La democracia entendida como horizonte existencial y no sólo como sistema político. Ese horizonte democrático en el que todo se devalúa y desacraliza; pero cuyo abismo es, paradójicamente, el mismo sobre el que se alza el mundo y viven los hombres desde siempre abocados a la muerte.
Donde «democrático» no tiene casi nada que ver con elecciones, partidos, politiquerías… Donde lo tiene todo que ver con nuestros tiempos en los que nada reviste sentido, grandeza o valor.
Donde, entre las ruinas de un mundo delicuescente, se entreabre la posibilidad de «un nuevo comienzo».
Donde la libertad, permitiéndolo todo y no afianzando nada, aboca tanto al desvanecimiento como al posible fulgor de todo.
Donde sólo un dios —un muy extraño dios: poético, imaginario— puede salvarnos.
Donde belleza e incandescencia —del mundo, de la naturaleza y de la escritura— alcanzan en este libro toda su plasmación.
El abismo del que se trata es doble. Es, por un lado, el abismo de esa atmósfera mohosa, fangosa que nos invade; pero es también el otro: el abismo de la existencia que siempre ha estado ahí, pero que por primera vez en la historia aparece desnudo, al descubierto. Danzando sobre él se sostiene, poderoso y hermoso, el mundo.
De ese otro abismo, del abismo fundador sobre el que estamos sentados, tanto si lo contemplamos como si lo encubrimos, nos habla el Zaratustra de Nietzsche:
Quien ve el abismo con orgullo, quien lo ve con ojos de águila, quien se aferra al abismo con garras de león: ése tiene valor.
¿Cómo iban a ver semejante abismo los hombres menos orgullosos y más cobardes de toda la historia, los hombres con ojos de gallina y garras de ratón?
Hoy por hoy no lo ven. O mejor dicho, verlo, sí que lo ven: tanto que, despavoridos, huyen de él.
Hacer que un día lo vean cara a cara, se aferren a su borde y dancen sobre él: he ahí la tarea, he ahí la esperanza.
Preguntémonos:
Toda nuestra degeneración, ¿no sería acaso como la cuota que nos toca pagar al mal mientras abonamos otra al bien (pero ¿cuál?): nosotros, los hombres que más diques y murallas hemos derrumbado de toda la historia; nosotros, los que más febrilmente hemos buscado, innovado; nosotros, los únicos capaces de dar muerte a Dios —antes de dárnosla quizás a nosotros mismos?
«Nosotros, los nuevos…», me acordé entonces de Nietzsche.
Nosotros, los que carecemos de nombre, los difíciles de entender; nosotros, partos prematuros de un futuro no verificado aún: nosotros tenemos como el sentimiento de que se extiende ante nuestros ojos una tierra aún no descubierta, un mundo tan extraordinariamente rico en cosas bellas, extrañas, problemáticas, terribles y divinas, que tanto nuestra curiosidad como nuestra sed de poseer están fuera de sí.[1]
Ante nosotros, los más nuevos de los hombres… Pero los más viejos también: los que más historia y más siglos cargamos sobre las espaldas; nosotros, iluminados por más obras maestras que todos nuestros antepasados juntos; nosotros, cuya historia está trenzada por mil transformaciones y revoluciones, mil sueños y quimeras, mil grandezas y miserias…; nosotros que, cuando la fatiga nos entumece demasiado el ánimo, no podemos sino envidiar a los griegos. ¡Ellos sí que eran jóvenes, ellos sí que eran nuevos! Lo inauguraron todo. Detrás de ellos sólo tenían a Homero y algunos pocos genios más. Para ellos sí que era fácil arraigarse en el pasado, enraizarse en la tradición: nada fundamental había cambiado desde que se lanzaron a la gran aventura, desde que inauguraron la más esplendorosa de las civilizaciones —ellos que no podían imaginarse siquiera que los dioses se fueran a morir un día.
Detrás de nosotros y ante nosotros, en cambio… Ante nosotros, los resabiados, los que después de tantas vueltas y revueltas ya estamos de vuelta de todo, ante nosotros se abre (o se cierra) una terra incognita de dimensiones nunca vistas: un mundo extraordinariamente rico en cosas bellas… y, por lo mismo, problemáticas, y, por lo mismo, terribles, y por lo mismo divinas, dice el Nietzsche que proclama que las cosas pueden ser a la vez terribles y divinas, el Nietzsche que se abraza a los contrarios que llevan la vida y abren el mundo; el Nietzsche movido, como lo subraya Bruno de Cessole, por «la tensión fecunda entre conciencia trágica y adhesión sin reservas a la existencia».[2]
Una tensión parecida es la que, con otras palabras, crudas y duras, Henry Miller expresa por su parte, y Norman Mailer recuerda:
Miller iba brincando por las cloacas de la existencia, ahí donde fermentaba el cáncer. Vamos a ver —decía sin parar—, nada le obliga a uno a morir en semejante podredumbre: puedes respirarla, comerla, chuparla, follártela, y sentirte en plena forma el día siguiente. Contiene inestimables tesoros, siempre que uno pueda soportar su hedor.[3]
Seamos fuertes, soportemos el hedor, no nos tapemos la nariz: lancémonos a la aventura, salgamos en busca —los encontremos o no— de semejantes tesoros. Tal es el camino que proponen estas páginas.
[1] Nietzsche, Ecce Homo, «Así habló Zaratustra», § 2.
[2] Bruno de Cessole, L’Internationale des francs-tireurs, L’Éditeur, París, 2014, p. 411.
[3] Ibid., p. 347.
Morirás —recordémoslo, hoy que parece como si todos lo hubierais olvidado. Morirás tú, y morirán los tuyos, y llorarás, lloraremos todos desconsolados. ¿Cómo podría no mordernos el dolor cuando en el instante mismo de perecer lo perdemos todo?
Morirás, y se desgarrarán todos como cuando «la uña de la carne apartándose va», que decía "El Cantar del Mío Cid". Y, sin embargo, ahí, exactamente ahí es donde empieza toda la grandeza… y toda la miseria de nuestra condición: en esa duplicidad que hace que la muerte a la que debemos maldecir es la misma a la que debemos celebrar.
Porque la muerte es fuente de vida; porque sin ella nada viviría, nada sería. Como tampoco habría verdad, esa luz que alumbra en medio de las tinieblas, si desvaneciéndose éstas, no pudiéramos por entre las sombras avanzar, buscar, tantear. Como tampoco habría belleza si, desvelado el misterio, desvanecido su puñetazo, dejara de sangrar la herida que, estremeciéndonos, nos vivifica.
Pero no temáis, nada de ello ocurrirá. Siempre habrá vida a la que el tiempo y su muerte vivificarán, siempre habrá misterios y sombras henchidos de belleza. La tierra y su barro, la tierra y su carne, la tierra y su muerte siempre se nos quedará pegada a los dedos. No alcanzaremos ni eternidad ni pureza, sino que nos sumiremos en algo incomparablemente mayor: danzaremos y avanzaremos por el aire salobre que cruzan quienes ansían y buscan, quienes se engrandecen sabiendo que nuestro destino está marcado por una luz tan incierta como embriagadora.
Aquella que reclamaba Hölderlin: «De oscura luz / dadme la copa perfumada».
«¡Ah! ¿Era eso la vida? ¡Venga! ¡Quiero más!»
Sí, es cierto, ¡qué difícil resulta que, pendiendo sobre uno la guadaña de la muerte, tenga uno que celebrarla como condición de vida!
Pendiendo sobre uno la guadaña de la muerte, tiene uno que celebrarla como condición de vida.
¡Qué difícil es también acoger con júbilo el misterio que fulgura en el corazón ardiente de las cosas! Nos gustaría tanto saberlo, conocerlo, estrujarlo todo… Por delicioso que sea su aroma, ¡qué difícil es embriagarse sorbiendo la oscura luz de la copa perfumada que nos brinda Hölderlin.
Nadie lo ha hecho nunca —salvo los poetas. Sólo en el arte estalla, tensa y jubilosa, la gran paradoja que está en la base de todo. En el arte, no en el mundo. Y aún menos en el nuestro, en ese mundo en el que, sin embargo, otra paradoja alcanza su paroxismo, si es cierto que entre los hedores de sus inmundicias cabe descubrir —decíamos— los fabulosos tesoros en busca de los cuales hemos partido.
El abrazo de contrarios… O lo que es lo mismo: ir dando tumbos entre luces y sombras, ir avanzando con el alma desollada por las mil miserias de una vida en la que se debe sin embargo avanzar con el arrojo de los indómitos y la intrepidez de los rebeldes que, junto con Nietzsche, exclamamos: «¡Ah! ¿Era eso la vida? ¡Venga! ¡Quiero más!».
[…]
Lo sagrado: la gran ausencia del hombre democrático
Lidiar con todo lo negativo que el destino nos brinda, afrontarlo con determinación: tal es el coraje que impide que miserias, incertidumbres y desafueros dominen y arrasen, ellos que siempre estarán ahí, ellos sin los cuales todo sería tan soso, tan plano, tan sabido y alcanzado de antemano.
Así es como, a través de luces y oscuridades, brilla el destino: el de quienes se aventuran en medio de lo incierto, el de quienes avanzan encajando en la cara la bofetada salubre del viento, paladeando el gusto acre de lo que nunca está ganado de antemano, el de quienes se lanzan sabiendo que no hay puerto seguro que los aguarde, pero sabiendo también que sólo lanzándose como si un puerto los aguardara, nadarán, navegarán, serán.
Es todo lo contrario lo que hacen los hombres de nuestro tiempo, esos peleles que huyen, pusilánimes, de los altos riscos de la vida. Como alma que lleva el diablo se apartan de cuanto huela a incertidumbre, aventura, grandeza. Corriendo en realidad riesgos enormes de los que ni cuenta se dan, cierran con doble llave los ojos ante la oscura y brillante luz que ilumina el gran teatro de la vida.
Ahora bien, ¿acaso los hombres de otros tiempos no cerraban también sus ojos? ¿Tal vez se lanzaban intrépidos al mar? ¿Abrazaban acaso el prodigio de un mundo al que ningún pilar sostiene? Por supuesto que no. Salvo los poetas, nadie ha bebido nunca la copa que Hölderlin nos tiende; nadie ha abrazado nunca el gran entrecruzamiento de luz y oscuridad, de presencia y ausencia, de vida y muerte.
Tampoco los hombres de otros tiempos lo abrazaban; pero había una diferencia fundamental: su sensibilidad por lo sagrado, su apertura a lo divino hacía que lo misterioso y prodigioso marcara todo su mundo. Lo marcaba, obviamente, de mil formas distintas, pero siempre, en todos los momentos, en cualquier época, dejaba su impronta: desde el comienzo de los tiempos hasta hoy, hasta nosotros.
He ahí la ruptura, la quiebra radical que introduce el hombre moderno —el hombre democrático.
[…]
La Semana Santa: esos restos que son esperanza
En la mayoría de España, pero sobre todo en Andalucía, de pronto ciertos días señalados del año ocurre el prodigio, y la calle, la vulgar vía de paso de cada día, se transfigura, vibra, revienta de emoción. Por su asfalto anodino y gris transita algo totalmente distinto: voces, músicas, luces, fastos…: los de una especie de templo, o los de un gigantesco teatro en el que actores y público, celebrantes y participantes tienden a confundirse. Y es entonces cuando las gentes de Andalucía se lanzan a la calle endomingadas y gozosas, revistiendo las ropas de las grandes ocasiones, que, entre bolas de naftalina y pliegues de almidón, aguardan en arcones y armarios la llegada del gran día.
Pero ¿es realmente gozo lo que brilla en los ojos de ese pueblo que inunda las calles desde el Domingo de Ramos al de Resurrección? Lo es, salvo que ese gozo es todo lo contrario de una placidez: anida en él la emoción de un sobrecogimiento y el destello de un ansia. Y así, entre dichas y ansias, va la gente en tales días. Unos, de pie en las aceras; otros, rompiendo filas, metiéndose en la convulsa bulla que atraviesa la procesión, mientras se alumbra en el rostro de todos la luz de un momento excepcional, ése en el que, entrecruzándose las miradas, todos parecen decirse: «Henos aquí de nuevo, como cada año; así somos y aquí estamos».
Quien aquí está es un pueblo, no un público. Y lo que aquí se celebra es un rito, no un espectáculo. Cosa insólita, como insólito es el lugar: ese asfalto del que han desaparecido unos coches que parecen ahora haber sido soñados en una lejana pesadilla; o esas fachadas cuyos rótulos y carteles, publicitando mil productos, se convierten en el más incongruente de los anacronismos. Todo ello es asombroso, pero aún lo es más lo que se juega en las siete jornadas de una semana a la que llaman santa queriendo decir sagrada: toda una antigua historia de Vírgenes y Cristos, de creencias y religión; algo que, fuera de tales días, ha dejado de impregnar tanto las calles de la ciudad como el espíritu de su gente.
¿Por qué esos días se echa a la calle todo un pueblo que ha dejado de estar marcado por lo sagrado? ¿Por qué todas esas gentes en cuyo corazón no late ni pasado ni tradición se apiñan en torno a algo que no hace sino rezumar memoria y tradición? ¿Por qué parecen como reconocerse y afirmarse todos al paso de sus imágenes?
Tal vez sea que esas imágenes son precisamente eso: imágenes, símbolos. Tal vez sea que a través de tales símbolos se manifiesta algo que va mucho más allá de lo que entendemos estrechamente por religión. Tal vez sea que tales imágenes nos dicen y tales símbolos significan que ni la vida ni los hombres son lo que hoy se pretende que sean: una ávida máquina de producir y consumir. Tal vez sea que sólo así, reconociendo la verdad honda de lo mítico, el alto lugar de lo imaginario, sea posible que lo sagrado anide de nuevo entre nosotros.
Tal vez sea, en fin, que aún queda, pese a todo, sitio para la esperanza.
Envuelto en el aire desabrido y soso que lo envuelve todo, el hombre de hoy parece convencido de que, si algo grande y «sagrado» llegara a aletear en el mundo, se vería aplastado por ello, sometido a «lo otro», a esa otredad, como la llamaba Octavio Paz, que, siéndole superior, le haría perder autonomía, libertad y democracia.
¡Imbéciles! Es exactamente lo contrario lo que ocurre. Pero la soberbia, recubierta de miedo y pusilanimidad impide verlo.
Nuestros contemporáneos no se dan cuenta de que al temer cualquier alteridad «sagrada», es su propia libertad la que se vuelve vacía y formal.
Timoratos y engreídos, cobardes y arrogantes, nuestros contemporáneos no se dan cuenta de que a fuerza de quedarse desnudos y solos, a fuerza de temer cualquier alteridad «sagrada», es su propia libertad la que se vuelve vacía y formal, pura cáscara que cubre a los hombres que morirán sin que, ni en las piedras de los monumentos, ni en las hazañas de los héroes, ni en las tradiciones de los pueblos, perdure ningún signo del paso de unos extraños seres que, no dejando siquiera hijos detrás de sí y tomándose por la única luz, consideran su sola y tornadiza voluntad por la exclusiva ley.
Ni libertad, ni grandeza, ni belleza pueden anidar en medio de semejante soledad. Es de ahí, de ese desvalimiento, de donde proceden todas las demás miserias. Desnudo y experimentando el horror vacui, intenta el hombre taparse como sea, taponar con lo que sea el gran vacío en el que atiborra objetos, artilugios, dineros, diversiones, caprichos… que, lejos de colmarlo, no hacen sino ahondar el vacío con sus artificios sin fin.
Patria, «esa palabra horrible, como termómetro o ascensor», decía Neruda
Y con sus bondades: las del hombre cuyo corazón está empedrado de buenas intenciones. Lo pueblan, como las sendas del infierno, las intenciones más angélicas, ésas por ejemplo que, cuando el enemigo ataca y mata a los nuestros… Pero no,
El hombre blando y democrático ya no sabe siquiera lo que significa una palabra como «los nuestros».
el hombre blando y democrático ya no sabe siquiera lo que significa una palabra como «los nuestros». Este hombre no tiene ni destino ni pueblo, ni arraigo ni patria, «esa palabra horrible, como termómetro o ascensor», decía Neruda. Por no tener, este hombre no tiene siquiera enemigos, se imagina el angelito. Por eso, cuando el enemigo ataca y mata, nuestro hombre va al sitio de la matanza y alza sus manos blancas, y enciende velas, y pone ositos de peluche, y sacando pecho exclama: «No tendréis nuestro odio». Nuestra lucha tampoco: nuestra rendición tan sólo.
Todo viene de ahí, de esa desnudez que el hombre desprovisto de «lo sagrado», el hombre que ignora la otredad, trata de cubrir con mil diversos harapos.
Los del buenismo. Y los del igualitarismo que lo acompaña. ¿Cómo no iban a ser iguales quienes, yendo igual de desnudos por la vida, son igual de insignificantes y vulgares? ¿Qué podría distinguirlos, si la distinción es cosa rancia, vetusta, superada, dicen?
Nada distingue a los hombres bastos y mansos de la democracia…, salvo una sola jerarquía: la del dinero.
Nada distingue a los hombres bastos y mansos de la democracia…, salvo una sola jerarquía: la del dinero. La cual, vaya sí diferencia y discrimina. ¡Y cómo! Lo hace con una insidia y una eficacia de las que carecían las antiguas jerarquías de cuna, cultura y poder. Contrariamente a ellas, el imperio del dinero discrimina tan taimadamente que casi ni deja rastro. Su hipocresía lo lleva a discriminar—nunca se había inventado algo tan retorcidamente sutil— en nombre, nada menos, que de la igualdad y la libertad.
[…]
La Gran Sustitución
Los datos del asunto son, en el fondo, bien sencillos. O bien cambian de arriba abajo los actuales índices demográficos, o todo se acabó. Se acabó Europa tal como ha existido durante milenios. Cabe deplorarlo o celebrarlo —algunos lo celebran, como nuestras oligarquías mundialistas o los progres, que comparten con ellos tal visión. Lo que en ningún caso cabe hacer es negar la evidencia o cerrar los ojos ante ella.
Si prosigue el ritmo actual, si cada año llegan a nuestra patria civilizacional cientos de miles de inmigrantes extraeuropeos, jóvenes en su inmensa mayoría y con índices de fertilidad que duplican los europeos, una sola cosa puede pasar, y una sola pasará. Dentro de dos o tres generaciones habrán quedado muy atrás los actuales índices que sitúan a la población extraeuropea entre un 10 y 15 por ciento del conjunto (salvo en determinados barrios o enclaves en los que dicha población ya es mayoritaria… y donde no hay policía que se atreva a penetrar).
Cuando tal cosa haya ocurrido —y sin un radical vuelco político, tal cosa ocurrirá—,
Cuando la población de origen extraeuropeo represente el cincuenta por ciento, o más, de la población, entonces...
cuando la población de origen extraeuropeo represente el cincuenta por ciento, o más, de la población (no faltarán candidatos: son cientos de millones los que están aguardando impacientes otro lado del Mediterráneo), se habrá cumplido por completo lo que actualmente está en germen: la Gran Sustitución, como la ha denominado el escritor francés René Camus.
¿Por qué nuestras élites y dirigentes no lo impiden? En primer lugar, porque semejante mano de obra barata redunda en su beneficio. Y además, porque para defender nuestra identidad, antes tendrían que saber qué significa tal palabra.
No hay, para ellos, ni en Europa ni en ningún sitio, base etnocultural alguna. No hay, para ellos, pueblos, naciones, razas, culturas… Sólo hay una entelequia: el hombre universal sin raíces ni destino. Sólo hay esa entelequia que reviste la forma del individuo-masa, del individuo-átomo, del individuo-zombi.
Queda por ver si los pueblos europeos les van a permitir convertir tal individuo en su súbdito.
Pijoprogres y perroflautas
1. El hombre bobo
Bobo en el sentido español, pero también en la acepción francesa del término, donde dicha palabra (pronúnciese bobó) es el acrónimo de bourgeois bohémien: «burgués bohemio», oxímoron que designa a quienes reciben en nuestra lengua el castizo nombre de pijoprogres; una designación que no deja, sin embargo, de ser algo incorrecta, pues abarca tanto a los realmente pijos como a quienes se conoce con el no menos castizo nombre de perroflautas.
Perroflautas o perros pijos (progres todos) constituyen la base social que configura tanto a nuestra democrática sociedad como al poder que la domina.
Ya sean perroflautas o perros pijos (progres todos, en cualquier caso), son ellos quienes constituyen la gran base social que configura tanto a nuestra democrática sociedad como al poder que la rige y domina.
Unos —la minoría pijoprogre en sentido estricto— ostentan dicho poder y lo disfrutan por todo lo alto. Otros, en cambio —la masa tanto de pijoprogres como de perroflautas—, sin disfrutar de dicho poder, hasta sufriendo sus imposiciones (bobo hay que ser…), le dan su pleno apoyo, sustentando un orden de cosas cuya visión fundamental hacen suya: ideología de género, imposiciones y delirios feministas, desmoronamiento familiar, promoción de la fealdad, culto del artebasura, igualitarismo a ultranza, denostación del pasado y de la nación, llamamiento a la ocupación de Europa por poblaciones alógenas, etcétera: ese estado de espíritu, esa mentalidad que, impregnándolo todo, es propulsada no sólo desde el poder político, sino a partir sobre todo del ámbito mediático, educacional y «cultural» (comillas destinadas a precisar que no se trata aquí de cultura, sino de lo que constituye las más de las veces su negación: la industria cultural).
Nada sería el actual orden del mundo sin ese gigantesco tinglado mediático-cultural que todo lo impregna. A su frente ejercen los generales —periodistas, profesores, pedagogos, agentes y actores «culturales» diversos— que dirigen con mano maestra sus ejércitos: la clase de tropa compuesta por millones de «intelectuales», semiletrados frustrados en su mayoría, que cuando el mundo decidió que sólo un título universitario otorgaba dignidad humana, irrumpieron en el templo de un saber hasta entonces reservado a los mejores, a los más capacitados. Un saber que ha desaparecido hoy tanto del antiguo templo como de las almas y vidas de quienes, llenos de resentimiento e imbuidos de ansias igualitarias, van respirando y expeliendo el embobecido aire que por todas partes sopla y por todas se infiltra.
Víctimas y verdugos a la vez, mal pagados la mayoría, sufriendo con dureza la precariedad actual y ejerciendo funciones que no tienen nada que ver con las que un día soñaron: pese a ello, ni un solo instante se les ocurre impugnar el orden de cosas que origina su amargura y resentimiento. Al contrario, se convierten en sus más resueltos valedores. […]
2. La naturaleza simbólica o imaginaria de lo divino
Ante un cuadro, un poema, una sinfonía, o ante un monte, un valle, un acantilado, uno puede sentir todo el embriagado estremecimiento de existir, pero lo que no puede uno es celebrarlo, conmemorarlo. Conmemorar o celebrar el grandioso, el inaudito hecho de nacer, morir y entre tanto existir, es algo que sólo se puede hacer pública, colectivamente, junto con los otros y ante lo Otro, ante lo que, sagradamente divino, sólo en el Templo se abre.
Sólo ahí: orando quienes creen en la presencia real de la divinidad, o invocándola los idólatras que sólo creemos en su presencia simbólica e imaginaria, ritual y ceremonial: esa presencia que, lejos de rebajar la dignidad de lo divino, no hace sino otorgarle sus más altas credenciales.
La naturaleza simbólica o imaginaria de lo divino, lejos de rebajar su dignidad, le otorga sus más altas credenciales.
No, lo que lo religioso religa de verdad no es Dios y la conciencia íntima, privada, del creyente. Donde mora ante todo lo divino no es en ese ámbito de la conciencia privada en la que Lutero y Calvino encerrarán a Dios en espera de que el catolicismo lo recluya a su vez algunos siglos más tarde.
No, amigos creyentes, no es en la fe de cada cual donde mora ante todo lo divino. También ahí puede, desde luego, morar —vosotros mismos sois la mejor prueba—, pero no es eso lo que cuenta ante todo para el mundo.
¿Qué es, para el mundo, lo que realmente cuenta? ¿Es tal vez regular el orden del Bien y del Mal sancionándolo con premios o castigos en el Más Allá? No, tampoco. Para regular el Bien y el Mal, para establecer las normas que rigen su código ético, el mundo se basta a sí mismo: no necesita recurrir a ninguna instancia divina.
Para lo que el mundo, en cambio, no se basta a sí mismo, para lo que necesita a la divinidad, es para significar y simbolizar, para celebrar y festejar el prodigio de vivir y morir. Significarlo, celebrarlo y conmemorarlo de la única forma posible: pública, colectivamente, en ritos solemnes y en ceremonias desbordantes de belleza.
¡Liquidad, por Dios, la infamia de las guitarritas ñoñas y blandengues! ¡Haced que de nuevo retumben, gloriosos, los órganos!
¡Liquidad, por Dios, la infamia de las guitarritas ñoñas y blandengues! ¡Haced que de nuevo retumben, gloriosos, los órganos! ¡Acabad, por Dios, con la blasfemia de las iglesias feas como depósitos industriales! Y lo que es peor, no feas por error: feas por designio, feas por diseño.
¿Puede el cristianismo, puede la Iglesia alcanzar semejante transformación? […]
Difícil parece que pueda la Iglesia imprimir semejante orientación a lo religioso. Por una sencilla razón: si «un dios puede salvarnos», sólo puede hacerlo uno que no sea el Dios absoluto y omnipotente, real y físicamente presente en el que el cristianismo, aunque con las reservas (y son importantes) que luego se verán, siempre ha creído y cree aún. Cuando se sabe todo lo que del Cosmos hoy sabemos, sólo cabe creer en un dios muy distinto del que, reinando desde lo alto de unos cielos que en ninguna galaxia se encuentran, habrá estado durante unos mil quinientos años imperando sobre el mundo.
O lo que viene a ser lo mismo: sólo puede salvarnos un dios que habite en los cielos, sí, pero metafóricamente entendidos y reconocidos como tales; un dios que no sea más que un símbolo, una imagen.
¿Un dios que no sea más que un símbolo, una imagen? ¡Como si ser símbolo, metáfora, imagen no fuera nada! Como si fuera cosa de poca monta. Como si lo simbólico o imaginario fuera una especie de mengua frente a la contundencia de lo materialmente real.
Javier R. Portella
Para los dioses y el César,
ausentes ambos.
Nuestro deseo, nuestro único valor:
una vida solar y real, una vida de luz,
de libertad, de poderío.
Julius Evola
"La muerte no la conocéis, y sois vosotros mismos vuestra muerte. Tiene la cara de cada uno de vosotros, y todos sois muertes de vosotros mismos. La calavera es el muerto, y la cara es la muerte, y lo que llamáis morir es acabar de morir, y lo que llamáis nacer es empezar a morir, y lo que llamáis vivir es morir viviendo". Quevedo
"Esa época cada vez más pobre
en su abundancia".
Stefan Zweig
Odi profanum vulgus et arcea.
(Odio al vulgo profano y me aparto.)
Horacio
PRÓLOGO
LA REVOLUCIÓN DEMOCRÁTICA
Un mediodía de octubre de 1992 estaba almorzando con un conocido en Madrid. Yo seguía bajo el shock de lo ocurrido poco antes, con el arco que va de la caída del Muro de Berlín al colapso de la Unión Soviética. Y, dejándome llevar por la improvisación, le expuse a mí comensal una paradoja. Y es que habiendo pensado siempre que vivíamos un tiempo postrevolucionario, resultaba que habíamos vivido dos revoluciones: la antiautoritaria del 68, que nos había cogido a los dos de pleno, y en cierto modo sin defensas, y luego la que había acabado con la utopía socialista. (Intuí por su actitud que aquello no le había gustado, Apenas volvimos a vernos desde entonces.) No sabía yo por entonces que estábamos en el umbral de una nueva revolución, aún más potente que las otras dos.
En 1973 se desencadenó la llamada crisis del petróleo que, junto con las consecuencias de lo ocurrido en el año 1968, acabó con el orden de lo político forjado en los países desarrollados desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Yo era demasiado joven como para tomar conciencia de lo ocurrido, pero por eso mismo quedé instalado naturalmente en la crisis. Y es que aquel gran cambio no iba a verse seguido de un nuevo período de estabilidad. Al contrarío, desde entonces hemos vivido en crisis permanente, sin tiempo para el descanso y la seguridad. Los años entre 1996 y 2008 trajeron un período de prosperidad y crecimiento como yo -al menos- no había visto nunca, e incluso hubo voces que hablaron del final de los ciclos económicos. Aquello resultaba demasiado teórico, y sí alguna creencia estuvo vigente en todo ese tiempo es que siempre viviríamos en un mundo inestable, con cambio o disrupción -como se dice ahora- permanente.
En todos esos años muy pocas cosas quedaron a salvo y sin tocar. Una de ellas fue la democracia liberal, excepto en círculos muy minoritarios, sin repercusión en la opinión pública. La democracia liberal había triunfado en los años 40, superada la crisis de la democratización del liberalismo de la que fueron testigos las cuatro décadas previas. Ni la crisis del 68 ni la del 73, ni las dos unidas pudieron con ella. De hecho, la fortalecieron, en particular cuando la onda de choque se llevó por delante el comunismo. (El socialismo, es decir la socialdemocracia , ya había sucumbido a principios de los ochenta.) Fue entonces cuando pareció que la democracia liberal había quedado sin rival político de ninguna clase.
Los ataques del 11-S, seguidos de los del 11-M en Madrid, indicaron que algo iba mal. Están entre los hechos que nos impidieron pensar que aquellos años de bonanza económica significaran nada parecido al final de la historia, aunque -debo añadir- el impacto de lo ocurrido entre 1989 y 1991 seguía vivo y servía de apoyo a un optimismo de fondo no agotado del todo: el amanecer cuya falsedad ha venido diseccionando John Gray desde entonces.
La nueva crisis de 2008, que acabó con más de diez años de prosperidad, terminó también con todo aquello. Puso en cuestión las ideas y las convicciones liberales que casi habían llegado a alcanzar la categoría de dogma, y aunque no invalidó, para mí, la confianza de que la libertad económica es la única base imaginable para el progreso, también para la libertad personal, sí que devolvió su protagonismo al Estado. Con el problema añadido, aun así, de la imposibilidad de restaurar el consenso que estaba en la base de las democracias liberales y socialdemócratas, o socialcristianas, de entre 1945 y 1973.
La gran crisis económica de 2008 también tuvo, como no podía ser menos, consecuencias políticas. Como nunca hasta entonces, la opinión se distanció de los dirigentes y, perdida la confianza, suscitó la desaparición o a la reducción de influencia de los grandes partidos tradicionales. Así surgieron nuevos agentes políticos que dieron voz a aquella crisis de la representación cuyas consecuencias políticas llegaron, como ya había apuntado Tocqueville, después de ocurrida la quiebra que les dio lugar. El populismo, porque eso es de lo que estamos hablando, plantea preguntas que ninguno de los agentes políticos previos es capaz siquiera de formular, y su irrupción, disruptiva por naturaleza, acabaría suscitando interrogantes nuevos, y también clásicos, acerca de la propia democracia. Sobre todo cuando su reivindicación de una representación auténtica responde a lo que la opinión vive como necesidad.
De aquí surge una primera crítica de la democracia, inédita hasta entonces. Nace en las filas de quienes hasta ahora se adscribían sin mayores problemas a la democracia liberal y que ahora, de pronto, se descubrían más liberales que demócratas. Bien es verdad que la palabra liberal, en este tiempo, ha ido evolucionando desde su estricto sentido -europeo- de defensa de los derechos humanos, limitador por tanto de las tentaciones de un Estado demasiado poderoso, a otro. Y éste pone el acento en la apología de las élites. Sólo ellas tienen el criterio y los medios de conocer una verdad que se escapa -naturalmente -al elector medio o, dicho de otra manera, a las "masas", sobre el que se vierte además todo el repertorio clásico de reproches de vulgaridad y mal gusto. El "tecnocratismo" -en particular el que se achaca al personal de la Unión Europea- no llega a tanto precisamente porque se concibe a sí mismo como una esfera ajena a la política partidista, pero no deja de coquetear con este estado de ánimo en el que el progresismo, antaño fiera y militantemente demócrata -¡ay de quien se atreviera hace unos años a poner en duda el axioma democrático!...-, ha empezado a seguir esa misma senda de cuestionamiento crítico. El éxito de Trump (debido, paradójicamente, a la mayoría conseguida en el colegio electoral, una institución encaminada a equilibrar el voto popular) ha suscitado esta clase de reacciones, como muestran el libro de Steven Levitsky y Daniel Zíblatt o el de Jason Brennan, este último titulado muy explícitamente Contra la democracia. Más que neoconservadores, que al fin y al cabo creyeron un día en la vocación planetaria de la democracia liberal, ¿se habrán vuelto orteguianos, o incluso reaccionarios, los antiguos progresistas?
La historia sigue, por su lado, una senda muy distinta a lo que la euforia propia de los años 1989-1991 podía dejar suponer. Ni China, tras la modernización iniciada bajo Deng Xiaoping, ni Rusia, tras los años caóticos de Yeltsin, se han convertido a la democracia liberal. Las dos plantean problemas de clasificación, porque habiendo salido del totalitarismo, han creado fórmulas originales, la segunda como una democracia autoritaria y conservadora, China como un régimen de partido único con una economía ultraliberalizada... a medías. La dificultad de establecer nuevas taxonomías índica que todavía nadie es capaz de formular una alternativa clara y articulada a la democracia liberal, salvo quizás los experimentos de democracia «iliberal» llevados a cabo en algunos de los antiguos países comunistas europeos. Ahora bien, que no sean fáciles de conceptualizar no significa que esas alternativas no estén ahí. (Mención aparte merecerían los países de mayoría musulmana, ante los que no caben simplificaciones -véase el caso de Indonesia, una gran democracia estable-, aunque para muchos de ellos la democracia liberal, a la occidental, resulte difícil de concebir: se descubre así otro plano de crítica hacía la democracia, como es el eurocentrismo propio de quienes la han concebido como el único régimen posible).
Aristóteles distinguía república y democracia, y hacía de esta última la forma degenerada de la primera. La crítica de la democracia desde el republicanismo ha continuado desde entonces. La democracia vendría a ser una república privatizada, se ha dicho, sin virtudes cívicas, sin impulso participativo, sin voluntad de deliberación. No anda lejos la tiranía democrática que Sócrates acató sin someterse, y tan bien analizada por Tocqueville, citado por Javier R. Portella en este libro. Es bien sabido que Tocqueville habló de la democracia en términos providenciales, como un destino que se impone, una vez puesta en marcha, a todos:universal, duradero, se emancipa del poder humano y todos los acontecimientos, como todos y cada uno de los seres humanos, le sirven para su desarrollo. Eso no impidió a Tocqueville comprender los peligros a los que se enfrenta: la infantilización del ciudadano bajo una tutela estatal que tiende naturalmente a darle todo hecho, el individualismo que destruye la comunidad y encierra a cada uno en su esfera aislada, o la obsesión materialista, esa reducción al puro patrón dinero que habiendo sido profetizado tantas veces, se hizo realidad a partir de los años 70 del siglo pasado.
En el fondo de todo está la igualdad de condiciones de la que Tocqueville, asombrado y admirado ante lo que había contemplado en Estados Unidos, hace la piedra de toque de la democracia. Aquí no hay vuelta atrás, como entendió el francés, aristócrata y demócrata a la vez. Javier R. Portella prosigue la descripción y el análisis de aquellos que, más que simples efectos, parecen condiciones del funcionamiento de la democracia.
El irremediable final del heroísmo, en primer lugar, que la igualdad de condiciones, convertida en pasión igualitaria, ridiculiza y destierra. Con el héroe y con lo sublime se va también el ansia de una vida plena, más que humana porque apura los límites de lo humano, y capaz de abolir el destino y el azar, tan democráticos, en un gesto de reconocimiento de valores o virtudes, mejor dicho, ajenas por naturaleza a la democracia.
Javier R. Portella insiste en el doloroso final de la belleza, patente en la fealdad moderna que nos rodea, tan contraria a la naturaleza del ser humano que nunca logramos acostumbrarnos a ella, ni siquiera cuando dejamos de verla como reflejo de protección ante la violencia con que nos ataca. Hay más, porque el final de la belleza va inscrito también en su trivialización, su transformación en una apariencia amable, pero encargada de disimular la fealdad o, peor aún, el vacío sobre el que se despliega. El arte, cuyo final ya intuyó Tocqueville, relacionándolo, más que con la sustitución de lo bello por lo útil, con la muerte de la aristocracia como clase, pasa a convertirse en apariencia, distracción, espectáculo. Exigencia estética que se hunde en lo trivial, y belleza que se agota en sí misma y olvida, si no es que censura, como si fuera peligrosa, esa sacudida luminosa que la acompaña cuando anuncia la presencia de aquello que da sentido a la vida.
Y aquí es donde Javier R. Portella nos enfrenta con una realidad nueva, que aún no hemos tenido que pensar, pero que ya tiene efectos en todos los ámbitos de la vida, y en particular, ya que hablamos de democracia, en la reconfiguración de lo político. Y es que aquella suerte de democratización de la democracia que significó la revolución de entre 1968 y 1973 trajo también lo que se aparece como la definitiva salida, por utilizar la expresión de Marcel Gauchet, de la religión. Se puede hablar de secularización, claro está, siempre que se entienda bien lo que eso quiere decir: la completa autonomía del ser humano, que se enfrenta a un mundo cuyo sentido, si es que aspira a que lo tenga, está en sus manos, como lo está el de la propia existencia. Se podría decir que la globalización acoplada a la revolución tecnológica, con la radical descentralización que comportan, el libre acceso a la información y los nuevos agentes con poder de decisión e influencia, escenifica y realiza esa autonomía inédita. Inédita y completa, hasta el punto de presentar un mundo ajeno e irreconciliable con cualquier sacralidad, no digamos ya con la santidad. ¿Cómo gestionará la democracia esta realidad vertiginosa?
Ante este abismo, el autor da un paso arriesgado y valiente. No bastan ya, aunque sigan presentes, el dios danzante nietzscheano ni la sacralización de la realidad que se esbozaba en la nostalgia del paganismo propia de otros momentos de esta historia -tan reciente, en realidad, aunque hoy se nos aparezca lejana por la brutal aceleración del proceso de cambio. También hay un redescubrimiento del Dios cristiano, ese Dios paradójico que afirma la santidad de lo real y ha abierto a un tiempo la puerta a este mundo nuevo del que cualquier dios está ausente. Por eso mismo, y a pesar de todo, habrá llegado el momento de volver a interrogarlo...
El lector tiene entre sus manos un libro de alto riesgo. No tiene la ambición de decretar el final de la democracia, pero sí que apunta algunos de los desafíos a los que se enfrenta, si aspira a sobrevivir. Y muchos de ellos proceden de su propia configuración y del nuevo mundo que ha creado. En el fondo, nos sugiere Javier R. Portella, habremos de imaginar qué régimen político estará a la altura de este proceso de cambio perpetuo, esta revolución permanente en la que estamos instalados, nosotros que creímos un día que la revolución ya estaba hecha.
José María Marco
ANTES DE EMPEZAR
El abismo democrático...
Donde «democrático» no tiene casi nada que ver con elecciones, partidos y politiquerías.
Donde «democrático» lo tiene todo que ver con la atmósfera delicuescente, entumecida, de unos tiempos en los que nada tiene sentido ni sustancia, grandeza ni valor.
El abismo democrático...
Donde el abismo es doble. Tanto el abismo de esa atmósfera mohosa, fangosa, como el otro: el abismo de la existencia que siempre ha estado ahí, pero que por primera vez en la historia aparece desnudo, al descubierto. Danzando sobre él se sostiene, poderoso y hermoso, el mundo.
De ese otro abismo, del abismo fundador sobre el que estamos sentados, tanto si lo contemplamos como si lo encubrimos, nos habla el Zaratustra de Nietzsche:
Quien ve el abismo con orgullo, quien lo ve con ojos de águila, quien se aferra al abismo con garras de león: ése tiene valor.
¿Cómo iban a ver semejante abismo los hombres menos orgullosos y más cobardes de toda la historia, los hombres con ojos de gallina y garras de ratón?
Hoy por hoy no lo ven. O mejor dicho, verlo, claro que lo ven: hasta el punto de que, despavoridos, huyen de él.
Hacer que un día lo vean cara a cara, se aferren a su borde y dancen sobre él: he ahí la tarea, he ahí la esperanza.
De todo eso y de mil cosas más se hablará aquí. Empecemos ya.
INTRODUCCIÓN
Bisogna fare della propria vita
come si fa un'opera d'arte.
Gabriele D´Annunzio
Me estremeció de pronto aquella idea. ¿No nos estaremos equivocando?, me dije, o me dijo la idea irrumpiendo en mí. ¿No nos estaremos equivocando con toda esa desazón que nos invade ante los infortunios de ese tiempo nuestro, tan chato, tan privado de alma, tan carente de destino?
Me dejó inquieto aquella sospecha. Tanto más cuanto que había surgido en unas circunstancias que tal vez eran demasiado excepcionales: en medio de la plenitud de un día en que jubilaba todo mi ser. Me hallaba frente al mar. Lamido por el sol de la tarde de un invierno que de tan caluroso parecía otoño, ahí lo tenía, tan íntimo, tan entrañable, el mar... y, sin embargo, tan extraño, tan insondable, tan irremediablemente suyo. Me sentía envuelto en una apoteosis en la que, de tanto reventar de luz y estallar de azul, el agua iba poco a poco espesándose, volviéndose casi dura, compacta: como sí quisiera imitar el tiempo petrificado en roca de las montañas que, cansadas de tanto erguirse, dejan que sus estribaciones, allá por donde los Pirineos se disuelven en Mediterráneo, se desplomen abruptas en el mar o vayan desliéndose en sus aguas como viscosa lengua en boca de mujer.
Me sobrecogía la claridad y me estremecía el misterio de aquel mar abrazado a aquella tierra, como me sobrecoge asimismo la solidez de piedra con la que se yerguen las altas moles que, allá en los Alpes, pretenden tocar el cielo mientras se agarran majestuosas a la tierra -a la tierra amiga que nos soporta y nos da arraigo.
Tanto en la firmeza de los montes como en la acuosidad de los mares, algo -por eso nos estremece-se ofrece, se presenta, nos hace señas. ¿Algo? ¿Solamente... «algo»? A lo mejor es todo. A lo mejor es la presencia misma: la de lo que se presenta por sí mismo, sin pedir cuentas a nadie: ese mar, esas rocas, ese cielo, esos ríos, esos valles, esos montes... que están ahí, entregándose, dándose. ¿No los veis? ¿No veis que son sagrados? ¿Cómo podéis verlos como cosa meramente útil, entretenida, «bonita»? ¿No veis que están ofreciéndose, pidiéndonos que los acojamos, admiremos, nombremos...? Ahí están. Tan íntimos, tan cerca, y sin embargo tan lejos, tan suyos, tan escurridizos. Como la naturaleza toda, que tiene a gala -ya lo decía Heráclito- ofrecerse y hurtarse a la vez.
Y en medio de aquel sobrecogimiento ante el mar, me arrebataba también, aquella tarde, la música que, surgida de un minúsculo aparato de alta tecnología, llenaba el espacio en el que me encontraba. Se esparcía a través de él toda la nostalgia que se desgrana en la obertura de Tristán e Isolda , la ópera compuesta por el Wagner que rompe e innova al tiempo que anda imbuido de tradición. Lo extraordinario, me decía mirando casi con ternura aquel aparatito de prodigios, era que su música sonaba casi tan nítida y poderosa como sí Herbert von Karajan que la dirigía, y la Sinfónica de Berlín que la interpretaba hubiesen estado tocando ahí mismo, frente al mar y su inmensidad.
Fue entonces cuando me asaltó aquella idea: lno nos estaremos equivocando al ver tan sólo las miserias en las que nuestro tiempo se hunde?
¡Alto ahí!... ¿Nos estaremos equivocando?
No, que nadie se asuste. No voy a rectificar nada de lo que he dicho y gritado mil veces. Lo mantengo y reafirmo: es abominable nuestro tiempo, es insoportable ese aíre que nos asfixia mientras van todos chapoteando en el materialismo donde se desvanece todo aliento de belleza y grandeza. No sólo eso: se desvanece también cualquier posible posteridad. ¿Qué quedará de nosotros, hombres desprovistos de arte, carentes de héroes, privados de hazañas? ¿Qué nos mantendrá en la memoria de quienes mañana nos sucederán?
Todo ello es indudable. Pero ¿sólo ello lo es? ¿En sólo eso se condensa nuestro tiempo? ¿sólo calamidades se abaten sobre nuestra cabeza? ¿Es ésa nuestra única cara? ¿o es nuestra también esa otra cara que parece apuntar disimuladamente debajo de la anterior...y que le está quizás intrínsecamente unida? ¿No es nuestra también esa cara que nos convierte en seres dobles, bifrontes como Janus?, me decía aquella misma tarde. Me preguntaba sí todo ese engrudo viscoso, toda esa utilidad material que nos envuelve y ahoga, no sería tal vez como el precio que nos toca pagar en las arcas del mal. Un mal que siempre ha roído, pero de mil formas distintas, el alma de los hombres y el corazón del mundo; un mal -no por irremediable menos aborrecible- ante cuyas arcas los hombres siempre han tenido, tienen y tendrán que inclinarse y pagar.
Toda nuestra degeneración, ¿no sería acaso como la cuota que nos toca pagar al mal mientras abonamos otra al bien (pero ¿cuál?): nosotros, los hombres que más diques y murallas hemos derrumbado de toda la historia; nosotros, los que más febrilmente hemos buscado, innovado; nosotros, los únicos capaces de dar muerte a Dios -antes de dárnosla quizás a nosotros mismos?
«Nosotros, los nuevos...», me acordé entonces de Nietzsche.
Nosotros, los que carecemos de nombre, los difíciles de entender; nosotros, partos prematuros de un futuro no verificado aún: nosotros tenemos como el sentimiento de que se extiende ante nuestros ojos una tierra aún no descubierta, un mundo tan extraordinariamente rico en cosas bellas, extrañas, problemáticas, terribles y divinas, que tanto nuestra curiosidad como nuestra sed de poseer están fuera de sí.
Ante nosotros, los más nuevos de los hombres... Pero los más viejos también: los que más historia y más siglos cargamos sobre las espaldas; nosotros, iluminados por más obras maestras que todos nuestros antepasados juntos; nosotros, cuya historia está trenzada por mil transformaciones y revoluciones, mil sueños y quimeras, mil grandezas y miserias...; nosotros que, cuando la fatiga nos entumece demasiado el ánimo, no podemos sino envidiar a los griegos. ¡Ellos sí que eran jóvenes, ellos sí que eran nuevos! Lo inauguraron todo. Detrás de ellos sólo tenían a Homero y algunos pocos genios más. Para ellos sí que era fácil arraigarse en el pasado, enraizarse en la tradición: nada fundamental había cambiado desde que se lanzaron a la gran aventura, desde que inauguraron la más esplendorosa de las civilizaciones -ellos que no podían imaginarse siquiera que los dioses se fueran a morir un día.
Detrás de nosotros y ante nosotros, en cambio...Ante nosotros, los resabiados, los que después de tantas vueltas y revueltas ya estamos de vuelta de todo, ante nosotros se abre (o se cierra) una ten·a incógnita de dimensiones nunca vistas: un mundo extraordinariamente rico en cosas bellas... y, por lo mismo, problemáticas, y, por lo mismo, terribles, y por lo mismo divinas, dice el Nietzsche que proclama que las cosas pueden ser a la vez terribles y divinas, el Nietzsche que se abraza a los contrarios que llevan la vida y abren el mundo; el Nietzsche movido, como lo subraya Bruno de Cessole, por «la tensión fecunda entre conciencia trágica y adhesión sin reservas a la existencia».
Una tensión parecida es la que, con otras palabras, crudas y duras, Henry Miller expresa por su parte, y Norman Mailer recuerda:
Miller iba brincando por las cloacas de la existencia, ahí donde fermentaba el cáncer. Vamos a ver -decía sin parar-, nada le obliga a uno a morir en semejante podredumbre: puedes respirarla, comerla,chuparla, follártela,y sentirte en plena forma el día siguiente.Contiene inestimables tesoros, siempre que uno pueda soportar su hedor.
Seamos fuertes, soportemos el hedor, no nos tapemos la nariz: lancémonos a la aventura, salgamos en busca -los encontremos o no- de semejantes tesoros. Tal es el camino que proponen estas páginas.
0 comments :
Publicar un comentario