EL Rincón de Yanka: 📕📒📕 SIEMPRE TUVIMOS HÉROES. LA IMPAGABLE APORTACIÓN DE ESPAÑA AL HUMANITARISMO

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miércoles, 5 de diciembre de 2018

📕📒📕 SIEMPRE TUVIMOS HÉROES. LA IMPAGABLE APORTACIÓN DE ESPAÑA AL HUMANITARISMO

SIEMPRE TUVIMOS HÉROES
LA IMPAGABLE APORTACIÓN DE ESPAÑA
AL HUMANITARISMO 


En España utilizamos nuestra historia como arma arrojadiza. ¿Tanto tenemos de que avergonzarnos? ¿Somos como se nos pinta y aún peor? ¿Tan malos gobernantes hemos tenido siempre? ¿Será verdad que en España se ha puesto el sol? 


España tiene mucho de lo que sentirse orgullosa. Y los españoles debiéramos de estarlo también, pues a despecho de la Leyenda Negra, muchas cosas debe el mundo y la Humanidad a España: 

Como las aportaciones de la Escuela de Salamanca y la de Traductores de Toledo; como las Leyes de Burgos o el Tratado de Socorro de los Pobres de Juan Luis Vives, aportaciones humanistas y humanitarias siglos antes de que se hiciera algo análogo en otros países. Orgullosos de personajes como Fidel Pagés, el comandante médico que inventara la anestesia epidural tras su paso por la Guerra del Rif; como de la Duquesa de la Victoria, Carmen Angoloti, un ángel en el infierno de esa guerra en Marruecos; de Alonso de Salazar, un inquisidor que acabó con los procesos contra las brujas tras lo de Zugarramurdi; de Celestino Mutis, un biólogo al servicio de la Humanidad; de los diplomáticos españoles, Justos Entre Las Naciones, que salvaron a miles de judíos de una muerte segura en la Segunda Guerra Mundial; de la Oficina Pro Cautivos de Alfonso XIII en la Primera Guerra Mundial; de un referente como Francisco de Javier, un expatriado de ONG antes de que existieran; de Javier Balmis y de su periplo erradicando la viruela en la primera expedición sanitaria a nivel mundial de la Historia; de nuestra primera misión humanitaria de nuestras Fuerzas Armadas en plena guerra del Vietnam... 

Todo esto, en un libro único con todas estas historias reunidas y narradas por Javier Santamarta del Pozo para que sepamos que "SIEMPRE TUVIMOS HÉROES", y que debemos estar más que orgullosos por ellos.



Nadie duda de la importancia de las aportaciones de España a la Historia Universal. Esta obra nos aporta un enfoque novedoso que hará sentirnos más íntimamente orgullosos de ella. Día a día parecen reivindicarse nuestras gestas militares, pero no las humanas. Para eso nace este libro que recoge casi 1000 años de nuestra historia, desde el 1085 hasta 1971, en los que el humanitarismo fue el principal quehacer de los héroes que siempre tuvimos. Aunque no fuéramos conscientes de ello, tuvimos héroes que no dudaron en poner su vida al servicio de otros. En este libro se condensan por vez primera toda una serie de episodios donde encontraremos esos personajes (María del Carmen Angoloti y Mesa, Alfonso XIII, Fidel Pagés Miravé...) que nos harán estar orgullosos de qué fuimos y qué hicimos a lo ancho del mundo, entregando así un legado que es ya universal.


¡Oh patria! Cuántos hechos, cuántos nombres
Cuántos sucesos y victorias grandes…
Pues tienes quién haga y quién te obliga
¿Por qué te falta, España, quién lo diga?

Francisco de Quevedo Villegas


PREFACIO

España ha sido siempre 
muy poca cosa para un español.
Antonio Machado,
carta a Ramiro de Maeztu

España por sí y para la Humanidad

ME PERDONARÁN MIS AMIGOS ANDALUCES, y el propio Blas Infante, el descarado plagio para mí introducción del lema de nuestra región más conocida en el mundo. Pues no hay mejor frase para representar lo que en este libro brevemente se cuenta en una serie de capítulos sobre esos otros héroes que España ha dado para sí misma y, además, ha legado al mundo. De primeras, sé que muchos ya no estarán de acuerdo con mí afirmación de que Andalucía es el territorio más representativo que tenemos. Seamos francos: es una metonimia que se suma a otras, por ejemplo, que vivimos en un país árido donde solo comemos paella, seguramente picante, y, por supuesto, todos somos morenos, bailamos flamenco y las mujeres van a los toros con mantilla negra.

Desgraciadamente, desde Washington Irving con sus Cuentos de la Alhambra, hasta el bon vivant exagerado de Ernest Hemingway con su Fiesta, pasando por un Próspero Merimée al que diera el aldabonazo final George Bizet con Carmen, convirtiéndola en ópera internacional, no nos quitamos ese sambenito de tópicos mal conocidos. A despecho, inclusive, de las propias singularidades andaluzas.

No hay más que ver cualquier superproducción de Hollywood para advertir, por ejemplo, cómo a los píes de la Sagrada Familia o en cualquier calle de Barcelona se oye el rasgueo de una guitarra flamenca. En la mítica Los Simpsons, Homer va a Cataluña con un tal Eduardo Barcelona (sic), que, por supuesto, quiso ser torero. En una serie como The Unit, será en Valencia donde se oiga música flamenca. Más divertido es ver cómo se sueltan toros sin recorrido vallado alguno en unos Sanfermínes... ipor las calles de Sevilla! Aunque la cota homérica la podemos encontrar cuando Anthony Hopkins le suelta a Tom Cruise en Sevilla ¡idónde sí no!-: «Estas fiestas son un fastidio, honrar a los santos quemando cosas. Curiosa manera de venerarlos, ¿no cree?»; mientras, unas falleras valencianas junto con pamplonicas de traje blanco y pañuelo rojo queman a saber qué, al tiempo que pasa una efigie de Semana Santa entre amenazadoras antorchas llevadas por danzantes al son de una música indescriptíble. Impagable.

Aceptémoslo, al pasear por las calles de nuestras ciudades, ya sabemos lo que vamos a encontrar en nuestras tiendas de souvenirs. Cuando hablamos con amigos de otras latitudes, podemos llegar a la desesperación para erradicar tópicos que más nos parecen chistes. Aclarando que no, no nos echamos la siesta. Que ese póster de Asturias que ven no es Irlanda. Y que el toreo y el flamenco no son asignaturas evaluables obligatorias. Pero lo peor es cuando salen a colación referencias a aspectos de nuestra Historia. Una Historia que parece reducirse a la Inquisición española y al presunto genocidio que perpetramos en América. No hay más. Los españoles somos una panda de intolerantes católicos, apostólicos y romanos, ávidos de oro, que quemamos a todos los judíos posibles.

Para colmo, a esa imagen fruto de la célebre y malintencionada Leyenda Negra, los primeros que han dado pábulo, expandido y dotado de total credibilidad, hemos sido los propios españoles. En la más amplía acepción histórica del término, en la que incluyo a aquellos «españoles de ambos hemisferios» de los que nos hablaba la Constitución de 1812. Los del «otro» hemisferio, que aun habiendo sido españoles durante más tiempo que ciudadanos de cada uno de los Estados independientes americanos a partir del principio del siglo XIX, su asunción de la parte alícuota de la Historia, de «SU» Historia, la han dejado al margen y renegado. Como si fueran directos herederos de los indígenas anteriores al siglo XV y durante cientos de años solo hubieran sufrido masacre y genocidio planificado . Y no. No ha sido así.



No quiero que se me tilde de revisionista ni de defensor de crueldades y matanzas. Que las hubo. Quiero poner el punto con estas líneas sobre los aspectos positivos de esos otros héroes sin espada -o aun con ella- que, día a día, quisieron llevar a cabo una labor en la que el natural egoísmo humano dejó paso a la filantropía. Al amor al hombre, a la Humanidad, sin distinción de sexo, como la palabra griega nos indica. ¿Por qué hemos siempre de poner el énfasis en los aspectos más despreciables del ser humano? ¿Por qué ese cainismo en que centramos nuestro análisis sobre las acciones más aberrantes cometidas por los inquilinos de este planeta Tierra? Es más, ¿por qué esa especial inquina sobre un pueblo, una nación, unos naturales como los que de esta España surgieron a lo largo de los cientos de años en que bajo este nombre podemos reconocer esta tierra milenaria, amalgama de gentes fraguadas en el crisol de esta península y de las islas que bajo su nombre quedaron?

Una tierra variada y que en nada se parece a ese árido lugar que, hasta en cómics tan de referencia como los de Astérix y Obélix, ambos héroes galos no hacen sino recorrer en su aventura en Hispania, una estepa arenosa plagada, eso sí, de pueblos en fiestas. Citando al primer autor que escribiera un libro de viajes sobre España -al menos desde el griego Estrabón y el romano Plinio-, el inglés Richard Ford, en su más que recomendable y curioso Cosas de España (el país de lo imprevisto), de 1846, podemos encontrar de primeras una definición más que interesante que deja clara la diversidad de estas tierras:

Nada resulta más vago e inexacto que dar por supuesta la existencia de una sola cosa de España o los españoles que pueda ser aplicada por igual a todas sus heterogéneas partes integrantes. Las provincias del noroeste son más lluviosas que el condado de Devon, y las llanuras centrales están más calcinadas que las de Marruecos, mientras el rudo agricultor gallego, el industrioso artesano fabril de Barcelona y el alegre y voluptuoso andaluz son tan esencialmente diferentes entre sí, como los diversos tipos de una misma fiesta de disfraces.
En esta obra, compendio de muchos tópicos, pero de bastantes verdades sobre la heterogeneidad de las Españas, aparte de quejarse de la aparentemente ya endémica corrupción -nihil novum sub sole, me temo-, vio este hispanista que «el pueblo español es muy superior a sus dirigentes y clases altas». Sea como fuere, ese pueblo español, capaz de lo mejor y de lo peor, como en cualquier sitio y lugar del mundo, ha quedado con un sambenito -ya saben, esa prenda propia de los condenados-, ¡que no se lo quita ni la propia Iglesia católica y eso que ha sido el mayor adalid de la misma! Así, podemos ver cómo dos romanos pontífices tan diferentes en lo ideológico - por decirlo de alguna manera -, han pedido perdón por nosotros y aun calentarnos las orejas.
En la visita que efectuara el hoy santo Juan Pablo II a la capital de la República Dominicana, Santo Domingo, en fecha tan señalada como la de 1992, con ocasión de la conmemoración del V Centenario del Descubrimiento -que no del «encuentro», como algunos lo quisieron llamar, pues fue el momento en que se darían a conocer tales tierras de manera oficial para todos, aunque romanos, fenicios, vikingos o vascos pudieran haber andado por allá, que eso es otro tema-, en la alocución a los indígenas y naturales de la que fuera llamada La Española, dijo el santo padre: «Como pastor de la iglesia os pido que perdonéis a quienes os han ofendido; que perdonéis a todos aquellos que durante estos 500 años han sido causa de dolor y sufrimiento para vuestros antepasados y para vosotros».

Más recientemente, el actual papa Francisco, en su visita a Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, el 9 de julio de 2015, en el II Encuentro Mundial de los Movimientos Populares, proclamó: «pido que la Iglesia se postre ante Dios e implore perdón por los pecados pasados y presentes de sus hijos... y pido perdón, no solo por las ofensas de la propia Iglesia sino por los crímenes contra los pueblos originaríos durante la llamada conquista de América».

No satisfecho con esto, al día siguiente, en Quito, Ecuador, durante su homilía en la llamada Misa por la Evangelización de los Pueblos, dijo que imaginaba «ese susurro de Jesús en la Última Cena, como un grito en esta misa que celebramos en El Parque Bicentenario. Imagínémoslos juntos. El bicentenario de aquel Grito de Independencia de Hispanoamérica. Ese fue un grito nacido de la conciencia de la falta de libertades, de estar siendo exprimidos, saqueados, sometidos a conveniencias circunstanciales de los poderosos de turno».
Ningún otro pueblo ha sido objeto de juicios tan críticos ni severos como el español. Ni de alegóricas collejas de cualquier mano posible. No es victimismo, como vemos, es un hecho objetivo del que sus gobernantes tampoco se libran, pues son tratados como cómplices de la avaricia y del saco llevado a cabo por sus súbditos. Cuando no directamente instigadores del horror. Lo que empezó como lucha abierta contra quien gobernaba el orbe de uno a otro confín por vez primera en la historia mundial, el vallisoletano rey Felipe II, acabó siendo el paradigma de todo el tópico y del odio que, para colmo, ha llegado a nuestros días y ha sido asumido -además ámpliamente- por los naturales de esta siempre ingrata «patria común e indivisible» que, según nos dice la Constitución de 1978, es España.

Lo que fuera absoluta y clara propaganda contra Felipe II, iniciada por Guillermo de Orange en su Apología, de la que bien nos da cuenta -entre otras perlas de conocimiento- el historiador y sociólogo Julián Juderías en su imprescindible obra reivindicativa, ha sido el referente primigenio para que todo lo peor sobre «lo español» pueda ser representado. Y qué decir de la fuerza de los grabados de otro súbdito de los Países Bajos, el belga Thierry de Bry, un sujeto que, en el siglo XVII, llegó a convertir su obra gráfica en la mayor denuncia visual nunca antes vista contra un pueblo y una empresa. Al mismo tiempo, eso sí, que blanqueaba las tropelías que protagonizaban los ingleses en las costas norteamericanas, con un maniqueísmo que, de aberrante, fue sin duda extremadamente efectivo.

Para mayor inri, la corona de espinas vino rematada en ese caso al ser las profusas ilustraciones de la obra de un español. Sí antes, al relato del mencionado Guillermo de Orange se le unió un opúsculo del huido y taimado secretario de Felipe II, Antonio Pérez, en este caso, el español necesario para dar más fuerza a esa negra leyenda fue el domínico Bartolomé de las Casas, cuya inexacta Brevísima relación de la destrucción de las Indias -con una primera traducción curiosamente en holandés- sería engalanada por el grabador belga en una versión de 1598 en latín, por entonces la lengua vehicular del conocimiento, con esas láminas que tan vivamente han quedado marcadas en el imaginario colectivo.

Y aunque dejamos de ser Imperio, dio igual. Pasamos de ser odiados por ser temidos, a ser despreciados por ser ya apenas eco de ese pasado imperial. A ser vilipendiados por la lógica que da ser hegemonía (como es lo habitual, y ha sido y sigue siendo a lo largo de la Historia); a ser ninguneados al no ser ya España un actor necesario en el escenario internacional. Aquellos tiempos de una gloría ajada hicieron cuestionarse hasta la idea de España a nuestros intelectuales y literatos tras la pérdida de Cuba y Filipinas, los últimos enclaves, hispanos de ultramar. Atrás queda cualquier atisbo de orgullo en quienes apoyan el echar siete llaves al sepulcro del Cíd se niegan a blandir laureles como gloria de una herencia de siglos y se transformarán en los más acérrimos críticos. España llega a convertirse en un problema.

Azorín habla de esa generación que surge a raíz del antes y el después de 1898 como aquella que siente «el destino infortunado de España, derrotada y maltrecha, más allá de los mares». Ganivet achaca todos los males a «la abulia». Machado declama: «Castilla miserable, ayer dominadora / envuelta en sus harapos desprecia cuanto ignora / ¿Espera, duerme o sueña? ¿La sangre derramada / recuerda, cuando tuvo la fiebre de la espada?». Baroja llega a escribir: «Europa acaba en los Pirineos». Todo se resumirá en aquel «Me duele España» que exclamara Unamuno.

Hoy tal vez estemos igual... o peor. España es un concepto discutido y discutible -parafraseando a un presidente del Gobierno español-, de manera permanente. Nuestra Historia cuesta verla en positivo, tal vez por la exaltación sobreactuada durante los treinta y seis años del franquismo. Llevamos cuarenta y dos de democracia y no solo no superamos esta confusión, sino que hasta el episodio de la llamada Transición está puesto en entredicho.

El pasado se ha convertido en leyendas locales de nacionalismos periféricos, pues solo así se puede entender que hechos objetivos
acaben en un grado de distorsión que ralla lo grotesco. El indigenismo malentendido lleva a que un día tan celebrados como el 12 de octubre, el Ayuntamiento de Madrid, ¡la capital de España nada menos!, lo conmemore como día nefando y exhiba en los balcones institucionales una bandera wiphala en honor a la resistencia indígena. Cualquier opinión histórica acaba deviniendo en ideológica.

En definitiva, en España utilizamos nosotros mismos la Historia como arma arrojadiza.
¿ne tanto tenemos que avergonzarnos? ¿somos como se nos pinta y aún peor? ¿Hemos sido incapaces de dar un legado al mundo que no sea el de odio? ¿Tan malos gobernantes hemos tenido siempre? ¿No hay nada más que epopeya sangrienta de espadones, lanzas y picas puestas en Flandes? Con perdón de Eduardo Marquina, ¿será verdad que en España se ha puesto el sol?

Sinceramente, no lo creo. Pero hay que ayudar a que entre todos nos despertemos de este marasmo en que estamos inmersos y dejemos una culpa que ningún pueblo más lleva sobre los hombros. Recuerdo pasear hace demasiados años por París, y tras un tour de force viendo todos los monumentos posibles de tan ciclópea ciudad, un buen amigo me llamó la atención sobre el hecho de que daba igual si eran en honor a la monarquía de los Capetos o de los Borbones, a los ciudadanos levantados en armas de la Revolución Francesa o al corso legendario que devino Napoleón, ¡todos habían muerto por la France! Entrar, cruzando el canal, en Londres, en la abadía de Westminster, es todo un acoquinamiento personal para el foráneo, y un subidón de orgullo para el inglés. Banderas históricas cuelgan con jactancia sobre las naves que albergan reyes, primeros ministros, militares, poetas...

Desde Eduardo I y su esposa, Leonor de Castilla, a Isabel I Tudor. Desde Isaac Newton a Charles Darwin. Desde Gladstone a Neville. Desde Hii.ndel a Chaucer. Desde Kipling a Dickens. ¡Hasta tienen un monumento al almirante Vernon!, aquel a quien derrotara Blas de Lezo de manera épica, con un epitafio que reza: «Y en Cartagena conquistó hasta donde la fuerza naval pudo llevar la victoria». No creo que haga falta recordar que no hubo tal victoria y que Blas de Lezo y Olavarrieta le dio lo suyo en Cartagena de Indias. Hoy el almirante inglés es conmemorado en la abadía de Westminster. Nosotros no sabemos ni por dónde anda el cadáver del almirante guipuzcoano.

En España creamos un Panteón de Hombres Ilustres (sic) y solo hay políticos enterrados en él. Normal que no lo visite nadie y sea, según Patrimonio Nacional, el menos concurrido de todos los que tiene a su cargo. Y eso que hay personalidades tan ilustres como Cánovas del Castillo, Canalejas o Sagasta. Al presidente y héroe Juan Prim lo reclamaron los de Reus y ya no está. A los héroes Palafox y Castaños también los movieron; el primero a Zaragoza y el segundo a Bailén. No sabemos dónde están (aunque al menos sabemos dónde estuvieron) los restos de Cervantes, Lope de Vega, Velázquez, Calderón de la Barca, Claudio Coello, Juan de Herrera -arquitecto del mayor panteón real conocido, el de El Escorial, que quedó él mismo sin tumba desde que desapareciera de la iglesia de San Nicolás, las más antigua de Madrid-. Los supuestos restos -apenas nada- de Quevedo no reposan en su Madrid, como él quería y dejó escrito.

¿Dónde quedaron los cuerpos de Luís Vives, Jorge Juan, Jovellanos, Murillo, Tirso de Molina ...? Nadie lo sabe. Y nadie visita, sin embargo, las conocidas tumbas en la capital de España de Galdós, Baroja, Ramón y Cajal..., perdidas entres los cipreses de la sacramental de La Almudena.
Decía un político contemporáneo que «en España sabemos enterrar muy bien». Discrepo. A no ser que se refiriera a que, una vez enterrados, de lo bien bajo tierra que estaban nunca más íbamos ya a saber de ellos. Ni querer saber. Lo mismo nos hemos pasado con esa doble llave que antes comentamos, que echamos no ya al Cid, sino a toda nuestra Historia.

Creo que es tiempo de abrir a martillazos ese candado, no para enorgullecernos de falsos oropeles o vanas glorias. Ni siquiera de la gloría real que conquistáramos a despecho de unos y otros, como cuando en tiempos de Felipe IV, el Rey Planeta, acuñáramos el lema de «Todos contra Nos, Nos contra Todos». Es tiempo de recordar que el mundo le debe mucho a España, como afortunadamente varios historiadores están ya empezando a rememorar. No hace falta irnos a don Marcelino Menéndez Pelayo o atrevernos a ser tan políticamente incorrectos de leer y reivindicar los escritos de Ramiro de Maeztu, cuya Defensa de la Hispanidad recomiendo sin vergüenza ni falsos complejos. Día a día nuestras librerías se llenan de libros reivindicando ora nuestras gestas militares, ora nuestras gestas humanas.

Todo el orbe reconocerá, o seguro que le sonará, aquel explorador inglés, David Livingstone (por cierto, también enterrado en la citada abadía londinense), y sus aventuras cartográficas en África en busca de las fuentes del Nilo. La del llamado Nilo Blanco, porque la del Nilo Azul, reivindicado su descubrimiento por el escocés James Bruce en 1769, resulta que habían sido halladas por un madrileño, de Olmeda de las Fuentes más concretamente, Juan Páez Jaramíllo ¡en el 1618! Este jesuita partió como misionero a Etiopía en 1603, siendo además el primer europeo que tomaría una curiosa y estimulante infusión procedente de las bayas de un arbusto de la etíope región de Kaffa, y que hoy conocemos como, café.

Los libros de viajes y aventureros que tanto nos gustan y que tanto predicamento y éxito tienen en el mundo anglosajón, no han hecho que el de Páez, Historia de Etiopía, publicado en 1620, fuera no ya leído por nadie, sino conocidot. De hecho, la primera traducción al español data, pásmense, de 2010. La obra es tan valiosa e interesante que, según señala el escritor Javier Reverte: «Los ingleses lo valoran como un antecedente de Darwín porque es un libro de alto contenido científico». En el texto podemos encontrar el emocionante momento del descubrimiento del que se apropiaron otros: «Confieso que me alegré de ver lo que tanto desearon ver antiguamente el rey Ciro y su hijo Cambises, Alejandro Magno y el famoso Julio César».

Otro tanto nos puede pasar con el veneciano Marco Polo, cuyos viajes han sido profusamente comentados y conocidos por películas y series de televisión. El contenido de su Libro de las Maravillas ha sido empero puesto en entredicho, y sus viajes tal vez no fueran de tal magnitud como se presume. Sin embargo, su gloría es mundial y, como dicen los italianos, se non e vero, e ben trovato. Aunque, ¿cuántos saben de la embajada que el rey Enrique III de Castilla, en la persona de un tal don Ruy González de Clavijo, enviara a Samarcanda, capital del imperio del turco-mogol, para entrevistarse con el gran conquistador Tamerlán? Un viaje hacía Trebisonda (Turquía) y a lugares que hoy conocemos como Iraq, Irán y Uzbekistán. Hoy, en Samarcanda, Uzbekistán, se recuerda esa embajada con el nombre de la avenida «Rui Gonsales de Klavixo» y se denomina «Madrid» a una pequeña villa, ya barrio, de la misma capital uzbeca. Mientras, en la ciudad que le viera nacer, una calleja de apenas cíen metros cerca de la ribera del Manzanares, desconocida salvo por los que allí viven, «homenajea» al que fuera autor de un maravilloso libro de viajes medieval llamado Embajada a Tamorlán, que en nada desmerece en comparación con el que escribiera el famoso veneciano.

Son dos ejemplos, tal vez tontos y sin gran trascendencia. Pero,¿por qué incluso seguimos cayendo en el tópico de que desde España jamás apoyamos la ciencia? ¿Es que nuestra Corona estuvo siempre ceñida por reyes pacatos, mojigatos y beatos, que abjuraban de la Ciencia como si del mismo diablo se tratara? Eso parece, dirán muchos. La imagen negra de un Felipe II enlutado, lamiéndose las heridas por la pérdida de la Invencible y permanentemente rezando un rosado caído de hinojos en El Escorial, es cuando menos, injusta. E idiota. ¿Hemos de creer que el que gobernaba un imperio que iba del uno al otro confín no estaría interesado en hacerlo crecer y hacerse aún más fuerte si cabe? ¿Es esto posible sin innovación ni investigación y solo a base de paternóster y jaculatorias? Aunque fuera por egoísmo, la ciencia y la tecnología durante este periodo resultaron más que importantes.

Baste citar algunos ejemplos, pues el amor al saber queda más que probado con tan solo una visita a la biblioteca de San Lorenzo de El Escorial que, por cierto, no era un simple depósito de libros, sino un lugar de trabajo científico y estudio, que tuvo como primer encargado nada menos que a Benito Alias Montano. La tecnología naval no tuvo rival en ese tiempo, pero tampoco obras de ingeniería o de hidráulica. Los mejores ingenieros del mundo eran contratados al servicio de la Corona: Giovanni Battista Antonelli no solo se dedicó a las fortalezas y castillos, sino al proyecto de hacer el río Tajo navegable desde Toledo hasta Lisboa. El genial Juanelo Turriano, mate1nático mayor e inventor entre otras cosas de aparatos voladores, armas similares a las ametralladoras o autómatas, desarrolló también el «ingenio o artificio », colosal obra que permitía subir agua del Tajo al Alcázar de Toledo, salvando un desnivel de 100 metros.

En 1582 se crea en Madrid la Academia de Matemáticas, donde estarán juntos ingenieros civiles y militares, arquitectos y cosmógrafos. Su primer director será el arquitecto, matemático y militar Juan de Herrera. Esta academia será el antecedente directo de la de Ciencias, Exactas, Físicas y Naturales, que nos recuerda como, en tiempos de Felipe II, la preocupación de esta institución era
«fomentar la enseñanza de las matemáticas con vistas a sus aplicaciones de carácter pragmático, con vertientes tan distintas como el
cálculo mercantil, la fundamentación de la cosmografía, la astrología y el arte de navegar, o el uso para problemas concretos del arte militar y la técnica de la construcción».

La importancia de la medicina y de la farmacopea llevó también a Felipe II a impulsar un gran viaje por los territorios americanos para buscar y analizar las posibles nuevas especies de la botánica del Nuevo Mundo. Con este objetivo iba a surgir la primera expedición científica de la Historia Moderna. La idea inicial, ambiciosa como pocas, era recorrer los virreinatos de la Nueva España y del Perú, aunque luego se quedó la cosa «tan solo» en los territorios del primero. La expedición de 1571 la llevaría a cabo el doctor Francisco Hernández, de la Puebla de Montalbán, Toledo. Médico por la Universidad de Alcalá y autor de una obra magna que no llegaría a ver impresa: Tesoro de las cosas Médicas de la Nueva España o de las Plantas,Animales y Minerales de los Mexicanos. Sus descripciones, sus dibujos (ien 38 tomos!), su estudio de la flora y fauna mesoamericana (230 especies de aves), son un portento. En sus tres años de expedición aprendería la lengua náhuatl, preparando la obra para que fuera publicada en dicha lengua, latín y castellano. Su trabajo es la base de la botánica y de muchos aspectos de la medicina y la farmacopea modernas.

A la hora de imprimir tamaña obra, el coste era tan elevado que hubo que hacer copias abreviadas. Y es que, en palabras del bibliotecario de El Escorial, José de Sigüenza, era «empresa verdaderamente grande para ponerla en competencia de Alexandro con Aristóteles». La academia científica más antigua del mundo, según se dice, la italiana L'Accademia dei Lincei, tuvo como encargo regio por parte de Felipe IV llevar a cabo finalmente la edición príncipe (recordemos que se publicaba en latín y por ello no tiene tanta importancia el lugar) de la obra de Francisco Hernández. Sin embargo, iba a contar con el problema de toparse con que su académico más importante, Galileo Galilei, no estaba de acuerdo con su contenido, al no creer que los descubrimientos ahí mostrados fueran posibles o reales.


UNIVERSIDADES FUNDADAS POR ESPAÑA EN AMÉRICA Y FILIPINAS

Tan solo cuarenta y seis años después del descubrimiento de América el imperio Español fundó la primera universidad del Nuevo Mundo. Era el 28 de octubre de 1538. El centro universitario de Santo Tomás de Aquino, en Santo Domingo, se convirtió así en la primera de las casi treinta universidades que los españoles fundaron en América.

La Monarquía Hispánica creó hasta el siglo XIX, entre veinticinco y treinta universidades (según acotemos la fecha) y dieciséis colegios mayores, además de incontables escuelas. Ningún imperio puede compararse al español en cuanto a número de universidades fundadas durante su dominio. Portugal no creó ninguna universidad en su época colonial en Brasil, al igual que el Imperio belga en el Congo. Hubo que esperar al siglo XX para que Holanda fundara la primera universidad en una colonia suya. “Hay que sumar la totalidad de las universidades creadas por Bélgica, Inglaterra, Alemania, Francia e Italia en la expansión colonial de los siglos XIX y XX para acercarse a la cifra de las universidades hispanoamericanas durante la época imperial española”, asegura Elvira Roca Barea, colaboradora del Consejo Superior de Investigaciones Científicas.
El Imperio británico fundó la universidad de Harvard en América del Norte en 1636, ochenta y cinco años después de la fundación de las dos grandes universidades españolas en el Nuevo Mundo: la Real Pontificia de México y la de San Marcos en Lima (Perú) en 1551.

En el siglo XVI se fundaron siete universidades, en el siglo XVII otras trece, y ocho más en el siglo XVIII. España fue durante trescientos años, “el agente más poderoso para transferir plantas, animales e instituciones europeas al Nuevo Mundo”, asegura el catedrático de Estudios Latinoamericanos J.Tate Lanning, quien añade que una característica de la universidad americana de la época fue “su contacto íntimo con la sociedad y su intenso interés en el bien del Estado”.

Al igual que las peninsulares, las universidades del Nuevo Mundo se clasificaron en generales y en particulares, o lo que viene a ser lo mismo, en estatales y particulares, públicas o privadas. Las generales estaban sometidas a la autoridad real y su modelo fue la Universidad de Salamanca, mientras que las particulares dependían de las órdenes religiosas: dominicos, franciscanos y jesuitas, y su referente fue la universidad alcalaína. Cada universidad era autorizada para impartir estudios por Real Cédula o Bula Pontificia, o por ambos en el caso de que fueran a la vez ‘Reales y Pontificias’, como eran la mayoría de las universidades en el Nuevo Mundo. En demasiadas ocasiones la Bula Pontificia precedió a la Real Cédula, sobre todo cuando la universidad era fundada por una orden religiosa. Este hecho ha provocado que los historiadores no se pongan de acuerdo en establecer cuál es la primera universidad creada por los españoles en el Nuevo Mundo. La universidad de Santo Tomás de Aquino no gozó de autorización real hasta 1558, a pesar de sí contar con Bula Papal desde su creación en 1538. Situación que ha provocado cierta controversia sobre quién tiene el honor de ostentar el título de primera universidad de América Latina, que para muchos es la Universidad Real Pontificia de San Marcos en Lima (Perú) creada en 1551.
A las universidades creadas en el Nuevo Mundo acudían sacerdotes, funcionarios de la administración, hijos de peninsulares, criollos e indios cuyo estatus social, por lo general, era alto.
¿Y qué se estudiaba en las universidades? En líneas generales y traducido a la actualidad, Derecho (Canónico y Civil), Teología, Medicina, Artes y Filosofía, sin olvidar las cátedras de lenguas indígenas. El conocimiento de éstas lenguas era obligatorio para ejercer la enseñanza sobre todo para los religiosos, que como los jesuitas, tenían prohibido ejercer la profesión si no sabían alguna lengua de indios. Pero también en las universidades se cursaban los grados de Bachiller, Licenciado, Doctor y Maestro. Hasta la independencia de las colonias americanas, 150.000 licenciados salieron de las universidades españolas en América.
Los centros universitarios creados por los españoles en América sirvieron como trasvase cultural entre Europa y el Nuevo Mundo. Más de treinta mil libros entraron en México a finales del siglo XVI. El estudio universitario de las ciencias, las artes industriales y las bellas artes “colocó a Nueva España y al Perú en un alto lugar entre los pueblos cultos del mundo”. Alumnos que pasaron por las universidades fundadas por los españoles en América fueron considerados autoridades internacionales en su materia. Profesores de prestigio dieron clase en sus aulas. Las universidades europeas no eran mejores que las americanas. Si la Universidad de París, Bolonia y Salamanca fueron un referente para Europa, las universidades de Lima y México lo fueron, y lo son hoy en día para América.

Estamos haciendo referencia a que, con errores o con aspectos claramente execrables por abusos cometidos por desalmados, la monarquía hispánica desarrolló una labor que iba mucho más allá de esquilmar pueblos o acabar con sus gentes en un genocidio planificado. ¿Alguien entendería que tal cosa fuera posible mientras se establecían instituciones y municipios, como si se quisiera emular una nueva Roma, al mismo tiempo que se fundaban universidades y hospitales? Universidades y hospitales no para los colonos. Para todos. Así, el listado solo para el siglo XVI, incluiría:
  • Real y Pontificia Universidad de Santo Tomás de Aquino, Santo Domingo, República Dominicana. 1538.
  • Real y Pontificia Universidad de San Marcos, Lima, Perú. 1551.
  • Real y Pontificia Universidad de México, Ciudad de México. 1551.
  • Pontificia Universidad de Santo Tomás de Aquino, Bogotá, Colombia. 1580.
  • Universidad de San Fulgencio, Quito, Ecuador. 1586.
Al principio del nuevo siglo, en 1613, se uniría a estas la Pontificia Universidad de Córdoba (Argentina) y, en 1619, la Pontificia Universidad de Santo Tomás de Aquino, en Santiago de Chile. Cabe recordar que la universidad más antigua de Estados Unidos, obviamente organizada por los colonos ingleses, es la de Harvard, fundada en 1636. La tan famosa de Yale no lo sería hasta 1701. ¿Qué estuvieron haciendo los ingleses desde que, en 1583, mandara la reina Isabel I Tudor al corsario Walter Raleigh a fundar colonias al norte de lo que era la Florida española? ¡Quién sabe!

El caso es que, en los nuevos siglos, aquellos llamados de la Ilustración, España y su Corona no estuvieron mano sobre mano. Así, podemos seguir encontrando epopeyas que nada tienen de militares o de conquista. Seguramente no muy populares, pero, como vamos viendo, sí soterradamente conocidas. En ese sentido resulta muy sorprendente lo al tanto que estaban de descubrimientos y aportaciones hispanas quienes siempre se mostraron corno enemigos nuestros. Luego, entre la fama y Hollywood, la suerte de nuestra Historia quedó echada.

Me parece absurdo preguntar si han oído o leído algo del viaje del Beagle. Seguro que conocen el bergantín en que viajara Charles Darwin, donde llevaría a cabo su periplo científico en 1831. Una expedición que hasta tendría su reflejo épico en la gran pantalla en una conocida película con actores de lujo, donde aparece un remedo del gran naturalista y biólogo inglés. Cierto es que Darwin va a ofrecer un libro fundamental para la ciencia. Pero lpor qué nadie conoce o apenas si nos suena, el viaje científico de la llamada Expedición Malaspina-Bustamante, realizada en 1789 por encargo de nuestro rey ilustrado Carlos III?

La expedición Malaspina efectuó una travesía que duró poco más de cinco años, a bordo de dos corbetas que recorrieron todo aquel llamado Lago Español, como era conocido el océano Pacífico, con un objetivo netamente científico. A bordo de ellas navegaban naturalistas, botánicos, astrónomos, hidrógrafos, dibujantes... de la más alta cualificación. Los mejores en su momento. La Corona española no escatimaba en los recursos y medios presupuestarios para el desarrollo científico, en monto muy superior al resto de monarquías europeas, máxime en los tiempos de un rey tan amante del progreso como fuera Carlos III. Lamentablemente, el monarca ilustrado no iba a ver el resultado de esta expedición, para mal de todos.  )

Como no puede haber español que deje de estar al quite para torpedear nuestros propios barcos, sería esta vez Manuel Godoy, Príncipe de la Paz y secretario de Estado, quien entendió que el capitán de navío Malaspina había cometido traición contra el nuevo rey Carlos IV (contra sus propios intereses más bien y, por tanto, incautará toda la documentación del viaje, prohibiendo para colmo el que se divulgara nada sobre ella. Tuvimos que esperar hasta 1885 para que el teniente de navío y académico de la historia, Pedro Novo y Colsón, publicara el estudio que llamaría Viaje Político-Científico alrededor del mundo por las Corbetas Descubierta y Atrevida, al mando de los Capitanes de Navío Don Alejandro Malaspina y Don José Bustamante y Guerra desde 1789 a 1794; así vio por fin la luz la gran tarea llevada a cabo por estos militares y científicos españoles.

Una expedición que llegará tan hasta el mediodía como la Patagonia y la Tierra del Fuego, y tan hasta septentrión como Alaska; recorriendo y fondeando a lo largo de toda la costa occidental de las Américas . Navegando hacía el ocaso hasta Nueva Zelanda, Australia, Filipinas o Cantón, en China, anclando además en islas como las Fidji, las Marianas (Guam), las de San Pedro (hoy conocidas como Georgias del Sur, Reíno Unido), Tonga, la Micronesia española (hoy islas Marshall, Estados Unidos), las Célebes y las Malucas (ambas de Indonesia), las Malvinas...
Territorios descubiertos y explorados en su tiempo por navegantes españoles que dieron nombre y cartografiaron aquel vasto territorio oceánico desde el siglo XV,y a quienes ya nadie recuerda. Por citar solo a unos pocos, pues sería una lista interminable:
El primer europeo en llegar al archipiélago de lo que hoy son las mencionadas islas Marshall fue el explorador español Alonso de Salazar en 1526, durante la expedición de García Jofre de Loaísa. Las llamadas islas de Poniente, a las que puso ese nombre su descubridor, Fernando de Magallanes, serían denominadas finalmente como Filipinas en honor de Felipe II, por Ruy López de Víllalobosen 1543. 
En 1565 Andrés de Urdaneta descubre y documenta la ruta a través del océano Pacífico desde Filipinas hasta Acapulco. Se llamará el «tornaviaje», un auténtico adelanto marítimo para la navegación. En 1567 Álvaro de Mendaña de Neíra navegó desde Perú hasta las islas Salomón, a las que díó nombre, y descubrió además Guadalcanal y las islas Marquesas. 
Los primeros europeos que llegarían a la Nueva Zelanda (nombre puesto por los holandeses) fueron el explorador español Juan Fernández, en 1576, y Luís Váez de Torres, marino gallego o portugués al servicio de la Corona española (como la mayoría por no decir todos los navegantes portugueses en ese momento), que surcaría las aguas del estrecho que hoy lleva su nombre, entre Nueva Guinea y la península del actual Cabo York (nombre puesto por James Cook, que llegara en 1771), en el norte de Australia.

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Catolicismo e Hispanidad, ¿dos caras de la misma moneda? Con Gabriel Calvo Zarraute