EL Rincón de Yanka: LIBRO "HISTORIA DE LA ESTUPIDEZ HUMANA" por PAUL TABORI 😵

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martes, 14 de marzo de 2023

LIBRO "HISTORIA DE LA ESTUPIDEZ HUMANA" por PAUL TABORI 😵


HISTORIA 
DE LA ESTUPIDEZ HUMANA
PAUL TABORI

INTRODUCCIÓN 
Este libro trata de la estupidez, la tontería; la imbecilidad, la incapacidad, la torpeza, la vacuidad, la estrechez de miras, la fatuidad, la idiotez, la locura, el desvarío. Estudia a los estúpidos, los necios, los seres de inteligencia menguada, los de pocas luces, los débiles mentales, los tontos, los bobos, los superficiales; los mentecatos, los mastuerzos, los novatos y los que chochean; los simples, los desequilibrados, los chiflados, los irresponsables, los embrutecidos. En él nos proponemos presentar una galería de payasos, simplotes, badulaques, papanatas, peleles, zotes, bodoques, pazguatos, zopencos, estólidos, majaderos y energúmenos de ayer y de hoy. Describirá y analizará hechos irracionales, insensatos, absurdos, tontos, mal concebidos, imbéciles... y por ahí adelante...
"NO HAY PEOR ENFERMEDAD QUE LA DE SER BRUTO". 
REFRAN MARACUCHO

Algunos nacen estúpidos, otros alcanzan el estado de estupidez, y hay individuos a quienes la estupidez se les adhiere. Pero la mayoría son estúpidos no por influencia de sus antepasados o de sus contemporáneos. Es el resultado de un duro esfuerzo personal. Hacen el papel del tonto. En realidad, algunos sobresalen y hacen el tonto cabal y perfecto. Naturalmente, son los últimos en saberlo, y uno se resiste a ponerlos sobre aviso, pues la ignorancia de la estupidez equivale a la bienaventuranza. La estupidez, que reviste formas tan variadas como el orgullo, la vanidad, la credulidad, el temor y el prejuicio, es blanco fundamental del escritor satírico, como Paul Tabori nos lo recuerda, agregando que “ha sobrevivido a millones de impactos directos, sin que éstos la hayan perjudicado en lo más mínimo”. Pero ha olvidado mencionar, quizás porque es demasiado evidente, que si la estupidez desapareciera, el escritor satírico carecería de tema. Pues, como en cierta ocasión lo señaló Christopher Morley, “en un mundo perfecto nadie reiría”. 

Es decir, no habría de que reírse, nada que fuera ridículo. Pero, ¿podría calificarse de perfecto a un mundo del que la risa estuviera ausente? Quizás la estupidez es necesaria para dar no sólo empleo al autor satírico sino también entretenimiento a dos núcleos minoritarios: 
1) los que de veras son discretos, 
y 2) los que poseen inteligencia suficiente para comprender que son estúpidos. Y cuando empezamos a creer que una ligera dosis de estupidez no es cosa tan temible, Tabori nos previene que, en el trascurso de la historia humana, la estupidez ha aparecido siempre en dosis abundantes y mortales. Una ligera proporción de estupidez es tan improbable como un ligero embarazo. Más aún, las consecuencias de la estupidez no sólo son cómicas sino también trágicas. Son reideras, pero ahí concluye su utilidad. 

En realidad, sus consecuencias negativas a todos influyen, y no sólo a quienes la padecen. El mismo factor que antaño ha determinado persecuciones y guerras, puede ser la causa de la catástrofe definitiva en el futuro. Pero encaremos el problema con optimismo. Acabando con la raza humana, la estupidez acabaría también con la propia estupidez. Y ése es un resultado que la sabiduría nunca supo alcanzar. 

En su inquieto (y fecundo) libro, Paul Tabori describe los aspectos divertidos y las horribles consecuencias de la estupidez. El lector ríe y llora (ante el espectáculo humano) y sobre todo reflexiona. A menos, naturalmente, que el lector sea estúpido. Pero no es probable que la persona estúpida se sienta atraída por un libro como éste. Una de las concomitantes de la estupidez es la pereza, y en nuestro tiempo hay cosas más fáciles que leer un libro (especialmente un libro sin ilustraciones y que no ha sido condensado). Tampoco trae un cadáver en la cubierta, ni una joven bella y apasionada. Sin embargo, el lector que supere esta introducción y el breve primer capítulo hallará después abundante derramamiento de sangre y erotismo, y también ingenio, rarezas, fantasmas y exotismo. Quizás no existe argumento, porque esta obra no es de ficción, pero hay algunos episodios auténticos (o por lo menos bastante probados), cualquiera de los cuales podría servir de base a un cuento... o a una pesadilla. Tabori muy bien podría haber llamado a su libro: 

La anatomía de la estupidez, pues ha encarado el tema con el mismo bagaje de erudición y de entusiasmo que Robert Burton aplicó en La Anatomía de la Melancolía. Aquí, lo mismo que en el tratado del siglo XVII, hallamos una sorprendente colección de conocimientos raros, cuidadosamente organizados y bien presentados. Aparentemente, Tabori leyó todo lo que existe sobre el tema, de Erasmo a Shaw y de Oscar Wilde a Oscar Hammerstein. 

El autor revela el tipo de curiosidad intelectual que no se atiene a las fronteras establecidas por la cátedra universitaria o por las especialidades científicas, y que es tan difícil hallar en nuestros días. A semejanza del estudioso europeo de la generación anterior, o del hombre culto del Renacimiento, pasa fácilmente de la historia a la literatura, y de ésta a la ciencia, citando raros volúmenes de autores franceses, alemanes, latinos, italianos y húngaros. Sin embargo, su prosa nunca es pesada ni pedante. En lugar de exhibir un arsenal de notas eruditas, oculta las huellas de su trabajo, del mismo modo que el carpintero elimina el aserrín dejado por la sierra. Aunque Tabori dice modestamente de su libro que es mero “muestrario”, se trata de un muestrario profundamente significativo. Si, como dice el autor, ésta no es la historia completa de la estupidez, sólo nos resta sentirnos impresionados (y deprimidos) ante la vastedad del tema. 

Sería lamentable llegar a la conclusión de que es posible escribir sobre la estupidez del hombre un libro más voluminoso que sobre su sabiduría. La fascinación que ejerce la obra de Tabori proviene precisamente de la variedad de los temas abordados. Obras antiguas, medievales y modernas le han suministrado toda suerte de hechos increíbles y de leyendas creíbles sobre este “astro siniestro que difunde la muerte en lugar de la vida”. 

El autor cita sorprendentes ejemplos de estupidez relacionados con la codicia humana, el amor a los títulos y a las ceremonias, las complicaciones del burocratismo, las complicaciones no menos ridículas del aparato y de la jerga jurídica, la fe humana en los mitos y la incredulidad ante los hechos, el fanatismo religioso, sus absurdos y manías sexuales, y la tragicómica búsqueda de la eterna juventud. Sí, éste es el lamentable archivo de la humana estupidez, desde los vanos ritos de Luis XIV hasta la autocastración de la secta religiosa de los skoptsi; desde el miembro de la Academia Francesa de Ciencias que obstinadamente insistió en que el invento de Édison, el fonógrafo, era burdo truco de ventrílocuo, a la técnica de Hermippus, que aseguraba la prolongación de la vida mediante la inhalación del aliento de las jóvenes doncellas, desde la fe en la vid que producía sólidas uvas de oro, al bibliófilo italiano que consagró veinticinco años a la creación de una biblioteca de los libros más aburridos del mundo. 

¡Cuán estúpidos somos los mortales! En general, Paul Tabori se contenta con relatar la historia de la estupidez, acumulando ejemplos y más ejemplos. En su condición de estudioso objetivo, no deduce moralejas ni extrae lecciones. Sin embargo, como hombre sensible que es, experimenta dolor y desaliento. “La estupidez”, nos dice con tristeza, “es el arma más destructiva del hombre, su más devastadora epidemia, su lujo más costoso”. 
¿Sugiere Tabori una cura efectiva de la estupidez? ¿Anticipa el pronto fin de esta peste? Tiene algunas ideas, relacionadas con la salud de la psiquis, y alienta ciertas esperanzas. Pero conoce demasiado bien a la raza humana, de modo que no puede prometer mucho. Habida cuenta de la experiencia de siglos, abrigar mayores esperanzas sería también dar pruebas de estupidez.

I

LA CIENCIA NATURAL DE LA ESTUPIDEZ

Este libro trata de la estupidez, la tontería; la imbecilidad, la incapacidad, la torpeza, la vacuidad, la estrechez de miras, la fatuidad, la idiotez, la locura, el desvarío. Estudia a los estúpidos, los necios, los seres de inteligencia menguada, los de pocas luces, los débiles mentales, los tontos, los bobos, los superficiales; los mentecatos, los novatos y los que chochean; los simples, los desequilibrados, los chiflados, los irresponsables, los embrutecidos. 

En él nos proponemos presentar una galería de payasos, simplotes, badulaques, papanatas, peleles, zotes, bodoques, pazguatos, zopencos, estólidos, majaderos y energúmenos de ayer y de hoy. Describirá y analizará hechos irracionales, insensatos, absurdos, tontos, mal concebidos, imbéciles... y por ahí adelante. 

¿Hay algo más característico de nuestra humanidad que el hecho de que el Thesaurus de Roget consagre seis columnas a los sinónimos, verbos, nombres y adjetivos de la “estupidez”, mientras la palabra “sensatez” apenas ocupa una? La locura es fácil blanco, y por su misma naturaleza la estupidez se ha prestado siempre a la sátira y la crítica. Sin embargo (y también por su propia naturaleza) ha sobrevivido a millones de impactos directos, sin que éstos la hayan perjudicado en lo más mínimo. Sobrevive, triunfante y gloriosa. 

Como dice Schiller, aun los dioses luchan en vano contra ella. Pero podemos reunir toda clase de datos de carácter semántico sobre la estupidez, y a pesar de ello hallarnos muy lejos de aclarar o definir su significado. Si consultamos a los psiquiatras y a los psicoanalistas, comprobamos que se muestran muy reticentes. En el texto psiquiátrico común hallaremos amplias referencias a los complejos, desequilibrios, emociones y temores; a la histeria, la psiconeurosis, la paranoia y la obsesión; y los desórdenes psicosomáticos, las perversiones sexuales, los traumas y las fobias son objeto de cuidadosa atención. 

Pero la palabra “estupidez” rara vez es utilizada; y aún se evitan sus sinónimos. ¿Cuál es la razón de este hecho? Quizás, que la estupidez también implica simplicidad... y bien puede afirmarse que el psicoanálisis se siente desconcertado y derrotado por lo simple, al paso que prospera en el reino de lo complejo y de lo complicado. He hallado una excepción (puede haber otras): el doctor Alexander Feldmann, uno de los más eminentes discípulos de Freud. Este autor ha contemplado sin temor el rostro de la estupidez, aunque no le ha consagrado mucho tiempo ni espacio en sus obras. 

“Contrástase siempre la estupidez”, dice, “con la sabiduría. El sabio (para usar una definición simplificada) es el que conoce las causas de las cosas. 
El estúpido las ignora. Algunos psicólogos creen todavía que la estupidez puede ser congénita. Este error bastante torpe proviene de confundir al instrumento con la persona que lo utiliza. Se atribuye la estupidez a defecto del cerebro; es, afírmase, cierto misterioso proceso físico que coarta la sensatez del poseedor de ese cerebro, que le impide reconocer las causas, las conexiones lógicas que existen detrás de los hechos y de los objetos, y entre ellos”. 

Bastará un ligero examen para comprender que no es así. No es la boca del hombre la que come; es el hombre que come con su boca. No camina la pierna; el hombre usa la pierna para moverse. El cerebro no piensa; se piensa con el cerebro. Si el individuo padece una falla congénita del cerebro, si el instrumento del pensamiento es defectuoso, es natural que el propio individuo no merezca el calificativo de discreto... pero en ese caso no lo llamaremos estúpido. Sería mucho más exacto afirmar que estamos ante un idiota o un loco. 

¿Qué es, entonces, un estúpido? “El ser humano”, dice el doctor Feldmann, “a quien la naturaleza ha suministrado órganos sanos, y cuyo instrumento raciocinante carece de defectos, a pesar de lo cual no sabe usarlo correctamente. El defecto reside, por lo tanto, no en el instrumento, sino en su usuario, el ser humano, el ego humano que utiliza y dirige el instrumento.” Supongamos que hemos perdido ambas piernas. Naturalmente, no podremos caminar; de todos modos, la capacidad de caminar aún se encuentra oculta en nosotros. Del mismo modo, si un hombre nace con cierto defecto cerebral, ello no lo convierte necesariamente en idiota; su obligada idiotez proviene de la imperfección de su mente. 

Esto nada tiene que ver con la estupidez; pues un hombre cuyo cerebro sea perfecto puede, a pesar de todo, ser estúpido; el discreto puede convertirse en estúpido y el estúpido en discreto. Lo cual, naturalmente, sería imposible si la estupidez obedeciera a defectos orgánicos, pues estas fallas generalmente revisten carácter permanente y no pueden ser curadas. Desde este punto de vista, la famosa frase de Oscar Wilde conserva su validez: “No hay más pecado que el de estupidez”. 
Pues la estupidez es, en considerable proporción, el pecado de omisión, la perezosa y a menudo voluntaria negativa a utilizar lo que la Naturaleza nos ha dado, o la tendencia a utilizarlo erróneamente. Debemos subrayar, aunque parezca una perogrullada, que conocimiento y sabiduría no son conceptos idénticos, ni necesariamente coexistentes. 

Hay hombres estúpidos que poseen amplios conocimientos; el que conoce las fechas de todas las batallas, o los datos estadísticos de las importaciones y de las exportaciones puede, a pesar de todo, ser un imbécil. 
Hay hombres discretos cuyos conocimientos son muy limitados. En realidad, la extraordinaria abundancia de conocimientos a menudo disimula la estupidez, mientras que la sabiduría de un individuo puede ser evidente a pesar de su ignorancia... sobre todo si la posición que ocupa en la vida no nos permite exigirle conocimientos ni educación. Lo mismo nos ocurre con los animales, los niños y los pueblos primitivos. Admiramos la sagacidad “natural” de los animales, la vivacidad “natural” del niño o del hombre primitivo. Hablamos de la “sabiduría” de las aves migratorias, capaces de hallar un clima más cálido cuando llega el invierno; o del niño, que sabe instintivamente cuánta leche puede absorber su cuerpo; o del salvaje que, en su medio natural, sabe adaptarse a las exigencias de la Naturaleza. 

“Si nuestra pierna o nuestro brazo nos ofende” exclama con elocuencia Burton en La anatomía de la melancolía, “nos esforzamos echando mano de todos los recursos posibles, por corregirla; y si se trata de una enfermedad del cuerpo, mandamos llamar a un médico; pero no prestamos atención a las enfermedades del espíritu: por una parte nos acecha la lujuria, y por otra lo hacen la envidia, la cólera y la ambición. Como otros tantos caballos desbocados nos desgarran las pasiones, que son algunas fruto de nuestra disposición, y otras del hábito; y una es la melancolía, y otra la locura; ¿y quién busca ayuda, y reconoce su propio error, o sabe que está enfermo? 

Como aquel estúpido individuo que apagó la vela para que las pulgas que lo torturaban no pudiesen hallarlo...” Burton señala aquí una de las principales características de la estupidez: apagar la vela- ahogar la luz- confundir la causa y el efecto. 
Las pulgas que nos pican prosperan en la oscuridad; pero nuestra estupidez supone que si no podemos verlas, ellas tampoco nos verán... del mismo modo que el hombre estúpido vive siempre en la inconciencia de su propia estupidez. 
El hombre realmente discreto lo es sin pensar. Su mente no es la fuente de su propia sabiduría, sino más bien el recipiente y el órgano de expresión. El ego que piensa correctamente no tiene otra tarea que la de tomar nota de los deseos instintivos. A lo sumo, decide si es conveniente o no seguir estos impulsos en las circunstancias dadas. 

Esta “crítica” no constituye una cualidad independiente del ego pensante, sino desarrollo final de un proceso instintivo. Cuando cobra caracteres conscientes o superconscientes, fracasa. Como previene Hazlitt: 
“La afectación del raciocinio ha provocado más locuras y determinado más perjuicios que ningún otro factor”. En los niños y en los pueblos primitivos se observa que el pensamiento está consagrado casi exclusivamente a la autoexpresión y no a la creación. Pues toda actividad creadora es siempre resultado del instinto, por mucho que nos esforcemos por infundirle carácter consciente. 

Existen individuos en quienes el instinto y el pensamiento están totalmente fusionados; en tal caso nos hallamos frente a un genio, un ser humano capaz de expresar cabalmente sus cualidades humanas. Pero esto es posible únicamente cuando el hombre no utiliza el pensamiento para disimular sus propios instintos, sino más bien para darles más perfecta expresión. Todos los grandes descubrimientos son fruto de la perfecta cooperación entre el instinto y la razón. Dice el doctor Feldmann: “En la práctica médica a menudo observamos que los medios de expresión- el proceso de pensamiento- parece desplazar completamente los instintos, monopolizando o usurpando el lugar de éstos. El pensamiento es esencialmente una inhibición, y si domina la vida espiritual del individuo, puede determinar la parálisis total de las emociones. 

En este caso nos hallamos ya ante una condición patológica, relacionada con el sentimiento de la anormalidad y de la enfermedad, capaz de provocar sufrimientos y de obligar al hombre a negar una de las más importantes manifestaciones de la vida humana: sus emociones. 
Por lo tanto, es posible alcanzar la sabiduría por dos caminos: 
absteniéndose totalmente de pensar, y confiando exclusivamente en los instintos, o pensando, pero sólo para expresar el propio yo. En su condición de seres emocionales, todos los hombres son iguales, del mismo modo que sólo existen pequeñas diferencias anatómicas entre todos los miembros de la raza humana. Por consiguiente, el hombre estúpido es tal porque no quiere o no se atreve a expresar su propio yo; o porque su aparato pensante se ha paralizado, de modo que no es apto para la autoexpresión, de modo que el individuo no puede ver u oír las directivas impartidas por sus propios instintos”. Toda actividad humana es autoexpresión. Nadie puede dar lo que no lleva en sí mismo. 

Cuando hablamos, o escribimos, o caminamos, o comemos, o amamos, estamos expresándonos. Y este yo que expresamos no es otra cosa que la vida instintiva, con sus dos fecundas válvulas de escape: el instinto de poder y el instinto sexual. Los animales, los niños, los hombres primitivos se esfuerzan por expresar su voluntad y sus deseos sólo con el fin de satisfacer o de realizar su propia voluntad. El obstáculo fundamental y permanente que se opone a la realización de los deseos humanos, a la expresión de la voluntad humana, es la Naturaleza misma; pero en el transcurso del tiempo se ha desarrollado cierta instintiva cooperación entre la Naturaleza y el hombre, de modo que al fin ambos factores son casi idénticos, o, por lo menos, uno de ellos se ha subordinado completamente al otro. La vida social del hombre y la vida cultural de la humanidad se han desarrollado de un modo extraño. 

La expresión de la voluntad y del deseo ha tropezado con dificultades cada vez mayores. De ellas, la primera y principal reviste carácter esencialmente ético. Pero expresar el deseo y la voluntad ha sido siempre necesidad fundamental y general del hombre, independientemente de las normas éticas a las que debió someterse. Digamos de pasada que dichas normas constituyen el fundamento de toda nuestra cultura. Pero, en esencia, todas las realizaciones culturales de la humanidad son expresiones de la voluntad humana; es decir, realizaciones de deseos humanos. Y ésta es la razón, afirman algunos psicólogos, de que puedan existir seres estúpidos; es decir, de que sea posible la contradicción entre el Homo sapiens y la estupidez. Si el esfuerzo por satisfacer los propios deseos o por expresar la propia voluntad tropieza con resistencias excesivas, dicha resistencia cobra carácter general, e incluye al instrumento fundamental de expresión: el pensamiento. Quizás esto parezca demasiado retorcido y complejo, pero un ejemplo sencillo servirá de aplicación. 

Consideremos la estupidez aguda y temporaria que es fruto de la vergüenza. El sentimiento de vergüenza es más intenso y más frecuente durante la pubertad. Arraiga en la sexualidad, y responde al hecho de que la madurez sexual resulta cada vez más evidente. El ego, educado para negar u ocultar esta situación, siente que, sea cual fuere la actitud que adopte (hablar, caminar, etc.) siempre está expresando lo que, precisamente, se le ha enseñado a ocultar. De este modo se crea una situación en virtud de la cual el adolescente no puede expresarse. Es decir, el sujeto no quiere hacerlo. Hay un violento choque entre el deseo y la realización, entre la voluntad y las fuerzas deformadoras. En la mayoría de los casos triunfa la represión. La derrota del deseo y de la voluntad aparece como expresión de “estupidez”. Las risitas de las muchachas; el paso vacilante y torpe de los adolescentes; las extrañas contradicciones de la conducta de aquellas y de éstos, son consecuencia de este conflicto.

Durante el desarrollo del ser humano, el constante esfuerzo por obtener poder, la vergüenza subconsciente ante su propio egocentrismo, y la estupidez aguda y temporaria que esta vergüenza provoca, surgen con caracteres cada vez más destacados. Sea cual fuere el centro de la actividad individual, el hombre aspira a destacarse del resto (ya se trate de jugar a los naipes o de amasar una fortuna). Al mismo tiempo, teme que su intención sea evidente... o demasiado evidente. Procura ocultarla, pero le inquieta la posibilidad de que sus esfuerzos por disimularla fracasen, o de que se frustre su propia ambición. Por eso en muchos casos se abstiene de actuar (estupidez pasiva) o actúa erróneamente (estupidez activa). Si este sentimiento de vergüenza se torna crónico, también la estupidez se convierte en condición crónica. 

Con el tiempo, el hombre olvida que su estupidez no es más que un desarrollo secundario; siente como si su condición fuera la de un “estúpido nato”. A medida que la estupidez lo envuelve, y que se resigna a ella, le es cada vez más difícil adquirir conocimientos, y la ignorancia se suma a la estupidez, de modo que un par de anteojeras se agrega al otro. Por consiguiente, la estupidez es esencialmente miedo, nos dice el doctor Feldmann. Es el temor a la crítica; el temor a otras personas, o al propio yo. Por supuesto, la estupidez tiene diferentes formas y manifestaciones. Algunas personas son estúpidas sólo en su círculo familiar inmediato, o con ciertas relaciones, o en público. 

Algunos son estúpidos sólo cuando necesitan hablar; otros, cuando se ven obligados a escribir. Todas estas “estupideces limitadas” pueden combinarse. Ocurre a menudo que los niños se muestran brillantes e inteligentes en el hogar, pero no en la escuela; en otros casos, obtienen buenos resultados en la escuela pero en el hogar revelan escasa capacidad. Ciertas personas demuestran estupidez en las relaciones con el sexo opuesto... padecen una forma de impotencia mental. Hay hombres que preparan cuidadosamente el principio de la conversación, y luego no saben qué decir. Se retraen y renuncian a la tentativa, para evitar la derrota. El mismo fenómeno se observa en muchas mujeres, aunque ellas pueden refugiarse, en la convención, todavía vigente, según la cual al hombre toca llevar el peso principal de la conversación. 

La estupidez y el temor, ¿son sinónimos absolutos? Charles Richet, el eminente psicólogo e investigador de ciencias ocultas, encaró derechamente el problema... ¡y luego resolvió esquivarlo! Su definición es de carácter negativo: “Estúpido no es el hombre que no comprende algo, sino el que lo comprende bastante bien, y sin embargo procede como si no entendiera.” Yo diría que esta frase incluye demasiados elementos negativos. 

El doctor L. Loewenfeld, cuya obra Über die Dummheit (Sobre la estupidez), de casi 400 páginas, alcanzó dos ediciones entre 1909 y 1921, enfoca el problema de la estupidez desde el punto de vista médico; pero este autor se interesa más por la clasificación que por la definición. Agrupa del siguiente modo las formas de expresión a través de las cuales se manifiesta la estupidez: “Estupidez general y parcial. La inteligencia defectuosa de los hombres de talento. La percepción inmadura. La escasa capacidad de juicio. La desatención, las asociaciones torpes, la mala memoria. La torpeza, la simplicidad. La megalomanía, la vanidad. La temeridad, la sugestionabilidad. 

El egotismo. La estupidez y la edad; la estupidez y el sexo; la estupidez y la raza; la estupidez y la profesión; la estupidez y el medio. La estupidez en la vida económica y social; en el arte y la literatura; en la ciencia y la política.” La famosa obra del profesor W. B. Pitkin, A Short Introduction to the History of Human Stupidity, fue publicada en 1932, el mismo año en que publicó su libro, aún más famoso, Life Begins at Forty!. La “breve introducción” ocupa 574 páginas, lo cual demuestra tanto el respeto del profesor Pitkin por su tema como su propia convicción de que el asunto es prácticamente inagotable. Pero también él evita ofrecer una definición histórica o psicológica. 

El propio Richet, en su breve L’homme stupide, no encara definiciones ni clasificaciones. Describe, entre otras, las estupideces del alcohol, del opio y de la nicotina; la necedad de la riqueza y de la pobreza, de la esclavitud y del feudalismo. Aborda los problemas de la guerra, de la moda, de la semántica y de la superstición; examina brevemente la crueldad hacia los animales, la destrucción bárbara de obras de arte, el martirio de los precursores, los sistemas de tarifas protectoras, la explotación miope del suelo, y muchos otros temas. Richet no atribuyó a su libro carácter de estudio científico; se satisfizo con presentar algunos ingeniosos y variados pensamientos y ejemplos. 

Algunos de sus capítulos poco tienen que ver con la estupidez, y para establecer cierta tenue relación entre el tema y el desarrollo se ve obligado a ampliar desmesuradamente el sentido de la expresión. Max Kemmerich consagró toda su vida a reunir hechos extraños y desusados de la historia de la cultura y de la civilización. Sus obras, entre las que se cuentan Kultur-Kuriosa, Modern-Kultur-Kuriosa, y la extensa Aus der Geschichte der menschlichen Dummheit (primera edición, Munich, 1912), son esencialmente apasionados ataques contra las iglesias, contra todas las religiones establecidas y contra los dogmas religiosos. Kemmerich era librepensador, pero de un tipo especial, pues carecía del atributo más esencial del librepensador: la tolerancia. 

La tremenda masa de chismes históricos, rarezas y material iconoclasta que reunió incluyen apenas unas pocas contribuciones pertinentes a la historia de la humana estupidez. Un húngaro, el doctor István Ráth-Végh, consagró casi diez años a reunir materiales y a escribir sus tres libros sobre la estupidez humana. Los tres volúmenes se denominan La historia cultural de la estupidez, Nuevas estupideces de la historia cultural de la humanidad, y (título un tanto optimista) El fin de la estupidez humana. El doctor Ráth-Végh, juez retirado, que durante la mitad de su vida había observado las locuras y los vicios humanos con ojo frío y jurídico, estaba ampliamente equipado para la tarea: era lingüista, experto historiador y hombre de profundas simpatías liberales. Pero también tenía limitaciones, confesadas francamente por él. 

Puesto que escribía en la Hungría semifascista, debía limitarse al pasado y evitar cualquier referencia a la política. No intentó analizar ni realizar un estudio global; su objetivo fue entretener e instruir al lector dividiendo a las locuras humanas en distintos grupos. Las 800 páginas de sus tres volúmenes representan quizás la más rica fuente de materiales originales sobre la estupidez humana. Remontándonos en la historia, hallamos otros exploradores de esta selva lujuriosa y prácticamente infinita. 

En 1785, Johann Christian Adelung (autor prolífico, lingüista, y bibliotecario jefe de la Biblioteca Real de Dresde) publicó en forma anónima su Geschichte der menschlichen Narrheit. Esta enorme obra estaba compuesta por siete volúmenes, pero su título fue un error, pues poco tenía que ver con la historia. Era simplemente una colección de biografías: vidas de alquimistas, impostores y fanáticos religiosos. De ellos, sólo unos pocos eran exponentes o explotadores de la estupidez. Sebastián Brant, hijo de un pobre tabernero de Estrasburgo, educado en los principios del humanismo en la Universidad de Basilea, publicó en 1494 su brillante Barco de los Necios. A bordo de esta notable nave, dirigida a Narragonia, viajaba una colección sumamente variada de tontos, descritos en 112 capítulos distintos, escritos en pareados rimados. 

Con el título The Shyp of Folys fue traducido por Alexander Barclay, el sacerdote y poeta escocés, aproximadamente catorce años después de la edición original, y difundió en toda Europa la fama de Brant. Digamos de pasada que Barclay agregó bastante al original. Brant tenía un robusto sentido del humor, y él mismo se puso a la cabeza de la “tropa de necios”, porque poseía tantos libros inútiles que “no leía ni entendía”. En El barco de los necios el sentido humanista se combinaba con un espíritu realmente poético y agudo, y podemos afirmar que, con ligeras modificaciones de forma, la mayoría de los necios de Brant siguen a nuestro lado. Thomas Murner, continuador e imitador de Brant, se educó en Estrasburgo, fue ordenado sacerdote a los diecinueve años, y viajó mucho; estudió en las universidades de París, Freiburg, Colonia, Rostock, Praga, Viena y Cracovia. Su Conspiración de los Necios y La Hermandad de los Picaros revelaron más ingenio y una verba más franca y cruel que el ataque relativamente suave que Brant llevó contra la estupidez. 

Clérigos, monjes y monjas, barones salteadores y ricos mercaderes, reciben todos implacable castigo; se presiente en Murner una conciencia social muy avanzada con respecto a su tiempo (aunque su vida personal poco armonizó con sus principios). En esta incompleta lista de exploradores de la humana estupidez, he dejado para el final al más grande de ellos. El Elogio de la locura de Erasmo de Rotterdam es la más aguda sátira y el más profundo análisis de la tontería humana. En la epístola de introducción, dirigida a Tomás Moro, el autor nos explica cómo compuso su libro, durante sus “últimos viajes de Italia a Inglaterra”. Una atractiva imagen: el rollizo holandés, que avanzaba al trote corto de su cabalgadura, deja atrás el mediodía abundoso y claro, y se acerca al septentrión turbulento y helado, cavilando sobre la eterna estupidez de la humanidad, a la que nunca odió, y por el contrario compadeció y comprendió perfectamente. 

“Supuse que este juego de mi imaginación te agradaría más que a nadie, ya que sueles gustar mucho de este género de bromas, que no carecen, a mi entender, de saber ni de gusto, y que en la condición ordinaria de la vida te comportas como Demócrito (...) Pues siempre será una injusticia que, reconociéndose a todas las clases de la sociedad el derecho a divertirse no se consienta ningún solaz a los que se dedican al estudio; sobre todo si la chanza descansa en un fondo serio y si está manejada de tal suerte que un lector que no sea completamente romo saque de ella más fruto que de las severas y aparatosas lucubraciones de ciertos escritores Y por consiguiente, si alguno se considerase ofendido, o si la conciencia le acusa o, por lo menos, teme verse retratado en ella (...) el lector avisado comprenderá desde luego que nuestro ánimo ha sido más bien agradar que morder.” 

He citado extensamente a Erasmo porque en estas pocas líneas de su carta de introducción se condensa casi todo el argumento de mi propio libro. Si yo fuera absolutamente honesto (pero ningún autor puede serlo) aún reconocería que en las páginas del Elogio de la locura todo está dicho con más brillo, concisión e inteligencia que lo que jamás podría atreverme a esperar de mi propia prosa. Sin embargo, como la humana estupidez se reproduce y florece adoptando formas constantemente renovadas, considero que siempre hay lugar para una nueva obra que describa y explore nuestra infinita locura. 

En cierto sentido, la estupidez es como la electricidad. El más moderno diccionario técnico dice de la electricidad que es “la manifestación de una forma de la energía atribuida a la separación o movimiento de ciertas partes constituyentes de un átomo, a las que se da el nombre de electrones.” En otras palabras, no sabemos qué es realmente la electricidad. Y aunque suprimamos la palabra subrayada, el resto no constituye una definición. La electricidad es la “manifestación” de algo. De modo que, al esquivar la definición de la estupidez- pues el “tenor” de Feldmann o el enfoque negativo de Richet no son, en realidad, una definiciónseguimos el precedente establecido por muchos sabios. 

Cuando yo era niño, tenía un tutor privado bastante excéntrico. No creía en la eficacia de la memorización de versos o de fechas; y poseía audacia suficiente como para atreverse a obligar a su alumno a que hiciera trabajar su propia mente, independiente y a menudo dolorosamente. Uno de los ejercicios de lógica que me planteó consistía en establecer la relación entre el sol y una variada colección de cosas: un vestido de seda, una moneda, una pieza escultórica, el diario. No era muy difícil establecer vínculos más o menos directos entre el centro de nuestra galaxia y todo lo que existe sobre la tierra. Y, naturalmente, mi tutor trataba de demostrar que todo se origina y tiene su centro en el sol, y que nada puede desarrollarse y sobrevivir sin él. Si no podemos definir la estupidez (o si sólo formulamos una definición parcial), por lo menos podemos tratar de relacionar con ella la mayoría de las desgracias y debilidades humanas. 

Pues la estupidez es como una luz negra, que difunde la muerte en lugar de la vida, que esteriliza en lugar de fecundar, que destruye en lugar de crear. Sus expresiones forman legión, y sus síntomas son infinitos. Aquí sólo podremos describir sus formas principales, y realizaremos el examen detallado del fenómeno en el cuerpo de este libro. El prejuicio constituye ciertamente una de las formas más notables de la estupidez. Ranyard West, en su Psychology and World Order, resume perfectamente las características del fenómeno:

“El prejuicio humano es universal. Su fundamento es la humana necesidad de respeto. Son muchos los medios por los cuales la mente humana puede esquivar los hechos; no existen, en cambio, recursos que permitan anular el deseo individual de aprobación. Los hombres y las mujeres necesitan tener elevada opinión de sí mismos. Y con el fin de alcanzar este objetivo es preciso que nos disimulemos de mil modos distintos la realidad de los hechos. 

Negamos, olvidamos y justificamos nuestras propias faltas y exageramos las faltas ajenas.” Pero esto es sólo el fundamento del prejuicio. Si, por ejemplo, creemos que todos los franceses son libertinos, todos los negros negados mentales, y todos los judíos usureros, sólo de un modo vago e indefinido podemos atribuir estas posturas al “deseo de autorrespeto”. Después de todo, es posible tener elevada opinión de nosotros mismos sin rebajar al prójimo. 

El prejuicio racial, quizás la forma más común de este matiz de la estupidez, es más o menos universal. Así lo afirma G. M. Stratton en su Social Psychology of International Conduct (1929) y agrega que “es característico de la naturaleza humana este tipo particular de prejuicio”. Subraya, además, otros dos importantes aspectos: “A pesar de su universalidad, rara vez o nunca es innato el prejuicio racial. No nace con el individuo. Los niños blancos, por ejemplo, no demuestran prejuicios contra los de color, o contra las niñeras negras, hasta que los adultos se encargan de influirlos en ese sentido.” (Concepto expresado con más concisión y belleza por Oscar Hammerstein en la famosa canción de South Pacific: 

“Es necesario que te enseñen a odiar...”) Finalmente, dice G. M. Stratton: “Este universal y adquirido prejuicio «racial», en realidad nada tiene de racial. Puede observarse que no guarda relación con las características raciales; ni siquiera con las diferencias que existen entre diversos núcleos humanos, sino pura y exclusivamente con el sentimiento de una amenaza colectiva... 

El llamado prejuicio «racial» es en realidad una mera reacción biológica del grupo a una pérdida experimentada o inminente, una reacción que no es innata, sino fruto de la tradición, renovada por las vivencias de nuevos perjuicios sufridos.” 

Por lo menos superficialmente esta explicación parece bastante razonable, y armoniza con la teoría del doctor Feldmann, según la cual toda forma de estupidez es expresión de temor. Pero quizás la cosa no sea tan sencilla. Pues si el prejuicio racial (expresión principal de esta forma particular de imbecilidad) es simplemente asunto de “amenaza colectiva”, ¿cómo se explica que lo padezcan personas que ni remotamente sufren la amenaza de negros, chinos o judíos? 

En cambio, la regla tiene gran número de excepciones allí donde la amenaza efectivamente existe... o por lo menos parece existir. A pesar de las opiniones del eminente señor Stratton, creo que la actitud de los que alientan prejuicios raciales o de cualquier otra naturaleza, presupone una condición mental a la que debemos denominar estupidez, aunque sólo sea por falta de palabra más apropiada. No es innata- en esto podemos coincidir con el autor de Social Psychology of International Conduct- y no es natural. Pero aunque ningún individuo se halle completamente liberado de prejuicios, el efecto de sus prejuicios sobre sus actos lo convierte en estúpido reaccionario o hace de él un ser humano equilibrado. 

En otras palabras, el hombre discreto o inteligente podrá sublimar o superar sus prejuicios; el estúpido, será inevitablemente presa de ellos. En términos generales, el prejuicio es ente pasivo. Quizás odiemos a todos los galeses, pero ello no significa que saldremos a la calle y acometeremos a puñetazos al primero de ellos que encontremos... aunque estuviéramos seguros de hacerlo con impunidad. 

En cambio, la intolerancia es casi siempre activa. El prejuicio es un motivo; la intolerancia es una fuerza propulsora. No fue prejuicio lo que impulsó a las diversas iglesias cristianas a exterminarse mutuamente los fieles; fue la intolerancia. Aquí, naturalmente, la historia es depositaria de ancha veta de estupidez. El hombre de prejuicios podrá negarse a vivir entre irlandeses o japoneses; el intolerante negará que los irlandeses o los japoneses tengan siquiera derecho a vivir. A menudo ambas formas de estupidez coexisten, o una de ellas determina el desarrollo de la otra. 

El hombre de prejuicios quizás se rehúse a enviar sus niños a escuelas abiertas a alumnos de cualquier raza; el intolerante hará cuanto esté a su alcance para suprimirlas. En los capítulos que siguen expondré muchísimos casos de prejuicio y de intolerancia; la ilustración histórica será harto más efectiva que cualquier teorización para demostrar la relación directa que existe entre la estupidez y el terrible precio que la humanidad debe pagar por sus prejuicios y sus actitudes de intolerancia. La ignorancia, ¿es otra forma de la estupidez? 

Desde cierto punto de vista, sí... del mismo modo que la fiebre es parte de la enfermedad, sin ser la enfermedad misma. Ya hemos demostrado que el ignorante no es necesariamente estúpido, ni el estúpido es siempre ignorante. Pero ambas condiciones no pueden ser separadas absolutamente. A igualdad de posibilidades de educación, no es difícil determinar la línea que separa a la estupidez de la ignorancia. El niño o el adulto estúpidos aprenden dificultosamente conceptos útiles, aunque aprendan de corrido versos en latín o las fechas de las batallas. Por consiguiente, la estupidez alimenta y presupone la ignorancia; la condición aguda se convierte en crónica. Estas tres formas o manifestaciones de la estupidez no son sino las más universales o comunes. 

La fatuidad o locura, la inconsecuencia y el fanatismo podrían ser objeto de diagnóstico y descripción separados, como los ingredientes tóxicos de un veneno complejo. Pero existen también formas de la estupidez que pertenecen a una profesión o a una clase: la estupidez del cirujano (tan cabalmente descrita en Doctor’s Dilemmas, de Shaw) que sólo cree en su bisturí; la estupidez del político, que supone que sus propias promesas incumplidas se olvidan tan fácilmente como los votos que depositó durante las sesiones del Parlamento o del Congreso; la estupidez del general, que siempre está librando “la penúltima guerra”. 

Los ejemplos son infinitos. O la estupidez de clase de la nobleza francesa antes de la Revolución; la estupidez suicida de gran parte de la historia española, incapaz de reconciliarse con la realidad o con el paso de las épocas, la estupidez de los efendis árabes, en su cerril egoísmo y en la traición a los humildes fellahin; la estupidez de los reaccionarios y de los anticuados, que impulsan la clandestinidad del vicio, en lugar de intentar su cura... Sí, la lista es interminable. 

Todo esto poco importaría si el estúpido sólo pudiera perjudicarse a sí mismo. Pero la estupidez es el arma humana más letal, la más devastadora epidemia, el más costoso lujo. El costo de la estupidez es incalculable. Los historiadores hablan de cielos, de la cultura de las pirámides y de la decadencia de Occidente. Tratan de ajustar a ciertas pautas los hechos amorfos, o niegan todo sentido y propósito al mundo y al devenir nacional. Pero no es barata simplificación afirmar que las diversas formas de la estupidez han costado a la humanidad más que todas las guerras, pestes y revoluciones. 

En los últimos años, los historiadores han comenzado a convenir en la idea de que el principio de las desgracias y de la decadencia de España debe ubicarse en el período inmediato al descubrimiento de América. Naturalmente, el descubrimiento no es la causa directa de esa decadencia (aunque don Salvador de Madariaga ha desarrollado en ingenioso ensayo las buenas razones por las cuales España NO debía haber respaldado la empresa de Colón), sino la estupidez de la codicia; es decir, la codicia del metal áureo. 

El examen atento del problema demuestra que la riqueza que España extrajo de Perú o de Méjico costó por lo menos diez veces más en vidas, y descalabró no sólo la economía española sino también la europea. Este sentimiento de codicia es anterior a España, y no ha desaparecido en los tiempos modernos. Hoy día, en que la mayor parte del oro mundial está guardado en los sótanos de Fort Knox, continuamos sufriendo el influjo del metal amarillo. ¿A cuántas familias, a cuántos individuos arruinó la estupidez del ansia de títulos, condecoraciones y ceremonias? 

En Versalles, en Viena o en El Escorial, ¿cuántos nobles hipotecaron sus propiedades y arruinaron el futuro de sus familias para gozar del favor del soberano? ¿Cuánto ingenio, esfuerzo y dinero se invirtió en la tarea de alcanzar esta o aquella distinción? ¿Cuántas obras maestras quedaron sin escribir mientras sus posibles autores hacían las visitas que son requisito de la elección a la Academia Francesa? ¿Cuánto dinero fue a parar a las arcas de los genealogistas para demostrar que tal o cual familia descendía de Hércules o del barón Smith? Quizás la forma más costosa de estupidez es la del papeleo. 

El costo es doble: la burocracia no solamente absorbe parte de la fuerza útil de trabajo de la nación, sino que al mismo tiempo dificulta el trabajo del sector no burocrático. Si se utilizara en textos escolares y libros de primeras letras un décimo del papel que consumen los formularios, Libros Blancos y reglamentaciones, se acabaría para siempre con el analfabetismo. Cuántas iniciativas frustradas, cuántas relaciones humanas destruidas a causa de la “insolencia de los empleados”, a causa del desarrollo múltiple y parasitario del papeleo. 

“La ley es el fundamento del mundo”, dice una antigua saga. Pero también, y con mucha frecuencia, la ley ha hecho el papel del tonto. En nuestros días, un juicio consume quizás menos tiempo que en la época de Dickens, pero cuesta cinco veces más. Los abogados viven sobre todo gracias a la estupidez de la humanidad; pero ellos mismos impulsan el proceso cuando ahogan en verborrea legal lo que es obvio, demoran lo deseable y frustran el espíritu creador. ¿Cuánto ha pagado la humanidad por la estupidez de la duda? 

Si hubiera sido posible introducir todas las invenciones útiles e importantes sin necesidad de luchar contra las argucias y la obstrucción del escepticismo estúpido (pues también hay, naturalmente, la duda sana y constructiva), habríamos tenido una vacuna contra la viruela mucho antes de Jenner, buques de vapor antes de Fulton y aviones décadas antes de los hermanos Wright. A veces la estupidez de la codicia y la estupidez de la duda se combinan en impía alianza (como en los casos en que una gran empresa compra la patente de una invención que amenaza su monopolio, y la archiva durante años, y quizás para siempre). ¿Y qué decir de la estupidez de la idolización del héroe? 

Es el fundamento de todos los gobiernos totalitarios. Ninguna nación, ni siquiera los alemanes, experimentan amor por la tiranía y la opresión. Pero cuando la estupidez del instinto gregario infecta la política, cuando la locura del masoquismo nacional se generaliza, surgen los Hitler, los Mussolini y los Stalin. Y quien crea que esto último constituye una simplificación excesiva del problema, que lea unas pocas páginas de Mein Kampf; que estudie los discursos de Mussolini o las declaraciones de Stalin. 

No hay una sola línea que sea aceptable para la inteligencia o el cerebro normal. La mayoría de los conceptos son tan absurda tontería, que incluso un niño de diez años podría advertir la falsa lógica y la absoluta vaciedad. Y sin embargo, ha sido y es el alimento diario de millones de seres humanos. Han creído, durante variables períodos de tiempo, que los cañones son mejores que la manteca, que cierto árido desierto africano podía resolver el problema de la sobrepoblación italiana, y que es provechoso al proletariado trabajar en beneficio de un imperialismo burocrático que se oculta tras la barba de Carlos Marx. 

¿Es necesario siquiera aludir al costo de esta estupidez masiva? Quince millones de muertos en una sola guerra, y destrucciones que no podrán ser compensadas ni en un siglo. En toda Alemania, ¿hubo alguien capaz de ponerse de pie para decirle a Hitler que era simplemente un imbécil? Hubo quienes lo calificaron de pillo, de loco, de soñador, (y algunos hay que todavía lo creen un genio), pero la estupidez era lo suficientemente profunda como para impedir que nadie hablara en voz alta. ¿Alguien se atrevió a decir a Mussolini que los italianos no estaban destinados a desempeñar el papel de nuevos romanos, y que un país podía prosperar sin necesidad de conquistas? 

Durante los últimos veinte años hemos pagado el precio de ese silencio, y continuaremos pagándolo durante las próximas dos generaciones, y quizás durante más tiempo aún. ¿Cuál es el costo de la credulidad, de la superstición, del prejuicio, de la ignorancia? Imposible pagarlo ni con todo el oro del universo. ¿Cuánto pagamos por las locuras del amor... o mejor dicho, por el gran número de imbecilidades que florecen alrededor del instinto amoroso? Olvídese por un instante el aspecto moral, y piénsese en la frustración, la tortura, el poder destructivo de los amores fracasados en el curso del tiempo. Por cada obra maestra de un amante afortunado, hubo un centenar de vidas desgraciadas, un millar de amores iniciados promisoriamente pero interrumpidos mucho antes de su fin lógico. 

Moliere y otros cien autores han zaherido al médico incapaz y estúpido, al farsante y al charlatán. Con todo el respeto que la noble profesión médica merece, diré que estos tipos humanos siempre existieron y siempre existirán. ¡Cuántas muertes provocaron las “curas milagrosas”, cuántos cuerpos arruinados por los “elixires”! Hoy más que nunca florece la fe ciega en las drogas “milagrosas” y en las terapias mentales. 

La existencia de los falsos médicos de la fe y de los anuncios en los diarios indios (en los que se ofrece curar, con el mismo producto, todas las enfermedades, desde los forúnculos a la lepra) demuestra que la estupidez humana no ha cambiado. Un tipo parecido de locura es el que hace la prosperidad del astrólogo y del palmista, del falso médium y del adivinador de la fortuna. Y cuando las actividades de estos individuos sólo se reflejan en las columnas de los diarios y en las ferias campesinas, podemos sonreír con tolerancia. 

Pero toda la estupidez y la superstición relacionada con la inútil búsqueda de medios que permitan al hombre penetrar el misterio de su propio futuro, y vincular con sus propias y minúsculas preocupaciones los movimientos de las estrellas, toda esta extraña mezcla de seudo ciencia y pura charlatanería ha provocado tragedias y desastres suficientes como para llegar a la conclusión de que su costo es uno de los más elevados en el balance final de la estupidez humana. De esto último hay sólo un paso a la recurrente histeria masiva sobre el fin del mundo, proclamado para hoy o para mañana. Quizás el agricultor ya no descuida sus campos, ni el artesano su banco de trabajo, como ocurría en siglos pasados, pero el plato volador, los ensueños alimentados por el género de la ciencia ficción, y las manías religiosas y de otro carácter promueven desastres periódicos. 

Éstas son sólo unas pocas manifestaciones de la estupidez humana, pero su costo total en vidas y en dinero alcanza cifras astronómicas. No pretendo insinuar que haya muchas posibilidades de que el costo disminuya. Pero aunque poco nos aprovechará para el futuro, deberíamos por lo menos no forjarnos ilusiones con respecto a nuestro pasado y a nuestro presente. Desde el principio del mundo hemos pagado el precio de nuestra estupidez, y continuaremos haciéndolo hasta que eliminemos, mediante explosiones, toda forma de vida de la superficie de la tierra... 

Este libro intenta presentar por lo menos las principales facetas de la estupidez a lo largo del desarrollo histórico y en nuestros propios días. No abriga la intención de deducir moralejas, y ni siquiera de sugerir remedios. Si bien es cierto que en Gran Bretaña a veces se condena a los delincuentes habituales a períodos de “educación correctiva”, a nadie se le ha ocurrido todavía obligar a los estúpidos a someterse a un curso de sabiduría, ni ha intentado suministrarles un mínimo de inteligencia. Gastamos millones en la fabricación de bombas atómicas, pero en todo el mundo los maestros son los trabajadores intelectuales peor pagados. 

La conclusión que de todo ello puede extraerse es tan obvia, que creemos mejor dejar que el lector llegue a ella por sí mismo. Entre las dos guerras en Europa Central existió un insulto favorito, que adoptaba la forma de una pregunta. Solía preguntarse: “Dígame... ¿duele ser estúpido?” 

Desgraciadamente, no duele. Si la estupidez se pareciera al dolor de muelas, ya se habría buscado hace mucho lo solución del problema. Aunque, a decir verdad, la estupidez duele... sólo que rara vez le duele al estúpido. Y ésta es la tragedia del mundo y el tema de esta obra.

Tabori, Paul - Historia de ... by Jhoel David Esquivel Vera


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"No hay nada más peligroso que un estúpido
con iniciativa y con poder".
Yanka