EL Rincón de Yanka: RITO

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jueves, 20 de junio de 2024

LA POST-IGLESIA COVIDIANA Y ANTIEVANGÉLICA por UNA SIMPLE "EPIDEMIA": SIN SALUDO DE LA PAZ Y PILAS BENDITERAS VACÍAS 🔆⛪ 😈🔆


En mi iglesia parroquial (La Coruña, Galicia), 
ya no hay ni agua bendita en las pilas de entrada, 
ni hay Saludo de la Paz, ni siquiera boletines de "POBO DE DEUS".
 
Ver lo que dice un haféfobo y misófobo: "Durante la pandemia se abrieron los ojos de nuestros liturgistas, y por supuesto, se omitió este rito de dar la mano. Simplemente, una inclinación de cabeza. Así esperemos que continúe. Ni es higiénico ni sincero el apretón de manos. Y… sobre todo, no seamos hipócritas. La Misa, tal y como la vivimos en las ciudades, no supone un acercamiento de amigos. Sí – y ojalá no me equivoque – una adoración, culto, amor, oración, encuentro con Dios. Ojalá llegáramos en Misa a sentirnos amigos. Pero esto es otra cuestión. Hoy me fijo en el rito de la paz y me alegró como se realizaba en tiempo de pandemia. A continuar así".
 

El saludo de la paz

Señor Jesucristo, que dijiste a tus apóstoles: 
“La paz les dejo, mi paz les doy”, 
no tengas en cuenta nuestros pecados, 
sino la fe de tu Iglesia y conforme a tu palabra
 concédele la paz y la unidad.
 
Hasta este momento el sacerdote se dirigía a Dios Padre, ahora se dirige directamente a Jesucristo y le dirige una oración por la paz. Le recuerda su misma oración al Padre en la última cena (Jn 14,27). Estas palabras forman parte del largo discurso de Jesús en el que, antes de morir, Jesús se ofrece sacramentalmente: 
“Este es mi cuerpo. Esta es mi sangre, que va a ser derramada” (Mc 14,22.24). Sin la ayuda de Dios, nosotros no podemos comprender el misterio de su muerte, ni tampoco la íntima relación entre la muerte de Jesús y nuestra paz. Por eso al resucitar, lo primero que el Señor dice a los discípulos es: 
“La paz esté con ustedes”. (Jn 20,21). Y san Pablo dice de Jesús: 
“Él mismo es nuestra paz, él ha creado de los dos pueblos un solo hombre nuevo, restableciendo la paz en su propia persona, mediante la cruz” (Ef 2,14-16).

Mientras nos preparamos para recibir su cuerpo y su sangre, nos dirigimos directamente a Él, recordándole la paz que nos ha prometido como la unidad por la que oró al Padre antes de padecer: “Que sean perfectamente uno” (Jn 17,23).
De hecho, la unidad es inseparable de la paz. “Traten de conservar la unidad del Espíritu mediante el vínculo de la paz” (Ef 4,3).
Luego el sacerdote añade: La paz del Señor esté siempre con ustedes. El pueblo responde: Y con tu espíritu. Y el sacerdote o diácono dice: Démonos fraternalmente la paz.
 
El rito del saludo de la paz tiene sin embargo el mérito de recordarnos que el rito eucarístico no se llama "Comunión"
 
Aquí hay otro pequeño misterio. Tal como se hacía en los primeros tiempos: la paz viene de Cristo, hay una íntima unidad entre Él que es la cabeza y el cuerpo que somos nosotros.
El saludo no es un saludo ordinario sino un gesto de profundo significado ritual: antes de comulgar debemos estar unidos entre nosotros. De nada sirve que los miembros del cuerpo estén solamente unidos a la Cabeza, si no lo están entre ellos. No sería un cuerpo. Si vamos a recibir un único pan, debemos ser un solo cuerpo.
 
Este gesto de paz no es un saludo, sino que continúa siendo este deseo, el deseo de que la paz de Cristo resucitado permanezca en nuestra vida. Un gesto que significa la paz, la comunión y la caridad para la Iglesia y para toda la familia humana y los fieles expresan la comunión eclesial y la mutua caridad, es decir la comunión en el Cuerpo de Cristo del Señor.
Es la paz que nos da Cristo y que deseamos a las personas que nos rodean, de modo sencillo y ordenado, de ahí que el gesto sea acompañado de las palabras: “la paz del Señor” y se responda “y con tu espíritu”. El rito de la paz alcanza su profundo significado con la oración y el ofrecimiento de la paz en el contexto de la Eucaristía. El darse la paz enriquece su significado y confiere expresividad al rito mismo.
 
Como discípulos de Jesús, estamos llamados a ser instrumentos de la justicia y la sanación de Dios para todos los que sufren violencia. Esto, sin embargo, no es la paz verdadera que celebramos y por la que pedimos en Misa. Es esta la paz que busca el mundo, pero como Jesús nos dijo, Él vino a traer paz “no como la da el mundo” sino como la da Dios.
(Juan 14,27)
La paz que Cristo trae no es meramente la ausencia de violencia, sino el fruto de la justicia y el amor
(Cf. Gaudium et Spes 78), o como lo expresó el Papa Sn. Pablo VI, 
“Si quieres la paz, trabaja por la justicia”.
 
Cuando nos damos el saludo de paz en Misa, lo hacemos con las mismas palabras que Jesús dijo a sus discípulos, “la paz sea contigo”, porque en nuestro bautismo nos hicimos miembros del cuerpo de Cristo y en la Eucaristía somos formados aún más en su cuerpo místico en la Iglesia.
El saludo de paz, entonces, es más que desear a la gente que esté libre de violencia y angustia. Es más todavía que desearles una relación justa. Nuestro saludo de paz es nuestra respuesta voluntaria como miembros del cuerpo de Cristo de ser ministros unos de otros de la reconciliación que Jesús obtuvo para nosotros en la cruz. Somos literalmente Cristo para Cristo. Es también un momento en que nos animamos unos a otros a conocer y confiar en la presencia de Dios, su amor y misericordia y a perseverar en cumplir la voluntad de Dios.

Es este un momento sagrado en que las divisiones en el cuerpo de Cristo son sanadas mediante la gracia de Dios que pasa entre nosotros. Esta sanación pretende suscitar una comunión auténtica entre nosotros al tiempo que nos preparamos para recibir y compartir nuestra comunión más profunda con Dios en la Eucaristía.
El saludo de paz no es un intermedio, es ministerio interno dentro del cuerpo de Cristo para unirnos como cuerpo de Cristo y así prepararnos a recibir plenamente el cuerpo de Cristo. La forma como damos este saludo de paz siempre debe ayudar a los demás a experimentar esta profunda gracia salvífica en sus vidas.
 
 
El Misal describe así el gesto de la paz: Los fieles "imploran la paz y la unidad para la Iglesia y para toda la familia humana, y se expresan mutuamente la caridad, antes de participar de un mismo pan" (IGMR 56b).

a) Se trata de la paz de Cristo: "Mi paz os dejo, mi paz os doy". El saludo y el don del Señor que se comunica a los suyos en la Eucaristía. No una paz que conquistemos nosotros con nuestro esfuerzo, sino que nos concede el Señor.
b) Un gesto de fraternidad cristiana y eucarística: Un gesto que nos hacemos unos a otros antes de atrevernos a acudir a la comunión: para recibir a Cristo nos debemos sentir hermanos y aceptarnos los unos a los otros. Todos somos miembros del mismo Cuerpo, la Iglesia de Cristo.

Todos estamos invitados a la misma mesa eucarística. Darnos la paz es un gesto profundamente religioso, además de humano. Está motivado por la fe más que por la amistad: reconocemos a Cristo en el hermano al igual que lo reconocemos en el pan y el vino.
“Si los fieles no comprenden y no demuestran vivir, en sus gestos rituales, el significado correcto del rito de la paz, se debilita el concepto cristiano de la paz y se ve afectada negativamente su misma fructuosa participación en la Eucaristía”.

Un simple "virus" se ha comido la Fe. 
¡Que ya tiene merito!
José Luis Aberasturi

Hace unos días que le llevo dando vueltas a lo de las iglesias cerradas, y a lo de las Misas “sin pueblo, por imperativo legal y eclesial -en muchos casos-; o no". Y cada vez me escandaliza más el tema. Es una derrota en toda regla, y un arrasar la poca Fe que quedaba en pie: supuesto que quedase; que sí quedaba y queda, como me ha llegado de tanta buenísima gente.
Y digo todo lo anterior con dolor de alma y de corazón: por Jesús, por la Iglesia y por las almas todas. Y lo digo con cuarenta años de sacerdote detrás, uno tras otro, y sumando Dios mediante. Que no son tres o cuatro ya. Gracias a Dios.

¿Qué ha podido pasar por el alma -la cabeza no pretendo ni nombrarla- de tantos miembros de la Jerarquía Católica para que, ante el covid famoso, la ocurrencia primera y más puesta en el candelero, o en el candelabro, haya sido la de echar el cerrojo? ¡Cerrojazo patronal! No me extrañaría que hubiesen pillado el “bicho"…, y les haya comido hasta la Fe. O lo que les quedase de ella. A quien le quedase; porque tal como van y están las cosas…

Porque resulta incomprensible. Amén de escandaloso. Y me explico.

Es muy posible que los políticos de la progrez -que nos ha infectado mucho más fuertemente que cuanquier bicho- pudiesen acudir -sin mirar siquiera a Italia, ahí al lado y con la que tenían montada; y sin escuchar a los expertos médicos, y no me refiero al busto parlante, riente, que no “sonriente” y “mentiente” que han sacado- a un expediente parecido a “no teníamos precedentes de nada parecido…".

De este modo, y encomendándose únicamente al diablo -no tenían más agarradero, porque no tienen otro-, se hayan atrevido a incitar a asistir a la "manifa" femi, y en Madrid. Por eso, entre otras cosas, es Madrid la primera y la más perjudicada por toda esta hecatombe. Pero ya sabe la gente a quién se debe tamaño honor…

Pero este planteamiento, o este expediente, en la Iglesia Católica ni cabía ni cabe. En sus más de dos milenios de existencia -siempre la misma Iglesia Católica: fiel a Cristo y a las almas, para ser fiel a sí misma-, se ha encontrado con situaciones tan graves o más que esta. Fijo.

Y NUNCA, oigan, NUNCA ha dado cerrojazo. Es más: a los sacerdotes y religiosos que huían de donde debían estar -y se jugaban la vida, literalmente-; es decir, a los que huían de las gentes que enfermaban y morían, y de las sanas -que también las había-: o se volvían a su sitio, o quedaban inmediatamente EXCOMULGADOS. Cualquier cosa, cualquier solución era buena, menos… ABANDONAR. Porque no es ni pertenece, por definición, a la Iglesia; porque “eso” no es de Cristo.

En esto ha quedado la “nueva iglesia", la tan cacareada y cacareadora “iglesia en salida": que ni salga ni entre nadie. ¿Y en qué ha venido a parar lo de la iglesia como “hospital de campaña?: que vayan a urgencias. Ha quedado en CERROJAZO y TENTE TIESO…, QUE YA TE APAÑARÁS por tu cuenta y riesgo. Bueno, ¿y lo de la “misericordia"…? Ustedes mismos. Vamos: ¡pa’… y no echar gota!

En esto quedan los “eslóganes", especialmente los más populistas y aplaudidos por los más sádicos destrozadores de la Iglesia: en HUMO. ¿Por qué? Porque exactamente humo eran: no pasaban de ahí. Y a los “mantras” de los políticos les sucede otro tanto: no son nada.

Solo les ha quedado, a los jerarcas que han cedido ante el mundo y sus poderes, aquello de: “Y que Dios te la depare buena". Es lo que se cuenta de aquel médico de pueblo, del siglo XIX, que llevaba en el bolsillo una serie de recetas; de modo que cuando tenía que recetar algo, echaba mano al bolsillo, sacaba una y, sin mirarla siquiera, se la daba al enfermo y le decía exactamente esas palabras.

Aclaro que es una anécdota “irreal", mero chascarrillo, sin más connotación. Y no lo cuento por los médicos, como es lógico y se entiende; sino por los miembros de la Jerarquía Católica que están haciendo lo que hacen, y están mandado lo que se ha de hacer, según su genial saber y entender.

Por cierto: aprovecho para aplaudir a todo el personal sanitario y personal hospitalario en todas sus facetas, incluida la limpieza, la comida y la ropa, para mandarles, junto al aplauso, mis oraciones de sacerdote: lo hago con todo gusto y afecto, especialmente con la Santa Misa.

Y, cómo no: a todos los buenos pastores -que no son muchos- que no han dejado tirados a sus fieles: a los hijos de Dios en su Iglesia.

¿Cómo es posible que hayamos llegado a esto en la Santa Madre Iglesia? Porque llegar se ha llegado: es innegable. No en todas las diócesis, pero sí en la mayoría… pretendiendo además que esta postura “por lo eclesial” es “un bien” para sus hijos. Quizá para las ovejas estaría muy bien, que para eso son ovejas; pero para los hijos…, para los hijos de Dios en su Iglesia… pues, en fin.

Me escribía una señora buenísima -católica, por supuesto-, escandalizada y dolorida por estas medidas tan inhumanas, de entrada, y tan hueras de espiritualidad y de vida sobrenatural -tan vacías de Dios, se mire como se mire-, de salida; me escribía:

“En mi cabeza, desde luego, no cabe que la Iglesia pueda cerrar sus puertas ante una situación de emergencia o calamidad, como no entendería que una madre dejara en la calle a su hijo enfermo o necesitado y en medio de la lluvia. Creo que existe un abismo inmenso entre permitir a los fieles participar de las Eucaristías con las debidas precauciones, que no se trata de ser imprudentes, y privarles incluso de esa posibilidad… E igual de desafortunada me parece la idea de suspender la Adoración Perpetua: ’sin Mí no podéis hacer nada’; o dificultar el acceso a los Sacramentos… San Juan Pablo II: ‘No tengáis miedo, abrid de par en par las puertas a Cristo’. Eso le pido al Señor, que esta Iglesia suya no tenga miedo de abrir sus puertas”.

Es desolador ver la figura del Papa caminar a solas, sin más compañía, “obligada", que la de los guardaespaldas. Pero es la imagen perfecta y exacta -la que vale más que mil palabras- de lo que se ha hecho y se está haciendo en la Iglesia: VACIARLA, convrtiéndola -en eso están muchos- en una cáscara vacía, un trampantojo, un auténtico erial…, mientras se mantienen cargos, instituciones y demás que, como está profetizado en el AT, no son sino cisternas agrietadas que no pueden retener el agua.

Es incomprensible, por mor de doloroso, ver en la TV, a un canónigo de una muy ilustre catedral española, decir que iba a celebrar la Santa Misa: “porque se siguen diciendo; pero SIN PUEBLO; eso sí: la catedral sigue abierta para el que quiera entrar a rezar"…, pero NO PARA asistir a MISA y COMULGAR. Se insiste en lo obvio y en lo menos, para negar lo más. Como en el mundo político. Tal cual.

Y más incomprensible si cabe la afirmación de que “nos confesemos con Dios", que es lo mismo que decirle a uno que se juega el alma para toda la eternidad, “que se confiese con una farola"; porque “eso” ni ha existido en la Iglesia, ni existe, ni podrá existir.

Existe el SACRAMENTO de la CONFESIÓN, donde uno se confiesa exactamente con Dios, a través de persona interpuesta: el sacerdote. Sí existen también los “actos de contrición perfecta” que, de suyo, cuando no hay posibilidad de acercarse a confesar, perdonan los pecados…, siempre que acompañe el propósito serio y honrado de confesarlos en cuanto se pueda.

Pero, ¿quién es el guapo que puede decir “yo he hecho un acto de perfecta contrición"? Por eso SIEMPRE está la Confesión, y los sacerdotes debemos estar a mano para facilitarla: no para decir que estamos fuera de servicio…

¿Cómo se puede dejar a los fieles, desde la propia Jerarquía que debería vivir única y exclusivamente para ellos, y más con esta epidemia galopante, SIN los MEDIOS de SALVACIÓN, ordinarios y extraordinarios, entregados por el mismo Jesucristo a su Iglesia…, y cuando más falta les hacen?

Claro: estos jerarcas, ayunos de todo ya, como están en lo de la “iglesia nueva", y se ve que no han leído nada de la “vieja” -la auténtica, por cierto-, ya no saben ni quién fue san Damián, el cura de los leprosos de Molokai; que murió leproso, como no podía ser menos. Ni él quería ser menos, tampoco.

¡Que sea Trump el que diga que establece un “día de oración” en todo su país por esta pandemia, ya tiene mérito! Ni siquiera es católico, para más inri. Nadie en la Iglesia ha dicho algo igual. Y, menos aún, antes que él.

TODO ESTÁ SIENDO YA UN DISPARATÓN… que, en la Iglesia Católica, día a día va creciendo y se hace más y más dañino. Está arrasando.

¡Señor, ten piedad! ¡Apresúrate a socorrernos! ¡Mira que perecemos!
 
 
¿Por qué nos damos la paz en la Eucaristía? · La Eucaristía. Saber más
 
 
VER+:
 
LA IGLESIA POST-COVID HA DEMOSTRADO SU APOSTASÍA 
Y SU TRAICIÓN A LA MISIÓN CRISTIANA, 
SOBRE TODO EN EL CLERO ESPAÑOL 🔆⛪
 
"EL PAPA Y LOS OBISPOS SE HAN CONVERTIDO 
EN EXPERTOS EN SALUD EN LUGAR 
DE SER TESTIGOS DE LA FE" 🔆💉🔆
 
LA (ANTI) IGLESIA COVIDIANA Y GLOBALISTA 🔆⛪ 😈🔆 
 



 
 

jueves, 6 de junio de 2024

LIBRO "LA DESAPARICIÓN DE LOS RITUALES (Y DEL RITO)": UNA TOPOLOGÍA DEL PRESENTE por BYUNG-CHUL HAN



LA DESAPARICIÓN DE LOS RITUALES: 
PRESIÓN PARA PRODUCIR

En el mundo contemporáneo, donde la fluidez de la comunicación es un imperativo, los ritos se perciben como una obsolescencia y un estorbo prescindible. En ‘La desaparición de los rituales’ (Herder), el filósofo Byung-Chul Han disecciona por qué las formas simbólicas cohesionan la sociedad y reflexiona sobre estilos de vida alternativos que serían capaces de liberarla de su narcisismo colectivo.
Al tiempo le falta hoy un armazón firme. No es una casa, sino un flujo inconsistente. Se desintegra en la mera sucesión de un presente puntual. Se precipita sin interrupción. Nada le ofrece asidero. El tiempo que se precipita sin interrupción no es habitable.

Los rituales dan estabilidad a la vida. Parafraseando las palabras de Antoine de Saint-Exupéry, se puede decir que los rituales son en la vida lo que en el espacio son las cosas. Para Hannah Arendt es la durabilidad de las cosas lo que las hace «independientes de la existencia del hombre». Las cosas tienen «la misión de estabilizar la vida humana». Su objetividad consiste en que «brindan a la desgarradora mutación de la vida natural […] una mismidad humana, una identidad estabilizante que se deduce de que día a día, mientras el hombre va cambiando, tiene delante con inalterada familiaridad la misma silla y la misma mesa»(*).

Las cosas son polos estáticos estabilizadores de la vida. Esa misma función cumplen los rituales. Estabilizan la vida gracias a su mismidad, a su repetición. Hacen que la vida sea duradera. La actual presión para producir priva a las cosas de su durabilidad. Destruye intencionadamente la duración para producir más y para obligar a consumir más. Demorarse en algo, sin embargo, presupone cosas que duran. No es posible demorarse en algo si nos limitamos a gastar y a consumir las cosas. Y esa misma presión para producir desestabiliza la vida eliminando lo duradero que hay en ella. De este modo destruye la durabilidad de la vida, por mucho que la vida se prolongue.

El smartphone no es una cosa en la acepción que Hannah Arendt da al término. Carece justamente de esa mismidad que da estabilidad a la vida. Y tampoco es especialmente duradero. Se distingue de cosas tales como una mesa, que yo tengo ante mí en su mismidad. Sus contenidos mediáticos, que acaparan continuamente nuestra atención, son cualquier cosa menos idénticos a sí mismos. Su trepidante alternancia no permite demorarse en ellos. El desasosiego inherente al aparato lo convierte en un trasto. Además nos hace adictos y nos obliga a echar mano de él, mientras que de una cosa no deberíamos sentir que nos mete presión.
 
Son las formas rituales las que, como la cortesía, posibilitan no solo un bello trato entre personas, sino también un pulcro y respetuoso manejo de las cosas. En el marco ritual las cosas no se consumen ni se gastan, sino que se usan. Por eso pueden llegar a hacerse antiguas. Por el contrario, bajo la presión para producir nosotros nos comportamos con las cosas, es más, con el mundo, consumiendo en lugar de usando. En contrapartida, ellas nos desgastan. Un consumo sin escrúpulos hace que estemos rodeados de un desvanecimiento que desestabiliza la vida. Las prácticas rituales se encargan de que tengamos un trato pulcro y sintonicemos bien no solo con las otras personas, sino también con las cosas: «Con ayuda de la misa los sacerdotes aprenden a manejar pulcramente las cosas: sostener con cuidado el cáliz y la hostia, limpiar pausadamente los recipientes, pasar las hojas del libro. Y el resultado del manejo pulcro de las cosas es una jovialidad que da alas al corazón» (**). 
 
En "El principito de Saint-Exupéry" el pequeño príncipe le pide al zorro que lo visite siempre a la misma hora, para que la visita se convierta en un ritual. El principito le explica al zorro qué es un ritual. Los rituales son en el tiempo lo que una vivienda es en el espacio. Hacen habitable el tiempo, como si fuera una casa. Ordenan el tiempo y de este modo hacen que tenga sentido para nosotros. El tiempo carece hoy de una estructura firme. No es una casa, sino un flujo inconstante. Antes era también todo un ritual ver un programa de televisión un determinado día de la semana a una determinada hora, toda la familia. Hoy se puede ver un programa a cualquier hora, cada uno por su cuenta. Eso no significa directamente que tengamos cada vez más libertad. La flexibilización total de la vida también acarrea pérdidas. Los rituales no son simples restricciones de la libertad, sino que dan estructura y estabilidad a la vida. Consolidan en el cuerpo valores y órdenes simbólicos que dan cohesión a la comunidad.
En los rituales experimentamos corporalmente la comunidad, la cercanía comunitaria
No me gustaría recibir los últimos sacramentos de un sacerdote que lleva puesta una mascarilla protectora. La pandemia está poniendo de manifiesto que vivimos en la sociedad de la supervivencia. Sobrevivir lo es todo, como si nos halláramos en un estado de guerra permanente. Todas las fuerzas vitales se emplean hoy para prolongar la vida. En vista de la pandemia la sociedad de la supervivencia prohíbe las misas incluso en Pascua. Hasta los sacerdotes practican la distancia social y llevan mascarillas protectoras. Sacrifican completamente la fe a la supervivencia. ¿La caridad? Se expresa guardando la distancia. El virus derroca a la fe. Todo el mundo está pendiente de lo que dicen los virólogos, que adquieren así el monopolio absoluto de la interpretación. La narrativa de la resurrección queda totalmente desbancada por la ideología de la salud y de la supervivencia. Ni siquiera el Papa Francisco es una excepción. San Francisco abrazaba leprosos...

Hoy ya solo miramos nuestro smartphone. Cada vez nos miramos menos entre nosotros. Incluso la madre está mirando permanentemente su smartphone en lugar de devolverle la mirada al niño. En la mirada de la madre el niño encuentra apoyo, confirmación y comunidad. La mirada de la madre infunde una confianza primordial. La falta de mirada provoca un trastorno en la relación consigo mismo y con los demás, y es también causante de la actual pérdida de la empatía. En mi libro La expulsión de lo distinto escribí que el otro se revela sobre todo como mirada. El smartphone y la digitalización hacen que vivamos en una sociedad sin mirada. La comunicación digital tiene consecuencias negativas en nuestra relación con el otro. Cada vez perdemos más empatía. Hace 10 años, la famosa artista de performances Marina Abramovic hizo una memorable en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, que consistía en un ritual de la mirada. Durante tres meses permaneció sentada en una silla, ocho horas al día, mirando fijamente a los ojos a la persona que estaba sentada enfrente. Fue un evento muy emocional. Algunos se sintieron tan sobrecogidos por la penetrante mirada de la artista que rompieron a llorar. Pienso que la mirada puede sanar, que puede sacarnos del aislamiento narcisista. Imagínese usted que a causa del coronavirus Marina Abramovic llevara puesta una mascarilla durante su performance. Su mirada no produciría ningún efecto. Pienso que el rostro enmascarado aísla a las personas sin que lo noten y acelera la desaparición de la empatía.

En los poemas juega el lenguaje. Al hacer poesía, jugamos con el lenguaje. También el ritual es un juego. Uno de los motivos, y no el menos importante, por los que hoy apenas leemos poesía es que hemos olvidado lo lúdico. A cambio, leemos muchas novelas de intriga. Las novelas de suspense proporcionan un desvelamiento progresivo de la verdad, como si fuera un destape. Ese desvelamiento es pornográfico. En la pornografía, la verdad es el sexo. No leemos poemas aguardando la verdad final. No tienen nada que desvelar, no permiten una lectura pornográfica. También en la sexualidad hemos dejado de jugar, lo que cuenta hoy es el rendimiento. También en el amor se está perdiendo lo lúdico. En la época de Tinder ya no hay seducción ni rituales de seducción, se va directamente al asunto. Pero lo erótico es el juego con las cosas secundarias. Librémonos de la idea de que todo placer procede del cumplimiento de un deseo. Solo la sociedad de consumo se rige por los deseos. En un juego compartido yo no trato de satisfacer mi deseo. No estoy afirmando que debamos regresar al pasado. Más bien abogo por inventar nuevas formas de actuar y de jugar en común, formas que se desarrollen más allá del ego, más allá del deseo, más allá del consumo, y que generen una comunidad. Mi libro apunta a una sociedad venidera. Con la pandemia experimentamos hasta qué punto son importantes los juegos y los rituales. Ni siquiera se nos permitía comer juntos. Juntarse para comer no se puede digitalizar».

(*) H. Arendt, Vita activa oder Vom tätigen Leben, Múnich, Piper, 2002, p. 163 [trad. cast.: La condición humana, Barcelona, Paidós, 2003].
(**) P. Handke, Phantasien der Wiederholung, Frankfurt del Meno, Suhrkamp, 1983, p.8 [trad. cast.: La repetición, Madrid, Alianza, 2018].


Byung-Chul Han lleva a cabo en su nuevo libro una amena y elocuente disección de lo que él mismo llama una de las patologías del presente: "la desaparición de los rituales".
Los ritos son acciones simbólicas que unen a los individuos sin necesidad siquiera de mediar palabra: comunidad sin comunicación. Mientras que los ritos cumplen una función fundacional y cohesionadora, pues «transmiten y representan los valores y órdenes» que mantienen unida y entrelazada a una sociedad, el autor surcoreano asegura que, por el contrario, lo que hoy predomina es una comunicación sin comunidad. Por tanto, se ha inaugurado la peligrosa imposibilidad de relacionarse a través del mutuo reconocimiento previo. Y ello porque, entre otras razones, los seres humanos se han convertido en cosas: un producto más con el que mercadear.
Índice


El surcoreano afincado en Alemania Byung-Chul Han se ha convertido en una de las voces más escuchadas y buscadas en el terreno de la filosofía y el pensamiento de los últimos años. Sus libros son pequeñas joyas en las que se concentran la savia de la ineludible y necesaria tradición filosófica y, por otro lado, la reflexión sobre los asuntos de la más acuciante actualidad. Un cóctel que le ha proporcionado grandes éxitos editoriales. La filosofía, lo sabe bien Han, necesita pensar —y repensarse en— los problemas que nos arrinconan en lo cotidiano, sin recluirse en los estrechos muros de la academia. La universidad, por supuesto, es necesaria y vivifica el tejido social, pero si la filosofía no está y no se desarrolla en la polis, en la ciudad, empujándonos imperativamente a pensar y actuar, se convierte en una filosofía vacía, huérfana: inoperante.
 
Comunidad sin comunicación vs comunicación sin comunidad
La desaparición de los rituales, de Han (Herder).
 
Byung-Chul Han lleva a cabo en su nuevo libro una amena y elocuente disección de lo que él mismo llama una de las patologías del presente: la desaparición de los rituales. Los ritos son acciones simbólicas que unen a los individuos sin necesidad siquiera de mediar palabra: comunidad sin comunicación. Mientras que los ritos cumplen una función fundacional y cohesionadora, pues «transmiten y representan los valores y órdenes» que mantienen unida y entrelazada a una sociedad, el autor surcoreano asegura que, por el contrario, lo que hoy predomina es una comunicación sin comunidad. Por tanto, se ha inaugurado la peligrosa imposibilidad de relacionarse a través del mutuo reconocimiento previo. Y ello porque, entre otras razones, los seres humanos se han convertido en cosas: un producto más con el que mercadear.
La filosofía, lo sabe bien Han, necesita pensar —y repensarse en— los problemas que nos arrinconan en lo cotidiano, sin recluirse en los estrechos muros de la academia
Desde antiguo, el símbolo sirvió, precisamente, para re-conocerse. La palabra viene del griego symbolon, que originariamente significaba «contraseña» y unía a las gentes entre sí: «Uno de los huéspedes rompe una tablilla de arcilla, se queda con una mitad y entrega la otra mitad al otro en señal de hospitalidad», recuerda Han. En ese mutuo reconocimiento de los que se consideran iguales ante las leyes se juega gran parte de nuestra capacidad para crear nexos cercanos y sinceros entre individuos que, en un principio, podrían resultar extraños o, incluso, hostiles.

«La depresión no se produce en una sociedad definida por rituales. En ella el alma está totalmente absorta, incluso vaciada, en formas rituales. Los rituales contienen mundo. Generan una fuerte referencia al mundo. La depresión, por el contrario, se basa en una referencia hiperbólica a sí mismo. Al verse totalmente incapaz de salir de sí mismo y pasarse al mundo, uno se encapsula en sí mismo. El mundo desaparece (…) Los rituales, por el contrario, exoneran al yo de la carga de sí mismo».

Han nos alerta: si la percepción simbólica hace que podamos distinguir y apreciar el elemento duradero en las relaciones humanas, y si corremos el riesgo de perder tales ritos, mucho de nuestro mundo se perderá con ello. Los ritos hacen posible que el tiempo sea habitable, que no todo se escape de entre las manos como arena de playa, y transforman el aséptico «estar en el mundo» en un cómodo y enriquecedor «estar en casa»: es así como la existencia se convierte en vida. Vida siempre compartida. 
«Los rituales dan estabilidad a la vida», apunta Han, y hacen que nuestra biografía pueda engarzarse con las de otros.
Los ritos hacen posible que el tiempo sea habitable y transforman el aséptico «estar en el mundo» en un cómodo y enriquecedor «estar en casa»
Más producción, más rendimiento

Pero hoy no solo consumimos las cosas, sino también las emociones, a través de un narcisismo que amenaza con destruir lo más propio del universo humano: el orden inmaterial, simbólico (ritual) que aporta sentido a nuestra vida singular y a la vida en comunidad. Y es que «la presión para producir y para aportar rendimiento alcanza hoy todos los ámbitos vitales, incluso la sexualidad», denuncia Han (como ya hiciera en otro de sus más célebres libros, La agonía del Eros). Y sin tapujos, escribe: «El capitalismo intensifica el progreso de lo pornográfico en la sociedad, en cuanto lo expone todo como mercancía y lo exhibe. No conoce ningún otro uso de la sexualidad. Profaniza el Eros para convertirlo en porno». En este nuevo libro va más allá y apuntala: «El juego de la seducción, que requiere mucho tiempo, se elimina hoy cada vez más a favor de la satisfacción inmediata del deseo sexual».

La desaparición de los rituales acaba con lo duradero, con los lazos que nos unen de manera indeleble a través de la frágil línea del tiempo, y que nos recuerda que somos capaces de forjar relaciones que sobrepasen el ámbito material. Por contrapartida, «el régimen neoliberal fuerza a percibir de forma serial e intensifica el hábito serial. Elimina intencionadamente la duración para obligar a consumir más. El constante update o actualización, que entre tanto abarca todos los ámbitos vitales, no permite ninguna duración ni ninguna finalización. La permanente presión para producir conduce a una pérdida del hogar. A causa de ello la vida se vuelve más contingente, más fugaz y más inconstante. Pero morar necesita duración».

Las cosas son polos estáticos estabilizadores de la vida. Esa misma función cumplen los rituales. Estabilizan la vida gracias a su mismidad, a su repetición. Hacen que la vida sea duradera. La actual presión para producir priva a las cosas de su durabilidad. Destruye intencionadamente la duración para producir más y para obligar a consumir más. Demorarse en algo, sin embargo, presupone cosas que duran. No es posible demorarse en algo si nos limitamos a gastar y a consumir las cosas. Y esa misma presión para producir desestabiliza la vida eliminando lo duradero que hay en ella. De este modo destruye la durabilidad de la vida, por mucho que la vida se prolongue.

El smartphone no es una cosa en la acepción que Hannah Arendt da al término. Carece justamente de esa mismidad que da estabilidad a la vida. Y tampoco es especialmente duradero. Se distingue de cosas tales como una mesa, que yo tengo ante mí en su mismidad. Sus contenidos mediáticos, que acaparan continuamente nuestra atención, son cualquier cosa menos idénticos a sí mismos. Su trepidante alternancia no permite demorarse en ellos. El desasosiego inherente al aparato lo convierte en un trasto. Además nos hace adictos y nos obliga a echar mano de él, mientras que de una cosa no deberíamos sentir que nos mete presión.
«Un consumo sin escrúpulos hace que estemos rodeados de un desvanecimiento que desestabiliza la vida»
Son las formas rituales las que, como la cortesía, posibilitan no solo un bello trato entre personas, sino también un pulcro y respetuoso manejo de las cosas. En el marco ritual las cosas no se consumen ni se gastan, sino que se usan. Por eso pueden llegar a hacerse antiguas. Por el contrario, bajo la presión para producir nosotros nos comportamos con las cosas, es más, con el mundo, consumiendo en lugar de usando. En contrapartida, ellas nos desgastan. Un consumo sin escrúpulos hace que estemos rodeados de un desvanecimiento que desestabiliza la vida. Las prácticas rituales se encargan de que tengamos un trato pulcro y sintonicemos bien no solo con las otras personas, sino también con las cosas: «Con ayuda de la misa los sacerdotes aprenden a manejar pulcramente las cosas: sostener con cuidado el cáliz y la hostia, limpiar pausadamente los recipientes, pasar las hojas del libro. Y el resultado del manejo pulcro de las cosas es una jovialidad que da alas al corazón» (**).

Hoy consumimos no solo las cosas, sino también las emociones de las que ellas se revisten. No se puede consumir indefinidamente las cosas, pero sí las emociones. Así es como nos abren un nuevo e infinito campo de consumo. Revestir de emociones la mercancía y —lo que guarda relación con ello— su estetización están sometidos a la presión para producir. Su función es incrementar el consumo y la producción. Así es como lo económico coloniza lo estético.
Las emociones son más efímeras que las cosas. Por eso no dan estabilidad a la vida. Además, cuando se consumen emociones uno no está referido a las cosas, sino a sí mismo. Se busca la autenticidad emocional. Así es como el consumo de la emoción intensifica la referencia narcisista a sí mismo. A causa de ello cada vez se pierde más la referencia al mundo, que las cosas tendrían que proporcionar.

También los valores sirven hoy como objeto del consumo individual. Se convierten en mercancías. Valores como la justicia, la humanidad o la sostenibilidad son desguazados económicamente para aprovecharlos: «Salvar el mundo bebiendo té», dice el eslogan de una empresa de comercio justo. Cambiar el mundo consumiendo: eso sería el final de la revolución. También los zapatos o la ropa deberían ser veganos. A este paso pronto habrá smartphones veganos. El neoliberalismo explota la moral de muchas maneras. Los valores morales se consumen como signos de distinción. Son apuntados a la cuenta del ego, lo cual hace que aumente la autovaloración. Incrementan la autoestima narcisista. A través de los valores uno no entra en relación con la comunidad, sino que solo se refiere a su propio ego.



Este nuevo ensayo de Byung-Chul Han es un llamamiento a la salvaguarda de las fuentes de adhesión social y de familiaridad y, al mismo tiempo, se reflexiona sobre estilos de vida alternativos que serían capaces de liberar la sociedad de su narcisismo colectivo.
Los rituales, como acciones simbólicas, crean una comunidad sin comunicación, pues se asientan como significantes que, sin transmitir nada, permiten que una colectividad reconozca en ellos sus señas de identidad. Sin embargo, lo que predomina hoy es una comunicación sin comunidad, pues se ha producido una pérdida de los rituales sociales. En el mundo contemporáneo, donde la fluidez de la comunicación es un imperativo, los ritos se perciben como una obsolescencia y un estorbo prescindible. Para Byung-Chul Han, su progresiva desaparición acarrea el desgaste de la comunidad y la desorientación del individuo.
En este libro, los rituales constituyen un fondo de contraste que sirve para perfilar los contornos de nuestras sociedades. Se esboza, así, una genealogía de su desaparición mientras se da cuenta de las patologías del presente y, sobre todo, de la erosión que ello comporta.

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viernes, 17 de septiembre de 2021

EL RITO COMO LA LITURGIA CELEBRA LA FE Y NO A LA INVERSA 🕂


La importancia del ritual

NO ES UNA MISA MÁS:
ES LA MISA.
CELEBRAR LA VIDA EN CRISTO 
Y VIVIR LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
Un día, el Principito le preguntó al zorro qué es un rito, éste respondió: «Es lo que hace que un día sea diferente de los otros días… Entre los cazadores, por ejemplo, hay un rito. Los jueves bailan con las muchachas del pueblo. Los jueves entonces son días maravillosos en los que puedo ir de paseo hasta la viña. Si los cazadores no bailaran en día fijo, todos los días se parecerían y yo no tendría vacaciones».
Los ritos son un elemento de comunicación que está muy presente en nuestras vidas. Sin ellos, todas las actividades humanas parecerían iguales y monótonas. Actos tan dispares como la celebración de los cumpleaños, las tomas de posesión de los cargos públicos, una boda o la botadura de un barco, generan hábitos compartidos rodeados de formalismos que no solo les dotan de sentido y refuerzan su validez, sino que alimentan nuestra búsqueda de pertenencia y vinculación.
Hoy vivimos a tal velocidad que no caemos en la cuenta de que estamos vivos. La pérdida de los ritos ha desdibujado esta conciencia de estar vivos porque el rito es la forma de sentir el poder, la fuerza y la capacidad transformadora que tiene el individuo cuando está con otros mirando hacia un mismo objetivo y con una única voluntar de ser y hacer. De la misma forma que la Naturaleza se conmueve y se revitaliza a través de los ritos de puesta en marcha y de renovación periódica de sus leyes, la conciencia de estar vivos se consigue con los otros, cuando celebramos, aprovechando cualquier oportunidad, la gran realidad de estar juntos viviendo unas mismas experiencias desde las distintas individualidades.

El rito (no el ritualismo), en conclusión, es el lugar insoslayable de la experiencia religiosa en general, y de la experiencia de la fe de la comunidad en particular. ”Del mismo modo que lo sagrado no puede darse sino en el símbolo y en el rito, también la fe cristiana no puede darse sin la celebración litúrgica.[…] 
La Iglesia celebra porque cree , pero al mismo tiempo, cree porque celebra”. La fe “encuentra en la celebración litúrgica el lugar insoslayable de su manifestación y su existencia. Debemos, pues, afirmar que la fe existe como celebración o no existe”.
Si estas reflexiones las expreso a manera de conclusión, es para alentar al hombre que cree a abandonarse en total confianza al “riesgo” del rito y a sus dinámicas, que van mucho más allá del sentido de las palabras y de los gestos rituales. Confiar en el rito, en el cual la Iglesia encuentra su modo propio de manifestarse como comunidad de creyentes y donde ella redescubre la “necesidad” de celebrar la fe, es también revelar la fuerza y el coraje de la misma fe. La fe mira siempre más allá, más allá del signo, pero al mismo tiempo tiene necesidad del rito. Una fe, que justamente porque es fuerte, tiene necesidad de celebrar y necesidad de abandonarse al rito que celebra la comunidad eclesial.

EL RITO COMO LA LITURGIA 
CELEBRA LA FE Y NO A LA INVERSA

El ritualismo es una adulteración de lo ritual. El ritualismo tiene algo de grotesco, de abuso; es una mofa de la ritualidad. Se cae en el ritualismo cundo uno entiende los ritos en clave mágica; cuando se les atribuye una fuerza sobrenatural y cuasi divina, capaz de producir en quien los practica toda clase de maravillas y efectos portentosos, por encima de los recursos humanos y naturales; peca uno de ritualista, además, cuando considera que el cumplimiento exacto de las normas que regulan la realización de los ritos es lo principal y que una celebración es más o menos perfecta en la medida en que el cumplimiento de las normas rituales es más o menos exacto. Todo eso es ritualismo. Es del todo condenable.


Toda práctica significante requiere la presencia y participación de un cuerpo sensible junto a otros cuerpos igualmente sensibles. El rito de la Misa, como práctica, se inicia con el rito de la fracción del pan por Jesucristo en la Última Cena. Los testimonios más cercanos dan cuenta de la repetición asidua de esa práctica conlleva la repetición de enunciaciones sucesivas, las cuales van dejando su impronta en los cuerpos que participan en ella. El rito de la Misa se inscribe en el espacio de lo sagrado. Habitualmente, ese rito se cumple en el templo. El desarrollo del rito alcanza determinados picos de intensidad, el más alto y asombroso de los cuales se da en el momento de la consagración. La moderada lentitud del rito expresa el sentido de solemnidad que adquiere la práctica. Al paso de los siglos, el rito se transforma en mito (en "dogma") por parte de las sutilezas teológicas de los pensadores cristianos, comenzando por el "apóstol" Pablo.

1. Institución de la Eucaristía

La Misa es un rito de recordación y de actualización del sacrificio de Jesús en la cruz. Pero si este es el dogma, es decir, el mito, el rito es anterior, como suele ser el caso de todos los ritos. El rito de la Misa se inicia en la Última Cena que Jesús celebró con sus apóstoles la víspera de su Pasión y Muerte. Según los editores de la Biblia Latinoamérica, la primera referencia a la "Cena del Señor" se encuentra en I Corintios 11, 23–25, escrita en el año 55, antes incluso que los Evangelios. El texto de la Carta a los Corintios dice:

Yo recibí esta tradición del Señor, que a mi vez, la he transmitido: que el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó el pan, y después de dar gracias, lo partió diciendo: "Esto es mi cuerpo, que es entregado por ustedes; hagan esto en memoria mía". De la misma manera, tomando la copa después de haber cenado, dijo: "esta es la Nueva Alianza en mi sangre. Siempre que beban de ella, háganlo en memoria mía".

Lo más probable es que este texto de San Pablo haya sido la referencia común de los tres Evangelios que relatan la Última Cena. En todo caso, el relato de la Última Cena indica claramente que el rito es una dramatización, mejor dicho una "puesta en escena" en la que intervienen acciones, gestos y palabras para "hacer presente" un acontecimiento. El rito necesita, pues, una "escena", o sea un campo de presencia, un espacio. El espacio escogido para la Última Cena es el conocido en la tradición como el Cenáculo: una habitación prestada por algún amigo o benefactor de Jesús, dispuesta para celebrar la Cena Pascual. Un lugar aparte, separado, de alguna manera sagrado. El carácter de "sagrado" lo adquiere un espacio por un cambio en el "acento de sentido" (Zilberberg, 2006: 161). En el momento en que Jesús escoge una determinada habitación para celebrar la Cena Pascual, impone al espacio elegido ese "acento de sentido" particular; por lo mismo, dicho espacio se cierra sobre sí mismo y queda aislado del resto del mundo, es convertido en templum. Ese supuesto Cenáculo es mostrado hoy al mundo como el primer templo cristiano.

2. La tradición y la memoria figurativa

"Haced esto en memoria mía" (Lc 2.2, 19). Según el testimonio de los primeros escritos del Nuevo Testamento, los cristianos

Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, fieles a la comunión fraterna, a la fracción del pan y a las oraciones [...] Partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y con sencillez de corazón (Hch 2, 42–46).
Era, sobre todo, "el primer día de la semana", es decir, el domingo, el día de la resurrección de Jesús, cuando los cristianos se reunían para "partir el pan" (Hch 20, 7).

Desde entonces hasta nuestros días, la celebración de la Eucaristía se ha perpetuado sin interrupción. Eso supone la vigencia de una tradición. Para que exista y persista una tradición, se requiere la presencia de los cuerpos–actantes, susceptibles de guardar la "memoria figurativa" de la que habla J. Fontanille en Soma y sema (2008: 265–272; 305 ss.). Sólo bajo esa condición hay testimonio posible. En nuestro caso, esa "memoria figurativa" ha sido trasladada del cuerpo corporal al "cuerpo textual". Hacia el año 155, San Justino Mártir nos deja testimonio de las grandes líneas que sigue el desarrollo de la celebración de la Eucaristía. La finalidad inicial del testimonio de San Justino era la de informar al emperador pagano Antonino Pío (138–161), ante las calumnias que difundían los paganos, de lo que hacían los cristianos cuando celebraban sus reuniones semanales:

El día que se llama día del Sol tiene lugar la reunión en un mismo sitio de todos los que habitan en la ciudad o en el campo. Se leen las memorias de los apóstoles y los escritos de los profetas, tanto tiempo como es posible. Cuando el lector ha terminado, el que preside toma la palabra para incitar y exhortar a la imitación de tan bellas cosas.
Luego, nos levantamos todos juntos y oramos por nosotros y por todos los demás donde quiera que estén, a fin de que seamos hallados justos en nuestra vida y en nuestras acciones y seamos fieles a los mandamientos para alcanzar así la salvación.
Cuando termina esta oración, nos besamos unos a otros.
Luego, lleva al que preside a los hermanos pan y una copa de agua y vino mezclados. El presidente los toma y eleva alabanza y gloria al Padre del universo por el nombre del Hijo y del Espíritu Santo, y da gracias (en griego: eucharistiam) largamente porque hayamos sido juzgados dignos de estos dones. Cuando terminan las oraciones y las acciones de gracias, todo el pueblo presente pronuncia una aclamación diciendo: Amén.
Cuando el que preside ha hecho la acción de gracias y el pueblo le ha respondido, los que entre nosotros se llaman diáconos distribuyen a todos los que están presentes pan, vino y agua "eucaristizados" y los llevan a los ausentes. (San Justino, Apologiae, 1, 65; 67; citado por el Catecismo de la Iglesia Católica, 1993: 311).

La sucesión de testimonios es prácticamente ininterrumpida a lo largo de la historia de la Iglesia. La posibilidad de "dar testimonio exige que un sujeto de enunciación sea también un cuerpo susceptible de dar testimonio de sus experiencias. Se trata de poder atestiguar un hecho porque uno lo ha visto, oído, percibido, o, particularmente en el dominio religioso, de poder manifestar y expresar una creencia o una pertenencia. Y eso es lo que ocurre con el testimonio de San Juan Evangelista, quien termina su Evangelio con estas palabras: "Este es el mismo discípulo que dio aquí testimonio y escribió todo esto, y nosotros sabemos que dijo la verdad" (Jn 21, 24).

Curiosamente, Juan es el único evangelista que no relata la celebración de la Última Cena. El único testigo participante que la relata (porque ni Marcos ni Lucas participaron en ella) es Mateo:

El primer día de la Fiesta en que se comía pan sin levadura, los discípulos se acercaron a Jesús y le dijeron: "¿Dónde quieres que preparemos la cena pascual?" Jesús contestó: "Vayan a la ciudad, a casa de Fulano, y díganle: 'El Maestro te manda decir: Mi hora se acerca; en tu casa voy a celebrar la Pascua con mis discípulos'". [...] Mientras comían, Jesús tomó pan y, después de pronunciar la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: "Tomen y coman; esto es mi cuerpo". Después, tomando una copa de vino y dando gracias, se la dio, diciendo: "Beban todos, porque esta es mi sangre, la sangre de la Alianza, que es derramada por una muchedumbre para el perdón de sus pecados". (Mt 26, 17–28).

Mateo, en cambio, no recoge la inyunción de Jesús: "Hagan esto en memoria mía". El único que la recoge es Lucas, discípulo y secretario de San Pablo, quienes no conocieron a Jesús:

Después, tomó el pan y, dando gracias, lo partió y se lo dio, diciendo:
"Esto es mi cuerpo, [que es entregado por ustedes. Hagan esto en memoria mía". Después de la cena, hizo lo mismo con la copa. Dijo:
"Esta copa es la alianza nueva sellada con mi sangre, que va a ser derramada por ustedes"] (Lc 22, 19–20).

No obstante, los editores de la Biblia Latinoamérica hacen la siguiente anotación: "Lo que pusimos entre corchetes [ ] (v. 19–20) falta en muchos manuscritos antiguos". Pero, como hemos señalado anteriormente, "testigo" no es solamente aquel que "ha visto", sino también aquel que "ha oído". Y la tradición cristiana se apoya principalmente en relaciones orales y en prácticas significantes ritualizadas. También "da testimonio" aquel que expresa públicamente con sus actos una creencia o la pertenencia a un grupo que practica determinados rituales.

El testimonio implica un "origen" que resulta ya inaccesible a la percepción directa, cuya traza sólo puede ser atestiguada y encontrada en los cuerpos. En los sucesivos "cuerpos–testigos" que han participado de las mismas creencias y en las mismas prácticas. Ese es el caso del "cuerpo" cristiano: cuerpo carnal de los cristianos participantes en el rito de la "partición del pan", y "cuerpo místico" de la Iglesia, que sostiene la práctica a través de los cuerpos particulares de los cristianos "practicantes" que participan ininterrumpidamente en el rito de la Misa. Esos cuerpos individuales aseguran el relevo continuo del contacto entre el "cuerpo original" y los cuerpos sucesivos, gracias a las huellas dejadas por los contactos repetidos. En ese sentido, el testimonio obedece a la misma cadena continua de enunciación que la que rige para la tradición, si se admite que cada una de las inscripciones de huellas sucesivas marcadas en la "memoria figurativa" de los cuerpos es una "enunciación" formulada por dichos cuerpos.

La tradición funciona por continuidad temporal y espacial de su transmisión. Mantener una tradición consiste, ante todo, en saturar los relevos enunciativos: la tradición está viva si se puede reconstituir, o al menos imaginar, una cadena temporal ininterrumpida de enunciaciones, pues esa continuidad sin grietas garantiza la presencia sostenida y potencial del origen.
El rito de la Misa, con pequeñas variaciones litúrgicas, se ha mantenido, en lo esencial, sin hiatos temporales, como práctica significante desde los inicios de la Iglesia cristiana. Más que los testimonios escritos, en esta tradición valen las prácticas rituales efectuadas sin interrupción.


MISTERIO DE LA FE

«El Señor Jesús, la noche en que fue entregado» (1 Co 11, 23), instituyó el Sacrificio eucarístico de su cuerpo y de su sangre. Las palabras del apóstol Pablo nos llevan a las circunstancias dramáticas en que nació la Eucaristía. En ella está inscrito de forma indeleble el acontecimiento de la pasión y muerte del Señor. No sólo lo evoca sino que lo hace sacramentalmente presente. Es el sacrificio de la Cruz que se perpetúa por los siglos. Esta verdad la expresan bien las palabras con las cuales, en el rito latino, el pueblo responde a la proclamación del «misterio de la fe» que hace el sacerdote: «Anunciamos tu muerte, Señor».
La Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un don entre otros muchos, aunque sea muy valioso, sino como el don por excelencia, porque es don de sí mismo, de su persona en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación. Ésta no queda relegada al pasado, pues «todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos...».

Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, memorial de la muerte y resurrección de su Señor, se hace realmente presente este acontecimiento central de salvación y «se realiza la obra de nuestra redención». Este sacrificio es tan decisivo para la salvación del género humano, que Jesucristo lo ha realizado y ha vuelto al Padre sólo después de habernos dejado el medio para participar de él, como si hubiéramos estado presentes. Así, todo fiel puede tomar parte en él, obteniendo frutos inagotablemente. Ésta es la fe de la que han vivido a lo largo de los siglos las generaciones cristianas. Ésta es la fe que el Magisterio de la Iglesia ha reiterado continuamente con gozosa gratitud por tan inestimable don. Deseo, una vez más, llamar la atención sobre esta verdad, poniéndome con vosotros, mis queridos hermanos y hermanas, en adoración delante de este Misterio: Misterio grande, Misterio de misericordia. ¿Qué más podía hacer Jesús por nosotros? Verdaderamente, en la Eucaristía nos muestra un amor que llega «hasta el extremo» (Jn 13, 1), un amor que no conoce medida.

Este aspecto de caridad universal del Sacramento eucarístico se funda en las palabras mismas del Salvador. Al instituirlo, no se limitó a decir «Éste es mi cuerpo», «Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre», sino que añadió «entregado por vosotros... derramada por vosotros» (Lc 22, 19-20). No afirmó solamente que lo que les daba de comer y beber era su cuerpo y su sangre, sino que manifestó su valor sacrificial, haciendo presente de modo sacramental su sacrificio, que cumpliría después en la cruz algunas horas más tarde, para la salvación de todos. «La misa es, a la vez e inseparablemente, el memorial sacrificial en que se perpetúa el sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor».

La Iglesia vive continuamente del sacrificio redentor, y accede a él no solamente a través de un recuerdo lleno de fe, sino también en un contacto actual, puesto que este sacrificio se hace presente, perpetuándose sacramentalmente en cada comunidad que lo ofrece por manos del ministro consagrado. De este modo, la Eucaristía aplica a los hombres de hoy la reconciliación obtenida por Cristo una vez por todas para la humanidad de todos los tiempos. En efecto, «el sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio». Ya lo decía elocuentemente san Juan Crisóstomo: «Nosotros ofrecemos siempre el mismo Cordero, y no uno hoy y otro mañana, sino siempre el mismo. Por esta razón el sacrificio es siempre uno sólo [...]. También nosotros ofrecemos ahora aquella víctima, que se ofreció entonces y que jamás se consumirá».

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