CÓMO SÁNCHEZ
DESTRUYE ESPAÑA
España atraviesa una crisis inédita bajo el sanchismo.
La mentira se ha convertido en norma, la división en estrategia
y el futuro nacional es rehén de intereses personales y partidistas.
Miquel Giménez, periodista con más de treinta y cinco años en los medios y veintitrés como militante del PSC, define el sanchismo como un virus: una patología política que destruye España desde dentro.
España atraviesa una crisis inédita bajo el sanchismo. La mentira se hace norma, la división estrategia y el futuro nacional, un rehén de intereses personales y partidistas.
Este libro disecciona cómo Pedro Sánchez ha convertido cada institución en un instrumento de poder personal. La justicia colonizada por jueces afines.
La educación entregada al adoctrinamiento woke. Los medios comprados con subvenciones. Los sindicatos transformados en correas de transmisión.
Las Fuerzas Armadas ninguneadas. La inmigración ilegal como arma electoral.
TODO AL SERVICIO DE UN SOLO OBJETIVO: PERPETUARSE EN LA MONCLOA ALIADO CON SEPARATISTAS, COMUNISTAS Y HEREDEROS DE ETA.
Con estilo incisivo, Giménez traza un paralelismo inquietante: la coalición que sostiene a Sánchez reproduce el Frente Popular de 1936. El mismo revanchismo, el mismo sectarismo, el mismo desprecio por España. Pero este no es solo un libro de denuncia. Es también una llamada a la resistencia civil. Porque todavía estamos a tiempo de decir basta. De recuperar la verdad frente a la mentira, la unidad frente a la división, el orgullo de ser españoles.
Una advertencia. Un diagnóstico. Un grito de alarma antes de que sea demasiado tarde.
ANTES DE EMPEZAR
ACLAREMOS CONCEPTOS
El sanchismo es mucho más que la consecuencia funesta de unir varias ideologías, de un Frente Popular 2.0, de la derivación del socialismo e incluso de los delirios megalomaníacos de Pedro Sánchez. Es más que la unión de una banda de perdedores históricos ávidos de revanchismo o de un simple hatajo de bandoleros.
El sanchismo no puede interpretarse solamente desde esos puntos de vista, aunque todos sean ciertos, ni siquiera de que es movimiento subvencionado por potencias extranjeras para desbaratar a España y convertirla en lacaya sin capacidad de respuesta. No es ni un experimento social ni un ensayo de cara al conjunto de Europa, ni el demérito de unos o el mérito de otros.
El sanchismo, para entendernos, es una patología, un virus, una enfermedad que ha conseguido insertarse en el débil sistema inmunitario de nuestro ordenamiento jurídico y que, en vez de ser combatido, ha sido potenciado por todos los interesados en ver a la nación de libres e iguales como un cadáver del que apropiarse los despojos.
El sanchismo es la sinrazón del malvado que hace el mal porque sí, sin motivo, aunque los haya, sin preguntarse nada, sin recriminación, sin empatía.
El sanchismo es el epítome del mal convertido en obra de gobierno y no tiene más razón que la suya ni más explicación que la de sus actuaciones.
El sanchismo es un veneno que nos destruirá si no lo combatimos. Ya se perciben los graves síntomas y eso es lo que pretenden explicar los siguientes capítulos.
El autor
INTRODUCCIÓN
Escribir acerca de España es un ejercicio de alto riesgo que en tiempos pasados tenía como consecuencia duelos al pie de la tapia de algún convento al despuntar el alba. A sable o pistola. De ahí que Larra, prudentemente, escribiera en uno de sus imprescindibles artículos: «No se admiten duelos ni desafíos».
El autor comparte ese criterio. Sé que nadie como los españoles para sentirse aludidos, aunque nadie los haya mentado. Somos gentes que viven pendientes de lo que piensen los demás. Hay particularidades, por vía de ejemplo, que presentan los idiomas. Así como en alemán existe la palabra schadenfreude, la alegría ante el mal ajeno, que hubiera debido ser española por lo que tiene de envidia, en español existe el concepto de picaresca, cosa que no existe en otros idiomas.
En nuestro país, triste es decirlo, se admira más al pícaro que al honrado, al que roba que al que no. Tenemos una pésima opinión de nosotros mismos y solemos salir del paso con un… «Si yo pudiera, también robaría» o el más ecléctico, pero igualmente terrible… «Aquí todos roban». Ambos quedan superados por el sectario… «Si han de robar, mejor que sean los míos», argumento que tengo muy escuchado entre separatistas catalanes a propósito de la familia Pujol. La inmoralidad se eleva a algo no tan solo cotidiano, sino inevitable, fatal, consuetudinario con nuestro modo de ser.
La tolerancia con el pillo, cuando no la abierta simpatía, es uno de los factores que nos ha llevado a dónde estamos. Porque el sanchismo, además de muchas otras cosas que iremos desgranando a lo largo de estas páginas, no es más que la secular picaresca española elevada a la enésima potencia. Casos como el de Ábalos, que en cualquier otro país hubiera sido motivo para hacer caer a un gobierno, aquí se contempla por parte de la opinión pública de forma amable, jocosa, incluso quitándole hierro al asunto, como haría un padre indulgente ante las calaveradas de su hijo. Todo eso deviene del complejo de inferioridad que propios y extraños han introducido en la médula de nuestro sentimiento nacional. Ocasión tendremos de extendernos más acerca del asunto, porque si los españoles ya nos sentimos acomplejados de por sí, la izquierda es el sector patrio que más inferior se siente.
Cuando se trata de emitir un juicio acerca de nuestro pasado, de nuestra sociedad, de nuestros dirigentes o de nuestros personajes históricos sentimos una vergüenza que no se corresponde para nada con todo lo que España ha hecho a lo largo de su historia. Si el sanchismo ha conseguido romper el frágil puente de la convivencia que se había trenzado tras muchos años y no pocos esfuerzos —y tascar el freno, digámoslo todo— es porque ha sabido explotar nuestros defectos de manera habilísima, canallesca y anti española.
Existe, repito, un tremendo complejo de inferioridad que viene de siglos ha, que nos arrastra, impeliéndonos a no acabar de consolidarnos nunca del todo. Me parece que con esto se entenderá mejor lo que supone de arriesgado —temerario, diría más bien— escribir acerca de por qué hay lo que hay, máxime si lo hace un español como es el caso. Porque si quien lo hace es de allende de nuestra tierra los prejuicios, la falta de conocimiento real, el tópico o la mala fe suelen ser cosa habitual. No es que desde fuera nos vean distorsionadamente, lo que tendría cierta explicación debido a lo poco y mal que nos hemos explicado a lo largo de la historia y lo mucho y sesgado que lo han hecho los demás. Es que incluso entre los hispanistas de buena fe, que haberlos haylos, se nota el acento negativo y uno comprueba que quien ha pergeñado ese libro, artículo o ensayo no es de aquí y, claro, le faltan claves.
Es difícil y les pondré un ejemplo. Analizar los separatismos vasco y catalán partiendo del carlismo, la fractura social que supusieron en el siglo XIX esa facción y su opuesta, la liberal, hijas del mal gobierno y de la guerra de la Independencia, para después ligarlo con los espadones groserotes y unos republicanos más ateneístas que políticos, sumándolo todo a la Restauración, el turnismo, la pérdida de las últimas partes de la España de ultramar para, finalmente, enlazarlo con el auge de los movimientos obreros anarquistas y socialistas mezclándolo con Lagartijo, la novela de folletón, el Tenorio, Larra, La canción del pirata y la Exposición Universal de Barcelona del 1888 quizá sea pedir mucho. Ya ni les cuento, basándonos en esto, lo imposible para alguien de fuera hacer un análisis de cómo nuestro pasado pesa y mucho en lo que sucede en la actualidad y lo que podría acabar sucediendo en un futuro próximo si no sajamos ese absceso llamado «¿Y a mí qué?» que tantas veces acude a la boca de un español cuando de política se trata.
La historia, por desgracia, se analiza y contempla al por menor, al detalle, y cuando se quiere hacer a lo grande lo grueso de la pincelada se lleva por delante asuntos de muchísimo peso e importancia. Lo malo que tiene intentar abordar algo tan complejo como España es que no bastan las cifras, las estadísticas, las fechas o los nombres propios. Pero no seamos parciales. Lo mismo nos pasa con frecuencia, quizá demasiada, a los españoles cuando pretendemos vislumbrar como hemos llegado hasta aquí y qué nos depara el futuro.
Nadie peor que un español para diseccionar esa España que tiene tantas versiones como españoles. Nuestro cáncer no son las dos Españas, son las mil y una Españas que existen según el acomodo de la mayoría, añadiendo a esto la pasividad suicida de esa mayoría silenciosa. Esos compatriotas que parecen impermeables a lo que vivimos a diario, a la degradación del país, de las instituciones, de la vida pública y privada. Uno se pregunta, no sin cierta angustia, qué tendría que suceder para que reaccionasen, saltando del sofá o abandonando el taburete de la barra del bar del barrio, para reaccionar. Justamente para no caer en circunloquios de café ni en melancolías de lo que fuimos un día y ya no seremos jamás, entiendo, y permítanme que me arrogue esa posible solución, que la única forma de hacerlo es abordar el problema con la curiosidad del entomólogo, la escrupulosa imparcialidad del juez, el corazón del poeta y, hecho todo eso, encomendarse a Dios, porque seguro que los palos me caerán de un lado, del otro o de ambos.
Así las cosas, lo más honesto es decir que lo que pueden encontrar en las páginas siguientes es el fruto de reflexionar sobre lo que somos como sociedad e individuos, llevado a cabo desde la atalaya de quien se dedica a hacerlo diariamente en los medios. Eso no es garantía de nada, pero sí podría tener el incierto valor del flaneur que pasea por las calles observando a las gentes y tomando nota. Solo en Voz populi, los últimos siete años, he escrito más de dos mil artículos que muchos lectores —empezando por mi querido editor Jesús Cacho y mi no menos querido jefe de opinión Alejandro Vara— han soportado con estoicismo ejemplar.
Si cuento esto es porque, a fuerza de cortar árboles, uno puede considerarse leñador según reza el viejo refrán. No se trata de pontificar ni de sentar cátedra, que para eso ya están los que viven de la hagiografía.
Si este libro debiese tener alguna guía me gustaría que fuese el de ser una reflexión, puede que equivocada, pero honesta a carta cabal. No pretendo más que dar una visión personal, que acaso concuerde con unos y disguste a otros. Personal y, añado, basada en los sesenta y siete años que tengo en los que he visto desarrollarse la política nacional desde ángulos distintos, puesto que uno también cambia con el tiempo, y de la misma manera que no puedes bañarte dos veces en el mismo río tampoco analizas igual a los treinta que a los cincuenta que a mi edad. La memoria siempre es útil cuando de trazar líneas histórico políticas de trata.
Esa memoria que ahora se quiere mixtificar, uno de los errores que nos hacen ser como somos. Como sea que el sanchismo es el virus que en el momento actual ha activado lo que de peor tenemos como pueblo, agitando limos que deberían haberse aquietado para siempre y destruyendo lo poco que manteníamos a duras penas en pie, he querido analizar a nuestra patria con el microscopio enfocado sobre esa bacteria denominada izquierda sanchista que, pareciendo múltiple y distinta, es vieja y apolillada. Si tuviésemos un calco de lo que fue el malhadado Frente Popular y lo colocásemos encima de la coalición que hoy le permite a Pedro Sánchez sentarse en la silla de presidente del Gobierno de España veríamos que coinciden en un noventa y nueve por ciento.
Toda aquella carga de inquina, frustración individual, medianías, envidias, iniquidad, egoísmo y mentira ha revivido merced a una izquierda que parecía haber evolucionado con la Transición, como supo hacerlo la derecha, siendo así que en realidad lo que hacía era camuflarse bajo el ropaje de la social democracia de los Willy Brandt y los Mitterrand para mejor resurgir cuando fuera más conveniente. Estos cuarenta años de democracia parlamentaria no sirvieron para que se fraguase una España más sólida y vertebrada, al contrario. Cuando ha sonado la hora, nos hemos encontrado con que la vajilla de la mesa común estaba tan agrietada que se ha roto al primer empujón. De todo esto habrá que hacer un análisis y los historiadores del futuro son los más adecuados para ello. A quienes estamos viviendo estos tiempos nos queda el recurso de poner lo que vemos por escrito, siquiera por vocación de notarios de la historia, de esa memoria de la que tanto habla la izquierda pero que tan poco aplica cuando le es manifiestamente adversa.
En este libro encontrarán esa memoria junto a mis opiniones expresadas de manera libre y sin ataduras con ninguna formación política. Ninguna, ni siquiera las que defienden algunas de las ideas que pudiera yo tener. A mi edad se cree en pocas personas dedicadas a la cosa pública, poquísimo en los partidos políticos y absolutamente nada en quienes pretenden hacernos comulgar con ruedas de molino. No creo que pueda pedirse más.
CONSIDERACIONES SOBRE
ESPAÑA Y LOS ESPAÑOLES
LA UNIDAD DE ESPAÑA
El mal denominado problema territorial se fundamenta, obviamente, en que a Sánchez no le gusta la unidad en nada y mucho menos la que se refiere a la nación española. Y excuso comentar lo que opinan acerca de lo mismo sus socios separatistas catalanes, culpables de un intento de golpe de estado en toda regla, o de sus socios ex batasunos, culpables del terror en las Vascongadas. En su condición de mentes totalitarias que desdeñan la discusión prefiriendo eliminar por vía de hecho a su oponente, —y no digamos los comunistas, con millones y millones de asesinados en el mundo debido a su sanguinaria doctrina— solo aceptan conceptos unitarios si se basan en la adoración al líder y a su política. Ahí sí que exigen, so pena de defenestración, una lealtad digna de aquellos jóvenes a los que, esclavizados por el consumo del hachís, el Viejo de la Montaña enviaba desde su nido en Alamut a los confines del mundo para ejecutar sus misiones de asesinato. No en vano la palabra asesino proviene del árabe al-hassassim.
Desde los tiempos en que Hasan-i Sabbah, fundador de esa secta nazarí, escindida de los ismaelitas, emitía sus sentencias de muerte sentado en su trono en pleno Imperio fatímida, hasta hoy, han cambiado muchas cosas pero no tantas como la masa imagina. Porque la condición humana sigue siendo la misma, por desgracia. En lo que se refiere a que un sátrapa criminal decida quien ha de morir a kilómetros de distancia en base a sus creencias insanas es evidente que no hemos avanzado nada. La Fatwa promulgada por algún Ayatola puede costarle la vida a más de uno, como bien sabe nuestro querido amigo Alejo Vidal Cuadras. O el mega zarismo putiniano puede hacer que a kilómetros del Kremlin alguien te pinche con un paraguas, condenándote a una muerte terrible por infección de polonio.
Pero, volviendo al ejemplo del Viejo de la Montaña, los jóvenes embriagados por la sustancia alucinógena que vivían en un paraíso artificial a los que seleccionaba para sus misiones de muerte se veían súbitamente privados de ella; Hasan les decía que si cumplían el encargo de matar a quién él les indicase morirían seguramente en el empeño, pero volverían a gozar de los placeres que creían reales merced al hachís, pero ya en el Paraíso de Alá, el de las mil huríes siempre vírgenes. Como no había asesinos mujeres desconocemos si a éstas les prometía miles de efebos también siempre intactos, porque en esa ordalía fanática se prometen vírgenes tan solo, como si las mujeres no pudiesen ascender al paraíso. Lógicamente, deseosos de retornar a aquel Edén puramente artificial, hacían lo que se les ordenase felices y contentos y marchaban decididos y fanatizados hasta acabar con la vida de su objetivo, satisfechos de cumplir con su mentor y convencidos de que el premio que les aguardaba era una eternidad de placeres sin cuento en el más allá. Igual que los terroristas de ahora.
Como el sanchismo tiene mucho de secta en la que se obedecen sin discutir las órdenes del jefe, sus integrantes siguen al pie de la letra las consignas esperando, no algo sublime como entrar en el paraíso celestial, sino una cosa mucho más mundana: el cargo, la prebenda, la canonjía y, en no menor medida, el poder figurar entre los elegidos del líder. Reconozcámoslo: en este sentido, los sanchistas son mucho más prácticos que los seguidores de Hasan. Eso sí, también son mucho más caros porque aquellos no cobraban y, en cambio, estos sí. Y del erario público. De todos modos, pretender que ese odio por España, su unidad, su historia —de la que ya hablaremos en su momento con motivo del revisionismo histórico aberrante— o su profunda repugnancia hacia la democracia liberal, justa, limpia y regida por normas iguales para todos sea motivado solo por motivos egoístas sería blanquear al sanchismo. Y no.
Aquí hablamos de la idea secular que ha tenido la izquierda en general y la española en particular de destrozar a la nación dividiéndola en reinos de taifas para luego volver a juntar los pedazos en una especie de confederación extrañísima, porque no se puede confederar más que entre desiguales y este no sería el caso español. Así pues, primero deben romper a la patria y luego volver a unir las piezas a su gusto y conveniencia. No están solos en el empeño, aunque la contradicción ideológica sea aberrante. Que sea precisamente una ideología como el socialismo que pretende, es un decir, que todos los seres humanos seamos iguales la que vaya de la mano del supremacismo catalán, que tiene sus más hondas raíces en un racismo profundamente crudo, implacable y sin contemplaciones hijo de los racistas Howard Stewart Chamberlain o Gobineau —lo describí en forma de novela en mi obra Operación Barcelona: matar a Hitler, publicada en esta misma editorial— o con los separatistas vascos, hijos de un orate llamado Sabino Arana que era incluso más racista que los propios nazis, tiene una lógica aberrante, pero lógica al fin y al cabo.
Lo unitario va en menoscabo de su estrategia. Si no se puede partir una roca sólida y fuerte, lo mejor es irla troceando en pequeñas porciones y, al final, la roca acabará por romperse en su integridad. Las justificaciones ideológicas que desde la izquierda se han empleado para este fin son tan pobres intelectualmente como mendaces. Cuando en el PSC yo hablaba de esto solían citarme a Comorera, un comunista admirado por propios y extraños desde Jordi Pujol y Esquerra hasta el PSUC, pasando por el propio PSC, que fue consejero de la generalidad varias veces durante la República. Sin entrar a fondo lo que significa en el fondo que un socialista tenga que acudir al comunismo para definir por qué España está mal hecha y hay que cambiarla —también citan a personajes oscuros como Serra y Moret del que nadie se acuerda— hablaban de la «cuestión nacional». Según aquellas luminarias pequeño burguesas del socialismo catalán, que ha acabado contaminando al de toda España, Comorera ponía el dedo en la llaga al afirmar, y el lector me perdonará la cita farragosa, «Cataluña es, pues, una nación. Pero Cataluña, camaradas, no es una comunidad de destino.
El principio de Lenin que afirma que dentro de cada nación moderna hay dos naciones se adapta perfectamente a Cataluña como a cualquier otra nación. Importa, compañeros, que meditemos y asimilemos este principio de Lenin. Su incomprensión abre las puertas a todas las desviaciones nacionalistas pequeño burguesas, nos conduciría a un callejón en el cual nunca ha hallado ni hallaría solución nuestro problema nacional». El resto, por resumir, viene a decir que, puesto que el proletariado es la clase mayoritaria en Cataluña, debe ser la clase trabajadora la que dirija la nación.
El proletariado se erige en clase nacional, en la misma «Nación» entendida como corpus totalitario sujeto al dictado de quien la conforma. Es decir, retóricas comunistoides a un lado, un dirigente comunista que tomó parte activa en la República, en el estatuto de autonomía, que fue consejero de la Generalidad y detentó responsabilidades concretas mientras se torturaba y asesinaba a miles las personas opuestas al régimen republicano comunista en las siniestras checas a manos del asqueroso SIM, no ponía en discusión lo sustancial: Cataluña es una nación pero, eso sí, «el problema nacional» solo puede solventarse con la asunción del poder por parte del comunismo. Nación y problema nacional, dos conceptos que podría haber ser sido formulados, y de hecho lo son, por Puigdemont o Junqueras y que han sido el principal ariete del nacionalismo pujolista. Resulta chocante la actitud que el PSUC mantuvo con la Convergencia de aquellos primeros años de nuestra democracia —y en los últimos del franquismo, en los que desde el despacho de Pujol en Banca Catalana se subvencionaba a cualquier piernas con tal de que fuera contra España, ojo, decimos España y no Franco— y viceversa.
En este marco de compra de voluntades y adhesiones con maletín interpuesto algún día habrá que hablar de cómo cierto cantante muy conocido recibió millones, así, en plural, suministrados por esa clase nacionalista escondida tras los negocios, así, para adoptar determinada postura política provocando con esto un tremendo escándalo nacional. La persona en cuestión quedó como un héroe, la causa nacionalista estuvo así bien servida y aquí paz y después gloria. Repito, se sabrá. Y esto que digo lo entenderá al menos un lector, parafraseando a Conan Doyle. El día en que se haga púbico veremos hasta dónde podía llegar el poder del dinero. Cosa que no ha cambiado nada, por cierto. Ahí lo dejo. Sigamos. Entre ambas formaciones, CiU y PSUC, existía una complicidad absoluta. Ahí está la relación entre el historiador Benet, comunista, y Pujol, que no se cansaba de loarlo. Si eso no se mostraba públicamente de manera tan clara entre socialistas y pujolistas era, en primer lugar, porque competían por gobernar la autonomía y, segundo, porque el votante del PSC siempre ha sido refractario al nacionalismo, de origen castellano parlante, de extracción humilde, proveniente de otras partes de España y admirador de Felipe y Guerra. Un español de izquierdas, resumiendo.
Me refiero al de aquellos tiempos; ahora, ni eso. Por lo tanto, las colusiones con todos quienes deseaban romper la igualdad entre los españoles han sido y son muchas. Por otra parte, al sanchismo le viene de perlas enfrentar territorios como una forma más de tapar sus vergüenzas. Véase la campaña a cara de perro que mantiene Moncloa con la presidenta Ayuso y, de resultas, con los madrileños. O esa batalla por llevar al patíbulo político al presidente valenciano Mazón por la DANA. Otro asunto del que algún día la historia tendrá que decir mucho y no bueno respecto hasta qué extremos pueden llegar los socialistas cuando de mentir e intoxicar se trata. No, a Sánchez nunca le ha convenido ni la unidad de España ni las instituciones y organizaciones que la representan.
De ahí se desprende también su desprecio hacia la figura del jefe del Estado, su majestad el rey Felipe VI, el empeño en que el rey Juan Carlos no retorne a su patria, la colonización de las Fuerzas de Seguridad del Estado —véase la tremenda injusticia que el ministro Marlaska cometió contra el para mí general Pérez de los Cobos—, la Justicia, el lento y disimulado intento de desmantelar determinadas unidades policiales, el mantener al ejército alejado de sucesos como la terrible DANA o, ya en el plano de la representación nacional, el menosprecio que mantiene desde el minuto uno hacia el Congreso de los Diputados y ya no digamos el Senado donde tiene mayoría el PP. Podríamos concluir que, al fin y al cabo, a Sánchez lo que no le gusta de la unidad de España es la propia España y sus instituciones, y que preferiría derribarlo todo para crear un estado ex novo con él mismo al frente como presidente, a lo Chávez.
Todos sus pasos, todas sus actuaciones, incluso su histrionismo barato, copian el estilo chavista y se encaminan justamente a una república de corte bolivariano. Esta es una acusación que molesta a los pro gubernamentales, pero ya me dirán ustedes qué puede deducirse de alguien que va colocando en lugares estratégicos como la presidencia del Tribunal Constitucional o la Fiscalía General del Estado a personajes adictos a su causa, alguien que apenas acude al parlamento a rendir cuentas o que ni siquiera se digna convocar un Debate del Estado de la Nación, refugiándose en actos diseñados ad hoc con sus fieles para decir cuatro consignas falaces.
Un individuo que ante una desgracia o el estallido de la corrupción más nauseabunda de sus más próximos espeta: «Yo estoy bien», «Si quieren ayuda que la pidan» o el estúpido «Son las cinco y no he comido» ya demuestra lo que es como persona. Nada. Con todos esos precedentes, es inaudito que un dirigente europeo se niegue de manera tan pertinaz a rendir cuentas. Sánchez lo hace porque de la dispersión de voto ha hecho virtud, porque a base de tanto mensaje propagandístico aquel antaño sólido edificio llamado España está cada día más cuarteado por quienes lo quieren derribado desde dentro y desde fuera —léase Marruecos— y porque la oposición no ha sabido, podido o querido organizarse en un frente unido y beligerante, dedicándose las más de las veces a pelearse entre ellos que contra el adversario común. A ellos también la historia los juzgará y no será amable, lo digo con pesar.
A Sánchez, pues, le molesta España, su historia, sus instituciones, sus tradiciones seculares, incluso su bandera. Quiere otra cosa totalmente diferente y sabe que para conseguirla debe borrar todo lo hecho en España. Hablando en plata, lo que ansía es dejarla como un solar y sobre ese solar alzar un edificio que poco o nada tendría que ver con lo que hemos sido. Con una historia debidamente modificada a su gusto, con una sociedad artificialmente inventada por él, con instituciones que actuasen como la voz de su amo, en fin, lo que viene siendo una dictadura con todos los atributos que componen la misma. Todo esto está sucediendo ante nuestros ojos y vemos como cada día surge un nuevo nacionalismo en el solar patrio. Que eso tiene mucho de interés mezquino y posee un asqueroso tufo de cacique local es indiscutible, pero no perdamos de vista que detrás de esos folclorismos de salón también hay un plan muy bien trazado.
Me recordaba el otro día un amigo historiador que, durante la guerra, Santander emitía moneda pública. A eso quiere llegar Sánchez y de ahí que ahora se hable del andaluz como idioma, que se fomenten partidos separatistas en León o en El Bierzo, que la furia por imponer el asturiano haya alcanzado cotas que hace pocos años nadie hubiera sospechado o que en Aragón digan que su idioma es el aragonés, la fabla, que, dicho sea con todos los respetos, es un dialecto que se habla solamente en la franja pirenaica en la tierra de mi abuela materna. ¿Llegaremos a ver traducción simultánea en el Congreso del panocho murciano o el castúo extremeño? Si la hay para catalanes, vascos, etc., sería lo justo, porque aquí, o todos o ninguno. Y el españolito de a pie, al que no le alcanza el sueldo, el que ve como lo fríen a impuestos mientras los gobernantes están instalados en una dorada corrupción, el que paga en definitiva la fiesta del chivo se pregunta ¿y a mí qué me importa que se hable catalán en el Congreso? ¿En qué mejora mi vida ese tipo de cosas? La respuesta es lapidaria: en nada. El culmen de todo este odio hacia España llegará cuando introduzcan al traductor del silbo gomero. Pero me detengo en lo que respecta a este asunto, no sea que Sánchez lea o le lean —lo más probable— estas páginas y le esté dando ideas.
LA BUROCRACIA COMO REFUGIO DE LOS INÚTILES
De la misma forma que Vargas Llosa, que Dios tenga en su Gloria, se preguntaba cuándo se jodió el Perú, los españoles podríamos formularnos la misma cuestión. ¿Cómo una nación que dominó un Imperio mundial ha acabado pordioseando ante los plutócratas de Bruselas? ¿Qué razones hay para que nuestra voz no sea escuchada por nadie ni nuestra opinión valga una higa? ¿Qué mano —o manos— negras han hecho que España haya ido de mal en peor desde el siglo XVIII?
Seguramente los conspiranoicos tengan muchas causas a las que atribuir nuestra decadencia, pero la realidad siempre es mucho más cruel y trágica que la mejor de las ficciones dramáticas. Si estamos como estamos es única y exclusivamente por culpa de nosotros mismos, de los españoles.
Una nación poblada por patriotas que se sienten orgullosos de su tierra puede ser atacada, pero jamás podrá desaparecer de manera deshonrosa ante la indiferencia de sus pobladores. Que es, justamente, lo que nos sucede. Respondiendo a la pregunta de Vargas Llosa aplicada a nuestra patria, España se empezó a joder cuando los españoles empezamos a abandonarla, a ser más egoístas que españoles, a preferir nuestra bandería, nuestra patria chica o nuestros asuntos al conjunto nacional. Decía el poeta que el reino perdido de Tebas murió cuando no tuvo poetas que lo cantasen.
Esto es lo que nos ha pasado a nosotros, que, por creernos, incluso hemos tragado con falacias como la «Leyenda Negra», ingenioso artificio propagandístico anglo sajón para ocultar sus tropelías y genocidios en las Indias. Es la paradoja del español: suele tener devoción por la Semana Santa, pero es ateo; dice que esto de España no tiene arreglo pero ojito con meterte con su pueblo; asegura no sentirse patriota porque eso es de fachas, pero se pone como un loco cuando ganamos al fútbol, al tenis o en cualquier competición deportiva. En suma, nuestra españolidad —comprendan que no hablo de todos ni de la mayor parte siquiera— es de una hipocresía tremenda. Nos da vergüenza sentirnos españoles y proclamarlo en voz alta. Decimos una cosa y hacemos otra, lo cual además de ser un rasgo muy nuestro es de una esterilidad social, política, económica e histórica brutal.
El provincianismo ha sido y es un virus mortal para la nación española. Y cuando nos toca ejercer de españoles es, por lo general, para hablar mal de nuestra patria. Es aquella vieja frase que reza: «Si está hablando pésimamente de España seguro que es español». Despreciamos a nuestros genios, los ignoramos, permitimos que se hayan ido históricamente a trabajar a otros países donde han dado a la humanidad auténticos logros, pero se nos cae la baba con cualquier piernas con apellido extranjero que venga a decirnos que el agua moja. Es puro papanatismo intelectual y la razón por la cual en España se admira más a una famosa que lo es solo por abrirse de piernas delante de un señor conocido y dejarse preñar, o a un futbolista que apenas sabe hilvanar una frase medianamente inteligible, antes que a un científico que se pasa la vida investigando sobre cómo curar el cáncer por una miseria de sueldo.
Y encontramos espléndido que a los primeros se les retribuyan sus miserias con millones y millones, muchas veces extraídos del dinero de todos los españoles, mientras que al científico le regateamos todo. Recuerdo al gran Doctor Joan Oró, a quien tuve el honor de conocer, cuando me dijo que, tras su regreso de los EE. UU. donde era una eminencia —el Doctor Oró fue un bioquímico eminente que trabajó para la NASA donde lo trataban como lo que era, un sabio—, pensando que con la democracia podía hacer algo en su tierra, se volvía otra vez a su país de acogida. Grave error. «Mire —me confesó— allí pido una probeta y al momento tengo una caja; aquí, además de tardar meses en darme respuesta, al final, no me las envían. Existe una especie de pereza, de inactividad, de burocracia que todo lo retrasa y entorpece y nadie parece dispuesto a hacer nada por solventarlo.
Y así no farem res, no haremos nada». Se hizo político esperando poder intervenir en ese estado de cosas. Fue peor. Retornó a los EE. UU. donde no le faltaron nunca los medios ni el dinero para su trabajo y donde, además, se le brindaba el respeto que sus compatriotas le negaban. Y a eso vamos. El diagnóstico es tan válido ahora como lo fue en los inicios de la Transición. Junto a la envidia, la pereza y la falta de interés en lo intelectual, la burocracia es uno de los grandes frenos al progreso español. Esto lo sabe muy bien la izquierda y por eso multiplica los cargos, los asesores, los asesores de los asesores, los organismos inútiles, los ministerios y los departamentos oficiales aunque sepa que no han de servir para nada que no sea colocar a sus conmilitones. Es obvio que eso obedece al temor a la libertad que tienen los que provienen de ideologías marxistas.
El empleador por excelencia ha de ser el Estado, dicen, que, gobernado por el partido, es quien ha de regular los trabajos e ingresos de sus habitantes asegurándose así un control social absoluto. Cuando Berlinguer empezó a hablar del eurocomunismo, que algunos interpretaron como una ruptura con el viejo estalinismo y un rapprochement con la democracia liberal, no lo creí a pesar de mi juventud. Los cantos de sirena pudieron engatusar a muchos, cierto, pero me resultaba imposible creer que, a nivel español, el responsable de las sacas, de Paracuellos y de tantos otros crímenes como fue Santiago Carrillo pudiese vendernos ese comunismo con rostro humano, él, que había servido a Stalin sin abrir la boca. Porque comunismo y democracia son conceptos totalmente antagónicos.
Y nunca he creído que el comunismo, como el nazismo, tengan un rostro ni humano ni vagamente parecido a eso. Me permito un inciso: si el nacional socialismo se considera una atrocidad —y lo es— y la apología del mismo es delito en Europa habiendo sido condenado por el Parlamento Europeo que al menos por una vez ha acertado, ¿cómo puede ser posible que existan partidos comunistas legales y la exhibición de banderas y símbolos comunistas o estén proscritos siendo como son los causantes de millones de muertes?
Si usted le grita «nazi» a cualquiera eso se interpreta como insulto, pero no pasa lo mismo si dice «comunista». Lo vemos a diario. Los comunistas se vanaglorian, se ufanan, se pavonean, e incluso con Sánchez están en el Gobierno desde que éste empezó su andadura en la presidencia. Es una mixtificación histórica que proviene del final de la II Guerra Mundial y que se mantiene viva a día de hoy.
Nadie les echa en cara el estalinismo y sus terribles matanzas como el Holomodor ucraniano que mató a miles de seres humanos de hambre o a los terribles gulags, o a los juicios de Moscú; tampoco se les avergüenza con el régimen de Pol Pot, que llegó a proscribir el canto de los pájaros por considerarlo antirrevolucionario o asesinó a las personas que llevaban gafas por presuponerles una condición de intelectuales reaccionarios con el movimiento de los Jemeres Rojos, la banda de asesinos que no desmerece ni a las SS ni a la NKVD; mucho menos su agresión constante a los países del Este que vivieron sojuzgados a Moscú durante décadas o, por hablar de la actualidad, las dictaduras norcoreanas, vietnamitas, venezolanas o cubanas.
Finalizo el inciso con la perplejidad de quien no comprende ese doble rasero de medir, atribuyéndolo a la complacencia de la izquierda socialista y a la aquiescencia criminal de las fuerzas no marxistas que han estado durmiendo el sueño de los justos, por decir algo, desde el siglo pasado. De ahí que los Gobiernos socialistas en España, que han virado de manera brutal hacia el viejo largo caballerismo de la malhadada República, hayan seguido a pies juntillas las tesis más ortodoxas del PCE y vean con malos ojos a la iniciativa privada, siendo su primer objetivo pulverizar las clases medias, abrumándolas con impuestos voraces y sometiéndolas a normativas absurdas que, prácticamente, hacen que a nadie le salga a cuenta ser autónomo o montar un pequeño negocio.
La clase media, auténtico colchón de revoluciones suicidas y experimentos socialistas, está prácticamente trinchada en España gracias al sanchismo y sus adláteres. Que la mayoría de la juventud prefiera ser funcionario a tener su propia empresa es un síntoma alarmante de la eficacia de estas políticas que he mencionado. Decía Antonio Banderas en una entrevista concedida a «El Hormiguero» que, mientras en los EE. UU. los alumnos de las universidades pensaban en emprender un proyecto propio, en España la mayoría de los jóvenes lo que querían era sacarse una oposición y ser funcionarios. Añado que el error de este tipo de jóvenes es de dimensiones estratosféricas, porque no es el Estado quien crea la riqueza, son las empresas, los emprendedores, los trabajadores, en fin, los que participan de la economía real y cotidiana, esa en la que circula el salario directo e indirecto y en la que se promueve la prosperidad.
Claro que la consecuencia de todo esto, y volvemos a lo de antes, es una clase media robusta y sólida y eso no interesa a la izquierda sanchista, que prefiere un país de ricos y pobres, sin colchón amortiguador, lo que le da carta blanca para hacer demagogia. Evidentemente, si los pobres dependen de una paguita, una subvención o, directamente, trabajan para papá Estado —la izquierda confunde estado y partido, como es harto conocido— miel sobre hojuelas. Sánchez ha hecho crecer la burocracia enormemente, pero tengamos claro que el mal viene de lejos, de aquel siglo XIX de las cesantías, en el que los nuevos que llegaban al Gobierno echaban de sus despachos a los que había colocado el anterior para sustituirlos por los suyos, los adictos como se denominaban entonces.
Las Comunidades Autónomas, de las que tendremos ocasión de hablar más detalladamente, han sido el paroxismo de esta idea. Esa excusa torticera de acercar la administración al administrado, basándose en el concepto de proximidad unida a la de reconocer Dios sabe qué «hechos diferenciales», ha permitido que el monstruo de la gente que acude a un despacho —si es que en realidad es así— para no hacer nada productivo sea inmensa.
Las leyes, reformas, añadidos, reglamentos, normas y demás palabrería que solo sirve para poner palos en las ruedas a la marcha de la economía y la sociedad es tan grande en nuestra patria que la motosierra de Milei se quedaría chica ante la selva de cosas a recortar.


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