EL Rincón de Yanka: LIBRO "LA DESAPARICIÓN DE LOS RITUALES (Y DEL RITO)": UNA TOPOLOGÍA DEL PRESENTE por BYUNG-CHUL HAN

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jueves, 6 de junio de 2024

LIBRO "LA DESAPARICIÓN DE LOS RITUALES (Y DEL RITO)": UNA TOPOLOGÍA DEL PRESENTE por BYUNG-CHUL HAN



LA DESAPARICIÓN DE LOS RITUALES: 
PRESIÓN PARA PRODUCIR

En el mundo contemporáneo, donde la fluidez de la comunicación es un imperativo, los ritos se perciben como una obsolescencia y un estorbo prescindible. En ‘La desaparición de los rituales’ (Herder), el filósofo Byung-Chul Han disecciona por qué las formas simbólicas cohesionan la sociedad y reflexiona sobre estilos de vida alternativos que serían capaces de liberarla de su narcisismo colectivo.
Al tiempo le falta hoy un armazón firme. No es una casa, sino un flujo inconsistente. Se desintegra en la mera sucesión de un presente puntual. Se precipita sin interrupción. Nada le ofrece asidero. El tiempo que se precipita sin interrupción no es habitable.

Los rituales dan estabilidad a la vida. Parafraseando las palabras de Antoine de Saint-Exupéry, se puede decir que los rituales son en la vida lo que en el espacio son las cosas. Para Hannah Arendt es la durabilidad de las cosas lo que las hace «independientes de la existencia del hombre». Las cosas tienen «la misión de estabilizar la vida humana». Su objetividad consiste en que «brindan a la desgarradora mutación de la vida natural […] una mismidad humana, una identidad estabilizante que se deduce de que día a día, mientras el hombre va cambiando, tiene delante con inalterada familiaridad la misma silla y la misma mesa»(*).

Las cosas son polos estáticos estabilizadores de la vida. Esa misma función cumplen los rituales. Estabilizan la vida gracias a su mismidad, a su repetición. Hacen que la vida sea duradera. La actual presión para producir priva a las cosas de su durabilidad. Destruye intencionadamente la duración para producir más y para obligar a consumir más. Demorarse en algo, sin embargo, presupone cosas que duran. No es posible demorarse en algo si nos limitamos a gastar y a consumir las cosas. Y esa misma presión para producir desestabiliza la vida eliminando lo duradero que hay en ella. De este modo destruye la durabilidad de la vida, por mucho que la vida se prolongue.

El smartphone no es una cosa en la acepción que Hannah Arendt da al término. Carece justamente de esa mismidad que da estabilidad a la vida. Y tampoco es especialmente duradero. Se distingue de cosas tales como una mesa, que yo tengo ante mí en su mismidad. Sus contenidos mediáticos, que acaparan continuamente nuestra atención, son cualquier cosa menos idénticos a sí mismos. Su trepidante alternancia no permite demorarse en ellos. El desasosiego inherente al aparato lo convierte en un trasto. Además nos hace adictos y nos obliga a echar mano de él, mientras que de una cosa no deberíamos sentir que nos mete presión.
 
Son las formas rituales las que, como la cortesía, posibilitan no solo un bello trato entre personas, sino también un pulcro y respetuoso manejo de las cosas. En el marco ritual las cosas no se consumen ni se gastan, sino que se usan. Por eso pueden llegar a hacerse antiguas. Por el contrario, bajo la presión para producir nosotros nos comportamos con las cosas, es más, con el mundo, consumiendo en lugar de usando. En contrapartida, ellas nos desgastan. Un consumo sin escrúpulos hace que estemos rodeados de un desvanecimiento que desestabiliza la vida. Las prácticas rituales se encargan de que tengamos un trato pulcro y sintonicemos bien no solo con las otras personas, sino también con las cosas: «Con ayuda de la misa los sacerdotes aprenden a manejar pulcramente las cosas: sostener con cuidado el cáliz y la hostia, limpiar pausadamente los recipientes, pasar las hojas del libro. Y el resultado del manejo pulcro de las cosas es una jovialidad que da alas al corazón» (**). 
 
En "El principito de Saint-Exupéry" el pequeño príncipe le pide al zorro que lo visite siempre a la misma hora, para que la visita se convierta en un ritual. El principito le explica al zorro qué es un ritual. Los rituales son en el tiempo lo que una vivienda es en el espacio. Hacen habitable el tiempo, como si fuera una casa. Ordenan el tiempo y de este modo hacen que tenga sentido para nosotros. El tiempo carece hoy de una estructura firme. No es una casa, sino un flujo inconstante. Antes era también todo un ritual ver un programa de televisión un determinado día de la semana a una determinada hora, toda la familia. Hoy se puede ver un programa a cualquier hora, cada uno por su cuenta. Eso no significa directamente que tengamos cada vez más libertad. La flexibilización total de la vida también acarrea pérdidas. Los rituales no son simples restricciones de la libertad, sino que dan estructura y estabilidad a la vida. Consolidan en el cuerpo valores y órdenes simbólicos que dan cohesión a la comunidad.
En los rituales experimentamos corporalmente la comunidad, la cercanía comunitaria
No me gustaría recibir los últimos sacramentos de un sacerdote que lleva puesta una mascarilla protectora. La pandemia está poniendo de manifiesto que vivimos en la sociedad de la supervivencia. Sobrevivir lo es todo, como si nos halláramos en un estado de guerra permanente. Todas las fuerzas vitales se emplean hoy para prolongar la vida. En vista de la pandemia la sociedad de la supervivencia prohíbe las misas incluso en Pascua. Hasta los sacerdotes practican la distancia social y llevan mascarillas protectoras. Sacrifican completamente la fe a la supervivencia. ¿La caridad? Se expresa guardando la distancia. El virus derroca a la fe. Todo el mundo está pendiente de lo que dicen los virólogos, que adquieren así el monopolio absoluto de la interpretación. La narrativa de la resurrección queda totalmente desbancada por la ideología de la salud y de la supervivencia. Ni siquiera el Papa Francisco es una excepción. San Francisco abrazaba leprosos...

Hoy ya solo miramos nuestro smartphone. Cada vez nos miramos menos entre nosotros. Incluso la madre está mirando permanentemente su smartphone en lugar de devolverle la mirada al niño. En la mirada de la madre el niño encuentra apoyo, confirmación y comunidad. La mirada de la madre infunde una confianza primordial. La falta de mirada provoca un trastorno en la relación consigo mismo y con los demás, y es también causante de la actual pérdida de la empatía. En mi libro La expulsión de lo distinto escribí que el otro se revela sobre todo como mirada. El smartphone y la digitalización hacen que vivamos en una sociedad sin mirada. La comunicación digital tiene consecuencias negativas en nuestra relación con el otro. Cada vez perdemos más empatía. Hace 10 años, la famosa artista de performances Marina Abramovic hizo una memorable en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, que consistía en un ritual de la mirada. Durante tres meses permaneció sentada en una silla, ocho horas al día, mirando fijamente a los ojos a la persona que estaba sentada enfrente. Fue un evento muy emocional. Algunos se sintieron tan sobrecogidos por la penetrante mirada de la artista que rompieron a llorar. Pienso que la mirada puede sanar, que puede sacarnos del aislamiento narcisista. Imagínese usted que a causa del coronavirus Marina Abramovic llevara puesta una mascarilla durante su performance. Su mirada no produciría ningún efecto. Pienso que el rostro enmascarado aísla a las personas sin que lo noten y acelera la desaparición de la empatía.

En los poemas juega el lenguaje. Al hacer poesía, jugamos con el lenguaje. También el ritual es un juego. Uno de los motivos, y no el menos importante, por los que hoy apenas leemos poesía es que hemos olvidado lo lúdico. A cambio, leemos muchas novelas de intriga. Las novelas de suspense proporcionan un desvelamiento progresivo de la verdad, como si fuera un destape. Ese desvelamiento es pornográfico. En la pornografía, la verdad es el sexo. No leemos poemas aguardando la verdad final. No tienen nada que desvelar, no permiten una lectura pornográfica. También en la sexualidad hemos dejado de jugar, lo que cuenta hoy es el rendimiento. También en el amor se está perdiendo lo lúdico. En la época de Tinder ya no hay seducción ni rituales de seducción, se va directamente al asunto. Pero lo erótico es el juego con las cosas secundarias. Librémonos de la idea de que todo placer procede del cumplimiento de un deseo. Solo la sociedad de consumo se rige por los deseos. En un juego compartido yo no trato de satisfacer mi deseo. No estoy afirmando que debamos regresar al pasado. Más bien abogo por inventar nuevas formas de actuar y de jugar en común, formas que se desarrollen más allá del ego, más allá del deseo, más allá del consumo, y que generen una comunidad. Mi libro apunta a una sociedad venidera. Con la pandemia experimentamos hasta qué punto son importantes los juegos y los rituales. Ni siquiera se nos permitía comer juntos. Juntarse para comer no se puede digitalizar».

(*) H. Arendt, Vita activa oder Vom tätigen Leben, Múnich, Piper, 2002, p. 163 [trad. cast.: La condición humana, Barcelona, Paidós, 2003].
(**) P. Handke, Phantasien der Wiederholung, Frankfurt del Meno, Suhrkamp, 1983, p.8 [trad. cast.: La repetición, Madrid, Alianza, 2018].


Byung-Chul Han lleva a cabo en su nuevo libro una amena y elocuente disección de lo que él mismo llama una de las patologías del presente: "la desaparición de los rituales".
Los ritos son acciones simbólicas que unen a los individuos sin necesidad siquiera de mediar palabra: comunidad sin comunicación. Mientras que los ritos cumplen una función fundacional y cohesionadora, pues «transmiten y representan los valores y órdenes» que mantienen unida y entrelazada a una sociedad, el autor surcoreano asegura que, por el contrario, lo que hoy predomina es una comunicación sin comunidad. Por tanto, se ha inaugurado la peligrosa imposibilidad de relacionarse a través del mutuo reconocimiento previo. Y ello porque, entre otras razones, los seres humanos se han convertido en cosas: un producto más con el que mercadear.
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El surcoreano afincado en Alemania Byung-Chul Han se ha convertido en una de las voces más escuchadas y buscadas en el terreno de la filosofía y el pensamiento de los últimos años. Sus libros son pequeñas joyas en las que se concentran la savia de la ineludible y necesaria tradición filosófica y, por otro lado, la reflexión sobre los asuntos de la más acuciante actualidad. Un cóctel que le ha proporcionado grandes éxitos editoriales. La filosofía, lo sabe bien Han, necesita pensar —y repensarse en— los problemas que nos arrinconan en lo cotidiano, sin recluirse en los estrechos muros de la academia. La universidad, por supuesto, es necesaria y vivifica el tejido social, pero si la filosofía no está y no se desarrolla en la polis, en la ciudad, empujándonos imperativamente a pensar y actuar, se convierte en una filosofía vacía, huérfana: inoperante.
 
Comunidad sin comunicación vs comunicación sin comunidad
La desaparición de los rituales, de Han (Herder).
 
Byung-Chul Han lleva a cabo en su nuevo libro una amena y elocuente disección de lo que él mismo llama una de las patologías del presente: la desaparición de los rituales. Los ritos son acciones simbólicas que unen a los individuos sin necesidad siquiera de mediar palabra: comunidad sin comunicación. Mientras que los ritos cumplen una función fundacional y cohesionadora, pues «transmiten y representan los valores y órdenes» que mantienen unida y entrelazada a una sociedad, el autor surcoreano asegura que, por el contrario, lo que hoy predomina es una comunicación sin comunidad. Por tanto, se ha inaugurado la peligrosa imposibilidad de relacionarse a través del mutuo reconocimiento previo. Y ello porque, entre otras razones, los seres humanos se han convertido en cosas: un producto más con el que mercadear.
La filosofía, lo sabe bien Han, necesita pensar —y repensarse en— los problemas que nos arrinconan en lo cotidiano, sin recluirse en los estrechos muros de la academia
Desde antiguo, el símbolo sirvió, precisamente, para re-conocerse. La palabra viene del griego symbolon, que originariamente significaba «contraseña» y unía a las gentes entre sí: «Uno de los huéspedes rompe una tablilla de arcilla, se queda con una mitad y entrega la otra mitad al otro en señal de hospitalidad», recuerda Han. En ese mutuo reconocimiento de los que se consideran iguales ante las leyes se juega gran parte de nuestra capacidad para crear nexos cercanos y sinceros entre individuos que, en un principio, podrían resultar extraños o, incluso, hostiles.

«La depresión no se produce en una sociedad definida por rituales. En ella el alma está totalmente absorta, incluso vaciada, en formas rituales. Los rituales contienen mundo. Generan una fuerte referencia al mundo. La depresión, por el contrario, se basa en una referencia hiperbólica a sí mismo. Al verse totalmente incapaz de salir de sí mismo y pasarse al mundo, uno se encapsula en sí mismo. El mundo desaparece (…) Los rituales, por el contrario, exoneran al yo de la carga de sí mismo».

Han nos alerta: si la percepción simbólica hace que podamos distinguir y apreciar el elemento duradero en las relaciones humanas, y si corremos el riesgo de perder tales ritos, mucho de nuestro mundo se perderá con ello. Los ritos hacen posible que el tiempo sea habitable, que no todo se escape de entre las manos como arena de playa, y transforman el aséptico «estar en el mundo» en un cómodo y enriquecedor «estar en casa»: es así como la existencia se convierte en vida. Vida siempre compartida. 
«Los rituales dan estabilidad a la vida», apunta Han, y hacen que nuestra biografía pueda engarzarse con las de otros.
Los ritos hacen posible que el tiempo sea habitable y transforman el aséptico «estar en el mundo» en un cómodo y enriquecedor «estar en casa»
Más producción, más rendimiento

Pero hoy no solo consumimos las cosas, sino también las emociones, a través de un narcisismo que amenaza con destruir lo más propio del universo humano: el orden inmaterial, simbólico (ritual) que aporta sentido a nuestra vida singular y a la vida en comunidad. Y es que «la presión para producir y para aportar rendimiento alcanza hoy todos los ámbitos vitales, incluso la sexualidad», denuncia Han (como ya hiciera en otro de sus más célebres libros, La agonía del Eros). Y sin tapujos, escribe: «El capitalismo intensifica el progreso de lo pornográfico en la sociedad, en cuanto lo expone todo como mercancía y lo exhibe. No conoce ningún otro uso de la sexualidad. Profaniza el Eros para convertirlo en porno». En este nuevo libro va más allá y apuntala: «El juego de la seducción, que requiere mucho tiempo, se elimina hoy cada vez más a favor de la satisfacción inmediata del deseo sexual».

La desaparición de los rituales acaba con lo duradero, con los lazos que nos unen de manera indeleble a través de la frágil línea del tiempo, y que nos recuerda que somos capaces de forjar relaciones que sobrepasen el ámbito material. Por contrapartida, «el régimen neoliberal fuerza a percibir de forma serial e intensifica el hábito serial. Elimina intencionadamente la duración para obligar a consumir más. El constante update o actualización, que entre tanto abarca todos los ámbitos vitales, no permite ninguna duración ni ninguna finalización. La permanente presión para producir conduce a una pérdida del hogar. A causa de ello la vida se vuelve más contingente, más fugaz y más inconstante. Pero morar necesita duración».

Las cosas son polos estáticos estabilizadores de la vida. Esa misma función cumplen los rituales. Estabilizan la vida gracias a su mismidad, a su repetición. Hacen que la vida sea duradera. La actual presión para producir priva a las cosas de su durabilidad. Destruye intencionadamente la duración para producir más y para obligar a consumir más. Demorarse en algo, sin embargo, presupone cosas que duran. No es posible demorarse en algo si nos limitamos a gastar y a consumir las cosas. Y esa misma presión para producir desestabiliza la vida eliminando lo duradero que hay en ella. De este modo destruye la durabilidad de la vida, por mucho que la vida se prolongue.

El smartphone no es una cosa en la acepción que Hannah Arendt da al término. Carece justamente de esa mismidad que da estabilidad a la vida. Y tampoco es especialmente duradero. Se distingue de cosas tales como una mesa, que yo tengo ante mí en su mismidad. Sus contenidos mediáticos, que acaparan continuamente nuestra atención, son cualquier cosa menos idénticos a sí mismos. Su trepidante alternancia no permite demorarse en ellos. El desasosiego inherente al aparato lo convierte en un trasto. Además nos hace adictos y nos obliga a echar mano de él, mientras que de una cosa no deberíamos sentir que nos mete presión.
«Un consumo sin escrúpulos hace que estemos rodeados de un desvanecimiento que desestabiliza la vida»
Son las formas rituales las que, como la cortesía, posibilitan no solo un bello trato entre personas, sino también un pulcro y respetuoso manejo de las cosas. En el marco ritual las cosas no se consumen ni se gastan, sino que se usan. Por eso pueden llegar a hacerse antiguas. Por el contrario, bajo la presión para producir nosotros nos comportamos con las cosas, es más, con el mundo, consumiendo en lugar de usando. En contrapartida, ellas nos desgastan. Un consumo sin escrúpulos hace que estemos rodeados de un desvanecimiento que desestabiliza la vida. Las prácticas rituales se encargan de que tengamos un trato pulcro y sintonicemos bien no solo con las otras personas, sino también con las cosas: «Con ayuda de la misa los sacerdotes aprenden a manejar pulcramente las cosas: sostener con cuidado el cáliz y la hostia, limpiar pausadamente los recipientes, pasar las hojas del libro. Y el resultado del manejo pulcro de las cosas es una jovialidad que da alas al corazón» (**).

Hoy consumimos no solo las cosas, sino también las emociones de las que ellas se revisten. No se puede consumir indefinidamente las cosas, pero sí las emociones. Así es como nos abren un nuevo e infinito campo de consumo. Revestir de emociones la mercancía y —lo que guarda relación con ello— su estetización están sometidos a la presión para producir. Su función es incrementar el consumo y la producción. Así es como lo económico coloniza lo estético.
Las emociones son más efímeras que las cosas. Por eso no dan estabilidad a la vida. Además, cuando se consumen emociones uno no está referido a las cosas, sino a sí mismo. Se busca la autenticidad emocional. Así es como el consumo de la emoción intensifica la referencia narcisista a sí mismo. A causa de ello cada vez se pierde más la referencia al mundo, que las cosas tendrían que proporcionar.

También los valores sirven hoy como objeto del consumo individual. Se convierten en mercancías. Valores como la justicia, la humanidad o la sostenibilidad son desguazados económicamente para aprovecharlos: «Salvar el mundo bebiendo té», dice el eslogan de una empresa de comercio justo. Cambiar el mundo consumiendo: eso sería el final de la revolución. También los zapatos o la ropa deberían ser veganos. A este paso pronto habrá smartphones veganos. El neoliberalismo explota la moral de muchas maneras. Los valores morales se consumen como signos de distinción. Son apuntados a la cuenta del ego, lo cual hace que aumente la autovaloración. Incrementan la autoestima narcisista. A través de los valores uno no entra en relación con la comunidad, sino que solo se refiere a su propio ego.



Este nuevo ensayo de Byung-Chul Han es un llamamiento a la salvaguarda de las fuentes de adhesión social y de familiaridad y, al mismo tiempo, se reflexiona sobre estilos de vida alternativos que serían capaces de liberar la sociedad de su narcisismo colectivo.
Los rituales, como acciones simbólicas, crean una comunidad sin comunicación, pues se asientan como significantes que, sin transmitir nada, permiten que una colectividad reconozca en ellos sus señas de identidad. Sin embargo, lo que predomina hoy es una comunicación sin comunidad, pues se ha producido una pérdida de los rituales sociales. En el mundo contemporáneo, donde la fluidez de la comunicación es un imperativo, los ritos se perciben como una obsolescencia y un estorbo prescindible. Para Byung-Chul Han, su progresiva desaparición acarrea el desgaste de la comunidad y la desorientación del individuo.
En este libro, los rituales constituyen un fondo de contraste que sirve para perfilar los contornos de nuestras sociedades. Se esboza, así, una genealogía de su desaparición mientras se da cuenta de las patologías del presente y, sobre todo, de la erosión que ello comporta.

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