EL Rincón de Yanka: SENDOS DISCURSOS DEL PREMIO NOBEL DE LA PAZ 🏅 DE JORGEN WATNE FRYDNES y MARÍA CORINA MACHADO LEÍDO POR SU HIJA ANA CORINA SOSA MACHADO

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MARANATHÁ, VEN SEÑOR JESÚS, MARAN ATHA, EL SEÑOR VIENE

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CALENDARIO DE ADVIENTO 2025





jueves, 11 de diciembre de 2025

SENDOS DISCURSOS DEL PREMIO NOBEL DE LA PAZ 🏅 DE JORGEN WATNE FRYDNES y MARÍA CORINA MACHADO LEÍDO POR SU HIJA ANA CORINA SOSA MACHADO


en honor a María Corina Machado 
representando al pueblo oprimido 
y reprimido de Venezuela

"Mientras estamos aquí sentados, en el Ayuntamiento de Oslo, personas inocentes permanecen encerradas en celdas oscuras en Venezuela", declaró Jørgen Watne Frydnes

 La hija de la laureada con el Premio Nobel de la Paz, Ana Corina Sosa, acepta el premio en nombre de su madre Maria Corina Machado de manos del presidente del Comité Nobel, Jorgen Watne Frydnes, durante la ceremonia de entrega del Premio Nobel de la Paz en el Ayuntamiento de Oslo, Noruega.


Samantha Sofía Hernández, una joven de 16 años, fue brutalmente secuestrada el mes pasado por miembros encapuchados de las fuerzas de seguridad del régimen de Maduro. Fue sacada de la casa de sus abuelos. No sabemos dónde se encuentra ahora, probablemente en uno de los centros de detención de la dictadura. Puede que esté junto a su padre, quien desapareció sin dejar rastro en enero.

¿Qué habían hecho mal?

Su hermano era soldado, pero se negó a obedecer las órdenes del régimen de cometer actos brutales contra la población.
Por esa falta, toda la familia debía ser castigada.
Eran venezolanos comunes que soñaban con libertad, democracia y derechos.
Por ello, les arrebataron la vida.
Bajo este régimen, ni siquiera los niños son perdonados. Más de 200 menores fueron arrestados tras las elecciones de 2024. Las Naciones Unidas documentaron sus experiencias de la siguiente manera:

bolsas plásticas apretadas sobre la cabeza;
descargas eléctricas en los genitales;
golpes al cuerpo tan brutales que dolía respirar;
violencia sexualizada;
celdas tan frías que provocaban temblores incontrolables;
agua potable contaminada, llena de insectos;
gritos que nadie acudía a detener.

Un niño yacía en la oscuridad susurrando el nombre de su madre, una y otra vez, con la esperanza de que ella no creyera que estaba muerto.
Un muchacho de 16 años logró regresar a casa, tan devastado por las descargas eléctricas y las golpizas que no podía abrazar a su madre sin sentir un dolor punzante en el cuerpo. Durante meses se sobresaltaba con cualquier ruido y casi no dormía. Por las noches despertaba sobresaltado, convencido de que los soldados habían vuelto para reanudar los ataques.
Mientras estamos aquí sentados, en el Ayuntamiento de Oslo, personas inocentes permanecen encerradas en celdas oscuras en Venezuela. No pueden escuchar los discursos que hoy se pronuncian, solo los gritos de los presos torturados. Así es como los poderes autoritarios intentan aplastar a quienes defienden la democracia.

Las Naciones Unidas han declarado que estos actos constituyen crímenes de lesa humanidad.

Este es el régimen (LIBERTICIDA Y REPRESORA) de Nicolás Maduro.

Venezuela ha evolucionado hacia un Estado brutal y autoritario, sumido en una profunda crisis humanitaria y económica. Mientras tanto, una pequeña élite en la cúpula, protegida por el poder político, las armas y la impunidad legal, se enriquece.

A la sombra de esta crisis, miles de mujeres y niños son empujados a la prostitución y la trata de personas. Las hijas simplemente desaparecen. Los niños se convierten en objetos de comercio en manos de criminales que ven la desesperación humana como una oportunidad de negocio.
Una cuarta parte de la población ya ha huido del país: una de las mayores crisis de refugiados del mundo.
Quienes permanecen viven bajo un régimen que silencia, hostiga y ataca sistemáticamente a la oposición.
Venezuela no está sola en esta oscuridad. El mundo va por mal camino. Los autoritarios avanzan.

Debemos plantearnos la pregunta incómoda:

¿por qué nos resulta tan difícil preservar la democracia, una forma de gobierno concebida para proteger nuestra libertad y nuestra paz?
Cuando la democracia pierde, el resultado es más conflicto, más violencia, más guerra.
En 2024 se celebraron más elecciones que en cualquier año anterior, pero cada vez menos son libres y justas. Se abusa del poder de la ley. Se silencian los medios independientes.
Se encarcela a los críticos. Cada vez más países, incluso aquellos con largas tradiciones democráticas, derivan hacia el autoritarismo y el militarismo.
Los regímenes autoritarios aprenden unos de otros. Comparten tecnología y sistemas de propaganda. Detrás de Maduro están Cuba, Rusia, Irán, China y Hezbolá, que proporcionan armas, vigilancia y apoyos económicos. Hacen al régimen más resistente y más brutal.
Y, sin embargo, en medio de esta oscuridad, hay venezolanos que se niegan a rendirse. Que mantienen viva la llama de la democracia. Que no ceden pese al enorme costo personal. Ellos nos recuerdan constantemente lo que está en juego.

Muchos de ellos están hoy aquí:

En el corazón de la lucha por la democracia brilla una verdad sencilla: la democracia es más que una forma de gobierno. Es también la base de una paz duradera.

Millones de venezolanos lo saben.

Año tras año, estudiantes, sindicatos, periodistas, empresarios y ciudadanos comunes se han movilizado en oleadas de resistencia. Han llenado las calles de protestas. Cuando les arrebataron el voto, golpearon cacerolas. Cuando la vigilancia del Estado se volvió ineludible, susurraron.
Personas de todo el espectro político, desde comunistas hasta conservadores, se han alzado para desafiar al régimen. La oposición ha ensayado una estrategia tras otra. Y en todo momento ha dicho: no buscamos venganza, sino justicia; la sacralidad de las urnas; la democracia; la paz.

Pero se les responde que todo eso es imposible. Que fracasarán.
Y cuando los venezolanos pidieron al mundo que mirara, les dimos la espalda.

Mientras perdían derechos, alimentos, salud y seguridad, y finalmente su propio futuro, gran parte del mundo se aferró a viejos relatos. Algunos insistieron en ver a Venezuela como una sociedad igualitaria ideal. Otros solo quisieron verla como un campo de batalla contra el imperialismo. Otros más interpretaron la realidad venezolana como un pulso entre superpotencias, ignorando el coraje de quienes luchan por la libertad en su propio país. Todos ellos comparten algo: la traición moral a quienes realmente viven bajo este régimen brutal.

Si solo apoyas a quienes comparten tus ideas políticas, no has entendido ni la libertad ni la democracia. Sin embargo, muchos críticos se quedan ahí. Ven a las fuerzas democráticas locales cooperando, por necesidad, con actores que les disgustan, y usan eso como excusa para negar su apoyo. Anteponen la convicción ideológica a la solidaridad humana.

¿Cómo debemos juzgar a quienes gastan todas sus energías en señalar los errores de las difíciles decisiones que los valientes defensores de la democracia han tenido que tomar, en lugar de reconocer su coraje y su sacrificio, o preguntarse cómo también nosotros podemos ayudar a combatir la dictadura?

Es fácil aferrarse a los principios cuando la libertad en juego es la de otros. Pero ningún movimiento democrático opera en circunstancias ideales. Sus líderes deben afrontar dilemas que los observadores podemos ignorar cómodamente. Quienes viven bajo una dictadura a menudo tienen que elegir entre lo difícil y lo imposible. Y, sin embargo, muchos de nosotros, desde una distancia segura, exigimos a los líderes democráticos venezolanos una pureza moral que sus adversarios jamás muestran. Esto es irreal, injusto y demuestra ignorancia histórica.

Muchos de los que han subido a este estrado para recibir el Premio Nobel de la Paz, entre ellos Lech Walesa y Nelson Mandela, conocieron bien los dilemas del diálogo. En los sistemas autoritarios, el diálogo puede conducir a mejoras, pero también puede ser una trampa. A menudo se utiliza para ganar tiempo, crear divisiones y controlar la agenda. María Corina Machado ha participado durante años en procesos de diálogo. Nunca ha rechazado el principio de hablar con la otra parte, pero sí ha descartado procesos vacíos.

Paz sin justicia no es paz.
Diálogo sin verdad no es reconciliación.

El futuro de Venezuela puede tomar muchas formas, pero el presente es una sola cosa, y es atroz. Por eso la oposición democrática en Venezuela debe contar con nuestro apoyo, no con nuestra indiferencia o, peor aún, con nuestra condena. Cada día, sus líderes deben escoger un camino que realmente esté a su alcance, no el de la ilusión.

Apoyar el desarrollo democrático es apoyar la paz.

Desde el anuncio del Premio Nobel de la Paz de este año, se ha planteado una pregunta: ¿la democracia realmente conduce a la paz? Los hallazgos de la investigación son claros y la respuesta es sí. No porque la democracia sea perfecta, sino porque sus mecanismos hacen menos probable la guerra.
Las democracias cuentan con válvulas de seguridad: medios libres, estructuras de reparto del poder, tribunales independientes, organizaciones de la sociedad civil y elecciones que permiten cambiar a los gobernantes sin violencia. En este entorno político, las opiniones divergentes no son una amenaza que deba ser reprimida, sino una ventaja.

En una democracia, un líder que ignora los hechos puede ser reemplazado en la siguiente elección. En un régimen autoritario, el líder permanece y elimina a quienes dicen verdades incómodas. La lealtad sustituye a la realidad y se toman decisiones peligrosas en la oscuridad. La guerra siempre es costosa, pero en los regímenes autoritarios no son los líderes quienes pagan el precio más alto.
Por eso las democracias casi nunca van a la guerra entre sí, a diferencia de los Estados autoritarios.

El gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela muestra por qué. Los conflictos se resuelven con fuerza bruta, no mediante negociación. El resultado es una sociedad donde millones son obligados al silencio, con consecuencias que no se detienen en la frontera. La inestabilidad, la violencia y la destrucción sistemática de las instituciones del país han afectado a toda la región, y un país vecino ha sido amenazado con invasión militar. 
Venezuela demuestra, con dolorosa claridad, que el autoritarismo destruye la sociedad desde dentro y exporta inestabilidad.
La democracia no garantiza la paz, pero es el sistema más eficaz que tenemos para prevenir la violencia y el conflicto.
Este razonamiento suele despertar un contraargumento conocido: que la democracia causa desorden y conflicto, que exigir libertad es peligroso. Es un argumento antiguo. Los líderes autoritarios lo han usado durante generaciones para justificar su poder. Hoy lo potencian con desinformación y propaganda, dos de sus armas esenciales.

Señoras y señores:

como ciudadanos de una democracia tenemos el deber de ser críticos con las fuentes de información. Deberían sonar alarmas cuando las opiniones que expresamos coinciden exactamente con las difundidas por uno de los sistemas de desinformación más manipuladores del mundo. En ese caso, no solo estamos difundiendo información, sino la propaganda estratégica de un dictador.
¿Qué debemos pensar cuando leemos que es la oposición venezolana la que amenaza al país con la guerra, que el movimiento democrático desea una invasión? Cuando la narrativa se invierte y las víctimas son presentadas como agresores. Esta es la versión de la realidad que el régimen de Maduro vende al mundo: que es garante de la paz. Pero una paz basada en el miedo, el silencio y la tortura no es paz. Es sumisión, disfrazada de estabilidad.
No, la fuente de la violencia no son los activistas democráticos. Son quienes se aferran al poder. No fue Nelson Mandela quien hizo violenta a Sudáfrica, sino la represión del apartheid frente a las demandas de igualdad. Las oposiciones no iniciaron las prisiones en Bielorrusia, las ejecuciones en Irán ni la persecución en Venezuela. La violencia proviene de los regímenes autoritarios, cuando arremeten contra los reclamos populares de cambio.

Paz y democracia no pueden separarse sin vaciar a ambas de sentido. La paz duradera depende del Estado de derecho, la participación política y el respeto a la dignidad humana.
Antes de discutir nuestras diferencias políticas, debemos establecer algún grado de democracia. Sin ella, no hay distinción significativa entre derecha e izquierda, no hay forma legítima de disentir, no hay política genuina.
La democracia no es un lujo prescindible.
No es un adorno para poner en una estantería.
La democracia es trabajo arduo.
Es acción y negociación.
Es una obligación viva.
Los instrumentos de la democracia son los instrumentos de la paz.

Nos reunimos hoy, por tanto, para defender algo mucho más importante que cualquiera de los lados de una división política o ideológica. Nos reunimos para defender la democracia misma, el fundamento sobre el cual descansa una paz duradera.

Cuando las personas se niegan a entregar la democracia, se niegan a entregar la paz. Alguien que lo entiende bien es María Corina Machado.
Como fundadora de Súmate, una organización dedicada a construir democracia, la señora Machado dio un paso al frente hace más de dos décadas para defender elecciones libres y justas. Como ella misma lo expresó: "Fue una elección entre votos y balas".
Desde cargos públicos y desde la sociedad civil, la señora Machado ha defendido la independencia judicial, los derechos humanos y la representación popular. Ha dedicado años a trabajar por la libertad del pueblo venezolano.
La elección presidencial de 2024 fue un factor clave en la decisión de otorgarle el Premio Nobel de la Paz de este año. Machado fue la candidata presidencial de la oposición y la voz unificadora de la esperanza. Cuando el régimen bloqueó su candidatura, el movimiento pudo haberse desmoronado, pero ella respaldó a Edmundo González Urrutia y la oposición se mantuvo unida.

La oposición encontró un terreno común en la exigencia de elecciones libres y un gobierno representativo. Esa es la base misma de la democracia: nuestra disposición compartida a defender el principio del gobierno popular, aun cuando discrepemos en políticas públicas. En un momento en que la democracia está amenazada en todo el mundo, defender este terreno común es más importante que nunca.

Cientos de miles de voluntarios se movilizaron, cruzando divisiones políticas. Fueron capacitados como observadores electorales y utilizaron la tecnología de nuevas formas para documentar cada etapa del proceso. Hasta un millón de personas vigilaron los centros de votación en todo el país. Subieron actas, fotografiaron registros y aseguraron copias antes de que el régimen pudiera destruirlas. Defendieron esa documentación con sus vidas y luego se aseguraron de que el mundo conociera los resultados.

Fue una movilización de base sin precedentes en Venezuela, y probablemente en el mundo: ciudadanos comunes realizando un trabajo sistemático, de alta tecnología, en un ambiente de amenazas, vigilancia y violencia.
Los esfuerzos de este movimiento democrático, antes y después de la elección, fueron innovadores y valientes, pacíficos y democráticos.
La oposición recibió apoyo internacional cuando sus líderes divulgaron los resultados recopilados en los centros electorales del país, que mostraban una victoria clara de la oposición. Pero el régimen lo negó todo, falsificó los resultados y se aferró al poder por la fuerza.

Durante el último año, la señora Machado ha tenido que vivir en la clandestinidad. A pesar de las graves amenazas, ha permanecido en el país, inspirando a millones.
Recibe el Premio Nobel de la Paz 2025 por su incansable labor en favor de los derechos democráticos del pueblo venezolano y por su lucha para lograr una transición pacífica y justa de la dictadura a la democracia.

Durante mucho tiempo, la oposición venezolana ha recurrido a la caja de herramientas de la democracia para llevar adelante su campaña civil y pacífica. A lo largo de los años, Machado y sus aliados han debido adaptarse y cambiar de tácticas, utilizando casi todos los instrumentos democráticos: desde el boicot electoral, cuando el sistema estaba demasiado corrompido, hasta la participación cuando pequeñas aperturas lo permitieron. Han probado el diálogo, la organización, la movilización y una amplia documentación electoral.

Machado ha pedido atención, apoyo y presión internacional, no una invasión de Venezuela. Ha exhortado a la población a defender sus derechos por medios pacíficos y democráticos.
La investigación sobre la paz es clara: la movilización masiva y no violenta es uno de los métodos más eficaces para lograr cambios políticos en una dictadura. Cuando un pueblo se moviliza, la comunidad internacional ejerce una presión fuerte y las fuerzas de seguridad se abstienen de reprimir violentamente, puede alcanzarse un punto de inflexión.
Como líder del movimiento democrático en Venezuela, María Corina Machado es uno de los ejemplos más extraordinarios de coraje civil en la historia reciente de América Latina.

El Premio Nobel de la Paz de este año cumple los tres criterios establecidos en el testamento de Alfred Nobel. 
Primero, la oposición venezolana ha unido a movimientos políticos, organizaciones de la sociedad civil y ciudadanos comunes en torno a un objetivo: restaurar la democracia. Reunir a grupos diversos que antes se oponían entre sí es el equivalente moderno de lo que Nobel llamaba la celebración de congresos por la paz.
Segundo, el movimiento democrático venezolano se ha opuesto a la militarización de la sociedad. El régimen ha armado a miles de grupos, ha autorizado a bandas paramilitares a cometer abusos e invitado a fuerzas militares extranjeras al país, acelerando así la militarización. Al documentar abusos y exigir rendición de cuentas, la oposición busca fortalecer la autoridad civil democrática y revertir la influencia de las armas, cumpliendo con el criterio de Nobel de promover la paz mediante el desarme.
Tercero, la verdadera fraternidad que Alfred Nobel imaginó requiere democracia. Solo cuando las personas pueden elegir a sus líderes y hablar sin miedo puede arraigar la paz, dentro de una sociedad y entre países. La democracia es la forma más elevada de fraternidad y el camino más seguro hacia una paz duradera.

Por eso, hoy, en este salón, con toda la solemnidad que acompaña al Premio Nobel de la Paz, decimos lo que los líderes autoritarios más temen oír:
Su poder no es permanente.
Su violencia no prevalecerá sobre un pueblo que se levanta y resiste.

Señor (TIRANO HUMANICIDA) Maduro:

acepte los resultados electorales y dé un paso al costado.
Siente las bases de una transición pacífica a la democracia.
Porque esa es la voluntad del pueblo venezolano.

María Corina Machado y la oposición venezolana han encendido una llama que ninguna tortura, ninguna mentira ni ningún miedo podrán apagar.
Cuando se escriba la historia de nuestro tiempo, no destacarán los nombres de los gobernantes autoritarios, sino los de quienes se atrevieron a resistir.
Quienes se mantuvieron firmes ante el peligro.
Quienes continuaron cuando otros se rindieron.

Carl von Ossietzky.
Andréi Sájarov.
Nelson Mandela.

A lo largo de su historia, el Comité Nobel noruego ha honrado a mujeres y hombres valientes que se enfrentaron a la represión, que llevaron la esperanza de la libertad a las celdas, las calles y las plazas públicas, y demostraron con sus actos que la resistencia puede cambiar el mundo.

Hoy la honramos a usted, María Corina Machado.

Rendimos homenaje también a todos los que esperan en la oscuridad.
A todos los que han sido detenidos y torturados, o han desaparecido.
A todos los que siguen esperando.
A todos los que en Caracas y en otras ciudades de Venezuela están obligados a susurrar el lenguaje de la libertad.

Que nos escuchen ahora.
Que comprendan que el mundo no les da la espalda.
Que la libertad se acerca.
Y que Venezuela será pacífica y democrática.
Que amanezca una nueva era.



"Majestades, altezas reales, distinguidos miembros del Comité Noruego del Nobel, ciudadanos del mundo, mis queridos venezolanos:

He venido aquí para contaros una historia: la historia de un pueblo y su larga marcha hacia la libertad.
Esta marcha me trae aquí hoy como una voz entre millones de venezolanos que se levantaron, una vez más, para reclamar el destino que siempre fue suyo.
Venezuela nació de la audacia, moldeada por pueblos y culturas entrelazados. De España heredamos una lengua, una cultura y una fe que se fusionaron con raíces ancestrales indígenas y africanas.

En 1811, redactamos la primera constitución del mundo hispanohablante, una de las primeras constituciones republicanas del mundo, que afirmaba la idea radical de que todo ser humano posee una dignidad soberana. Esta constitución consagró la ciudadanía, los derechos individuales, la libertad religiosa y la separación de poderes.
Nuestros antepasados cargaron con la libertad. Cruzaron todo un continente, desde las orillas del Orinoco hasta las alturas del Potosí, para contribuir al surgimiento de sociedades de ciudadanos libres e iguales, convencidos de que la libertad nunca es plena si no se comparte.

Desde el principio, creímos en algo simple e inmenso: que todos los seres humanos nacen para ser libres. Esa convicción se convirtió en nuestra alma nacional.
En el siglo XX, la tierra se abrió: en 1922, el Reventón de La Rosa entró en erupción durante nueve días: una fuente de petróleo y de posibilidades.
En paz, convertimos esa riqueza repentina en un motor de conocimiento e imaginación.

Gracias al ingenio de nuestros científicos, erradicamos enfermedades. Construimos universidades de prestigio mundial, museos y salas de conciertos, y enviamos a miles de jóvenes venezolanos al extranjero mediante becas, confiando en que las mentes libres regresarían en forma de transformación. Nuestras ciudades brillaron con el arte cinético de Cruz-Diez y Soto.

Forjamos acero, aluminio y energía hidroeléctrica: prueba de que Venezuela podía construir cualquier cosa que se atreviera a imaginar.

Venezuela también se convirtió en refugio.

Abrimos nuestros brazos a migrantes y exiliados de todos los rincones de la tierra: españoles que huían de la guerra civil; italianos y portugueses que escapaban de la pobreza y la dictadura; judíos después del Holocausto; chilenos, argentinos y uruguayos que escapaban de regímenes militares; cubanos que escapaban del comunismo y familias de Colombia, Líbano y Siria que buscaban la paz.

Les dimos casas, escuelas, seguridad. Y se convirtieron en venezolanos.

Esto es Venezuela.

Construimos una democracia que se convirtió en la más estable de América Latina y la libertad se desplegó como una fuerza creativa.
Pero incluso la democracia más fuerte se debilita cuando sus ciudadanos olvidan que la libertad no es algo que esperamos, sino algo en lo que nos convertimos.
Es una elección personal y deliberada, y la suma de esas elecciones forma el ethos cívico que debe renovarse cada día.
La concentración de los ingresos petroleros en el Estado creó incentivos perversos: le dio al gobierno un inmenso poder sobre la sociedad que se convirtió en privilegio, clientelismo y corrupción.

Mi generación nació en una democracia vibrante y la dábamos por sentada. Asumíamos que la libertad era tan permanente como el aire que respirábamos. Apreciábamos nuestros derechos, pero olvidábamos nuestros deberes.
Fui criado por un padre cuyo trabajo de vida —construir, crear, servir— me enseñó que amar a este país significaba asumir la responsabilidad de su futuro.
Para cuando reconocimos la fragilidad de nuestras instituciones, un hombre que encabezó un golpe militar para derrocar la democracia fue elegido presidente. Muchos pensaron que el carisma podía sustituir al estado de derecho.
A partir de 1999, el régimen desmanteló nuestra democracia: violó la Constitución, falsificó nuestra historia, corrompió a los militares, purgó a los jueces independientes, censuró a la prensa, manipuló las elecciones, persiguió a la disidencia y devastó nuestra extraordinaria biodiversidad.

La riqueza petrolera no se utilizó para elevar, sino para atar.
Lavadoras y refrigeradores fueron entregados en la televisión nacional a familias que vivían en pisos de tierra, no como progreso sino como espectáculo.
Los apartamentos destinados a viviendas sociales fueron entregados a unos pocos seleccionados como recompensa condicional por su obediencia.

Y luego vino la ruina:

Corrupción obscena; saqueo histórico. Durante el régimen, Venezuela recibió más ingresos petroleros que en todo el siglo anterior. Y todo fue robado.
El dinero del petróleo se convirtió en una herramienta para comprar lealtad en el exterior, mientras que en el país los grupos criminales y terroristas internacionales se fusionaron con el Estado.

La economía se derrumbó en más del 80%.
La pobreza superó el 86%.
Nueve millones de venezolanos se vieron obligados a huir.
Éstas no son estadísticas; son heridas abiertas.
Mientras tanto, ocurrió algo más profundo y corrosivo. 

Fue un método deliberado:

Dividir a la sociedad por ideología, por raza, por origen, por estilos de vida; empujando a los venezolanos a desconfiar unos de otros, a silenciarse, a ver enemigos en los demás. Nos asfixiaron, nos hicieron prisioneros, nos asesinaron, nos obligaron al exilio.
Habían sido casi tres décadas de lucha contra una dictadura brutal.
Y lo habíamos intentado todo: diálogos traicionados, protestas de millones aplastadas, elecciones pervertidas.

La esperanza se desvaneció por completo, y la creencia en cualquier futuro se volvió imposible. La idea del cambio parecía ingenua o descabellada. Imposible.
Sin embargo, desde lo más profundo de esa desesperación, un paso que parecía modesto, casi procedimental, desató una fuerza que cambió el curso de nuestra historia.
Decidimos, contra todo pronóstico, convocar elecciones primarias. Un acto de rebelión improbable. Optamos por confiar en el pueblo.
Para reencontrarnos, viajamos por carretera y por caminos de tierra en un país con escasez de gasolina, apagones diarios y comunicaciones colapsadas.

Sin publicidad, sin dinero ni medios dispuestos a pronunciar nuestros nombres, la cruzamos armados sólo de convicción.
El boca a boca era nuestra red de esperanza, y se difundió más rápido que cualquier campaña. Porque nuestro deseo de libertad estaba muy vivo en nosotros.

La migración forzada, que pretendía fracturarnos, nos unió en torno a un propósito sagrado: reunir a nuestras familias en nuestra tierra. Los abuelos me confesaron su mayor temor: morir antes de conocer a sus nietos en el extranjero; las niñas, con la voz demasiado baja para tanto dolor, me rogaron que trajera de vuelta a sus madres y hermanos dispersos por continentes.

Nuestro dolor se fusionó en un solo latido: traer a nuestros hijos a casa, ahora.
En mayo de 2023, durante una manifestación en el pequeño pueblo de Nirgua, una maestra llamada Carmen se me acercó. Me contó que acababa de encontrarse con su Jefa de Calle: una agente del régimen asignada a la cuadra de Carmen que decide, casa por casa, quién recibe una bolsa de comida mensual y quién es castigado con hambre.

Impresionada al ver a esta mujer allí, Carmen le preguntó: "¿Por qué estás aquí?"

La Jefa de Calle respondió: «Mi único hijo, que huyó a Perú, me pidió que estuviera aquí hoy. Me dijo que si ganaba, regresaría a casa. Dígame qué tengo que hacer».
Ese día, el amor venció al miedo.
Dos semanas después, llegamos a Delicias, un pequeño pueblo absorbido por la guerrilla colombiana y el narcotráfico, donde ni siquiera se puede vender un pollo sin permiso de un criminal. Ningún candidato había ido allí desde 1978.
Mientras subíamos la montaña, vi banderas venezolanas ondeando en cada humilde hogar. Pregunté ingenuamente si era un día festivo nacional. Alguien susurró: «No. Aquí la bandera permanece oculta. Sacarla es peligroso. Hoy la izaron para agradecerles por atreverse a venir. Ustedes se irán… pero nosotros seguiremos identificados».

Familias enteras se enfrentaron a los grupos armados que controlaban sus vidas. Y cuando cantamos juntos el himno nacional, la soberanía regresó en un coro único, frágil y desafiante.

Ese día, el coraje derrotó a la opresión.
Nuestras reuniones se convirtieron en encuentros íntimos de miles de personas.
Nos abrazamos, lloramos, oramos.
Entendimos que nuestra lucha era mucho más que electoral.
Era ética: la lucha por la verdad.
Existencial: la lucha por la vida. Espiritual: la lucha por el bien.

A menos de un año de las elecciones presidenciales, tuvimos que unir a todas las fuerzas democráticas y restaurar la confianza en el voto. Las primarias se convirtieron en ese momento: un esfuerzo cívico auto-organizado que construyó una red ciudadana nacional como nunca antes se había visto en Venezuela.

El 22 de octubre de 2023, contra todo pronóstico, Venezuela despertó.
La diáspora, un tercio de nuestra nación, reclamó su derecho al voto.
El hijo que se fue emitió su voto junto a la madre que se quedó.
Las filas se extendían por cuadras enteras. La participación fue tan abrumadora que se agotaron las papeletas. Confiamos en la gente, y ellos confiaron en nosotros.

Lo que comenzó como un mecanismo para legitimar el liderazgo se convirtió en el renacimiento de la confianza de una nación en sí misma. Ese día, recibí un mandato: una responsabilidad que trascendía cualquier ambición individual. Me sentí humilde y profundamente consciente del peso que se me había confiado.
Amenazado por esa verdad, el régimen me prohibió postularme a la presidencia. Fue un duro golpe, pero los mandatos pertenecen al pueblo.
Así que nos propusimos encontrar otro candidato que pudiera ocupar mi lugar.

Edmundo González Urrutia dio un paso al frente: un exdiplomático sereno y valiente. El régimen creía que no representaba ninguna amenaza.
Subestimaron la determinación de millones de ciudadanos: una sociedad plural y vibrante que, en toda su diversidad, encontró unidad en un propósito común. Comunidades, partidos políticos, sindicatos, estudiantes y la sociedad civil se unieron y trabajaron como uno solo para que se escuchara la voz de una nación.

Estábamos a tres meses del día de las elecciones y casi nadie sabía su nombre.
Pero los votos no bastaban; teníamos que defenderlos. Durante más de un año, habíamos estado construyendo la infraestructura para hacerlo:
600.000 voluntarios en 30.000 colegios electorales; aplicaciones para escanear códigos QR, plataformas digitales, centros de llamadas para la diáspora. Desplegamos escáneres, antenas Starlink y computadoras portátiles ocultas en camiones de fruta hasta los rincones más remotos de Venezuela. La tecnología se convirtió en una herramienta para la libertad.
Se llevaban a cabo sesiones de entrenamiento secretas al amanecer en trastiendas, cocinas y sótanos de iglesias, utilizando materiales impresos que se trasladaban por toda Venezuela como contrabando.

Finalmente, llegó el día de las elecciones, el 28 de julio de 2024. Antes del amanecer, las filas se extendían por toda la ciudad. Una esperanza silenciosa y temblorosa llenaba el aire. Nuestro seguimiento en vivo mostraba un aumento de la participación en todos los estados y municipios. Y entonces empezaron a llegar las actas electorales —las famosas actas, la prueba sagrada de la voluntad popular—: primero por teléfono, luego por WhatsApp, luego fotografiadas, luego escaneadas y, finalmente, llevadas a mano, en mula, incluso en canoa.

Llegaron de todas partes, una erupción de verdad, porque miles de ciudadanos arriesgaron su libertad para protegerlos.
Ante nuestra aplastante victoria, el régimen emitió una orden desesperada: los soldados debían expulsar a nuestros voluntarios de los centros de votación e impedirles recibir las actas originales a las que legalmente tenían derecho.
Pero los soldados desobedecieron.

Edmundo González ganó con el 67% de los votos, en todos los estados, ciudades y pueblos.

Cada una de las actas contaba la misma historia.
En cuestión de horas, se digitalizaron y se publicaron en un sitio web para que todo el mundo pudiera verlos.
La dictadura respondió con el terror.
2.500 personas secuestradas, desaparecidas y torturadas.
Casas marcadas.
Familias enteras tomadas como rehenes.
Sacerdotes, profesores, enfermeras, estudiantes, cualquiera que compartiera un acta de conteo, perseguido.
Se trata de crímenes de lesa humanidad, documentados por las Naciones Unidas. Terrorismo de Estado, desplegado para sepultar la voluntad popular.

Algunos de los más de 220 niños detenidos tras las elecciones fueron electrocutados, golpeados y asfixiados hasta que repitieron la mentira que el régimen necesitaba, incriminándose falsamente de haber sido pagados por mí para protestar. Las mujeres y niñas en prisión están siendo sometidas a esclavitud sexual, obligadas a soportar abusos a cambio de una visita familiar, una comida o la oportunidad de bañarse.

Y aún así, el pueblo venezolano no se rindió.

Durante estos últimos dieciséis meses en la clandestinidad, hemos construido nuevas redes de presión cívica y desobediencia disciplinada, preparando la transición ordenada de Venezuela a la democracia.
Así es como llegamos a este día, un día que lleva el eco de millones de personas que están en el umbral de la libertad.

Este premio tiene un significado profundo; recuerda al mundo que la democracia es esencial para la paz.
Y más que nada, lo que los venezolanos podemos ofrecer al mundo es la lección forjada en este largo y difícil camino: que para tener democracia, debemos estar dispuestos a luchar por la libertad.
Y la libertad es una elección que debe renovarse cada día, medida por nuestra voluntad y nuestro coraje para defenderla.

Por eso, la causa de Venezuela trasciende nuestras fronteras. Un pueblo que elige la libertad contribuye no solo a sí mismo, sino a la humanidad.
Alcanzamos la libertad sólo cuando nos negamos a darnos la espalda a nosotros mismos; cuando enfrentamos la verdad directamente, no importa lo dolorosa que sea; cuando el amor por lo que realmente importa en la vida nos da la fuerza para perseverar y prevalecer.

Solo mediante esa alineación interior, esa integridad vital, alcanzamos nuestro destino. Solo entonces nos convertimos en quienes realmente somos, capaces de vivir una vida digna de ser vivida.
A lo largo de esta marcha hacia la libertad, hemos adquirido profundas certezas del alma, verdades que han dado a nuestras vidas un significado más profundo y nos han preparado para construir un gran futuro en paz.

Por lo tanto, la paz es en última instancia un acto de amor.
Este amor ya ha puesto en marcha nuestro futuro.
Venezuela volverá a respirar.

Abriremos las puertas de las prisiones y veremos a miles de personas que fueron detenidas injustamente salir al cálido sol, abrazadas finalmente por quienes nunca dejaron de luchar por ellos.
Veremos a las abuelas sentar a los niños en sus regazos para contarles historias no de antepasados lejanos, sino del coraje de sus propios padres.
Veremos a nuestros estudiantes debatir ideas con pasión y sin miedo, y sus voces alzándose finalmente con libertad.
Nos abrazaremos de nuevo. Nos volveremos a enamorar. Escucharemos nuestras calles llenarse de risas y música.
Todas las alegrías sencillas que el mundo da por sentadas serán nuestras.

Queridos venezolanos, el mundo se ha maravillado con lo que hemos logrado. Y pronto presenciará uno de los momentos más conmovedores de nuestro tiempo: el regreso de nuestros seres queridos a casa. Y volveré al puente Simón Bolívar, donde una vez lloré entre los miles que se marchaban, para darles la bienvenida a la vida luminosa que nos espera.
Porque al final nuestro viaje hacia la libertad siempre ha vivido dentro de nosotros.
Estamos volviendo a nosotros mismos. Estamos volviendo a casa.

Permítanme honrar a los héroes de este viaje:

Nuestros presos políticos, los perseguidos, sus familias y todos los que defienden los derechos humanos; aquellos que nos abrigaron, nos alimentaron y arriesgaron todo para protegernos; los periodistas que se negaron al silencio, los artistas que llevaron nuestra voz; mi excepcional equipo, mis mentores, mis compañeros activistas políticos y sociales; los líderes de todo el mundo que se unieron y defendieron nuestra causa; mis tres hijos, mi adorado padre, mi madre, mis tres hermanas, mi valiente y amoroso esposo, quienes me han apoyado a lo largo de mi vida; y sobre todo, los millones de venezolanos anónimos que arriesgaron sus hogares, sus familias y sus vidas por amor.

A ellos pertenece este honor.
A ellos les pertenece este día.
A ellos les pertenece el futuro.

Gracias.

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