EL Rincón de Yanka: LA INSOPORTABLE LEVEDAD DEL INTELECTUAL MEDIÁTICO Y VENEZUELA Y EL DULCE VENENO DE LA IGUALDAD

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miércoles, 30 de enero de 2019

LA INSOPORTABLE LEVEDAD DEL INTELECTUAL MEDIÁTICO Y VENEZUELA Y EL DULCE VENENO DE LA IGUALDAD



La insoportable levedad 
del intelectual mediático

He tenido que leer esta última semana por razones profesionales un libro sobre el papel de los intelectuales en el siglo XX, más concretamente sobre el compromiso del intelectual en el citado período. Es una obra colectiva –intervienen catorce autores- editada por dos profesores universitarios, Maximiliano Fuentes y Ferran Archilés y lleva como título Ideas comprometidas. Los intelectuales y la política (Akal, Madrid, 2018). El volumen en sí es interesante y cito la referencia por si alguien tiene curiosidad pero, como se imaginarán, no lo traigo aquí a colación para reseñarlo o comentarlo, sino por algo muy distinto.

Según iba leyendo sus páginas y los distintos capítulos que lo integran, no podía dejar de pensar en el contraste tan brutal entre un ayer no muy lejano y el mundo que vivimos. En el ámbito francés, Camus y Sartre; en el italiano, los intelectuales arracimados en torno al PCI; aquí al lado, Fernando Pessoa, del que por cierto se acaba de publicar Sobre el fascismo, la dictadura militar y Salazar (La Umbría y la Solana, Madrid, 2018); en España, ¿qué les voy a decir, desde el 98 en adelante, o sea, desde Unamuno a Laín Entralgo, por citar dos referencias señeras?

Probablemente pensarán, llegados a este punto, que este es un artículo para lamentarme del susodicho contraste entre el ayer y el hoy. Es decir, el páramo actual –como diría Gregorio Morán– frente a la floración o la cosecha de antaño. El ayer esplendoroso, nimbado de nombres ilustres que siguen iluminándonos como auténticos clásicos, en oposición a la indigencia de lo que se publica hoy y a la clamorosa ausencia de referencias incuestionables. Pero no, esto no pretende ser simplemente un lamento sobre la base de una pretendida decadencia actual.
El mundo del ayer, por usar la célebre acuñación de Stefan Zweig, casi siempre resulta ser desde una cierta atalaya histórica, más interesante, fértil o sólido que la circunstancia que nos ha tocado vivir
Tampoco lo contrario, una vindicación del presente, me apresuro a precisar. Cada tiempo es el que es y, aunque resulte tentador usar el trazo grueso de la crítica implacable, una mirada más profunda a nuestro entorno y a nuestra trayectoria pasada nos muestra que es frecuente la percepción de que el mundo se derrumba: el mundo del ayer, por usar la célebre acuñación de Stefan Zweig, casi siempre resulta ser desde una cierta atalaya histórica, más interesante, fértil o sólido que la circunstancia que nos ha tocado vivir. Todo lo que era sólido se titulaba precisamente, como recordarán, uno de los últimos ensayos de Muñoz Molina.

Ahora bien, mi determinación de no descalificar el presente pero tampoco vindicarlo, no es, no puede ser obstáculo para que al modo notarial levante acta de los rasgos que según me parece a mí caracterizan nuestro tiempo y marcan distancias con el pasado. Hay algunos tópicos que, a pesar de ser ya eso, tópicos, no dejan más opción que su reconocimiento, al menos como punto de partida. Uno de los más importantes en mi opinión es la aludida falta de solidez o modernidad líquida, en la consabida expresión de Zygmunt Bauman que todos repetimos.
Otro, no menos inevitable, es el llamado fin de los grandes relatos, en especial el marxista, que acompañó la implosión del socialismo real. Si el marxismo fue durante varias décadas la religión alternativa, la fe de los que habían perdido su fe religiosa, su descrédito en la práctica y en la teoría nos ha abocado a la situación actual. Por eso la búsqueda de la identidad se ha hecho tan vehemente y convulsa, porque cada vez sabemos menos quienes somos. Y en esta búsqueda compulsiva siempre se llevan el gato al agua las simplificaciones: de ahí el éxito del nacionalismo y el populismo.

No digo que esto sea bueno ni malo, mejor o peor que antaño, sino simplemente que hemos perdido casi todas las certezas y ahora solo queda la incertidumbre, de la que muchos quieren huir… como sea. De este modo, tampoco confiamos verdaderamente en nadie. Ya pasó el tiempo de los sumos sacerdotes y los profetas. También ¡ay! el de esos guías laicos que eran los intelectuales. Se me dirá que siguen existiendo líderes. ¡Naturalmente! Pero, si se fijan, son cada vez más frecuentemente líderes del descontento: no se les vota tanto porque se confíe en ellos cuanto porque juegan a la contra. Así han surgido los Trump, Bolsonaro, Salvini o, entre nosotros, hasta el propio fenómeno de Vox.
Hoy en día el intelectual a la vieja usanza, el intelectual comprometido del que hablaba al comienzo de este artículo, pasa poco menos que inadvertido
En términos estrictos, el intelectual clásico sigue existiendo, claro está. Pero social y culturalmente ha caído en la irrelevancia. A casi nadie le interesa lo que haga o diga o deje de decir. Hoy en día el intelectual a la vieja usanza, el intelectual comprometido del que hablaba al comienzo de este artículo, pasa poco menos que inadvertido. Hace poco me decía un buen amigo que quizá hasta lea estas líneas que, modestia aparte, él consideraba –creo que con bastante razón- que había escrito páginas que no desmerecían de un Ortega y Gasset. Pues bien, con ellas ni había ganado dinero ni reconocimiento ni simple visibilidad: no había pasado de ser un modesto profesor universitario sin el más mínimo eco fuera de un reducidísimo círculo de afines.
Se me dirá que el intelectual comprometido ha sido sustituido por el intelectual mediático. Aceptemos el planteamiento: la fuerza de los hechos nos obliga a ello. Pero permítaseme algunos reparos conceptuales: ¿pueden casarse los dos términos que forman este sintagma? ¿No es un oxímoron? ¿Cómo pueden hacerse compatibles el reposo reflexivo y la urgencia periodística? ¿Cómo preservar los matices del discurso ante la necesidad de titulares? ¿Cómo conjugar la profundidad del análisis con la levedad del flash o teletipo? ¿Cómo conciliar el tiempo para el estudio y la investigación con la exigencia de ubicuidad: internet, radios, televisiones, periódicos, conferencias, mítines…?

Paradójicamente (o quizá no tanto), cuanto mayor es la levedad del intelectual mediático, más necesidad hay de negarlo u ocultarlo. Cuanto menor es la talla del intelectual, cuanto menos sabe de hecho, más necesidad tiene de dogmatizar y sobreactuar con seguridad. Ya nos hemos acostumbrado, como la cosa más normal del mundo, que cualquier novelista de éxito imparta doctrina sobre las cuestiones más alejadas de su actividad, desde la política crediticia del FMI a las sugerencias del foro de Davos. O artistas –reconocidos pintores, por ejemplo- firmando manifiestos sobre el cambio climático o contra las privatizaciones en la enseñanza o la sanidad.
El discurso intelectual se ha banalizado y la reflexión seria se ha frivolizado
Conviene insistir en que estas apreciaciones no pretenden ser otra cosa que un mero reflejo de la realidad, tal como las ve quien esto escribe. Hay una crítica implícita, sería absurdo negarlo, pero también, por otra parte, un reconocimiento, el de que es muy probable que las cosas no puedan ser de otro modo dadas las exigencias de la sociedad en la que vivimos. Del mismo modo que la enseñanza tradicional ha perdido la batalla, por lo menos aquí y ahora, ante la irrupción de los pedagogos y los nuevos psicólogos, el discurso intelectual se ha banalizado y la reflexión seria se ha frivolizado.
Quiero terminar con un apunte personal. No sé si habrán tenido ustedes una experiencia o una impresión parecidas. Mi ámbito competencial, como creo que le pasa a la mayor parte de los ciudadanos, es muy limitado. Saber, lo que se dice saber, sé de muy pocas cosas y aun de estas no estoy muy seguro. Pues bien, en algunas ocasiones me ha pasado que estos opinadores universales entran a saco en lo mío y entonces me digo para mis adentros “no tienen ni puñetera idea, pero ¡qué aplomo!” Estoy convencido de que yo si estuviera en el plató frente a ellos, convencerían al público sin dificultad de que ellos eran los expertos y yo un simple aficionado. Aplausos encendidos y pasamos a publicidad.

Venezuela y el dulce veneno 
de la igualdad

La situación límite de Venezuela, con Juan Guaidó nombrado presidente interino por la Asamblea nacional, y reconocido por numerosos países, con Estados Unidos a la cabeza, ha suscitado el apoyo casi unánime de un amplio espectro político y de la opinión pública en general, a excepción de la izquierda radical.

Progresistas, centristas y conservadores de todo Occidente consideran que Nicolás Maduro ha saboteado la democracia venezolana y usurpado el poder. Por lo tanto, la democracia tiene que ser restaurada. Y Juan Guaidó representa esa esperanza de restitución, puesto que, además de ser el presidente legítimo de la Asamblea Nacional, goza de un gran apoyo popular y también de un creciente apoyo internacional.

Está bien que frente a una tiranía como la de Maduro exista un amplio consenso en favor de la liberación de Venezuela, y que se anime a la opinión pública a mostrarse más brava de lo habitual, como si de repente hubiera una bula papal para denostar sin tapujos lo que llegó a ser calificado, no sin cierta admiración, como el socialismo del siglo XXI.
Pero la verdadera lucha por la causa de la libertad es una pelea de todos los días, en todos los frentes y en todas las cosas menudas. Lamentablemente ese tipo de lucha está proscrita. Se tolera una cierta “sublevación” en situaciones críticas, como la de Venezuela, pero sólo cuando existe una alternativa que concite cierto consenso. Alguien que, a ser posible, esté en la línea del mainstream.

El monstruo simpático

Ahora parece haberse olvidado, pero el desastre de Venezuela se produce porque el chavismo pudo apropiarse paulatinamente de la libertad de los venezolanos. Y lo hizo con el consentimiento tácito del mainstream, animado por intelectuales y celebridades internacionales con una fuerte ascendencia en la opinión pública.
Expresidentes de gobierno, políticos, economistas, directores y actores de cine y modelos de la alta costura, defendieron durante mucho tiempo la tiranía chavista
Expresidentes de gobierno, políticos, economistas, directores y actores de cine y modelos de la alta costura defendieron durante mucho tiempo la tiranía chavista. Y si el chavismo no gozó de un apoyo aún mayor no fue por discrepancia con sus ideales, sino por su falta de glamour, manca finezza. Para el progresismo moderno, la imagen de Hugo Chávez vistiendo un chándal con los colores de la bandera venezolana y arengando a la multitud con un lenguaje populachero resultaba incómoda, desagradable y contraria a los nuevos tiempos… y a las nuevas formas. Su disgusto era, sobre todo, una cuestión de estética y de clase.
Aun así, apoyos no faltaron. Noam Chomsky, profesor hoy retirado del MIT, fue un partidario de la Venezuela de Chávez y su antiamericanismo. Argumentó que promovía la “liberación histórica de América Latina”. El actor Sean Penn, que se reunió con Hugo Chávez en numerosas ocasiones, dijo que era un “tipo fascinante” que hizo “cosas increíbles para el 80 por ciento de los venezolanos que son muy pobres”. El director de cine Oliver Stone se declaró admirador de Chávez y del emergente socialismo latinoamericano, hasta el punto de que hizo una película homenaje titulada South of the Border. Luego, cuando Chávez murió, dijo lamentar la muerte de “un gran héroe para aquellos que luchan por un lugar en el mundo”. Por su parte, el cineasta Michael Moore, después de la muerte de Chávez, lo elogió por “eliminar el 75 por ciento de la pobreza extrema” y “proporcionar salud y educación gratuitas para todos”.

También el economista Joseph Stiglitz, ganador de un Premio Nobel, elogió las políticas socialistas de Hugo Chávez durante una visita a Caracas en 2007. Y en el Foro Económico Mundial, dijo: “El presidente venezolano, Hugo Chávez, parece haber tenido éxito en llevar salud y educación a la gente de los barrios pobres de Caracas”.
Incluso, un expresidente de los Estados Unidos, Jimmy Carter, afirmó que Chávez sería recordado por su audaz afirmación de autonomía e independencia para los gobiernos de América Latina.
La lista es muy extensa. Sin embargo, lo relevante no son los numerosos nombres propios, sino que, durante casi dos décadas, el chavismo gozó de muchas simpatías, demasiadas. ¿Por qué?

La democracia escorada

La renuncia a librar estos combates políticos cotidianos y colocarse siempre y en todo momento del lado de la libertad, ha llevado a que muchas reivindicaciones tradicionalmente liberales terminaran cayendo del lado conservador. De ahí la emergencia de los llamados populismos de derecha. De hecho, el centro político (socialdemócratas y demócrata cristianos) y la izquierda moderada (socialistas no marxistas) ha terminado alineándose con la izquierda radical en cuanto a ideales, mientras que muchos liberales con ciertos complejos progresistas se han mostrado equidistantes por temor a ser etiquetados como conservadores.
Venezuela, es un caso extremo del abuso del poder. Pero durante las últimas décadas, los espacios de libertad se han ido achicando en las democracias consolidadas antes de que el populismo irrumpiera con fuerza
Venezuela es un caso extremo del abuso del poder. Pero durante las últimas décadas, los espacios de libertad se han ido achicando en las democracias consolidadas antes de que el populismo irrumpiera con fuerza. Es cierto que, si se analiza desde parámetros estandarizados, puede decirse que, pese a todo, muchas democracias gozan de buena salud, en algunos países incluso de una salud mejor de lo esperado. Pero, precisamente, uno de los indicadores que sirve para medir la salud democrática, el Índice de Desarrollo Humano (IDH), también sirve para saber a qué nos referimos, exactamente, cuando hablamos hoy de calidad democrática.

Selim Jahan, director de la Oficina del Informe sobre Desarrollo Humano del PNUD, afirmaba tajante: “La considerable desigualdad en el bienestar de las personas sigue siendo inadmisible. La desigualdad, en todas sus formas y dimensiones, entre países y dentro de ellos, limita las opciones y oportunidades de las personas y frena el progreso”, Una declaración que perfectamente podría corresponder a un buen chavista.

Evidentemente, la naturaleza de la desigualdad de un país como Nigeria difiere bastante de la de un país como Noruega. No es sólo una cuestión de percentiles. En Nigeria esta desigualdad afecta a bienes y servicios básicos, en Noruega no. Sin embargo, la obsesión por la igualdad en los países desarrollados es tanto o más grande que en los países subdesarrollados.
En Occidente, las políticas sociales, primero, y de la identidad, después, se han convertido en la esencia del Estado de bienestar, hasta el punto de que hoy resulta muy difícil, casi imposible, encontrar un Estado moderno que no se haya escorado peligrosamente hacia la democracia militante; es decir, hacia la democracia constitucionalmente igualadora.

La defensa de la libertad individual y la preservación del ámbito privado, cuestiones que tradicionalmente se han sustanciado en la inalienable autonomía personal y en la inviolabilidad de las relaciones íntimas de las personas, hoy sólo son defendidas por los conservadores, cuando no hace mucho eran valores que en cualquier democracia liberal se consideraban sagrados. De hecho, la democracia debía salvaguardarlos. Pero desde hace tiempo ya no es así. Las facciones políticas, a través del Estado, se fueron arrogando atribuciones que iban mucho más allá de los límites del buen gobierno. Y los valores democráticos se vieron superados por la producción incesante de nuevos derechos sociales.
El poder político no sólo logró neutralizar los equilibrios y contrapesos democráticos diseñados precisamente para evitar sus excesos, sino que politizó estos controles y los puso en buena medida a su servicio
El poder político no sólo logró neutralizar los equilibrios y contrapesos democráticos diseñados precisamente para evitar sus excesos, sino que politizó estos controles y los puso en buena medida a su servicio. Los tribunales constitucionales se convirtieron en una cámara de última instancia, donde la proporción partidista de sus miembros anticipaba veredictos cuya argumentación, por imposible, devenía en alardes metafísicos. Y la alternancia del poder ejecutivo no suponía un cambio significativo en esta deriva, sino que parecía reforzarla e institucionalizarla.

La opresión y sus grados

Esta desnaturalización de la democracia liberal es el reflejo de cómo la izquierda se ha convertido en la fuerza dominante. Aun cuando su representación no es mayoritaria en los parlamentos, su ideal de la “igualdad de resultados” se ha convertido en el principio rector de las propuestas “transformadoras” de casi todas las grandes formaciones políticas. Y la suma de estas fuerzas sí es mayoritaria.
Ocurre, sin embargo, que, si bien la igualdad ante la ley es un principio fundamental de la democracia liberal y del pluralismo político, la igualdad de resultados no lo es. Es un ideal iliberal, irrealizable y sumamente destructivo. Las diferencias de talento, inteligencia, atributos físicos y fuerza de carácter son realidades inmutables que distinguen a unas personas de otras y que a su vez generan diferencias de riqueza y poder. Y los intentos de neutralizar estas diferencias degeneran invariablemente en opresión.

Sin embargo, la idea de que los partidos, a través del Estado, pueden eliminar no sólo la desigualdad, sino todas las corrupciones del espíritu humano, es hoy el criterio mayoritario. Puede parecer que existen grados distintos en la utopía, discrepancias de fondo que la hacen más plausible. Pero no es así. Unos apuestan por acciones políticas radicales, otros por una ingeniería social gradualista y muy sofisticada para alcanzar la “igualdad”, simplemente difieren en las formas… no en los ideales.
La idea de que los partidos, a través del Estado, pueden eliminar no sólo la desigualdad, sino todas las corrupciones del espíritu humano, es hoy el criterio mayoritario
Justicia social, políticas públicas, políticas sociales, igualdad, igualdad de resultados o igualdad de representación, todos estos términos expresan un mismo ideal. Hace más de medio siglo, Friedrich Hayek describió la “justicia social” como un espejismo. En su opinión no existía una entidad llamada “sociedad”, cuyo fin era redistribuir la riqueza o establecer jerarquías correctas. Solo existían individuos con afiliaciones políticas que pugnaban por el poder y luego lo ejercían a través del Estado. Estos individuos no eran ajenos a la naturaleza humana, estaban animados por los mismos prejuicios y la misma codicia que generaban los males que el progresismo pretendían erradicar. En la práctica, y en el mundo real, la justicia social sólo era la justificación de un nuevo despotismo.
El colapso de la Venezuela socialista del siglo XXI es más que la crónica de un desastre anunciado. Nos revela que, cuando la democracia liberal se transforma en democracia igualadora, sesgada, la opresión es inevitable aunque tenga grados. Nos dice, en definitiva, que el drama de Venezuela comenzó con la promesa de igualdad.

Los intelectuales orgánicos del castrismo
Asumieron sus postulados como sacerdotes de una nueva religión

El castrismo disfrutó por largas décadas del beneplácito de los intelectuales. No solo de los que surgieron a su sombra y cocina; también contó con creadores, artistas y profesionales de la información de reconocido prestigio antes del establecimiento del régimen totalitario y después vitorearon al caudillo tal cual circo romano, o practicaron un silencio cómplice solo roto por los clamores de las víctimas.

No fueron pocos los intérpretes que después de un periplo internacional se presentaban en la televisión para elogiar a la dictadura y afirmar que era querida y respetada en cada país que habían visitado. Recuerdo a una cantante que había estado en un festival, creo que el de Sochi, al que poco le faltó para pedir la beatificación de Fidel Castro. Algo parecido hacía Teófilo Stevenson cuando entregaba sus medallas, que había ganado por su coraje y habilidades, al tirano.

No obstante, hay que admitir que fueron los creadores que crecieron y nacieron bajo los titulares de seis pulgadas que clamaban por “paredón” en el periódico Revolución, o entre las páginas de la revista Bohemia (que describían a Fidel Castro como un Cristo) los que mejor servicio han prestado al totalitarismo. Estos sujetos han manejado eficientemente la maquinaria de propaganda y represión de la dictadura, aportando toneladas de hormigón al sostenimiento de edificio totalitario tal y como han hecho los agentes de los cuerpos represivos. Ellos no deben llamarse a engaño, son y han sido cómplices de las depredaciones de la dictadura porque, como escribiera José Antonio Albertini, “La tinta también mata”.

Cuando se haga el recuento de los perjuicios causados por el totalitarismo a la nación cubana tal vez uno de los sectores más afectados resulte el de los intelectuales, porque muchos de ellos, con innegable talento para la creación, se postraron por cobardía o prebendas, ante el régimen de oprobio que personificaba Fidel Castro. Mientras Ángel Cuadra y Jorge Valls, honraban la dignidad creativa y ciudadana yendo a prisión por lo que escribían y pensaban. Otros –entre los que destacan Eusebio Leal, Carlos Puebla, Silvio Rodríguez, Luís Pavón Tamayo, Jorge Serguera, Alfredo Guevara y Roberto Fernández Retamar– asumían los postulados del castrismo como sacerdotes de una nueva religión.

Sin embargo, por viles que hayan sido muchos de nuestros intelectuales, en alguna medida la simiente de la independencia y soberanía personal se preservó. De no haber sido así no habrían surgido, después de cimentada la dictadura, entre otras, personalidades como Ricardo Bofill, María Elena Cruz Varela y Raúl Rivero. Y no tendríamos plumas que honran como las de Luis Cino, que confrontan la tiranía enarbolando su verdad a cualquier precio.

Tampoco tendríamos la hornada de valientes que día a día reta a la dictadura en las ciudades cubanas, al extremo que en los últimos doce meses en las prisiones han sido recluidos 805 compatriotas, según Prisoner Defenders. Las cárceles castristas son un ejemplo de que, aunque no hayan faltado cómplices, han sobrado defensores de la libertad y el derecho, siendo uno de los ejemplos más notables los arrestos de periodistas independientes, bibliotecarios y otros ciudadanos condenados durante la Primavera Negra del 2003, cuando numerosos intelectuales, como Manuel Vazquez Portal, fueron condenados a decenas de años de cárcel por opinar sin miedo.

Lo más relevante es que 62 años después, jóvenes nacidos y formados en un ambiente de censura, represión, manipulación, propaganda masiva, mentiras y medias verdades hayan sido capaces de enfrentar a un Estado policial y reclamar su independencia sin temer las consecuencias. Que graduados en universidades revolucionarias como proclaman las consignas de la dictadura, hayan tenido conciencia para exigir sus derechos ciudadanos; y sin nunca haber conocido la libertad, escribir y componer canciones como “Patria y vida”. Y que jóvenes como Osmani Pardo Guerra se arriesguen a cumplir un año de prisión por el mero hecho de escuchar esa canción, que simplemente refleja los más caros anhelos de la juventud cubana contemporánea.

Pero, sin duda alguna, para mí, lo más conmovedor de todo es el cartel que enarbolan los jóvenes militantes del Movimiento San Isidro, que en contraposición a todas las enseñanzas de castrismo esgrimen una proclama que reclama “cultura y libertad”. No el paredón que les instruyeron en la niñez y que mi generación conoció en carne propia.

La falta de ética de Adolfo Pérez Esquivel


Pérez Esquivel denuncia las violaciones de los derechos humanos, 
pero no si las cometen los regímenes de izquierda

El señor Adolfo Pérez Esquivel es arquitecto de profesión, y también una persona preocupada por el acontecer político en su Argentina natal y el resto del mundo. Esa preocupación lo llevó a oponerse a la Junta Militar que gobernó a su país en los años 70. Estuvo encarcelado y a punto de ser ultimado por la represión castrense. Ah, claro, y no podemos olvidar que recibió el Premio Nobel de la Paz en 1980.

En su más reciente visita a Cuba, con motivo de la III Conferencia Internacional por el Equilibrio del Mundo, el señor Pérez Esquivel ofreció declaraciones al periódico Trabajadores (edición del lunes 4 de febrero), en las cuales se refirió a otros dos galardonados con la preciada distinción que distingue a los defensores de la paz mundial: el presidente norteamericano Barack Obama, y la Unión Europea.

El señor Pérez Esquivel no está de acuerdo con que al mandatario estadounidense le hayan conferido el Premio Nobel de la Paz, pues según él, Obama tiene pendientes muchas situaciones injustas que resolver, y nada ha hecho al respecto. Nos cuenta Esquivel que, en el momento de la concesión del Nobel al Presidente, le envió una carta en la que expresaba su sorpresa por ese reconocimiento. Pero ya que lo ostentaba, Obama debía de evidenciarlo “construyendo la paz”. Según Esquivel, el inquilino de la Casa Blanca, para comenzar a ser merecedor del pergamino, debe prohibir cuanto antes el uso de las armas de fuego en su país, y liberar a los cubanos que guardan prisión en Estados Unidos acusados de espionaje.

Al referirse a la Unión Europea, el señor Esquivel asevera que se opuso a la concesión del Nobel al considerar que esa agrupación no respeta los deseos de Alfred Nobel, el creador de esos premios. Esquivel insiste en que esa entidad prioriza las soluciones por la vía militar, en vez de buscar otros acercamientos.

A primera vista, y con independencia de que estemos o no de acuerdo con los señalamientos de Esquivel, parece plausible que se vele por la pureza de un galardón como el Premio Nobel de la Paz, y sobre todo estar al tanto de que los premiados, con su acción posterior, no pongan en duda el reconocimiento que un día merecieron. Sin embargo, este papel de censor que se ha atribuido el señor Esquivel le debería de corresponder a alguien que sea consecuente con su manera de actuar. Y he ahí donde falla este político e intelectual argentino.

Resulta que la condecoración de 1980 le fue otorgada a Pérez Esquivel por su defensa de los derechos humanos. Pero él, en vez de mantener una actitud vertical en la defensa y observación de tales derechos, solo aplica una especie de doble rasero. Porque el señor Pérez Esquivel es implacable cuando se trata de gobiernos de derecha que no respetan los derechos humanos, pero se hace de la vista gorda si las denuncias recaen sobre un régimen de izquierda. 

En el caso específico de Cuba, este Premio Nobel de la Paz jamás ha criticado a los gobernantes de la isla a pesar de su largo historial de violaciones de los derechos humanos. Ni por el encarcelamiento de opositores, ni por el atropello de turbas desenfrenadas a las indefensas Damas de Blanco, ni por las coerciones a las libertades individuales, ni por la imposibilidad de los cubanos de elegir directa y libremente a su presidente.
Entonces, ¿qué moral le asiste al señor Adolfo Pérez Esquivel para poner en tela de juicio los Premios Nobel de Barack Obama y la Unión Europea? Realmente ninguna. Solo que, al ser vertidas en la prensa oficialista cubana, esas declaraciones no hacen más que acercarnos a un dicho muy recurrente: el papel aguanta todo lo que le pongan.

Ramonet: 
Maduro, dame lo mío, y te reconozco 

-Sé que te vas a reunir con Maduro, ¿nos podrías adelantar lo que le vas a decir?, desliza el meloso Vladimir Villegas, al final de su programa especial que le hizo el viernes de 8 a 9 de la noche al director de Le Monde Diplomatique, el español Ignacio Ramonet, por Globovisión.

Ramonet, biógrafo de Fidel Castro y de Hugo Chávez, propagandista de la revolución bolivariana en Europa, eludió la pregunta “por razones obvias”, pero durante todo el programa demostró que conocía de punta a punta la travesía de Nicolás Maduro. Estaba preparado para su encuentro con el presidente venezolano. Lo describió como sindicalista que “siempre tiende la mano”, como parlamentario, como canciller y como “garante” del chavismo en el poder.

Hizo evidente que el propósito de su visita a Venezuela tenía (tiene) como objetivo adelantar convenios para intentar salvar una brecha desde siempre existente: Maduro no tiene épica, no tiene currículum heroico, no es un líder duro, no concuerda con la tradición que en quince años ha querido imponer la maquinaria chavista, se encuentra en la sima del favor popular, no “le paran bola”. Y se ofrece Ramonet para escribirle una historia conveniente que le convierta en el exterior del país en el cabal heredero de un Chávez, “al que admiro”.

Ramonet ha disfrutado de gran éxito político y económico en Venezuela, con Chávez. Durante una década puso su franquicia francesa impresa, Le Monde Diplomatique, a la orden de los populismos latinoamericanos. Chupa, además, de Cuba, de Ecuador, de Bolivia, de Brasil. Contribuyó en gran medida a sostener el mito del “buen salvaje latinoamericano”. Hizo escuela, junto con el mexicano-alemán Heinz Dieterich, en la internacionalización del “Socialismo del Siglo XXI”, manantial asumido muy pronto por los jóvenes politólogos españoles que luego fundaron Podemos (Iglesias, Monedero, Errejón, Serrano, Alegre, que hoy son auscultados en su país por financiamiento ilegal y cuentas oscuras). Ramonet inventó una edición venezolana de su particular Le Monde, y cobraba cifras muchísimo más astronómicas que las facturadas por sus congéneres. Un editor venezolano, actualmente en desgracia, me dijo que había visto cheques (¿Cuánto?, pregunté. No bajaban de 260 mil euros, respondió) expedidos por Pdvsa por concepto de ediciones especiales en las que se contaban las maravillas de la revolución.

(En una oportunidad, por el simple hecho de que le habían robado la cartera y con ella el efectivo y las tarjetas de crédito durante un toque técnico en Barcelona, un antiguo amigo periodista se hospedó en mi casa en Madrid. Una especie de asilo, que no se le niega a ningún desvalido. En Bucarest, Rumania, había sido invitado a la reunión anual que congrega Le Monde Diplomatique con su red de corresponsales y negociantes en diversas capitales. Me habló de las dificultades que la dirección estaba encontrando en Venezuela. La edición local no pasaba de 3.000 ejemplares, distribuidos en los ministerios y en los locales del PSUV. Cuando se hicieron los balances, contaba, sentía que le presionaban, aun cuando no era responsable de los contratos sino de la edición de los contenidos. Los negocios no fluían con tanta presteza, como cuando vivía Chávez).

La mejor porción se la estaba llevando Podemos, con más de tres millones de euros facturados en poco tiempo. Dieterich había desertado y se había colocado en la trinchera contraria, al punto de haberle puesto fecha (abril 2015) a la caída del régimen. La estima por la revolución bolivariana había bajado de intensidad en Europa. La figura Chávez (y su legado) se había revertido. Ya no se le consideraba un líder emergente, por cuanto se había constatado in extenso que los resultados de sus políticas habían conducido a Venezuela al despeñadero. Nadie quiere ese esquema. Ramonet tenía que actuar. Lo está haciendo. Pero su argumentación en favor del mito arrollador anti-capitalista que representaba su apuesta inicial, ahora se refugia en “Diplomacia venezolana debe actuar con sutileza en EEUU”, como resume Globovisión su participación en el especial nocturno de “Vladimir a la 1″.
BIOGRAFIA URGENTE
Ramonet va a decirle hoy a Maduro que necesita ayuda internacional urgente, y que él se la puede proporcionar. Podemos ha recogido velas. No le interesa exponerse, aunque tenga facturas por cobrar. Le felicitará por haber sacado a su antiguo benefactor Rafael Ramírez (Pdvsa, fuente principal de sus alcancías) de la cancillería y colocado a Delcy Rodríguez, hermana del alcalde caraqueño. Le dirá que ha sido una buena decisión haber colocado a Mauricio Rodríguez al frente de la vice-presidencia de información internacional, en el entendido de que habrá una recontraofensiva bien fondeada en ámbitos principalmente europeos. Mauricio es hijo de un antiguo militante del MIR, mi fallecido amigo Mariano Rodríguez, sin parentesco con los otros Rodríguez. Los ascendientes vienen de luchas en Chile y Venezuela, en el caso de Mauricio, y de Jorge, gran líder universitario de los ´70, reventado hasta la muerte, en el caso de Delcy.
(El amigo, el que buscó mi cobijo, me dice: La lucha interna es fuerte. No queremos a Maduro. Nadie quiere a Maduro. Nuestro hombre para dirigir al partido es Jorge Rodríguez).

Ido Dieterich, espantados los españoles de Podemos, el gallego Ramonet busca una nueva oportunidad para mantener su vida chulesca. Oportunidad difícil, porque hoy la cuesta es más sinuosa que la transitada una década atrás. Su competidor más cercano en el ámbito de los hagiógrafos es Ignacio Serrano Mancilla, director del Celag (Ecuador), economista español que cobra directamente como director de línea del laboratorio social de GIS XXI, organización fundada por el actual presidente del Banco Central de Venezuela, Nelson Merentes, y hoy dirigida por Jesse Chacón, ministro de energía eléctrica. Un enemigo menor. Ramonet le gana, por peteneras, por capacidad envolvente, por sagacidad.

Serrano Mancilla ha escrito un libro sobre un tema harto inconcebible: El Pensamiento Económico de Hugo Chávez, al que ni siquiera van los chavistas a sus presentaciones. Ramonet ha cortado y pegado cientos de párrafos de la extensa verbalización de Fidel Castro y se ha posicionado como jalabola superior.
Maduro le va decir, dale, Ramonet. Lo necesito. Y Ramonet le responderá con lo que todos pensamos…

OJALÁ - JUAN MEDICI

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