MASONERÍA
VATICANA
LOS ENEMIGOS INTERNOS
DE LA IGLESIA
AL DESCUBIERTO
¿Qué es la masonería vaticana? ¿Cómo ha logrado hacerse con el control de la Iglesia? ¿Quiénes son sus miembros más destacados? ¿Cuáles son sus objetivos? ¿Corre peligro el catolicismo? Con ánimo sintético y afán revisionista, el presente libro destapa uno de los mayores escándalos de nuestro tiempo: de cómo la acción infiltradora de la masonería anticatólica usurpó gradualmente las estructuras legales e históricas de la Iglesia Católica para crear, tras el Concilio Vaticano II, algo totalmente nuevo y herético: la Contra-Iglesia paramasónica postconciliar, pilotada (en las últimas décadas y desde las altas jerarquías vaticanas) por los enemigos seculares de la Catolicidad.
Poco más de dos siglos (ca. 1750– 1958/1963) bastaron a la institución masónica para hacerse con el control fáctico de la Iglesia Católica, progresivamente usurpada y desnaturaliz ada por sus enemigos seculares, impasibles a las continuas condenas que los grandes pontífices preconciliare s legaron al mundo. Esta afirmación, no por cruda menos dolorosa para el católico, se asienta sobre el estudio del Magisterio Pontificio y los textos capitales de los Santos Doctores. La obra que hoy promocionamos, Masonería vaticana: Los enemigos internos de la Iglesia al descubierto (Letras Inquietas, 2024), vendría pues, dentro de sus modestas ambiciones, a procurar iluminar algunos ángulos oscuros de las estancias eclesiales dominantes, aquellas que por su cegador efecto sobre las masas, pretenden ilegítimamente “reescribir” a plena luz del día las leyes perennes de la Iglesia de Cristo. Urge, no obstante, definir antes de nada algunos conceptos: el primero, el vehicular en cuanto da título a nuestra obra, es el de masonería vaticana, que por extensión haremos mejor en denominar como masonería eclesiástica. Este ente amalgama toda la enredadera discreta y secreta de personalidades clericales adheridas a los intereses de las logias masónicas. Es un ocultamiento al tiempo que una implícita develación: tras la sotana se siluetea la sombra del mandil. En su función bisagra, de red de captación de adherentes, tráfico de influencias y difusión de doctrinas ajustadas para con la consecución de nuevas ingenierías espirituales acordes a la Nueva Teología, la masonería eclesiástica acelera una hoja de ruta adicta a los fluctuantes intereses sinárquicos previamente pactados por el denominado Poder Oculto sin Rostro, poder pilotado por los agentes del mundialismo desde sus diversas centralitas, del arco que puede ir de la ONU al CFR. La principal meta de este contubernio es la destrucción y borrado del Cristianismo. Un apunte sobre la infiltración masónica, tema hoy algo caduco y discutido ampliamente por Ricardo de la Cierva en su obra magna La infiltración: dicha infiltración arranca prácticamente desde los inicios de la masonería operativa. Fue un florentino de triste memoria, Rainiero Delci (quien fuera ordenado sacerdote en 1699) el primer cardenal masón reconocido, y como tal estaba afiliado a una logia romana. Este prohombre masónico fue el primero de una interminable legión de eclesiásticos masones sin mandil.
Los frutos, qué duda cabe, no han sido baldíos (para la Logia, se entiende): actualmente, y pese a que el grueso de los neoconservadores y no pocos falsos tradicionalistas pretendan convencernos de lo contrario, masonería e iglesia postconciliar son casi indisociables, de puro cohesionadas aparecen en su misión acatólica y de derribo: esto es, alejar de un modo u otro a las gentes del reinado social de Cristo, bien por medio de la corrupción doctrinal, bien recurriendo al cierre, venta y demolición de parroquias, como podemos comprobar en el caso de Barcelona, con el astuto Cardenal Omella al frente de esta operación de desmontaje. Es la dinámica propia de un mundo secularizado hasta la rebaba, donde la mentalidad masónica desplazó del horizonte psicosocial de los hombres la previa predominancia cristiana. Y lobos con piel de cordero están dispersando y confundiendo al rebaño, llevando éste a oscuros precipicios pachamámicos.
Pero miremos algo más atrás en el tiempo. El punto de inflexión, el momento de mayor dominancia masónica sobre la estructura histórica y legal de la Iglesia, estalló con el Concilio Vaticano II. Este presunto “concilio”, que por prudencia llamaré conciliábulo, implicó realmente el triunfo del proyecto masónico para infiltrar y usurpar desde dentro la Iglesia, imponiendo una Contra-Iglesia, y enviando así a las catacumbas a la Iglesia legítima, tal y como el Papa Pío XII la dejó al morir (1958). Ni tampoco estará de más recordar cómo en este desorden de cosas, el golpe maestro y efectivo perpetrado por la masonería eclesiástica iba a tener lugar una década después, con la imposición del Novus Ordo Missæ (la “misa” paródica e irreverente promulgada el 3 de abril de 1969 por el seudopapa Pablo VI/Montini), un afrentoso engendro anticatólico obra de otro reconocido masón, Annibale Bugnini. En efecto, este afrentoso Novus Ordo, suerte de ensayo previo al servicio inter-ecuménico de la futura (ir)religión del NOM (Nuevo Orden Mundial), participa de la corriente neomodernista más radicalizada, restando infinita belleza, profundidad y matices a la Liturgia Católica Romana, contradiciendo al tiempo la propia Doctrina emanada del Dogma. El conocido masón Jean Guitton, amigo íntimo del “Papa” Montini, confesó en su día que “la intención del Papa Pablo VI con respecto a lo que se llama comúnmente la misa, era de reformar la liturgia católica de tal manera que casi debería coincidir con la liturgia protestante... había en el Papa Pablo VI una intención ecuménica de eliminar, o al menos corregir, o al menos ablandar aquello que era muy católico, en el sentido tradicional, en la Misa y, repito, de aproximar la misa católica a la misa calvinista” (19 de diciembre de 1993); tengamos presente que fue el Papa San Pío V quien codificó –en su bula Quo primum tempore (1570)– el rito romano tradicional, declarando además que “no podía ser modificado” (!). Lamentablemente, los cegados defensores del Novus Ordo Missæ son todavía legión, pese a que las iglesias de medio mundo están vacías o son cerradas.
Vemos pues cómo el sueño de la francmasonería logró al fin su meta de tomar el control de la Iglesia desde dentro. De aquí a normalizar el sueño masónico de la fraternidad universal no dista sino un golpe de mano perpetuo, tanto en la imparable corrupción del Dogma como en la perversión de la fe católica. Arraiga así, imponiéndose desde arriba, un sincretismo de filiación gnóstica y naturalista que repugnaría a los auténticos gnósticos, pues bastardea/abarata la entraña de esta filosofía iniciática. Las últimas maniobras del nefastísimo heresiarca Bergoglio, rotario honorario y un viejo masón confirmado al menos desde 1977, son harto elocuentes. Todo apunta finalmente a la creación de una Súper-Iglesia Mundial, suerte de federación de iglesias en la que todos, incluso ateos y satanistas, tengan cabida (pura antítesis del principio vertebral católico: “Fuera de la Iglesia no hay salvación”). He aquí la nueva religión sin cruz, la religión del hombre que se adora a sí mismo: la falsa religión del Anticristo.
La infiltración masónica arranca prácticamente desde los inicios de la masonería operativa. Fue el florentino Rainiero Delci (ordenado sacerdote en 1699 y finado en 1761) el primer cardenal masón reconocido, y como tal estaba afiliado a una logia romana. Él fue el primero de una bastarda e interminable prole. Hoy por hoy, y aunque mucha disidencia controlada pretenda aparentar lo contrario, masonería e iglesia postconciliar son casi indisociables, de puro cohesionadas en su misión acatólica y disolvente: esto es, alejar de un modo u otro a las gentes del reinado social de Cristo, difundiendo bajo pretexto ecuménico auténticos disparates y aberraciones, y todo esto como si de «doctrina católica» se tratase. Tomemos como botón de muestra un ejemplo reciente: el pasado 16 de febrero, en Milán, la Fundación Cultural Ambrosiana organizó el seminario «Iglesia Católica y Masonería».
Dado su carácter conciliador, templagaitas, abiertamente masonizante, no cabe sino inferir que quien pilota la barca no es quien debería ser. Para postre, el cardenal Francesco Coccopalmerio, quien fuera presidente del Consejo Pontificio para los Textos Legislativos, dijo dos meses antes, el 16 de febrero y en una reunión con representantes masones en Milán, que existe una «evolución de la comprensión mutua» entre los «católicos» y los francmasones. Este tipo de cosas serían impensables unas décadas atrás. Hoy son común divisa. ¿Qué se pretende con ello? Es obvio: normalizar los vínculos existentes entre «Iglesia» (léase Contra-Iglesia) y Masonería, para así afianzar el sueño masónico de la fraternidad universal, un sincretismo de filiación gnóstica que repugnaría a los propios gnósticos, para quienes la vía del conocimiento requiere de una práctica iniciática vetada para las masas de perdición. Y es que la vía esotérica no es para todos, sino para una élite escogida.
Este presunto «concilio», que haríamos mejor en llamar conciliábulo, supuso realmente el triunfo del proyecto masónico para infiltrar y usurpar desde dentro la Iglesia, imponiendo una Contra-Iglesia, y enviando así al desierto o a las catacumbas a la legítima y verdadera Iglesia, tal y como S.S. Pío XII la dejó al morir, el año de 1958. Cierto es que los defensores del Concilio Vaticano II, asidos a todo tipo de intereses no precisamente espirituales, son todavía legión, pero entre la feligresía «rasa» cada vez son más los detractores de este auténtico «golpe de mano» perpetrado por agentes anticatólicos al fin identificados. Para ratificar este hecho es importante leer bien a los enemigos internos de la Iglesia, especialmente a los teólogos neomodernistas, revolucionarios y herejes todos ellos, como fue el caso del P. Edward Schillebeeckx, O.P., quien con cuya crudeza habitual no tuvo empacho alguno en afirmar que «el Vaticano II fue […] un Concilio liberal, que ha consagrado los nuevos valores modernos de la democracia, de la tolerancia y de la libertad.
Todas las grandes ideas de la revolución estadounidense y francesa, combatidas por generaciones de Papas, todos los valores democráticos fueron adoptados por el Concilio. Por otra parte, el Concilio no ha podido dar una respuesta a los fermentos de revuelta, que ya se preanunciaba […] Ha aceptado un poco nuestra teología, confirmándonos en nuestra investigación teológica. Nos hemos sentido libres como teólogos y liberados de sospechas, del espíritu de inquisición y condena. Pesaba sobre nosotros el espíritu de la Humáni Géneris (1950), la encíclica de Pío XII que condenó Le Saulchoir y Fourvière: las escuelas de los dominicos y los jesuitas. Todos nosotros estábamos bajo sospecha antes del Concilio y el Concilio nos ha liberado». Siempre he admirado la nada sospechosa claridad de Schillebeeckx, una de las mentes más penetrantes de la Nueva Teología.
Y yo no diría que la Santa Iglesia Católica haya incorporado a su corpus ritual y teológico “elementos de la masonería”: semejante pretensión deviene imposible, bien por el hecho mismo de que la Iglesia, la única Iglesia de Cristo, se mantiene Una en el decurso de la Historia. Ahora bien, si aceptamos que toda la Contra-Iglesia surgida del conciliábulo es otra cosa, es decir una súper-estructura acatólica, una mega-secta paramasónica, iremos comprendiendo poco a poco la terrible entraña de estas mutaciones realizadas en apenas seis décadas de envenenamiento estructural. Y es que, para cualquier católico septuagenario con algo de memoria (¡y, desde luego, sensibilidad estética!), la percepción (de puro dolorosa) es patente, sobre todo al aproximarse al objeto de su Fe (es decir la Santa Misa, ahora “nueva misa”) desde lo externo: vemos así la reubicación del antaño altar, hogaño mesa de celebración, dando el celebrante la espalda al Sagrario; nos duele en grado sumo la supresión del latín (la lengua oficial de la Iglesia) por el idioma vernáculo en el contexto de la simplificación drástica de la liturgia; no podemos dejar de lamentar la desaparición de la figura genuina del predicador y, por tanto, del púlpito, que tanto bien hicieron en el aspecto didáctico, así como la abolición de la apologética como género literario esencial para convertir infieles y defender la doctrina de la Iglesia de ataques externos; ¿y qué decir de la progresiva omisión de las referencias de rigor al Infierno como lugar físico, o la mismísima falsificación de la realidad del pecado?; amén de una tendencia estética hacia el minimalismo no significativo (perceptible tanto en las horrendas nuevas arquitecturas postconciliares como en los mobiliarios masónico-deístas)…
Todos estos «cambios», con razón, han ido vaciando las iglesias de medio mundo, lo cual es bien comprensible: lo que la feligresía necesita no es un sucedáneo paródico que el mismísimo Martín Lutero vituperaría, sino la Misa Católica de siempre, es decir la Misa Tridentina, impuesta a perpetuidad por el Papa San Pío V. Lamentablemente, el grueso de los feligreses creen que la misa «Novus Ordo» es la «católica», pero esto no es así: esta nueva «misa» fue diseñada por el nada pío y masón Annibale Bugnini, y ha logrado con creces su objetivo: acelerar la apostasía de las masas como nunca antes se hubiera previsto. Acudamos como bálsamo, en fin, a San Alfonso María de Ligorio, el Doctor de la Iglesia más odiado por la secta francmasónica, quien en su prospecto La Misa maltratada realiza observaciones tan sutiles como provechosas, y que hoy pasarían desapercibidas al grueso de los católicos más ortodoxos. La brutalización, obviamente, ha ido pareja al proceso de secularización.
La Cátedra histórica fue arrasada y sobre sus cascotes se alzó la Logia de perdición. El preclaro filósofo argentino Patricio Shaw, firmante del epílogo de este libro, lo ha expresado magistralmente: «Roma está muerta y podrida, y la majestuosa fachada de Bernini es un cadáver. Se impone al mundo, bajo el disfraz de una legalidad que continuaría la legalidad histórica…».
El heresiarca Bergoglio (a quien por respeto y obediencia a la bimilenaria institución del Papado declino reconocer como Papa) carga a sus espaldas con un fuerte pasado masónico. Es evidente que sus defensores, que todavía son muchos entre los neoconservadores, saldrán a defender la integridad del bueno del «Padre Jorge», pero las pruebas son flagrantes: en efecto, en su patria chica el jesuita Bergoglio fue masón, y actualmente es también rotario. Todo parece indicar que desde que usurpó la Silla de San Pedro estaría haciendo los trabajos de lo que se denominada un «masón durmiente». En Argentina es bien sabido que cuando Francisco todavía era el P. Jorge Mario Bergoglio Sívori, éste acostumbraba firmar como lo hacen sus amigachos los masones. Tomemos como ejemplo una misiva suya, fechada el 28 de octubre de 1977 y dirigida al obispo Mario Picchi, en la que podemos ver los inconfundibles tres puntos masónicos (∴) al final de su firma. Los hechos claman al cielo: por decencia y dignidad creemos firmemente que ya no es posible seguir negando lo abrasadoramente evidente, por muy doloroso que esto sea de asimilar y digerir.
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