En sus orígenes, las pulperías vendían hortalizas, verduras, granos, café, azúcar, cecina, licores y jabones, además de herramientas, pero con el correr del tiempo incorporaron prácticamente de todo en sus espacios.
Estaban suficientemente abastecidas de productos importados de la mejor calidad y una de sus características era la limpieza y el uso de la balanza de dos platos con sus correspondientes pesas para que el cliente viera su compra bien pesada.
Eran uno de los canales de distribución más importantes de aquellos tiempos, tanto en Caracas como en el interior del país, brindando atención personalizada a sus clientes, crédito… ¡y hasta ñapa!
La «ñapa», aunque arraigada como un modismo venezolano, realmente viene de la palabra «lagniappe» del creole francés usado en Luisiana, a su vez una adaptación del quechua cuyo significado era «dar un poco más».
Por lo general, no disponían de caja registradora sino de una gaveta de madera instalada debajo del mostrador, con espacios separados para centavos, lochas y moneda fuerte; al llenarse, se vaciaba hacia un rincón del mostrador.
Este detalle no pasaba desapercibido para los muchachos y, los más osados, usaban una caña liviana a la que untaban cera para deslizarla, ante un descuido del pulpero, por alguna rendija hacia el rincón… ¡y alguna moneda se pegaba!
Una vez en poder de las monedas las gastaban en la propia pulpería, dándose un «atracón» de dulces y otras golosinas.
Basado en los estudios filológicos de Joan Corominas, autor de “Diccionario crítico etimológico de la lengua castellana» (1954) reduplicó lo que este había examinado acerca del término en cuestión, al que asoció con pulpa. Para ratificar este supuesto recordó el caso de Cuba, donde al vendedor de pulpa de tamarindo se le llamaba pulpero. No obstante, advirtió que era una designación muy reciente. No parecía muy común en tiempos de colonización y conquista, porque en tiempos del Antiguo Régimen los españoles no se dedicaban a la venta de pulpas de frutas y tampoco, las pulpas eran el artículo principal ofertado por las pulperías.
Lo cierto resulta ser su generalización en América. Rosenblat recordó que el Cabildo de Caracas estableció límites al funcionamiento de pulperías en Caracas. Para el 15 de marzo de 1599, al haber muchos pulperos en la ciudad, se impuso que debían funcionar sólo cuatro pulperías en ella. Durante el Antiguo Régimen hubo un gremio de pulperos. Los bodegueros y pulperos tuvieron importante actuación en algunos levantamientos civiles como en el de 1749 con la insurrección de Juan Francisco de León. En Los pasos de los héroes de Ramón J. Velásquez puso en evidencia que, los viajeros que visitaron Venezuela aludieron de alguna forma a las posadas, mesones y pulperías que se encontraron durante su estadía por el país.
Velásquez puso de relieve la diferencia entre bodega y pulpería. Mientras la primera se asoció con dependencias de categoría, las pulperías eran bodegas de poca monta e intercambio al menudeo, entre ellas mencionó las que funcionaron hasta el período gomecista dentro de las haciendas. Expresó que la pulpería fue toda una institución en Venezuela como las que se instalaron en tiempos de la Guipuzcoana o los almacenes que desarrollaron los alemanes en San Cristóbal, Puerto Cabello, Ciudad Bolívar y Caracas. El inmigrante que pisaba estas tierras le quedaban dos alternativas: “la guerra y el comercio”, de acuerdo con sus aseveraciones. Muchos inmigrantes pasaron de pulpero a bodeguero o almacenista, aunque con pocas posibilidades de ascenso social. “Uno de los pocos pulperos en saltar el mostrador hacia más altos destinos fue Ezequiel Zamora. En cambio, Rosete fue pulpero de mala ralea”.
Este mismo historiador indicó que la pulpería resultó ser el tiempo y un espacio para socializar. Ella fue lugar para el chismorreo e información de variedad de asuntos. Dentro de sus prácticas es posible ratificar el despliegue de un espacio público. En ella se ofertaba diversidad de bienes y también se conversaba de multiplicidad de cuestiones. En un espacio territorial de predominio rural, como la Venezuela decimonónica, se medía la distancia con la mediación de una pulpería a otra. La distancia se medía por cada diez horas de jornada a caballo. Este mismo historiador expresó que, junto a la pulpería estaba el corralón para la arria. Después de la cena, se presentaba un intermedio musical y artístico en que la copla era la invitada estelar. No faltaría el Guarapo, el cocuy, la menta o el malojillo, al interior de las pulperías.
El historiador Rafael Cartay, en su texto” Fábrica de ciudadanos. La construcción de la sensibilidad urbana” (Caracas 1870-1980), señaló que la vida caraqueña en las postrimerías del siglo XVIII se caracterizó por su sencillez y simplicidad. Citó a Arístides Rojas para ratificar que era una experiencia vital que podía resumirse con cuatro palabras: comer, dormir, rezar y pasear. Se comía en familia varias veces al día y en horarios distintos a los de ahora. A partir del mediodía hasta el final de la siesta, a las tres de la tarde, todas las puertas de las casas estaban cerradas y, tanto plazas como calles, se encontraban solitarias.
Cartay destacó que en casi todas las casas se rezaba el rosario, a las siete de la noche. Para inicios del siglo XIX el espacio público seguía siendo restringido. Cartay rememoró que Francisco Depons había observado una ciudad en la que no existían paseos públicos, ni liceos, ni salones de lectura ni cafés. Por eso subrayó que cada español vivía en una suerte de prisión, solo salía a la iglesia y a cumplir con obligaciones laborales. Sin embargo, las fiestas no sobraban, aunque monopolizadas por la iglesia.
Las diversiones de los sectores populares se reducían a las peleas de gallo, los toros coleados, los juegos de baraja y naipes y los encuentros en bodegas y pulperías donde sus asiduos visitantes se dedicaban a hablar de política, hablar de religión, hablar mal del prójimo y averiguar la vida ajena, según lo expresara Delfín Aguilera en 1908. Quizás, lo más importante de una aproximación a la historia de la ciudad por medio de la pulpería es que ofrece la oportunidad de visualizar cambios. Cambios que se fueron desplegando con el ensanchamiento del espacio público, aunque también permite apreciar la cotidianidad de un país cuando la ruralidad y sus inherencias fueron las dominantes.
Viajando por tu maravillosa América a veces me asaltan la vista rótulos de "pulpería", tras lo que vienen a mi mente restos de nostalgia infantil, recuerdos con sabor a leche de burra, pirulines y guayaba, así como de inocencia y candor, de épocas en que fuimos espontáneos y buenos. Por décadas anduve preguntando... "pulpería"... ¿de dónde y por qué la palabra?... Hasta que arribé a Coro un día y la bella Thania Castellanos (nombre de cantactriz), junto a la inteligente y maga Merlin Rodríguez, Directora de Patrimonio Cultural, fraternamente escoltadas ambas por la señorita Carolina Matheus, me depositó en manos un brillante libro de Rafael Ramón Castellanos Villegas, su padre, "Historia de la pulpería en Venezuela" (ISBN-980300-2325), que disipó mis interrogaciones.
Por causas que escaso conocemos, durante la Colonia hubo en América productos muy llamativos, como la pulpa de tamarindo, que entre otras era vendida en ciertos espacios de dispensa comunitaria a los que nombraban pulperías, las que además de sal, azúcar, legumbres, menestras, hígado para chanfaina, mondongo, olletas de lenguas, chorizo rancio de color ladrillo ––y de ‘figura desvergonzada’, dice en 1825 el iracundo y mordaz abogado dominicano Pedro Núñez de Cáceres–– incluían en su oferta al público billar, cantina, hospedaje, caneyes para caballos y mulas, además de aguardiente. En cierto instante las autoridades coloniales prohibieron que las pulperías atendieran a su público "tras las oraciones" (después de seis de la tarde) pues los escándalos y relajos interrumpían la santa noche, o vedaron servir a la vez a hombres y mujeres ––para que la cercanía física no se volviera excesivamente cercana–– o bien obligaron a sus dueños a atender tras una reja, de manera que la gente arribara exclusivamente a comprar, no a platicar. Estúpidas maneras de represión social que estilaron las autoridades reales y que copian siglos después hombres con mentalidad golpista que decretan toques de queda.
Castellanos ––autor adicionalmente de la biografía "Bolívar Coronado" en torno al compositor del famoso joropo Alma Llanera, de una zarzuela, de libros que atribuía a novelistas célebres y de reportajes de una guerra mundial que jamás conoció, así como de otros escritos bajo 600 seudónimos–– plantea varias opciones sobre el origen de "pulpería" pero se centra en dos mayormente posibles:
pulquería, que se corrompió y derivó luego a la otra palabra, aunque se descarta pues pulque sólo hay en México; y la más verosímil, que viene de "pulpa". Antes de la conquista, empero, ya existían pulperías en España, por lo que se deduce que el vocablo no es americano. Es interesante observar que en Centroamérica, según informantes, sólo Honduras emplea tal término para tal significado; no existe en el resto de países de la región.
El contenido referencial se complementa con el lingüístico, ya que con frecuencia se cita párrafos de época: las pulperías eran posadas donde se ofrecía medicamentos y "guruperas, ritrancos, pretales, enjalmas, frenos, mecates, arrias, cinchas, espuelas"…
El volumen citado se enriquece también con un maravilloso regalo para historiadores y autores de novela histórica: una larga lista de productos (con sus costos de entonces) que América importaba desde Europa hacia 1825 y que son toda una fuente de descripción comercial:
balduques, bayetas, reatas, calcetas, cotonas, lienzos (Fougeres, Royales, Choles), cuchillos, hachas, pistolas, vinos (de Málaga, Tudela, San Lúcar, claretes, Lucena, Moscatel), tinteros, baúles… Relatos de viajeros que cruzaron Sudamérica en todos los tiempos y que dejaron en libros y revistas su impresión sobre aquellos lares se suman al contenido de este brillante trabajo investigativo del Doctor Castellanos, hombre tan amante del libro y los libros que ha fundado tres librerías, siendo la última una "de viejo" (Gran Pulpería del Libro Venezolano) situada en Caracas y que cuenta en su catálogo con la nada despreciable cifra de 3.5 millones de ejemplares…
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Ahora voy a averiguar por qué a las pulperías las nombramos "truchas" (pequeñas tiendas).
Una librería suele ser un puente para acceder a muchos territorios. La Gran Pulpería del Libro Venezolano y el profesor Rafael Ramón Castellanos, respectivamente, fueron constructores de puentes para muchos coleccionistas quienes nutrieron sus patrimonios a través de las múltiples adquisiciones que hacía la librería gracias a sus redes (en una época cuando aún no existía Internet) y a la habilidad del profesor de negociar las mejores condiciones para sus amigos y clientes. No hay ninguna duda de que esta librería de títulos de segunda mano –librería de viejo, dicen en España– continúa como una de las más grandes del mundo y con mayor variedad de autores y obras. Si estuviera ubicada en México o Buenos Aires, se hallaría incluida en la magnífica serie que dirigió Jorge Carrión, Booklovers, disponible gratuitamente en el canal de la Fundación Caixa.
No recuerdo ningún momento de mi vida en que los libros no tuvieran presencia. Mi madre fue gran lectora; las vicisitudes que le tocó vivir acentuaron ese hábito. Entre mamá y yo se tejió una complicidad inquebrantable hacia la lectura y los libros y cuando cumplí dieciocho años ella fue a una librería de la que le habían hablado unas amigas, ubicada en el Pasaje Zingg, de Caracas, y me compró un extraordinario libro de fotografía. Dijo que el librero ‒una persona muy amable‒ se lo había recomendado y que la tienda, además, era tan particular, que apenas al verla entendería por qué debería conocerla; lo cual hice unas semanas después.
Una colección es también una obra. La Pulpería fue la obra máxima de un hombre de provincia que se dedicó a guardar la memoria de un país caribeño fragmentado por una historia convulsa de saltos y sobresaltos, una inestabilidad permanente donde aquellos objetos acumulados por años guardan las claves más profundas de nuestra identidad. A todos los que coleccionábamos, Castellanos nos guardaba pacientemente muchas piezas.
De humo, de piedra, de arcilla, de seda, de piel, de árboles, de plástico y de luz...
Un recorrido por la vida del libro y de quienes lo han salvaguardado durante casi treinta siglos.
Este es un libro sobre la historia de los libros. Un recorrido por la vida de ese fascinante artefacto que inventamos para que las palabras pudieran viajar en el espacio y en el tiempo. La historia de su fabricación, de todos los tipos que hemos ensayado a lo largo de casi treinta siglos: libros de humo, de piedra, de arcilla, de juncos, de seda, de piel, de árboles y, los últimos llegados, de plástico y luz.
Es, además, un libro de viajes. Una ruta con escalas en los campos de batalla de Alejandro y en la Villa de los Papiros bajo la erupción del Vesubio, en los palacios de Cleopatra y en el escenario del crimen de Hipatia, en las primeras librerías conocidas y en los talleres de copia manuscrita, en las hogueras donde ardieron códices prohibidos, en el gulag, en la biblioteca de Sarajevo y en el laberinto subterráneo de Oxford en el año 2000. Un hilo que une a los clásicos con el vertiginoso mundo contemporáneo, conectándolos con debates actuales: Aristófanes y los procesos judiciales contra humoristas, Safo y la voz literaria de las mujeres, Tito Livio y el fenómeno fan, Séneca y la posverdad…
Pero, sobre todo, esta es una fabulosa aventura colectiva protagonizada por miles de personas que, a lo largo del tiempo, han hecho posibles y han protegido los libros: narradoras orales, escribas, iluminadores, traductores, vendedores ambulantes, maestras, sabios, espías, rebeldes, monjas, esclavos, aventureras… Lectores en paisajes de montaña y junto al mar que ruge, en las capitales donde la energía se concentra y en los enclaves más apartados donde el saber se refugia en tiempos de caos. Gente común cuyos nombres en muchos casos no registra la historia, esos salvadores de libros que son los auténticos protagonistas de este ensayo.
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«Muy bien escrito, con páginas realmente admirables; el amor a los libros y a la lectura son la atmósfera en la que transcurren las páginas de esta obra maestra. Tengo la seguridad absoluta de que se seguirá leyendo cuando sus lectores de ahora estén ya en la otra vida». MARIO VARGAS LLOSA
«Vallejo ha decidido sabiamente liberarse del estilo académico y ha optado por la voz del cuentista, la historia entendida no como ristra de documentos citados, sino como fábula. Así para el lector común y corriente (a quien reivindicaba Virginia Woolf) es más conmovedor y más inmediato este encantador ensayo, por ser simplemente un homenaje al libro de la parte de una lectora apasionada». ALBERTO MANGUEL, Babelia, El País
«Parecen dibujos, pero dentro de las letras están las voces.
Cada página es una caja infinita de voces».
MIA COUTO, Trilogía de Mozambique
«Los signos inertes de un alfabeto se vuelven significados
llenos de vida en la mente.
Leer y escribir alteran nuestra organización cerebral».
SIRI HUSTVEDT, Vivir, pensar, mirar
«Me gusta imaginar lo pasmado
que se quedaría el bueno de Homero,
quienquiera que fuese, al ver sus epopeyas
en las estanterías de un ser tan inimaginable
para él como yo, en medio de un continente
del que no se tenía noticia».
MARILYNNE ROBINSON, Cuando era niña me gustaba leer
«Leer es siempre un traslado,
un viaje, un irse para encontrarse.
Leer, aun siendo un acto comúnmente sedentario,
nos vuelve a nuestra condición de nómadas».
ANTONIO BASANTA, Leer contra la nada
«El libro es, sobre todo,
un recipiente donde reposa el tiempo.
Una prodigiosa trampa con la que la inteligencia
y la sensibilidad humana vencieron
esa condición efímera, fluyente,
que llevaba la experiencia del vivir hacia la nada del olvido».
EMILIO LLEDÓ, Los libros y la libertad
PRÓLOGO
Misteriosos grupos de hombres a caballo recorren los caminos de Grecia. Los campesinos los observan con desconfianza desde sus tierras o desde las puertas de sus cabañas. La experiencia les ha enseñado que solo viaja la gente peligrosa: soldados, mercenarios y traficantes de esclavos. Arrugan la frente y gruñen hasta que los ven hundirse otra vez en el horizonte. No les gustan los forasteros armados.
Los jinetes cabalgan sin fijarse en los aldeanos. Durante meses han escalado montañas, han franqueado desfiladeros, han cruzado valles, han vadeado ríos, han navegado de isla en isla. Sus músculos y su resistencia se han endurecido desde que les encargaron esta extraña misión. Para cumplir su tarea deben aventurarse por los violentos territorios de un mundo en guerra casi constante. Son cazadores en busca de presas de un tipo muy especial. Presas silenciosas, astutas, que no dejan rastro ni huella.
Si estos inquietantes emisarios se sentasen en la taberna de algún puerto, a beber vino, comer pulpo asado, hablar y emborracharse con desconocidos (nunca lo hacen por prudencia), podrían contar grandes historias de viajes. Se han adentrado en tierras azotadas por la peste. Han atravesado comarcas asoladas por incendios, han contemplado la ceniza caliente de la destrucción y la brutalidad de rebeldes y mercenarios en pie de guerra. Como todavía no existen mapas de regiones extensas, se han perdido y han caminado sin rumbo durante días enteros bajo la furia del sol o las tormentas. Han tenido que beber aguas repugnantes que les han causado diarreas monstruosas. Siempre que llueve, los carros y las mulas se atascan en los charcos; entre gritos y juramentos han tirado de ellos hasta caer de rodillas y besar el barro. Cuando la noche les sorprende lejos de cobijo alguno, solo su capa les protege de los escorpiones. Han conocido el tormento enloquecedor de los piojos y el miedo constante a los bandoleros que infestan los caminos. Muchas veces, cabalgando por inmensas soledades, se les hiela la sangre al imaginar un grupo de bandidos esperándolos, conteniendo el aliento, escondidos en algún recodo del camino para caer sobre ellos, asesinarlos a sangre fría, robarles la bolsa y abandonar sus cadáveres calientes entre los arbustos.
Es lógico que tengan miedo. El rey de Egipto les ha confiado grandes sumas de dinero antes de enviarlos a cumplir sus órdenes a la otra orilla del mar. En aquel tiempo, solo unas décadas después de la muerte de Alejandro, viajar llevando una gran fortuna era muy arriesgado, casi suicida. Y, aunque los puñales de los ladrones, las enfermedades contagiosas y los naufragios amenazan con hacer fracasar una misión tan cara, el faraón insiste en enviar a sus agentes desde el país del Nilo, cruzando fronteras y grandes distancias, en todas las direcciones. Desea apasionadamente, con impaciencia y dolorosa sed de posesión, esas presas que sus cazadores secretos rastrean para él, haciendo frente a peligros ignotos.
Los campesinos que se sientan a fisgonear a la puerta de sus cabañas, los mercenarios y los bandidos habrían abierto los ojos con asombro y la boca con incredulidad si hubieran sabido qué perseguían los jinetes extranjeros.
Libros, buscaban libros.
Era el secreto mejor guardado de la corte egipcia. El Señor de las Dos Tierras, uno de los hombres más poderosos del momento, daría la vida (la de otros, claro; siempre es así con los reyes) por conseguir todos los libros del mundo para su Gran Biblioteca de Alejandría. Perseguía el sueño de una biblioteca absoluta y perfecta, la colección donde reuniría todas las obras de todos los autores desde el principio de los tiempos.
Siempre me asusta escribir las primeras líneas, cruzar el umbral de un nuevo libro. Cuando he recorrido todas las bibliotecas, cuando los cuadernos revientan de notas enfebrecidas, cuando ya no se me ocurren pretextos razonables, ni siquiera insensatos, para seguir esperando, lo retraso aún varios días durante los cuales entiendo en qué consiste ser cobarde. Sencillamente, no me siento capaz. Todo debería estar ahí —el tono, el sentido del humor, la poesía, el ritmo, las promesas—. Los capítulos todavía sin escribir deberían adivinarse ya, pugnando por nacer, en el semillero de las palabras elegidas para empezar. Pero ¿cómo se hace eso? Mi bagaje ahora mismo son las dudas. Con cada libro vuelvo al punto de partida y al corazón agitado de todas las primeras veces. Escribir es intentar descubrir lo que escribiríamos si escribiésemos, así lo expresa Marguerite Duras, pasando del infinitivo al condicional y luego al subjuntivo, como si sintiese el suelo resquebrajarse bajo sus pies.
En el fondo, no es tan diferente de todas esas cosas que empezamos a hacer antes de saber hacerlas: hablar otro idioma, conducir, ser madre. Vivir.
Después de todas las agonías de la duda, después de agotar los aplazamientos y las coartadas, una tarde calurosa de julio me enfrento a la soledad de la página en blanco. He decidido abrir mi texto con la imagen de unos enigmáticos cazadores al acecho de la presa. Me identifico con ellos, me gusta su paciencia, su estoicismo, sus tiempos perdidos, la lentitud y la adrenalina de la búsqueda. Durante años he trabajado como investigadora, consultando fuentes, documentándome y tratando de conocer el material histórico. Pero, a la hora de la verdad, la historia real y documentada que voy descubriendo me parece tan asombrosa que invade mis sueños y cobra, sin yo quererlo, la forma de un relato. Siento la tentación de entrar en la piel de los buscadores de libros en los caminos de una Europa antigua, violenta y convulsa. ¿Y si empiezo narrando su viaje? Podría funcionar, pero ¿cómo mantener diferenciado el esqueleto de los datos bajo el músculo y la sangre de la imaginación?
Creo que el punto de partida es tan fantástico como el viaje en busca de las Minas del Rey Salomón o del Arca Perdida, pero los documentos atestiguan que existió de verdad en la mente megalómana de los reyes de Egipto. Tal vez allá, en el siglo III a. C., fue la única y última vez que se pudo hacer realidad el sueño de juntar todos los libros del mundo sin excepción en una biblioteca universal. Hoy nos parece la trama de un fascinante cuento abstracto de Borges —o, quizá, su gran fantasía erótica—.
En la época del gran proyecto alejandrino, no existía nada parecido al comercio internacional de libros. Estos se podían comprar en ciudades con una larga vida cultural, pero no en la joven Alejandría. Los textos cuentan que los reyes usaron las enormes ventajas del poder absoluto para enriquecer su colección. Lo que no podían comprar, lo confiscaban. Si era preciso rebanar cuellos o arrasar cosechas para hacerse con un libro codiciado, darían la orden de hacerlo diciéndose que el esplendor de su país era más importante que los pequeños escrúpulos.
La estafa, por supuesto, formaba parte del repertorio de cosas que estaban dispuestos a hacer para conseguir sus objetivos. Ptolomeo III ansiaba las versiones oficiales de las obras de Esquilo, Sófocles y Eurípides conservadas en el archivo de Atenas desde su estreno en los festivales teatrales. Los embajadores del faraón pidieron prestados los valiosos rollos para encargar copias a sus minuciosos amanuenses. Las autoridades atenienses exigieron la exorbitante fianza de quince talentos de plata, que equivale a millones de dólares de hoy. Los egipcios pagaron, dieron las gracias con pomposas reverencias, hicieron solemnes juramentos de devolver el préstamo antes de que transcurrieran — digamos— doce lunas, se amenazaron a sí mismos con truculentas maldiciones si los libros no volvían en perfecto estado y a continuación, por supuesto, se los apropiaron, renunciando al depósito. Los dirigentes de Atenas tuvieron que soportar el atropello. La orgullosa capital de tiempos de Pericles se había convertido en una ciudad provinciana de un reino incapaz de rivalizar con el poderío de Egipto, que dominaba el comercio del cereal, el petróleo de la época.
Alejandría era el principal puerto del país y su nuevo centro vital. Desde siempre, una potencia económica de esa magnitud puede extralimitarse alegremente. A todos los barcos de cualquier procedencia que hacían escala en la capital de la Biblioteca se les sometía a un registro inmediato. Los oficiales de aduanas requisaban cualquier escrito que encontraban a bordo, lo hacían copiar en papiros nuevos, devolvían las copias y retenían los originales. Estos libros tomados al abordaje iban a parar a las estanterías de la Biblioteca con una breve anotación aclarando su procedencia («fondo de las naves»).
Cuando estás en la cima del mundo, no hay favores excesivos. Se decía que Ptolomeo II envió mensajeros a los soberanos y gobernantes de cada país de la tierra. En una carta sellada les pedía que se tomasen la molestia de enviarle para su colección sencillamente todo: las obras de poetas y escritores en prosa de su reino, de oradores y filósofos, de médicos y adivinos, de historiadores y todos los demás.
Además —y esta ha sido mi puerta de entrada a esta historia—, los reyes enviaron por los peligrosos caminos y mares del mundo conocido a agentes con la bolsa llena y órdenes de comprar la máxima cantidad posible de libros y de encontrar, allí donde estuvieran, las copias más antiguas. Ese apetito de libros y los precios que se llegaban a pagar por ellos atrajeron a pícaros y falsificadores. Ofrecían rollos de falsos textos valiosos, envejecían el papiro, fundían varias obras en una para aumentar su extensión e inventaban toda clase de hábiles manipulaciones. Algún sabio con sentido del humor se divirtió escribiendo obras bien amañadas, auténticos fraudes calculados para tentar la codicia de los Ptolomeos. Los títulos eran divertidos; podrían comercializarse hoy con facilidad, por ejemplo: «Lo que Tucídides no dijo». Sustiyamos a Tucídides por Kafka o Joyce, e imaginemos la expectación que provocaría el falsario al aparecer en la Biblioteca con las fingidas memorias y los secretos inconfesables del escritor bajo el brazo.
A pesar de las prudentes sospechas de fraude, los compradores de la Biblioteca temían dejar pasar un libro que pudiera ser valioso y arriesgarse a enfurecer al faraón. Cada poco tiempo, el rey pasaba revista a los rollos de su colección con el mismo orgullo con el que pasaba revista a los desfiles militares. Preguntaba a Demetrio de Falero, el encargado del orden de la Biblioteca, cuántos libros tenían ya. Y Demetrio lo ponía al día sobre la cifra: «Ya hay más de veinte decenas de millares, oh Rey; y me afano para completar en breve lo que falta para los quinientos mil». El hambre de libros desatada en Alejandría empezaba a convertirse en un brote de locura apasionada.
He nacido en un país y una época en que los libros son objetos fáciles de conseguir. En mi casa, asoman por todas partes. En etapas de trabajo intenso, cuando pido docenas de ellos en préstamo a las distintas bibliotecas que soportan mis incursiones, suelo dejarlos apilados en torres sobre las sillas o incluso en el suelo. También abiertos boca abajo, como tejados a dos aguas en busca de una casa que cobijar. Ahora, para evitar que mi hijo de dos años arrugue las hojas, formo pilas sobre el reposacabezas del sofá, y cuando me siento a descansar, noto el contacto de sus esquinas en la nuca. Al trasladar el precio de los libros al de los alquileres de la ciudad donde vivo, resulta que mis libros son unos inquilinos costosos. Pero yo pienso que todos, desde los grandes libros de fotografía hasta esos viejos ejemplares de bolsillo encolados que siempre intentan cerrarse como si fueran mejillones, hacen más acogedora la casa.
La historia de los esfuerzos, viajes y penalidades para llenar los estantes de la Biblioteca de Alejandría puede parecer atractiva por su exotismo. Son acontecimientos extraños, aventuras, como las fabulosas navegaciones a las Indias en busca de especias. Aquí y ahora, los libros son tan comunes, tan desprovistos del aura de novedad tecnológica, que abundan los profetas de su desaparición. Cada cierto tiempo leo con desconsuelo artículos periodísticos que vaticinan la extinción de los libros, sustituidos por dispositivos electrónicos y derrotados frente a las inmensas posibilidades de ocio. Los más agoreros pretenden que estamos al borde de un fin de época, de un verdadero apocalipsis de librerías echando el cierre y bibliotecas deshabitadas. Parecen insinuar que muy pronto los libros se exhibirán en las vitrinas de los museos etnológicos, cerca de las puntas de lanza prehistóricas. Con esas imágenes grabadas en la imaginación, paseo la mirada por mis filas interminables de libros y las hileras de discos de vinilo, preguntándome si un viejo mundo entrañable está a punto de desaparecer.
¿Estamos seguros?
El libro ha superado la prueba del tiempo, ha demostrado ser un corredor de fondo. Cada vez que hemos despertado del sueño de nuestras revoluciones o de la pesadilla de nuestras catástrofes humanas, el libro seguía ahí. Como dice Umberto Eco, pertenece a la misma categoría que la cuchara, el martillo, la rueda o las tijeras. Una vez inventados, no se puede hacer nada mejor.
Por supuesto, la tecnología es deslumbrante y tiene fuerza suficiente como para destronar a las antiguas monarquías. Sin embargo, todos añoramos cosas que hemos perdido —fotos, archivos, viejos trabajos, recuerdos— por la velocidad con la que envejecen y quedan obsoletos sus productos. Primero fueron las canciones de nuestras casetes, después las películas grabadas en VHS. Dedicamos esfuerzos frustrantes a coleccionar lo que la tecnología se empeña en hacer que pase de moda. Cuando apareció el DVD, nos decían que por fin habíamos resuelto para siempre nuestros problemas de archivo, pero vuelven a la carga tentándonos con nuevos discos de formato más pequeño, que invariablemente requieren comprar nuevos aparatos. Lo curioso es que aún podemos leer un manuscrito pacientemente copiado hace más de diez siglos, pero ya no podemos ver una cinta de vídeo o un disquete de hace apenas algunos años, a menos que conservemos todos nuestros sucesivos ordenadores y aparatos reproductores, como un museo de la caducidad, en los trasteros de nuestras casas.
No olvidemos que el libro ha sido nuestro aliado, desde hace muchos siglos, en una guerra que no registran los manuales de historia. La lucha por preservar nuestras creaciones valiosas: las palabras, que son apenas un soplo de aire; las ficciones que inventamos para dar sentido al caos y sobrevivir en él; los conocimientos verdaderos, falsos y siempre provisionales que vamos arañando en la roca dura de nuestra ignorancia.
Por eso decidí sumergirme en esta investigación. Al principio de todo, hubo preguntas, enjambres de preguntas:
¿cuándo aparecieron los libros? ¿Cuál es la historia secreta de los esfuerzos por multiplicarlos o aniquilarlos? ¿Qué se perdió por el camino, y qué se ha salvado? ¿Por qué algunos de ellos se han convertido en clásicos? ¿Cuántas bajas han causado los dientes del tiempo, las uñas del fuego, el veneno del agua? ¿Qué libros han sido quemados con ira, y qué libros se han copiado de forma más apasionada? ¿Los mismos?
Este relato es un intento de continuar la aventura de aquellos cazadores de libros. Quisiera ser, de alguna manera, su improbable compañera de viaje, al acecho de manuscritos perdidos, historias desconocidas y voces a punto de enmudecer. Quizá aquellos grupos de exploradores eran solo esbirros al servicio de unos reyes poseídos por una obsesión megalómana. Tal vez no entendían la trascendencia de su tarea, que les parecía absurda, y en las noches al raso, cuando se apagaban los rescoldos de la hoguera, mascullaban entre dientes que estaban hartos de arriesgar la vida por el sueño de un loco. Seguramente hubieran preferido que los enviasen a una misión con más posibilidades de ascenso, como sofocar una revuelta en el desierto de Nubia o inspeccionar el cargamento de las barcazas del Nilo. Pero sospecho que, al buscar el rastro de todos los libros como si fueran piezas de un tesoro disperso, estaban poniendo, sin saberlo, los cimientos de nuestro mundo.
Epílogo
Los olvidados, las anónimas
Un pequeño ejército de caballos y mulas se aventura cada día por las resbaladizas pendientes y quebradas de los montes Apalaches, con las alforjas cargadas de libros. Los jinetes de esa tropa son, en su mayoría, mujeres —amazonas de las letras—. Al principio, los lugareños del este de Kentucky, en sus valles aislados de los Estados Unidos y del resto del mundo, las observan con ancestral suspicacia. ¿Alguien en su sano juicio cabalgaría durante el frío invierno por ese territorio desprovisto de carreteras, tierra de caminos borrosos, frágiles puentes que se columpian sobre el abismo y lechos de arroyo donde las patas de los animales derrapan entre cataratas de guijarros? Aguzan la mirada, escupen con energía. En otros tiempos vieron llegar a forasteros llamados a trabajar en las minas o en los aserraderos, pero eso sucedió antes de la Gran Depresión. Desde luego, no están acostumbrados a la estampa siniestra de estas mujeres solas, jóvenes, con un alarmante aire de servir a remotas autoridades, merodeando como tramperos. Cuando llega una de ellas, pesa en el ambiente la presencia sombría de una amenaza. Las familias de los condados de la montaña sienten un miedo difuso, primario, a la llegada de extraños. Son pobres y temen a la autoridad tanto como a los criminales. Solo un tercio de esa buena gente rural sabe leer, pero incluso ellos se asustan cuando un desconocido enarbola un papel. Una deuda sin pagar, una denuncia malintencionada o un pleito incomprensible podrían arrasar sus escasas propiedades. Jamás lo admitirían, pero esas mujeres a caballo les inspiran temor. El miedo se convierte en sorpresa cuando las ven desmontar, abrir las alforjas y sacar —espanto y rechinar de dientes— libros.
El misterio se resuelve, y los lugareños no dan crédito. ¿De verdad? ¿Bibliotecarias a caballo? ¿Suministro literario? No acaban de entender la jerga extraña que utilizan las mujeres: proyecto federal, New Deal, servicio público, planes para favorecer la lectura. Empiezan a sentir alivio. Nadie menciona impuestos, tribunales o desahucios. Además, las jóvenes bibliotecarias tienen aspecto amistoso, parecen creer en Dios y en la bondad.
Combatir el desempleo, la crisis y el analfabetismo mediante amplias dosis de cultura sufragada por el Estado: ese era uno de los cometidos de la Work Progress Administration. En torno a 1934, cuando se concibió el proyecto, las estadísticas solo registraban un libro per cápita en el estado de Kentucky. En el empobrecido territorio montañoso del este, sin carreteras ni electricidad, era impensable poner en marcha un sistema de bibliotecas móviles en vehículos, que tanto éxito estaban alcanzando en otras zonas del país. La única alternativa era lanzar a las aguerridas bibliotecarias por las trochas de los Apalaches para que llevasen a cuestas los libros hasta los reductos más aislados. Una de ellas, Nan Milan, bromeaba diciendo que sus caballos tenían las patas más cortas en un lado que en otro, para no resbalar en los escarpados senderos de la sierra. Cada jinete recorría tres o cuatro rutas distintas cada semana, con trayectos de hasta treinta kilómetros por día. Los libros, procedentes de donaciones, se almacenaban en oficinas de correos, barracones, iglesias, juzgados o en viviendas particulares. Las mujeres, que tomaban su trabajo tan en serio como los infatigables carteros de la época, recogían los lotes en las distintas sedes y los distribuían por escuelas rurales, centros comunitarios y hogares campesinos. No faltaba la épica en sus cabalgadas solitarias:
los documentos recogen anécdotas de caballos reventados en medio de ninguna parte, ante lo cual las mujeres continuaban el camino a pie, acarreando la pesada alforja de mundos imaginarios. «Tráeme un libro para leer», era el grito de los niños que veían llegar a las forasteras. Aunque en 1936, el circuito alcanzaba a 50.000 familias y 155 escuelas, con un total de 8.000 kilómetros recorridos al mes, las bibliotecarias montadas de Kentucky apenas cubrían un décimo de las peticiones. Vencido el primer brote de desconfianza, los montañeses se habían transformado en ávidos lectores. En Whitley County, las porteadoras literarias encontraban comités de bienvenida de hasta treinta lugareños.
En cierta ocasión, una familia se negó a mudarse a otro condado porque allí no había servicio bibliotecario. Una vieja fotografía en blanco y negro muestra a una joven amazona leyendo en voz alta junto al catre de un anciano enfermo. La afluencia de libros mejoró la salud y los hábitos de higiene en la región —las familias aprendieron, por ejemplo, que lavarse las manos era mucho más efectivo para evitar cólicos que soplar humo de tabaco sobre una cucharada de leche—. Los adultos y los niños se enamoraron del sentido del humor de Mark Twain, pero el título más demandado con diferencia fue Robinson Crusoe. Los clásicos pusieron en contacto a los nuevos lectores con un tipo de magia que siempre se les había negado. Los escolares letrados los leían a sus padres analfabetos. Un joven dijo a su bibliotecaria: «Esos libros que nos trajiste nos han salvado la vida».
El programa empleó a casi mil bibliotecarias hípicas durante una década. La financiación terminó en 1943, el año de la disolución de la WPA, cuando la Guerra Mundial sustituyó a la cultura como antídoto frente al desempleo.
Somos los únicos animales que fabulan, que ahuyentan la oscuridad con cuentos, que gracias a los relatos aprenden a convivir con el caos, que avivan los rescoldos de las hogueras con el aire de sus palabras, que recorren largas distancias para llevar sus historias a los extraños. Y cuando compartimos los mismos relatos, dejamos de ser extraños.
Hay algo asombroso en el hecho de haber conseguido preservar las ficciones urdidas hace milenios. Desde que alguien narró por primera vez la Ilíada, las peripecias del viejo duelo entre Aquiles y Héctor en las playas de Troya nunca han caído en el olvido. Como escribe Harari, un sociólogo arcaico que hubiera vivido hace 20.000 años, bien pudiera haber llegado a la conclusión de que la mitología tenía muy pocas posibilidades de sobrevivir. Al fin y al cabo, ¿qué es un cuento? Una secuencia de palabras. Un soplo. Una corriente de aire que sale de los pulmones, atraviesa la laringe, vibra en las cuerdas vocales y adquiere su forma definitiva cuando la lengua acaricia el paladar, los dientes o los labios. Parece imposible salvar algo tan frágil. Pero la humanidad desafió la soberanía absoluta de la destrucción al inventar la escritura y los libros. Gracias a esos hallazgos, nació un espacio inmenso de encuentro con los otros y se produjo un fantástico incremento en la esperanza de vida de las ideas. De alguna forma misteriosa y espontánea, el amor por los libros forjó una cadena invisible de gente —hombres y mujeres— que, sin conocerse, ha salvado el tesoro de los mejores relatos, sueños y pensamientos a lo largo del tiempo.
Esta es la historia de una novela coral aún por escribir. El relato de una fabulosa aventura colectiva, la pasión callada de tantos seres humanos unidos por esta misteriosa lealtad: narradoras orales, inventores, escribas, iluminadores, bibliotecarias, traductores, libreras, vendedores ambulantes, maestras, sabios, espías, rebeldes, viajeros, monjas, esclavos, aventureras, impresores. Lectores en sus clubs, en sus casas, en cumbres de montaña, junto al mar que ruge, en las capitales donde la energía se concentra y en los enclaves apartados donde el saber se refugia en tiempos de caos. Gente común cuyos nombres en muchos casos no registra la historia. Los olvidados, las anónimas. Personas que lucharon por nosotros, por los rostros nebulosos del futuro.
Sumérgete en el apasionante mundo de la lectura con este encantador libro de Venezuela, diseñado especialmente para niños que están aprendiendo a leer en español. Con un enfoque sencillo, este libro de lectura utiliza colores para diferenciar las sílabas, y los diferentes sonidos del idioma, como la 'r', 'rr', 'l', 'll', 'ñ', y 'ch', al igual que con frases sencillas como: mi mama me mima. De esta manera, los niños podrán familiarizarse con estos sonidos y mejorar su comprensión lectora de manera gradual y divertida.
Al final del libro nuevo, encontrarás lecturas cortas y sencillas que permiten a los niños practicar lo aprendido, reforzando así sus habilidades de lectura y comprensión. Este es uno de los libros de lectura en español, que ofrece una experiencia de aprendizaje estimulante y gratificante para los niños en su camino hacia la fluidez lectora en español.
¡Una herramienta invaluable para padres y educadores que desean fomentar el amor por la lectura desde una edad temprana!"
Había una vez un monstruo llamado Babayán. Era grande y feroz, con una melena de león, el cuerpo de un oso gigante y un potente rugido que aterrorizaba a todos. ¿Qué sucede cuando Babayán sale mágicamente del mundo que conoce y se encuentra colgando de una estrella? ¿Podrá regresar a la tierra y comenzar una nueva vida? ¿Será posible que cambie? ¿Quién lo ayudará? Únete a Babayán en su viaje y conoce a las criaturas fantásticas que lo acompañan—algunos amigos, algunos enemigos— y descubre cómo Babayán empieza a cambiar.
Babayán y la Estrella Mágica, de Kiku Adatto,es un libro ilustrado para lectores de 5 a 9 años, y para leer en voz alta a los más pequeños. Sus temas de transformación, autodescubrimiento y el poder de la amistad atraerán a lectores de todas las edades.
GUÍA PARA MAESTROS Y PADRES DE FAMILIA
¡Cada niño es un filósofo!
Escrita por Michael Sandel y Kiku Adatto, esta Guía para maestros y padres de familia es pionera en sus formas de iniciar la imaginación moral y artística de los niños y su práctica en el razonamiento ético. Michael Sandel, filósofo mundialmente famoso y ganador del Premio Princesa de Asturias, adapta el modelo socrático y ofrece preguntas, proyectos y actividades para conectar la narración oral, la escritura, la lectura y el arte. La guía invita a los niños a interpretar, volver a contar, continuar la historia de Babayán con su propia voz y adaptarla a sus culturas y tradiciones locales. Al enfrentar problemas del mundo real, los niños pueden usar la historia de Babayán para discutir el poder del cambio y la superación de la adversidad y los desafíos.
El “Proyecto Babayán” es una iniciativa internacional de narrativa oral, artística y de alfabetización hecha por Kiku Adatto y Michael Sandel, profesores de la Universidad de Harvard. El proyecto se basa en la historia infantil “Babayán y la estrella mágica”, de Kiku Adatto.
El “Proyecto Babayán” anima a los niños a contar cuentos para descubrir y transformar el mundo.
Esta es una inspiradora historia, basada en la vida real del autor, sobre el poder de la imaginación y la fuerza de la determinación.
Cuando una terrible sequía asoló la pequeña aldea donde vivíaWilliam Kamkwamba,su familia perdió todas las cosechas y se quedó sin nada que comer y nada que vender.
William comenzó entonces a investigar en los libros de ciencia que había en la biblioteca en busca de una solución, y de este modo encontró la idea que cambiaría la vida de su familia para siempre:construiría un molino de viento.
Fabricado a partir de materiales reciclados, metal y fragmentos de bicicletas, el molino de William trajo la electricidad a su casa y ayudó a su familia a obtener el agua que necesitaba para sus cultivos. Así, el empeño y la ilusión del pequeño Willy cambió el destino de su familia y del país entero.
Si digo que los libros nos hacen creer que todo es posible, supongo que estaréis de acuerdo conmigo. Sin embargo, lo más probable es que lo primero que os venga a la cabeza sea alguna obra de ficción que os ha hecho viajar a mundos imaginarios y vivir aventuras increíbles. Pero no, esta vez no me estoy refiriendo a ese tipo de literatura, sino a esos otros libros, los de no ficción, que cuentan historias reales protagonizadas por personas extraordinarias. Es el caso de "El niño que domó el viento", escrito por su protagonista,William Kamkwamba, y el periodista Bryan Mealer.
Para entender la magnitud de la proeza de William Kamkwamba, hemos de ponernos en situación: una infancia en Malaui, un país africano dominado por la superstición, donde todos temen el poder del hechicero; una subsistencia sometida a las inclemencias meteorológicas y a las corruptelas del gobierno, que echan al traste la cosecha del año y condenan a la familia, y al pueblo entero, a la hambruna; una educación inaccesible para la mayoría de los niños, que no pueden pagar las tasas; una existencia sin electricidad, que les obliga a depender de las lámparas de queroseno, que los asfixian, y de la madera, a kilómetros de distancia y cada vez más escasa… Y en medio de tanta penuria, William Kamkwamba, un niño capaz de cambiar el destino de su familia y de su país gracias a su curiosidad e ingenio.
Decía antes que hay libros que nos hacen creer que todo es posible, y eso es lo que le ocurrió a William Kamkwamba cuando leyó Usar la energía: se propuso llevar la electricidad a su casa. Y le bastó rebuscar en un vertedero para construir un molino de viento y, así, mejorar la vida de su familia, primero, y de toda su comunidad, después. En"El niño que domó el viento"nos relata cada uno de los pasos que dio; la incomprensión de todos, al principio, y los fracasos y los contratiempos, que no le hicieron desistir. Y, por fin, el triunfo que los dejó a todos boquiabiertos; el primer triunfo de muchos más que vinieron luego y tantos otros que aún están por llegar.
William Kamkwamba nació el 5 de agosto de 1987, en Dowa, Malaui. En 2014 recibió su licenciatura en el Dartmouth College, en Hanover, donde terminó sus estudios de Ingeniería. También es inventor, escritor y autobiógrafo.
La historia real
La película dirigida por Chiwetel Ejiofor,se basa en la historia verídica de William Kamkwamba. Él se hizo conocido mundialmente por su invención y se formó ingeniero en la Universidad de Dartmouth. Ante la falta de víveres en su pueblo, William Kamkwamba, inspirado en un libro de ciencia ficción, inventó un sistema de captación de energía eólica, lo que posibilitó bombear agua para el cultivo de alimentos en la sequía.
En 2001, William Kamkwamba logró salvar a su pueblo de la hambruna. Lo hizo construyendo un molino de viento capaz de generar energía eólica, sirviéndose de una simple bicicleta, de las partes oxidadas de un viejo tractor y de los manuales básicos de ingeniería que encontró en la biblioteca de su escuela en Malawi, de la que sería expulsado cuando su familia de agricultores dejó de poder pagarla.
William creó el aerogenerador empleando árboles de goma azul, piezas de bicicleta y materiales recolectados en un desguace local. Ciertamente, el joven ya tenía experiencia en electrónica porque, en un intento por ganarse la vida, montó un pequeño negocio en su aldea reparando radios. No ganaba mucho dinero con esta iniciativa, era muy joven, pero la experiencia le vino como anillo al dedo cuando decidió ponerse manos a la obra por extrema necesidad: crear el aerogenerador.
La historia de Kamkwamba circuló por medio mundo gracias a una entrevista realizada por The Daily Show el 7 de octubre de 2009. En ella, se comparaba a este joven con el famoso protagonista de la serie MacGyver, debido a su impresionante ingenio científico. Más adelante, al irse haciendo más conocido, se le invitó a la reunión introductoria de “Google Science Fair 2011”, como ponente invitado. Llama la atención que la revista TIME incluye a Kamkwamba entre las “30 personas menores de 30 años que cambiaron el mundo”.
"El niño que domó el viento" tuvo una infancia conectada a la naturaleza, pero no exenta de dificultades. Para sobrevivir y hacer frente a la pobreza, pronto tuvo que abandonar la escuela. Sus padres no podían pagarla. Pero su afán por adquirir conocimientos no lo detuvo pese a la inclemencia de una vida que se planteaba adversa. Aun así, William no perdió su deseo de saciar sus inquietudes, por lo que acudía cada vez que podía a la biblioteca para hacer lo que más le gustaba: leer libros. Su pasión no era otra que aprender.
Hay una línea interesante, rara vez vista en pantalla, de tradición y modernidad en África rural, de padres que evitan deliberadamente lo que perciben como sistemas de creencias pasados del pasado para alentar el progreso. No quieren confiar en orar por la lluvia para salvar sus cultivos; Ellos quieren pragmatismo en su lugar. También se refleja en el deseo de educación para que los niños puedan salir de su aldea, determinando que no enfrentarán dificultades similares a las de los adultos.
Fue gracias a uno de estos libros de ciencia ficción que leyó, titulado “Using Energy” (Utilizar la energía), lo que hizo que un joven de 14 años descubriera un mundo y ayudó a su aldea. Decidió aventurarse a crear un aerogenerador, inventando un sistema de captación de energía eólica, para bombear agua y lograr así cultivar alimentos.
La salvación llegó cuando su familia y vecinos de la zona apenas podían comer una vez al día, cuando el futuro era del todo incierto. William creó electricidad para toda su aldea y, gracias a esta gesta, suministrar agua a sus habitantes.
Y de nuevo, William volvió a reinventarse porque su objetivo en la vida es claro: nunca rendirse. Tras hacerse famoso su invento, trató con diversas empresas su idea para poder frenar la hambruna en su país. Más tarde se decidió a escribir su biografía, pero la historia no acabó ahí, en la actualidad ya tiene su título de ingeniero y todo gracias a su tesón y altura de miras, aprovechando las invitaciones a conferencias y la fama con su invento para continuar con sus estudios y seguir aprendiendo.
"A donde sea que vayas. Ve a la escuela".
“No tengas miedo de fallar.
Nunca vas a saber lo que vas a perder si no lo intentas”.
“La democracia es como la yuca importada. Se pudre rápido”.
"Dios es como el viento, que todo lo toca".
La esperanza está por encima de la adversidad.
La superación de los obstáculos debe ser siempre más fuerte que los impedimentos o inconvenientes.
Las pequeñas acciones de la mano de la perseverancia y la confianza en uno mismo pueden salvar a las personas.
Cuando no hay nada que perder hasta lo más alocado cobra sentido.
Es necesario madurar para sostenerse por uno mismo.
Hay que saber ceder de lo nuestro (la bicicleta), cuando hay un bien mayor (mejorar la calidad de vida de la comunidad).
Es importante conseguir metas, sueños que van más allá de lo establecido.
A veces hay que dejar todo de lado (la insuficiente ayuda exterior, la falta de medios económicos, la indiferencia de los gobiernos que dejan morir de hambre a su gente, los métodos conocidos, una visión cortoplacista) para usar el ingenio y la educación.
La unión de una comunidad, de un pueblo es la base para resolver los problemas.
El orgullo, la terquedad, la cerrazón no nos llevan a ningún lado.
Debemos saber ponernos en la situación de los otros, abrir nuestros ojos y mente a otras culturas, costumbres y saber lo que están dispuestos a hacer para sobrevivir.
Los grandes logros poco y nada tienen que ver con el dinero.
El acceso universal a la educación gratuita es clave para el desarrollo de los pueblos.
En la vida hay que correr riesgos.
El verdadero amor por el ser humano nos hace luchar unos por otros.
Creo en el Dios de Jesús y de María, el Dios de los bienaventurados, sencillos y sabios humildes como Abraham y Sara; Isaac y Rebeca; Jacob y Raquel. Y no el de los expertos racionalistas e ideologistas teólogos y entendidos escribas de todos los tiempos, El Mismo JesuCristo nunca los eligió ni como apostóles ni como discípulos. Ni antes ni ahora. Soy Venezolano, Maracucho/Maracaibero, Zuliano y Paraguanero, Falconiano; Soy Español, Gallego, Coruñés e Fillo da Morriña; HISPANOAMÉRICANO; exalumno marista y salesiano; amigo y hermano del mundo entero.
La Línea Editorial de este Rincón es la Veracidad y la Independencia imparcial.
¡¡¡ Que El Señor de La Comunicación, de La Amistad, de La Paz con Justicia, te bendiga, te guarde, te proteja, siempre... AMÉN !!! ________________________________
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#YoTambiénSoyCristianoPerseguido
#NoEstánSolos: Ya estamos hartos de que los criminales exterminen a los cristianos solo por su fe. Ha llegado la hora de movilizarse y defenderlos. Basta de cobardía. Se valiente y osado frente a los asesinos y defiende con ardor tu fe y a los que son perseguidos por la horda. Coloca en tu página el símbolo creado por el movimiento en defensa de los cristianos perseguidos para la campaña mundial que se ha iniciado para que no nos olvidemos de todos aquellos que están siendo perseguidos y masacrados por ser cristianos. El símbolo del centro es la letra N del alfabeto árabe, con la que los yihadistas están marcando las casas de los Nazarenos, que es como ellos llaman a los cristianos. Juntos hagamos que no se olviden aquellos hermanos perseguidos en todo el mundo por amar a su Dios. #NoEstanSolos #PrayForthem #ن #YoTambiénSoyCristianoPerseguido #Iglesia #Kenya #Siria #Irak #Afganistán #ArabiaSaudí #Egipto #Irán #Libia #Nigeria #Pakistán #Somalia #Sudán #Yemen y otros...
EL SILENCIO CULPABLE
QUE LA LUZ BRILLE SOBRE TI, TIERRA FÉRTIL #SOSVENEZUELA
VENEZUELA UN PAÍS PARA QUERER Y PARA LUCHAR
“Nací y crecí en un lugar donde dicen ” Pa’lante es pa’llá”, donde se pide la bendición al entrar, al salir, al levantarte y al acostarte, donde se comen arepas, cachapas y espaguetti con diablito, donde se menea el whisky con el dedo, donde se respira alegría aún en las adversidades, donde se regalan sonrisas hasta a los extraños, donde todos somos panas, donde aguantamos chalequeos, donde se trata con cariño sincero, donde los hijos de tus amigos son tus sobrinos, donde la gente siempre es amable, donde los problemas se arreglan hablando y tomando una cervecita, donde no se le guarda rencor a nadie y donde nadie se molesta por tonterías, donde hasta de lo malo se saca un chiste, donde besamos y abrazamos muchísimo, donde expresamos con cariño nuestros sentimientos, donde hay hermosas playas, ríos, selvas, montañas, nieve, llanos, sabana y desierto, un país de gente bella, cariñosa y alegre donde se mezclaron armoniosamente las razas, donde el extranjero se siente en casa y donde siempre encontramos cualquier motivo para celebrar con los amigos. Nací y crecí en VENEZUELA, me siento orgulloso de ser venezolano y seguiré manteniendo mi espíritu venezolano en cualquier lugar del mundo”
¡NO TE RINDAS!
♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥ Si la angustia te seca, si la ansiedad te asfixia, si la tristeza te ahoga, si el pesimismo te ciega... llora, grita, comunícate, exterioriza tu dolor.... pero JAMÁS te rindas.
Levanta tu mirada, respira hondo... ¡LUCHA..! amig@...lucha ... PORQUE Sí hay salida. Sí hay sentido. Sí hay ESPERANZA. Levanta tus manos y pide ayuda.
No te des por vencid@...y poco a poco verás La Luz. NO te rindas amig@, lucha. NO ESTÁS SOL@.
PORQUE VERÁS QUE SÍ VALIÓ LA PENA... ♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥
LA FUERZA INVENCIBLE DE LA FE
¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡
"Ya veis que no soy un pesimista, ni un desencantado, ni un vencido, ni un amargado por derrota alguna. A mí no me ha derrotado nadie, y aunque así hubiera sido, la derrota sólo habría conseguido hacerme más fuerte, más optimista, más idealista, porque los únicos derrotados en este mundo son los que no creen en nada, los que no conciben un ideal, los que no ven más camino que el de su casa o su negocio, y se desesperan y reniegan de sí mismos, de su patria y de su Dios, si lo tienen, cada vez que le sale mal algún cálculo financiero o político de la matemática de su egoísmo.
¡Trabajo va a tener el enemigo para desalojarme a mi del campo de batalla! El territorio de mi estrategia es infinito, y puedo fatigar, desconcertar, desarmar y doblegar al adversario, obligándolo a recorrer por toda la tierra distancias inmensurables, a combatir sin comer, ni beber, ni tomar aliento, la vida entera; y cuando se acabe la tierra, a cabalgar por los aires sobre corceles alados, si quiere perseguirme por los campos de la imaginación y del ensueño. Y después, el enemigo no podrá renovar su gente, por la fuerza o por el interés., que no resisten mucho tiempo, y entonces, o se queda solo, o se pasa al amor, que es mi conquista, y se rinde con armas y bagajes a mi ejército invisible e invencible...."
(Fragmento de una página del discurso de Joaquín V. González "La universidad y alma argentina" 1918). ¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡
COMBATE Y DENUNCIA A LOS PEDÓFILOS (PEDERASTAS)
SEÑOR, TE PEDIMOS QUE PROTEJAS A L@S NIÑ@S, TE LO PEDIMOS EN EL NOMBRE DE JESÚS. AMÉN. ¡Ay de aquel que escandalice a uno de estos pequeñitos! Mejor le fuera que le ataran al cuello una piedra de molino y lo arrojaran al mar, que hacer tropezar a uno de estos pequeñitos....... Lc 17,1-2 -- ÚNETE Y DENUNCIA --
SI LOS MEDIOS CALLAN, EL PUEBLO GRITA...
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SOMOS ANTI-OBSOLESCENCIA: NUESTRA CALIDAD TIENE VALOR
OBSOLESCENCIA ES LA planificación o programación del fin de la vida útil de un producto o servicio de modo que este se torne obsoleto, no funcional, inútil o inservible tras un período de tiempo calculado de antemano, por el fabricante o empresa de servicios, durante la fase de diseño de dicho producto o servicio, nos conduce al CONSUMISMO exacerbado, por culpa de algo evitable, destruimos recursos, planeta y dinero por algo que podríamos tener durante mucho tiempo.