EL Rincón de Yanka: SOBRE LA NECESIDAD DE TENER RAÍCES por JORGE SOLEY

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sábado, 8 de junio de 2024

SOBRE LA NECESIDAD DE TENER RAÍCES por JORGE SOLEY


 REVISTA LA ANTORCHA

"El arraigo quizá sea la necesidad más importante y la menos conocida del alma humana ... Un ser humano tiene raíces en virtud de su participación real, activa y na1ural en la existencia de una colectividad que conserva vivos ciertos tesoros del pasado y ciertos presentimientos de futuro".

Son palabras de Simone Weil (1909- 1943), una de las pensadoras más singulares del siglo XX. Judía, filósofa, sindicalista, aventurera... ¿cómo si no entender que decidiera trabajar como obrera mecánica en la fábrica de Renault en París o se alistara en la Columna Durruti en nuestra Guerra Civil? Durante la Segunda Guerra Mundial, tras refugiarse en 1940 en Marsella, acabó colaborando con la Resistencia desde Inglaterra, donde le llegaría la muerte por tuberculosis con tan sólo treinta y cuatro años. Tiempo suficiente para dejarnos una extensa obra, publicada toda ella por sus amigos tras su muerte, muy en especial por el filósofo católico Gustave Thibon, que había acogido a Weil en su granja familiar cercana a Aviñón durante el verano de 1941 a petición de un amigo dominico. Debido a su ascendencia judía, Weil no podía dar clases y quiso aprovechar para conocer en primera persona la realidad del trabajo agrícola. Thibon y Weil estaban a priori muy alejados, pero pronto les unió una profunda amistad que crecerá en largas conversaciones sobre Dios y el destino del hombre. Antes de partir para Inglaterra, Simone Weil confía sus notas a Thibon, que queda sacudido al leerlas: "Leyendo sus cuadernos, sentí una familiaridad de alma como no había experimentado nunca ; leía lo que yo había pensado y lo que esperaba". Tras la muerte de su amiga, Thibon hizo que las publicaran con el título "La gravedad y la gracia", dándola así a conocer.

Fue Albert Camus quien publicó en 1949 un manuscrito que Weil no había llegado a revisar, "L'enracinement. Prélude a une déclaration des devoirs envers l'étre humain" (traducido en español como "Echar raíces"). Escrito un año antes de su muerte, Weil aborda en él, tras un brillante análisis de las nociones de deber y derecho, lo que ve como un problema de fondo que lastra la vida de tantos, en especial de aquellos obreros con los que había compartido jornadas de trabajo: el desarraigo.
 
Si accedemos naturalmente a nuestras raíces, a nuestros vínculos, "por el lugar, el nacimiento, la profesión, la familia"; cauces a través de los que recibimos nuestra "vida moral, intelectual, espiritual Weil observa que estos conductos han sido bloqueados.

¿Los responsables? Los intereses monetarios y la instrucción (muy significativamente se negará a llamarla educación).

Aquellos intereses impondrán condiciones laborales que, de hecho, destruyen todo vínculo. El otro gran mecanismo de desarraigo es la instrucción, que Weil describe sin paños calientes: "Lo que hoy en día llamamos instruir a las masas es tomar la cultura moderna, elaborada en un entorno totalmente cerrado, tarado, indiferente a la verdad, extraerle todo lo que aún pueda contener de oro puro, operación que llamamos vulgarización y embutir su residuo en la memoria de los desgraciados que desean aprender algo". Sus antiguos camaradas comunistas tampoco salen muy bien parados: "la mezcla de ideas confusas y más o menos falsas conocidas bajo el nombre de marxismo, mezcla a la que desde Marx sólo han aportado intelectuales burgueses mediocres... es para los obreros un aporte completamente extraño, inasimilable y además carente de todo valor nutritivo". Lo que la llevará a criticar duramente una revolución que "consiste en extender a toda la sociedad la enfermedad del desarraigo que ha sido infligida a los obreros". Frente a ella, Weil propugna otro tipo de "revolución": "transformar la sociedad de manera que los obreros puedan tener raíces. Decía T.S. Eliot que esta obra de Weil es de esos "libros que los políticos rara vez leen, y que tampoco podrían comprender y aplicar"; viendo la deriva woke de Ja izquierda se evidencia el fino olfato del poeta anglófono.
"Lo que hov llamamos instruir a las masas es tomar la cultura moderna, extraerle el oro que pueda contener y embutir su residuo en la memoria de los desgraciados"
¿Y en qué consisten esas raíces que Weil considera nuestra necesidad más importante? En tener un pasado ("la destrucción del pasado es quizás el mayor crimen"), en tener una familia, un lugar del que venimos, en la propiedad (un anhelo sano y natural) y en sabernos hijos de Dios. El hombre necesita, antes que pan, algo grande por lo que vivir, y para Weil sólo hay dos tipos de grandeza: "la auténtica, que es de orden espiritual, y la vieja mentira de la conquista del mundo". Expulsada de nuestro horizonte la primera, Weil comprendió algo sobre lo que otros siguen dando vueltas: "la corriente idolátrica del totalitarismo no puede encontrar obstáculo más que en una vida espiritual auténtica. Si acostumbramos a los niños a no pensar en Dios, se harán fascistas o comunistas por necesidad de darse a algo". Un diagnóstico que no ha envejecido nada.
 
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OMNISCIENTE, OMNIPRESENTE, PROVIDENTE Y OMNITIERNO

 
 INTRODUCCIÓN

(LA GRAVEDAD Y LA GRACIA)
–Carlos Ortega–

1. LA FIRMEZA DE UN NUDO
 
El 30 de agosto de 1943 era enterrada en tierra de nadie, en una zona intermedia entre la parte católica y la parte judía del New Cemetery o Cementerio de Extranjeros de la localidad inglesa de Ashford, en Kent, Simone Weil. Entre las siete personas que acompañaban su féretro no se encontraba ningún sacerdote que pudiera rezar un responso en la hora de su despedida. Este hecho, que no tiene por qué resultar significativo para la comprensión de la vida de Simone Weil, como tampoco debe serlo para un lector de su obra, contrasta fuertemente con algunas voces que hoy, cincuenta años después, piden su canonización por parte de la Iglesia católica1. Peticiones como éstas culminan en realidad un proceso que comenzó unos años más tarde de la muerte de Simone Weil, con la publicación en 1947 y 1949 de A la espera de Dios y La gravedad y la gracia, y que perseguía la rotación de su figura –en lo que tenía de vida ejemplar– en una órbita católica.

No es reprochable, desde luego, el intento de las iglesias de atraerse modelos que, aunque de difícil reducción á fórmulas edificantes, no desencajen en la doctrina y actúen como vanguardia o faro de los fieles más desconcertados ante las flojas, equívocas o tercas respuestas con que las instituciones eclesiásticas tratan de deshacer los dilemas que plantea el curso de la historia.
Ni tampoco lo es el espíritu renovador que alienta en semejantes ensayos. Pero pasará por ingenuo quien, para el caso de Simone Weil, olvide que su canonización significaría no tanto dar validez a su pensamiento en el seno de la Iglesia, cuanto dar validez a la doctrina de la Iglesia en la influencia que su figura de pensadora originalísima pudiera tener en un futuro.
 
Por lo demás, nadie ignora el modo en que el interés eclesiástico puede hacer conjugar el destino espiritual más radical con los axiomas más contrarios a ese destino. Baste recordar, por ejemplo, cómo fray Juan de la Cruz era perseguido en vida, y cómo lo fueron personas afines a él espiritualmente, como la madre Ana de Jesús treinta años después de muerto el santo, por aquellos mismos que lo elogiaban2. En Simone Weil, la tensión que expresa su obra, tan paradójica como la del propio Juan de Yepes, y su existencia, de una radicalidad tal que desemboca en una muerte voluntaria, deberían ser suficientes para disuadir a cualquier confesión de apropiarse de su figura. Con claridad manifestó ella hallarse «al lado de todas las cosas que no tienen cabida en la Iglesia»3, lo que equivale a afirmar que su verdad, la que encontró en el fondo de todo desamparo y de toda desgracia, no es accesible a aquella institución.

Un olfato tan inquisitivo como el de Charles Moeller adivinó ya en los años cincuenta qué poco conciliable resultaba la filosofía religiosa de Simone Weil con el orden doctrinal del catolicismo.
La condena de Moeller no se hacía, sin embargo, sin vencer cierta resistencia sentimental, pues él admiraba la vida de esta «mártir de la caridad» –como él la llamó–, y creía en sus dones místicos. Pero no quedaba otro remedio que denunciar la herejía de su sistema, al que consideraba «una de las mayores tentaciones de nuestro siglo»
4, y apuntó a su pensamiento sobre Dios y la creación –su teoría más poética, si cabe– como el núcleo en que residía el gran error, el cual contradecía gravemente los dogmas más sólidos del catolicismo.

Para Simone Weil, glosando en esto un versículo de san Pablo (Flp 2,7), Dios se vacía en la creación, y dota a sus criaturas de una falsa divinidad de la que éstas a su vez habrían de vaciarse para que la creación tuviera por fin cumplimiento. En la estela de ese movimiento que describen el abandono y la restitución, la única forma de relacionarse justamente con Dios es «actuar como esclavo, mientras que se contempla con amor...»
5.

Moeller apreciaba una amalgama de doctrinas gnósticas, maniqueas y estoicas, junto a un contagio de misticismo extremo, en los textos en que Simone Weil desarrolla su pensamiento sobre Dios y la creación. Los síntomas aparecían descritos con nitidez en su estudio, y el diagnóstico de heterodoxia (o aun de pura herejía) se avenía con sus argumentos. Luego, a la hora de señalar la causa de semejantes desviaciones, Moeller, con trazas de psicoanalista circense, aseguraba que eran fruto de «la sexualidad reprimida de la autora», concluyendo que «si Simone Weil hubiera tenido hijos de su carne, jamás hubiera escrito lo que escribió»
6.

Este horrísono final (tan malsonante como decir que si el canónigo Moeller hubiera sido mujer y ibutiana, «jamás hubiera escrito lo que escribió») no debería llamar a engaño sobre el acierto de la lectura de Moeller desde la perspectiva de la ortodoxia cristiana. Su reacción ante un misticismo y un ateísmo en la fe que conmovían los cimientos de la cultura parroquial y superaban el dogmatismo de la Iglesia con un lenguaje desnudo era de esperar; igualmente predecible su alabanza del modo de vida anticonvencional y heroico de Simone Weil. «Ella era mejor que sus doctrinas»
7, pensaba Moeller, quien desde el principio reconocía «atacar a su
obra, no a su persona»
8.  
 
Otros creyentes católicos, como el filósofo Gabriel Marcel o la novelista norteamericana Flannery O'Connor, se sumarían después a ese rechazo de los textos de Simone Weil y a la curiosidad, o a la intriga, ante su vida. Así se explica la suerte corrida por su obra (que ha tardado ocho lustros en llegar a España, por ejemplo), frente a la fortuna de los sucesos de su biografía, de la que se han prodigado las versiones. Ignazio Silone y Georges Bataille la hicieron protagonista de novelas (el primero, en la inacabada Severina; Bataille, en Le bleu du ciel), y Liliana Cavani escribió un guión para rodar una película que nunca se realizó.

La filosofía de Simone Weil, que siempre quiso poner a prueba su pensamiento, una filosofía tan audaz como carente de ardides, corre, sin embargo, en paralelo al fatídico privilegio de su heroica vida. Por el contrario, escaso sería el interés por su experiencia sin el soporte del pensamiento que muchas veces la precede. En la defensa que trató de hacer Maurice Blanchot de la coherencia de este pensamiento por encima de sus contradicciones
9, se sugería la firmeza del nudo que dentro de la personalidad de Simone Weil enlazaba lo que podría llamarse la parte silenciosa de su alma con las decisiones externas que conformaron su destino. Sin duda trampearía ese destino quien con testimonios de última hora u otros trabajos artesanos se propusiera ignorar la correspondencia entre vida y obra, entre pensamiento y
acción en Simone Weil.

No algo distinto de esa dialéctica rigurosa es lo que provocó que Simone Weil se mantuviera fuera de la Iglesia cuando en 1941, en Marsella, el dominico Joseph-Marie Perrin quiso inducirla al bautismo. Había más que mera honestidad intelectual en su gesto de impedirse cualquier acercamiento, ni siquiera formal, al catolicismo: «mi vocación me impone que me
quede al margen de la Iglesia»
10. Con la certeza de que el amor al prójimo o la belleza del mundo sustituían a la virtud que, según la doctrina de Roma, sólo se obtenía mediante los sacramentos, Simone Weil enumeró, diez meses antes de morir, los obstáculos –treinta y cuatro– que creía ver entre ella y el cristianismo11. Todos ellos remitían a una universalidad que la Iglesia no alcanzaba a cubrir, y revelaban la necesidad de una limpieza filosófica de sus dogmas12.

Naturalmente, nadie puede negar la legitimidad de una glosa cristiana de la filosofía de Simone Weil; no es dudoso, asimismo, que muchas de sus verdades puedan ser útiles para los cristianos. Conviene, sin embargo, no entorpecer el impulso de la mayor pensadora del amor y de la desgracia de nuestro siglo con molinos que no resistirían el ímpetu ni la pureza de sus aguas. En su breve existencia trató de desentrañar el grado y los modos de la participación de la gracia divina en el mundo, así como el punto de intersección de la misma con las leyes que lo dominan. Toda su vida anduvo buscando ese momento del encuentro entre la perfección divina y la desgracia de los hombres. Y lo hizo libérrimamente, sensible sólo a los rumbos que le marcaban sus propias experiencias espirituales. Su nudo interior nunca se aflojó. Que nadie lo desate ahora.

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1 Cf. J. I. González Faus, «¿Será posible que haya existido una mujer así?», en Cuatro Semanas, núm. 7, agosto de 1993: «Sería magnífico que la iglesia canonizara a Simone Weil. Precisamente como acto de "catolicidad” y porque la misma iglesia enseña que no existe otra santidad que el amor».
2 Cf. J. Baruzi, San Juan de la Cruz y el problema de la experiencia mística, Junta de Castilla y León, Valladolid, 1991, p. 239, y G. Brenan, San Juan de la Cruz, trad. J. Reig, Laia, Barcelona, 1974, pp. 105ss.
3 Attente de Dieu (AdD), p. 46. Utilizaré las siglas que se indican en la Bibliografía, infra, p. 47-48 para referirme a las obras de Simone Weil. Además, citaré por la sigla SP la biografía de Simone Pétrement, La vie de Simone Weil, 2 vols., Fayard, París, 1973. Otros textos de Simone Weil que queden fuera de este marco se mencionarán expresamente.
4 Ch. Moeller, Literatura del siglo XX y cristianismo, trad. García Yebra, Gredos, Madrid, 1970, vol. I, p 501
5 Cf. infra. Véase también CS, pp. 49 y 167.
6 Ch. Moeller, op. cit., p. 331.
7 Ibid., p.297, n. 5.
8 Ibid., «Introducción», p. 28.
9 M. Blanchot, L'entretien infini, Gallimard, París, 1966, pp. 153-179 morir por la Iglesia -en el caso de que se hiciera necesario morir por ella-, que a entrar en ella. Morir no obliga a nada..., no incluye ninguna mentira» (J.-M. Perrin y G. Thibon, Simone Weil telle que nous l'allons connue, La Colombe, París, 1952, p. 42).
10 AdD, p. 52. A Gustave Thibon le escribiría: «Por el momento, estaría más dispuesta a
11 Antes de salir de Nueva York para Londres, en 1942, Simone Weil remite al padre Couturier, un sacerdote que le
había presentado Jacques Maritain, la larga carta que luego, en 1951, Albert Camus publicó en la colección «Espoir», LR. Es en este texto donde Weil expone la larga lista de diferencias con la religión cristiana.
12 Cf. aquí mismo, infra, p. 166