Ensayo de una ética para
la civilización tecnológica
Muchas son las maravillas,
pero el hombre es la mejor.
Por el mar canoso corre sin miedo
al soplo invernal del Noto
y a su destino llega entre olas encrespadas;
atormenta a la diosa
soberana entre todas, la Tierra incansable
y eterna, y cultiva cada año los surcos
con la prole del caballo.
Echa la red y persigue
a la raza de los pájaros
de mentes atolondradas
y a las fieras de los bosques
y a las criaturas marinas
el hombre lleno de ingenio;
y con sus artimañas
domina a la fiera que el monte recorre,
pone yugo al corcel en su crin ondeante
y al fuerte toro silvestre.
Y lenguaje adquirió y pensamiento
veloz como el viento
y costumbres de civil convivencia
y a huir aprendió de la helada lluvia.
Infinitos son los recursos
con que afronta el futuro,
mas de Hades no escapará,
por más que sepa a dolencias graves sustraerse..
Pero así como mal puede usar
de su arte sutil e increíble,
le es posible aplicarla a lo bueno.
Si cumple la ley de su país
de acuerdo con los dioses por que jura,
patriota será, mas no,
en cambio, quien a pecar se atreva.
¡No conviva conmigo ni comparta
mis ideas quien tal hace!
El carácter modificado de la acción humana.
Todas las éticas habidas hasta ahora -ya adoptasen la forma de preceptos directos de hacer ciertas cosas y no hacer otras, o de una determinación de los principios de tales preceptos, o de la presentación de un fundamento de la obligatoriedad de obedecer a tales principios compartían tácitamente las siguientes premisas conectadas entre sí:
1) La condición humana, resultante de la naturaleza del hombre y de las cosas, permanece en lo fundamental fija de una vez para siempre.
2) Sobre esa base es posible determinar con claridad y sin dificultades el bien humano.
3) El alcance de la acción humana y, por ende, de la responsabilidad humana está estrictamente delimitado.
Es propósito de las consideraciones siguientes mostrar que tales premisas ya no son válidas y reflexionar sobre lo que ello significa para nuestra situación moral. Más concretamente, afirmo que ciertos desarrollos de nuestro poder han modificado el carácter de la acción humana. Y dado que la ética tiene que ver con las acciones, seguidamente habremos de afirmar que la modificada naturaleza de las acciones humanas exige un cambio también en la ética. Esto, no sólo en el sentido de que los nuevos objetos que han entrado a formar parte de la acción humana han ampliado materialmente el ámbito de los casos a los que han de aplicarse las reglas válidas de comportamiento, sino en el sentido mucho más radical de que la naturaleza cualitativamente novedosa de varias de nuestras acciones ha abierto una dimensión totalmente nueva de relevancia ética no prevista en las perspectivas y cánones de la ética tradicional.
Las nuevas capacidades a que me refiero son, claro está, las de la técnica moderna. Mi primer paso consistirá, pues, en preguntar de qué modo afecta esa técnica a la naturaleza de nuestras acciones, en qué medida hace que las acciones se manifiesten de modo distinto a como lo han hecho a lo largo de todos los tiempos. Puesto que en ninguna de esas épocas careció el hombre de técnica, mi pregunta apunta a la diferencia humana entre la técnica moderna y todas las técnicas anteriores.
Las nuevas dimensiones de la responsabilidad
Todo esto ha cambiado de un modo decisivo. La técnica moderna ha introducido acciones de magnitud tan diferente, con objetos y consecuencias tan novedosos, que el marco de la ética anterior no puede ya abarcarlos. El coro de Antígona sobre la «enormidad», sobre el prodigioso poder del hombre, tendría que sonar de un modo distinto hoy, ahora que lo «enorme» es tan diferente; y no bastaría ya con exhortar al individuo a obedecer las leyes. Además, hace tiempo que han desaparecido los dioses que en virtud del juramento recibido podían poner coto a las enormidades del obrar humano. Ciertamente, los viejos preceptos de esa ética «próxima» -los preceptos de justicia, caridad, honradez, etc.- siguen vigentes en su inmediatez íntima para la esfera diaria, próxima, de los efectos humanos recíprocos. Pero esta esfera queda eclipsada por un creciente alcance del obrar colectivo, en el cual el agente, la acción y el efecto no son ya los mismos que en la esfera cercana y que, por la enormidad de sus fuerzas, impone a la ética una dimensión nueva, nunca antes soñada, de responsabilidad.
El nuevo papel del saber en la moral
En tales circunstancias el saber se convierte en un deber urgente, que transciende todo lo que anteriormente se exigió de él: el saber ha de ser de igual escala que la extensión causal de nuestra acción. Pero el hecho de que realmente no puede ser de igual escala esto es, el hecho de que el saber predictivo queda rezagado tras el saber técnico que proporciona poder a nuestra acción, adquiere por sí mismo relevancia ética. El abismo que se abre entre la fuerza del saber previo y la fuerza de las acciones genera un problema ético nuevo. El reconocimiento de la ignorancia será, pues, el reverso del deber de saber y, de este modo, será una parte de la ética; ésta tiene que dar instrucciones a la cada vez más necesaria autovigilancia de nuestro desmesurado poder. Ninguna ética anterior hubo de tener en cuenta las condiciones globales de la vida humana ni el futuro remoto, más aún, la existencia misma de la especie. El hecho de que precisamente hoy estén en juego esas cosas exige, en una palabra, una concepción nueva de los derechos y deberes, algo para lo que ninguna ética ni metafísica anterior proporciona los principios y menos aún una doctrina ya lista.
¿Tiene la naturaleza un derecho moral propio? ¿Y si el nuevo modo de acción humana significase que es preciso considerar más cosas que únicamente el interés de «el hombre», que nuestro deber se extiende más lejos y que ha dejado de ser válida la limitación antropocéntrica de toda ética anterior? Al menos ya no es un sinsentido preguntar si el estado de la naturaleza extrahumana -la biosfera en su conjunto y en sus partes, que se encuentra ahora sometida a nuestro poder- se ha convertido precisamente por ello en un bien encomendado a nuestra tutela y puede plantearnos algo así corno una exigencia moral, no sólo en razón de nosotros, sino también en razón de ella y por su derecho propio.
Si tal fuera el caso, sería menester un nada desdeñable cambio de ideas en los fundamentos de la ética. Esto implicaría que habría de buscarse no sólo el bien humano, sino también el bien de las cosas extrahumanas, esto es, implicaría ampliar el reconocimiento de «fines en sí mismos» más allá de la esfera humana e incorporar al concepto de bien humano el cuidado de ellos. A excepción de la religión, ninguna ética anterior nos ha preparado para tal papel de fiduciarios; y menos aún nos ha preparado para ello la visión científica hoy dominante de la naturaleza. Esta visión nos niega decididamente cualquier derecho teórico a pensar en la naturaleza como algo que haya de ser respetado, pues la ha reducido a la indiferenciación de casualidad y necesidad y la ha despojado de la dignidad de los fines. Y, sin embargo, de la amenazada plenitud del mundo de la vida parece surgir una sorda llamada al respeto de su integridad.
¿Debemos escucharla?, ¿debemos reconocer su exigencia como vinculante, puesto que está sancionada por la naturaleza de las cosas, o bien no ver en ella más que un sentimiento nuestro al que, si lo deseamos, bien podemos abandonarnos siempre que podamos permitírnoslo?
La primera alternativa, si se toman en serio sus implicaciones teóricas, nos obligaría a ampliar mucho más el mencionado cambio de ideas y a pasar de la doctrina de la acción, esto es, de la ética, a la doctrina del ser, esto es, a la metafísica, en la que toda ética ha de fundarse en último término. Acerca de este asunto especulativo no voy a decir aquí sino que deberíamos mantenernos abiertos a la idea de que las ciencias naturales no dicen toda la verdad acerca de la naturaleza.
El homo faber por encima del homo sapiens
Si volvemos a consideraciones estrictamente humanas, observamos un nuevo aspecto ético en el crecimiento de la techne en cuanto aspiración humana, crecimiento que rebasa las metas pragmáticamente limitadas de otros tiempos.
Por aquel entonces, así lo hemos visto, la técnica era un dosificado tributo pagado a la necesidad, no el camino conducente a la meta elegida de la humanidad; era un medio con un grado finito de adecuación a fines próximos bien definidos. Hoy la techne, en su forma de técnica moderna, se ha transformado en un infinito impulso hacia adelante de la especie, en su empresa más importante, en cuyo continuo progresar que se supera a sí mismo hacia cosas cada vez más grandes se intenta ver la misión de la humanidad, y cuyo éxito en lograr el máximo dominio sobre las cosas y los propios hombres se presenta como la realización de su destino.
De este modo el triunfo del homo faber sobre su objeto externo representa, al mismo tiempo, su triunfo dentro de la constitución íntima del homo sapiens, del cual solía ser en otros tiempos servidor. En otras palabras, incluso independientemente de sus obras objetivas, la tecnología cobra significación ética por el lugar central que ocupa ahora en la vida de los fines subjetivos del hombre.
La acumulativa creación tecnológica -es decir, el mundo artificial que va extendiéndose- intensifica en un constante efecto retroactivo las fuerzas concretas que la han producido; lo ya creado exige su siempre nueva capacidad inventiva para su conservación y ulterior desarrollo, recompensándola con un éxito aumentado que, a su vez, contribuye a que surja aquella imperiosa exigencia. Este feed-back positivo de necesidad funcional y recompensa -en cuya dinámica no hay que olvidar el orgullo por los logros alcanzados- alimenta la creciente superioridad de un aspecto de la naturaleza humana sobre todos los demás y lo hace inevitablemente a costa de ellos. Si bien nada tiene tanto éxito como el éxito, nada nos atenaza tanto como él.
La ampliación del poder del hombre sobrepasa en prestigio a todo lo demás que pertenece a su plenitud humana; y así, esa ampliación, sometiendo más y más las fuerzas de los hombres a su empeño, va acompañada de una contracción de su ser y de su concepto de sí. En la imagen que de sí mismo sustenta -la idea programática que determina su ser actual tanto como lo refleja- el hombre es ahora cada vez más el productor de aquello que él ha producido, el hacedor de aquello que él puede hacer y, sobre todo, el preparador de aquello que en breve él será capaz de hacer. Pero ¿quién es ese «él»? No vosotros o yo. Son el actor colectivo y el acto colectivo, no el actor individual y el acto individual, los que aquí representan un papel; y es el futuro indeterminado más que el espacio contemporáneo de la acción el que nos proporciona el horizonte significativo de la responsabilidad.
Esto exige una nueva clase de imperativos. Si la esfera de la producción ha invadido el espacio de la acción esencial, la moral tendrá entonces que invadir la esfera de la producción, de la que anteriormente se mantuvo alejada, y habrá de hacerlo en la forma de política pública. Nunca antes tuvo ésta parte alguna en cuestiones de tal alcance y en proyectos a tan largo plazo. De hecho la esencia modificada de la acción humana modifica la esencia básica de la política.
individuales difíciles entre sus miembros. Esto representa el paso del uso médico al uso social de las posibilidades técnicas; se abre así un campo indefinido de potencialidades preocupantes. Los rebeldes problemas del dominio y de la anomia en la moderna sociedad de masas hacen extremadamente seductor el extender tales métodos de control a categorías extramédicas con vistas a la manipulación social. Surgen aquí varias preguntas sobre los derechos y la dignidad del hombre; el complicado problema de la tutela que quita los derechos de mayoridad frente a la que los otorga exige respuestas concretas.
¿Debemos inducir la disposición al estudio en los niños en edad escolar mediante el suministro masivo de drogas y esquivar así la apelación a la autonomía de la motivación? ¿Debemos superar la agresividad mediante la pacificación electrónica de ciertas regiones cerebrales? ¿Debemos provocar sentimientos de felicidad, o al menos de placer, por medio de una estimulación independiente de los centros del placer -esto es, independiente de los objetos de dicha y de placer- y de su obtención en la vida y actuación personales?
Las preguntas pueden multiplicarse. Las empresas podrían tener interés en utilizar algunas de esas técnicas para aumentar la productividad de sus empleados. Dejando aparte la consideración acerca de la coacción o el consentimiento, e independientemente de la cuestión de los efectos colaterales no deseados, cada vez que de esta manera esquivamos el modo humano de tratar los problemas del hombre, sustituyéndolo por los cortocircuitos de un mecanismo impersonal, suprimimos algo de la dignidad del yo personal y damos un paso más en el camino que lleva a convertir a los sujetos responsables en sistemas programados de comportamiento.
La funcionalidad social, por importante que sea, constituye sólo una cara del asunto. La pregunta decisiva es qué clase de individuos componen la sociedad para que la existencia de ésta pueda ser valiosa como un todo. En algún momento a lo largo de la línea de creciente capacidad de manipulación social al precio de la pérdida de la autonomía individual habrá que plantearse la cuestión del valor, de si «vale la pena» toda la empresa humana. La respuesta apunta a la idea de hombre con la que nos sentimos comprometidos. Hemos de volver a reflexionar sobre ello a la luz de lo que hoy podemos hacer con esa idea o del perjuicio que podemos ocasionarle, cosa que antes no era posible.
El control de la, conducta
Algo parecido sucede con el resto de las casi utópicas posibilidades que el progreso de las ciencias biomédicas en parte pone ya a nuestra disposición -para su traducción en capacidad técnica- y en parte promete. Entre ellas, el control de la conducta está ya mucho más cerca de la fase de su realización que el todavía hipotético caso al que acabo de referirme; y las cuestiones éticas que plantea son menos hondas, pero tienen una relación más directa con la concepción moral del hombre. También esta nueva forma de intervención sobrepasa las viejas categorías éticas. Éstas no nos han equipado para juzgar, por ejemplo, sobre el control de la mente mediante agentes químicos o mediante influjos eléctricos directos sobre el cerebro por implantación de electrodos; intervenciones que -supongámoslo así- se efectúan con vistas a fines perfectamente admisibles e incluso loables.
La mezcla de posibilidades saludables y dañinas es notoria, pero la frontera entre ambas no puede trazarse fácilmente. Liberar a enfermos mentales de síntomas dolorosos que provocan trastornos funcionales en el organismo parece sin duda beneficioso. Pero es imperceptible el paso que lleva de aliviar al paciente -una meta perfectamente acorde con la tradición médica- a aliviar a la sociedad de la incomodidad provocada por comportamientos
La manipulación genética
Esto tiene aún mayor vigencia en lo que se refiere al último objeto de la tecnología aplicada al hombre: el control genético de los hombres futuros. Es un tema demasiado extenso como para tratarlo de pasada en estas consideraciones preliminares, por lo que tendrá su propio capítulo en la «parte aplicada» que se publicará con posterioridad. Aquí nos contentaremos con aludir a este ambicioso sueño del homo faber, que vulgarmente se resume diciendo que el hombre quiere tomar en sus manos su propia evolución, no sólo con vistas a la mera conservación de la especie en su integridad, sino también con vistas a su mejora y cambio según su propio diseño. Si tenemos derecho a ello, si estamos cualificados para tal papel creador, son las preguntas más serias que se les puede plantear a unos hombres que de repente se hallan dueños de ese poder que el destino ha puesto en sus manos.
¿Quiénes serán los escultores de esa imagen, según qué modelos y sobre la base de qué conocimientos? Se plantea también la cuestión del derecho a experimentar con los seres humanos futuros. Éstas y parecidas preguntas, que exigen una respuesta antes de que emprendamos viaje a lo desconocido, muestran de la forma más enérgica en qué medida nuestro poder de acción desborda los conceptos de toda ética anterior.
Hans Jonas propone que todo saber implica una carga moral: conocer es también responder por las consecuencias de ese conocimiento. En una era donde la ciencia transforma la vida misma, el pensamiento de Jonas nos exige repensar la ética como una fuerza capaz de contener el poder del hombre sobre la naturaleza.
La responsabilidad del conocimiento no es un límite al progreso, sino su conciencia. Para Jonas, la humanidad solo será verdaderamente sabia cuando su saber no destruya aquello que le da sentido: la vida. Así, la filosofía se convierte en un llamado urgente a custodiar el futuro con la lucidez de quien entiende que cada descubrimiento es también una promesa y una amenaza.
Jonas- El principio de responsabilidad.pdf by José Luis Castrejón Malvaez



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