EL Rincón de Yanka: 😱 LOS DELICAGADOS O QUEJUMBROSOS Y EL MICROMACHISMO: ¡SE PERDIÓ LA COSECHA!

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sábado, 1 de diciembre de 2018

😱 LOS DELICAGADOS O QUEJUMBROSOS Y EL MICROMACHISMO: ¡SE PERDIÓ LA COSECHA!


Corrección Política

Microagresiones: 
la invasión de los quejumbrosos



Uno de los fenómenos más llamativos y sorprendentes del mundo actual es la extraordinaria sensibilidad que muestran muchas personas para ofenderse por auténticas nimiedades. Por palabras, expresiones y actitudes que carecen, incluso, de intención denigratoria. Así, hoy día, usted puede cometer una ofensa si, siendo hombre, abre la puerta y deja pasar delante a una mujer, algo que antaño era un gesto de buena educación.
Son las famosas microagresiones que, además de su extremada sutileza, tienen otro denominador común: el receptor se siente ultrajado no como individuo aislado, sino en calidad de miembro de un grupo supuestamente oprimido y discriminado. Así, se habla de micromachismos o microrracismos, en función de que la supuesta ofensa recaiga en el colectivo femenino, en algún grupo étnico etc. Eso sí, dado que forman parte del conglomerado de la Corrección Política, el trato es desigual: hay grupos que son susceptibles de ser ser microagredidos… pero otros no.

Todos estos fenómenos surgen en las universidades de los Estados Unidos, originalmente relacionados con la raza o la nacionalidad. Decir a un extranjero que hablaba bien inglés o preguntarle de donde era, comenzaron a considerarse actitudes ofensivas. Hay anécdotas como el profesor que fue censurado por señalar a sus estudiantes que la palabra “indígena” se escribe con minúscula (grave menosprecio a los indígenas) u otro que fue recriminado por recomendar una exposición de arte samurái japonés (grave afrenta a los alumnos chinos)
El invento de las microagresiones permitió a ciertos colectivos adoptar el papel de oprimidos aunque nadie fuera capaz de percibir tal opresión
El invento de las microagresiones aportó un nuevo instrumento a la ideología de la Corrección Política, permitiendo a ciertos colectivos adoptar el papel de oprimidos… aunque nadie fuera capaz de percibir tal opresión. Ahora ya no era necesario que una expresión tuviera intención vejatoria porque, en realidad, el que la profería no ofendería como persona aislada sino como representante de un “grupo malo“, aun de manera inconsciente, como teledirigido por una mano malvada.

Además de la queja, el alboroto, la acusación pública de haber sido vilipendiado, la lógica de las microagresiones implica apelar a la autoridad, sea académica, legal o política, para que castigue ciertas expresiones o actitudes, consideradas ofensivas. Pero, como la ofensa no está en la intención del emisor sino en la sensibilidad del receptor, la autoridad no acaba castigando malas acciones; simplemente protegiendo emociones. Se convierte en una policía del sentimiento.

No puede sorprender que todas estas ideas, muy típicas de las universidades de élite norteamericanas, fueran tomadas con cierta sorna, cuando no con profundo enojo e irritación, por sectores de la clase trabajadora pobre de los Estados Unidos. Ahora resultaba que las “víctimas sociales” eran estudiantes de buenas universidades, individuos que, con independencia de su raza, sexo u otras circunstancias, eran realmente jóvenes privilegiados, procedentes de familias acomodadas que podían permitirse enviar a sus hijos a esos centros educativos.

El concepto de microagresiones surgió en un ambiente de señoritos, de niños consentidos. No en barrios marcados por las estrecheces, donde los jóvenes debían trabajar para ganar el sustento, sin poder asistir a la universidad. De igual modo, la idea se expandió rápidamente por el mundo rico y desarrollado donde, curiosamente, la discriminación ya no existía, o era mínima. Y el grado de respeto hacia todos era mayor. Pero todo tiene su lógica: no habiendo agravio… tuvieron que inventarlo.
En la percepción de las microagresiones hay hipersensibilidad, profundo infantilismo, búsqueda de privilegios, intolerancia a la frustración por no escuchar lo que a uno más le gustaría. Y como reacción, el sujeto llora, rabia y patalea delante sus papás, que pueden ser las autoridades académicas o políticas, hasta que le conceden el capricho.
Una segunda transición cultural

Pero puede que las consecuencias de las microagresiones sean más profundas que una simple rabieta. En Microaggression and Moral Cultures, Bradley Campbell y Jason Manning sostienen que este fenómeno implica una importante transición en la cultura de Occidente. Mientras que la antigua cultura del honor se había transformado durante el siglo XIX en una cultura de la dignidad, las aceptación de las microagresiones conduciría a una tercera etapa: a la cultura del victimismo. Cada una de estas culturas se diferencia por las vías que utilizan los sujetos para resolver los conflictos interpersonales: si resuelven por ellos mismos o apelan a una tercera parte y, sobre todo, cual es su actitud ante los conflictos menores.

Hasta la primera parte del siglo XIX prevaleció en el mundo occidental la cultura del honor, caracterizada por la exaltación de la valentía y el rechazo a ser dominado o humillado por otros. Dado que el honor era una cualidad que dependía de la percepción de los demás, los sujetos no aceptaban la más mínima afrenta pública que pudiera mancillarlo. Pero, una vez en peligro su honor, los individuos lo rescataban mediante su propia acción, sin buscar mediación ni amparo en terceros.

Era la época de los duelos, fuera a pistola o florete, a veces por injurias de poca monta pero, una vez retado, el sujeto debía recoger el guante para preservar su respetabilidad. Las culturas del honor tienden a prevalecer allí donde la autoridad legal es débil o lejana y la reputación de dureza, rigidez y obstinación puede ser la única vía para evitar abusos por parte de otros.

A medida que la autoridad legal comenzó a establecerse y consolidarse, la cultura del honor fue dejando paso a la cultura de la dignidad, un valor que el individuo percibe de sí mismo con independencia de la opinión del entorno y que, por tanto, no puede ser arrebatada por otros. Los insultos o los menosprecios pueden molestar pero ya no destruyen la dignidad ni la reputación.

La costumbre en la cultura de la dignidad es resolver los problemas interpersonales leves pacíficamente, dialogando, negociando. Y ser respetuoso con los demás, no tomando demasiado en cuenta las expresiones poco educadas (“a palabras necias… oídos sordos”). Al contrario que en la cultura del honor, aquí el que insulta es quien ve menoscabada su imagen a los ojos de los demás. Y, para conflictos graves, como el robo o el incumplimiento de importantes contratos, la gente apela a las autoridades legales. Pero se considera una frivolidad llevar ante los tribunales asuntos tan irrisorios que uno puede resolver por sí mismo, como un insulto o similares.

Sin embargo, la aceptación de las microagresiones genera una cultura del victimismo que, según Campbell y Manning, implica una ruptura con las dos anteriores. El victimismo comparte con la cultura del honor su carácter extremadamente sensible y susceptible ante ofensas minúsculas, que vuelven a ser relevantes, incluso hasta constituir una auténtica paranoia. Sin embargo, en los tiempos del honor cada uno resolvía estas ofensas por sí mismo, incluso por la fuerza: nunca quejándose o apelando a la lástima de otros.

También se parece a la cultura de la dignidad en que se apela a terceras partes: las autoridades académicas o legales. Pero las personas guiadas por la dignidad nunca llevarían ante las autoridades esas afrentas mínimas, incluso inventadas: hablarían con el causante para aclarar la situación o, simplemente, se desentenderían del asunto.

La autoridad siempre gana

De modo que la cultura del victimismo combina una extremada sensibilidad con la inclinación a denunciar pública o legalmente cualquier minucia. Todo insulto es magnificado y pregonado como una terrible afrenta de modo que la apelación a terceras partes ha sustituido a la solución personal y directa de los problemas leves. Declararse víctima, real o inventada, es una forma de obtener simpatía de los demás, apoyo y, por supuesto, ventajas y privilegios legales.
La cultura del victimismo otorga al poder político la potestad de inmiscuirse en los asuntos menores de la vida de los ciudadanos
Claro que, en ambientes como las universidades, tanta acusación sobre agresiones, la mayor parte imaginada, tanta queja, tanto victimismo, tiende a llevar a los acusados a contraatacar utilizando la misma táctica: convertirse también en víctimas. Se genera así un intenso y constante conflicto moral en el que la gente compite por infundir más lástima que el resto. Al igual que en la invasión de los ultracuerpos, poco a poco la mayoría tiende a convertirse en alienígena, a declararse víctima quejumbrosa por una excusa u otra.

Este relato describe la evolución personal desde tipos rudos a individuos razonables y, finalmente, a sujetos quejumbrosos, que se pasan la vida lamentándose. Pero quizá falta un elemento importante: el papel del poder político. En todo este viaje las autoridades han aumentado constantemente su poder.



Con la cultura de la dignidad la autoridad obtiene la capacidad para mediar y decidir sobre los conflictos interpersonales graves; pero la cultura del victimismo otorga al poder político la potestad de inmiscuirse en los asuntos menores de la vida de los ciudadanos, de dictaminar sobre su lenguaje, su comportamiento íntimo, sus sentimientos. No puede sorprender que las microagresiones, la corrrección política y la cultura del victimismo gocen de tanta simpatía, sean tan promovidas, financiadas e impulsadas desde los círculos del Poder.

El “micromachismo”, 
un invento para generar conflicto social

Según el feminismo de última ola, gestos como hacer un cumplido, dar paso a una señora en una puerta, invitar a cenar a alguien o tener la iniciativa en una relación de pareja, son formas de “micromachismo”. Según la definición más común de este término, el micromachismo “sería una forma solapada de violencia de género que incluye estrategias, gestos, cosas, actos de la vida cotidiana, casi imperceptibles pero que se perpetúan y transmiten de generación en generación”.
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Serían algo así como “pequeñas tiranías, terrorismo íntimo, violencia blanda, ‘suave’ o de baja intensidad, tretas de dominación, [de] machismo invisible o [con] partícula ‘micro’, entendida como lo capilar, lo casi imperceptible, lo que está en los límites de la evidencia”. 
Tratan de establecer un paralelismo entre violencia psicológica, acoso, y estos pequeños gestos
Estas supuestas “microviolencias” serían gestos, actitudes y comportamientos cotidianos, interiorizados o justificados como naturales, que condicionan el día a día de las mujeres, que reflejarían y perpetuarían las actitudes machistas y la desigualdad de las mujeres respecto a los hombres. Como vemos, tratan de establecer un paralelismo entre violencia física o violencia psicológica, esto es, el acoso, que sí son delitos tipificados en el código penal, y estos pequeños gestos que supuéstamente coincidirían en los mismos objetivos: “garantizar y perpetuar el control y la desigual distribución de derechos, tareas y oportunidades”.

Lo que significa violencia
Sin embargo, si vamos a las acepciones del adjetivo “violento”, según la Real Academia de la Lengua, el adjetivo definiría, dicho de una persona, a alguien o algo que actúa con ímpetu y fuerza, que se deja llevar por la ira. Esto es, algo propio de la persona violenta, que implica una fuerza e intensidad extraordinarias, física o moral. Es decir, no hay, no puede haber violencias sutiles, ni blandas, ni imperceptibles, ni invisibles por mucho tiempo, fuera de los límites de la evidencia.
Por definición, no puede haber violencias sutiles, ni blandas, ni imperceptibles, ni invisibles, fuera de los límites de la evidencia
Esto es un oxímoron o contrasentido, del mismo modo que no hay asperezas suaves, ni una calidez fresca, ni un frío abrasador, ni instantes eternos. Quizás estas contradicciones in terminis puedan ser hermosas licencias poéticas, pero en términos lógicos son la premisa falsa de un gran silogismo embaucador que pretende criminalizar el discurso y el comportamiento masculino, con la única finalidad de ampliar el alcance del concepto de violencia de género.
Es un gran silogismo embaucador que pretende criminalizar el discurso y el comportamiento masculino, empujando a los hombres a formular la tradicional autocrítica comunista
Desde los años noventa, teóricos del feminismo como Luis Bonino Méndez, siguiendo el freudomarxismo de M. Foucault y P. Bourdieu, inventaron el término y vienen teorizando sobre el fenómeno en los términos descritos. El objetivo principal de esta teoría, directamente reconocido por Bonino, sería que los que los varones deban “reconocer y transformar estas actitudes, grabadas firmemente en el modelo masculino”, siguiendo la tradicional autocrítica comunista; para ello las estrategias serán variadas, como el afeamiento o avergonzamiento público de las palabras o conductas que quedan fuera de esta corrección política, para desactivar la autoridad masculina cuando sea conveniente y se considere, sea cierto o no, que los hombres ejercen “prácticas de dominación y violencia masculina en la vida cotidiana”.
Una estrategia para generar conflicto

Se trata de estrategias para erosionar y eventualmente eliminar la patria potestas, generar conflicto y malestar en las familias, romper la asimetría relacional libremente elegida por los adultos y los acuerdos privados de las parejas y las familias. No debe extrañarnos que estas denuncias de micromachismos tengan muchos detractores, aún dentro del feminismo.
La denuncia de los micromachismos no es provechosa para nadie… salvo para los que viven del conflicto
Cuando la situación denunciada como micromachista es inocua, hecha sin intención lesiva, lo único que genera es desconcierto y malestar, distancia y desconfianza entre sexos, un conflicto que no es provechoso para nadie. Salvo para los que viven del conflicto, claro. En suma, generar la discordia, sembrar el odio y problematizar aquello que nunca fue conflictivo por estas cuestiones, quizás con el fin probable de querer acabar con la familia y aislar al individuo, a merced del Estado y sus burócratas como única red de apoyo entonces.

Parafraseando a Manuel Azaña por aquello de que España había dejado ser católica en 1931, hoy podemos decir sin miedo a equivocarnos que España ha dejado de ser machista en 2018. Por fortuna, un estudio del Georgetown Institute for Women, Peace and Securityy el Peace Research Institute of Oslo estableció que, en términos de justicia, inclusión y seguridad, España es el quinto mejor lugar del mundo para nacer mujer hoy día. Solo Islandia, Noruega, Suiza y Eslovenia estarían por delante. Quitando situaciones, cada vez más minoritarias y anecdóticas, no tiene ningún sentido hablar hoy día de machismo, ni grande, ni pequeño, en España.
Según un estudio, España es el quinto mejor lugar del mundo para nacer mujer hoy día
Casi me atrevería a decir que el hecho de que los feministas se preocupen por los micromachismos es una buena noticia. Quiere decir que, por fortuna, en una sociedad como la española, al igual que en el resto de sociedades que se preocupan de esta cuestión, las discriminaciones sexuales han sido, en buena medida, superadas.

Las feministas de países como Irán, Arabia Saudí, Afganistán, Pakistán o Sudán, por desgracia, tienen que seguir preocupándose de “macromachismos” como que las cubran con una manta como si fueran un fantasma o les mutilen los genitales con una cuchilla oxidada. Ni siquiera en los países de Hispanoamérica este es un tema que esté muy presente en la agenda informativa dada la gran cantidad de casos de femicidios (o feminicidios, según M. Lagarde) que aún registran algunos de ellos.
El feminismo necesita seguir alimentándose de estos pequeños agravios para seguir vivo en las sociedades prósperas e igualitarias
El feminismo, muy en concreto el misándrico y anticapitalista, necesita seguir alimentándose de estos pequeños agravios para seguir vivo en las sociedades prósperas e igualitarias. De otro modo debería llamar a disolverse. El feminismo en occidente corre el riesgo de morir de éxito, pues, como le pasó al liberalismo en el siglo XX, su programa político de mínimos está sobradamente cumplido en las sociedades abiertas.
Comportamientos inadecuados también en las mujeres

Lo que sí observamos son comportamientos inadecuados o incorrectos de una persona hacia otra, sea hombre o mujer o viceversa. Los microsexismos no son actitudes exclusivas de los hombres, puesto que las mujeres también participan de esa misma desagradable práctica.
Los microsexismos no son actitudes exclusivas de los hombres; las mujeres también participan de esa práctica
Así tenemos que oír y leer quejas contra el manspreading, o despatarre masculino en el transporte público, mientras ellas pueden ocupar tres asientos con sus bolsas de compras (shebagging); tenemos que leer las críticas contra el mansplaining, la condescendencia paternalista de los hombres hacia las mujeres, mientras que la expresión legítima de una opinión por un hombre de cierta autoridad y edad, quizás conservador, por ese mero hecho, se descalifica y ridiculiza con el término despectivo de “pollavieja”. Nadie señala que podríamos estar ante el mismo desprecio maleducado por el interlocutor, la misma invalidación del discurso o la opinión del sexo opuesto por el mero hecho de provenir de allí, el mismo odio y tono condescendiente hecho desde la ignorancia y la superioridad moral de quien quiere monopolizar la conversación y acallar al otro.
Oímos quejas por el lenguaje intimidatorio machista pero vemos imágenes violentas de mujeres vociferantes con los pechos al aire irrumpiendo en pacíficas iglesias
Oímos quejas por la violencia y el lenguaje intimidatorio machistas, pero tenemos que ver imágenes violentas y grotescas de mujeres vociferantes con los pechos al aireirrumpiendo en pacíficas iglesias y leer pintadas con lemas como “Machete al machote”. Es increíble como el “pollavieja”, si se acerca a una joven puede pasar a ser acusado inmediatamente de ser un viejo verde “lolitero” o “baboso”; salvo si la mujer decide prostituirse en exclusividad y vivir de su patrimonio, momento en el que pasaría a ser un codiciado sugar-daddy.

Si la vieja verde es ella, es una cougar, una “puma”, o mujer madura empoderada, mientras que él sería su toy-boy, o juguete sexual, como han llegado a decir del presidente francés Emmanuel Macron y su mujer, veinte años mayor. Mientras ellas se quejan de la objetivización del cuerpo de la mujer en la Fórmula 1 o el ciclismo, se desean buen fin de semana con fotos de torsos musculados de “macizos empotradores” (a.k.a. “buenorros”) por grupos privados de Whatsapp o Facebook.

Mientras ellos buscan en internet a las MILF, ellas buscan imágenes de los DILF (Daddies I’d like to f**ck). Mientras ellos son acusados de chulos y puteros, ellas han roto todo el juego tradicional de la seducción con la aplicación de ligue Tinder o se arrojan al adulterio compulsivo en la red social Ashley Madison. Mientras ellas se quejan del consumo de pornografía vejatoria con la mujer compran en masa novelas de porno sadomasoquista como 50 sombras de Grey. En serio, señoras, ¿de qué sexismo estamos hablando?

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¿Puede la corrección política acabar con el sentido del humor? 

Victor Grande | TEDxGalicia



¿LÍMITES DEL HUMOR? MIGUEL LAGO