EL Rincón de Yanka: ANTIEVANGELIZACIÓN Y PAGANISMO EN LOS TIEMPOS DEL CORONAVIRUS: EL CIELO EN LA TIERRA 🔆🕂

inicio














lunes, 23 de marzo de 2020

ANTIEVANGELIZACIÓN Y PAGANISMO EN LOS TIEMPOS DEL CORONAVIRUS: EL CIELO EN LA TIERRA 🔆🕂

Antievangelización 
en los tiempos del coronavirus

“Estad dispuestos a abandonar esta vida mortal y no a las personas asignadas a vuestro cuidado. Caminad entre los que han enfermado debido a la plaga como lo hacéis en la vida, como si fuera un premio; no importa si sólo ganáis un alma para Cristo”. San Carlos Borromeo
La Iglesia en Italia ha ido más lejos que otras instituciones en el seguimiento e interpretación de las medidas adoptadas por el Gobierno, suspendiendo las misas en plena Cuaresma hasta el viernes anterior al Domingo de Ramos, mientras siguen funcionando los transportes públicos y abiertos bares y grandes superficies. El mensaje que transmiten es desolador.
Algo en lo que lleva tiempo insistiendo el Papa Francisco es en la evangelización y, al mismo tiempo, en la necesidad de evitar el proselitismo, algo que confunde a no pocos, que no entienden muy bien cómo puede ser compatible. La respuesta está en vivir la fe en su plenitud, en hacerla vida, de modo que nuestro ejemplo atraiga a los no creyentes, que querrán participar de nuestra alegría.
Lo ha dejado claro en su borrador de reforma de la Curia, Praedicate Evangelium, con la creación de un Dicasterio de Evangelización que tendrá un rango superior al que hasta ahora ha sido el preeminente, Doctrina de la Fe, y ha insistido en ello en el vídeo de la última Oración Mensual dedicado a los fieles de China, a los que ha pedido que sean ejemplo de vida evangélica, pero evitando el proselitismo.

Y he aquí que aparece el coronavirus, con su inevitable cortejo secular de histeria masiva y psicosis, y a la Iglesia se le ofrece una ocasión magnífica para demostrar que realmente cree en lo que dice creer. Y la respuesta no es exactamente esa.

Publica hoy Enrique García-Máiquez en El Diario de Cádiz una columna titulada ‘La Santa Misa’ en la que expresa lo que querría decir, solo que con una prosa de la que me sé incapaz: 
“Es una decisión inédita en dos mil años de cristianismo en los que han llovido pestes, cóleras, lepra, catástrofes, hambrunas, guerras y revoluciones; pero siempre hubo misas para consuelo y esperanza de las gentes”. Y añade: “La Conferencia Episcopal italiana parece tener más prudencia con sus creencias (que son, ay, las mías) que los movimientos feministas con las suyas. Entiendo perfectamente que, desde fuera, se equipare la asistencia a la Santa Misa a cualquier otro evento más o menos multitudinario; pero, desde dentro, ¿olvidamos el valor infinito de Santo Sacrificio?”.
Si hay algo que distinga a la Iglesia Católica, la única fundada por Jesucristo, del resto de denominaciones cristianas, además de la veneración a la Santísima Virgen María, es la centralidad del Santísimo Sacramento y de la Misa. ¿Cómo creen que se ve desde fuera los no católicos está facilidad con la que los prelados prescinden de algo que predican absolutamente central para la vida de la fe, yendo incluso más lejos que las autoridades seculares?
En muchos casos, me temo, la respuesta será que no se lo creen de verdad. Que, a la hora de la verdad, el miedo a la enfermedad y a la muerte -que es nuestro destino común e inevitable- es superior a lo que dicen creer. No digo que sea así; pero sí que la imagen que están dando llevará a muchos a pensarlo.

Nadie quiere contagiarse, estamos debidamente informados y se nos puede seguir informando. La población de riesgo evitará ponerse en peligro y, desde luego, es mucho más fácil y probable contagiarse en el metro o en una manifestación feminista. Por lo demás, los datos de que disponemos no son exactamente para huir a las montañas. En el mundo somos más de 7.500 millones de personas. El número de muertes por coronavirus a nivel mundial desde que estalló la crisis ronda las 4.000 personas; compárese con las muertes por gripe corriente solo en España y solo en 2019: 6.300. Son datos del Centro Nacional de Gripe. Incluso si se desarrolla la enfermedad, sin necesidad siquiera de ir al médico, el paciente se recupera espontáneamente en el 85% de los casos, según informa el doctor Jesús Sánchez Martos, catedrático de Educación para la Salud de la Complutense de Madrid, quien también recuerda que las tasas de mortalidad en niños hasta los 16 años es del 0%. No, no es exactamente la Peste Bubónica.

LA NUEVA (SUB) NORMALIDAD EN LA MISA
ESTO OCURRE EN MÉXICO - ARGENTINA - ESPAÑA ETC, ETC. 


MASCARILLAS, TAPABOCAS, GUANTES, ALCOHOL EN GEL, DISTANCIA SOCIAL  Y LA MISA  NOVUS ORDO (Nuevo Orden de los Siglos) aparece en el reverso del Gran Sello de los Estados Unidos, diseñado por primera vez en 1782 e impreso en la parte de atrás del billete de un dólar estadounidense desde 1935. CADA VEZ PEOR...

¿Coronavirus o paganismo?
“¿Estás listo para morir? ¿Sabes que tu vida acabará un día ya sea por este virus o por otra razón? ¿Sabes que te encontrarás con Dios cara a cara?”
Todo peligro debe ser enfrentado responsablemente, más aún si estamos ante una enfermedad real: un virus que se extiende por el mundo. Poner los medios adecuados será prudente, siempre que no se exagere o se utilice este peligro para intereses personales. El cómo se enfrenta hoy la situación del coronavirus habla mucho de quiénes somos como sociedad: más moderna y preparada, más comunicada y muchas veces más solidaria; también más precavida y con más medios al alcance. Pero a la vez el coronavirus ha mostrado una característica en la sociedad actual: que estamos en una sociedad pagana.

El peligro físico de este virus, que es real, por ahora no es tan extenso, y no sabemos si lo será. Pero el peligro espiritual que ha mostrado si es alto, actual y dramático. La sociedad se preocupa de no contagiarse, de no estar con gente que pueda tener síntomas e incluso de no estar con gente, aislándose, como ha pasado en Italia. Entran en pánico, a veces sin fundamento, y se proveen de agua y otras cosas como si fuese el acabose. Se instalan políticas públicas, comunicados y campamentos médicos; los colegios sacan de sus aulas al niño que presente el menor síntoma de cualquier enfermedad (así no tenga nada que ver con este virus). Algunos medios de comunicación repiten y repiten noticias con no poca exageración teatral, y venden información que la verdad no sé si ayuda o perjudica. Y en el tren de esta actitud entra, lamentablemente, no poca gente de Iglesia que, cual organización gubernamental, dice lo mismo: cuidemos la salud física. Pero ¿Y el alma?

Hay como un horror a pensar en la muerte; hay una ausencia dramática de invitar a la gente a rezarle a Dios para que nos ayude, creyendo que nosotros solos resolveremos el problema. No se invita a tener adoraciones del Santísimo como reparación, o cadenas de confesiones para prepararse ante la muerte, que nos puede llegar a todos de cualquier forma. No se piensa en el juicio final y en tener la vida lista. Se receta mascarillas, jabón y otras cosas, pero no el rosario, el Santísimo y los sacramentos. Y ojo, no se trata de falsas oposiciones: hay que cuidar el cuerpo, pero también el alma. El coronavirus no ha mostrado una sociedad incapaz de cuidarse físicamente, no; lo que ha mostrado es una sociedad pagana, donde Dios no tiene espacio, y que es incapaz de preguntarse por la salvación eterna. Incluso desde la Iglesia. Y esto es lamentable. Y cuestionante.

Esta situación debería hacernos pisar tierra y enseñarnos cuán frágiles somos; mostrarnos que no hay fundamento para la nefasta autosuficiencia que predica a un super hombre que lo puede todo. Debemos aceptarlo: somos débiles y no nos bastamos a nosotros mismos. No somos infalibles ni todopoderosos, y eso necesitamos reflexionarlo. Para ser humildes, y para acudir al auxilio de quien sí puede ayudarnos: Dios. Este virus, que roguemos no se tan nefasto, es una ocasión para volver a Dios. Pero eso no está pasando.

A la vez se muestra cuán acomodados estamos, al punto que nos aterra el sufrimiento; y no lo digo para que tengamos que contagiarnos, sino para salir a buscar al que sufre, tal que está enfermo o padece algo. Buscamos más bien nuestra seguridad a costa de todo. Basta ver el egoísmo que a veces se encuentra uno en los supermercados en gente que «acapara» todos los productos que pueda (sin que haya razón para que los compre) por el presunto miedo de la extinción mundial; claro está, sin pensar en el del costado.
Esperemos este virus pase y se cure, pero en el caso que no ¿Estás listo para morir? ¿Sabes que tu vida acabará un día ya sea por este virus o por otra razón? ¿Sabes que te encontrarás con Dios cara a cara? Pero es lógico, a quien vive sin Dios le aterra la muerte. Y el mundo de hoy que vive sin Dios vive sin la idea de morir. Y sin la urgencia de estar preparados.

Me pregunto ¿No será que ésta es una ocasión «terapéutica» para curarnos del verdadero virus que como sociedad tenemos? San Carlos Borromeo, arzobispo de Milán en el siglo XVI, ante la peste que azotó su ciudad hizo justamente lo opuesto a lo que hoy «se recomienda»: organizó procesiones para clamar al cielo la salud, organizó Misas en las plazas para que todos asistan y promovió el rezo a santos protectores de la salud. Y para que tomasen conciencia los milaneses, les dijo: «Ciudad de Milán, tu grandeza se alzaba hasta los cielos, tus riquezas se extendían hasta los confines del mundo… Repentinamente, viene del Cielo la peste, que es la mano de Dios, y de golpe y porrazo ha sido abatida tu soberbia*» . Y al final de todo sacar una lección para la ciudad: «Él hirió y Él sanó; Él azotó y Él curó; Él empuñó la vara de castigo, y ha ofrecido el báculo de sostén**» .

En cambio en otros lugares se cierran Iglesias, se cancelan misas y otras actividades religiosas; ante ello, en el diario de Cadiz se publicó lo siguiente: «Es una decisión inédita en dos mil años de cristianismo en los que han llovido pestes, cóleras, lepra, catástrofes, hambrunas, guerras y revoluciones; pero siempre hubo misas para consuelo y esperanza de las gentes… Entiendo perfectamente que, desde fuera, se equipare la asistencia a la Santa Misa a cualquier otro evento más o menos multitudinario; pero, desde dentro ¿Olvidamos el valor infinito de Santo Sacrificio?***». 

Llama la atención que sean contadas las voces de algunos pocos obispos que 3 se atreven a sacar procesiones con el Santísimo (como el obispo de Tyler, Texas, Mons. Joseph Strickland), o las del episcopado polaco que pidieron aumentar las misas dominicales para que haya menos aglomeración de personas, pero no deje de haber el Sacramento y así todos puedan ir. Por eso el presidente de la Conferencia Episcopal Polaca, Stanisław Gądecki (arzobispo de Poznan), recomendó asumir este virus de una manera diversa: «Es impensable que no recemos en nuestras iglesias». Sin embargo, pareciera que esta voz «contra corriente» no es común hoy, pues encontramos recomendaciones de gente de Iglesia que más pareciera ser un eco de recomendaciones buenas, necesarias y sensatas, pero propia de los gobiernos, dejando de lado el deber primordial que tenemos como Iglesia: acercar a la gente a Dios. Parecería que hay un pavor a decir algo que no sea policialmente correcto (como hablar de la fragilidad, la muerte y de Dios), y más bien pareciera que hay un afán de querer agradar a la tribuna del momento diciendo lo común que todos dicen y que se quiere escuchar. No sería descabellado poner en práctica lo que San Carlos Borromeo indicó a los miembros de la Iglesia en Milán: 
«Estad dispuestos a abandonar esta vida mostrar y no a las personas asignadas a vuestro cuidado. Caminad entre los que han enfermado debido a la plaga como si fuera un premio; no importa si sólo ganáis un alma para Cristo». La mejor receta para correr del coronavirus y de cualquier mal (sin dejar los adecuados y prudentes cuidados humanos), es correr hacia Cristo.
Estamos ante un virus que hasta ahora ha matado cerca de 4,000 persona; un drama, así fuese un solo fallecido. Sin embargo en un mundo habitado por cerca de 7.500 millones de personas, el porcentaje es ciertamente poco, sabiendo que el 85% de los casos se curan sin siquiera ir al doctor; más aún si vemos que solo en el 2019 en España por gripe murieron 6,300 personas. Hay necesidad entonces de prudencia.
Me pregunto ¿Debo tenerle miedo al coronavirus? Creo que dentro de la prudencia y cuidados razonables que hay que tener, diría que no por ahora. Pero en realidad al virus que sí hay que temerle es al del paganismo, que parece se ha esparcido desde hace tiempo y nos ha contagiado, conduciéndonos a una enfermedad verdaderamente peligrosa: la prescindencia de Dios, que no nos lleva a la muerte física, sino a la muerte eterna. Y para eso hay una sola vacuna: volver a Dios por medio de los sacramentos. Pero hoy el hospital donde se encuentra dicha vacuna, la Iglesia, no pareciera querer tener en todos lados las puertas abiertas. Y eso preocupa.

* San Carlos Borromeo. Memoriale al suo diletto popolo della città e diocesi di Milano. Michele Tini; Roma 1579, pp. 1 28-29. 1
** Idem, p. 81
*** Enrique García-Máiquez. La Santa Misa. Diario de Cadiz.



El cielo en la tierra

Cuando leemos los Evangelios con atención descubrimos que Jesús siempre se resiste a hacer milagros, pues no quiere que lo confundan con uno de aquellos taumaturgos chiflados que embaucaban a la plebe con sus prestidigitaciones. Así que, cuando finalmente accede a las peticiones de lisiados, ciegos o leprosos, rehuye los métodos de los taumaturgos y los toca y ensaliva, los acaricia o cachetea, para que adviertan que no los está curando un espíritu, ni un capataz de espíritus, sino un hombre de carne y hueso como ellos que, sin embargo, tiene a Dios metido en el cuerpo y, al tocarlos, les mete un chute de divinidad en su magullada carne.

Este mismo chute de divinidad, logrado a través del contacto con nuestra carne también magullada por el pecado, introducen los sacramentos en la vida del cristiano. Como los milagros de Jesús, los sacramentos desdeñan las prestidigitaciones de los taumaturgos, para buscar el contacto carnal con quienes los reclaman: una imposición de manos, una unción con aceite, una mojadura o aspersión de agua. Y, cuando Jesús quiere quedarse con sus amigos, trayendo el cielo a la tierra (según la expresión que acaba de utilizar Reig Pla, un obispo a la contra del pancismo episcopal), lo hace también de la forma más carnal posible, buscando no ya el contacto, sino la deglución. Esta «carnalidad» sanadora del cristianismo, que desafiaba el espiritualismo pagano y también el epicureísmo que veía en el cuerpo un mero lugar de delectación, fue la razón principal de su rápida propagación entre gentes hartas de fanfarrias esotéricas. De repente, entre tantas religiones mistéricas, surgía una religión que abrigaba del frío, que enjugaba el llanto, que sanaba las heridas corporales y espirituales mediante la caricia, el abrazo y el beso. Y que, en lugar de expulsar del templo a los leprosos y a los pecadores, llevaba el templo hasta el arrabal o periferia de marginación al que habían sido expulsados. 

Aquella religión contaba con un Dios que se metía en las llagas del pecado y de la lepra; y los hombres que la predicaban no temían acariciar al leproso, abrazar a la adúltera, besar al apestado, como tampoco su Dios temía entrar en sus cuerpos abrasados por la fiebre y en sus almas envenenadas por el pecado. Mientras los emperadores se amurallaban frente al contagio y cerraban sus templos fastuosos, aquellos cristianos locos de amor salían extramuros con Dios metido en un cuenco de barro, para darlo de comida a los enfermos; y les hablaban con pasmosa naturalidad de la muerte que a todos nos aguarda a la vuelta del camino, y también de la vida gloriosa que viene después de la muerte. Y así aquel Dios humildísimo, agazapado en un pan ácimo, barrió del mapa a todos los dioses encumbrados en pedestales de mármol.

Naturalmente, esta locura de amor no debe confundirse con insensatez temeraria propia de taumaturgos chiflados. San Agustín nos enseñó que el cristiano no puede rehuir el martirio, pero tampoco arrojarse imprudentemente a él. Del mismo modo, la Iglesia no puede renunciar a llevar los sacramentos, pero tampoco causar daño a quienes los lleva; pues Dios tiene otras maneras alternativas de salvar las almas (y los cuerpos) de quienes lo aman, aunque sean jornaleros de ultimísima hora. Sin embargo, descartar traer el cielo a la tierra cuando ni siquiera el Estado Leviatán lo ha exigido (Decreto del estado de alarma, en su artículo 11, permite la asistencia a lugares de culto y las ceremonias religiosas), o renunciar a llevar la caricia, el abrazo y el beso de Dios a quienes lo necesitan, recomendándoles a cambio que se conformen con una taumaturgia (la televisión), me parecen actitudes más propias de burócratas indolentes y pancistas que de sucesores de los apóstoles. Y ya sabemos para qué sirve la sal que se vuelve sosa.
Señor, ¡líbranos de las preocupaciones estúpidas e infieles! Danos la salud. Pero, sobre todo, danos fe, una fe que no tema a los meros ataques al cuerpo, y que, con seriedad, nos recuerde que los ataques al alma son mucho más graves de lo que el mundo piensa. Ayúdanos a preocuparnos por lo que es importante para ti. Nuestros cuerpos morirán, pero nuestras almas perdurarán. Por Tu Gracia, haz que tendamos hacia el alma para que nuestros cuerpos puedan, un día, resucitar a la gloria.


El coronavirus evidencia y pone de manifiesto el crericalismo como pecado de omisión: La jerarquía queda paralizada y paraliza la acción eclesial por la herejía del clerocentrismo. NO LAVA NI PRESTA LA BATEA



MASCARILLEIROS
DIMISIÓN JULIÁN BARRIO BARRIO
AVISO sobre el uso de mascarilla en el interior 
de la Catedral de Santiago de Compostela
Coruña Galicia