EL Rincón de Yanka: LIBRO "EL PSOE EN LA HISTORIA DE ESPAÑA": PASADO Y PRESENTE DEL PARTIDO MÁS INFLUYENTE EN LOS ÚLTIMOS CIEN AÑOS 🌹💣💥💀

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martes, 17 de septiembre de 2024

LIBRO "EL PSOE EN LA HISTORIA DE ESPAÑA": PASADO Y PRESENTE DEL PARTIDO MÁS INFLUYENTE EN LOS ÚLTIMOS CIEN AÑOS 🌹💣💥💀


EL 
PSOE 
EN LA HISTORIA DE 
ESPAÑA

pasado y presente del partido 
más influyente en los últimos cien años

Salvo en la etapa franquista, el PSOE es el partido que más ha influido en la historia de España desde 1917 hasta la actualidad, y de modo determinante en dos periodos cruciales: la II República y la democracia actual desde su triunfal acceso al poder en 1982.
Sin embargo, su ideología y su trayectoria son las grandes desconocidas para la población en general, incluida la mayoría de sus propios afiliados. Hecho lamentable por cuanto una democracia exige el acceso de los votantes al conocimiento más preciso posible sobre aquellos partidos y personajes, de una ideología u otra, que tratan de gobernar la sociedad. Y de los que suele saberse poco más que las impresiones propagandísticas.
Este nuevo libro de Pío Moa expone con rigor historiográfico y agilidad periodística la apasionante evolución de un partido, cambiante como también lo ha sido, a veces traumáticamente, la historia del país en los ciento cuarenta años largos de existencia del PSOE.
INTRODUCCIÓN

PSOE, EL GRAN DESCONOCIDO

Exceptuando la etapa franquista, el PSOE, Partido Socialista Obrero Español, es el partido que más ha influido en la historia de España desde 1917 hasta la actualidad, y de modo determinante en dos etapas históricas: la II República y la democracia desde su acceso al poder en 1982. Y, sin embargo, su ideología y trayectoria son los grandes desconocidos para la población en general, incluidos sus votantes, y también para la mayoría de sus propios afiliados. Y ello pese a estudios historiográficos como los de Santos Juliá (Los socialistas en la política española) Ricardo de la Cierva (La historia perdida del socialismo español), los muy documentados de Enrique D. Martínez-Campos (seis gruesos volúmenes de más de 600 páginas), el de Juan Carlos Girauta (La verdadera historia del PSOE), o el de Javier García Isac (Historia criminal del Partido Socialista), de carácter más periodístico y ágil, y otros, que han pasado insuficientemente advertidos para la inmensa mayoría o están olvidados. En cuanto al presente ensayo, su enfoque y método difieren considerablemente de los anteriores, lo que creo le permitirá algunas novedades. 

En 1979 el PSOE celebró su centenario. Como el año coincidió con las primeras elecciones después de la Constitución, se presentó con el lema «Cien años de honradez y firmeza». El lema suscitó alguna gracieta de los comunistas y otros, que no pasaron de pullas sin efecto. Millones de personas aceptaron la versión propagandística, y aunque el PSOE no ganó aquellas elecciones, la idea preparó su triunfo apabullante en las siguientes, las de 1982. Era el partido de la honradez, la firmeza y los trabajadores, e iba a regenerar una España «casposa», atrasada e ineficaz, llena de resabios dictatoriales, iba a «meterla en Europa» y dejarla que no la «reconocerá ni la madre que la parió», en palabras de Alfonso Guerra, el ideólogo del partido y su político de más peso después de su líder, Felipe González. 

Para esas fechas el PSOE había ido olvidando, silenciosamente, los radicalismos con que se había presentado al comenzar la transición, cuando, en contraste con los comunistas, rechazaba la bandera con que Franco había ganado la guerra civil, la economía de mercado en pro de una economía autogestionaria a la yugoslava, y, definiéndose marxista y republicano, rechazaba la monarquía, traída por Franco, así como la unidad nacional al exigir «autodeterminación» para varias regiones que el partido consideraba naciones. El tácito cambio de postura iba a condensarse, ese mismo 1979, en el abandono oficial del marxismo, renuncia que, al menos en apariencia, rompía con la ideología que, abierta o implícitamente, le había dado identidad desde su fundación. Con todo, mantenía como rasgo determinante un radical antifranquismo, no demasiado intenso al principio, ya que su oposición a aquel régimen apenas había pasado de testimonial en el interior. Aun así, su propaganda pintaba al régimen anterior como una tiránica dictadura que mediante una represión sanguinaria, genocida, en la guerra civil y después, habría aniquilado a una república democrática, modélica incluso para el resto de Europa. Tiranía corrupta en extremo (Felipe González prometía «auditorías de infarto» en las empresas vinculadas al régimen anterior). Ese antifranquismo cuando ya no existía franquismo iría reforzándose hasta la promulgación, por los gobiernos de Zapatero y de Sánchez, de leyes contra el estudio independiente de la historia y su libre expresión, tratando de adoctrinar desde la escuela en las versiones elaboradas por el propio PSOE, los comunistas y los separatistas sobre la República, la guerra civil y la que Tamames llamaba «la era de Franco». 

Quien, como ocurre con la mayoría de la población, también en la derecha, acepte más o menos los rasgos de honradez, firmeza, obrerismo, democracia y antifranquismo con que saltaba el PSOE a la palestra, creerá conocer lo esencial de este partido. Pero una persona avisada ha de plantearse qué hay de cierto en ello, vista una propaganda tan persistente contra un Franco muerto en 1975 y un régimen ausente desde la Constitución de 1978; o esas leyes de memoria adversas a las libertades políticas. Propaganda que no se atenuaba conforme su objeto se alejaba en el tiempo, sino que se volvía más radical y porfiada. Este fenómeno suscita a su vez dudas razonables sobre las virtudes invocadas por el PSOE. 

¿Cómo ha tenido, pese a dudas y críticas, tanto éxito la autoalabanza del PSOE? A mi juicio, por varios factores confluyentes en la transición. Como veremos, porque la historia real del partido estaba casi por completo olvidada, también por el franquismo, cuya propaganda cargaba sobre el Partido Comunista que, al revés que el socialista, sí mantenía una perseverante lucha contra Franco. Así, millones de personas suponían al PSOE una historia moderada, máxime cuando este partido cultivaba también una imagen de pacifismo y defensa de los derechos ciudadanos contra cualquier dictadura. 

De modo que, como decimos, el PSOE emprendía su carrera en democracia como un casi perfecto desconocido no solo para la opinión pública en general, sino asimismo para el aluvión de afiliados y militantes que de pronto recibía, mientras el partido de derecha Unión de Centro Democrático (UCD) se descomponía tras haber dirigido el paso a la democracia. Y así ha seguido ocurriendo, insistamos, para la inmensa mayoría, lo que ha hecho que sus actuaciones políticas no se entiendan bien, o solo a medias. 

El historiador ha de preguntarse necesariamente: ¿qué demuestra el historial de cerca de siglo y medio de este partido, que ha marcado tan densamente la España del siglo xx y lo que va del xxi? La cuestión es clave, porque una sociedad democrática debe tener un conocimiento lo más veraz posible de los partidos y personas que la gobiernan o aspiran a gobernarla, y por ello importa mucho que la ignorancia sobre el PSOE se corrija. Este ensayo se propone responder en lo posible a esa necesidad. 

Es imprescindible aquí un breve comentario sobre el método de este trabajo. El estudio de la historia exige un triple método, de investigación, análisis y exposición. La investigación se ejerce sobre archivos, libros de memorias, actas parlamentarias, prensa de la época, estudios realizados por otros historiadores y documentos dispersos que no suelen aparecer sistematizados en ningún sitio. Hoy el trabajo está muy facilitado por Internet, facilitado, no eximido, pues un libro de fondo suele exigir años de trabajo empeñado. 

Conviene recordar algo aparentemente obvio: la historia no la hace el historiador, sino los protagonistas de ella, es decir, cuando hablamos de historia política, los partidos, líderes y disidentes, gobernantes e intelectuales políticamente vinculados. Son ellos los que actúan sobre las poblaciones y adquieren la responsabilidad por orientarlas en una dirección u otra. La investigación debe atender a los dichos, hechos, aspiraciones y cálculos de unos y otros, situándolos en sus contextos sociales y epocales, para dar una visión lo más próxima a la realidad. Esto parece «de cajón», pero no son infrecuentes ni mucho menos los estudios en los que el verdadero protagonista resulta ser el historiador, el cual hace ostentación de sus virtudes morales lamentando tal conducta o ensalzando tal otra, o, según su ideología o ego, maneja a los protagonistas reales haciéndoles decir o hacer lo que él cree conveniente, e interpretando el contexto a su gusto. Sin entrar en más disquisiciones, este defecto es bien visible en Santos Juliá, por ejemplo. También se ha dicho que la biografía de Franco por Paul Preston retrata más al autor que al biografiado. 

Como se deduce fácilmente, el fruto inmediato de la investigación, a menudo penosa, es una multitud de hechos, dichos y situaciones un tanto caóticos, entre los que se impone establecer un orden que los haga inteligibles mediante una cuidadosa relación entre los datos, valoración de ellos, examen de los contextos y análisis de las conclusiones aparentes. Esta segunda parte requiere un buen sentido lógico y cierta intuición. Por poner un caso simple, los políticos —todo el mundo en realidad— suelen expresar ideas o intenciones contradictorias y cambiantes según los momentos y contextos, casi siempre con algún valor político, pero muy distinto si van acompañadas de hechos o se quedan en palabrería. Muchos estudios se pierden en esta segunda fase, porque los árboles no les dejan ver el bosque, o la hojarasca les impide percibir el tronco y las ramas; en otras palabras, porque la multitud de detalles les hacen perder de vista la lógica general de ellos. 

Cierto que el análisis metódico nunca llega a dar una versión totalmente veraz de los hechos, pero una cosa es acercarse a su realidad y otra alejarse de ella con valoraciones falsas o mutilaciones del contexto. Cosas a las que es imposible escapar por completo, pero que en una masa de historias constituyen el verdadero y fraudulento método, causa de relatos solo digeribles para una «memoria» histórica cuya incapacidad para sostenerse en un debate intelectual les obliga a intentar imponerse por ley. Es en cierto modo divertido constatar cómo esa involuntaria confesión de falsedad de los «memoriadores», suele acompañarse de pomposas declaraciones sobre «metodologías», a menudo adjetivadas de «científicas». Metodología significa estudio de los métodos, cuando en realidad se refiere al método empleado, pero alargar la palabra parece dar más «ciencia» al asunto. El valor de ese método o «metodología» nos lo certifican sus conclusiones: la República representaría según ellos la libertad y la democracia, lo que solo es cierto a medias o a menos que a medias; y el Frente Popular continuaría y ampliaría la democracia republicana, lo que ya es disparatado; la propia composición del Frente Popular, alianza de partidos sovietizantes (PSOE y PCE) y de separatistas más algún auxiliar golpista, era antagónica de lo que se entiende por democracia. Fue además, como veremos, precisamente el destructor de la legalidad republicana. Las absurdas conclusiones de esas «metodologías» lo dicen todo sobre su carácter «científico». Al respecto puede ser útil al lector mi Galería de charlatanes, sobre la penosa historiografía todavía dominante. 

Otra cosa es el método expositivo, y el de este libro demanda una explicación. Como verá el lector, nunca doy la referencia anotada de las citas, y esto se debe a la doble razón de que la mayor parte de ellas pueden encontrarse fácilmente en Internet, y de que, si el lector tiene curiosidad, puede encontrarlas en libros aquí mencionados, y sobre todo en los miles de notas de mi trilogía Los personajes de la República vistos por ellos mismos, un análisis contrastado de las memorias de aquellos protagonistas; Los orígenes de la guerra civil española, acerca de las tensiones e intenciones que desembocaron en la insurrección socialista-separatista catalana de octubre de 1934; y El derrumbe de la Segunda República y la guerra civil. Estos tres libros y otros menores creo que dibujan con razonable claridad el perfil histórico del PSOE. Las referencias a los separatismos, tan ligados a la evolución del Partido Socialista, se encuentran, aparte de en libros ajenos, en Una historia chocante. Los nacionalismos vasco y catalán en la historia contemporánea de España. Y los referentes al posfranquismo y hasta hoy, en La transición de cristal y trabajos más de actualidad. Más otros numerosos artículos de tema histórico y político en Libertad Digital y en mi blog Más España y más democracia. Todos ellos basados en hasta diez años de investigación en las fuentes citadas. He pensado que al lector normal le será más fácil y asimilable la lectura prescindiendo de un aparato referencial a menudo pesado y en este caso poco necesario.

PRIMERA PARTE

EL PSOE CONTRA EL RÉGIMEN LIBERAL 
DE LA RESTAURACIÓN

I

EL MARXISMO COMO DOCTRINA 
DE GUERRA CIVIL

En 1888 el fundador del PSOE, Pablo Iglesias Posse, hizo esta declaración programática: «La actitud del Partido Socialista Obrero con los partidos burgueses, llámense como se llamen, no puede ni debe ser conciliadora ni benévola, sino de guerra constante y ruda». En aquel año, el partido llevaba nueve de existencia y seguía siendo demasiado débil para traducir en actos una actitud tan belicosa, pero lo importante aquí es la exposición de principios marxista, de lucha de clases. Es decir, de guerra civil, atenuada mientras no se reuniera fuerza suficiente para esperar vencer, y guerra abierta revolucionaria llegado el momento. Si bien se especulaba con la posibilidad de que en su forma atenuada de constante agitación de masas, la lucha de clases llegara a debilitar tanto al capitalismo que este cayera sin llegar al radical choque violento. 

El PSOE condenaba la democracia burguesa y las libertades también burguesas, y en aquel tiempo al ejército, a la intervención en Marruecos, más tarde a la unidad nacional, al empresariado y otras cuestiones. Y reivindicaba mejoras laborales para los trabajadores, en particular la jornada de ocho horas, pero estos eran asuntos de carácter sindical, que debían atraer a los obreros hacia objetivos ideológicos mucho más vastos que las mejoras concretas dentro de la sociedad burguesa. Objetivos resumibles en la sociedad comunista anunciada y teorizada por Marx y Engels. 

El PSOE lo fundaron en Madrid, en 1879, unas veinticinco personas, cinco de ellas intelectuales y casi todos los demás tipógrafos, considerados la «aristocracia obrera», por estimárselos más cultos que la mayoría. Uno de estos, Pablo Iglesias, encabezaba el grupo. En Europa, por supuesto en España, dos corrientes ideológicas se disputaban la representación y el favor de los trabajadores manuales: la anarquista procedente de la I Internacional, y la marxista, que se había separado de la anterior y formado una II Internacional, a la que se adhirió el PSOE. Ambas agrupaciones, aunque rivales entre sí, compartían ideas como que los trabajadores no tienen patria, que sus intereses son antagónicos con la sociedad burguesa o capitalista y están destinados por la marcha de la historia a destruir dicha sociedad para construir una igualitaria o comunista. El PSOE optó por el marxismo, que sería su seña de identidad definitoria durante sus primeros cien años, hasta el mismo 1979 en que decidió abandonar esa ideología, al menos de forma oficial y programática, pero reivindicando al mismo tiempo, con énfasis y orgullo, su historia anterior. 

Pese a esa reivindicación, el PSOE se habría convertido, al menos en apariencia, en un partido distinto del marxista que había sido, aunque mantuviese las mismas siglas por conveniencia política. Felipe González y Alfonso Guerra prohijaron entonces un libro de propaganda dirigido a sus afiliados, Este viejo y nuevo partido, en el que difuminaban la cuestión afirmando que la ideología del PSOE, hasta 1936, había ido «del marxismo pasando por el positivismo y terminando por el revisionismo», sean lo que fueren esos ismos segundo y tercero. La evolución del partido, como veremos, fue en esos años a un marxismo cada vez más doctrinario y consecuente, exceptuando la etapa de colaboración con la dictadura de Primo de Rivera. Esto, claro, no convenía recordarlo cuando se quería sustituir el marxismo por alguna otra ideología más difusa. 

Es frecuente en la historiografía tratar la ideología de los partidos como un elemento secundario, una especie de adorno retórico sin mayores consecuencias, cambiante según circunstancias políticas o sociales, e irrelevante para la mayoría de sus afiliados, que solo suelen tener una idea vaga de ella. Así, la trayectoria de los partidos vendría dictada por las urgencias prácticas en cada caso o en cada momento histórico. Tal concepción generaría una historia incoherente o pedestre, basada en las aspiraciones económicas particulares de los dirigentes, como suelen ser los análisis de los medios. Esto es un grueso error. Las ideologías dan un sentido general, programático y estratégico a la actividad partidista. No operan de modo rígido, tampoco incoherente, en cada situación política. Desde luego, deben adaptarse a circunstancias particulares o imprevistas, que imponen acciones tácticas incluso contrarias a sus asumidos principios ideológicos. Pero esos principios permanecen, obligan a los políticos a hacer a menudo piruetas intelectuales para justificar sus actos, dan pie a querellas o escisiones internas y, en fin, marcan una orientación histórica general por encima de las maniobras, renuncias parciales o traiciones ocasionales. En suma, no se puede entender la mayor parte de la trayectoria del PSOE al margen de Marx. 

Se ha acusado a ese partido de profesar un marxismo tosco y primario, y tal vez sea cierto, pero en cualquier caso era marxismo. Por consiguiente, es preciso empezar por una exposición, aunque sea sumaria y algo árida, de las ideas básicas de Marx, surgidas de una crítica a la ideología liberal propia del capitalismo. Según Marx, bajo las llamadas libertades, parlamentos y tolerancias, el liberalismo servía a los intereses de las clases altas explotadoras para mantener sumisas a las explotadas con diversas ilusiones, entre las que se contaban especialmente las parlamentarias y las religiosas, «el opio del pueblo». 

La teoría de Marx y su amigo Engels es muy elaborada y con numerosas complicaciones, que han originado incontables polémicas e interpretaciones entre sus seguidores; pero en sus concepciones de fondo se entiende fácilmente. Tal como expresaba Iglesias, es la doctrina de la lucha de clases permanente, violenta y no violenta, que en su desarrollo debería abocar al derrocamiento de la denominada sociedad burguesa o capitalista, mediante una guerra civil o una revolución (se consideraba una posibilidad, más bien remota, que el poder burgués se rindiera pacíficamente). Por consiguiente, la lucha de clases puede, en realidad debe, entenderse en sí misma como política de guerra civil permanente abierta o larvada hasta desembocar en revolución decisiva. Como señaló Lenin, la guerra civil puede tener carácter progresista, y es reaccionario e hipócrita negarlo. Ese fue precisamente el modo como se instaló el primer régimen marxista de la historia en Rusia, en 1917; y en España se intentaría, aunque sin éxito, en 1934 y durante la guerra civil del 36. 

Pero la idea de la lucha de clases va mucho más allá de una simple táctica o estrategia política: supone una concepción general de la historia, y más allá, del hombre y el mundo. La historia humana, al fondo de sus mil sucesos superficiales, se condensaría en una lucha entre clases explotadoras y explotadas, que habría caracterizado a todas las sociedades humanas a partir de una (imaginaria) comuna igualitaria primitiva. La causa, inevitable durante milenios, de la división social en clases radicaría en la escasez de bienes para todos, debido a la débil capacidad técnica alcanzada por el hombre, de modo que minorías fuertes y organizadas vivirían del trabajo de la vasta mayoría oprimida. Según el desarrollo económico, el trabajo explotado sería la esclavitud en la Antigüedad, la servidumbre en el feudalismo medieval y el proletariado en el capitalismo. Visión del pasado sumamente oscura, pues la precariedad económica impediría el triunfo de las rebeliones de los explotados, bien porque fueran aplastadas o porque, si lograban derrocar a los explotadores, crearían a su vez una nueva minoría explotadora. 

No obstante, esta lúgubre historia tocaba a su fin: el capitalismo habría impulsado los medios de producción hasta un extremo que haría innecesaria la explotación del hombre por el hombre; en otras palabras, por primera vez habría abundancia suficiente para todos y la consiguiente emancipación de las cadenas del poder e ilusiones ideológicas de la explotación. Solo lo impedía el propio sistema capitalista, sus relaciones de propiedad y de producción en beneficio de una minoría burguesa guiada por un afán insaciable de ganancia. Pero ese afán, precisamente, creaba las condiciones para su derrocamiento: por una parte proletarizaba más y más a la población, privándola de propiedad propia y haciéndola depender de un salario, y por otra iba hundiendo en la miseria y en crisis periódicas a la masa proletaria, hasta provocar su rebelión. 

Esta rebelión sería muy distinta de todas las anteriores: el proletariado se apropiaría de los medios de producción usurpados por los capitalistas y los pondría al servicio de toda la sociedad, una sociedad igualitaria, sin clases, que haría innecesarios el estado, el poder y la religión, armas de los explotadores. El proceso requeriría que la espontánea rebeldía de los oprimidos contase con una estrategia «científica» —el propio marxismo— de luchas políticas y sindicales hasta llegar a una revolución, violenta con la mayor probabilidad, acompañada de lo que Marx llamaba terror plebeyo. Una vez derrocado políticamente el poder burgués, sería preciso un período de «dictadura proletaria» para erradicar los residuos ideológicos, la religión, la moral y las costumbres burguesas, asentadas durante siglos o milenios y que se resistirían a desaparecer. Como diría Largo Caballero, líder principal del PSOE entre 1933 y 1937, la revolución «exige hechos que repugnan, pero que luego justifica la historia». 

El marxismo, pues, tiene algo de elaboración mesiánica con promesa de liberación completa del ser humano después de una historia milenaria de brutal explotación de la mayoría. Por ello se lo ha equiparado a menudo a una religión. No muy adecuadamente, pues la «religión» marxista prometía traer el paraíso tras «hacer añicos el pasado», como rezaba su himno, «La Internacional». El conjunto teórico se apoyaría en una visión «materialista», autoestimada científica, del hombre y su destino, en ruptura radical con las ideas religiosas, filosóficas y morales tradicionales, cuya función en el pasado habría sido siempre justificar el dominio de los privilegiados y adormecer a sus víctimas para soportarlo. El funcionamiento del cosmos respondería a fuerzas materiales estudiables en sus relaciones, pero sin objetivo o sentido inteligible; no obstante, la sociedad humana movida también por la determinante fuerza «material» de la economía, sí encontraría un sentido al abocar a una sociedad «plenamente humana», sin las taras del pasado. 

De acuerdo con su doctrina, el PSOE se entendía a sí mismo como el representante natural o científico de la clase obrera, solo que esa representación se la discutían los anarquistas. Ambos grupos coincidían, aparentemente, en lo esencial: el derrocamiento de la sociedad llamada burguesa, con su familia, estado, propiedad privada, religión y patrias, para pasar a un comunismo universal. Sin embargo, esta coincidencia no impedía una acre rivalidad entre anarquistas y socialistas o socialdemócratas (indistinguibles por entonces de los comunistas), que llegaba a hacerse feroz en el ansia por dirigir a los obreros o, más ampliamente, al «pueblo trabajador». El conflicto venía ya desde la fundación de la I Internacional, cuyos dos líderes más destacados, Marx y Bakunin, se acusaban de tiranos y manipuladores. Marx achacaba a Bakunin pretender erigirse en dictador de los obreros europeos, y Bakunin respondía tildándolo de «agente de la policía, delator y calumniador». 

Bakunin denostaba especialmente la tesis marxiana de dictadura del proletariado, que según él solo podría ser dictadura sobre el proletariado, peor incluso que la tiranía burguesa, y que trataría de mantenerse indefinidamente, por la propia dinámica del poder. A su juicio, el derrocamiento revolucionario de la burguesía debía abolir de inmediato la propiedad, la familia y la religión dando paso a una sociedad igualitaria, sin poder de nadie sobre otras personas —anarquismo o acracia significa ausencia de poder— en la que cada individuo, en completa libertad, sería dueño de sí mismo y su destino. Lo cual haría posible la bondad esencial del ser humano, solo pervertida hasta entonces por el poder y la religión: una vez derrocada la autoridad de ambos, el ser humano alcanzaría su plenitud. Así, el comunismo ácrata sería «libertario», opuesto al «autoritario» de Marx, quien juzgaba simple palabrería las tesis de su adversario. Para Bakunin «el hombre lo es todo», mientras que para Marx el «todo» eran más bien las masas y el partido. Por tanto, la acción anarquista se declaraba apolítica, fuera de y contra los partidos, por entender que estos solo reproducían el poder, burgués o de cualquier tipo. Para avanzar hacia la revolución, los marxistas entendían indispensable la acción política y partidista, dentro de la legalidad burguesa o contra ella, según conviniera. 

De acuerdo con sus ideas, Bakunin ensalzó al individuo rebelde por encima del organizado, y propugnó el atentado personal contra los representantes del poder, e incluso el indiscriminado, puesto que «nadie es inocente» en la lucha por la emancipación. Aunque en el anarquismo —como en el marxismo— hubo corrientes diversas, algunas pacifistas y hasta bucólicas, la vía terrorista para «despertar» al pueblo («propaganda por el hecho») iba a definir su presencia. Entre finales del siglo xix y el primer tercio del xx, sus bombas y pistolas iban a entrar en la historia de países como Francia, Italia, en menor medida Inglaterra o Usa, y en mayor, Rusia y España. Bakunin elogió incluso al bandido como el revolucionario «genuino», «apolítico» «sin bonitas frases, sin retórica», que al obrar contra la ley debilitaba el poder de modo eficaz. Una revista ácrata de Barcelona, El productor literario, lo entendía así: «¡Robar y matar para vivir es hermoso, grande como la misma vida!». Se inspiraba en el dicho de Proudhon de que la libertad es un robo, y, más allá, en la «lucha por la vida», de Darwin o de Nietzsche. 

El marxismo no desdeñaba el terrorismo en circunstancias especiales, pero se centraba en denuncias políticas, manifestaciones de masas, huelgas sindicales y políticas, hasta la insurrección armada, lo cual exigía partidos jerarquizados y centralizados. Bakunin desdeñaba tales organizaciones y propugnaba asociaciones secretas de revolucionarios dedicados en cuerpo y alma —por encima de lazos familiares, personales o de cualquier tipo— que con sus golpes empujarían a las masas al día grandioso de la liberación total. Intentó crear sociedades secretas y hasta sociedades secretas para dirigir a otras sociedades secretas (él mismo era masón). Sus seguidores se proclamaban «en política anarquistas, en economía colectivistas, en religión ateos». Marx entendía esa fraseología como confusionismo: lo determinante era la economía, de la que derivaría lo demás. Marx y sus seguidores veían en los anarquistas a sujetos arbitrarios y necios, y los bolcheviques, después de la revolución rusa, los aplastaron como «agentes objetivos» de la burguesía. 

El destino histórico del anarquismo y el marxismo no pudieron ser más dispares. El anarquismo en cuanto movimiento activo e influyente, casi se extinguió en los años veinte y treinta del pasado siglo, con repuntes poco eficaces en medios intelectuales y universitarios. En el «Mayo francés» de 1968, mostraron una actividad considerable, y sus «pintadas» se hicieron célebres en todo el mundo («Sed realistas, pedid lo imposible», «La imaginación al poder», «Bajo los adoquines está la playa», y similares). También una evolución parcial del liberalismo («libertarianismo», «anarcocapitalismo») puede considerarse una influencia ácrata, a su manera. Pero los intentos de aplicarlo en la práctica no llegaron a cuajar en ningún experimento estable, ni lograron imponerse en ningún país, salvo de modo muy pasajero en alguna zona de Ucrania o de España durante la guerra civil. 

Por contra, el marxismo, a partir de su triunfo en Rusia en 1917, se expandió con un ímpetu acaso nunca visto en la historia: en menos de cuarenta años imperaba sobre un tercio de la humanidad e influía en grados variables en el resto, incluida la Iglesia católica y otras protestantes. Y, como fuerza planetaria, libraba una «guerra fría» contra las potencias liberalcapitalistas o democracias burguesas de Usa y Europa occidental. En los años sesenta cobró fuerza extraordinaria también en universidades y círculos intelectuales de los países capitalistas y del llamado «tercer mundo», formado por las excolonias europeas, donde prohijaron ensayos socialistas más o menos inspirados en Marx. Un partido marxista dirigió al pequeño pueblo vietnamita hasta derrotar allí a Usa, la superpotencia burguesa por excelencia. No pocos analistas y pensadores no marxistas temían que el futuro del mundo sería comunista o que el comunismo permanecería indefinidamente allí donde había ganado el poder, empezando por la URSS... Hasta que el comunismo por excelencia, el soviético, implosionó a finales de los años ochenta, mientras la otra gran potencia marxista, China, había pasado al capitalismo en economía, manteniendo no obstante plena tutela política de su partido comunista, una combinación extraña y que nadie habría podido predecir. El inesperado derrumbe de la URSS abrió, puede decirse, una época nueva en el mundo. En ella el marxismo no ha desaparecido por completo en unos casos, y ha tomado formas nuevas en otros. 

Pese a su casi meteórica expansión durante siete décadas, una serie de fenómenos ligados a las potencias marxistas hacía sospechar que estas fueran gigantes con pies de barro: regímenes burocráticos y policiales especialmente mortíferos (en esto acertó Bakunin), asociados a grandes hambrunas iniciales y a una persistente estrechez económica para la población. Resultado bien a la vista en el «muro de Berlín», construido por la Alemania sovietizada, no para evitar una invasión de su paraíso, sino para impedir que los alemanes huyesen de él. La experiencia indica que las promesas emancipadoras adjudicadas a la aplicación de la doctrina se transformaban en algo muy distinto, por no decir abiertamente contrario a tales promesas. No obstante lo cual, persiste en bastantes ámbitos de las sociedades burguesas su poder de generar esperanzas acaso un tanto ilusorias. 

Ya a finales del siglo xix se percibía el incumplimiento de un dogma esencial de la teoría, el empobrecimiento creciente de las masas trabajadoras. En la realidad, los salarios subían y la presión parlamentaria de los propios partidos marxistas o de izquierdas permitía mejorar derechos y condiciones básicas de vida. Por ello, en el marxismo fue tomando forma, desde Alemania, una corriente contraria a la revolución concebida al modo tradicional: al constatar que la democracia burguesa permitía sucesivas reformas pacíficas, supuso que mediante ellas podría llegarse al socialismo, primera fase del comunismo, sin pasar por convulsiones de guerra civil ni dictaduras proletarias. Tal posibilidad podría explicarse, quizá, porque los constantes progresos en técnica industrial, agraria y comercial, aumentaban la producción, interesando a los propios capitalistas ampliar el poder adquisitivo de las masas, ya que su empobrecimiento reduciría el mercado y con él las ganancias. De ahí, y de la presión meramente sindical y no revolucionaria, se derivaron unas mejoras que la teoría no había previsto. 

Marxistas opuestos afirmaron que ese reformismo o revisionismo traicionaba la doctrina, anulaba su fundamental carácter revolucionario y no hacía más que conservar de forma encubierta la explotación. Teorizaron que las mejoras sindicales eran solo aparentes y dependientes de la sobreexplotación de las colonias, con parte de cuyas superganancias «sobornaban» los capitalistas a una «aristocracia obrera» vendida a sus intereses. El sistema habría entrado en la etapa del «imperialismo», dependiendo de la explotación de sus imperios y concentrándose más y más en capitales gigantescos, monopolistas, que unían el poder industrial, financiero y político, convirtiendo la competencia exigida por el liberalismo en una manipulación engañosa, controlando ocultamente el poder político y reduciendo a una farsa los parlamentos. Por lo que la necesidad de la revolución se acentuaba. Estas explicaciones tenían algo de verdad, pero como teoría global resultaban tan rebuscadas como la de la obligada miseria y proletarización total de la sociedad. 

Y al revés, por aquellas fechas, según muchos teóricos burgueses, el mundo gozaba ya de tal grado de civilización, basada en los principios liberales, que las guerras entre países capitalistas se hacían prácticamente imposibles: el intenso comercio e interrelación de la propiedad entre ellas haría tan perjudicial para todos una contienda en Europa, que ningún gobierno tendría interés o se arriesgaría a tal cosa. Muy al contrario, los teóricos marxistas pronosticaban una próxima conflagración «imperialista» motivada por la lucha por los mercados y fuentes de materias primas; guerra que los partidos obreristas debían impedir mediante huelga general y por otros medios. 

La contienda estalló en 1914, la Primera Guerra Mundial, dando razón, al parecer, a la crítica revolucionaria. Sin embargo, el dogma de que los obreros no tenían patria fracasó a su vez, pues los partidos marxistas de cada nación votaron los presupuestos de guerra y apoyaron a sus respectivas patrias. Uno que no lo hizo fue el Partido Socialdemócrata Obrero (bolchevique) de Rusia, encabezado por Lenin, que llamó a transformar la guerra «imperialista» en guerra civil dentro de cada país.

Y, desde luego, lo consiguió en Rusia, donde impuso la primera revolución marxista o comunista de la historia, tras una guerra civil más sangrienta y feroz que la internacional. El partido socialdemócrata bolchevique pasó a llamarse comunista, para alejarlo de la II Internacional a la que había pertenecido, quedando el término socialdemócrata como sinónimo de reformismo o revisionismo. Los bolcheviques y partidarios de Lenin en diversas naciones fundaron una III Internacional o Komintern (Internacional Comunista). Los socialdemócratas siguieron llamándose marxistas, pero, como supuso Lenin, su revisionismo les haría años después abandonar la doctrina. En España, el PSOE continuó afiliado a la II Internacional, lo que lo convertía en principio en partido reformista. Sin embargo, como veremos, ello no sería cierto. 

Y en este escenario histórico y doctrinario iba a desenvolverse el PSOE durante su primer siglo, con una primera etapa de cincuenta años de intensa rivalidad con el movimiento ácrata, particularmente en su versión anarcosindicalista, la CNT (Confederación Nacional del Trabajo), que llegaría a superar en afiliados a la UGT (Unión General de Trabajadores) del PSOE. En líneas generales, el PSOE y su sindicato, aunque alcanzarían alguna implantación en todo el país, se asentaron principalmente en Madrid, las zonas industriales de Vizcaya y la cuenca minera asturiana, más tarde entre los jornaleros extremeños. La CNT predominó en Cataluña, Levante y Andalucía, con extensiones menores en otras regiones. Al perder la guerra civil, unos y otros casi se esfumaron de la escena histórica española (no así los comunistas), para reaparecer en la transición después de Franco. Muchos creían que el anarquismo recobraría su vieja fuerza, pero no sería así. En cambio el PSOE se volvería determinante en la vida política desde su ascenso al poder en 1982 hasta hoy mismo.

121 - Historia criminal del PSOE (1): El primer crímen del PSOE

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