EL Rincón de Yanka: LIBRO "LA TRAMPA DE LA DIVERSIDAD" por DANIEL BERNABÉ ⛛⛒⛝⛨⛯⛭ y EL ARTÍCULO "LA LÚCIDA TEOLOGÍA DEL ATEO" por JUAN MANUEL DE PRADA

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domingo, 1 de septiembre de 2024

LIBRO "LA TRAMPA DE LA DIVERSIDAD" por DANIEL BERNABÉ ⛛⛒⛝⛨⛯⛭ y EL ARTÍCULO "LA LÚCIDA TEOLOGÍA DEL ATEO" por JUAN MANUEL DE PRADA


 «La trampa de la diversidad»*


Acabamos de leer "La trampa de la diversidad" * (Ediciones Akal), un lúcido ensayo que ha provocado gran polémica en ámbitos intelectuales izquierdistas. 
Su autor, Daniel Bernabé, sostiene que las llamadas ‘políticas de la diversidad’, que con tanto ardor defiende la izquierda, constituyen en realidad una artimaña del neoliberalismo para «fragmentar la identidad de la clase trabajadora». Es la misma tesis que hemos sostenido en infinidad de artículos desde hace años, citando a pensadores tan ilustres como Pasolini o Hobsbawn (a los que, misteriosamente, Bernabé no cita).

Como Bernabé señala en algún pasaje de su libro, «si todos somos una suma inacabable de especificidades, entonces no puede haber un nosotros». El posmodernismo habría sido, a juicio de Bernabé, el clima cultural que ha favorecido esta lacra: «Sin horizonte al que dirigirnos ni pasado del que aprender, sin posibilidad de afirmar lo cierto o lo falso, sin espacio para los conceptos válidos universales», el neocapitalismo habría podido realizar más fácilmente una serie de transformaciones económicas –desindustrialización, deslocalización, externalización, etcétera– que favorecieron la atomización laboral. Ciertamente, es mucho más sencillo desarrollar una conciencia de explotación laboral en el obrero que trabaja en una fábrica junto con otros cinco mil obreros que en el falso autónomo que reparte pizzas a domicilio en bici, requerido por una aplicación para teléfonos móviles. Y, a la vez, es mucho más sencillo encauzar la insatisfacción de este falso autónomo hacia reivindicaciones que lo hagan sentirse ‘distinto’, permitiéndole huir de su grimoso horizonte laboral. 

Con inteligencia ladina, a este falso autónomo se le puede infundir una ‘identidad aspiracional’ que lo haga sentirse orgulloso de ser homosexual, animalista y (risum teneatis) de clase media, en contraposición al trabajador de la fábrica, al que se caracterizará como heteropatriarcal, taurino y de clase baja. Esta capacidad del neocapitalismo para instilar ‘identidades aspiracionales’ entre los trabajadores más explotados, evitando que se organicen, supo aprovecharla, por ejemplo, Margaret Thatcher, que –como nos recuerda Bernabé– no tuvo empacho en mostrarse favorable a la despenalización de la homosexualidad o el aborto, a cambio de desactivar la acción colectiva de los trabajadores y de reducir a fosfatina conquistas laborales logradas en décadas anteriores.

Con la ayuda lacayuna de una izquierda traidora, el neocapitalismo ha logrado convertir a la clase trabajadora en un archipiélago de ‘consumidores de singularidades’ entre las que ocupan un lugar preponderante las ‘opciones sexuales’ y las ‘identidades de género’. Por supuesto, Bernabé no defiende que tales grupos no deban disfrutar de derechos civiles; pero advierte que la exaltación de la diferencia es la mejor coartada para los gobiernos rehenes de la plutocracia, que así pueden posar de progresistas ante la galería. Y no se le escapa tampoco a Bernabé que este mercado de la diversidad, como siempre ocurre entre los productos que compiten, provoca fricciones y contradicciones cada vez más ásperas entre las distintas identidades: así ha ocurrido recientemente, por ejemplo, con los llamados ‘vientres de alquiler’, que han enfrentado a feministas y homosexuales. Y, entretanto, nadie clama contra los recortes salariales.

Especialmente sagaz se muestra Daniel Bernabé cuando denuncia que esta traición de la izquierda ha dado alas a las nuevas derechas, más o menos extremistas o alternativas, que se benefician de la fragmentación ocasionada por las políticas de la diversidad, apelando a los perdedores de la globalización, a la vez que pueden azuzar los miedos de cada grupo nacido de esta fragmentación, adaptando su mensaje a sus particularidades. El encono con que algunos capitostes izquierdistas han descalificado La trampa de la diversidad nos prueba que su autor ha acertado a meter el dedo en la llaga, aunque sólo sea someramente. Así, por ejemplo, Bernabé no se atreve a recordar que estas ‘políticas de la diversidad’ son opíparamente subvencionadas por organismos públicos y privados; y que el ardor con que son defendidas desde la izquierda traidora es directamente proporcional a la cantidad de dinero que tales organismos invierten en ellas. Tampoco se atreve Bernabé a penetrar en la razón última por la que el capitalismo fomenta estas políticas de la diversidad, utilizando a la izquierda como su perro caniche. Pero para atreverse a dilucidar esa razón última hay que aceptar primero –como nos enseñaban lo mismo Proudhon que Donoso Cortés– que detrás de toda cuestión política subyace un problema teológico.


LA TRAMPA 
DE LA 
DIVERSIDAD *

«Llegaron a España las guerras culturales, conflictos en torno a derechos civiles y representación de colectivos que situaban lo problemático no en lo económico o lo laboral y mucho menos en lo estructural, sino en campos meramente simbólicos. El matrimonio homosexual, la memoria histórica, el lenguaje de género o la educación para la ciudadanía empezaron a copar portadas de los medios y a crear polémica.

¿Estamos afirmando que los ejemplos mencionados carecen de importancia? 
En absoluto. Es importante que un grupo social pueda tener los mismos derechos civiles que el resto o reconocer desde las instituciones nuestra historia y la dignidad de los republicanos olvidados. Lo que decimos es que estos conflictos culturales tenían un valor simbólico en tanto que permitían a un gobierno que hacía políticas de derechas en lo económico validar frente a sus votantes su carácter progresista al embarcarse en estas cuestiones».

Extraña paradoja la que plantea este libro: ¿son los sistemas de privilegios, opresiones y revisiones una forma efectiva de enfrentarse a la desigualdad?; ¿dónde quedó, entonces, el conflicto capital-trabajo? 
Sin embargo, debemos dar una respuesta urgente a estas preguntas, si no queremos que la fuerza de lo colectivo se acabe diluyendo en el irremediable individualismo de lo identitario.

En un mundo donde lo ideológico se ha convertido en una coartada para afirmar nuestra personalidad aislada, el activismo se esfuerza en buscar las palabras adecuadas para marcar la diversidad, creando un entorno respetuoso con nuestras diferencias mientras el sistema nos arroja por la borda de la Historia. Ya no se busca un gran relato que una a personas diferentes en un objetivo común, sino exagerar nuestras especificidades para colmar la angustia de un presente sin identidad de clase.

Ha llegado el momento de tener unas palabras con la trampa de la diversidad…

Presentación

Cuando los independentistas catalanes convocaron una butifarrada festiva para reivindicar su lucha, un sector vegano protestó al tratarse de una comida con carne que no contemplaba su dieta. Existe un movimiento, los antinatalistas, que, indignados ante el «capitalismo terrible y despiadado» que vivimos, propugna no luchar política y organizadamente, sino no tener hijos para así acabar con la especie humana. 

Cuando el "periodista" Antonio Maestre usó el titular «Mierda animal sobre los restos de las víctimas» para denunciar que en un pueblo de Granada habían instalado un establo de ganado sobre las fosas que podrían albergar más de 2000 represaliados por el franquismo, algunos lectores le acusaron de «especista», es decir, de discriminación a los animales por considerarlos especies inferiores. 

¿Estamos insinuando que no debemos respetar a estos grupos? Por supuesto que no. 
¿Estamos planteando que sus reivindicaciones son incompatibles con las movilizaciones originales? Pues quizá sí si la diversidad se convierte en una competición de protagonismos en detrimento de luchas y causas que deberían ser más unitarias. Y de eso trata el libro "La trampa de la diversidad", de Daniel Bernabé. Desde los años sesenta vivimos un repliegue ideológico en el que hemos ido abandonando la lucha colectiva para entregarnos a la individualidad. El gran invento de la diversidad es convertir nuestra individualidad en aparente lucha política, activismo social y movilización. La bandera deja de ser colectiva para ser expresión de diversidad, diversidad hasta el límite, es decir, individualidad. En inglés, unequal quiere decir «desigual». Los hombres y mujeres que luchaban por una sociedad más justa combatían la desigualdad.

El nuevo giro, que denuncia Daniel Bernabé, es que «unequal» también significa «diferente». Ahora se reafirma y reivindica la diferencia sin percibir que, tras ella, podemos estar defendiendo lo que siempre combatimos:
la desigualdad, unequal. Bernabé nos explica: Margaret Thatcher supo conjugar ambas acepciones y confundirlas, transformar algo percibido por la mayoría de la sociedad como negativo, la desigualdad económica, en una cuestión de diferencia, de diversidad. Ya no se trataba de que fuéramos desiguales porque un sistema de clases basado en una forma económica, la capitalista, beneficiara a los propietarios de los medios de producción sobre los trabajadores, sino que ahora teníamos el derecho a ser diferentes, rebeldes, contra un socialismo que buscaba la uniformidad.
El neoliberalismo ha estado décadas reivindicando el derecho a la diferencia y a la individualidad, frente a lo que ellos llamaban la uniformidad colectivista y socialista, que tanto rechazaban. En cambio, la izquierda entendía que, frente a la individualidad, la desigualdad, la diferencia, había que esgrimir la lucha colectiva (o nos salvamos todos, o no se salva ni Dios), que la unidad nos hace fuertes, que nadie se debe quedar atrás, que queremos derechos para todos, que los convenios laborales son colectivos y no contratos individuales. Ahora, dice Bernabé, «nuestro yo construido socialmente anhela la diversidad pero detesta la colectividad, huye del conflicto general pero se regodea en el específico».

Parece que más que buscar a tus iguales para sumar fuerzas, intentamos buscar nuestras diferencias para afirmarnos según lo que comemos, lo que deseamos sexualmente, a quien rezamos, con lo que nos divertimos, cómo nos vestimos. Somos veganos, budistas, pansexuales, naturistas, friganos, antinatalistas… No se trata de no respetar esos estilos de vida, bien claro lo deja Bernabé, sino de advertir de la simbiosis entre esas competencias en el mercado de la diversidad y el neoliberalismo:
El proyecto del neoliberalismo destruyó la acción colectiva y fomentó el individualismo de una clase media que ha colonizado culturalmente a toda la sociedad. De esta manera hemos retrocedido a un tiempo premoderno donde las personas compiten en un mercado de especificidades para sentirse, más que realizadas, representadas.
Todo ello a costa de abandonar nuestro sentimiento de clase y, por tanto, las luchas colectivas que pasan a un segundo plano para ser absorbidas por esas identidades. Owen Jones ya advertía cómo en el Reino Unido la izquierda se había entregado a las reivindicaciones identitarias de las minorías en nombre de la diversidad y la tolerancia, todo con especial atención al lenguaje y las formas, pero sin prestarlo a las necesidades sociales de la clase trabajadora, concepto que desapareció en la división de razas, religiones y culturas. Como consecuencia, el sector trabajador blanco y protestante, en lugar de buscar su igual de clase entre las otras razas y religiones, se vio despreciado por la izquierda multicultural y terminó en manos de quienes se dedicaron a aplaudirles su raza y su religión: la ultraderecha. 

Daniel Bernabé nos precisa que la «diversidad puede implicar desigualdad e individualismo, esto es, la coartada para hacer éticamente aceptable un injusto sistema de oportunidades y fomentar la ideología que nos deja solos ante la estructura económica, apartándonos de la acción colectiva». En este libro nuestro autor nos desvela lo que llama «la trampa de la diversidad: cómo un concepto en principio bueno es usado para fomentar el individualismo, romper la acción colectiva y cimentar el neoliberalismo». De hecho el uso y abuso que de la diversidad está haciendo el mercantilismo es espectacular. Así, una mera tienda de juguetes eróticos consigue un reportaje titulado como «Una eroteca vegana, feminista, transgénero y respetuosa con la diversidad relacional y corporal» (Eldiario.es, 22 de marzo de 2016). 

En la Semana de la Moda de Nueva York una casa de diseño presentaba «una transgresora propuesta», según calificaba la prensa; un mensaje de «diversidad y tolerancia», en palabras de la empresa. En su nota de prensa afirmaba que su objetivo era que «todas las diferencias, incluso si no se comprenden completamente o no se está de acuerdo con ellas deben ser toleradas; todas las criaturas merecen espacio bajo el sol». 
Quería trasladar con su propuesta «el deseo individual de transformarse y convertirse en la mejor versión de uno mismo». 

¿Y qué presentaba tras su canto a la transgresión, la tolerancia y la diversidad? Pelucas para vaginas. No, no es una errata de imprenta lo que ha leído. La firma Kaimin presentaba en Nueva York unas pelucas que simulan vello púbico desfilando a la vez que se proyectaban vídeos con imágenes de diversas vaginas (El Español, 20 de febrero de 2018). Un anuncio de Benetton presentará imágenes de personas de diferentes razas, eso sí, todos jóvenes, guapos, limpios y bien alimentados. La diversidad nunca es de clase. 

En un reportaje sobre las elecciones estadounidenses los reporteros nos explicarán la diferencia de comportamiento para votar entre los hombres y las mujeres, entre los protestantes y los musulmanes, entre los blancos, afrodescendientes y latinos; pero no se pararán a exponer la diferencia de voto entre los directivos de Wall Street y los estibadores del puerto de Nueva York. 

En nuestras series de televisión vemos un emigrante, un gay, un vegetariano… y, con ellos, toda la conflictividad cotidiana presentada de forma banal, pero nunca aparece uno de los protagonistas volviendo del trabajo indignado porque su jefe no le paga las horas extras o porque ese mes lleva encadenados cinco contratos de dos días de duración. No existe la clase trabajadora, y menos todavía el conflicto social de clase. Pero la serie será percibida como progresista porque nos ha presentado y ensalzado la diversidad como baluarte de pluralidad, tolerancia y vanguardia ideológica. 

De ahí que pidamos presencia de mujeres, emigrantes, LGTB y jóvenes en un debate televisivo sin plantearnos si todos los elegidos tienen el mismo ideario. Si repasamos los titulares de un periódico de línea progresista descubriremos que las noticias y conflictos en torno a la diversidad tienen más presencia que las noticias referentes a las injusticias materiales. 

El conflicto mediático y político gira en torno a una drag queen en el carnaval; unas Reinas Magas en la cabalgata; una discusión sobre la llegada de refugiados, sin explicar el origen de su guerra; o la situación de los cerdos en una granja, mientras ignoramos la explotación que sufren los trabajadores de ese mismo lugar. Todo eso tiene su correlación en el comportamiento de los políticos y de los votantes. La política se convierte en un supermercado donde lo que vende es el envase en lugar del contenido. 

Los candidatos y los proyectos pierden el contenido y se uniformizan para intentar pescar todos en el caladero de la clase media. Empezamos vaciando de significados la política para competir en el mercado de las preferencias ciudadanas. Así, Theresa May lucía un brazalete de Frida Kahlo porque mola como símbolo feminista (cuando en realidad era comunista), Barack Obama aparece en un icónico cartel a modo de plantilla de arte callejero y la izquierda española lanza GIF de gatos en Twitter. Por su parte, la clase media, en realidad la mayoría de las clases, ansía diferenciarse del resto, reafirmándose en su identidad. Nada mejor para ello que una oportuna oferta de diversidades, inocuas para el capitalismo, individualistas y competitivas entre ellas cuando buscan presencia en los medios, reconocimiento de los políticos y significación social. 

Como señala el autor, los ciudadanos reniegan de participar en organizaciones de masas donde su exquisita especificidad se funde con miles para luchar por un programa electoral global, «temen perder su preciada identidad específica, que creen única». El mercado de la diversidad y su aparato ideológico les ha hecho creer que son tan exclusivos, tan singulares que no pueden soportar la uniformidad de una disciplina unitaria de lucha social por un objetivo global.

Basta ver en los perfiles de Twitter que, cuanto más políticamente incorrecto se autocalifica un usuario más retrógrada suele ser su ideología. Bernabé también nos habla del auge de la ultraderecha. Tal como ya indicamos anteriormente en el razonamiento de Jones, mientras «la izquierda secciona a los grupos sociales intentando dar protagonismo a todos los colectivos que pugnan en ese mercado identitario», la ultraderecha construye grupo en torno al discurso de la honradez, la decencia y la invasión del diferente.

Guy Debord alertó en 1967 de que vivíamos en la sociedad del espectáculo. Pasolini, a principios de los setenta, auguraba que el culto al consumo lograría una desideologización que nunca consiguió el fascismo. En 1985, Ignacio Ramonet acuña el término «golosina visual» para referirse a los mecanismos de seducción de los medios audiovisuales. Todas esas agoreras previsiones en su momento resultaron revolucionarias, el tiempo les ha dado la razón y ahora son aceptadas sin discusión. 

En este libro Daniel Bernabé nos trae otra: la trampa de la diversidad, que se une a las anteriores con el objeto de seguir desmovilizando, o mejor dicho, movilizando con humo, a la izquierda y la clase trabajadora. Qué término tan extraño ya, ¿verdad?, clase trabajadora. Una columna suya sobre este tema escrita en la revista La Marea me cautivó hasta el punto de plantearle la posibilidad de desarrollar el asunto a lo largo de un libro. 
No imaginaba que nos podría sorprender con estas clarificadoras ideas presentadas con tanto respeto hacia las minorías como contundencia en sus argumentos.
Pascual Serrano

La lúcida teología del ateo *

La tesis del libro (que ha encolerizado a los gerifaltes de la izquierda al servicio de la plutocracia) es la misma que el menda ha sostenido en multitud de artículos: las llamadas «políticas de la diversidad» constituyen en realidad una artimaña del neocapitalismo para desactivar a los trabajadores y convertirlos en un archipiélago de consumidores de «opciones sexuales», «identidades de género» y demás derechos de bragueta, mientras pisotea sus derechos laborales.

Bernabé considera que la izquierda debe recuperar su discurso tradicional. Y, para ilustrar su tesis, trae a colación la enseñanza que nos brinda la serie "El joven papa", de Paolo Sorrentino, sobre un imaginario pontífice que, contemplando el creciente desapego de los fieles a la Iglesia, decide restaurar la liturgia en latín, expulsar a los homosexuales de las estructuras eclesiásticas y abominar de la vis mediática de sus predecesores. 
«El joven papa -escribe Bernabé- ha llegado a la conclusión de que Dios no es un coach ni la Biblia un libro de autoayuda. (...) El hecho de que la Iglesia pierda fieles no es por estar poco adaptada a los tiempos y por ser poco dúctil, sino por todo lo contrario, por haberse convertido en un objeto de consumo. 
La Iglesia, con su tradición milenaria, habiendo sobrevivido a sistemas económicos, imperios, guerras y todo tipo de vicisitudes históricas, está seriamente amenazada porque no puede competir en el mercado de la diversidad».

Bernabé advierte que la Iglesia ha iniciado una carrera suicida tratando de «adaptarse a los tiempos», edulcorando su mensaje con ambigüedades delicuescentes, reblandecimientos del dogma y guiños miramelindos a las ideologías en boga. Y lo sintetiza con una terrible lucidez marxista: 
«El joven papa de Sorrentino plantea una guerra porque sabe que no se puede ganar al neoliberalismo en su propio terreno, por eso decide convertir a la Iglesia en un ente incodificable para el capital.

Evidentemente, en los primeros compases de su maniobra los fieles huyen despavoridos. Pero él sabe (…) que si el capitalismo neoliberal es experto en pantallas y fuegos de artificio, también deja las vidas vacías, a las personas desesperadas y a la historia sin un horizonte al que dirigirse». Y para brindar esperanza a esas personas desesperadas, la Iglesia -nos enseña Bernabé, con clarividencia hiriente y profética- tiene que restaurar su tradición, tan antigua y tan nueva: 
«La Iglesia católica no puede competir contra otros productos en el mercado de la diversidad identitaria, no puede competir contra el neoliberalismo siendo neoliberalismo, por lo que tiene que expulsar al mercado de sí misma y encarar la lucha por su supervivencia ofreciendo no sólo otra forma de ser, de comportarse, otra identidad, sino una filosofía completamente diferente para tratar con el presente. La Iglesia era poderosa cuando era misterio, cuando Dios se mostraba omnipotente y despiadado, cuando la imponente altura de las catedrales y la incomprensible sonoridad de las palabras del sacerdote, sus movimientos calculados, traían la experiencia de la divinidad por unos instantes a la tierra».
Es impresionante que un rojazo como Bernabé pronuncie estas palabras de fuego, restallantes como látigos, mientras el decrépito oficialismo católico farfulla paparruchas inanes.

Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los meapilas y las revelaste a los ateos.