EL Rincón de Yanka: "CHARLIE KIRK: EL ASESINATO DE LA PALABRA": LOGOCIDIO 💥 y "CLAUDICAR ANTE LA AUTOCENSURA" por GUADALUPE SÁNCHEZ

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sábado, 4 de octubre de 2025

"CHARLIE KIRK: EL ASESINATO DE LA PALABRA": LOGOCIDIO 💥 y "CLAUDICAR ANTE LA AUTOCENSURA" por GUADALUPE SÁNCHEZ


Claudicar ante la autocensura

«La palabra ha dejado de ser un vehículo de libertad para convertirse en un sinónimo de sumisión. O dices lo que el poder quiere escuchar o serás triturado»

En España disentir ya no es un derecho: es una condena. El que se atreve a salirse del guion gubernamental pasa a ser presa de linchamiento. No hablamos de críticas normales: hablamos de campañas orquestadas desde ministerios, tertulias sincronizadas y jaurías digitales dispuestas a devorarte en cuestión de horas. Lo ha comprobado Perico Delgado, convertido en enemigo público por atreverse a señalar lo evidente en plena retransmisión en RTVE de la Vuelta ciclista. El mismo coro que aplaude la violencia callejera exige ahora su cabeza como si opinar fuese un crimen de lesa patria. Lo ha sufrido también el cirujano Diego González Rivas, que por responder con honestidad que votó a Núñez Feijóo ha acabado siendo linchado en la plaza pública virtual. Cuesta admitirlo, pero vivimos en un país donde ya no se puede opinar sin que la turba te destroce.

Que nadie crea que se trata de una anécdota: es el método. El Gobierno señala, los medios amplifican y las redes ejecutan. El resultado es un clima de miedo donde el ciudadano aprende rápido la lección: calla si no quieres problemas. Guardas silencio para sobrevivir. La palabra ha dejado de ser un vehículo de libertad para convertirse en un sinónimo de sumisión. O dices lo que el poder quiere escuchar o serás triturado.
La autocensura no sólo consiste en callar, sino también en arrodillarse. Lo vimos en la Universidad de Salamanca, que canceló la charla de una israelí y la sustituyó por la de una palestina para contentar a los radicales. No defendió el pluralismo ni la libertad académica: se humilló. El templo del saber, del debate y del discernimiento propio convertido en una cobarde meretriz gubernamental. Ese es el nivel de la cobardía institucional en España.

Al otro lado del Atlántico, el panorama muestra otra cara de la misma enfermedad. Tras el asesinato a sangre fría de Charlie Kirk, varios empleados —desde pilotos hasta médicos o funcionarios— han perdido su trabajo por publicar en redes su entusiasmo por el crimen. Entiendo que las empresas eviten el daño reputacional y no quieran que sus marcas se manchen de sangre. Comparto también que ningún derecho, ni siquiera la libertad de expresión, es absoluto. Será a los tribunales a quienes corresponda decidir en cada caso si se ha cruzado el límite.
Pero les confieso que, personalmente, agradezco que lo digan en voz alta. Prefiero mil veces que el enemigo se quite la máscara a que siga disfrazado de ciudadano ejemplar. 

Hannah Arendt lo explicó con claridad: el mal puede ser banal, cotidiano, ejecutado sin remordimientos por gente corriente. Y ver a algunas personas celebrar la muerte del prójimo por una mera cuestión ideológica es, además de nauseabundo, revelador. Gracias a su arrogancia y a su ausencia de empatía sabemos quiénes son. Sabemos exactamente quién estaría dispuesto a cancelarnos civilmente por disentir o incluso a matarnos.

«La autocensura nos mutila como individuos y nos degrada como sociedad. Nos roba el derecho a expresar ideas legítimas»

Por eso lo prefiero así: con nombres, apellidos y rostro. Mejor quienes se atreven a mostrar públicamente lo que piensan —y a asumir las consecuencias— que los cobardes parapetados tras perfiles anónimos en redes sociales, vomitando odio y arengando expresamente a la violencia sin dar la cara. Que quede claro que son ellos quienes justifican el terror mientras se envuelven en discursos de «tolerancia».
La autocensura nos mutila como individuos y nos degrada como sociedad. Nos roba el derecho a expresar ideas legítimas y nos priva de saber quién es quién, de ver a cada cual tal y como es. Pero, sobre todo, nos convierte en súbditos del poder: obedientes, temerosos, incapaces de sostener lo que pensamos. 
Rechazar la autocensura no es solo defender un derecho fundamental, es asumir la responsabilidad de mostrarnos a través de nuestras palabras y aceptar las consecuencias. Obedecer al miedo es la forma de servidumbre más vil: la autoimpuesta.


Charlie Kirk: 
el asesinato de la palabra

«Qué casualidad que siempre son las mismas ideas las que quedan fuera del perímetro de la respetabilidad: las que desafían y confrontan al progresismo»

 Da igual si estabas de acuerdo con Charlie Kirk, con algunas de sus ideas o con ninguna. Lo fundamental es que Kirk representaba algo que hoy resulta insoportable para quienes se autoproclaman guardianes de la «tolerancia»: la palabra como herramienta de confrontación política. Su asesinato, y lo que es aún más grave, la justificación y hasta la celebración del mismo por parte de sectores de la izquierda global, constituye un salto cualitativo en la sustitución del debate por la violencia. No estamos ante un crimen político más, sino ante el síntoma inequívoco de que la izquierda posmoderna ya no se conforma con censurar o cancelar: aspira a eliminar físicamente a quienes le discuten el monopolio del discurso.

Para lograr ese objetivo, no han dudado en manipular, tergiversar o inventar. Incapaces de debatir con la literalidad de los argumentos de Kirk, se han dedicado a descontextualizarlos hasta convertirlos en caricaturas, cuando no en burdas falsificaciones. A Kirk lo mataron dos veces: primero disparando contra su cuerpo, después asesinando su reputación. Construyeron el espantajo del «ultraderechista racista y homófobo» para justificar que su vida valía menos, que no todas las ideas son respetables y que la violencia contra determinadas personas es no solo comprensible, sino incluso necesaria.

Qué casualidad que siempre son las mismas ideas las que quedan fuera del perímetro de la respetabilidad: las que desafían y confrontan al progresismo. La izquierda ha erigido la tolerancia en su coartada preferida, pero solo como excusa para imponer pensamiento único. Al mismo tiempo que canonizan la autodeterminación de género o la fragmentación identitaria, demonizan cualquier disidencia que ose cuestionar su pretendida hegemonía cultural. El resultado es una paradoja obscena: se condena a la hoguera mediática al que defiende la libertad de expresión, mientras se blanquean ideologías incompatibles con la dignidad humana.

Porque ahí está la incongruencia: quienes celebran la ejecución de un brillante y persuasivo polemista conservador no tienen empacho en justificar doctrinas totalitarias como el comunismo. La humanidad desterró al nazismo y al fascismo a la fosa séptica de la infamia, pero la izquierda rescató al comunismo para barnizarlo con un aura de intelectualidad perversa y arrogarse una superioridad moral de la que carece. Nadie reivindica a Hitler o Goebbels sin ser señalado como un monstruo. Pero citar a Marx, ondear la bandera soviética o relativizar las matanzas de Mao otorga prestigio entre la élite de las universidades occidentales.

El asesinato de Kirk, y lo que revela en su celebración, es la constatación de que el pluralismo político, pilar de la democracia occidental, agoniza. En lugar de argumentos, hay balas. En lugar de adversarios políticos, enemigos a exterminar. En lugar de respeto a la disidencia, odio visceral al discrepante. Y, sin embargo, de este horror puede nacer una oportunidad: la de abrirle los ojos a quienes todavía se niegan a ver el verdadero rostro del movimiento woke. Su máscara ha caído. Festejar la ejecución a sangre fría de un padre de familia cuya pasión era debatir demuestra lo que muchos se habían negado a ver: cuando pierden terreno en las urnas, están dispuestos a dinamitar las reglas de convivencia más elementales.

Por eso este execrable crimen no debe ser entendido solo como el final trágico de un hombre, sino como una llamada de alerta. La política no es el simple arte de la gestión: es, sobre todo, el terreno en el que se libra una batalla ideológica, cultural y social que no admite equidistancias. Si queremos preservar la libertad, la dignidad y la vida como ejes nucleares de la convivencia, habremos de combatir sin complejos a quienes las atacan, pero no en su terreno de juego, que es el de la violencia, sino en aquel otro en el que temen comparecer: el de las ideas, el del debate, el de la confrontación abierta y sin miedo.

Nuestra victoria será la de Charlie Kirk. La victoria de quienes no claudican ante el terror, de quienes no consienten que las balas vuelvan a ocupar el espacio reservado a las ideas, de quienes entienden que rendirse en la batalla cultural equivale a entregar sin lucha el último bastión de la democracia.

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