. De los cuentos de Maupassant a los Diálogos de Carmelitas de Bernanos pasando por La Debacle de Zola, la literatura ha vuelto a otorgar progresivamente al miedo su verdadero sitio, mientras la psiquiatría se inclina ahora sobre él cada vez más. En nuestros días son incontables las obras científicas, las novelas, las autobiografías, las películas que hacen figurar al miedo en sus titulares. Curiosamente, la historiografía, que en nuestro tiempo ha roturado tantos dominios nuevos, ha descuidado éste. En todas las épocas, la exaltación del heroísmo es engañosa: como discurso apologético que es, deja en la sombra un amplio campo de la realidad.
¿Qué había detrás del decorado montado por la literatura caballeresca que elogiaba incansablemente la bravura de los caballeros y se burlaba de la cobardía de los villanos? El Renacimiento mismo se encargó, en obras mayores que trascienden todo conformismo, de corregir la imagen idealizada de la valentía nobiliaria. ¿Es importante que Panurgo y Falstaff sean gentilhombres, compañeros preferidos de futuros reyes? El primero declara, sobre el navío desarbolado por la tempestad, que dará una renta de "ciento ochenta mil escudos... a quien me ponga en tierra todo temeroso y todo miedoso" como está 23. El segundo, lógico consigo mismo, se lamenta ante el honor: ¿Qué necesidad tengo de ir... antes de que ella se dirija a mí? (se trata de la muerte)... ¿Puede acaso el honor reponer una pierna? No. ¿Un brazo? No. ¿Quitar el dolor de una herida? No. ¿El honor entiende algo de cirugía? No. ¿Qué es el honor? Una palabra. ... Por eso no quiero.
El honor es un simple escudo, y así termina mi catecismo 24. ¡Mordaz desmentido a todos los "Diálogos de honor" del siglo XVI! 25. Se encuentran otros, por lo que se refiere al período renacentista, en obras que no eran de ficción. Commynes es, a este respecto, un testigo precioso, porque se atrevió a decir lo que los demás cronistas callaban sobre la cobardía de ciertos grandes. Al relatar la batalla de Mondhéry, en 1465, entre Luis XI y Carlos el Temerario, declara:
"Jamás hubo fuga mayor por ambas partes". Un noble francés escapó de una tirada hasta Lusignan; un señor del condado de Charolais, dirigiéndose en sentido inverso, no se detuvo hasta llegar al Quenoy: "Estos dos no corrían el riesgo de morderse el uno al otro" 26. En el capítulo que consagra al "miedo" y al "castigo de la cobardía", Montaigne menciona también la conducta poco gloriosa de ciertos nobles: En el sitio de Roma (1527), "fue memorable el miedo que dominó, se apoderó y heló tanto el corazón de un gentilhombre que cayó muerto y tieso en la brecha, sin ninguna herida" 27.
"En la época de nuestros padres, sigue recordando, el señor de Franget... gobernador de Fuenterrabía... habiéndola rendido a los españoles, fue condenado a ser degradado de su nobleza, y tanto él como su posteridad declarados plebeyos pecheros, e incapaces de llevar armas; y esta ruda sentencia fue ejecutada en Lyon. Después sufrieron castigo semejante todos los gentilhombres que se encontraron en Guisa, cuando el conde de Nassau entró en ella (en 1536); y también otros después" 28. Miedo y cobardía no son sinónimos. Pero hay que preguntarse si el Renacimiento no quedó marcado por una toma de conciencia más nítida de las múltiples amenazas que pesan sobre los hombres en el combate y en otras partes, en este mundo y en el otro. De ahí la cohabitación, muchas veces visible en las crónicas del tiempo, de comportamientos valerosos y actitudes temerosas en una misma personalidad. Filippo-Maria Visconti (1392-1447) sostuvo guerras largas y difíciles. Pero hacía registrar a toda persona que entraba en el castillo de Milán y prohibía detenerse junto a sus ventanas. Creía en los astros y en la fatalidad, e invocaba al mismo tiempo la protección de una legión de santos.
Este gran lector de novelas de caballerías, este ferviente admirador de sus héroes, no quería oír hablar de la muerte, haciendo evacuar incluso del castillo a sus favoritos agonizantes. Murió no obstante con dignidad 29. Luis XI se le parece en más de un rasgo. Este rey inteligente, prudente y desconfiado, no careció de valor en graves circunstancias, por ejemplo, en la batalla de Montlhéry o cuando se le avisó de su próximo fin, noticia -escribe Commynes- que "soportó virtuosamente, y todas las demás cosas, hasta en la muerte, y más que ningún hombre que yo haya visto nunca morir" 30. Sin embargo, este soberano, que creó una orden de caballería, fue despreciado por varios de sus contemporáneos, que le juzgaron "hombre temeroso", y "era verdad que lo era", precisa Commynes. Sus temores se agravaron al final de su vida.
Como el último de los Visconti, cayó "en sorprendentes sospechas de todo el mundo", no queriendo a su lado más que "gentes domésticas" y cuatrocientos arqueros que le protegían haciendo guardia continuamente. En el entorno del Plessis "hizo hacer un enrejado de gruesos barrotes de hierro". También hizo "plantar" en las murallas del castillo "espetones de hierro con diversas puntas" 31. Los ballesteros tenían por misión disparar sobre todo el que se acercara de noche a la residencia real. ¿Miedo a las conjuraciones? Mucho más: miedo a la muerte. Hallándose enfermo, le enviaron de Reims, de Roma y de Constantinopla reliquias preciosas de las que esperaba la curación. Habiendo hecho buscar al santo eremita Francisco de Paula en los confines de Calabria, se arrojó a sus rodillas cuando llegó al Plessis "a fin de que le pudiera alargar su vida". Commynes añade este otro rasgo que aproxima también a Luis XI a Filippo-Maria Visconti:
... Nunca hombre alguno temió tanto la muerte, ni hizo tantas cosas para ponerle remedio; y durante todo el tiempo de su vida había rogado a sus servidores, y a mí como a otros, que, si se le veía en esa necesidad de muerte, no se le dijese, sino solamente: "hablad poco", y que se le impulsase sólo a confesarse sin pronunciar ante él esa cruel palabra de muerte; porque le parecía que no tendría nunca ánimo suficiente para oír una sentencia tan cruel 32.
De hecho, la soportó "virtuosamente", a pesar de que su entorno no había respetado la consigna real. El más noble de los nobles, el jefe de una orden de caballería, confiesa, por tanto, que tiene miedo, como pronto lo harán Panurgo y Falstaff. Pero, contrariamente a éstos, lo hace sin cinismo y, llegado el temido momento, no se comporta como cobarde. La psicología del soberano no puede disociarse de un contexto histórico en el que abundan danzas macabras, artes moriendi, sermones apocalípticos e imágenes del Juicio Final. Los temores de Luis XI son los de un hombre que se sabe pecador y teme el infierno. Va en peregrinación, se confiesa con frecuencia, honra a la Virgen y a los santos, reúne reliquias, da regalos espléndidos a iglesias y abadías 33. Así, la actitud del rey es reveladora, más allá de un caso individual, del ascenso del miedo en Occidente en el alba de los tiempos modernos. Pero ¿no existe una relación entre conciencia de los peligros y nivel de cultura?
Montaigne lo da a entender en un pasaje de los Ensayos, donde, en tono humorístico, establece una relación entre la fineza intelectual de los pueblos de Occidente, por una parte, y por otra, sus comportamientos en la guerra. Un señor italiano, cuenta sonriendo, decía en cierta ocasión estas palabras en mi presencia, en perjuicio de su nación: que la sutileza de los italianos y la vivacidad de sus concepciones era tan grande, que preveían los peligros y accidentes que les podían llegar de muy lejos, por lo que no tenía que resultar extraño si a menudo, en la guerra, se les veía atender a su seguridad antes incluso de haber reconocido el peligro; mientras que nosotros y los españoles, que no éramos tan finos, íbamos más allá, y teníamos que ver con los ojos y tocar con la mano el peligro antes de asustarnos, y que entonces ya no teníamos compostura; pero que los alemanes y los suizos, más groseros y patanes, no tenían el sentido de retroceder hasta que no se veían abrumados bajo los golpes 34.
Generalizaciones irónicas y quizá sumarias que, no obstante, tienen el mérito de poner de relieve el vínculo entre miedo y lucidez tal como se precisa en el Renacimiento -una lucidez solidaria de un progreso del utillaje mental. Refinados como estamos por un largo pasado cultural, ¿no somos hoy más frágiles ante los peligros y más permeables al miedo que nuestros antepasados? Es probable que los caballeros de antaño, impulsivos, habituados a la guerra y a los duelos, y que se lanzaban a cuerpo limpio en las peleas, fuesen menos conscientes que los soldados del siglo XX de los peligros del combate y, por tanto, menos accesibles al miedo. En cualquier caso, en nuestra época, el miedo ante el enemigo se ha convertido en la norma. De los sondeos efectuados entre el ejército americano en Túnez y en el Pacífico durante la segunda guerra mundial se deduce que sólo el 1 por 100 de los hombres declaró no haber tenido nunca miedo 35. Otros sondeos realizados entre aviadores americanos durante el mismo conflicto y antes entre los voluntarios de la Brigada Lincoln durante la guerra civil española ofrecen resultados comparables 36.
2. EL MIEDO ES NATURAL
Haya o no más sensibilidad ante el miedo en nuestro tiempo, éste es un componente mayor de la experiencia humana, a pesar de los esfuerzos intentados para superarlo 37. "No hay hombre que esté por encima del miedo -escribe un militar- y que pueda vanagloriarse de escapar a él" 38. Un guía de alta montaña a quien se plantea la pregunta: " ¿Le ha ocurrido tener miedo?", responde: "Siempre se tiene miedo de la tormenta cuando se la oye crepitar sobre las rocas. Se erizan los cabellos debajo de la boina" 39. El título de la obra de Jakov Lind, El miedo es mi raíz, no se aplica solamente al caso de un niño judío de Viena que descubre el antisemitismo. Porque el miedo "nació con el hombre en la más remota de las edades" 40.
"Está en nosotros... Nos acompaña durante toda nuestra existencia" 41. Citando a Vercors, que da una curiosa definición de la naturaleza humana -los hombres llevan amuletos, los animales no los llevan-, Marc Oraison concluye que el hombre es por excelencia "el ser que tiene miedo" 42. En el mismo sentido, Sartre escribe: "Todos los hombres tienen miedo. Todos. El que no tiene miedo no es normal, eso no tiene nada que ver con el valor" 43. La necesidad de seguridad es, por tanto, fundamental; está en la base de la afectividad y de la moral humanas. La inseguridad es símbolo de muerte y la seguridad símbolo de la vida. El compañero, el ángel guardián, el amigo, el ser benéfico es siempre aquel que difunde seguridad 44. Por eso es un error de Freud no haber llevado "el análisis de la angustia y de sus formas patógenas hasta el arraigo en la necesidad de conservación amenazada por la previsión de la muerte" 45. El animal no anticipa su muerte. El hombre, por el contrario, sabe -muy pronto- que morirá. Es, por tanto, "el único en el mundo que conoce el miedo en un grado tan temible y duradero" 46. Además, observa R. Caillois, el miedo de las especies animales es único, idéntico a sí mismo, inmutable: el de ser devorado.
"Mientras que el miedo humano, hijo de nuestra imaginación, no es uno sino múltiple, no es fijo sino perpetuamente cambiante" 47. De ahí la necesidad de escribir su historia. No obstante, el miedo es ambiguo. Inherente a nuestra naturaleza, es una muralla esencial, una garantía contra los peligros, un reflejo indispensable que permite al organismo escapar provisionalmente a la muerte. "Sin el miedo ninguna especie habría sobrevivido" 48. Pero si sobrepasa una dosis soportable, se vuelve patológico y crea bloqueos. Se puede morir de miedo, o al menos ser paralizado por él. En los Cuentos de la Bécasse, Maupassant lo describe como una "sensación atroz, una descomposición del alma, un espasmo horrible del pensamiento y del corazón cuyo solo recuerdo proporciona al alma estremecimientos de angustia" 49. A causa de sus efectos a veces desastrosos, Descartes lo identifica con la cobardía, contra la que no podríamos acorazarnos suficientemente de antemano:
... El miedo o el espanto, que es contrario a la audacia, no es solamente una frialdad, sino también una turbación y un asombro del alma que le priva del poder de resistir a los males que ésta piensa muy cercanos... Por eso, no es una pasión particular; es solamente un exceso de cobardía, de asombro y de temor que siempre es vicioso... Y como la principal causa del miedo es la sorpresa, no hay nada mejor para librarse de él que utilizar la premeditación y prepararse para todos los acontecimientos, cuyo temor puede causarlo 50. Simenon declara del mismo modo que el miedo es un "enemigo más peligroso que todos los demás" 51.
Incluso actualmente, los indios -o incluso mestizos- de algunas aldeas remotas de México conservan entre sus conceptos el de la enfermedad del espanto (o susto): un enfermo ha perdido su alma debido a un susto. Tener un espanto es "dejar el alma en otra parte". Se piensa entonces que es retenida por la tierra, o por pequeños seres malhechores llamados chaneques. De ahí la urgencia de ir a casa de una "curandera de sustos", que, gracias a una terapéutica apropiada, permitirá al alma reintegrarse al cuerpo del que ha escapado 52.
Este comportamiento ¿no puede relacionarse con el de los campesinos del Perche, cuyas prácticas "supersticiosas" describió en el siglo XVII el párroco J.-B.Thiers? Para prevenirse contra el miedo llevaban encima ojos o dientes de lobo, o también, si se presentaba la oportunidad, se subían sobre un oso y daban varias volteretas encima 53. En efecto, el miedo puede convertirse en causa de la involución de los individuos, y Marc Oraison hace observar a este respecto -volveré en un segundo volumen sobre este tema- que la regresión hacia el miedo es el peligro que acecha constantemente al sentimiento religioso. 54 Más generalmente, todo aquel que está dominado por el miedo corre el riesgo de disgregarse. Su personalidad se cuartea, "la impresión de serenidad que da la adhesión al mundo" desaparece; "el ser se vuelve separado, otro, extraño. El tiempo se detiene, el espacio mengua" 55.
Es lo que le ocurre a Renée, la esquizofrénica estudiada por Mme. Sechehaye: cierto día de enero conoce por primera vez el miedo que le es aportado, según ella cree, por un gran viento anunciador de lúgubres mensajes. Pronto este miedo, al aumentar, acrece la distancia entre Renée y el mundo exterior, cuyos elementos pierden progresivamente su realidad 56. La enferma confesaría más tarde: "El miedo, que antes era episódico, no me abandonaba ya. Todos los días estaba segura de sentirlo. Y luego, los estados de irrealidad aumentaban también" 57.
Si es colectivo, el miedo puede llevar también a comportamientos aberrantes y suicidas de los que ha desaparecido la apreciación correcta de la realidad: como, por ejemplo, esos pánicos que han escandido la historia reciente de Francia desde Waterloo hasta el éxodo de junio del 40. Zola describió fielmente los que desembocaron en el desastre de 1870: ... Los generales galopaban en medio del espanto, y soplaba tal tempestad de estupor, arrastrando a un tiempo a los vencidos y a los vencedores, que, por un instante, los dos ejércitos se perdieron de vista el uno al otro en aquella persecución, a plena luz, mientras Mac-Mahon huía hacia Lunéville, y el príncipe real le buscaba por el lado de los Vosgos. El 7 (agosto), los restos del primer cuerpo atravesaban Saverne, como si fueran un río fangoso y desbordado que arrastrara restos de un naufragio.
El 8, en Sarrebourg, el quinto cuerpo caía sobre el primero como un torrente desbordado sobre otro, también en huida, derrotado sin haber combatido, arrastrando a su jefe, el general de Failly, extraviado, enloquecido porque se hacía recaer en su inacción la responsabilidad de la derrota. El 9, el 10, la galopada continuaba, un sálvese quien pueda furioso que no miraba siquiera hacia atrás 58. Se comprende así por qué los antiguos veían en el miedo un castigo de los dioses, y por qué los griegos habían divinizado a Deimos (el Temor) y a Phobos (el Miedo), esforzándose por conciliárselos en tiempo de guerra. Los espartiatas, nación militar, habían consagrado un pequeño edículo a Phobos, divinidad a la que Alejandro ofreció un sacrificio solemne antes de la batalla de Arbelas.
A los dioses homéricos Deimos y Phobos correspondían las divinidades romanas Pallor y Pavor, a las que, según Tito Livio, Tulo Hostilio había decidido consagrar dos santuarios al ver a su ejército huir en desbandada ante los albanos. En cuanto a Pan, en su origen dios nacional de Arcadia, que, a la caída del día, difundía el terror entre rebaños y pastores, se convirtió a partir del siglo v en una especie de protector nacional de los griegos. Los atenienses le atribuyeron la derrota de los persas en Maratón y le dedicaron un santuario sobre la Acrópolis, honrándole cada año con sacrificios rituales y carreras de antorchas.
La voz discordante de Pan habría sembrado el desorden en la flota de Jerjes en Salamina, y, más tarde, detenido la marcha de los galos sobre Delfos 59. Así, los antiguos veían en el miedo un poder más fuerte que los hombres que, no obstante, podía conciliarse mediante ofrendas apropiadas, desviándose entonces sobre el enemigo su acción aterrorizadora. Y habían comprendido -y en cierta medida confesado- el papel esencial que juega en los destinos individuales y colectivos. En cualquier caso, el historiador no tiene que buscar mucho para identificar su presencia en los comportamientos de grupos.
Desde los pueblos llamados "primitivos" hasta las sociedades contemporáneas, lo encuentra Casi a cada paso -y en los sectores más diversos de la existencia cotidiana-. Como pruebas tiene, por ejemplo, las máscaras frecuentemente espantosas que numerosas civilizaciones han utilizado en el curso de las edades en sus liturgias. "Máscara y miedo, escribe R. Caillois, máscara y pánico están constantemente presentes juntos, inextricablemente apareados... (el hombre) ha albergado detrás de esa cara segunda su éxtasis y sus vértigos, y sobre todo el rasgo que tiene en común con todo lo que vive y quiere vivir, el miedo, siendo (a máscara al mismo tiempo traducción del miedo, defensa contra el miedo y medio de difundir el miedo" 60. Y L. Kochnitzky explícita, a propósito de casos africanos, ese miedo que la máscara camufla y expresa al mismo tiempo:
"Miedo a los genios, miedo a las fuerzas de la naturaleza, miedo a los muertos, a los animales salvajes que están al acecho en la jungla, y a su venganza después que el cazador los haya matado; miedo a su semejante que mata, viola e incluso devora a sus víctimas; y por encima de todo, miedo a lo desconocido, a todo lo que precede y sigue a la breve existencia del hombre" 61.
Cambiemos voluntaria y bruscamente de tiempo y de civilización y sumerjámonos por un instante en la modernidad económica. En este dominio, escribe A. Sauvy, "donde todo es inseguro, y donde el interés está constantemente en juego, el miedo es continuo" 62. Los ejemplos que lo prueban son legión, desde las alteraciones de la calle Quincampoix en la época de Law, al "jueves negro" del 24 de octubre de 1929 en Wall Street, pasando por la depreciación de los asignados y la caída del marco en 1923.
En todos estos casos hubo pánico irreflexivo por contagio de un verdadero miedo al vacío. El elemento psicológico, es decir, el enloquecimiento, desbordó el sano análisis de la coyuntura. Más lucidez y más sangre fría, menos aprensión excesiva del futuro por parte de los poseedores de títulos y de acciones habrían permitido, sin duda, continuar la experiencia de Law, contener en límites razonables las devaluaciones respectivas del asignado voluntario, luego del marco de Weimar y, sobre todo, controlar mejor, tras el "krack" de 1929, la caída de la producción y el aumento del paro.
Los juegos de Bolsa, de los que dependen -¡por desgracia!- tantos destinos humanos, no conocen en última instancia más que una regla: la alternancia de esperanzas inmoderadas y de miedos irreflexivos. Atento a estas evidencias, el investigador descubre, incluso en el curso de un vuelo rápido por el espacio y el tiempo, el número y la importancia de las reacciones colectivas del miedo. La constitución de Esparta, que sistematizaba la organización de los "iguales" en casta militar, estaba basada en él. Los espartanos, permanentemente movilizados, aguerridos desde la infancia, vivían bajo la constante amenaza de una revuelta de los hilotas. A fin de paralizar a éstos por el miedo, Esparta hubo de modificarse a sí misma más radicalmente cada vez. Las medidas "aloplásticas" iniciales dirigidas contra los hilotas entrañaron pronto medidas "autoplásticas" todavía más rigurosas "que transformaron a Esparta en un campo atrincherado" 63.
Más tarde, la Inquisición fue asimismo motivada y mantenida por el miedo a ese enemigo constantemente renaciente: la herejía que parecía asediar, incansable, a la Iglesia. En nuestro tiempo, el fascismo y el nazismo se beneficiaron de las alarmas de rentistas y pequeños burgueses que temían las perturbaciones sociales, el hundimiento de la moneda y el comunismo. Las tensiones sociales en África del Sur y en Estados Unidos, la mentalidad de asedio que reina en Israel, el "equilibrio del terror" que mantienen las superpotencias, la hostilidad que opone a China y a la URSS son otras tantas manifestaciones de miedos que cruzan y desgarran nuestro mundo. Tal vez sea porque nuestra época ha inventado el neologismo sécuriser (asegurar) por lo que es más apta -o está menos mal armada- que otra para dirigir hacia el pasado esa mirada nueva que trata de descubrir en él el miedo. Tal investigación trata, en el marco espacio-temporal preciso aquí contemplado, de penetrar en los resortes ocultos de una civilización, de descubrir los comportamientos vividos pero a veces inconfesados, de captarla en su intimidad y sus pesadillas más allá del discurso que sobre sí misma pronunciaba.
3. DE LO SINGULAR A LO COLECTIVO: POSIBILIDADES Y DIFICULTADES DE LA TRANSPOSICIÓN 64
Nada hay más difícil de analizar que el miedo, y la dificultad aumenta más todavía cuando se trata de pasar de lo individual a lo colectivo. Las civilizaciones, ¿pueden morir de miedo como las personas aisladas? Así formulada, esta pregunta pone de relieve las ambigüedades que lleva consigo el lenguaje corriente, que frecuentemente no vacila ante ese paso de lo singular a lo general. Recientemente hemos podido leer en los periódicos: "Desde la guerra del Kippur, Israel está deprimido". Semejantes transposiciones no son nuevas. En Francia, en la Edad Media, se denominaba "espanto" a los "motines" y "locas conmociones" de las poblaciones rebeldes, queriéndose significar con ello el terror que difundían, pero también el que ellas sentían 65. Más tarde, los franceses de 1789 calificaron de "Gran Miedo" al conjunto de falsas alertas, tomas de armas, saqueos de castillos y destrucciones de refugios que provocó el temor a un "complot aristocrático" contra el pueblo con la ayuda de bandidos y potencias extranjeras. Es, sin embargo, aventurado aplicar pura y simplemente a un grupo humano entero análisis válidos para un individuo tomado en particular. Los mesopotamios de antaño creían en la realidad de los hombres-escorpiones, cuya vista bastaba para causar la muerte 66.
Los griegos estaban igualmente persuadidos de que toda persona que contemplaba a una de las gorgonas quedaba petrificada instantáneamente. En ambos casos, se trataba de la versión mítica de un hecho de experiencia: la posibilidad, para alguien, de morir de miedo. Desde luego, es difícil generalizar esta constatación que, en el plano individual, resulta indiscutible; pero ¿cómo no partir, de todos modos, para intentar el paso de lo singular a lo plural, del estudio de los miedos personales cuyo cuadro gana todos los días precisión (puesto que ahora sabemos desencadenar reacciones de miedo, de fuga, de agresión o de defensa en monos, gatos o ratas provocando lesiones nerviosas en el nivel del sistema límbico)?
En el sentido estricto y restringido del término, el miedo (individual) es una emoción-choque, frecuentemente precedida de sorpresa, provocada por la toma de conciencia de un peligro presente y agobiante que, según creemos, amenaza nuestra conservación. Pero, en estado de alerta, el hipotálamo reacciona mediante una movilización global del organismo, que desencadena diversos tipos de comportamientos somáticos y provoca, en especial, modificaciones endocrinas. Como toda emoción, el miedo puede provocar efectos contrastados según los individuos y las circunstancias, incluso reacciones alternativas en una misma persona: la aceleración de los movimientos del corazón o su ralentización; una respiración demasiado rápida o demasiado lenta; una contracción o una dilatación de los vasos sanguíneos; una hiper o hiposecreción de las glándulas; constipado o diarrea, poliuria o anuria, un comportamiento de inmovilización o una exteriorización violenta. En los casos límite, la inhibición llegará hasta una pseudoparálisis ante el peligro (estados catalépticos) y la exteriorización desembocará en una tempestad de movimientos enloquecidos e inadaptados, características del pánico 67.
Manifestación exterior y experiencia interior a la vez, la emoción de miedo libera, por tanto, una energía inhabitual y la difunde por todo el organismo. Esta descarga es en sí una reacción utilitaria de legítima defensa, pero que el individuo, sobre todo bajo el efecto de las repetidas agresiones de nuestra época, no siempre emplea en el momento oportuno. ¿Debe utilizarse este cuadro clínico en el plano colectivo? Y -cuestión previa- ¿qué entendemos por "colectivo"? Porque este adjetivo tiene dos sentidos. Puede designar una multitud -arrastrada en una derrota, o sofocada de aprensión tras un sermón sobre el infierno, o que se libera del miedo a morir de hambre atacando convoyes de grano-. Pero significa también un hombre cualquiera considerado como muestra anónima de un grupo, más allá de la especificidad de reacciones personales de tal o cual miembro de ésta. Tratándose del primer sentido de "colectivo", es probable que las reacciones de una multitud dominada por el pánico o que repentinamente libera su agresividad, constituyan el resultado global de la suma de emociones-choque personales tal como la medicina psicosomàtica nos las permite conocer. Pero esto sólo es verdadero en cierta medida. Porque, como había presentido Gustave Lebon 68, los comportamientos multitudinarios exageran, complican y transforman las desmesuras individuales. Entran, en efecto, en juego factores de agravamiento.
El pánico que se apodera de un ejército victorioso (como el de Napoleón en la noche de Wagram 69) o de la masa de clientes de una tienda en llamas será tanto más fuerte cuanto más débil sea la cohesión psicológica entre las personas dominadas por el miedo. Frecuentemente, en las sediciones del pasado, las mujeres daban la señal del enloquecimiento, luego del motín 70, arrastrando en su estela a hombres a los que, en casa, no les solía gustar dejarse llevar por sus esposas. Además, las agrupaciones humanas son más sensibles a la acción de los guías de lo que lo serían en el aislamiento las unidades que las componen. Más generalmente, los caracteres fundamentales de la psicología de una multitud son su influenciabilidad, el carácter absoluto de sus juicios, la rapidez de los contagios que la atraviesan, el debilitamiento o la pérdida del espíritu crítico, la disminución o la desaparición del sentido de la responsabilidad personal, la subestimación de la fuerza del adversario, su aptitud para pasar repentinamente del horror al entusiasmo y de las aclamaciones a las amenazas de muerte 71.
Pero cuando evocamos el miedo actual de subirse a un coche para un largo viaje (se trata en realidad de una fobia cuyo origen reside en la experiencia del sujeto), o cuando recordamos que nuestros antepasados sentían miedo del mar, de los lobos o de los aparecidos, no nos remitimos tanto a comportamientos de multitud, ni aludimos a la reacción psicosomática concreta de una persona petrificada en el sitio por un peligro repentino o que huye precipitadamente para escapar de él, como a una actitud bastante habitual que sobreentiende y totaliza muchos de los espantos individuales en contextos determinados, y deja prever otros en casos semejantes. El término "miedo" toma entonces un sentido menos riguroso y más amplio que en las experiencias individuales, y este singular colectivo abarca una gama de emociones que van del temor y de la aprensión a los terrores más vivos.
El miedo es, en este caso, el hábito que se tiene, en un grupo humano, de temer a tal o a cual amenaza (real o imaginaria). Entonces se puede plantear legítimamente la cuestión de saber si ciertas civilizaciones han sido -o son- más temerosas que otras; o formular esta otra interrogación a la que trata de responder el presente ensayo: "¿no ha sido asaltada, en cierto estadio de su desarrollo, nuestra civilización europea por una peligrosa conjunción de miedos frente a los cuales se ha visto obligada a reaccionar? Y esa conjunción de miedos, ¿no puede denominarse globalmente 'el Miedo’?" Esta generalización explica el título de mi libro, que recupera de forma más amplia y sistemática fórmulas ya empleadas aquí o allá por eminentes historiadores que han hablado de "subida" o de "retroceso" del miedo 72.
Tratándose de nuestra época, la expresión "enfermedades de civilización" se nos ha vuelto familiar: con ella significamos el papel importante jugado por el modo de vida contemporánea en su desencadenamiento. De otra forma: ¿es que una acumulación de agresiones y de miedos, por tanto, de "stress" emocionales, no ha provocado en Occidente, desde la peste negra a las guerras de religión, una enfermedad de la civilización occidental de la que finalmente ha salido victoriosa? A nosotros corresponde, mediante una especie de análisis espectral, individualizar los miedos particulares que entonces se sumaron para crear un clima de miedo.
"Miedos particulares": es decir, "miedos nombrados". Aquí puede llegar a ser muy efectiva en el plano colectivo la distinción que la psiquiatría ha establecido en la actualidad en el plano individual entre miedo y angustia, antiguamente confundidas por la psicología clásica. Porque se trata de dos polos a cuyo alrededor gravitan palabras y hechos psíquicos a la vez emparentados y diferentes. El temor, el espanto, el pavor, el terror pertenecen más bien al miedo; la inquietud, la ansiedad, la melancolía, más bien a la angustia. El primero lleva hacia lo conocido; la segunda, hacia lo desconocido 73.
El miedo tiene un objeto determinado al que se puede hacer frente. La angustia no lo tiene, y se la vive como una espera dolorosa ante un peligro tanto más temible cuanto que no está claramente- identificado: es un sentimiento global de inseguridad. Por eso es más difícil de soportar que el miedo. Estado a la vez orgánico y afectivo, se manifiesta de forma menor (la ansiedad) mediante "una sensación específica de estrechamiento de la garganta, de flaquear de las piernas, de temblor", unido a la inquietud ante el futuro; y en el modo más agudo, mediante una crisis violenta: Bruscamente, por la tarde o la noche, el enfermo se siente dominado por una sensación de compresión torácica con molestias respiratorias e impresión de muerte inminente.
La primera vez teme con razón, un ataque cardíaco, porque la sensación de angustia es muy parecida al angor cuyo parecido acusa el lenguaje. Si los episodios se repiten, el enfermo reconoce por sí mismo ese carácter psicógeno. Esto no basta para calmar ni sus sensaciones ni su miedo a la muerte 74. En los obsesos, la angustia se convierte en neurosis, y en los melancólicos en una forma de psicosis. Como la imaginación juega un papel importante en la angustia, ésta tiene su causa más en el individuo que en la realidad que le rodea, y su duración no se encuentra, como la del miedo, limitada por la desaparición de las amenazas. Por eso es más, propia del hombre que del animal.
Distinguir entre miedo y angustia no equivale, sin embargo, a ignorar sus vínculos en los comportamientos humanos. Miedos repetidos pueden crear una inadaptación profunda en un sujeto y conducirle a un estado de malestar profundo generador de crisis de angustia. Recíprocamente, un temperamento ansioso corre el riesgo de verse más sometido a los miedos que cualquier otro. Además, el hombre dispone de una experiencia tan rica y de una memoria tan grande que sólo raramente experimenta miedos que en un cierto grado no estén penetrados de angustia. Reacciona, más todavía que el animal, a una situación desencadenante en función de sus vivencias anteriores y de sus "recuerdos".
Por eso no carece de razón que el lenguaje corriente confunda miedo y angustia 75, significando de este modo inconscientemente la compenetración de estas dos experiencias, incluso si los casos límite permiten diferenciarlas con nitidez. Como el miedo, la angustia es ambivalente. Es presentimiento de lo insólito y expectativa de la novedad; vértigo de la nada y esperanza de una plenitud. Es a la vez temor y deseo. Kierkegaard, Dostoyevski y Nietzsche la han situado en el corazón de sus reflexiones filosóficas. Para Kierkegaard, que publicó en 1844 su obra sobre el Concepto de angustia, es el símbolo del destino humano, la expresión de su inquietud metafísica. Para nosotros, hombres del siglo XX, se ha convertido en la contrapartida de la libertad, en la emoción de lo posible. Porque liberarse equivale a abandonar la seguridad, a afrontar un riesgo.
La angustia es, por tanto, la característica de la condición humana y lo propio de un ser que se crea sin cesar. Devuelta al plano psíquico, la angustia, fenómeno natural en el hombre, motor de su evolución, es positiva cuando prevé amenazas que, no por ser todavía imprecisas, son menos reales. Estimula entonces la movilización del ser. Pero una aprensión demasiado prolongada también puede crear un estado de desorientación y de inadaptación, una ceguera afectiva, una proliferación peligrosa de lo imaginario, desencadenar un mecanismo involutivo por!a instalación de un clima interior de inseguridad. Es sobre todo peligrosa bajo, la forma de angustia culpable. Porque el sujeto vuelve entonces contra sí las fuerzas que deberían movilizarse contra agresiones exteriores y se convierte a sí mismo en su principal objeto de temor. Debido a que es imposible conservar el equilibrio interno afrontando durante mucho tiempo una angustia flotante, infinita e indefinible, al hombre le resulta necesario transformarla y fragmentarla en miedos precisos de alguna cosa o de alguien.
"El espíritu humano fabrica permanentemente el miedo" 76 para evitar una angustia morbosa que desembocaría en la abolición del yo. Es este proceso el que encontraremos en etapas concretas de una civilización. En una secuencia larga de traumatismo colectivo, Occidente ha vencido la angustia "nombrando", es decir, identificando, incluso "fabricando" miedos particulares. A la distinción fundamental entre miedo y angustia que proporcionará, por tanto, una de las claves del presente libro, conviene añadir, sin pretender ser exhaustivos, otros enfoques complementarios gracias a los cuales el análisis de los casos individuales ayuda a comprender las actitudes colectivas.
Desde 1958, la teoría de la "vinculación" 77, como superación del psicoanálisis freudiano, ha puesto en evidencia que el vínculo entre el niño y la madre no es el resultado de una satisfacción a la vez nutritiva y sexual ni la consecuencia de una dependencia emocional del bebé respecto a su madre. Esta "vinculación" es anterior, primaria. Es también la prueba más segura de una tendencia original y permanente a buscar la relación con otro. La naturaleza social del hombre aparece desde ese momento como un hecho biológico, y es en ese subsuelo profundo donde se hundirían las raíces de su afectividad. Un niño al que le hubieran faltado el amor materno y/o los vínculos normales con el grupo de que forma parte corre el riesgo de estar inadaptado y vivir, en el fondo de sí mismo, con un sentimiento profundo de inseguridad, al no haber podido realizar su vocación de "ser en relación". Ahora bien, G. Bouthoul observa que el sentimiento de inseguridad -"el complejo de Damocles"- es causa de agresividad 78. Esta constatación nos da ocasión para un nuevo paso de lo singular a lo plural.
Las colectividades mal amadas de la historia son comparables a niños privados de amor materno y, \en cualquier caso, se hallan situadas fuera de las puertas de la sociedad; por eso se convierten en clases peligrosas. A largo o a corto plazo es, por tanto, una actitud suicida por parte de un grupo dominante aparcar una categoría de dominados en el inconfort material y psíquico. Este rechazo del amor y de la "relación" no puede dejar de engendrar miedo y odio. Los vagabundos del Antiguo Régimen, que eran unos "deslocalizados", arrojados fuera de los marcos sociales, provocaron en 1789 el "Gran Miedo" de los que poseían, incluso de los modestos, y por una consecuencia inesperada, el hundimiento de los privilegios jurídicos en que estaba fundada la monarquía. La política del apartheid, cuyo nombre mismo expresa el rechazo consciente y sistemático del amor y de la "relación", ha creado en el sur de África auténticos polvorines, cuya explosión amenaza con ser terrible. Y el drama palestino, ¿no reside en que cada uno de los dos interlocutores quiere excluir al otro de una tierra y de un arraigo que, por desgracia, son comunes a ambos?
A partir de ese momento se verifica en el plano colectivo lo que resulta evidente en el plano individual: a saber, el vínculo entre miedo y angustia, de un lado, y agresividad, del otro. Pero el historiador encuentra aquí una pregunta inmensa: las causas de la violencia humana, ¿son antropológicas o sociales? Hace ya cincuenta y nueve años, cuando en 1916 escribió por primera vez sobre la agresividad, planteándola como distinta de la sexualidad, Freud la había planteado ya. Presentó luego (1920) su teoría del "instinto de muerte" en Más allá del principio del placer.
La agresividad, que encuentra en el eros su eterno antagonista, era descrita allí como una desviación de la energía del instinto de muerte desviada a su vez del yo contra el que al principio iba dirigida. Freud recuperaba de este modo las antiguas mitologías y metafísicas orientales que situaban la lucha entre el amor y el odio en los orígenes del universo. Su nueva teoría no podía sino conducirle a enfoques pesimistas sobre el porvenir de la humanidad a pesar de algunas palabras de esperanza colocadas al final de Malestar en la civilización. Porque fundamentalmente pensaba, o bien que la agresividad no es reprimida, y entonces se dirige hacia otros grupos o hacia personas exteriores al grupo -de ahí las guerras y las persecuciones-. O bien es reprimida, pero en su lugar aparece una culpabilidad desastrosa para los individuos.
Esta concepción se considera frecuentemente como una desviación del pensamiento de Freud, y muchos psicólogos jamás la han aceptado. Pero, siguiendo otro camino, K. Lorenz y sus alumnos también se han visto llevados a plantear la existencia de una agresividad innata en todo el reino animal 79. Para ellos, existe un instinto de combate en el cerebro, incluido el del hombre; que asegura el progreso de las especies y la victoria de los más fuertes sobre los más débiles. Tal instinto daría cuenta del struggle for life darwiniano; sería necesario para estas "grandes constructoras" del mundo viviente que son la selección y la mutación. En sentido contrario, W. Reich, distinguiendo la agresividad natural y espontánea al servicio de la vida de la producida por las inhibiciones -esencialmente sexuales-, ha negado la existencia de un instinto destructivo primario y referido todo el thanatos a la agresividad por inhibición 80.
Con mayor amplitud, J. Dollard y sus colaboradores han tratado de mostrar que toda agresividad encuentra su origen en una frustración: no sería más que un medio para franquear los obstáculos que se oponen a la satisfacción de una necesidad instintiva 81. En este segundo tipo de hipótesis, la agresividad humana no sería un instinto como el apetito sexual, el hambre y la sed; no resultaría de una programación genética del cerebro, sino solamente de adquisiciones y de aberraciones corregibles. La espantosa sucesión de guerras que han escandido la historia humana parece darles la razón a quienes creen en un instinto de muerte. Sin embargo, se ha objetado a K. Lorenz que la agresividad intraespecífica, si no está ausente, al menos resulta poco frecuente entre los animales. Los combates entre machos en el momento del celo o por la posesión de un territorio raramente terminan con la muerte del vencido.
Estas violencias mesuradas tienen por función establecer jerarquías y la supervivencia del grupo en el entorno. No obstante, el punto de vista de Dollard también es, sin duda, demasiado esquemático. ¿No sería mejor distinguir, con A. Storre y E. Fromm, entre la agresión como "pulsión motriz" hacia el dominio del entorno, a la vez deseable y necesaria para la supervivencia, y la agresión como "hostilidad destructora"? 82. Porque existen poblaciones pacíficas (por ejemplo, los esquimales del ártico central canadiense) en las que el espíritu de iniciativa, es decir, la agresividad en su sentido positivo, no adopta el comportamiento maligno de una voluntad de destruir.
En esta línea de investigación, los análisis que se encontrarán en los capítulos consagrados a las sediciones del pasado parecen probar suficientemente un vínculo entre destructividad y frustraciones, pero no sólo en el sentido sexual caro a W. Reich. Las inhibiciones, carencias de afecto, represiones, fracasos, sufridos por un grupo acumulan en él cargas de rencor susceptibles un día de explotar, lo mismo que en el plano individual el miedo o la angustia liberan y movilizan en el organismo fuerzas inhabituales. Éstas se vuelven entonces disponibles para responder a la agresión que asalta al sujeto (a salvo de volverse contra él en el caso de un traumatismo superior a sus fuerzas).
La fisiología de la reacción de alarma muestra, en efecto, que después de la recepción de la perturbación emocional por el sistema límbico y la región hipocámpica que desencadenan los intermitentes de alerta, el hipotálamo y el rinencéfalo, zonas de orientación en relación con todo el sistema nervioso y endocrínico, disparan en el cuerpo los impulsos que deben permitir una reacción de fuerza. La liberación de adrenalina, la aceleración del corazón, la redistribución vascular en provecho de los músculos, la contracción del bazo, la vasoconstricción espláncnica, ponen en circulación un mayor número de vectores de oxígeno que hacen posible un gasto físico (fuga o lucha) más fuerte. La liberación de azúcar y de grasa en la sangre actúa en el mismo sentido, aportando un substrato energético inmediatamente utilizable para el esfuerzo. A esta primera respuesta, inmediata y breve, sucede una segunda respuesta, constituida por la descarga de hormonas corticotropas.
Éstas, por su acción glicogenética, permiten asegurar el relevo energético necesario para la prosecución de la actividad física y proporcionan un estimulante suplementario. Estos recuerdos de la fisiología individual no son, sin duda, inútiles para comprender los fenómenos colectivos.
¿Cómo las agresiones sufridas por los grupos podrían no provocar, sobre todo si se suman o se repiten con demasiada intensidad, movilizaciones de energía? Y éstas deben traducirse, lógicamente, bien por pánicos, bien por revueltas, bien, si no conducen a exteriorizaciones inmediatas, por la instalación de un clima de ansiedad, de neurosis incluso, capaz por sí mismo de resolverse más tarde en explosiones violentas o en persecuciones de chivos expiatorios.
El clima de "malestar" en el que Occidente vivió desde la peste negra a las guerras de religión puede ser aprehendido todavía gracias a un test utilizado por los psiquíatras especialistas de la infancia y que ellos llaman Test del país del miedo y del país de la alegría. Cuando se trata del primero, llevan al niño a decir su angustia -este término general es más idóneo aquí que el de miedo- con ayuda de frases y, sobre todo, de dibujos que se reagrupan en cuatro categorías: agresión, inseguridad, abandono y muerte 83.
Los símbolos que expresan y pueblan esté "país del miedo", o bien son de carácter cósmico (cataclismos), o están sacados del bestiario (lobos, dragones, lechuzas, etc.), o bien se toman del arsenal de objetos maléficos (instrumentos de suplicio, ataúdes, cementerios), o se sacan del universo de los seres agresivos (verdugos, diablos, espectros). Presentar aquí, aunque sólo sea sucintamente, este test basta para mostrar que; en el plano colectivo, proporciona una red de lectura de la época de turbación estudiada en la presente obra (y sin duda también de la nuestra, que en este punto puede comparársele).
En efecto, la iconografía, desde la época del gótico florido hasta la del manierismo, ha expresado incansablemente y con una delectación morbosa esos cuatro componentes de la angustia identificados por los test modernos, que, por otra parte, están inspirados en esa misma inquietante imaginería (así el T. A. T.). La agresión, temida y saboreada a la vez, proporciona el tema tanto de Dulle Griet, "Margot la rabiosa", de Brueghel, como de las múltiples Tentaciones de San Antonio y las innumerables escenas de mártires ofrecidos a la vista de los cristianos de la época. La Edad Media clásica no había insistido tanto sobre los sufrimientos de los supliciados. Los confesores de la fe se representaban por regla general bajo un aspecto triunfal. Además, los pequeños compartimentos de las vidrieras donde se contaba su fin trágico apenas si podían actuar sobre las imaginaciones. Pero luego el clima se deterioró y el hombre de Occidente disfrutó una extraña delectación en representar la agonía victoriosa de los torturados.
La Leyenda áurea, los misterios representados ante las multitudes y el arte religioso bajo todas sus formas popularizan con mil refinamientos la flagelación y la agonía de Jesús -pensemos en el Cristo verdoso y acribillado a heridas de Issenheim-, la degollación de san Juan Bautista, la lapidación de san Esteban, la muerte de san Sebastián atravesado a flechazos y de san Lorenzo asado en una parrilla 84. La pintura manierista, al acecho de espectáculos malsanos, transmite a los artistas contemporáneos de la Reforma católica ese gusto por la sangre y por las imágenes violentas heredado de la edad gótica que concluye. Indudablemente, nunca se pintaron en las iglesias tantas escenas de mártires, no menos obsesivas por el formato de la imagen que por el lujo de detalles, como entre 1400 y 1650.
Los fieles no tuvieron otra dificultad que la de tener que elegir: se les presentó a santa Águeda con los senos cortados, a santa Martina con el rostro ensangrentado por garfios de hierro, a san Lievin con la lengua arrancada y arrojada a los perros, a san Bartolomé despellejado, a san Vital al que entierran vivo, a san Erasmo con los intestinos fuera. Todas estas representaciones, ¿no expresan conjuntamente un discurso homogéneo que expresa a la vez la violencia sufrida por una civilización y la venganza soñada? Y, además, ¿no constituyen en el plano colectivo una verificación de lo que los psiquiatras que estudian los miedos individuales han llamado la "objetivación"?
G. Delpierre escribe a este respecto: Un... efecto del miedo es la objetivación. Por ejemplo, en el miedo a la violencia, el hombre, en lugar de arrojarse a la lucha o rehuirla, se satisface mirándola desde fuera. Saca placer de escribir, leer, oír, contar historias de batallas. Asiste con cierta pasión a las carreras peligrosas, a los combates de boxeo, a las corridas de toros. El instinto combativo se ha desplazado sobre el objeto 85. Al historiador corresponde realizar la doble transposición de lo singular a lo plural y de lo actual a lo pasado.
En cuanto al sentimiento de inseguridad, pariente cercano de un temor al abandono, ¿no está explicitado por los innumerables juicios finales y las evocaciones del infierno que han acosado la imaginación de los pintores, de los predicadores, de los teólogos y de los autores de artes moriendi? ¿No fue acaso porque temía ser arrojado a las llamas eternas por lo que Lutero se refugió en la doctrina de la justificación por la fe? Pero los temas de la agresión, de la inseguridad y del abandono tienen por inevitable corolario el de la muerte. Y la obsesión de ésta ha estado omnipresente en las imágenes y las palabras de los europeos en el inicio de los tiempos modernos: tanto en las danzas macabras como en el Triunfo de la muerte de Brueghel, en los Ensayos de Montaigne como en el teatro de Shakespeare, en los poemas de Ronsard como en los procesos de brujería: otras tantas luces sobre una angustia colectiva y sobre una civilización que se sintió frágil, mientras que una tradición demasiado simplista sólo retuvo durante mucho tiempo el éxito del Renacimiento.
Fragilidad, ¿por qué? La inversión de la coyuntura que se produjo en Europa en el siglo XIV es ahora bien conocida: la peste vuelve a aparecer entonces con estruendo -seguido de una larga presencia-, al mismo tiempo que se inicia un repliegue agrícola, las condiciones climáticas se degradan y las malas cosechas se multiplican. Revueltas rurales y urbanas, guerras civiles y extranjeras devastan en los siglos XIV y XV un Occidente más abierto que antes a las epidemias y a las carestías. A estas desgracias en cadena se añade la amenaza cada vez más precisa del peligro turco y del Gran Cisma (1378-1417), que a los hombres de iglesia les pareció "el escándalo de los escándalos". Desde luego, la situación demográfica y económica de Europa se rehizo a finales del siglo XV y durante el XVI.
Pero, por un lado, pestes y carestías continuaron haciendo estragos periódicamente sobre la población, ahora en estado de alerta biológica; y, por otro, los turcos acentuaron hasta Lepanto (1571) su presión, mientras la rotura provisional del Gran Cisma, remediada durante un momento, se abría de nuevo con más fuerza que nunca con la Reforma protestante. El estallido de la nebulosa cristiana incrementó desde entonces, al menos durante cierto tiempo, la agresividad intraeuropea, es decir, el miedo que los cristianos de Occidente tuvieron unos de otros.
4. ¿QUIÉN TENÍA MIEDO DE QUÉ?
Las generalizaciones precedentes, por útiles que sean para descubrir un panorama de conjunto, no son, sin embargo, plenamente satisfactorias. Por eso, ¿hay que proseguir el análisis y plantearse la cuestión: quién tenía miedo de qué? Pero, a su vez, esta pregunta encierra un peligro: el de una atomización de la búsqueda y de sus resultados. La solución parece residir, por tanto, en la definición de un término medio entre los excesos de la simplificación y el estallido del paisaje general en una multitud de elementos dispares. Y este término medio viene sugerido por el inventario mismo de los miedos que encontramos durante el camino y que hará que aparezcan dos niveles distintos de investigación: el primero a ras del suelo, el segundo a mayor altitud social y cultural.
¿Quién tenía miedo del mar? Todo el mundo o casi todo el mundo. Pero, ¿quién tenía miedo de los turcos? ¿Los campesinos del Rouergue o de Escocia? Es dudoso. Pero sí la Iglesia docente: el papa, las órdenes religiosas, Erasmo y Lutero. En cuanto al diablo de los campos, fue menos terrorífico y más bonachón durante mucho tiempo que el de los predicadores. De ahí la necesidad de dos investigaciones, a la vez distintas y complementarias.
La primera ilustrará miedos espontáneos, sentidos por amplias capas de la población; la segunda, los miedos reflejos; es decir, los derivados de una pregunta sobre la desgracia dirigida por los directores de conciencia de la colectividad, por tanto, ante todo, por los hombres de la Iglesia.
Los miedos espontáneos se reparten a su vez, bastante naturalmente, en dos grupos. Unos eran, en cierto modo, permanentes, vinculados a la vez a cierto nivel técnico y al utillaje mental que le correspondía: miedo al mar, a las estrellas, a los presagios, a los aparecidos, etc.
Los otros eran casi cíclicos, y aparecían periódicamente con las pestes, las carestías, los aumentos de impuestos y el paso de los guerreros. Los miedos permanentes eran compartidos la mayoría de las veces por individuos que pertenecían a todas las categorías sociales (así Ronsard temblaba ante los gatos 86); los miedos cíclicos podían, bien alcanzar a la totalidad de una población (durante una peste), bien perturbar sólo a los pobres, en caso de carestía, por ejemplo. Pero los pobres de antaño eran muy numerosos. Ahora bien, la acumulación de las agresiones que golpearon a las poblaciones de Occidente desde 1384 hasta principios del siglo XVII creó, de arriba abajo del cuerpo social, un estremecimiento psíquico profundo del que son testigos todos los lenguajes de la época -palabras e imágenes-.
Se constituye un "país del miedo", en cuyo interior una civilización se sintió "a disgusto" y lo pobló de fantasmas morbosos. Esta angustia, al prolongarse, amenazaba con disgregar una sociedad del mismo modo que puede cuartear a un individuo sometido a repetidos stress. Podía provocar en ella fenómenos de inadaptación, una regresión del pensamiento y de la afectividad, una multiplicación de las fobias, introducir en ella una dosis excesiva de negatividad y de desesperación. En este aspecto resulta revelador ver con qué insistencia libros de piedad y sermones combatieron entre los cristianos la tentación del desaliento en las cercanías de la muerte: prueba de que este vértigo de la desesperación existió con toda nitidez en una escala bastante amplia y que muchas gentes experimentaron un sentimiento de impotencia frente a un enemigo tan temible como Satán. Pero, precisamente, los hombres de Iglesia designaron y desenmascararon a este adversario de los hombres.
Hicieron el inventario de los males que es capaz de provocar, y la lista de sus agentes: los turcos, los judíos, los herejes, las mujeres (especialmente las brujas). Partieron a la búsqueda del Anticristo, anunciaron el Juicio Final, prueba terrible, desde luego, pero que al mismo tiempo sería el fin del mal sobre la tierra. Una amenaza global de muerte resulta segmentada de este modo en miedos, temibles con toda seguridad, pero "nombrados" y explicados, dado que habían sido pensados y clarificados por los hombres de Iglesia. Esta enunciación designaba peligros y adversarios contra los cuales el combate, si no fácil, era al menos posible, con la ayuda de la gracia de Dios.
El discurso eclesiástico reducido a lo esencial fue, en efecto, el siguiente: los lobos, el mar, las estrellas, las pestes, las carestías y las guerras son menos temibles que el demonio y-el pecado, y la muerte del cuerpo menos que la del alma. Desenmascarar a Satán y a sus agentes y luchar contra el pecado era, además, disminuir en la tierra la dosis de las desgracias que realmente él causaba. Esta denuncia pretendía, por tanto, ser una liberación, a pesar de, o más bien a causa de, todas las amenazas que hacía pesar sobre los enemigos de Dios emboscados fuera de sus escondrijos.
En una atmósfera obsesiva, fue presentada como una salvación por la Inquisición. Ésta orientó sus temibles investigaciones en dos fundamentales direcciones: por un lado, hacia los chivos expiatorios que todo el mundo conocía, al menos de nombre, herejes, brujas, turcos, judíos, etc.; por otro lado, hacia cada uno de los cristianos, ya que Satán jugaba su papel, en efecto, en los dos lados y cualquiera podría, si no tenía cuidado, convertirse además en un agente del demonio. De ahí la necesidad de cierto miedo a uno mismo. Esta invitación autoritaria a la introspección no dejó de conducir en casos particulares a situaciones neuróticas. Pero, dado que una angustia culpable amenazaba con instalarse en las almas demasiado escrupulosas, moralistas y confesores trataron de apartarlas del remordimiento -obsesión del pasado y fuente de desesperación- hacia el arrepentimiento que se abre al futuro.
Por otro lado, cuando la población entera de una ciudad, durante una peste, pedía gracia durante el curso de una procesión expiatoria, encontraba en ese paso razones de esperar para este mundo y para el otro. Tener miedo de sí mismo era, en última instancia, tener miedo de Satán. Y Satán es menos fuerte que Dios. Así los directores de conciencia de Occidente, poniendo en práctica una pedagogía de choque, se esforzaron por sustituir por los miedos teológicos la pesada angustia colectiva resultante de los stress acumulados. Realizaron una clasificación entre los peligros y designaron las amenazas esenciales; es decir, aquellas que les parecieron tales, si se tiene en cuenta su formación religiosa y su poder en la sociedad. Esta tensión en un combate incesante contra el enemigo del género humano tenía de todo, menos de serenidad; y el inventario de los miedos sentidos por la Iglesia, y que ella trató de hacer compartir a las poblaciones, sustituyéndolos por miedos más viscerales, pone de relieve dos hechos esenciales no suficientemente observados.
En primer lugar, una intrusión masiva de la teología en la vida cotidiana de la civilización occidental (en la época clásica, invadirá tanto los testamentos de modestos artesanos como la gran literatura, inagotable sobre el tema de la gracia); luego, que la cultura del Renacimiento se sintió más frágil de lo que nosotros, de lejos y porque por último terminó triunfando brillantemente, nos la imaginamos hoy día. La identificación de los dos niveles de miedo conduce de este modo a poner frente a frente dos culturas, cada una de las cuales amenazaba a la otra, y nos explica el vigor con que no solamente la Iglesia, sino el Estado (estrechamente vinculado a ella), reaccionaron en un período de peligro contra aquello que a la élite le pareció una amenaza de cerco por una civilización rural y pagana, calificada de satánica.
En suma, la distinción entre los dos niveles de temor será para nosotros un instrumento metodológico esencial para penetrar en el interior de una mentalidad de asedio que marcó la historia europea al principio de los tiempos modernos, pero que unos cortes cronológicos artificiales y el término seductor de "Renacimiento" han ocultado durante demasiado tiempo. Existe, no obstante, el peligro de caer en el exceso inverso y de convertirnos en prisioneros de un tema y una óptica que oscurecerían más allá de lo verosímil la realidad de antaño. De ahí un tercer momento en nuestra marcha: el que nos hará descubrir los caminos utilizados por nuestros antepasados para salir del país del miedo.
A estos caminos saludables les daremos tres nombres: olvidos, remedios y audacias. De los países de jauja a los fervores místicos, pasando por la protección de los ángeles guardianes y la de San José, "patrón de la buena muerte", recorreremos, en definitiva, un universo tranquilizador donde el hombre se libera del miedo y se abre a la alegría. De este proyecto, enunciado aquí en su totalidad, sólo se encontrará en el presente libro una realización parcial. El miedo a sí mismo y la salida del país del miedo ocuparán un segundo volumen, en curso de redacción. Pero me ha parecido necesario en esta introducción general dar a conocer también las etapas ulteriores de mi itinerario a fin de ofrecer al lector una vista panorámica y coherente de éste. Además, el editor ha considerado que era preciso ofrecer al público, sin esperar a más, los resultados obtenidos en este inventario razonado de los miedos de antaño. Cediendo a sus solicitudes, he reagrupado, por tanto, los elementos de mi investigación, en el punto en que hoy se encuentra, en dos conjuntos:
a) "Los miedos de la mayoría";
b) "La cultura dirigente y el miedo" -que corresponden a los dos planos de investigación definidos más arriba.
El subtítulo del volumen, "Una ciudad sitiada", se refiere más especialmente al segundo de esos dos planos, siendo cierto que para acceder a éste era preciso haber explorado antes el primero. La síntesis intentada en esta obra y en la que la seguirá sólo podía realizarse mediante una historiografía de tipo cualitativo. Esa elección consciente y ese riesgo calculado no implican -¿debo subrayarlo?- ningún desprecio y ninguna crítica de los métodos cuantitativos que yo mismo he utilizado abundantemente en otras obras 87. Pero interminables cuantificaciones me habrían impedido aquí ver los conjuntos y habrían vuelto irrealizables enfoques de los que espero que surja el interés de mi propósito. "El método es precisamente la elección de los hechos", escribía H. Poincaré 88.
Por tanto, me esforzaré por convencer mediante la impregnación progresiva resultante de numerosas lecturas y la convergencia de los documentos y su consonancia en una realización sinfónica. Confesemos no obstante -honestidad elemental, pero confidencia necesaria- que detrás de este plan y este método se dibujan en filigrana una filosofía de la historia, una apuesta sobre el porvenir humano y, especialmente, la convicción de que los siglos no se repiten, que existe una inagotable e irreversible creatividad de la humanidad, y que ésta no dispone de modelos completamente hechos entre los que escoger según las épocas y los lugares. Creo, por el contrario, que en el curso de su peregrinación terrestre está constantemente llamada a cambiar de rumbo, a corregir su ruta, a inventar su itinerario en función de los obstáculos encontrados -frecuentemente creados por ella misma-. Lo que se trata de describir aquí, en cierto espacio y durante cierto tiempo, es ese rechazo del desaliento gracias al cual una civilización ha seguido adelante -no sin cometer probablemente crímenes odiosos- analizando sus miedos y superándolos.
A la confesión de una filosofía subyacente hay que añadir una confesión personal, motivada no por una vana preocupación de autobiografía, sino por el deseo de hacer comprender mejor mi intención. "Nada de investigación que no sea investigación de sí mismo y, en cierto grado, de introspección", escribe A. Besançon 89. Esta fórmula se aplica particularmente a mí investigación sobre el miedo. Yo tenía diez años. Una noche de marzo, un farmacéutico amigo de mis padres vino a charlar a casa: conversación distendida y risueña a la que no presto evidentemente sino una atención distraída, mientras jugaba a cierta distancia del círculo de adultos. No habría conservado ningún recuerdo de esa escena trivial si al día siguiente no hubieran ido a anunciar a mi padre la muerte súbita del farmacéutico, que no era viejo. Su mujer lo había encontrado muerto a su lado al despertarse.
Sentí un verdadero choque, mientras que la desaparición algunos meses antes de mi abuela paterna, que se había apagado a los ochenta y nueve años, no me había perturbado. Ése fue para mí el verdadero descubrimiento de la muerte y de su poder soberano. La evidencia se imponía: golpea a cualquier edad y a gentes de buena salud. Me sentí frágil, amenazado; un miedo visceral se instaló en mí. Estuve enfermo por ello más de tres meses, durante los cuales fui incapaz de ir a la escuela. Dos años más tarde estaba yo, como pensionista nuevo, en un colegio regentado por los salesianos. La mañana "del primer viernes de cada mes" que paso en ese establecimiento participo con mis compañeros en el ejercicio religioso que allí se consagra regularmente a las "letanías de la buena muerte". A cada una de las inquietantes secuencias nosotros respondemos "misericordioso Jesús, tened piedad de mí".
Este texto, propuesto a niños de doce años y que se leía cada mes, me ha sido remitido de nuevo, en estos últimos tiempos, por un religioso salesiano en una edición... de 1962 90. Creo necesario reproducirlo in extenso, añadiendo que era seguido por un Pater y un Ave "por aquel que muera el primero de nosotros": Señor Jesús, Corazón lleno de misericordia, me presento humildemente ante vos, lamentando mis pecados. Vengo para encomendaros mi última hora y lo que debe seguirla.
Cuando mis pies inmóviles indiquen que mi ruta en este mundo está a punto de acabarse, misericordioso Jesús, tened piedad de mí.
Cuando mis manos desfallecientes no tengan ya fuerza para estrechar el crucifijo bien-amado, misericordioso Jesús, tened piedad de mí.
Cuando mis labios pronuncien por última vez vuestro adorable Nombre, misericordioso Jesús, tened piedad de mí.
Cuando mi rostro, pálido y sumido por el sufrimiento, provoque la compasión, y los sudores de mi frente hagan prever mis últimos instantes, misericordioso Jesús, tened piedad de mí.
Cuando mis oídos, en adelante insensibles a las palabras humanas, se apresten a oír vuestra sentencia de Divino Juez, misericordioso Jesús, tened piedad de mí.
Cuando mi imaginación, agitada por sombrías visiones, me suma en la inquietud; cuando mi espíritu, turbado por el recuerdo de mis faltas y por el temor de vuestra Justicia, luche contra Satán que querrá hacerme dudar de vuestra infinita bondad, misericordioso Jesús, tened piedad de mí.
Cuando mi corazón agotado por el sufrimiento físico y moral conozca ese espanto de la muerte que frecuentemente han conocido las almas más santas, misericordioso Jesús, tened piedad de mí.
Cuando derrame mis últimas lágrimas, recibidlas en sacrificio de expiación por todas las faltas de mi vida, unidas a las lágrimas que derramasteis en la cruz, misericordioso Jesús, tened piedad de mí.
Cuando mis padres y mis amigos, reunidos a mí alrededor, se esfuercen por aliviarme y os invoquen por mí, misericordioso Jesús, tened piedad de mí.
Cuando haya perdido el uso de todos mis sentidos, cuando el mundo entero haya desaparecido para mí, y cuando esté en el trance de la agonía, misericordioso Jesús, tened piedad de mí.
Cuando mi alma abandone mi cuerpo, aceptad mi muerte como el supremo testimonio hecho a vuestro Amor salvador, que ha querido sufrir por mí esa dolorosa ruptura, misericordioso Jesús, tened piedad de mí.
Por último, cuando aparezca ante vos y vea por primera vez el resplandor de vuestra Majestad y de vuestra Dulzura, no me rechacéis delante de vuestro Rostro: dignaos unirme a vos para siempre a fin de que cante eternamente vuestras alabanzas, misericordioso Jesús, tened piedad de mí. Oración: Oh Dios Padre nuestro, vos nos habéis ocultado providencialmente el día y la hora de nuestra muerte, para invitarnos a estar siempre preparados a ella. ¡Concededme morir amándoos, y para esto vivir cada día en estado de gracia a cualquier precio! Os lo pido por Nuestro Señor Jesucristo vuestro Hijo y mi Salvador. R. Amén.
En varias ocasiones me ha ocurrido leer estas letanías a estudiantes de ambos sexos, de una veintena de años que se han quedado estupefactos: prueba de un cambio rápido y profundo de mentalidades de una generación a otra. Habiendo envejecido tras una larga actualidad, esta plegaria para una buena muerte se ha convertido en documento de historia en la medida en que refleja una larga tradición de pedagogía religiosa. Por lo demás no era más que una recuperación dialogada de una meditación sobre la muerte escrita por don Bosco en una obra destinada a los niños de sus escuelas y titulada La juventud instruida. Detrás de estas letanías dramáticas se adivina el Dies irae, innumerables Artes moriendi y otros Pensáoslo bien y toda una iconografía donde, a lo largo de los siglos, se han unido danzas macabras, Juicios finales, comuniones a los agonizantes (por ejemplo, la de San José de Calasanz de Goya) 91 y oleadas de imágenes piadosas distribuidas durante las misiones.
Culpabilización y pastoral del miedo -sobre las que insistiré en el segundo volumen y que han contado tanto en la historia occidental- encuentran en los textos salesianos que acaban de leerse una última y contundente ilustración. Para sorprender mejor al cristiano y conducirle con mayor seguridad a la penitencia, se le hacía de los últimos momentos del hombre una descripción que no es forzosamente exacta. Porque existen finales serenos. La morbosidad no está, indudablemente, ausente de esas evocaciones demasiado recargadas. Pero más me sorprende todavía la voluntad pedagógica de reforzar, en el espíritu de los recitadores, el necesario miedo al juicio mediante obsesivas imágenes de agonía. Por traumatizante y turbador que fuese, este discurso religioso sobre la muerte que oí regularmente todos los meses durante dos años escolares (por tanto, para mí, de los doce a los catorce años) me reveló un mensaje que ilumina un panorama histórico muy amplio: para la Iglesia, el sufrimiento y la aniquilación (provisional) del cuerpo son menos temibles que el pecado y el infierno.
El hombre no puede nada contra la muerte, pero -con la ayuda de Dios- le es posible evitar las penas eternas. A partir de entonces, un miedo -teológico- sustituía a otro que era anterior, visceral y espontáneo: medicación heroica, medicación pese a todo, puesto que aportaba una salida allí donde no había otra cosa que el vacío. Tal fue la lección que los religiosos encargados de mi educación se esforzaron por enseñarme... y que constituye la clave de mi libro. Porque mientras yo construía el plan y ordenaba sus materiales quedé sorprendido al constatar que, a cuarenta años de distancia, volvía a iniciar el itinerario psicológico de mi infancia y que de nuevo recurría, bajo el amparo de una investigación historiográfica, a las etapas de mi miedo ante la muerte.
La marcha de esta obra en dos volúmenes repetirá en forma de transposición mi camino personal: mis terrores primeros, mis difíciles esfuerzos por habituarme al miedo, mis meditaciones de adolescente sobre los fines últimos y, en última instancia, una paciente búsqueda de la serenidad y de la alegría en la aceptación. La polémica suscitada por mi libro anterior, ¿Va a morir el cristianismo?, me lleva a hacer una precisión que debería ser inútil... pero que no lo es. La "ciudad sitiada" de que va a tratarse es, sobre todo, la Iglesia de los siglos XIV-XVII -pero la Iglesia en tanto que era poder-.
De ahí la necesidad de volver a las "dos lecturas" historiográficas propuestas en la obra vilipendiada por algunos. El tema que yo estudio en las páginas que siguen apenas remite a la caridad, a la piedad y a la belleza cristianas, que también han existido a pesar del miedo. Pero ¿había por eso una vez más que callar sobre éste? Es hora de que los cristianos dejen de tener miedo a la historia.
NOTAS
[1] Montaigne, Journal de voyage, ed. M. Rat, París, 1955, pags. 47-48.
[2] Pág. 61. Reed. de 1957.
[3] L. FEBVRE, «Pour l’histoire d’un sentiment: le besoin de sécurité», en Annales, E.S.C., 1956, pág. 244. Cf. también R. MANDROU, «Pour une histoire de la sensibilité», en Ibid., 1959, págs. 581-588. El pequeño libro de J. PALOU, La Peur dans l’histoire, París, 1958, concierne esencialmente al período posterior a 1789.
[4] G. DELPIERRE, La Peur et l’étre, Toulouse, 1974, pág. 7.
[5] FROISSART, Chroniques, ed. S. Luce, París, 1869, 1°, pág. 2.
[6] A. DE LA SALE, Jehan de Saintré, ed. f. Misrah y Ch. A. Knudson, Ginebra, 1965, págs. 29-30. Para todo lo que sigue, cf. mi artículo «Le Discours sur le courage et sur la peur á l’époque de Renaissance», en Revista de Historia (de Sao Paulo), núm. 100, 1974, págs. 147-160.
[7] Libro IV, canto LII.
[8] Sobre los informes relativos a la edición en el siglo xiv, en L. FEBVRE y H.- J. Martin, L’Apparition du Livre, París, 1958, págs. 429-432.
[9] Cf. Colection des chroniques nationales françaises, ed. J.-A. Bûcheron, París, 1826 y ss.: II, págs. 17-18.
[10] bid., XLII, págs. XXXV.
[11] Ed. G. Doutrepont y O. Dodogne, Bruselas, 1935-1937, I, pag. 207.
[12] La Tres joyeuse, plaisante et recreative hystoire du bon Chevalier sans paour et sans reproche, composee par le Loyal Serviteur, ed. M. Petitot, París, 1820, I serie, XVI, 2, pags. 133-134.
[13] Commynes, Memoires, ed. Calmette, 3 vols. París, 1924-1925, I, pags. 23- 26. C f. J. Dufournet, La Destruction des mythes dans les Memoires de Commynes, Ginebra, 1966, pag. 614
[14] La Très joyeuse... histoire du bon chevalier, 1, pág. 307.
[15] MONTAIGNE, Essais, I, cap. XVII («De la peur»), ed. A. Thibaudet, París, 1965, pág, 106. (Hay edición castellana, Madrid, 1985, Editorial Cátedra.)
[16] Ibid., II, cap. XXVII («Couardise, mère de la cruauté»), pág. 357. (Hay edición castellana, Madrid, 1985, Editorial Cátedra.)
[17] LA BRUYÈRE, Les Caracteres, («Des grands»), ed. R. Garapon, París, 1962, págs. 266-267.
[18] CERVANTES, Don Quijote, Edición de F. Rodríguez Marín, Clásicos Castellanos, Tomo II, pág. 88.
[19] TIRSO DE MOLINA, El burlador de Sevilla, ed. de Blanca de los Ríos, en Obras completas, Aguilar, Madrid, 1962, Tomo II, pág. 676.
[20] L’Ordre de chevalerie (1510), publicado en P. Allut, Étude his- torique et bibliographie sur S. Champier, Lyon, 1899, págs. 75-76.
[21] Thomas MORO, L’Utopie, ed. V. Stouvenel, París, 1945, pág. 75.
[22] Les Châtiments: «L’expiation».
[23] Rabelais, ed. de la Pléiade, París, 1952, Quart Livre, cap. XIX, pág. 617.
[24] SHAKESPEARE, Henry IV, 1.* parte (acto V, escena 1.ª), ed. Gar- Jiier, 1961, t. II, págs. 244-245. (Hay edición castellana, Barcelona, 1985, Vicens- Vives.)
[25] Cf. a este respecto A. JOUANNA, «La Notion d’honneur au XVI siècle», en Revue d'histoire moderne et contemporaine, oct.-dic., 1968, págs. 597-623.
[26] COMMYNES, Mémoires, ed. Calmette, I, págs. 32-33.
[27] MONTAIGNE, Essais, I, cap. XVIII, pág. 107.
[28] Ibid., I, cap. XVI, pág. 101.
[29] J. Burckhardt, La Civilisation de la Renaissance en Italie, ed. H. Schmitt y R. Klein, París, 1966, I, pags. 54-55.
[30] COMMYNES, Mémoires, VI, pág. 316.
[31] Ibid., págs. 288-291 y pág. 322.
[32] Ibid., pág. 316.
[33] Cf. sobre todo P. MURRAY-KENDALL, Louis XI, 1975, págs. 430-435.
[34] MONTAIGNE, Essais, II, cap. XI, pág. 54.
[35] E. DELANNOY, «La peur au combate», en Problémes, abril-mayo, 1961, pág. 72.
[36] E. DELANNOY, ibid. Cf. también J. DOLLARD, Fear in Battle, Yale, 1943.
[37] Cf. M. BELLET, La Peur ou la foi, París, 1967.
[38] Citado en F. GAMBIEZ, «La peur et la panique dans l’histoire», en Mémories et communications de la comission française d’histoire militaire, I,junio 1970, pág. 98.
[39] Interviú del guía Fernand Parreau, de Servoz.
[40] G. DELPIERRE, La Peur et l’être, pág. 27.
[41] Ibid., pág. 8.
[42] M. ORAISON, «Peur et religion», en Problèmes, abril-mayo de 1961, pág. 36. Cf. también, del mismo autor, Dépasser la peur, París, 972.
[43] J. P. SARTRE, Le Sursis, París, 1945, pág. 56. (Hay edición castellana, Madrid, 1983, Alianza.)
[44] CH. ODIER, L’Angoisse et la pensée magique, Neuchâtel-París, 1947, pág. 236.
[45] P. DIEL, «L’Origine et les formes de la peur», en Problèmes, abril- mayo de 1961, pág. 106.
[46] G. DELPIERRE, L’Etre et la peur, pág. 17.
[47] R. CAILLOIS, «Les masques de la peur chez les insectes», en Problèmes, abril-mayo de 1961, pág. 25.
[48] G. DELPIERRE, L’Etre et la peur, pág. 75.
[49] G. DE MAUPASSANT, Oeuvres complètes: Contes de la Bécasse, ed. 1908, pág. 75.
[50] DESCARTES, Les passions de l’âme, I, art. 174 y 176, ed. P. Mes- nard, s. d., págs. 115-116. (Hay edición castellana, Madrid, 1971, guilar.)
[51] G. SIMENON, Oeuvres complètes, 1967, I, Le Roman de l’homme, pág. 32.
[52] G. SOUSTELLE, «La 'maladie de la frayeur’ chez les Indiens du Mexique», en Gazette médicale de France, del 5 de julio de 1972, aginas 4252-4254.
[53] J.-B. THIERS, Traité des superstitions qui regardent les sacrements, ed. de Avignon, 1777, págs. 333 y 337.
[54] M. Oraison, Peur et religion, en Problemes, abril-mayo de 1961, pag. ≪ ≫ 38.
[55] G. DELPIERRE, La Peur et l’être, pág. 130.
[56] M.-A. SECHEHAYE, Journal d’une schizophrène, París, 1969, sobre todo pág. 19. [57] Ibid., pág. 21.
[58] E. ZOLA, La Debácle, París, 1892, págs. 64-65.
[59] P. SALMÓN, «Quelques divinités de la peur dans l’antiquité gréco- romaine», en Problèmes, abril-mayo de 1961, págs. 8-10 con referencias.
[60] R. Caillois, «Les masques de la peur chez les insectes», en ibid., pág. 22.
[61] L. KOCHNITZKY, «Masques africains véhicules de terreur», en ibid., págs. 61-62. [62] A. SAUVY, «Les peurs de l’homme dans le domaine économique et social», en ibid., pág. 17.
[63] G. Devereux, La psychanalyse et l’histoire. Une application a l’histoire ≪ de Sparte , en Annales, E.S.C., 1965, pags. 1844. ≫
[64] Mi más vivo agradecimiento a la Dra. Mme. Denise Pawlotsky- Mondange, directora de un centro médico-psicopedagógico de Rennes, por haber tenido a bien leer esta parte de mi introducción y aportarme sus observaciones.
[65] M. DOMMANGET, La Jacquerie, París, 1971, págs. 14-15.
[66] M. ELIADE, Histoire des croyances et des idées religieuses, París, 1976, I, pág. 80. (Hay edición castellana, Madrid, 1978, Cristiandad.)
[67] Véase de nuevo G. DELPIERRE, La Peur et l’être, págs. 47-54.
[68] Cf. G. LE BON, La Révolution française et la psychologie des foules, París, 1925, y Psychologie des foules, París, reed. de 1947. Cf. también G. HEUYER, Psychoses collectives et suicides collectifs, París, 1973.
[69] F. GAMBIEZ, «La peur et la panique...», pág. 102.
[70] Véase más adelante, cap. V.
[71] F. Antonini, L’homme furieux: l’agressivité collective, París, 1970, págs. 125-126.
[72] R. MANDROU, Magistrats et sorciers en France au XVIIesiècle, París, 1968, especialmente la conclusion.
[73] He utilizado, sobre todo, ademas de las obras ya citadas , J. Boutonnier , Contribution a la psychologie et a la metaphysique de l’angoisse, París, 1945, obra fundamental ; Ch. Odier , L’Angoisse et la pensee magique, Neuchatel-
París, 1947; P. Diel , La Peur et l’angoisse, phenomene central de la vie et de son evolution, París, 1956; J. Lacroix , Les Sentiments et la vie morale, París, 1968; el Dictionnaire de la douleur, por Fr . L hermite, etc., publicado por los Laboratorios Roussel, París, 1974; la plaquette titulada L’Anxiete: de quelques metamorphoses de la peur, publicada por los Laboratorios Diamant, primer trimestre de 1975; C. Sphyras L’Anxiete et son traitement , en la ≪ ≫ Provence medicale, marzo de 1975, pags . 11-14; A. Soulairac , ≪ Stressetemotion , en Sciences et avenir, número especial: ≫ Cerveau et comportement , 1976, pagin a 27 ≪ ≫
[74] Dictionnaire de la douleur, art. «Douleur morale».
[75] Y no sólo el lenguaje corriente. En un estudio médico leemos: «La angustia y la ansiedad son, ambas, manifestaciones emocionales que traducen un sentimiento de miedo», L’Anxiété, pág. 8.
[76] G. Delpierre, La Peur et l’etre, pag. 15.
[77] Cf. especialmente R. ZAZZO y otros autores, L’Attachement, obra colectiva, Neuchâtel, 1974.
[78] G; Bouthoul, Traité de polémologie, París, 1970, págs. 428-431.
[79] K. Lorenz, L’Agression. Une histoire naturelle du mal, París, 1969; Essais sur le comportement animal et humain, París, 1970, y L’Envers du miroir. Une histoire naturelle de la connaissance, París, 1976. Las mismas tesis, en I. Eibl- Eibesfeld, L’Homme programme, París, 1976. Respecto a este debate, cf. también la revista internacional Agressologie, publicada por H. Labority A .Adler, Connaissance de l’homme, París, 1955; F. Antonini L’Homme furieux...
[80] Cf. sobre todo W. REICH, La Psychologie de masse du fascisme, París, 1972.
[81] Cf. sobre todo J. Dollard y N. E. Miller, Personality and Psychotherapy, Nueva York, 1950.
[82] A. STORR, L’Instinct de destruction, París, 1973, pag. 20. E. FROMM, La Passion de détruire, París, 1976.
[83] G. DELPIERRE, La Peur et l’être, págs. 31-45.
[84] E. Male, L’Art religieux de la fin du Moyen Age en France, París, 1931, pag. 154 y ss. L’Art religieux apres le concile de Trente, París, 1932, pag. 147 y ss.
[85 ]G. Delpierre, La Peur et l’etre, pags. 55-56.
[86] RONSARD, ed. G. COHEN, Oeuvres complètes (La Pléiade), 1950, II, pág. 334 (primer libro de los Poèmes: «Ningún hombre vivo hay que odie tanto en el mundo / a los gatos como yo con un odio profundo. / Odio sus ojos, su frente y su mirada. / Y al verlos me escapo a otra parte, / temblándome los nervios, las venas y el miembro...». Cf. H. Naïs, Les Animaux dans la poésie française de la Renaissance, París, 1961, págs. 594-595.
[87] Sobre todo Vie économique et sociale de Rome dans la seconde moitié du XVIesiècle, 2 vols., París, 1957-1959 (resumido en Rome au XVIesiècle, París, 1975), y en L’Alun de Rome, París, 1962.
[88] Citado por G. Devereux, «La psychanalyse appliquée à l’histoire», en Annales, E.S.C., 1965, pág. 18.
[89] A. Besançon, Histoire et expérience du moi, París, 1971, pág. 66.
[90] Prier et vivre en fils de Dieu (ed. salesianas), pags. 304-307. Doy las gracias al padre Emile Bourdon que me ha proporcionado este texto cuyo recuerdo me perseguía desde la infancia.
[91] Iglesia de San Antón, Madrid.
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