EL Rincón de Yanka: LA AVERSIÓN AL LIBERALISMO TRAVESTIDA DE FE: SÍNTOMAS, BROTES Y DELIRIOS por JAVIER BENEGAS

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viernes, 5 de diciembre de 2025

LA AVERSIÓN AL LIBERALISMO TRAVESTIDA DE FE: SÍNTOMAS, BROTES Y DELIRIOS por JAVIER BENEGAS


LA AVERSIÓN AL LIBERALISMO 
TRAVESTIDA DE FE:
SÍNTOMAS, BROTES Y DELIRIOS


Hay una corriente creciente en ciertos círculos católicos que se ha especializado en combatir al liberalismo con una mezcla muy española de solemnidad, gesticulación moral y un conocimiento más bien escaso de lo que dice realmente la tradición liberal. El artículo * "Liberalismo y fe", de Julio Llorente, tan aplaudido en esos ámbitos, es solo la punta visible de un fenómeno más amplio: la crítica al liberalismo hecha desde una caricatura que se parece al liberalismo tanto como un mapa del tesoro dibujado por un niño se parece a una carta de navegación. Que tantos lo hayan celebrado revela, más que una victoria intelectual, una metodología: la de apagar la luz antes de entrar en la habitación y describir lo que uno cree ver allí dentro.

Lo relevante no es el texto en sí, sino el entusiasmo con que muchos lo han difundido como si ofreciera una refutación decisiva. Se podría pensar que algo tan celebrado escondería un análisis riguroso del liberalismo, o una comprensión profunda de su historia intelectual. Pero lo que encontramos es otra cosa: un liberalismo imaginario que funciona de maravilla como adversario, siempre y cuando el lector no haya leído a Constant, ni a Tocqueville, ni a Berlin, ni a Hayek, ni a Smith más allá de un par de citas de sobremesa. Cuando uno lee que el liberalismo pretende ofrecer una visión del “cosmos”, no puede evitar imaginar a Benjamin Constant y a Isaiah Berlin escupiendo su té en la otra vida.
La crítica al liberalismo que ciertos sectores de la derecha celebran no combate una filosofía política real. Combate un espejismo útil, un muñeco de barro construido para justificar un regreso a formas de autoridad que la tradición cristiana siempre temió
El patrón es siempre el mismo. Primero se construye un liberalismo de laboratorio, casi un meme, una especie de doctrina total que pretende explicar la existencia entera. Después, se acusa a esa construcción artificial de competir con la fe o de minar la moral cristiana. Y finalmente se celebra la victoria. Pero vencer a un muñeco de barro no requiere demasiado esfuerzo. Solo requiere que la audiencia quiera creer, por comodidad o por afinidad tribal, que ese muñeco es el liberalismo. Es el tipo de ejercicio intelectual que consiste en mirar un semáforo ponerse en rojo y acusarlo de abuso de poder.

De ahí surge el gran malentendido, el mostrenco error intelectual: confundir la neutralidad política con la indiferencia moral. Muchos de los que han aplaudido el artículo repiten con convicción la idea de que el liberalismo obliga al creyente a renunciar a la verdad, a su telos, a su compromiso moral. Esto es falso, pero, claro, tiene algo de poético: imaginar al liberalismo como un fantasma relativista que exige al católico dejar su fe en el perchero antes de entrar en la vida pública. Lo cierto es que el liberalismo no exige indiferencia, sino limitación de la coacción. No dice “todo da igual”; dice “tu bien no debe imponerse por la fuerza, y el del vecino tampoco”. La mayoría de los santos, por cierto, vivieron conforme a esta distinción, probablemente porque entendían que evangelizar no es lo mismo que legislar una conversión obligatoria.

Tampoco ayuda que muchos de los entusiastas de esta nueva moda antiliberal hayan decidido instalarse intelectualmente en Hobbes, como quien decide mudarse a un edificio antiguo sin ascensor y luego culpa a la arquitectura moderna de que ha de subir por las escaleras cargado con la compra de Mercadona. Todo se reduce a una definición de libertad como “ausencia de impedimentos”, ¡como si no hubieran pasado tres siglos de teoría política!, y como si Berlin no hubiera afinado el concepto definiendo la libertad negativa como ausencia de coacción, Hayek no hubiera explicado que el enemigo es la autoridad arbitraria y no la ley justa, y Oakeshott no hubiera insistido en que la libertad moderna es un espacio civil, no una moral de diseño. Pero nada de esto suele aparecer en los textos compartidos con fervor; lo que aparece es una versión de la libertad negativa escrita en 1670.

Esta tendencia tiene otro rasgo inquietante: convertir la moral personal en arquitectura política. Muchos de los que celebran la crítica creen sinceramente que si el Estado no impone un telos sustantivo, entonces la sociedad cae en la disolución. Desde esa perspectiva, el liberalismo no sería lo que es, prudencia política, sino nihilismo. Y la neutralidad estatal no sería una técnica que preserva la convivencia, sino un síntoma de decadencia espiritual. El error de bulto es que esto ignora algo esencial: el liberalismo no renuncia al bien; renuncia a imponerlo por medios coercitivos.

Se ignora, incluso, que la tradición cristiana siempre ha desconfiado de los poderes que pretenden salvar almas desde arriba, y con razón. Basta un repaso superficial a la historia europea para constatar que los gobernantes que se consideraron custodios de la virtud terminaron siendo más peligrosos que los supuestos enemigos de esa virtud. La pretensión de fundir moral sustantiva y poder político ha producido muchos más asesinatos que conversiones.

Hay otro detalle del artículo de Llorente que merece mención aparte y que muchos de sus entusiastas probablemente han pasado por alto, quizá porque resulta doloroso mirarlo de frente. Me refiero la descalificación implícita y sutil al Padre Robert Sirico, uno de los pocos teólogos contemporáneos que ha razonado con auténtico rigor por qué liberalismo y fe no son antagónicos, ni siquiera siguiendo al pie de la letra los textos bíblicos. Para Sirico, no solo no existe contradicción entre la moral cristiana y orden liberal, sino que precisamente el liberalismo crea las condiciones para que la caridad, la virtud y la responsabilidad personal florezcan auténticamente, sin coacción.

Lo llamativo —y, seamos sinceros, alucinante— es que esta descalificación velada provenga de quienes, en la práctica, no renuncian a ningún lujo ni aspiran precisamente a un estilo de vida ascético. Es curioso contemplar cómo ciertos críticos del liberalismo, que defienden una supuesta pureza doctrinal en la teoría, en la práctica parecen más preocupados por gozar de una solvencia económica siempre creciente, por no perder comodidades y por rodearse de la seguridad material que proporciona el tipo de economía que ellos mismos demonizan en sus escritos.

En contraposición a la crítica de católicos aburguesados, Sirico, franciscano, ha hecho voto de pobreza. Su defensa del liberalismo no nace de la conveniencia personal ni de un interés material —sería difícil encontrar alguien menos movido por incentivos económicos—, sino de un análisis teológico serio y de un compromiso vital con la idea de que la libertad permite al ser humano responder moralmente, sin la interferencia de un poder que pretende sustituir su conciencia. Que se cuestione veladamente su posición desde la comodidad de despachos bien calefactados, sin asumir la más mínima parte del sacrificio material que su vida encarna, es una ironía que Chesterton no habría pasado por alto.

No podía faltar, en este ecosistema que celebra el antiliberalismo como señal de identidad, la caricatura de Adam Smith. Este meme es ya casi una tradición. Se repite un ritual casi litúrgico: se cita la “mano invisible” descontextualizada, se omite La teoría de los sentimientos morales, y se declara solemnemente que el liberalismo santifica la codicia. El procedimiento es tan rudimentario que se podría adaptar a una función escolar.

Sin embargo, quien haya leído a Smith sabe que era —¡ni más ni menos!— un moralista escocés preocupado por la prudencia, la benevolencia y la virtud, no un apóstol de la depredación económica. Que esta caricatura siga circulando y siendo aplaudida dice más de la cultura del meme que de la economía política. Y, desde luego, dice mucho más del entusiasmo con que algunos fabrican enemigos doctrinales que de la doctrina en sí.

Por eso no sorprende que el relativo éxito de discursos como el de Llorente no se deba a su solidez intelectual, sino a su utilidad tribal. Una parte de la derecha española, deseosa de combatir al progresismo, ha decidido que la mejor manera de hacerlo es atacando la libertad individual, el pluralismo y el Estado de derecho, como si todo ello fuese un invento globalista para debilitar la tradición. No es casualidad que muchos de esos mismos sectores celebraran, hace no tantos años, la libertad religiosa y la libertad de educación como logros históricos.

El giro antiliberal, más que una convicción, parece una moda reactiva, bastante infantil, por cierto, que confunde autoridad con orden y coacción con virtud. Es más sencillo acusar al liberalismo de tibieza que leer a Berlin; más rentable denunciar el pluralismo que asumir la enorme complejidad moral de una sociedad libre.

El liberalismo real —no el liberalismo de barro que algunos combaten con tanto entusiasmo— nunca ha impedido a nadie vivir su moral plenamente. Lo que impide es imponerla por decreto. Permite la evangelización, pero no la conversión administrativa; permite la tradición, pero no el integrismo a golpe de BOE; permite la fe, pero no la fe certificada con sello oficial y firma del ministro. Esa distinción es precisamente lo que protege la conciencia individual, especialmente la religiosa. Y es precisamente esa distinción la que muchos parecen dispuestos a sacrificar en nombre de una épica política mal entendida. Esta sí, producto de un nihilismo infantil acorde con los tiempos.

La crítica al liberalismo, tal como se está popularizando en ciertos círculos, no combate una filosofía política real. Combate un espejismo útil, un trampantojo, una ilusión proyectada para justificar un regreso a formas de autoridad política que, cuando se examinan con detenimiento, acaban pareciéndose demasiado a aquello de lo que la propia tradición cristiana ha intentado escapar desde hace siglos. Quizá ahí esté la verdadera paradoja o, mejor, la alucinante paradoja: parte de la derecha quiere luchar contra el progresismo adoptando justo aquello que históricamente ha destruido la libertad religiosa, la propiedad privada y el orden moral no coercitivo que emana de la comunidad.

No es que se critique al liberalismo; eso es legítimo y, a menudo, necesario. Es que se critica desde la ignorancia y se aplaude desde la comodidad. Se confunde la prudencia con tibieza, la libertad con relativismo, la neutralidad con vacío moral y el Estado de derecho con una especie de complot anticristiano. En ese clima, cualquier texto que confirme las sospechas del grupo se recibe como si hubiera desmontado dos siglos de filosofía política. Pero desmontar un espantapájaros no convierte a nadie en ingeniero: mucho menos en intelectual.

El liberalismo clásico no es perfecto, pero es sensato, modesto y extraordinariamente prudente. Se basa en una idea simple y profundamente humana: somos falibles, y por eso el poder debe estar limitado. Que una parte creciente de la derecha española esté olvidando esta lección para abrazar un moralismo político de diseño —pura ingeniería social— debería preocupar más que cualquier artículo aislado. Porque cuando se deja de entender por qué necesitamos limitar el poder, lo que viene después siempre es peor. Gracias a Dios —nunca mejor dicho— esta corriente antiliberal es bastante marginal. Lo preocupante, sin embargo, es que algunos sectores de la Iglesia la subvencionen y parezcan olvidar que lo que la ha salvaguardado del totalitarismo de izquierda ha sido, precisamente, el orden liberal.

'Liberalismo y fe' 
o las simplificaciones peligrosas
El cristianismo no se juega su futuro en su oposición frontal al orden de libertades contemporáneo, sino en su capacidad para fundamentarlo de nuevo sobre una antropología verdadera. No necesita menos libertad. Necesita más verdad
Hace unas semanas,
Julio Llorente publicó en "La antorcha" un artículo titulado    
*'Liberalismo y fe'. Dicho texto induce a una confusión grave entre los católicos que merece ser señalada, pues defiende una incompatibilidad esencial entre nuestra fe católica y nuestro marco jurídico y político. Proyecta, además, una imagen de la Iglesia difícilmente conciliable con su magisterio reciente. De esta manera, se desorienta a los creyentes en su juicio sobre la vida pública y empobrece el debate cultural. Desgranar estos errores resulta necesario para no combatir en escenarios ficticios, sino allí donde realmente se juegan los desafíos de nuestro tiempo.

Enumeraré los errores del artículo para facilitar su lectura.

1. Convertir el diagnóstico en caricatura

El artículo describe con bastante fidelidad algunos rasgos de la cultura contemporánea surgida en el contexto del liberalismo tardío: el primado absoluto del yo, la autodeterminación erigida en dogma, la desvinculación entre libertad y verdad, la sospecha sistemática hacia toda norma objetiva.
Llorente simplifica, al máximo, de forma que el liberalismo deja de ser un conjunto plural de tradiciones políticas para convertirse en una especie de sujeto moral unificado, responsable de todos los males contemporáneos. Con ello pasa por alto un hecho decisivo: muchas de esas derivas no proceden directamente del liberalismo como tal, sino de ideologías posteriores –de signo identitario, constructivista, poshumanista, ideología woke, ecologismo político o animalismo ideológico– que nada tienen que ver con el liberalismo en su origen, aunque hayan prosperado en el espacio que el propio liberalismo permite. La raíz última de este problema la abordaré más adelante.
Esta operación intelectual, tan eficaz retóricamente como pobre en rigor, convierte una descripción de efectos en una condena de esencias y, con ello, desfigura el diagnóstico del problema que pretende combatir.

2. Ignorancia del marco eclesial

El artículo razona como si la Iglesia no hubiera reformulado profundamente su relación con la libertad, el Estado y la sociedad plural a lo largo del siglo XX. Hoy la doctrina católica afirma simultáneamente tres cosas inseparables: que la libertad sin verdad ni caridad es insostenible, que el mercado sin límites morales se vuelve inhumano y que la libertad civil y política es un bien que debe ser preservado.
El texto asume las dos primeras, pero omite sistemáticamente la tercera, sin reconocer en ningún momento el valor propio de la libertad civil y política como bien a preservar. Esta no es la posición de la Iglesia, sino una lectura ideológica que sitúa a los católicos en una relación de hostilidad permanente con el marco histórico en el que hoy están llamados a vivir y evangelizar.

3. Una crítica que apaga más luces de las que enciende

Aunque el artículo no formula explícitamente un modelo alternativo ni una propuesta política concreta, su modo de plantear el problema –como una incompatibilidad de principio entre liberalismo y fe– cierra de hecho la posibilidad de toda reforma interna del orden liberal y empuja el debate hacia una lógica de sustitución global. Al presentar el liberalismo como intrínsecamente viciado, el texto desactiva cualquier intento de corrección desde una visión cristiana. Cabe entonces preguntarse cuál sería la alternativa: ¿vincular de algún modo fe y poder?
Ya sabemos cómo acaba la historia cuando se olvida que su reino no es de este mundo. Siempre que la Iglesia se ha ligado en exceso a un régimen político, ha pagado un precio alto: pérdida de credibilidad, instrumentalización, persecución, descrédito moral. El orden de libertades moderno –con todos sus déficits– ha sido, precisamente, el marco en el que la Iglesia ha podido predicar sin tutela estatal, organizarse sin dependencia del poder y expandirse en libertad. Ignorar estos hechos es una forma de miopía histórica.
No hay que olvidar que este tipo de discursos presentan la fe católica como intrínsecamente incompatible con la libertad civil, el pluralismo jurídico o la autonomía de conciencia, algo que no sólo no es cierto, sino que perjudica seriamente la imagen de la Iglesia. Se refuerza así el retrato que sus adversarios desean imponer: el de una institución esencialmente hostil a la libertad. De este modo, un discurso que pretende ser apologético termina funcionando como argumento perfecto para los detractores del catolicismo.

4. El exceso de forma y la falta de fondo

A lo anterior se añade un problema igualmente serio: un estilo argumentativo más atento a la brillantez expresiva que a la solidez lógica del razonamiento. El artículo hace un uso constante de oposiciones tajantes, definiciones monolíticas, citas sacadas de contexto y asociaciones retóricas más sugerentes que demostradas.
Todo ello envuelto en un registro de apariencia teórica que sustituye con frecuencia la demostración por la sugerencia. Este tipo de discurso resulta dañino por el efecto que produce: puede inducir en muchos lectores la impresión de que se está ante una crítica de mayor hondura doctrinal de la que tiene.

5. El problema no es la libertad individual, sino su desvinculación de la verdad

El núcleo de la crisis contemporánea no es la existencia de libertades civiles, sino la ruptura con la antropología que les daba sentido. Cuando desaparece la noción de naturaleza humana, cuando la dignidad deja de remitir a un orden recibido, cuando la libertad se redefine como pura autoafirmación, las libertades dejan de ser camino y se convierten en factor de desorientación y de pérdida de sentido.
Esto es un riesgo inherente a la condición libre del hombre, asumido por Dios al crearlo, no una invención del liberalismo. Esta crisis no se resuelve suprimiendo la libertad individual querida por Dios, sino restituyendo su significado y recordando a la sociedad que no todo lo posible es humano, que no todo lo elegido es bueno, que no todo lo deseado es digno.

6. El inciso decisivo: libertad y antropología

Aquí conviene introducir la matización central que el artículo 'Liberalismo y fe' omite por completo: el liberalismo no nace ex nihilo, sino dentro de una cultura ya estructurada por categorías de raíz cristiana (dignidad, conciencia, ley natural, límite al poder o igualdad moral).
El primer liberalismo fue viable –con sus límites– porque vivía aún de ese humus moral heredado. El problema surge cuando se emancipa de ese suelo antropológico: cuando la dignidad depende solo de la voluntad, los derechos de la decisión y la libertad pierde referencia al bien, el sistema entra en contradicción consigo mismo. Por eso puede decirse que el liberalismo sin una antropología firme lleva en sí el germen de su autodestrucción.
La tarea inteligente para los católicos hoy no es demoler el marco liberal, sino recordarle los presupuestos antropológicos que lo sostienen: que existe una naturaleza humana, que hay bienes objetivos, que la libertad no se crea a sí misma, y que los derechos descansan sobre un orden previo que no depende del consenso. Todo esto, lejos de ser un gesto antiliberal, es el único modo de salvar lo mejor del liberalismo de su propia deriva.

Conclusión

El artículo 'Liberalismo y fe' acierta al identificar una crisis real del sentido de la libertad y del bien en nuestras sociedades. Pero yerra gravemente al confundir efectos históricos con esencias doctrinales, al transformar una crítica moral en una condena política global, al sugerir una salida implícitamente regresiva y autoritaria, y al adoptar unos modos argumentativos que, bajo apariencia de profundidad, confunden más de lo que esclarecen.
El cristianismo no se juega su futuro en su oposición frontal al orden de libertades contemporáneo, sino en su capacidad para fundamentarlo de nuevo sobre una antropología verdadera. No necesita menos libertad. Necesita más verdad. Y la verdad —como enseñó siempre la Iglesia— no se impone por choque cultural ni por ropajes pseudointelectuales, sino por su capacidad de iluminar la vida concreta de los hombres.

* EL LIBERALISMO Y FE

El liberalismo es singular desde por lo menos un punto de vista. Su relación con la Iglesia católica es más amistosa que la de las demás ideologías. Considerada la promesa de un paraíso terrenal, consideradas las criminales aplicaciones de las tesis de Marx, nadie se pregunta a estas alturas si el comunismo es conciliable con la fe católica. Lo mismo ocurre con el fascismo: ¿cómo soslayar la incompatibilidad de su propensión paganizante y de su exaltación beoda de la voluntad con el credo de los apóstoles? Sólo al liberalismo se le ha concedido  el privilegio de la duda. Hay quienes conjugan La riqueza de las naciones y el Evangelio con admirable ligereza, convencidos de que apenas encajan las piezas de un puzle. Para algunos teóricos, el liberalismo es la derivación política y económica del sermón de la montaña, algo así como el culmen natural del desarrollo de la fe.

El sacerdote Robert Sirico, defensor del libre mercado, descubre en las parábolas el origen remoto del capitalismo. Charles Gave, por su parte, aventura una tesis más audaz: según él, Jesús no habría sido un liberal avant la lettre, qué va, sino el Liberal por antonomasia, el arquetipo mismo de todos los liberales.

Tal vez esta excepcionalidad responda a la misma naturaleza del liberalismo. ¿Cómo repudiarlo cuando no ha sido abiertamente hostil a la fe? ¿Cómo cuando los católicos han vivido libremente -o al menos eso se afirma­ bajo regímenes liberales? El liberalismo no impondría un sistema; propondría un talante. Ampliaría el espacio público, derribaría sus antiguas murallas. Las revoluciones liberales habrían clausurado la época de los discursos indecibles y de los ritos impracticables. Tras siglos de opresión -eso nos recuerdan sus entusiastas-, hoy conviven en el ágora la palabra blasfema y la palabra devota, el ateísmo y la religiosidad. Lo mismo sucedería en el ámbito económico: el capitalismo - declinación económica del liberalismo­ no impondría un ideal; permitiría al individuo emancipado seguir el suyo. El maestro Enrique García-Máiquez expresa el sentir de muchos católicos cuando dice, demasiad o a menudo, que el liberalismo económico es el único sistema que tolera un modo de vida chestertoniano. Descubrimos, de este modo, la razón última de la fraternidad liberal-católica: la neutralidad institucional pretendida por el liberalismo propiciaría el florecimiento religioso anhelado por la Iglesia.

Pero el hombre, incluso el liberal, está condenado a la doctrina; para él, la neutralidad constituye tan sólo una quimera. Quien se encoge de hombros también toma partido. Los enemigos de los dogmas son, para su desgracia, unos dogmáticos. Cuando el liberal propone la convivencia armoniosa de cosmovisiones, delinea sin pretenderlo una cosmovisión. Tal vez su fe sea vaporosa, pero no es por ello menos militante. 
¿Puede el católico profesar dos credos, el de la indiferencia pluralista y el de la cruz? ¿Puede uno desear la ciudad de Dios y, al tiempo, bendecir la torre de Babel?

"El liberalismo no es un talante, tampoco una actitud, sino una concepción
determinada del hombre y del cosmos".

Las razones de una incompatibilidad

Por el momento apenas hemos identificado el liberalismo como ideología: no es un talante, tampoco una actitud, sino una concepción determinada, aunque brumosa, del hombre y del cosmos. Nos corresponde ahora, por tanto, regresar a la pregunta inicial. ¿Son conciliables el liberalismo y la fe católica? Amparado en la autoridad de muchos pontífices, yo sostengo que no. El indiferentismo liberal se funda en una imagen del hombre y de la Libertad diferente, podría decirse que antagónica, de la imagen católica. Para el liberal, la libertad consiste en una mera ausencia de impedimentos (Hobbes); para el católico, en la elección consciente del bien (Agustín). Para el primero, la libertad constituye una meta; para el segundo, un viacrucis. La libertad liberal es una prebenda; la libertad católica, un compromiso. El teólogo William Cavanaugh escribe al respecto en el primer capítulo de Ser consumidos, donde compara las filosofías de san Agustín y de Hayek:

"La libertad, desde el punto de vista de san Agustín, no consiste simplemente en la falta de interferencia externa. La visión de libertad que tiene san Agustín es más compleja: la libertad no es simplemente una libertad negativa de, sino una libertad para, una capacidad para lograr ciertas metas que valen la pena. Todas esas metas se integran en el telos que rige la totalidad de la vida humana, el retorno a Dios". 

El liberalismo se revuelve contra este telos, considerado opresivo. Si la Iglesia afirma la existencia de una finalidad intrínseca al hombre -"Nos hiciste para ti, Señor, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Ti"-, el teórico liberal la descarta. No habría un fin innato y, como tal, ineludible. El individuo liberal, señor de sí mismo, artífice de su propia ventura, decide autónomamente los horizontes a los que encaminarse. Ya no estaría llamado a la realización en el bien, sino a la autodeterminación, aunque sea en el mal. Ya no estaría constreñido por una vocación natural, sino empoderado por una soberanía irrestricta. En un célebre pasaje de La libertad de los modernos, Benjamin Constant asegura que libertad es también, por supuesto, "libertad para abusar". Hayek, más grandilocuente, erige al individuo en "juez supremo de sus fines". El titán brama desencadenado. 

"Los enemigos de los dogmas son, para su desgracia, unos dogmáticos".

La economía de los árboles

De la negación de un fin compartido se deduce, en lógica consecuencia, la imposibilidad de un bien comunitario. El fin propio de Ja política estribaría en salvaguardar la soberanía del individuo; el fin propio del individuo, en multiplicar su autonomía. La vida buena se disolvería en una vida libre. El bien común degeneraría en una suma babélica de intereses. Emancipado de la comunidad, pletórico de independencia, el individuo puede perseguir sus propias aspiraciones. La sociedad cae, así, en un atolladero anómico que sólo la taumaturgia, ejem, puede remediar: en sus dos principales ensayos, Adam Smith se refiere a una brumosa mano invisible que troca el beneficio individual en beneficio general,
la codicia en filantropía. ¿No es esto -zafia como todas las secularizaciones- de la providencia?
¿No acaso una santificación del egoísmo?

"Nada hay de virtuoso en el egoísmo y la codicia sólo engendra codiciosos"

Nada más contrario -creo- a una "economía católica", cuyo eje no es el individuo, sino el prójimo. El liberalismo orilla una verdad tan vieja como el Evangelio: el hombre se realiza cuando se descentra y se descentra cuando se entrega. El padre trabaja para que su familia viva; el camarero faena para que la parroquia goce; el jardinero cultiva para que el mirlo cante. La fe de nuestros padres desvela la ficción liberal. Nada hay de virtuoso en el egoísmo y la codicia sólo engendra codiciosos. ¿A qué está llamada la empresa sino al servicio? ¿A qué está llamado el oficio sino a la ofrenda?
Cristo utiliza con frecuencia imágenes hortofrutícolas. En una escandalosa inversión de las jerarquías, erige al árbol en modelo para el hombre. Tiene sentido, naturalmente. Los frutos de la higuera no son para sí misma. Su esfuerzo, como el del jornalero esmerado, como el del artesano cuidadoso, culmina siempre en oblación.

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