A vueltas con el discurso-manifiesto
Seamos conservadores… y revolucionarios
O dicho de otro modo, conservemos e innovemos, mantengamos y rompamos a la vez. El oxímoron (para las víctimas de nuestro sistema educativo: la contradicción lógica) entre ambas exigencias parece evidente. Y sin embargo…
Sin embargo, podría invocar que semejante dualidad ya caracterizó, hace un siglo, a un movimiento tan importante como lo fue, por ejemplo, la Revolución conservadora alemana (con figuras tan destacadas como los hermanos Jünger, Spengler, Heidegger y tantos más). Pero dejemos ahora las invocaciones históricas. Baste afirmar que o somos a la vez conservadores y revolucionarios, conservadores y rompedores —es decir, conservadores de un nuevo cuño, muy distintos de los conservadores tradicionales—, o eso no lo salva ni Dios.
Viene ello a cuento del brillante discurso pronunciado por Marion Maréchal en un foro conservador celebrado en Roma y que, publicado en estas misma páginas el viernes pasado, tanto ha atraído a nuestros lectores. Un discurso cuyo nivel sobresale de forma destacada —vale la pena subrayarlo— frente al lenguaje apelmazado y a las trivialidades de la mayoría de los discursos políticos.
Sí, tiene razón la líder francesa cuando se proclama conservadora; cuando afirma que, frente a la descomposición del mundo, frente a la locura nihilista que nos envuelve, se impone conservar los valores fundamentales de nuestra civilización. ¿Qué sociedad, por lo demás, puede existir si no conserva lo más propio de sí misma, si lo pone todo constantemente en la picota?
Por supuesto. El problema es que, una vez sentado lo anterior, es cuando surgen las verdaderas cuestiones. Cuestiones importantes, decisivas. Y difíciles. Veámoslas.
"Ni la humanidad ni las naciones pueden reducirse a construcciones intelectuales. Son realidades reales, sensibles, lingüísticas, culturales, espirituales. ¿Qué queda en un momento en que los grupos de presión de las minorías se están haciendo cargo de la ley?" Marion Maréchal
Se impone conservar, sí… Pero ¿conservar exactamente qué? No el mundo de hoy, desde luego; no ese mundo absurdo y gris, feo y triste que se trata de demoler. ¿Se trata, entonces, de conservar (de recuperar, mejor dicho) el mundo de ayer, de regresar a él y a sus principios? Tampoco. En primer lugar, porque la historia (algo que se obstinan en ignorar carcas y reaccionarios) no vuelve nunca atrás (como tampoco avanza hacia el Progreso de los progres). Pero hay otra razón más importante. Aunque se pudiera volver a los tiempos de ayer, tampoco se debería regresar a unos tiempos algunas de cuyas cosas (luego las veremos) merecen desde luego ser conservadas. Pero no todas, ni tampoco el espíritu que las presidía. Con las cosas del mundo de hoy ocurre algo parecido. Algunas merecen ser conservadas (por ejemplo, los descubrimientos científicos y el bienestar material; por ejemplo, la libertad sexual y la libertad de expresión); pero no todas sus cosas, ni aún menos el espíritu que las preside.
¿Se trata entonces de caer en el gris eclecticismo y en la blandengue equidistancia? ¿Se trata de decir aquello de “Un poquito por aquí, otro poquito por allí…, no caigamos en extremismos…, un buen término medio es lo mejor”? No, en absoluto. De lo que se trata es de pensarlo todo de nuevo, de arriba abajo, sabiendo qué es lo que se impone extirpar y lo que se debe preservar (o recuperar) en un resultado final —en una nueva concepción del mundo— que en nada se parecerá (cuando toque: eso no es cosa de un día ni de dos) ni a la de ayer ni a la de hoy.
Extirpar, he dicho: esa palabra extemporánea —casi una grosería— que ya nadie pronuncia hablando de tales cosas. Pero es la palabra que se impone cuando se trata de raíces y éstas se encuentran podridas. “Las raíces del mal que nos roe”, decía en su discurso Marion Maréchal, hay que buscarlas en “el ciudadano abstracto de la Revolución francesa, separado de su tierra, de su parroquia, de su profesión. ¡En ese ciudadano del mundo! ¡En ese ciudadano de la nada!”.
Sin duda alguna. Ahora bien, ¿qué es lo que hace que este ciudadano se hunda en la nada (y encima se ría, el muy desdichado)? ¿Por qué este hombre se deshace de sus vínculos, ignora sus arraigos, desprecia sus tradiciones? ¿Por qué, haciéndose abstracto, vaga como un sonámbulo en medio de inconsistentes nubes?
¿Tan imbécil o tan malvado es este hombre (o quienes lo manipulan)? ¡Claro que lo es! En parte al menos, dejémonos de tonterías. Pero no caigamos en las simplificaciones, en la reductio ad stultitiam et malignitatem (tan fácil, tan cómoda) en la que cae a veces nuestra gente. Si el hombre anda hoy perdido entre las nubes de la nada, si intenta llenarlas con delirios aberrantes, es por la sencilla razón de que se ha quedado solo. Solo con su cuerpo, solo con su materia, solo con su muerte. Reducido a esa soledad, a esa inanidad y a esa muerte que están en el fondo de “la muerte del espíritu”, como se la califica en el Manifiesto que, lanzado por Álvaro Mutis y por quien esto suscribe, dio nombre, hace ya dieciocho años, a nuestro periódico.
¿La muerte del espíritu?… Pero ¡qué dice usted, hombre de Dios! De ese tipo de cosas no se habla, no se trata en política. Esas cosas ni se plantean. Primero, porque la mayoría de los políticos ni las entenderían, y segundo, porque esas cosas no movilizan ni pueden movilizar a nadie.
Es cierto, tales cuestiones no movilizan ni pueden movilizar a nadie: en el día a día, en lo inmediato. Pero aquí no estamos hablando de consignas para movilizar a nadie: aquí se está hablando del mar de fondo que bulle debajo de aquello que hace que los hombres vivamos y soñemos, combatamos y nos movilicemos. O dejemos de hacerlo… y perezcamos.
La muerte del espíritu… Entendamos: el desvanecimiento del aliento espiritual que, de mil formas distintas, había marcado todas las culturas, todas las sociedades, toda la historia: el mundo mismo. Hasta que llegó el nuestro.
La muerte del espíritu… ¿Se trata, pues, de la muerte de Dios, del desvanecimiento social de la religión? ¿Se trata de ese hecho inaudito, colosal, que nunca nadie había conocido hasta nosotros? No, no se trata de eso. O sí, mejor dicho; pero solamente en parte.
El desmoronamiento de la religión constituye tan sólo una de las manifestaciones en las que se encarna la muerte del espíritu.[1] Aparece junto con otros fenómenos: desde la aniquilación sistemática de lo bello que emprende (también por primera vez en la historia) el denominado “arte contemporáneo” hasta el imperio de la fealdad y la vulgaridad que reina en nuestras ciudades y campos, pasando por la exacerbación del materialismo y del individualismo, por no hablar de todos los delirios que propagan el hembrismo y el ideologismo de género.
Todo ello no constituye, sin embargo, más que manifestaciones o expresiones de una pérdida, de una desaparición mucho más honda. Si la nada derrama sobre el mundo su inanidad, es porque se ha desvanecido el pálpito que en todas las épocas, en todas las sociedades, hacía que, de mil formas distintas, el mundo se viera como aureolado por un sentido superior, impregnado por un aliento espiritual que impedía que hombres y cosas quedaran encenegados en su inmediata, burda y mortal materialidad.
Y hasta que no vuelva a latir —pero no en el marco del mundo de ayer, sino en el de hoy— un nuevo impulso espiritual, un nuevo aliento sagrado, seguiremos estando al borde del abismo al que ahora mismo estamos abocados.
Volvamos a las cuestiones propiamente políticas
Bueno y necesario es acabar con la invasión inmigratoria que nos ahoga. Bueno y necesario es acabar con la disolución antropológica en que consisten la ideología de género y las memeces del hembrismo desaforado. Bueno y necesario es acabar con la postergación que, ejercida bajo la égida de la nueva clase dominante —la plutocracia financiero-globalista— afecta hoy a casi todo el mundo y configura una especie de confraternidad inédita que abarca desde las clases más populares, víctimas de precarización, hasta los estamentos de una burguesía (también denominada clase media alta) víctima de expolio fiscal. Bueno y necesario es también, en el caso español, acabar con el cáncer disgregador del secesionismo vasco-catalán que amenaza a la existencia misma de la nación.
Bueno y necesario, indispensable es todo ello. Pero nada de ello se conseguirá sin la fuerza de un pueblo movido, alentado por un gran ideal, por un ideal superior. Y difícilmente se desplegará tal ideal y se alcanzará tal fuerza si sólo nos movemos por objetivos de tipo “negativo”, reactivo, de oposición. Por objetivos que, como los que acabo de recordar, consisten, en últimas, en oponerse a otros proyectos, en cerrar el paso a otros idearios.
Nada se conseguirá sin la fuerza de un pueblo movido por un gran ideal, por un ideal superior
Unos idearios —los de los progres— que sí son afirmativos, sí tienen una especie de proyecto de mundo que ofrecer. Un proyecto que aniquila, es cierto, al mundo; un proyecto propiamente in-mundo, pero un proyecto, al fin y al cabo, una afirmación, una ilusión… Nosotros no. Todo lo que tenemos son objetivos “defensivos”. Objetivos absolutamente indispensables para defendernos de la amenaza que tanto los progres liberales de derechas como los progres de izquierdas ejercen sobre la civilización. Pero nada de ello configura un nuevo proyecto de mundo, una nueva y estimulante concepción de las cosas, una nueva e ilusionante cosmovisión que conserve (o recupere) el aliento que les permitía a nuestros antepasados forjarse un destino en el cual, junto con ruindades y miserias que siempre existirán, latían la grandeza y la belleza.
Pero entendámoslo bien. Lo que se trata de conservar (o de recuperar) es la exigencia de un aliento espiritual; no el contenido, no las modalidades, no las expresiones que este aliento tenía en la Antigüedad pagana, o en la Cristiandad medieval, o en el Renacimiento pagano-cristiano, o en el Antiguo Régimen, o en lo que pudiera quedar de dicho aliento en los primeros tiempos del Nuevo (y actual) Régimen.
De lo que se trata es de la embriagadora (y difícil) tarea de forjar un nuevo aliento, un nuevo espíritu, un nuevo proyecto de mundo que dé sentido, grandeza y belleza al destino de los hombres que, sumidos en la materialidad de la existencia, carecen de un destino fijado por un Dios, expresado en la figura simbólica de un Monarca, plasmado en las normas intangibles de una Tradición.
¿Es posible semejante cosa? ¡Claro que lo es! No se trata de ningún delirio. Aunque nuestro número todavía es insignificante a escala global, ahí estamos quienes, marcados por la Libertad y su indeterminación, quienes no teniendo ni Dios, ni Ley, ni Tradición que determine nuestros pasos, sí estamos imbuidos de un profundo sentido espiritual, de una profunda ansia por lo hermoso y por lo grande, por lo noble y por lo heroico —y dejo de decir palabras que constituyen, hoy, auténticas groserías (y a lo mejor, dentro de poco, auténticos delitos).
Pero la pregunta no es si semejante proyecto de mundo es posible en sí mismo. La pregunta es si semejante proyecto es posible para el mundo. Y posible para el mundo significa hoy: posible para todo el mundo —para la inmensa mayoría, en fin.
¿Es posible que florezca a escala global toda una nueva cosmovisión que retome el aliento que hasta hace más o menos un siglo impregnaba el aire que respiraron, en formas obviamente distintas, los hombres de todos los tiempos y de todas las culturas? ¿Es posible semejante cosa sin que ello implique (no os hagáis ilusiones, amigos reaccionarios y conservadores) ningún retorno al status quo ante? ¿Es posible semejante cosa cuando la religión —sólo un elemento, es cierto, del aliento espiritual, pero elemento probablemente indispensable— parece imposible que vuelva a revivir en el mundo?
Parece imposible que vuelva a revivir cuando la Iglesia católica lleva ya más de medio siglo (la protestante, casi medio milenio…) echando por la borda lo más grande y lo más alto que tenía —su culto, su ritual— al tiempo que mantiene y se complace en lo que merece el calificativo opuesto. Pero no es sólo esto. Hay otra cuestión más importante aún. ¿Cómo podría lo divino renacer en el mundo cuando parece imposible asignarle ningún lugar o estatus ontológico?[2]
¿Y si de lo que se tratara fuese de asignar a lo divino un lugar y un estatus profundamente distintos de los que le han asignado hasta hoy (pero en grados distintos) el conjunto de las religiones?
Tal vez, acaso, a lo mejor…
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Ya dije anteriormente, donde se planteaba lo que había que conservar y extirpar del mundo de hoy y del de ayer, llegamos a la conclusión (en fin, llegué yo…, y quizás alguno de nuestros lectores también) de que todos los males de nuestro tiempo se centran en una gran cuestión: la disolución de algo que ha marcado de mil formas distintas el corazón de todas las épocas y de todas las sociedades. Manifestado a través de diversos ámbitos —religión, arte, vinculación al pasado histórico y al presente de una comunidad nacional—, le di a todo ello el nombre de aliento espiritual.
El aliento espiritual: ese impulso que nos lleva a asumir, desde luego, nuestro destino biológico y mortal, pero no a quedar empantanados en él: a alzarnos, por el contrario, más allá de él. El aliento espiritual: ese impulso que nos hace poseedores de un Destino (como se decía cuando aún lo había); ese impulso que nos hace sentir, palpitar, acercarnos (capturarlo no: a esas cosas uno sólo se acerca) al ámbito de lo grande, lo bello, lo inefable; a aquello por lo que vale la pena vivir y morir; a aquello que puede dar sentido y plenitud a nuestra vida mortal.
¿Por qué se ha desmoronado el aliento espiritual?
Se ha desmoronado, se decía en el anterior artículo, porque el hombre se ha quedado solo: solo con su cuerpo, solo con su materia, solo con su muerte. Solo con esa ciencia y ese ordenamiento material de las cosas que, pese a su excelencia y a sus beneficios prácticos, hasta nos puede parecer bien vano cuando vemos alzarse, frente a nuestras razones científicas y a nuestras satisfacciones corporales, toda la desolación espiritual en la que estamos sumidos.
Se ha desmoronado el aliento espiritual porque, si mucha es la fuerza que se necesita para la aventura esa del vivir, aún más fuerza se necesita cuando se trata de aventurarse en medio de semejante soledad, sin pautas predeterminadas, experimentando en carne viva toda la indeterminación que caracteriza a nuestro destino. Hace falta para ello más fuerza, más ánimo y más arrojo que nunca. Esa fuerza y ese arrojo… de los que hoy carecemos precisamente más que nunca. Hoy, cuando no son desde luego los fuertes quienes han ganado la partida. Hoy, cuando son los débiles —decía Nietzsche hace ya siglo y medio— quienes imponen su ley y expanden su talante y su condición. Los débiles de espíritu: el hombre blandengue, que decía aquél, el hombre (y la mujer) pusilánime. El hombre masa, decía Ortega. El homo festivus, del que hablaba Philippe Muray, ese espécimen que con su risita boba sustituye al homo sapiens.
Da igual que la fuerza y el aliento del espíritu aniden aún en tales o cuales individuos. Da igual, porque donde no anida para nada es en el corazón de un mundo que considera que lo feo es bello, lo vulgar excelente, y la opresión democracia.
Se considera sin decirlo que lo feo es bello, lo vulgar excelente, y la opresión democracia
Todos —la inmensa mayoría, en fin— lo consideran, lo asumen, lo sienten así. Pero implícitamente: esas cosas no se piensan, no se reflexionan, no se debaten. Aún menos impugna nadie lo que ahí se juega. ¿A quién se le ocurriría salir a la calle ondeando la bandera de lo bello y espiritual, pisoteando las enseñas de lo vulgar, impugnando lo engañoso de la democracia? Todo eso está tan interiorizado, todo eso impregna hasta tal punto el aire que respiramos, que ningún feísta, materialista o democratista siente la menor necesidad —aparte de que, francamente, quedaría fatal…— de defender lo feo, lo vulgar, lo burdamente material.
Pero todos lo asumen. Todos no hacen más que hablar del parné. Todos: tanto las clases pudientes como las hoy precarizadas. Ya no hay, dice el gran Nicolás Gómez Dávila (cito de memoria), ni aristocracia ni pueblo: sólo plebe alta y plebe baja. Con la única diferencia —hay que subrayarlo— de que “la plebe baja”, carente de medios y de poder, tiene mucha menos responsabilidad que la otra en el desaguisado que ambas comparten con una sola excepción: si aún queda hoy algún resto de aliento espiritual colectivo (apego a las costumbres y tradiciones, sentimiento de identidad nacional…), es entre las clases populares donde hay que buscarlo. No entre unas “élites” totalmente indignas de tal nombre.
¿Puede en nuestro mundo renacer el aliento espiritual?
El aliento espiritual colectivo: ese impulso que lleva a un pueblo a despegarse de la inmediatez material de la vida, a alzar la vista hacia donde palpita lo alto y lo grande (y da igual que, como todo en la vida, ese despegue se haga conservando trozos de fango, suciedad y sordidez en las suelas); ese impulso sin el cual todo se hunde se ha realizado a lo largo de la historia en los tres únicos campos en los que puede realizarse: el arte, la nación y la religión.
El arte
Grecia: un pueblo de artistas, decía Nietzsche, que no pretendía decir desde luego que todos los griegos, o su mayoría, eran artistas creadores o receptores. Quería decir que el estremecimiento de lo bello impregnaba en Grecia el aire del tiempo de manera parecida a como el anonadamiento de lo feo impregna el nuestro. Pero la objeción (ya la estoy oyendo) es cierta. Añádase a Grecia el gran Renacimiento italiano (paséese uno por Florencia y Venecia, por citar sólo los lugares más emblemáticos, trate uno de olvidar las masas de turistas y algo podrá sentir de lo que fue aquel aliento del que hablo); añádase también —pero ya en grado mucho menor—Roma, la cristiandad medieval y la barroco-católica…, y ahí se acaba todo por lo que se refiere al papel de la belleza como galvanizador del espíritu colectivo.
El sueño de Marinetti y los futuristas cuando invocaban la arte-cracia oponiéndola a la demo-cracia, un anhelo parecido, ¿podrá algún día dejar de ser un sueño? Nada sería hoy más necesario. Hoy, sobre todo, cuando están haciendo aguas los otros dos campos de proyección colectiva: el de la nación y el de la religión. El problema es que nos topamos aquí con un gran círculo vicioso. Si no existe todo un caldo de cultivo espiritual que aliente la alta creación artística, difícilmente van a poder surgir grandes obras maestras; o si acaso surgen, aún más difícilmente serán acogidas e incidirán en el espíritu del tiempo. Pero al revés también: si tales obras no están presentes, si no se plasma a través de ellas todo un gran impulso creativo, es imposible que el arte llegue a ser un integrante activo de semejante caldo de cultivo.
La nación
Llamémosla “nación” para entendernos y simplificar. Utilicemos este término moderno para designar con una sola palabra la comunidad histórica, política y cultural a través de la cual toma cuerpo un pueblo (o un conjunto de pueblos). En tal sentido, “nación” eran las diversas polis griegas y el conjunto de la Hélade; “nación” era Roma; “nación” eran los feudos medievales; “nación” eran las ciudades renacentistas; y nación era obviamente el Estado-nación (tanto el del Antiguo como el del Nuevo Régimen) cuando éste surgió.
Nación: esa comunidad sin la existencia de cuya lengua, sedimentada a lo largo de siglos, jamás hablaríamos ni por consiguiente seríamos.
Nación: esa comunidad sin impregnarnos de cuyo aire tampoco seríamos. Ese aire —ese carácter, ese espíritu, esa tradición— que, sedimentado igualmente a lo largo de los siglos, nos han legado nuestros antepasados: ellos sin los cuales tampoco jamás existiríamos. Nación: ese aire —más exactamente: ese poso dejado en el aire— que, con sus concreciones y expresiones mil veces modificadas a lo largo del tiempo, se mantiene y perdura en su núcleo esencial.
Nación: no sólo nuestro legado espiritual. También el material: la herencia constituida por esos genes que, en la parte que les corresponde, nos hacen ser lo que somos. Nación: “la raza”, como se decía cuando la palabra aún no había sido prohibida por el racismo que, autoescupiéndose, denuesta a la raza blanca.
Nación: esa comunidad a través de la cual los vivos que hoy somos y los que mañana serán se abrazan con los muertos que ayer fueron y con los que mañana nosotros seremos.
Nación: ese todo orgánico —tan orgánico como un cuerpo— a través del cual el mundo es y la vida fluye.
Nación: nada que ver, todo lo contrario de la suma inerte de átomos individuales que, anclados en el presente, afirma el liberalismo mientras blande su Contrato Social.
Y, sin embargo, pese a negar la esencia misma de la nación, es ella lo que, hasta mediados del siglo pasado, fue invocado por el liberalismo —también por el fascismo; pero ahí no hay contradicción interna— con el fin de tratar de dar contenido o aliento colectivo a la vida de nuestros pueblos.
No nos engañemos, sin embargo. No era la nación lo que invocaba el liberalismo: era su retórica vana y pomposa. Tan pomposa y agresiva, tan convertida la patria en patrioterismo, tan engreída y hostil hacia nuestros hermanos europeos, que el nacionalismo acabó desembocando en la Gran Guerra Civil Europea que de 1914 a 1945, y con un interregno pacífico y esperanzador de veinte años, representó la más grave hecatombe sufrida por nuestra patria común europea.
Una hecatombe que acarreó una consecuencia aún peor quizás que los desastres inmediatos de la contienda: el desprestigio, por no decir el desprecio en que ha quedado envuelta la idea misma de nación: no sólo el chovinismo, no sólo el patrioterismo insolente; también la noción misma de patria, la idea de nación como unidad de destino histórica.
¿Cómo entender, si no, esa indolencia inerme con la que la nación española, por ejemplo, ha estado durante cuarenta años poniendo la otra mejilla, un día sí y otro también, ante las afrentas recibidas por parte del independentismo vasco y catalán? ¿Cómo explicar semejante actitud si no es por el miedo oscuro pero visceral que lleva a un pueblo a huir de todo lo que pueda oler a nación o a identidad?
Y si de España pasamos al conjunto de Europa, ¿no son también razones parecidas las que explican la indiferencia o el desprecio que la mayoría de los europeos expresan hacia su propia identidad colectiva? ¿No es también el pánico ante su afirmación como identidad colectiva lo que les ha conducido a desentenderse de su destino como “raza” (recurramos a la palabra maldita), frente a la invasión migratoria?
Así era, así ha sido durante los últimos setenta años. Pero las cosas, es cierto, están empezando a cambiar. Sin que se atisbe ninguna amenaza de vuelta al nacionalismo sectario y patriotero, un nuevo fervor nacional empieza a vibrar estos últimos años en Europa. Muy especialmente en Rusia y en la Europa antaño sojuzgada por la URSS. También en Europa occidental fuerzas identitarias y patriotas van conquistando, sin caer en delirios patrioteros, posiciones cada vez más firmes. Ojalá sea ello signo de que comienza el fin de la indiferencia colectiva y de la delicuescencia individualista de nuestros pueblos.
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Queda el tercero de los campos en los que se puede plasmar el aliento espiritual colectivo. Queda la religión. Pero su importancia es tal que habrá que dedicarle el tercero y último de los artículos de esta serie.
[1] Probablemente estemos asistiendo, con el desvanecimiento social de la religión, al desastre que tanto habían temido todos aquellos pensadores de la Antigüedad pagana (un Cicerón, un Lucrecio, un Epicuro…) que ponían en duda la existencia física de los dioses o su implicación en el mundo, pero consideraban indispensable el mantenimiento de la religión para dar cauce a las ansias y sentimientos del pueblo. O del vulgo, como se decía hasta tiempos no tan lejanos.
[2] Sólo los creyentes que aún quedan son capaces de asignar un estatus ontológico a lo divino. Pero este estatus se limita al sentimiento subjetivo —y legítimo, huelga decir— de una fe frente a la que no cabe explicación o razonamiento alguno. Con ello, el creyente no hace sino reforzar la reclusión de lo divino en el ámbito de la conciencia subjetiva, individual. Otra expresión, en últimas, del subjetivismo o individualismo contemporáneos.
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«Sólo un dios puede salvarnos» (Heidegger)
No es en absoluto buscar soluciones concretas o programáticas a los males que nos azotan. Lo que aquí se busca es algo previo y, por ello mismo, más importante aún: entender lo que late en la desazón existencial de nuestro tiempo.
Esos males se condensan en lo que se podría llamar nuestro desaliento espiritual: esa falta de aliento o inquietud que nos lleva a no tener ojos, ni ganas, ni por tanto creatividad para todo lo que no se circunscriba al horizonte material de la existencia. Un desaliento espiritual que tiene en su base diversas razones, la principal de las cuales —la que mayores consecuencias colectivas tiene— es el desvanecimiento social de lo divino.
¿Por qué hablar de “lo divino” y no, simplemente, de “Dios” o de “la religión”? Por dos motivos.
El primero, porque más allá del conjunto articulado de ritos y creencias al que denominamos religión, lo que aquí importa es lo que late debajo de ello, lo que se juega —lo que se jugaba, mejor dicho— en el fenómeno social de la religión.
El segundo motivo es porque hablar de “Dios” nos hace pensar inevitablemente en el que preside la religión que se impuso y venció hace mil quinientos años, mientras que dioses ha habido y hay muchos más (cuestión, por otra parte, insoluble para cualquier creyente; cuestión imposible de explicar si no se invoca la creatividad propia de cada época y de cada sociedad).
¿Qué se juega, qué late, qué sentido tiene lo divino? Tiene —o tenía— el mayor de todos los sentidos (y de ahí, la fuerza inconmensurable que era la suya): daba sentido a lo que, en sí mismo, no lo tiene; envolvía en un aura de significación ese mundo y esa existencia sacudidos —conducidos, en realidad— por los vientos de lo incierto e indeterminado.
Lo indeterminado: ahí está la palabra. Ahí está el misterio de esa indeterminación que, sin causa ni razón final, lo preside todo, pero que, lejos de diluirlo todo, nos aboca a la mayor de todas las determinaciones: al milagro de lo existente. Un milagro, un misterio, al que, tratando de envolverlo de sentido, los hombres han dado en llamar “Dios” y que aquí, para no personalizarlo en ningún ser, preferimos llamar “lo divino”.
El milagro, el misterio de la existencia… Es eso lo que expresa “lo divino”: saber (o sentir, o intuir) que no todo se limita a lo inmediato, a lo tangible —tampoco a lo racional. Saber o sentir que no todo está ni en nuestras manos ni en las de la razón: hay algo intangible (“sagrado”, se dirá también) que está más allá del saber y el poder de los hombres.
Más allá… Pero ¿dónde? En el Más Allá —han pretendido unos— en que consiste el mundo sobrenatural; ese Más Allá que no sólo se distingue y opone a nuestro mundo natural, sino que lo crea y lo rige. En el más allá —otros, en cambio, han pretendido— que es como un “más acá”, como una especie de alteridad interna situada en el único mundo existente y cuyo misterio expresa o simboliza de tal modo.
La primera respuesta es la del cristianismo; la segunda, la de la Antigüedad pagana. Entre ambos, un abismo, por supuesto; pero no es esta confrontación lo que ahora nos interesa. Lo que nos importa es el desvanecimiento de lo que se juega (aunque de forma antagónica) en ambas respuestas. Lo que nos importa es aquello de lo que eran signo tanto los antiguos dioses como el que fue, en su momento, un nuevo Dios.
¿Por qué se ha desvanecido un signo de tan alta envergadura? Por nuestra debilidad, decía en el anterior artículo. Débil y rastreramente materialista, el hombre contemporáneo es incapaz de otorgar entidad alguna (salvo la falaz o fantasiosa) a lo mítico o imaginario. “Dios se murió” (recurramos a la consabida fórmula) el día en que revistió sus exclusivos ropajes míticos; el día en que el saber y sus razones dejaron claro que lo fundado por el Relato Fundacional —el del Génesis bíblico, el de la Teogonía pagana o cualquier otro— no podía tener otra naturaleza que mítica o imaginaria.
El problema es que afirmar la naturaleza mítica de lo divino deja a éste —hoy por hoy al menos— automáticamente invalidado, anulado. A ojos de todos: a ojos de los creyentes, incapaces de creer en nada que no sea contundente, eficientemente real; y a ojos de quienes, careciendo de la menor sensibilidad para tal tipo de cuestiones, en nada creen ni nada sienten.
Porque ésta es otra cuestión: la de la Nada que a partir del desmoronamiento de lo divino se pone a engullirlo todo. No, no es sólo Dios lo que muere. Muere también —muere sobre todo— aquello de lo que Dios era signo y expresión: el asombro maravillado ante el enigma de la existencia. Lo que muere no son sólo las respuestas contundentes que daba el todopoderoso Dios de los dogmas y mandamientos (o las respuestas infinitamente más laxas que daban unos dioses que ignoraban la idea misma de omnipotencia): lo que se desvanece es sobre todo el espacio desde el cual se expresaba —colectivamente, en el ámbito de todos, con ritos y cultos— el sobrecogimiento maravillado ante el enigma de existir.
Lo que se plantea a partir de ahí es una cuestión tan clara como difícil de responder: ¿puede en tales circunstancias renacer el aliento de lo divino? O dicho con otras palabras, ¿puede lo imaginario expresar lo que late en lo más profundo de lo real?
Poder, claro que lo puede. ¿Acaso no lo puede el arte? ¿Qué otra cosa hace el arte, cuyos personajes, historias, objetos… —imaginarios, ficticios, carentes de toda realidad propia, pero tocados por el estremecimiento de lo bello— no hacen otra cosa que expresar lo más hondamente real de lo real?
De acuerdo, se dirá: para lo bello, sí. Pero… ¿para lo divino? Para lo divino también. Para invocar lo divino, para sobrecogerse ante el misterio que se expresa en ello, no es en absoluto necesario creer en la existencia real, efectiva, ni de Dios ni de los dioses. ¿O acaso creían en la existencia de estos últimos todos los poetas y artistas que durante unos quinientos años —desde el Renacimiento hasta el siglo XIX— han estado invocando en sus obras a dioses, semidioses, ninfas y relatos mitológicos? ¿O acaso creemos en la existencia real de los dioses quienes hoy los invocamos y celebramos? Cuando un Alain de Benoist (pongamos el ejemplo más emblemático) escribe un libro titulado ¿Cómo se puede ser pagano?, ¿pretende acaso que, desde la cumbre del monte Olimpo está un Zeus efectivamente existente lanzando los rayos y truenos que componen las tormentas? ¿Pretende acaso que desde el fondo de los mares está Poseidón agitando sus olas; o que, acechando entre aqueos y troyanos, estaban Atenea y Afrodita maquinando a favor de los unos y de los otros? Basta formular la pregunta para saber la respuesta.
Sí, claro que se puede evocar o sobrecogerse ante lo que se juega en lo divino y no por ello rebajarlo a la categoría de lo efectivamente existente. Se puede, sí... Pero una cosa es que se pueda y otra muy distinta es que se haga. ¿Lo harán algún día los hombres? ¿Renacerá alguna vez, y en qué modalidades, la sensibilidad hacia lo que se juega en lo sagrado?
No lo sabemos. Lo único que está claro es que sólo podrá renacer de una forma: reconociéndose a lo divino toda la grandeza de sus mitos y símbolos; dejando de infligirle el infundio de presentar como efectivamente existente aquello cuya existencia es del orden de lo maravilloso o imaginario.
Discurso de Marion Le Pen en la CPAC:
'Francia se convertirá en la sobrina pequeña del islam'
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