LA IGLESIA POSTCOVID (POSTPANDEMIA)
El Covid-19 puso las cosas en su real perspectiva, mostró la realidad tal como es y a las personas tal como estaban antes de su irrupción. Quedó al descubierto la condición de la sociedad actual: injusticia, desigualdad social, pobreza, marginalidad, la carencia de infraestructura sanitaria y edilicia; hizo más palpable el individualismo, el egoísmo, la espiritualidad volátil pero sincera y a las personas tal como estaban: pobres, ricos, enfermos, sanos, angustiados, desocupados. Pero también mostró a la iglesia en su faz real y cuando la contrastamos contra los principios que Dios establece en Su Palabra, nos damos cuenta de que tiene muchas carencias y temas a trabajar en el largo proceso de “tener el mismo sentir que hubo también en Cristo Jesús”.
LA IGLESIA POSTCOVID HA HECHO DESAPARECER:
- El "saludo de la paz" en las misas.
- La comunión en la boca.
- No poner agua bendita en las pilas situadas en los templos.
- La presencia de fieles en las iglesias y su sentido comunitario de pertenencia.
- Las hojas parroquiales, vicariales y diocesanas...
- Y ha fomentado el espiritualismo individualista, la Hafefobia, la Nosofobia, la Coronafobia y el clericalismo vendido al mundo...
"Buena es la sal;
mas si la sal se vuelve insípida,
¿con qué la sazonaréis?
Tened sal en vosotros y
tened paz unos con otros". Mc 9,50
VER+:
El covid ayudó a legitimar instrumentos de control sobre la población. La frase no la dijo ningún conspiranoico en Twitter, sino George Soros, que reconoce algo que ignoramos al principio, sospechamos después y ahora no tenemos duda: la declaración de pandemia global fue la coartada para restringir derechos y someter a pueblos enteros.
Se han cumplido tres años del ilegal estado de alarma declarado por el (des)gobierno de Pedro Sánchez, que encerró a los españoles vulnerando derechos como el de libre circulación con un estado de excepción encubierto. España sufrió el confinamiento más duro de Europa y, sin embargo, su población mostró una docilidad norcoreana. Apenas unas tímidas caceroladas a finales de la primavera de 2020 y una manifestación en vehículos fue toda la indignación mostrada por el pueblo español.
Las medidas arbitrarias, además del encierro, se sucedieron desde el principio, como la obligatoriedad de usar mascarilla al aire libre, la prohibición de celebrar velatorios o limitar a tres personas los asistentes a un entierro. Mientras, los periodistas que aplaudían estas medidas debatían alegremente sin mascarilla alrededor de una mesa.
En esta crisis político-sanitaria los medios comprendieron enseguida (eso sí, a muy buen precio, «salimos más fuertes») su papel de anestesista al servicio del poder. Así, cuando la realidad se recrudecía ellos administraban soma a doquier sacando a los españoles a aplaudir a las ocho de la tarde mientras morían 1.000 personas cada día.
Los voceros oficiales del régimen quedaron retratados cuando pasaron de animar a acudir a la huelga feminista del 8 de marzo o reírse del coronavirus («Las mascarillas son para los sanitarios o para los que ya están enfermos, ¡cuidado con las mentiras!», dijo Ferreras días antes de que Sánchez declarase el estado de alarma) a defender los encierros. Esa caída del caballo jamás la explicaron porque el poder se ejerce, sobre todo, para que el de abajo sepa quién manda.
La desfachatez alcanzó cotas inimaginables con giros de guión más propios del cine. En 48 horas los medios mutaron cual covid chino del «aquí no pasa nada» a defender la prohibición de trabajar a millones de españoles. A partir de ese momento las televisiones aterrorizaron a la población con rótulos apocalípticos e informaciones más propias de la propaganda de guerra, instando a delatar al vecino que salía al parque sin mascarilla como si fueran japoneses en EEUU después de Pearl Harbour.
Luego vendrían disparates como el toque de queda, el pasaporte covid y los cierres perimetrales por barrios, antecedente clarísimo de las ‘ciudades de 15 minutos’ que ahora proponen desde Errejón al PP andaluz usando el viejo envoltorio de la sostenibilidad. La realidad, como se aprecia con Madrid Central, es que se trata de encarcelar a la gente en sus distritos prohibiendo la circulación en coche. Es el nuevo modelo de ciudad globalista.
Esta atmósfera asfixiante causada en el plano físico (encierro) y el anímico (control mediático) generó las condiciones idóneas para que los mayores disparates fueran aceptados sin rechistar. Salimos a dar una vuelta a la manzana a la hora que dictaba el cacique de turno, caminamos por la calle con mascarilla y entramos al restaurante con ella aunque luego estuviéramos tres o cuatro horas sentados a un metro de la mesa de al lado.
Más tarde llegaron las vacunas y la campaña contra el no vacunado, materializada con el pasaporte covid, que impidió la entrada de millones de personas en el bar de su barrio o en el país de al lado: cuando el globalismo se pone serio las fronteras son infranqueables. ¿A cuántas personas conocemos que se vacunaron sólo por presión social o para viajar al extranjero?
Fuera de España el modelo de control absoluto lo lideraron Trudeau y Macron, musas del centrismo liberal. El presidente canadiense impuso las medidas más tiránicas de occidente aplastando a los camioneros que protestaron en Ottawa contra la vacunación obligatoria amenazándoles con la congelación de sus cuentas bancarias. Por su parte, el francés enviaba a la Policía a patrullar las terrazas para exigir a los clientes el certificado covid.
Este sometimiento -siempre por nuestra salud- nunca ha sido tan fácil de lograr como ahora. El poder, a excepción de las primeras semanas en España donde los helicópteros perseguían a bañistas en la playa, apenas ha necesitado imponerse con la virulencia, por ejemplo, del chino. Cualquiera lo diría, pero someter a la población en la época que muchos consideran paradigma del progreso, libertades, democracia, acceso al conocimiento y espíritu crítico, ha sido un juego de niños. La gente, para regocijo del poder, ha respondido con la sumisión propia del que pide a gritos una dictadura.
Quien sufrió las iras del rebaño más enfurecido fue Novak Djokovic, al que muchos pidieron encerrar en un campo de concentración cuando se presentó en el Open de Australia sin vacunar. El tenista fue recluido en un hotel hasta que el Tribunal Federal de Melbourne lo deportó imputándole un futurible: su presencia en el país podría provocar disturbios civiles y reforzar al movimiento antivacunas. Eso fue en enero de 2022, pero un año después el mismo Djokovic -sin vacunar- disputó y ganó el torneo. Pura lógica covidiana.
Quizá este cambio tan abrupto tenga algo que ver con la confesión de la CEO de Pfizer, Janine Small, que admitió el 10 de octubre de 2022 lo que muchos cautos (estigmatizados como locos e insolidarios) sospechaban: la vacuna contra el covid se administró ignorando si serviría para detener la transmisión del virus.
La ‘Iglesia post-Covid’
pierde fieles en números alarmantes
¿Podía ser de otro modo? Es el fruto de la prisa de los obispos en cumplir sin una palabra de protesta las recomendaciones de los gobiernos e ir aún más lejos de lo estipulado: una Pascua sin misas ni celebraciones, funerales suspendidos, el mensaje constante de que la comunión espiritual en casa o seguir las misas online ‘vale lo mismo’, el énfasis en la salud del cuerpo con olvido de la salud del alma, como si al llegar la epidemia (seguir llamándola ‘pandemia’ con las cifras actuales es deshonesto) fueran ‘a lo que de verdad importa’.
El fiel ha visto en sus pastores -no en todos, pero sí en un número significativo- precipitación, cobardía, tibieza, falta de visión sobrenatural, escasa fe e incluso pereza, sean o no justas estas apreciaciones. Tan importante que resulta la Misa según la doctrina constantemente reiterada y nunca discutida y, llegado el momento, da la sensación de que fuera un mero rito tranquilizador que cualquier policía puede interrumpir sin suscitar vigorosas protestas en el episcopado.
No ha habido, en realidad, nada nuevo. Es solo que la emergencia ha sacado a la luz una crisis de fe -y, por tanto, de apostasías generalizadas- que no se ha interrumpido, solo desacelerado ocasionalmente, desde hace medio siglo. Ha sido para muchos como la gota que colma el vaso.
Los pastores protestantes se han opuesto firmemente a las restricciones. Uno de ellos ha presentado una demanda judicial contra la norma; otro ha declarado que seguirá incumpliendo la orden aunque le arresten. “Dios no nos ha llamado a ser cobardes”, declaraba a LifeSiteNews el pastor Che Anh, de la Iglesia de Harvest Rock Church en Pasadena, que se siente respaldado, además de por las leyes de Dios, por la Constitución americana.
Los obispos católicos californianos, en cambio, no han abierto públicamente la boca contra las restricciones draconianas impuestas por Newsom’. Han aceptado mansamente las restricciones al culto, prefiriendo colaborar a protestar.
Esta dramática situación ha puesto en clara evidencia la vulnerabilidad, caducidad y contingencia que nos caracterizan como humanos, cuestionando muchas certezas que basaban nuestros planes y proyectos en la vida cotidiana[1].
El impacto de la COVID-19 ha golpeado no sólo al tejido social, sino también al eclesial. Y es que la progresiva ausencia de los problemas e intereses vitales de la gente, en especial de sus fieles, por parte de la doctrina eclesiástica, y la negativa a dar avances cualitativos, aunque pequeños, en materia de disciplina interna, ha sido la causa principal del daño que la Iglesia Católica (IC) ha sufrido en los últimos años, y que cobró especial relevancia durante la contingencia.
Al cerrarse los templos y no haber celebraciones litúrgicas en ellos, y al suspenderse también las catequesis y reuniones grupales, los clérigos se vieron desconcertados, algunos de ellos sin saber cómo administrar su tiempo, envueltos en crisis físicas, psicológicas, afectivas, espirituales, económicas, entre otras. Pareciera que si no se podía celebrar la misa en los recintos sagrados, o confesar y dirigir grupos apostólicos en ellos, no había nada qué hacer. El ministerio sacerdotal -quedó evidenciado- en muchos casos se reduce a lo litúrgico.
Sin embargo, algunas voces institucionales, más bien aisladas, abrieron una pequeña puerta, una rendija, para invitarnos a la audacia de explorar nuevos caminos pastorales, tendientes no sólo a aliviar el alejamiento que los fieles sentían de los sacramentos, sino a propiciar la posibilidad de otras formas de expresión sacramental.
Propondré tres rumbos que la IC podrá seguir en el futuro post pandemia, para no sólo salir bien librada de esta crisis, sino también para fortalecerse. Apostar por una fe: promotora de la libertad y no la esclavitud; que entiende el amor no sólo como algo asistencial y altruista, sino transformador de personas y estructuras; y que se celebra en la alegría de quienes nos sabemos y sentimos hijos de Dios y hermanos de Jesucristo Nuestro Señor.
En primer lugar, la pandemia era la ocasión propicia para explotar al máximo la situación dolorosa de muchas personas enfermas o con familiares fallecidos. Pero no para llevar el consuelo alienante de quien invita al disfrute de la otra vida después del gran sufrimiento en ésta, sino para aprovechar la ocasión y recordar, en medio de la gran tristeza, que Jesús vive y que la persona muerta también vive y vivirá en Él eternamente. El evangelio tiene un gran poderío psicológico que puede ayudar mucho en estas difíciles circunstancias y no siempre se utilizó durante la contingencia.
LA CARIDAD COMO UN ELEMENTO TRANSFORMADOR
La IC no debe apostar por el asistencialismo como única propuesta de su pastoral social, pero tampoco debe desentenderse de él. Es necesario que ella retome esta idea en la que tanto ha insistido el Papa: ser un hospital de campaña.
“Tendremos todo claro, todo ordenado, pero el pueblo creyente y en búsqueda continuará a tener hambre y sed de Dios. También, he dicho algunas veces que la Iglesia se parece a un hospital de campaña: tanta gente herida… que nos pide cercanía, que nos pide aquello que pedían a Jesús: cercanía, proximidad. Y con esta actitud de los escribas, de los doctores de la ley y fariseos, ¡jamás!, ¡jamás! daremos un testimonio de cercanía”.
El impacto fue demoledor en los ministros de culto. Y es que, al cerrarse los templos y no haber celebraciones litúrgicas en ellos, y al suspenderse también las catequesis y reuniones grupales, los clérigos se vieron desconcertados, algunos de ellos sin saber cómo administrar su tiempo, envueltos en crisis físicas, psicológicas, afectivas, espirituales, económicas, entre otras. Pareciera que si no se podía celebrar la misa en los templos, o confesar y dirigir grupos apostólicos en ellos, no había nada qué hacer. El ministerio sacerdotal -reitero- en muchos casos se reduce a lo litúrgico.
Pero a una liturgia muy desconectada de la vida. Celebraciones que no tienen el requisito previo de la reflexión y la vivencia de la fe, y que en muchos casos se han convertido en meros eventos sociales. De esta liturgia, también hay que decirlo, brota el sustento de muchos clérigos, por lo que junto con la crisis religiosa sobrevino una gran carencia económica, al no haber ingresos en parroquias e instituciones eclesiásticas.
¿Qué futuro le depara a la IC cuando arribe la “nueva normalidad”? Será preciso no regresar a las prácticas que la colocaron en esta crisis, y darle menos atención a la norma y más al seguimiento de Jesús de Nazareth. De igual forma, le urge explorar nuevos horizontes doctrinales, caritativos, litúrgicos, en una palabra: pastorales. Es necesario retornar a las enseñanzas de su fundador para avanzar a un futuro promisorio.
[1] En el Prólogo al libro, muy recomendable, de Walter KASPER - George AUGUSTIN (Editores), Dios en la pandemia. Ser cristianos en tiempos de prueba, Sal Terrae, Santander 2020. p.10.
***
Algunos atribuyen la enorme extensión del cristianismo en las áreas urbanas del Oriente del Imperio Romano a las epidemias. No es que digan que el cristianismo fue una enfermedad, sino que observan un proceso de conversión constante que, sin estridencias, llevó al cristianismo a ser mayoritario en esas áreas. Ciertamente, se ha abierto paso la idea de que no fue la difusión de la nueva religión, sino una serie de devastadoras epidemias, la causa del debilitamiento del Imperio como había sucedido antes en la Historia (recuérdese la peste de Atenas) y pasaría luego en la Edad Media cristiana.
El argumento de la expansión del cristianismo en las epidemias se ha vinculado a tres datos: el primero es que los cristianos mantenían un mayor nivel de supervivencia debido a que atendían a sus enfermos a riesgo del contagio. Esta atención, lejos de extender el contagio, servía para que hubiese más cristianos al final de cada periodo de enfermedad. Por otra parte, la práctica de atender a los contagiados, aún a riesgo de la propia vida, aumentaba las conversiones. Ciertamente, la nueva religión imponía nuevas obligaciones de caridad hacia los enfermos, pero garantizaba la situación de los que se iban a encontrar inevitablemente en ella.
La última causa reúne todas las anteriores. La nueva religión ofrecía una explicación a lo que estaba aconteciendo, con la vida eterna relativizaba los dolores de la presente, y ofrecía consuelo y certezas de salvación. Por eso se consideraba el peor mal abandonar los deberes religiosos y dejar morir a los hermanos sin el consuelo de la religión. Sobre este asunto, y mucho tiempo después, en sus “Memorias de un oficial de infantería”, el escritor inglés Siegfried Sasson comentaba que en su regimiento galés la mayoría de los soldados se declararon católicos sin serlo, tan solo por tener la certeza de que el capellán católico acudiría a darle los oleos a riesgo de su vida y así no morirían abandonados, sin un mínimo consuelo humano.
Las epidemias a las que nos hemos referido no son comparables a las que hemos sufrido recientemente. De hecho, eran más mortíferas que incluso la gripe de 1918, que causó estragos y temores. Las epidemias, como las de Atenas al inicio de la Guerra del Peloponeso, las del Imperio Romano, la peste negra que vieron nuestros antepasados medievales, la que asoló Sevilla en el Siglo XVII, y tantas otras, venían a eliminar hasta a la mitad de la población, y en algunos puntos geográficos concretos eran literalmente exterminadoras. En ellas, por supuesto, se ponían a prueba todos los lazos sociales y se tambaleaban todas las creencias. Pese a ello, la Iglesia, y los cristianos en general, tenían la conciencia de lo que se debía hacer; si a veces se obraba de otra forma, existía la convicción de que se había hecho mal.
La última pandemia ha sido en este, como en otros aspectos, descorazonadora. Si atendemos a los excesos de muertes por cien mil habitantes, las cifras son altas en algunos países, pero en absoluto comparables a las de epidemias del pasado. El impacto ha sido grave en fallecimientos, pero mucho más grave en otros aspectos.
Los Estados reclamaron un control absoluto para conseguir objetivos que no estaban garantizados y supeditaron a estos elementos, como las libertades personales, la libertad de discusión, la representación política y, desde luego, la libertad religiosa.
En este punto, la práctica eliminación del culto y la falta de asistencia religiosa han sido problemas que en España fueron aceptados por casi toda la Jerarquía y por muchos católicos. De hecho, algunas de las medidas que se han tomado superaban las previsiones de las propias autoridades civiles que, como se ha visto, eran ya inconstitucionales. El secuestro de la población en sus domicilios ha tenido un efecto de abandono sobre muchos, y ahí no estuvo la Iglesia, que tanto ejemplo dio en el pasado. El consuelo y la atención, la esperanza para los que podían morir, se sustituyeron por las cambiantes instrucciones sanitarias que instauraron una dictadura de facto que no ha tenido una adecuada respuesta jurídica.
Fue una ocasión perdida que, por supuesto, tiene el contrapunto de magníficos ejemplos, como el obispo Reig Pla. Pero, en otros lugares, el maximalismo vacunal, por ejemplo, alcanzó niveles superiores a los de la Administración civil, como en el Estado Vaticano, por poner un ejemplo. En cierta forma, el cristianismo mestizado de progresismo parece como si no se creyera sus propias enseñanzas sobre lo verdaderamente trascendente en la vida humana.
Esta paradoja nos puede dar una idea de lo que podría ocurrir si acontecimientos similares a los que vivieron nuestros antepasados se repitieran en el inmediato futuro. Momentos en el que todo el orden social podría quedar subordinado a una única dirección en la que no será posible la discrepancia, ni siquiera ejercida como derecho a la libertad religiosa.
Entre los elementos que llaman la atención figuran sus comentarios sobre las reacciones tan diferentes que se han tenido, al menos en Occidente, a las dos medidas impuestas de manera bastante general, el uso de la máscara facial y el distanciamiento social. La resistencia a la primera ha sido fuerte, ya que el rostro y sus expresiones se consideran fundamentales para la comunicación entre las personas. La aceptación del distanciamiento social ha sido mucho mayor porque el individualismo y la concepción de la libertad personal ya nos animaban a distanciarnos de la mayoría de los “otros”.
Sin embargo, el cristianismo es una religión de la Encarnación, de Dios que se acerca a nosotros. El Evangelio nos invita a acercarnos a los necesitados. Jesús toca a la gente que cura y “convierte”. La Iglesia del mañana debería ayudar a la gente a acercarse, de diversas maneras. Los valores que la animan le permitirán ayudar a la gente a disminuir el ritmo, a ser más contemplativa, a apreciar los símbolos. Podrá ayudar a las personas a entrar en un estilo de vida que dé cabida a la cercanía, a la familia, a la tierra, más que a las relaciones “globalizadas” o “conectadas”. También se le invitará a arriesgarse, con audacia, a aventurarse donde Dios la llame.
En cuanto a la esperanza, ya no puede basarse en la certeza de un progreso sin fin, en la omnipotencia de la ciencia y en una libertad individual permisiva que privilegia el “yo” sobre los “otros”. La esperanza crecerá cuando la libertad se ponga al servicio del bien común, del compromiso con la comunidad.
El Covid-19 puso las cosas en su real perspectiva, mostró la realidad tal como es y a las personas tal como estaban antes de su irrupción. Quedó al descubierto la condición de la sociedad actual: injusticia, desigualdad social, pobreza, marginalidad, la carencia de infraestructura sanitaria y edilicia; hizo más palpable el individualismo, el egoísmo, la espiritualidad volátil pero sincera y a las personas tal como estaban: pobres, ricos, enfermos, sanos, angustiados, desocupados. Pero también mostró a la iglesia en su faz real y cuando la contrastamos contra los principios que Dios establece en Su Palabra, nos damos cuenta de que tiene muchas carencias y temas a trabajar en el largo proceso de “tener el mismo sentir que hubo también en Cristo Jesús”.
En un abrir y cerrar de ojos, y casi sin darnos cuenta las estructuras, los templos, los recursos, los medios, las habilidades, la experiencia comunitaria, quedaron relegados a la simpleza de la reunión en las casas, el altar familiar, la búsqueda personal y la trasmisión a la distancia por medio de las redes sociales para tratar de encontrarnos mediatos de alguna manera. Nos dimos cuenta lo vulnerable que somos, lo frágil que es el hombre, pudimos vivenciarlo nítidamente. De manera más concreta nos tocó descubrir que todo el quehacer del hombre es pasajero, y que aún el ministerio cuando no se ajusta a la exigido por Dios en su Palabra ser torna simple hojarasca, y por fin comprendimos que sin Él nada somos o podemos hacer.
Sin duda necesitaremos reflexionar sobre lo que Dios nos está diciendo, entender los cambios y adaptaciones que espera que hagamos.
En primer lugar, para ser más semejantes a Cristo, ese es nuestro punto de mejora a alcanzar, nuestro objetivo real alcanzar “la estatura de la plenitud de Cristo”.
En segundo lugar, para entender las nuevas dinámicas sociales de las que somos parte, cada uno de nosotros está inmerso en medio de tales cambios y adecuaciones, y por ende no podemos pasarlos inadvertidos o hacernos los distraídos con la nueva normalidad.
En la medida que entendamos la misma, mejor preparados estaremos para afrontarla, para actuar sobre ella y a pesar de ella bendecir a las personas con un mensaje de esperanza real, pertinente y concreto.
En tercer lugar, para fundamentalmente en mi opinión dotar a la misión a nuestra acción cotidiana de la responsabilidad necesaria para hacer discípulos en todo lugar en el que nos encontremos, pero ya no dando prioridad única a la palabra o al mensaje oral sino al mensaje visual pero no necesariamente auditivo, esto es, a la misericordia, al amor, a la comprensión, al acompañamiento, a la empatía genuina.
Los ministros tenemos la tremenda responsabilidad de interpretar los tiempos adecuadamente para que guiar al pueblo hacia el horizonte que Dios ya determino para su iglesia, un horizonte de victoria y de crecimiento. Sin embargo, esto que suena netamente espiritual, requiere de un tremendo esfuerzo cotidiano que sea capaz de vivenciarse en actos concretos que faciliten a los otros que pueda imitarnos, servirle de guía no fingida sino siendo cartas leídas, en palabras de Pablo: “Sed imitadores de mì así como yo lo soy de Cristo” (I Co.11:1).
Tenemos la responsabilidad de actualizar nuestra visión, salir de nuestros moldes y estructuras para permitir que el Espíritu Santo que no se rige por parámetros estanco nos de la sabiduría y las maneras adecuadas para llevar adelante la misión en medio de la pandemia. Lo importante aquí es el proceso, el tomar conocimiento adecuado de las necesidades y carencias de nuestro entorno, pedir sabiduría para con pertinencia trasmitir el Evangelio, pero por sobre todas las cosas influenciar en las personas con el amor de Jesús.
Muchos hermanos de nuestras iglesias y muchas personas que llegarán a nuestra iglesia sin duda atravesaron ya, por una de las realidades más oscuras del Covid-19, y quisiera insistir en esto, la de la despedida del ser querido sin la posibilidad de haber estado con ellos y despedirlo. Este trauma no es simple, sin duda la herida permanecerá en el tiempo y solo el Espíritu Santo es el refugio adecuado para encontrar el debido consuelo, pero la iglesia está llamada al acompañamiento, al sostén y la paciencia para que las personas en cuestión puedan transitar ese tiempo de la mejor manera posible, sabiendo que Dios tiene el control de cada circunstancia.
Ser creativos, en la promoción del sacerdocio de todo creyente, en el involucramiento de todos los hermanos en el servicio a fin de que asuman la responsabilidad y el compromiso requerido para este nuevo tiempo; en nuevas formas de ayuda y acompañamiento; en la promoción de las misiones transculturales, pero también en nuestra cultura y subcultura cotidiana, el robustecimiento de la fe y el acompañamiento real, serán tareas importantes. Que cada casa se transforme en un punto de encuentro y de transformación de las personas por la obra del Espíritu Santo, en altares de adoración que se multipliquen en nuestras ciudades a fin de que la luz finalmente no quede debajo de la mesa, sino que sea levantada para alumbre será vital. Aferrémonos a lo sagrado, a lo esencial, el resto dejémoslo ir de ser necesario.
Ya comprobamos que antes que las marquesinas y las luces, antes que los templos y el show, antes que el hacer miembros, está el hacer discípulos y el mostrar a Cristo solo como la iglesia puede hacerlo. Lo único que el Enemigo no puede copiar, imitar o reproducir es lo en verdad es la esencia de la iglesia: la proclamación del Evangelio, el vivir en santidad, el amor, la misericordia, la compasión y la unidad. Todo lo demás es replicable.
Es hora entonces de centrarnos en lo esencial para que el mundo crea. El Covid-19 como dijimos pasará, sin duda dada al virulenta movilidad viral y cambios o mutaciones en los virus, la distancia social, el cubreboca, las normas de higiene perdurarán mucho tiempo al igual que la crisis económica y social y los cambios en el mundo laboral y educacional, las restricciones en el turismo y los viajes, las cuarentenas esporádicas por los rebrotes, entre otras muchas cosas.
Sin embargo, la iglesia es la primera en dar el ejemplo en un necesario entorno de libertad que siempre está enmarcada por la responsabilidad y el amor. La iglesia sigue siendo la única capaz de llevar esperanza a un mundo en angustia y Jesús sigue siendo el único que no cambia, el único que permanece igual por los siglos de los siglos, con esas premisas seamos más parecidos a Jesús que al mundo y vivamos adecuadamente el Evangelio para que como Juan el Bautista podamos alumbrar cada uno de nosotros hasta que Él nos venga a buscar.
Termina una pandemia
que ha devastado la práctica religiosa
Son tantos los factores que explican o tratan de explicar la abrumadora crisis de la práctica religiosa en Occidente en los últimos años, una notable aceleración de un proceso iniciado ya saben ustedes cuándo, que parece ocioso singularizar uno. Sin embargo, no cabe duda de que la actitud de la jerarquía durante la pandemia es uno de los más notables.
La Organización Mundial de la Salud ha decretado que la peste de coronavirus, que ha cambiado el mundo para siempre, ha terminado. Y aunque no creemos que las enfermedades acaten los decretos humanos, nos parece un buen momento para recordar el daño que la cobardía y falta de visión sobrenatural de nuestros pastores hicieron a la práctica religiosa y, probablemente, a la fe de cientos de miles de fieles.
Obispos, conferencias episcopales y la propia Roma se dieron una prisa indecente en interrumpir el culto público totalmente durante meses. Se adelantaron, incluso, en muchas partes -España, por ejemplo- al propio poder político -al que ni soñaron en desafiar en defensa de los fieles-, y en la propia Roma el Papa ordenó a su vicario cerrar físicamente las iglesias en una iniciativa de la que tuvo en seguida que desdecirse ante la indignación generalizada.
De repente, todos aceptaron sin un murmullo de protesta -y sí, en algunos casos, de alivio- que la Misa no era, no es, un “servicio esencial”. Animaron a los fieles a seguir la celebración por la televisión o por Internet, y suspendieron la obligación de asistir a Misa o incluso a seguirla online con la mayor tranquilidad. Soportaron en silencio que abrieran muchos otros servicios, mientras los fieles se veían imposibilitados de acceder a los sacramentos. Se negaban confesiones, viáticos, unciones de enfermos, comuniones. Tampoco alzaron mucho la voz cuando la policía interrumpía el Santísimo Sacrificio, en algún caso el de todo un obispo en su catedral.
Cuando abrieron, impusieron medidas propias de la Peste Negra, como si la gente se estuviera muriendo por las calles: aforos, distancia de seguridad, hidrogel a granel entrando en el ritual y sustituyendo al agua bendita (que no ha regresado a todos los templos), mascarillas…
Por caridad, se decía. Lo que nadie se molestó en investigar si todo aquello servía realmente para algo, y ahora que vemos que Suecia, el país disidente que se negó a someterse a todo esta histeria sanitaria, es la nación de Europa con menor exceso de mortalidad, las razones para dudar son abrumadoras.
No, muchos fieles no vieron tanto ‘caridad’ como miedo y mundanidad. Les ha llamado la atención que el alto clero le diera súbitamente tan escasa importancia a los canales habituales de la gracia. También sorprendía que, en un momento en que incluso cardenales como Hollerich o McElroy -ambos elevados por Francisco- pueden cuestionar públicamente la doctrina perenne de la Iglesia sobre cuestiones incuesionadas como la actividad homosexual, lo que emanaba de la corrupta OMS y de las ideologizadas autoridades políticas se aceptase como verdades incuestionables.
Como la presunta vacuna, ese ‘acto de amor’ al que se nos empujaba desde los más altos púlpitos. Porque no era por ti, era por los demás, para no contagiar. No importa que el contagio llevase en la abrumadora mayoría de los casos a algo no peor que una gripe, o que a poco hubiera que reconocerse públicamente que el producto no paraba la transmisión y nunca se pretendió que lo hiciera. Extraño amor.
Pero dicen que la victoria tiene siempre muchos padres mientras que la derrota es huérfana. O, si se prefiere, que cuando los resultados de nuestras prédicas no son los esperados, todo el mundo pretende que nunca se ha dicho lo que se dijo.
Ahora la CEI, nos cuenta el autor del blog Secretum Meum Mihi, la Conferencia Episcopal Italiana quiere que se interrumpan los servicios de Misas en streaming. Dicen:
“Acogiendo la comunicación de la OMS, señalamos que todas las actividades eclesiales, litúrgicas y devociones piadosas pueden volver a ser vividas en las modalidades habituales precedentes a la emergencia sanitaria.
Sin perjuicio de la posibilidad de que los obispos diocesanos dispongan o sugieran algunas normas prudenciales como la higienización de manos antes de la distribución la Comunión o el uso de mascarilla para visitas a enfermos frágiles, ancianos o inmunodeficientes.
También creemos oportuno que las celebraciones retransmitidas vía streaming cesen, o al menos sean disminuidas en su número. Las actividades en los establecimientos sanitarios, sociosanitarias y de asistencia social seguirán las normas propias de los lugares en los que se desarrollen”.
Y es que online no se puede pasar el cepillo.
================================================
En base a esta noticia de INFOVATICANA, conviene matizar algunos detalles. Hay que tener en cuenta que la mayoría de los obispos son masones, pertenecientes a una de la numerosas logias de las sociedades secretas, siendo una de ellas y, por cierto, muy poderosa, es la masonería eclesiástica, cuyo centro está en el Vaticano.
Todas estas sociedades secretas son de inspiracion satánica, la cual, está ampliamente extendida en todos los niveles y rangos jerárquicos dentro de la Iglesia Católica. Teniendo en cuenta esta noticia, se puede comprender porqué razón la gran mayoría de los obispos en todo el mundo se precipitaron ordenando el cierre de las iglesias. Es cierto que la orden fue dada personalmente por Francisco, pero ese cierre de todas las iglesias, ordenado por los propios obispos, se adelantó incluso a las normas sanitarias previstas por los gobiernos.
Eso quiere decir que, en el fondo, el cierre arbitrario de las iglesias por parte de los obispos durante la falsa pandemia, tenía el objetivo de apagar, de eliminar la fe en la mayoría de los fieles. Lo que estamos viviendo es el resultado de esa política suicida de la mayoría de la jerarquía actual de la Iglesia, carentes de fe y de carisma y vocación. (Damián Galerón)
SACERDOTES Y GENTE DE IGLESIA ESCUCHEN.
Damián Galerón: NIMROD. No olvidarás este vídeo
Este vídeo deberían verlo todos los sacerdotes. También los que se metieron en la carrera eclesiástica sin fe o sin verdadera vocación, quizás especialmente ellos. O se arrepienten a tiempo, o el castigo será muy grande, porque "de Dios, nadie se burla" Gál.6,7. La gran tentación de muchos sacerdotes es la que tuvo y nos cuenta un sacerdote en este vídeo, tentación que le llevó a estar muy cerca de su condenación eterna. Su alma salió de su cuerpo tras un accidente de tráfico. Lo que luego por pura gracia y milagro vivió, nos lo cuenta para que todos, empezando por los sacerdotes, tomemos nota.
VER+:
AL QUE LLAMA "GOBIERNO MUNDIAL".
DENUNCIA TAMBIÉN LOS DAÑOS QUE HA CAUSADO ESTA VACUNA A NIVEL MUNDIAL Y EL CIERRE DE IGLESIAS, ETC.
LA IGLESIA ANTE LA NUEVA NO... by Yanka
0 comments :
Publicar un comentario