EL Rincón de Yanka: LIBROS "UNA GRAMÁTICA DE LA DEMOCRACIA" y LOS ADJETIVOS (ÁRBOL) DE LA DEMOCRACIA" por MICHELANGELO BOVERO

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lunes, 15 de diciembre de 2025

LIBROS "UNA GRAMÁTICA DE LA DEMOCRACIA" y LOS ADJETIVOS (ÁRBOL) DE LA DEMOCRACIA" por MICHELANGELO BOVERO

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Conferencia dictada el 08 de noviembre de 2011

Democracia es sencillamente una palabra. Es una de las palabras que más han padecido una situación inflacionaria en el lenguaje común, a tal grado que corre el riesgo de convertirse en una palabra vacía. Corre el riesgo de perder cualquier significado compartido. Es por eso que, en los últimos años, varios estudiosos estamos intentando, desde distintas perspectivas, restaurar el significado de la palabra democracia, es decir, de reconstruir un concepto de ella. Por mi parte, pretendo presentar sintéticamente una propuesta teórica cuyo objetivo inicial es el de redefinir un concepto de democracia aceptable, que sea acorde con los usos prevalecientes de la palabra a lo largo de la historia de la cultura occidental. Para comenzar, procederé a esta tarea por medio de aproximaciones sucesivas muy sencillas. 

La palabra democracia significa, quizás como dirían los lógicos, un mundo social posible. Es decir, una de las configuraciones que puede asumir la organización de la convivencia colectiva. Con mayor precisión, democracia implica, ante todo y esencialmente, una forma de gobierno en el sentido más amplio y tradicional de esta expresión. O un tipo de régimen, como yo prefiero decirlo. Los antiguos habrían dicho que la democracia es una politeia, es decir, una de las constituciones, de acuerdo con el modo más frecuente de traducir la palabra griega politeia. Aristóteles nos enseñó a reconocer la Constitución, la politeia de una polis, de una comunidad, en la arquitectura de los poderes públicos sobre los cuales se atribuye la tarea de tomar las decisiones colectivas. Usando un lenguaje más moderno, pero manteniendo la misma sustancia, diríamos que los tipos de régimen se distinguen entre sí en base a las reglas constitutivas que en cada uno de ellos se establecen. Para utilizar las esclarecedoras fórmulas de Bobbio: el quién y el cómo de las decisiones políticas. 

Quién, es decir, cuáles y cuántos sujetos tienen el derecho o el poder de participar en el proceso de toma de decisiones; y cómo, es decir, mediante cuáles procedimientos debe llevarse a cabo este proceso. Por lo tanto, el régimen democrático se distingue de los otros regímenes por sus reglas específicas, es decir, por una clase determinada de respuestas a las preguntas relativas al quién y al cómo de las decisiones políticas. Podríamos decir también, utilizando una metáfora común, que la democracia es un juego, un sistema de acciones e interacciones típicas regido por un conjunto de reglas fundamentales a las que denominamos precisamente como reglas del juego. 

Si no sabemos cuáles son las reglas, no podemos saber a qué juego estamos jugando. 
Si no establecemos cuáles reglas son democráticas, no podemos juzgar si los regímenes realmente existentes y a los cuales llamamos democracias, merecen de verdad ese nombre. Pero, ¿cómo establecer si una regla del juego político es democrática o no? ¿Cuál es el criterio que debemos seguir? 

Aprendimos de los antiguos a llamar democracia a un régimen en el que las decisiones colectivas, las normas vinculantes para todos, no emanan de lo alto, es decir, de un solo sujeto –el monarca o el tirano–, ni tampoco de unos pocos sujetos –los aristócratas, los oligarcas– que se erigen por encima de la colectividad, sino que las reglas, las normas, son producto de un proceso de decisión que se inicia desde abajo, desde la base, proceso en el que todos, o muchos, tienen el derecho de participar de manera igualitaria y libre. La democracia es sencillamente el régimen de la igualdad política y de la libertad política. 

Las reglas del juego democrático están contenidas implícitamente en los principios de igualdad y libertad políticas, o lo que es lo mismo, son reconocibles como democráticas aquellas reglas constitutivas –constitucionales– que representan una consecuente expresión jurídica de los principios de libertad y de igualdad políticas. Por ello, dichas reglas valen como las condiciones –en el sentido lógico– bajo las cuales un régimen es reconocible como democracia, es decir, como un régimen de igualdad y libertad políticas. El juego político es democrático a condición de que –y hasta que– tales reglas sean respetadas.

Si éstas se alteran o se aplican incorrectamente, de manera no coherente con los principios democráticos, entonces se empieza a jugar otro juego, tal vez incluso sin darnos cuenta de ello. Tanto el renacimiento moderno del ideal democrático, como el proceso gradual de democratización de los sistemas políticos históricamente existentes, tienen algunos siglos de vida muy tormentosos, como lo sabemos en Italia y en Chile; y la reflexión teórica, muy contrastada, aunque solo tardíamente a mediados del siglo XX, logró elaborar una concepción de la democracia exenta de muchos equívocos: la así llamada “concepción procedimental”, que precisamente pone en el centro de la atención a las reglas del juego. 

La teoría de Norberto Bobbio es generalmente considerada como la versión más puntual y madura de la concepción procedimental de la democracia. Como les decía, en los últimos cinco o seis años he vuelto a reflexionar en torno a este núcleo central del pensamiento político bobbiano. 
He buscado reconstruirlo, desarrollarlo, reconducirlo hacia la formulación de una teoría de las condiciones de la democracia, y he intentado aplicar esta teoría, que me gustaría designar como neo-bobbiana, a la realidad de nuestro tiempo, utilizándola como instrumento de análisis y parámetro de juicio de los regímenes contemporáneos que habitualmente llamamos democracias. En esta ocasión intentaré presentar, en extrema síntesis, algunos resultados de mis últimas investigaciones. 

A partir de una redefinición rigurosa del concepto de democracia, mediante la identificación de las condiciones lógicas de la misma, y con base en este concepto, pretendo sostener tres tesis. 

La primera tesis es que en todo el mundo la democracia está en camino a una degeneración autocrática. Segundo, en muchos lugares las tendencias autocráticas sirven para alimentar a –y son sostenidas por– formas de gobierno de los peores, vale decir que favorecen –y son favorecidas por– el deterioro progresivo de la calidad de las clases dirigentes. La tercera tesis dice que la llamada “tercera ola” del proceso de democratización que se expandió durante el último cuarto del siglo XX, produciendo la caída de varios regímenes autoritarios, dictatoriales, totalitarios, en realidad diseminó por el mundo una miríada de democracias aparentes. 
Sugiero tomar en consideración, como punto de partida, el elenco de las reglas del juego democrático que se encuentran en la teoría general de la política de Norberto Bobbio. Las reglas del elenco bobbiano son muy simples. En apariencia y en realidad, cada una de ellas tiene que ver con un complejo abanico de problemas. La primera regla del elenco de Bobbio establece una condición, en el sentido lógico, de igualdad entendida como inclusión. Todos los ciudadanos “pasivos” –en el sentido jurídico– sometidos a la obligación política de obedecer las normas de la colectividad, deben ser también ciudadanos “activos” –otra vez en el sentido jurídico–, es decir, titulares del derecho o el poder de participar, y ante todo, pero no solo con el voto electoral, en el proceso de formación de las decisiones políticas sin ningún tipo de discriminación. 

La segunda regla impone una condición de igualdad, esta vez como equivalencia. Los votos de todos los ciudadanos deben tener un peso igual. Ninguno debe contar más o menos que otro. 

La tercera regla establece una condición de libertad subjetiva. La opinión política de cada uno se debe poder formar libremente y, por lo tanto, debe estar basada en un correcto conocimiento de los hechos y estar protegida frente a interferencias o manipulaciones distorsionadoras, lo cual exige, por lo menos, que esté garantizado el pluralismo de los medios de información y persuasión. 

La cuarta regla plantea una condición de libertad objetiva. Los ciudadanos deben poder escoger entre propuestas y programas políticos efectivamente diferentes entre sí, dentro de una gama de alternativas lo suficientemente amplia para permitir a cada uno el poder identificarse con una orientación precisa, lo que exige que al menos esté asegurado el pluralismo de partidos, asociaciones y movimientos políticos. 

La quinta regla plantea una condición de eficiencia para todo el proceso de decisión política. Las decisiones deben ser tomadas con base en el principio de mayoría, que es sencillamente, para Bobbio y para mí, una regla técnica idónea para superar la heterogeneidad, el contraste o el conflicto de las opiniones particulares. 

La sexta y última regla del elenco de Bobbio tiene un carácter especial. No se refiere ni al quién ni al cómo, es decir, no se refiere a la forma, sino más bien se refiere al qué cosa, al contenido o la sustancia de las decisiones políticas. Estas decisiones no pueden traducirse en normas que estén en contradicción con los principios democráticos de igualdad y libertad. 

En la teoría general de la política, la sexta regla se encuentra expresada con una formulación muy corta, muy reductiva. Para comprender su alcance efectivo, que es muy amplio, es necesario releer un pasaje de Bobbio que dice así: “Estas reglas” –las que he mencionado y reformulado– “establecen cómo se debe llegar a las decisiones políticas y no qué cosa debe decidirse. Desde la perspectiva de qué cosa, el conjunto de las reglas del juego democrático no prescribe nada, salvo la exclusión de decisiones que podrían en algún modo contribuir a tornar vanas y a hacer inútiles una o más reglas del juego”. 

En suma, la sexta regla de Bobbio establece que ninguna decisión asumida por medio de las otras reglas del juego democrático debe desnaturalizar u obstaculizar al juego mismo. Esta formulación general se puede precisar articulando un elenco de cinco imperativos específicos, que en mi teoría corresponden a otras tantas condiciones ya no formales sino sustanciales, de salvaguardia o supervivencia de la democracia. 

En primer lugar, se prohíbe cualquier decisión que esté orientada a alterar o abolir las otras reglas del juego, esto es, las condiciones formales de la democracia, aun cuando una decisión de este tipo haya sido tomada de acuerdo con las mismas. Por ejemplo, se prohíbe que un parlamento, elegido con sufragio universal, introduzca el sufragio restringido. 

En segundo lugar, se prohíbe volver vanas, es decir, vacías o inútiles, las otras reglas del juego, limitando o, peor aún, aboliendo aquellos derechos fundamentales de libertad individual, de libertad personal de opinión, de reunión o de asociación, que constituyen las precondiciones liberales de la democracia. 

En tercer lugar, se impone a los poderes públicos de una democracia la obligación de volver efectivo el goce universal de estas mismas libertades, mediante la garantía de algunos derechos fundamentales ulteriores que representan, en mi lenguaje, las precondiciones sociales de las precondiciones liberales de la democracia. Así como es cierto que las primeras cinco reglas formales del juego democrático serían vanas si no estuviesen garantizados los derechos a la libre manifestación de las ideas, a la libertad de reunión o asociación, también lo es que estos mismos derechos de libertad estarían vacíos, o reducidos de facto, como meros privilegios de algunos, si no estuvieran garantizados para todos, por ejemplo, el derecho social a la educación pública gratuita y el derecho a la subsistencia, es decir, a gozar de condiciones materiales que vuelvan a todos los individuos como tales, capaces de ser libres, y no los empujen a alienar su propia libertad al mejor postor. 

En cuarto lugar, se prohíbe violar las precondiciones constitucionales de la democracia, específicamente los principios de separación y equilibrio de los poderes del Estado. En otras palabras, se impone asegurar las técnicas jurídicas idóneas para prevenir el despotismo, incluso el de la mayoría. 

En quinto lugar, se prohíbe toda forma de concentración de aquellos que Bobbio llama los tres poderes sociales: el poder político, fundado en última instancia en el control de los métodos de coacción; el poder económico, basado en el control de los bienes y los recursos materiales; y el poder que Bobbio llama poder ideológico, que se funda en el control de las ideas, de las conciencias, es decir, los medios de información y de persuasión. 

Estos cinco imperativos, que se pueden considerar implícitos en la sexta regla del juego, con la cual se cierra el elenco de Bobbio, corresponden a otras tantas condiciones de la democracia, ya no de tipo formal como las primeras cinco, sino sustanciales. No son normas que se refieran al quién –normas de competencia–, ni normas que se refieran al cómo –normas de procedimiento–, sino que son normas de conducta política, en la medida que limitan o vinculan con obligaciones positivas o negativas el comportamiento de los sujetos autorizados para tomar las decisiones políticas, y en consecuencia limitan y/o vinculan el contenido –el qué cosa– de sus actos.

De esta manera, se delinea un decálogo de condiciones de la democracia, cinco formales, cinco sustanciales, aunque a continuación veremos que resulta necesario, según pienso yo, asumir una onceava condición a la que llamaré institucional. Antes de ello quisiera hacer una aclaración. No acepto la propuesta de mi querido amigo Luigi Ferrajoli, quien identifica una democracia sustancial al lado de una democracia formal. En mi teoría, la democracia es formal por definición. Es una forma de gobierno, una forma de régimen. Toda forma es formal. 

La palabra democracia implica una forma de gobierno, de régimen, la cual, para poder nacer, para seguir existiendo sin volverse aparente y para no morir, está vinculada al respeto de algunas determinadas condiciones sustanciales. El problema, de acuerdo con Bobbio, es que las reglas del juego resultan muy sencillas de enumerar, pero difíciles de aplicar correctamente. Por ello, en el análisis de los casos concretos de las llamadas democracias reales, Bobbio decía que se debe tomar en cuenta la posible distancia entre la enunciación del contenido de las reglas, y la manera en que estas son aplicadas, y dado que ningún régimen histórico ha observado jamás por completo los dictados de todas estas reglas, es justificado hablar de regímenes más o menos democráticos. Bobbio decía esto en 1984. 

En mi opinión, hoy el problema se presenta en términos mucho más graves, mucho más serios. Considerando la historia reciente de las democracias reales, debemos preguntarnos si estos regímenes, unos más y otros menos, no se han acercado ya peligrosamente a una frontera crítica, y si en algunos casos, incluso, no se ha cruzado ya la línea de demarcación entre la democracia y la no-democracia: la autocracia, de acuerdo con el lenguaje de Hans Kelsen. Es decir, que se haya cruzado la frontera entre un régimen que asegura todavía un grado apreciable de libertad e igualdad política, y un régimen en el cual las decisiones caen, generalmente, desde lo alto. 

El proceso de democratización que ha caracterizado, a veces de manera discontinua, heterogénea e incluso sangrienta, los últimos dos siglos, consistió en el acercamiento de muchos sistemas políticos reales al paradigma de una correcta aplicación de las reglas del juego: ampliación de los derechos de participación política hasta llegar al sufragio universal, mejores garantías de libertad y así sucesivamente. Pero si un análisis desprejuiciado de la realidad contemporánea nos llevara a constatar que los regímenes que hoy comúnmente son llamados democracias han invertido la ruta, alejándose de este paradigma, creo que deberíamos hablar de una degeneración de la democracia y de una decadencia progresiva hacia la autocracia. Los lectores de Bobbio saben que en 1984 este autor expresaba una opinión completamente diferente. 

Él decía que con todo lo que ha ocurrido y no obstante todas las transformaciones que los nobles ideales democráticos han sufrido, no se puede hablar de una degeneración de la democracia. Bobbio decía: “Aun la democracia real más alejada del modelo, de un paradigma de la correcta aplicación de las reglas del juego, no puede ser confundida de ninguna manera con un estado autocrático”. Yo pregunto si esto sigue siendo cierto hoy. 
¿Estamos dispuestos a reconocer todavía como válida esta afirmación, después de un cuarto de siglo? Si mantenemos la perspectiva fundamental de Bobbio, que asumía como término de comparación a los totalitarismos del siglo XX, claro que sí. Pero preguntémonos, después del análisis de Bobbio, ¿cuáles son las transformaciones ulteriores que ha sufrido la democracia? ¿Ha disminuido o se ha incrementado la distancia con el modelo ideal que identifica las condiciones de la democracia con un conjunto de reglas correctamente aplicadas? 


Aquí expongo la siguiente tesis. Al observar en retrospectiva las últimas tres décadas de vida de las democracias reales, o dicho de manera un poco triste, los “treinta poco gloriosos”, es claramente reconocible un proceso de degeneración que, aunque se diferencia fenoménicamente en distintos lugares, es sustancialmente homogéneo y aún está en marcha, y tiende a hacer que la democracia asuma gradualmente características de una forma de gobierno distinta, a la que propongo llamar “autocracia electiva”. Obviamente se trata esto de un oxímoron, de una paradoja. 

El autócrata clásico dispone de sí y de los demás a su propio arbitrio. Se pone a sí mismo como el principio del poder. Se impone, no se propone a los ciudadanos, pero a mi juicio, la propia debilidad política de nuestros tiempos es precisamente, a la vez, un oxímoron y una paradoja. No parece difícil individualizar, en la historia reciente de las democracias reales, un verdadero primer golpe de timón, al menos en la cultura política, y a partir del cual se ha comenzado a prospectar, en los epicentros políticos del mundo, la posibilidad de jugar el juego político de modo no democrático o de modos menos democráticos, aplicando incorrectamente las condiciones de la democracia o alterando algunas de sus reglas del juego, y atacando o erosionando sus presupuestos, o las precondiciones de la democracia. 

Como fecha simbólica de esta inversión de ruta se podría señalar el año 1975, en que se publicó el famoso informe sobre la gobernabilidad de las democracias de Crozier, Huntington y Watanuki. Desde entonces, la retórica de la gobernabilidad se difundió rápidamente en muchos ambientes, no solo entre los académicos, hasta convertirse en una especie de lugar común. Según esa opinión, el diagnóstico era, en el fondo, simple: la democracia funciona mal o poco, en el sentido de que no es eficiente en la función política esencial que es producir decisiones colectivas, y funciona mal porque es un régimen difícil y demasiado exigente. Por lo tanto, la terapia aconsejada era clara: para hacerla funcionar mejor o de una manera más eficiente, debemos disminuir sus exigencias. Entonces: 

1) En caso de necesidad, la democracia debe convertirse en un régimen menos inclusivo, en contraste con la primera regla. Piénsese en el problema de la inmigración, que se ha agudizado en los últimos tiempos sobre todo en Europa, donde masas crecientes de individuos no solamente son excluidos de los derechos de ciudadanía, sino que incluso son reducidos a condiciones semi-serviles o directamente criminalizados. 
2) En la medida en que le es útil al decision-making, se puede alterar el peso de los votos individuales en franca violación a la segunda regla. Me refiero con esto a las más o menos sofisticadas manipulaciones ingenieriles de los sistemas electorales, hechas en nombre de la gobernabilidad. 
3) Debido a que las lógicas “objetivas” del mercado global, ante las que debemos arrodillarnos como si fueran leyes divinas, inducen a grandes concentraciones, e incluso a monopolios de los medios de comunicación, resulta inevitable –sostienen los emperadores de la comunicación– infringir también la tercera regla, que exigiría lo contrario, es decir, el pluralismo informativo como obstáculo, tal vez insuficiente pero indispensable, contra la manipulación de la opinión pública. 

4) No solo razones de eficiencia sino algunas presuntas razones ideales son frecuentemente invocadas para promover una drástica simplificación del pluralismo político, reduciéndolo de hecho a un dualismo. Piénsese en los duelos televisivos. De este modo se provoca, en contra de la letra y el espíritu de la cuarta regla, la desafección de la democracia de todos aquellos que no se reconozcan en ninguna de las alternativas disponibles. 
5) Para asegurar eficazmente la gobernabilidad, se tiende a concebir, a ingeniar y a practicar el juego político como si éste fuese un juego de suma cero, en el cual es atribuido todo el poder al ganador a través de la absolutización indebida o distorsionada de la regla cinco, es decir, del principio de mayoría. 
El exorbitante alcance que ha venido a asumir el principio mayoritario, al grado de llevar a los estudiosos a aislar como una subespecie del régimen democrático a la así llamada “democracia mayoritaria”, acompaña y favorece lo que yo considero como la degeneración última, el paso final hacia el umbral que separa a la democracia de la autocracia. 

La institución de las elecciones es interpretada de manera unilateral, reductiva y distorsionada como un método para la investidura personal de un jefe supremo. La elección en verdad decisiva, o la que es percibida como tal, vale decir, como la que determina el rumbo político de un Estado y que incluso marca el destino de una colectividad, al menos hasta la siguiente consulta popular, consiste o se resuelve en la designación del jefe del ejecutivo, a quien le es conferido de facto el papel de guía del Estado. ¿Saben como se dice guía en latín? Dux… Duce.




















Árbol de la Democracia | 69: Michelangelo Bovero


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Michelangelo Bovero es un filósofo político italiano formado en Turín, discípulo de Norberto Bobbio y especializado en teoría democrática y educación cívica. 
Gianfranco Pasquino es politólogo, profesor en Bolonia y experto en partidos, sistemas electorales y análisis comparado. 
Luigi Bobbio fue sociólogo y politólogo, profesor en Turín, dedicado a políticas públicas y participación ciudadana. 
Alfio Mastropaolo es politólogo italiano, investigador del populismo, la representación política y la relación entre ciudadanía y élites. 
Gian Luigi Vaccarino es economista y estudioso de las políticas fiscales, la deuda pública y sus efectos sobre la gobernabilidad democrática. 
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Luigi Ferrajoli es jurista italiano, uno de los principales teóricos del garantismo, especializado en derechos fundamentales y límites del poder penal. 
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