EL Rincón de Yanka: DEFENDER LO QUE SOMOS: ELOGIO DE LA IDENTIDAD Y LA FRONTERA por DIEGO FUSARO 🙋

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lunes, 9 de septiembre de 2024

DEFENDER LO QUE SOMOS: ELOGIO DE LA IDENTIDAD Y LA FRONTERA por DIEGO FUSARO 🙋


Defender lo que somos.
Elogio de la identidad

El presupuesto antropológico del nouvel sprit du capitalisme (1) es fácilmente identificable: el hombre se comporta racionalmente solo cuando está libre de prejuicios y supersticiones y está, por tanto, en las condiciones óptimas para poder perseguir su propio interés privado en calidad de homo oeconomicus. De ello se sigue silogísticamente la exigencia -siempre reafirmada por el orden del discurso- de abolir todo lo que, tanto en el ámbito de las costumbres, como de las leyes, tradiciones y demás esferas del espíritu (religión, arte, filosofía), obstaculiza semejante racionalidad, elevada a única fuente posible de sentido. Es, por tanto, de vital importancia, para el cosmomercantilismo imperante, hacer tabula rasa de toda figura del límite, ya sea tradicional o racional, moral o religiosa, jurídica o ética. En todos los ámbitos debe prevalecer, ilimitada, la individualización competitiva de la sociedad, reconducida a la esfera «insociablemente sociable» del cash nexus: la filosofía liberal ignora la fidelidad mutua como motivación, resolviendo todo en la relación mercantil.

Como ha subrayado Michéa, «la lógica liberal lleva a la destrucción de cualquier comunidad humana»(2), distinta de la construida sobre la base del intercambio mercantil. El contrato privado se convierte en la verdad última de toda relación humana, rebajada al rango del nexo entre comprador y vendedor. En todo el horizonte, debe prevalecer indiscutible el perfil antropológico del hombre robinsoniano, individuo egoísta y calculador, cínico y agente exclusivamente enfocado a procurar su propio lucro privado (business is business) (3). Tal individuo debe metabolizar el imperativo ultramercantilista de la flexibilidad, concibiendo su propia vida como una serie nómada de mudanzas y rupturas de toda estabilidad en relaciones, proyectos y compromisos (4). Por eso, debe ser despojado (y convencido de que esto es un progreso) de todo vínculo material e inmaterial, figurando como un átomo globetrotter disponible para la movilización total conectada a los procesos de valorización del valor (5).

Desde su mirada auroral, el capitalismo debe favorecer el encuentro de los hombres en el mercado y, al mismo tiempo, desalentar cualquier otra forma de relación comunitaria: y esto, conforme a una trayectoria que discurre desde el cervecero de Adam Smith hasta el hodierno capitalismo “terapéutico” del Covid-19, cuyo principio fundacional –el “distanciamiento social”– marca la apoteosis de la neutralización de toda instancia comunitaria distinta de la “insociablemente sociable ” e intrínsecamente efímera, del intercambio mercantil (6).

Es evidente que tal antropología se hace incompatible no sólo con la precedente figura del proletariado urbano fabril, antagónico y ligado a la monotonía alienante de la estabilidad fordista (7). Resulta igualmente incompatible con el viejo mundo burgués “à la Hegel”, con el Estado y con la esfera de la estable ética comunitaria, o “à la Balzac”, con sus personajes colmados de prejuicios nacionalistas y valores religiosos, de tradiciones patriarcales y estabilidad existencial. Como hemos tratado de aclarar en otro lugar (8), reflejándose en el mundo mercantilizado sin residuos, el capital se vuelve especulativo: el ser se convierte, sin excepción, en el speculum en el que el turbocapital se contempla a sí mismo, sin ver ya, en su propia superficie reflectante, ningún otro elemento pertubador, como las religiones y la ética; e incluso, tampoco las dos clases, burguesa y proletaria (9).

El capital especulativo (o turbocapitalismo) puede ahora ubicuamente contemplarse solo a sí mismo en forma pura, como mercancía libremente circulante, en el triunfo de la omnimercadización(*) del ser, de las cosas y de los animales, de la naturaleza y de lo humano. Así se explica también la fusión de las dos precedentes clases antagónicas en una única multitud de plebe consumista desprovista de identidad y conciencia, que hemos propuesto calificar como «precariado» (en nuestra “Historia y conciencia del precariado”) (10). Es también y no secundariamente por esta razón que el capital, en el tiempo de la «glebalización«(Sic) y la «identidad infeliz» (11), para realizar plenamente su concepto, debe aniquilar no sólo el viejo mundo proletario, sino también el precedente orden burgués. Debe, de hecho, reconfigurarse en forma posburguesa y posproletaria, polarizando a toda la humanidad en dos grupos cualitativamente afines y posidentitarios (consumidores apátridas integralmente mercadizados), diferenciados cuantitativamente por el valor de cambio que poseen y por la posición objetiva ocupada en el plano inmanente de la producción (aristocracia financiera por un lado y plebe precarizada por el otro). La lucha contra la identidad no puede dejar de ocupar un lugar central en el programa de reorganización del mundo de la vida (Lebenswelt).

Para volverse «absoluto», es decir, perfectamente «completo» (absolutus), el nihilismo de la forma mercancía debe ser «liberado de» (solutus ab) todo límite material e inmaterial. En el plano material, la dinámica dialéctica de autorrealización del capital coincide con su saturación del planeta (globalización), con su neutralización de los Estados soberanos nacionales (desoberanización) y con la redefinición de todo vínculo en forma de contrato privado entre vendedores y compradores (mercantilización del mundo de la vida).

En la esfera de lo inmaterial, la autorrealización del capital -su paso de lo dialéctico a lo especulativo- se produce a través de la colonización sin residuos de la conciencia y del imaginario. Como el Ich denke kantiano, la forma mercancía debe acompañar todas las representaciones de los hombres globalmente alienados. Las identidades, ligadas a la cultura o a la naturaleza, al individuo o a los pueblos, devienen así en el equivalente de los Estados nacionales soberanos en el plano de la conciencia: es decir, en el desordenado orden post-1989 se alzan como los últimos baluartes, como los extremos espacios críticos, con fronteras bien definidas, capaces de resistir el ritmo alienante de la omnimercadización(*) (12).

El abatimiento material de las fronteras y la disolución ideal de las identidades aparecen, así, como dos aspectos diferentes de una misma lógica de autodesarrollo absolutus del capital; el cual, para volverse ilimitado, debe necesariamente aniquilar todo límite, saturar todo espacio material e inmaterial y disolver cualquier realidad que lo contradiga. La desoberanización de las conciencias procede al mismo tiempo que su desidentificación, con el vaciamiento de todo contenido que sea funcional a la reocupación integral de las conciencias y de las mentes por el nihil de la forma mercancía. La globalización de los mercados se impone en la medida en que destruye la soberanía nacional de los Estados y la soberanía cultural de las identidades nacional-populares y de clase, dificultando que todas sus determinaciones sobrevivan a lo que se ha definido como la cultural identity in the age of globalization (13).

Por un lado, al redefinir la política como arte neocaníbal de protección de los mercados y de los más fuertes, el nuevo orden mundial refuncionaliza a los propios Estados en clave liberal, desoberanizados y llamados a «gobernar para el mercado» (y para su clase de referencia), sin ninguna posibilidad residual de “gobernar el mercado” en un sentido democrático y socialista (14). Por otro lado, disuelve las identidades de los pueblos y de los individuos: produce masas amorfas de sujetos posidentitarios e intercambiables, vaciados de todo contenido y dispuestos a asumir cadavéricamente lo que el orden de producción les quiera imponer. La coexistencia de estas dos dimensiones en el proceso de globalización de lo material y lo inmaterial, emerge con un nítido perfil si consideramos entidades hiperglobalistas y posnacionales como -entre muchas otras- la Unión Europea y la ONU. Aunque sea de manera diferente, provocan una gobernanza tecnocrática, desprovista de referencias a las identidades culturales y espirituales y, al mismo tiempo, capaz de situarse más allá de las decisiones de los parlamentos y de los δῆμοι nacionales (15).

Desde este punto de vista, la Unión Europea (UE) ha favorecido –en lugar de impedido- la irrupción de la mundialización mercadista en los espacios del Viejo Continente, todavía repletos de derechos sociales y limitaciones políticas, nacionales y constitucionales al libre mercado (16). El viejo capitalismo europeo, fuertemente controlado por el Estado y limitado por las conquistas históricas de las clases trabajadoras, tenía que ser redefinido según la nueva figura del turbocapital absolutus, con arreglo al modelo de la competitividad absoluta estadounidense (17). Y esta fue la esencia de la UE como eje de la revolución liberal posterior a 1989 en el Viejo Continente (18). En consecuencia, como se muestra en nuestro estudio “Il nichilismo dell´Unione Europea” (19), la UE, con su autocracia tecnoburocrática, se ha posicionado no ya como respuesta a la sociedad globalizada de matriz atlantista, sino como un paso que ha acelerado la transición hacia esta última (20). Ha favorecido el cambio de los centros de toma de decisiones de los parlamentos nacionales a organismos posnacionales muy privados, como el Banco Central Europeo (21).

Que la UE, o sea, el nuevo imperio alemán gobernado nominalmente desde Bruselas, es un concretísimo exemplum de liberalismo cosmopolita y globalización mercadista queda acreditado tanto por la «rebelión de la élites» (22) liberales, que gracias a la governance tecnocrática de la UE han podido desencadenar su contraataque contra las clases trabajadoras (a través de «reformas” desemancipatorias), cuanto por la post-homologación identitaria de las culturas plurales (23). Estas últimas, que representan la esencia de la Europa de los pueblos, son cada vez más claramente aniquiladas mediante la integración capitalista europea gestionada por los grises tecnócratas de Bruselas. Ellos eliminan la Europa de los templos griegos y las catedrales cristianas, para instaurar el nuevo espacio neutral y asimbólico de los bancos y los hub del capital líquido-financiero (24). Las raíces culturales y espirituales de Europa son canceladas en beneficio del desarraigo y la homologación propias del paradigma globalcapitalista (25).
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(*) Omnimercadización: Conversión de todo en Mercado y mercancía.

1.- Cfr. L. Boltanski y È. Chiapello, “Le nouvel sprit du capitalisme”, Gallimard, París 1999.
2.- J. C. Michéa, “Les mystères de la gauche. De lídéal del Lumières au triomphe du capitalisme absolu”, Climats, París 2013.
3.- Ver L. Siedentop, “Inventing the Individual. The Origins of Western Liberalism”, Harvard University Press, Cambridge 2014.
4.- Cfr. R. F. Baumeister, “Identity: Cultural Change and the Struggle for Self”, Oxford University, Oxford 1986.
5.- Ver P. Borgognone, “Generazione Erasmus: i cortigiani della società del capitale e la guerra di classe del 21 secolo”, Oaks, Milano 2017.
6.- Cfr. G. Agamben, “ A che punto siamo? L´epidemia come política”, Quodlibet, Macerata 2020.
7.- D. Fusaro, “Historia y conciencia del precariado: Siervos y señores de la Globalización”, Alianza Editorial, Madrid 2021.
8.- D. Fusaro, “Minima mercatalia. Filosofia e capitalismo”, Bompiani, Milano 2012.
9.- Cfr. C. Preve, “Storia della dialettica”, Petite Plaisance, Pistoia 2007.
10.- Remitimos nuevamente al lector a nuestra “Historia y conciencia del precariado: Siervos y señores de la Globalización”, Alianza Editorial, Madrid 2021.
11.- Cfr. A. Finkielkraut, “La identidad desdichada”, Alianza Editorial, Madrid 2014.
12.- Cfr. R. Poole, “Nation and Identity”, Routledge, London 1999.
13.- Cfr. R. Niezen, “A World Beyond Difference: Cultural Identity in the Age of Globalization”, Blackwell, Oxford 2004.
14.- Ver T. Fazi y W. Mitchell, “Sovranità o barbarie: il ritorno della questione nazionale”, Meltremi, Milano 2018.
15.- Ver R. Friedman y M. T. Farnham, “European Identity and Culture: Narratives of Transnational Belonging”, Ashgate, London 2012.
16.- Cfr. M. Fioravanti, “Costituzione e sovranità popolare”, Il Mulino, Bologna 2004.
17.- Cfr. G. Wagner, “Projekt Europa: Die Konstruktion europäischer Identität zwischen Natinalismus und Weltgesellschaft”, Philo, Hamburg 2005.
18.- Cfr. G. Scalise, “Il mercato non basta: attori, istituzioni e identità dell´Europa in tempo di crisi”, Firenze University Press, Firenze 2017.
19.- Cfr. S. Bolognini y D. Fusaro, “Il nichilismo dell´Unione Europea”, Armando, Roma 2019.
20.- Cfr. M. Veneziani, “La cultura della destra”, Laterza, Roma-Bari 2002.
21.- Ver F. Tazi, “The Battle for Europe: How an Elite Hijacked a Continent- and How We Can Take it Back”, Pluto, London 2014.
22.- Ver C. Lasch, “La rebelión de las élites y la traición a la democracia”, Paidós Ibérica, Barcelona 1996.
23.- Cfr. T. Meyer, “Die Identität Europas: der EU eine Seele?”, Suhrkamp, Frankfurt 2004.
24.- Desarrollamos ampliamente el tema en nuestro estudio “Europa y capitalismo: para reabrir el futuro”, El Viejo Topo, Barcelona 2015.
25.- Cfr. W. Weidenfeld, “Die Identität Europa”, Hanser, München 1985.


Defender lo que somos.
Identidad y Frontera

En nuestro Difendere chi siamo (2020), denominamos “teorema anti-identitario” a la peculiar formulación de la hodierna ideología “no border”, en coherencia con la cual tener una identidad con contornos precisos significaría, por eso mismo, poner en peligro la identidad del Otro. Así, desde el punto de vista de los abanderados del teorema anti-identitario, la renuncia a la propia identidad y la apertura a la de los demás constituiría la condición indispensable para que pudiera producirse un fecundo diálogo multicultural. La falsedad de semejante constructo teórico se manifiesta tan pronto como intentamos generalizarlo: si cada identidad renunciase a Sí misma para abrirse al Otro, se producirá una des-identificación general. Y, en consecuencia, el diálogo multicultural permanecería mudo, ya que carecería de la pluralidad de identidades culturales que representa su fundamento ineludible.

La verdad es que el diálogo entre identidades culturales sólo puede tener lugar cuando esas identidades existen, con sus fronteras y con sus recíprocas diferencias: esto es, sólo cuando no se anulen en lo indiferenciado, des-identificándose; o, alternativamente, cuando no se atrincheren en sí mismas, amurallándose dentro de sus propias fronteras. Sólo quien dispone de una identidad puede respetar a las otras y dialogar con ellas; quien no posee identidad no puede respetar las demás identidades, de igual modo que quien se amuralla en su propia identidad, la pierde, ya que ésta únicamente puede existir en su esencia relacional. La identidad, como queda evidenciado, existe en su constitutiva relación con la diferencia; relación que, sin embargo, para ser realmente tal, no debe resolverse en la disolución del Yo en el Tú, experimentando así el complejo de la ninfa Eco de la Antigüedad; como tampoco debe anularse en la autorreferencialidad del Yo encerrado en sí mismo e incapaz de abrirse al Tú, ensimismado en el complejo de Narciso.

Es también lo que enseña la historia autobiográfica narrada por Jean-Luc Nancy en L´intrus –El intruso- (2000). Al contar por primera vez la experiencia de su trasplante de corazón, el filósofo francés se interroga, radicalmente y desde un punto de vista muy particular, acerca de las categorías Identidad y Diferencia. Ante todo, el Otro (l´intrus) es, en el caso del trasplante, lo que salva la vida humana: sin la apertura a la alteridad, alojada en el propio espacio vital, la vida quedaría literalmente anulada. Si las defensas inmunitarias fueran demasiado altas, a la manera de un muro repelente, el contacto negado con la alteridad produciría exactamente lo contrario de la protección que se busca. Se seguiría lo que en términos médicos se llama «crisis de rechazo». Sin embargo, también se obtendría un resultado similar si prevaleciera la tendencia opuesta, es decir, la de una bajada total de las defensas inmunitarias; en otras palabras, si el Yo se abriera incondicionalmente al Otro, renunciando a toda defensa y a todas sus fronteras, la vida terminaría igualmente siendo aniquilada.

En la Ciencia de la Lógica, Hegel aclara este entramado teórico refiriéndose al concepto de «inocencia» (Unschuld). La inocencia originaria, transitada por el inmenso poder de la negación de la propia «inseidad» (an-sich-sein) originaria y abierta al ser-otro-de-sí, se convierte en autoconciencia, consciencia y, en una palabra, «perseidad» (für-sich-sein). Es ahora plenamente sí-misma, pero en un nivel superior, puesto que ya no es un “en-sí” inmediato e introvertido, sino un “en-sí”, “por-sí” y “para-sí”, consciente de la diferencia con el “Otro-de-sí”.

En-sí considerada, la inocencia de la identidad con–sí-misma «no es ni positiva ni negativa» y es gleichgültige Identität mit sich, «indiferente identidad con-sí«. Negándose como en-sí y abriéndose al ser-otro-de.sí, la identidad puede o bien destruirse y perderse en el Otro o, en sentido positivo, in ohren Grund zurückgehen, «volver al propio fundamento» enriquecida por la mediación y el proceso. Según la narración de la Fenomenología, la conciencia debe recorrer el via crucis que la lleve a superar la extrañeza del ser-otro-de-sí (la identidad ajena) y a reconocer el Sí en el propio ser-otro-de-sí. Sólo sobre esta base las diferentes identidades, lejos de anularse mutuamente, pueden abrirse al diálogo centrado en el nexo de Identidad y Diferencia. Tal diálogo se asienta sobre el reconocimiento pleno de la propia identidad mediante la comparación con las de los demás, a su vez reconocidas como diferentes o, más exactamente, como una diferente manifestación de la común humanidad como universal concreto, que existe en la pluralidad de las identidades y de las culturas. .

Por ello, resulta profundamente falso el teorema anti-identitario. Amar, defender y valorar la propia identidad no significa, obviamente, despreciar, ofender y denigrar la identidad de los otros. De hecho, significa respetar todas las identidades, a partir de la propia. Quien negase las de los demás estaría con ello negando también la suya propia, que existe sólo en la relación con ellas. Análogamente, quien negase la propia identidad tampoco podría realmente respetar la de los demás. De ello se deduce que el peligro para la identidad -la propia y la ajena- no está representado por aquellos que todavía poseen una identidad, incluso si se quiere una identidad fortísima, sino por dos categorías distintas: a) por aquellos que no teniendo una identidad, no pueden realmente respetar la identidad en cuanto tal y, como consecuencia, aspiran a la des-identificación universal, a la pulverización de toda identidad; b) por cuantos petrifican la propia identidad en una esencia sólida y no relacional, granítica y sin porosidad, y por ese camino acaban negándola en lugar de protegerla.

La flexibilidad universal del mundo de la forma mercancía, precisamente porque es incompatible con la eticidad en sentido hegeliano (Sittlichkeit) y con cualquier forma de estabilidad que no sea la del Mercado elevado a “destino eterno”, no puede sino deconstruir toda identidad: corroe los “caracteres”, como afirma Sennett, y anula la permanencia en el tiempo del propio Yo, así como la fidelidad a sí-mismo y al propio proyecto de existencia. La invitación a hacerse flexibles y a abandonar cualquier rigidez y toda pertenencia debe, en verdad, entenderse como una exhortación a despedirse de uno mismo y de todo proyecto personal de vida. Y ello siempre en nombre de una causa continuamente enaltecida como “más grande y más digna”, la de la competitividad global y el mercado cosmopolita. La respuesta del muro y el identitarismo irrelacional, que es su variante inmaterial, representa la falsa respuesta al dilema de la invasión y la desidentificación.

En el séptimo libro de su Historia de la Guerra del Peloponeso, Tucídides subraya cómo la guerra entre atenienses y siracusanos pronto se convirtió en una auténtica guerra de murallas. Cada uno de los bandos construía muros sobre muros para mantener a distancia al enemigo, bloqueando su camino y negándole las salidas. Al final, la paradoja de la situación que se produjo se puede resumir así: con tan absurda heterogeneidad de objetivos, terminaron encontrándose aprisionados por los muros que habían levantado con un fin protector. Al tapiar al otro, acabaron tapiándose ellos mismos.

Ésta es la conciencia que expresa nítidamente la carta de Nicias, tal como la recoge Tucídides: a fuerza de amurallar al enemigo, «somos más bien nosotros mismos, al menos por la parte de tierra, los que sufrimos esa suerte» (VII, 11, 2). Las crónicas de la época, en efecto, nos ofrecen confirmación de que, en ese momento, Atenas se encontraba de facto amurallada. Por esa causa, afrontó privaciones y atroces sufrimientos generados por su propia «teicopolítica«, su “política de muros».

La historia de Atenas narrada por Tucídides resulta digna de atención desde la perspectiva que aquí estamos desarrollando. Y deja aflorar una verdad incontrovertible, que podríamos resumir así: todo amurallar se resuelve, en última instancia, en un quedar amurallado; o, dicho de otra manera, todo muro protector acaba, tarde o temprano, convirtiéndose en un muro de segregación. Los presuntos beneficiarios se convierten así en las víctimas, como también enseña, entre otras, la historia del Muro que dividió en dos a Alemania: la protección que ofreció el Muro fue la de la prisión y, por tanto, derivó sin solución de continuidad en una forma inconfesable de opresión.

Fortaleza de la «ciudadela roja» y poderoso campo de concentración ideológico, estructuralmente distinto pero no menos opresivo que el totalitarismo glamour del libre mercado occidental, el Muro nace para proteger de la invasión del fascismo capitalista y termina convertido en una penitenciaría que impide la huída de los supuestos beneficiarios de la liberación. Es ésta una de las figuras más paradójicas de toda teicopolítica: el muro impide entrar al de fuera pero, al mismo tiempo, salir al que está dentro. Ésta es la lección que extraemos, no sólo de la narración histórica de Tucídides, sino también de la Kleine Fabel de Kafka, de 1920: aterrorizado por los espacios ilimitados del mundo exterior, el ratoncito se refugia tras muros cada vez más opresivos. Al final, se encuentra confinado en un rincón, obligado a admitir que «el mundo se vuelve cada día más pequeño» y que, por tanto, la guarida blindada es, al mismo tiempo, una prisión con barrotes de acero inoxidable. En el caso de la lógica “murista”, el lema de Hölderlin parece poder enunciarse justo al revés: “donde crece lo que salva, crece también el peligro”. La protección del muro, que debería ser bienhechora y desempeñar –con las palabras de Hölderlin– el papel de das Retende (“salvador”), se revela al final coincidente con el peligro máximo.

Así escribe Marx en los Grundrisse: “la tendencia a crear el mercado mundial viene dada inmediatamente en el concepto del capital mismo. Toda frontera (Grenze) se presenta como un obstáculo (Schranke) a superar”. Se establece aquí, de forma insuperable y con léxico kantiano, la tendencia general del capital, un alambique que transforma todo en mercancía y que, para hacerlo, debe congénitamente invadir, avanzando hasta ocupar la totalidad del espacio disponible.

En esto reside el ritmo heracliteano del proceso de globalización capitalista, como el propio Marx dejó esbozado con anterioridad en el Manifiesto: única forma de producción que tiene por fundamento la transformación incesante de sus propios presupuestos (en antítesis con cualquier teoría que lo conciba como estático, conservador y reaccionario), el capitalismo vive en la movilidad (la Beweglichkeit apuntada en El Capital) ya que su orientación teleológica coincide con la ilimitada valorización del valor y, por tanto, con la mercadización integral de lo material y lo inmaterial.

Por esta razón, para la forma capital cualquier límite es un obstáculo que pide ser demolido, en cuanto «frontera» que señala una alteridad entre aquello que es capital y aquello que (todavía) no lo es. Como para los aqueos, también para el modo de producción capitalista los muros y las fronteras son, en cuanto tales, un impedimento que delimita un espacio aún no conquistado, una alteridad insoportable, una identidad no subsumida bajo la forma mercancía y, tal vez, una “reserva” de la posible organización de la resistencia y la rebeldía razonada.

No hay figura del límite que la metafísica del capital no pretenda destruir. Ya sea la justa medida socioeconómica o el tabú religioso, lo inviolable ético o la frontera nacional. El reino del capital, como también ha subrayado Toni Negri en Imperio (2000), «se caracteriza, sobre todo, por la ausencia de fronteras: el poder del Imperio no conoce límites” de ningún tipo y, de hecho, basa su dinámica omniglobalizante sobre la práctica de la invasión en cada esfera de lo real y de lo simbólico: de lo real, ya que la dinámica del capital es la de la invasión de todos los rincones del planeta, reconfigurado como núcleo para la producción, el intercambio y el consumo de mercancías; de lo simbólico, en cuanto la dialéctica de la omnimercadización debe saturar cada rincón de la conciencia, de modo que la mercancía, como el «Yo pienso» (Ich denke) de la primera Crítica de Kant, pueda acompañar cada una de nuestras representaciones y convertirse en la única forma de mediación entre el Yo y el mundo.

En nuestro estudio Minima Mercatalia (2012), hemos denominado «inclusión neutralizante» a la dinámica cooriginaria a la dialéctica de desarrollo del capital: en su marca triunfal, el capital incluye toda realidad externa (sin dejar nada fuera de sí) y, al mismo tiempo, la neutraliza, des-identificándola y reduciéndola a la modalidad fundamental de la forma mercancía. Así entendida, la globalización no es otra cosa que la producción del Weltmarkt (mercado mundial) presagiado por Marx, id est la unificación del planeta en el horizonte omnienvolvente de la producción, del intercambio y de la circulación de las mercancías y las personas mercadizadas.

Debería adquirir así mayor claridad el pasaje de los Grundrisse antes citado. En coherencia con la lógica entelequial del desarrollo capitalista, cada Grenze (frontera) es percibido como un Schranke (obstáculo): kantianamente, cada «límite» es visto como una «barrera«. Esto vale, naturalmente, en el plano originariamente ontológico: el capital no puede tolerar la presencia de límites, ya que la suya es una metafísica del ilímite.

El capital existe como una dinámica nihilista de autovalorización sin límites o, en términos heideggerianos, como voluntad de poder ilimitadamente autoempoderante. La «mala infinitud» del crecimiento sin medida y del plus ultra sin fronteras se combinan para definir la esencia del objeto capital: die Bewegung des Kapitals ist daher maßlos, «el movimiento de los capitales es, por lo tanto, sin medida» comenta Marx, compendiando en estas palabras la rica y variada partitura del canon griego de condena de la crematística y del enriquecimiento como fin en sí mismo, desde Solón hasta Aristóteles (la χρηματιστική como perversión de la οἰκονομία –la crematística [la finanza] como perversión de la economía-).

Hay que decir, con Aristóteles, que el límite es lo que da forma a los entes, delimitándolos y definiendo su identidad específica. El capital, en cuanto dinámica de ilimitada valorización del valor, de crecimiento infinito y de desmesurada colonización de lo real, no puede aceptar la idea misma del límite, que se convierte en el tiempo del capital en obstáculo pernicioso que debe ser eliminado. Aunque para la metafísica clásica el límite (πέρας) constituía el natural fundamento del ser de los entes, ahora resulta rechazado como impedimento para el ser del capital.

Para el horizonte griego, como dice la palabra auroral de Anaximandro, el Ápeiron (ἄπειρον), [lo “ilimitado o infinito”] es la “injusticia” (ἀδικία) de la fatua superación del justo “límite” (πέρας); esto implica que se deberá “hacer justicia” (διδόναι δίκην), mediante la «destrucción» (φθορά) que comportará por su propia naturaleza la imposición de lo ilimitado “según el orden del tiempo” (κατὰ τὴν τοῦ χρόνου τάξιν). Representa, en efecto, la ὕβϱις, la «soberbia» humana de querer traspasar la frontera del justo límite, determinando así la pena de la destrucción, que el teatro griego traduce puntualmente en evento trágico: no hay tragedia de la Grecia clásica que no ponga en escena la violación de un justo límite castigada con la catástrofe del sujeto que peca de soberbia (ὕβϱις), de Ayax a Edipo, de los persas a Clitemnestra. En palabras de Heráclito, «el sol no podrá sobrepasar los justos límites (μέτρα), de lo contrario las Erinias, ministras de Diké, lo encontrarán».

En completa inversión del imaginario helénico, en el mundo de morfología capitalista prevalece la figura del Ápeiron (ἄπειρον), [lo ilimitado]: lo que para los griegos era ὕβϱις (soberbia) y, como tal, castigada con culpas que ellas mismas exasperaban la violencia de la ilimitación (de Tántalo a Sísifo, de Ticio a Prometeo), se transforma en horizonte de sentido exclusivo del capitalista reino animal del Espíritu.

Y, así como en el plano ontológico el límite es combatido ahora como un impedimento, otro tanto de lo mismo ocurre con la frontera, que puede entenderse con razón como la determinación espacial del límite (πέρας) [¿qué otra cosa es la frontera sino un límite aplicado a esa parte del ser que es el territorio?]. Afirmar, con Marx, que para el capital todo «límite» (Grenze) representa un «obstáculo» (Schranke) a superar significa ante todo reconocer, ontológicamente, que el nuevo modo de producción y de existencia debe hacer prevalecer, en toda su dimensión, la ilimitación entendida y practicada como transmutación de los límites conocidos: sobre la ética griega de la «mediedad» (μεσότης) debe triunfar la “libertad” entendida como transgresión permanente y como violación de todo inviolable; sobre la idea aristotélica de economía (οἰκονομία) debe imponerse la pulsión desmesurada de lo crematístico (χρηματιστική); y sobre la idea de frontera geográfica debe prevalecer la tendencia a la invasión permanente.

Los Grundrisse lo afirman sin perífrasis: es coesencial a la lógica del capital la producción del Weltmarkt (mercado mundial), o sea de la saturación del mundo entero por parte del modo de producción capitalista. Para que esto ocurra in actu, es preciso que cada limitación en el espacio sea entendida y tratada como un obstáculo a abatir: el capital no conoce propiamente el finis, sino sólo el limes, la frontera móvil que provisionalmente separa el capital de lo que todavía-no-es-capital.

Bajo esta luz, el pasaje de los Grundrisse podría traducirse, sin forzar, de la manera que sigue: para el capital, cada «frontera» es un «muro» a deconstruir, para que, junto con el impedimento del muro, deje de existir la alteridad. Ésta, mediante la práctica de la invasión, debe ser conquistada y reducida al rango de “lo mismo”: la frontera debe desaparecer porque lo que está más allá debe sic et simpliciter uniformarse con lo que está más acá. El Otro debe convertirse en lo mismo: su identidad, diferente porque está marcada por una frontera, está llamada a desidentificarse o, si se prefiere, a dejarse incluir y neutralizar en el mundo íntegralmente unificado por la forma mercancía. El mundo así entendido deja de ser un «pluriverso» de realidades separadas por fronteras y empieza a ser concebido como un universo dividido por el limes que separa lo que ya es capital de aquello que, no siéndolo todavía, lo será.

Con esto hemos llegado a un nodo teórico que consideramos de primordial importancia. El capital, en su lógica de desarrollo, tiende en última instancia a entrar en conflicto con aquellos límites dentro de los cuales se había desarrollado en la era moderna. 1989 inaugura una época que se autocelebra en tiempo real como marcada por el fin de los muros y, a su vez, de las fronteras: y esto debido a que, parafraseando nuevamente a Marx, para el capital toda frontera se convierte, tarde o temprano, en un muro que debe ser derribado.

La lógica del capital, como hemos visto, es aquella por la cual la frontera misma, como figura espacial de la ontología del límite, es un enemigo que debe ser derrotado: el capital no puede distinguir, por lo tanto, entre muro y frontera y debe combatir a ambos como figuras indistinguibles de la resistencia a la invasión del capital mismo. Todo límite material (como la frontera) e inmaterial (como la ética de la justa medida) es traspasado, a fin de que se anule toda línea divisoria entre lo interno y lo externo respecto al orden capitalista mundializado y al «continente invisible» de la finanza planetaria. Contextualmente, se produce una deconstrucción de las fronteras conceptuales y de los límites simbólicos (que viene determinada, entre otras cosas, en la posmoderna evaporación de la línea divisoria entre viejos y jóvenes) y una aniquilación incluso de las fronteras naturales, como la que existe entre hombres y mujeres y, cada vez más a menudo, entre humanos y animales (“antiespecismo”). El propio pensamiento binario parece estar en crisis, fundado como está sobre la distinción irreductible entre diferentes.

Prosiguiendo el análisis marxiano de los Grundrisse, «el capital debe luchar para derribar toda barrera espacial en las relaciones, por ejemplo en el intercambio, y conquistar el mundo entero para su comercio». Por lo tanto, debe unificarlo bajo el signo de la forma mercancía y del nexo utilitarista entre mónadas kantianamente «insociablemente sociables» y leibnizianamente «sin ventanas». En el plano simbólico, la praxis de la invasión capitalista viene legitimada mediante la subcultura de la narrativa hollywoodiense no border y la convergente demonización integral de la idea misma de frontera, de límite y de medida. Esta idea, en todas sus declinaciones posibles, es presentada como inevitablemente autoritaria y excluyente, provocando la total eliminación de su carácter protector de defensa de los derechos frente a la ofensiva de la violencia mundialista.

Según la lógica dual y polemológica de la sociedad alienada, el agresor mundial-capitalista tal y como se determina mediante la invasión reconoce en los límites y en las fronteras obstáculos que deben ser abatidos de cara a la invasión del territorio elegido para la obra depredadora. Aquellos que para el agresor son obstáculos, deberían, en rigor, ser saludados como protecciones por parte del agredido. En otras palabras, la presa debería amar las protecciones que el depredador detesta. Pero, por el contario, también tiende a combatirlas como obstáculos, ya que su imaginario ha sido colonizado por los mapas categoriales del propio enemigo de clase, gracias al celoso trabajo de la clase intelectual de culminación: el secreto está en extender sin solución de continuidad (en una operación puramente ideológica), la categoría de muro hasta confundirla con la de frontera, para así poder presentar y promover la lucha contra la segunda como base ineludible de la lucha contra el primero. Evidentemente, semejante sofisma ideológico nunca especifica que el muro es la perversión de la frontera, ni menos aún que la frontera es la única garantía de una relación entre identidades que no degenere en la opresión del muro o -ese es el punto- en la invasión. El logo único políticamente correcto y éticamente corrupto nunca explica: a) que el muro y la invasión son dos modalidades distintas de opresión, y b) que la frontera, como única garante de la relación entre libres e iguales, es la única base para contrarrestar los dos modos de opresión antes mencionados.