EL Rincón de Yanka: 📙 LOS MITOS DE LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA POR PÍO MOA

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domingo, 1 de abril de 2018

📙 LOS MITOS DE LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA POR PÍO MOA

LOS MITOS DE 
LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA

DIGRESIONES HISTÓRICAS
Errores en Los mitos de la Guerra Civil

La guerra de España, en palabras del historiador británico Paul Johnson, «ha sido el acontecimiento del siglo xx sobre el que más mentiras se han escrito». Los densos sentimientos todavía persistentes en torno a aquel suceso clave de nuestro pasado echan con frecuencia un velo sobre los hechos, impidiendo verlos y valorarlos con claridad.

En este libro Pío Moa aborda uno tras otro esos mitos, acercándonos a su realidad histórica mediante un examen lógico de los datos y una rigurosa crítica de versiones a menudo muy popularizadas, pero de veracidad dudosa. De paso clarifica el papel de los dirigentes políticos, desde Azaña a Franco, en el camino que llevó a España a la hecatombe.


La fabricación actual de mitos, sobre todo en el orden político e histórico, sufre, por suerte,una corrosión crítica o «desmitificadora» no menos incesante, que trata de iluminar la realidad bajo las fabulas. Pero, ¿se pueden desmontar todos los mitos? ¿Existen mitos consistentes, capaces de resistir la crítica? En mi opinión sí, y no rara vez el afán desmitificador juega con cartas marcadas, o concluye en un banal y estéril escepticismo, o refuerza otros mitos inconsistentes. En este libro, no ya expuesto a la crítica sino acucioso de ella, encontrará también el lector ejemplos al respecto. 

Reflejo de la mitificación de la guerra civil es precisamente la dificultad para calificar a los contendientes. Se han usado los términos «frentepopulistas y nacionalistas», «demócratas y fas-cistas», «franquistas y rojos», «rebeldes y leales», etc. Lo inadecuado de varios de ellos salta a la vista. Los sublevados en julio del 36 sólo fueron rebeldes o facciosos durante unos meses, cuando carecían de estado y parecían abocados a la derrota. Pero desde octubre o noviembre ya constituían un poder beligerante sólido, con cierto reconocimiento internacional, superando el estadio de la mera rebeldía. Tampoco eran fascistas, aunque algunos de sus rasgos superficiales y una de sus fuerzas principales -pero no la principal-, la Falange, pudieran asimilarse al fascismo. Y la palabra «rojos», asumida con orgullo entonces por los así llamados, ha terminado por adquirir un matiz peyorativo, aparte de no identificar a los anarquistas, a los republicanos de izquierda o a los nacionalistas vascos. 

Hoy predominan los términos «republicanos y nacionales» (o «nacionalistas»). Pero, ¿era republicano un bando integrado por varias de las fuerzas más hostiles a la república desde su origen, como la CNT, o los comunistas, o el mismo PSOE a partir de 1934? 
La legalidad republicana, nadie lo discute, rodó por tierra el 19 de julio de 1936, sustituida por una revolución anárquica, y luego, en septiembre, por un gobierno básicamente revolucionario. Titular republicanos a esos poderes carece de rigor. Al caer la república, en julio del 36, quedó también maltrecho el Frente Popular, formado, como sabemos, por revolucionarios marxistas y republicanos de izquierda, éstos en el gobierno; lo reconstituido en septiembre fue dicho frente, no la vieja república, y con un cambio esencial: los republicanos de izquierda pasaron a un tercer plano, y los marxistas al poder. 
El nuevo Frente Popular logró atraerse al PNV, y después a la CNT, anarquista, y cabe hablar, por tanto, de un bando «frentepopulista» o, para abreviar «populista», en sentido diferente del usado en la sociología política. 

Tampoco distingue el nacionalismo al bando de Franco, porque el contrario cultivó un nacionalismo no menor. La expresión «bando nacional», aunque vaga, parece más adecuada, por cuanto uno de sus signos básicos de identidad fue la concepción de España como una nación, cosa menos clara en el campo opuesto. 

Otro modo de identificar a los contendientes sería el más simple de «izquierdistas y derechistas», aunque entre los primeros combatiese también el muy derechista PNV, y en los otros la Falange se proclamase al margen de la derecha. También resulta propio hablar de un bando «franquista», aunque no al principio, pues Franco se hizo pronto el líder indiscutido en su zona,cosa que nunca lograron, aunque sí intentaron, Largo Caballero y Negrín en la opuesta. 

En este libro emplearé, por tanto, los términos «populista», «izquierdista» o «revolucionario» para nombrar a uno de los bandos, y «nacional», «derechista» o «franquista» para el opuesto. Con su inevitable carga de vaguedad, me parecen bastante más ajustados y neutros que los de republicanos, rojos, leales, fascistas, etc. 

Otra advertencia terminológica: empleo a menudo, aunque no exclusivamente, las formas «USA» y «useño» en lugar de Estados Unidos y «norteamericano» o «estadounidense», términos estos últimos incómodos e inadecuados, con resonancias mesiánicas, y usurpadores, por así decir,de su lugar a otros muchos países. Cierto que USA significa exactamente Estados Unidos de América, pero reducido a la expresión Usa, queda como un nombre más de país, en cuyo origen o significado no se piensa, como no se piensa en el de Suecia, Francia o España.


Cada vez estoy más convencido de que Los mitos de la guerra civil es un libro excelente, ya diré luego por qué. Eso no significa que no tenga errores. Los tiene, y a veces lamentables, fruto de la imposibilidad de comprobar hasta el último detalle en temas tan amplios.



Me lo han hecho ver los lectores, a muchos de los cuales no he podido contestar, debido a un exceso de trabajo complicado con algunos problemas particulares. Peor aún, he traspapelado varias cartas, de modo que no sé, a menudo, de quién provienen las observaciones, si éstas venían en otro papel que la carta misma. A todos ellos, mi agradecimiento, con la esperanza de que puedan leerme aquí.

Por ejemplo, Luis Martos me ha escrito: “Al relatar la detención de García Lorca, dice usted que le capturaron en un gasómetro detrás de la casa de Luis Rosales. Pero esto no concuerda con lo que dice Ian Gibson en su documentadísimo libro Granada en 1936 y el asesinato de Federico García Lorca, en base al testimonio de Esperanza Rosales, según el cual se despidió de ella y de su madre en la planta baja de la casa”. Por otra parte “un gasómetro que está detrás de una casa y no dentro de ella, y de donde se saca a alguien, no puede ser sino un aparato de grandes dimensiones, o un edificio que lo contiene”. Probablemente tiene toda la razón mi comunicante. Tomé la cita de Andrés Trapiello, que también ha examinado cuidadosamente el caso, más que nada por la alusión al semblante “lívido” de García Lorca, y por contrastarlo con una alusión de Reig Tapia a Moscardó y su hijo en el episodio del alcázar de Toledo: yo quería transmitir simplemente el ambiente de terror reinante en aquellos días en las dos zonas.

Otro, cuyo nombre he traspapelado lamentablemente, me señala que en el alcázar de Toledo no había “un puñado de cadetes”, sino probablemente ninguno, por estar de vacaciones. Consulto el libro de Bullón y Togores, y, en efecto, no mencionan ningún cadete entre los defensores. En algunos relatos, sobre todo extranjeros, se adjudicó el mérito de la resistencia a los “cadetes”, quizá por darle mayor romanticismo, pero fueron luego corregidos. Queda en la memoria de uno, sin embargo, la impresión de lo leído, y aflora en inexactitudes así.

Alguien ha observado que, contra lo por mí escrito, existen fotografías de las hojas lanzadas por Mola amenazando con arrasar Vizcaya si no se rendía prontamente. Las hojas están en castellano y en vascuence, y eso hace dudar de su autenticidad, siendo innecesario el texto en vascuence, pero las fotografías existen, y ello basta para, mientras no se pruebe otra cosa, corregir lo por mí escrito.

También se me ha hecho notar que mi visión de la actuación de Richthofen en la II Guerra Mundial es demasiado favorable al personaje. La corrección es oportuna. Richthofen, aunque no parece haberse afiliado al partido nazi ni participado en bombardeos de puro terrorismo, mostró un total desprecio por las víctimas civiles al atacar, dentro de operaciones militares, ciudades como Belgrado o Stalingrado, donde causó decenas de miles de muertos. No es lo mismo que el puro bombardeo terrorista sobre la retaguardia con objeto de desmoralizar al enemigo, pero dista de ser una conducta meramente “profesional”.

Creo que estos son los fallos más importantes detectados por mis corresponsales, aunque otros habrá, desde luego, y espero que sigan siendo de detalle. Tales errores son tan enojosos como inevitables, como saben todos los historiadores, y por ello secundarios, a condición de que no se prodiguen.

Decía que el libro me parece muy bueno, en conjunto, por lo siguiente. Se trata de un trabajo enfrentado por completo a la tendencia hoy preponderante en los estudios sobre la guerra civil y la república, tendencia descaminada, a mi juicio. Naturalmente, uno no las tiene todas consigo cuando escribe algo así: ¿y si, además de fallos parciales, como los vistos, se encuentran errores decisivos, que no afectan a tal o cual dato, sino al enfoque mismo del libro? Por mucho que uno se haya esmerado, siempre puede salir algún crítico demostrando que la concepción general del libro falla. Pues bien, eso no ha pasado en todo el año transcurrido desde su salida, y tampoco en los cuatro desde Los orígenes de la guerra civil, estudio clave de los posteriores.

Si uno atiende a las críticas hechas por Juliá, Tusell, Preston, Helen Graham o Reig Tapia, salta a la vista su bajo nivel intelectual. O son punzadas superficiales, como las de Preston, o peticiones de censura, como las de Tusell o Ian Gibson —éste se ha quejado de que Aznar dijera que pensaba leer mi libro—, o desfogues pueriles, como los de Reig, todos ellos plagados de argumentos de autoridad insignificantes. Doña Helen me acusa de rechazar “las reglas básicas de prueba que apartan la historiografía profesional de la desinformación y la fabricación de mitos”; y a continuación muestra qué entiende ella por esas “reglas básicas” cuando desfigura mis tesis, sosteniendo que yo niego el bombardeo de Guernica o la matanza de Badajoz, cuyos rasgos mitológicos ella cree a ciegas, confiando sin asomo de crítica en “las fuentes más reputadas”.

La falsedad de que yo niego la matanza de Badajoz y el bombardeo de Guernica (lo que hago es podarlos de su ramaje propagandístico y reducirlos a sus verdaderas proporciones y circunstancias) la ha mantenido también Jorge Martínez Reverte en ABC, y ha circulado mucho. Una muestra de cómo está el patio la ofrece Muñoz Molina en El Semanal del grupo Vocento. 
“[En el libro] descubro otra vez que Franco se levantó en armas contra la República para salvar a España del comunismo, y que la destrucción de Guernica o la matanza de Badajoz fueron embustes urdidos por la pérfida izquierda”. 
Le contesté en carta a la directora: “Muñoz no puede haber descubierto tales cosas en mi libro, porque no están en él. Si lo hubiera leído realmente, habría advertido por fuerza que expongo, sin caricaturizarlas, las versiones de la propaganda izquierdista y de determinados historiadores, sometiendo esas versiones a un análisis crítico del cual, es verdad, no siempre salen bien paradas. Esto ha escocido a Muñoz y otros, que han replicado con poses de indignación y mohines de desdén, bajo los cuales no hay nada más que eso: poses y mohines. Ni siquiera una lectura algo atenta de lo que atacan por las buenas como panfleto. La carta no me fue publicada, es decir, me fue censurada por la directora, cuyo carácter manipulador no precisa comentario. ¡Vaya periodista!

Otra manía de mis contradictores es sustituir el análisis por la etiqueta, insistiendo en motejar mis tesis de franquistas. Una nueva falsedad. Pero aun si no lo fuera tampoco valdría como argumento. No sería la primera vez en la historia de la ciencia que ideas excluidas por un tiempo son luego reconsideradas. A un historiador científico no le basta decir que las tesis franquistas son deleznables: ha de demostrarlo. Y está claro que unas cuantas de esas tesis soportan la crítica mejor que muchas otras circuladas en estos últimos años, cuyo mérito exclusivo radicaba en su “antifranquismo”.

Debo rendir tributo aquí, como excepción, al profesor Moradiellos, que ha intentado refutarme en el área de su especialidad, la intervención exterior en la guerra. Mantuve con él un debate en la revista digital El Catoblepas, inspirada por Gustavo Bueno, y en la Revista de libros, dirigida por Álvaro Delgado Gal. Creo que Moradiellos puede tener razón en algunas de las críticas que me hace sobre fechas y volumen de la intervención exterior, si bien esos datos siguen sujetos a revisión. Pero, como creo haber demostrado, falla en lo fundamental, es decir, en el carácter cualitativamente distinto de la intervención soviética y de la germano-italiana. Stalin satelizó al Frente Popular, mientras que el apoyo de las potencias fascistas no privó a Franco de su independencia. Este es el punto clave de la intervención exterior, el cual tuvo, entre otras, consecuencias del alcance de la neutralidad española durante la guerra mundial, tan extremadamente beneficiosa para los Aliados. Moradiellos y otros muchos historiadores de estos años han perdido de vista un hecho tan determinante, y orientado sus estudios hacia cuestiones no irrelevantes, pero sí secundarias.

Considerada en conjunto, la reacción a Los mitos de la guerra civil ha sido muy mediocre, a veces francamente ridícula, y algunos supuestos “historiadores profesionales” han quedado más bien como historieteros. Mi libro, por tanto, se mantiene en lo esencial, a la espera de medirse con una crítica de mayor enjundia que hasta ahora. Debate muy conveniente para la salud de nuestra historiografía, y, de forma derivada, de nuestra política.

GUERRA CIVIL


En Los mitos de la guerra civil y otros libros he analizado varias de las muchas leyendas infundadas con que la izquierda y los separatistas han construido su versión de la guerra civil.

¿Por qué han tenido tanto éxito esas mitificaciones propagandísticas? 
Ante todo porque corroboran otro mito más fundamental, generador de todos los demás: que la guerra civil consistió en la lucha entre la democracia y el fascismo, entre el progreso y la reacción, entre la libertad y el oscurantismo. De ahí que los crímenes del Frente Popular tiendan a disculparse o minimizarse como simples excesos ocasionales, mientras que al bando contrario pueden achacársele sin remordimiento todos los crímenes, reales o inventados. Ello tiene como efecto actual la justificación de las tropelías contra la democracia surgida de la transición –es decir, del franquismo–. Y sin embargo es ese mito generador el más endeble de todos.

El bando supuestamente demócrata se componía de comunistas, anarquistas, socialistas, republicanos de izquierda, nacionalistas catalanes y separatistas vascos. ¿Podemos creerlos defensores de la libertad, etcétera? Pocos sostendrán hoy en serio que el anarquismo o el stalinismo fueran demócratas, pero mucha gente tiene la errónea impresión de que los socialistas y los republicanos de izquierda sí lo eran. En cuanto a los republicanos, advirtamos de entrada que apenas tuvieron peso en el Frente Popular de la guerra: eran partidos pequeños, mal organizados, intrigantes y mal avenidos entre sí, y, como indicó su líder principal, Azaña, la mayoría de sus jefes salió del país en cuanto empezaron los tiros. Por todo ello, no podían dar carácter al Frente Popular. Pero además nunca fueron demócratas ni admitían alternancia en el poder. Una clave de la guerra civil fue que esos republicanos rechazaron la victoria electoral de la derecha moderada en 1933, respondieron a ella con intentos golpistas y terminaron aliados con las izquierdas más extremistas y violentas, y supeditados a ellas.

Mucho peor fue el caso del PSOE. Este partido había colaborado con la dictadura de Primo de Rivera, y por eso había llegado a la república como el partido más numeroso, disciplinado y mejor organizado de la izquierda. Su política desde 1933 era prácticamente bolchevique, y su jefe, Largo Caballero, recibió el mote elogioso de el Lenin Español. Largo y otros líderes, en especial Prieto, marginaron a los socialistas moderados de Besteiro y organizaron la insurrección armada, concibiéndola como guerra civil, para imponer su propia dictadura. Lo intentaron en octubre de 1934, causando 1.400 muertos, y fueron derrotados. No por ello cambiaron de actitud, y en 1936 volvieron a crear un proceso revolucionario. El PSOE fue el núcleo decisivo de las izquierdas españolas hasta que los comunistas lo desplazaron, en el curso de la guerra. Era un partido marxista, no democrático, y el principal causante del hundimiento de la república y de la democracia en España.

Quedan como posibles demócratas los nacionalistas catalanes y los separatistas vascos. De los primeros puede decirse lo mismo que de los socialistas: se declararon en pie de guerra contra el gobierno legítimo salido de las elecciones de 1933, y utilizaron fraudulentamente el estatuto autonómico para organizar la rebelión. En octubre de 1934 participaron en el asalto a la legalidad republicana junto con el PSOE, los comunistas y parte de los anarquistas. En 1936 volvieron al poder e impusieron lo que su dirigente Companys llamaba "democracia expeditiva", que Azaña tradujo como "despotismo demagógico".

Los nacionalistas vascos se inspiraban en un racismo obsesivo, según el cual la raza superior de los vascos estaba oprimida por la inferior española. Consideraban católicos, casi por raza, a los vascos, y acusaban a los demás españoles de no haberlo sido jamás. Los vascos, como los catalanes, se habían sentido tradicionalmente españoles, y por ello los secesionistas habían desplegado una enorme propaganda para convencerlos de lo contrario, sin haberlo logrado con la mayoría. El PNV obtenía un tercio de los votos emitidos en las tres provincias vascongadas, menos aún en relación con el cuerpo electoral. Y muchos lo votaban no por sus doctrinas, sino por ser el partido que mejor había defendido allí a los católicos contra los ataques izquierdistas. Los nacionalistas, vascos o catalanes, aspiraban a usar los estatutos de autonomía para imponerse radicalmente sobre la masa de población ajena a sus ideas.

Además de poco o nada democráticos, estos partidos unidos durante la guerra eran inconciliables entre sí, y ni la presión del enemigo común bastó a impedir los continuos sabotajes entre ellos. Hubo intensos odios entre comunistas, anarquistas y socialistas, mientras los nacionalistas vascos y catalanes intrigaban lo mismo en Roma y Berlín que en Londres y París, para traicionar a sus aliados. Estas querellas producirían detenciones ilegales, torturas o asesinatos, y culminarían en dos pequeñas guerras civiles entre las izquierdas, la de mayo de 1937 en Barcelona y la de marzo de 1939 en Madrid, con la que terminó, de modo plenamente revelador, la guerra civil española.

Para apreciar el carácter de las izquierdas debemos atender a otro rasgo crucial de ellas: su sumisión a Stalin, el gran defensor de la democracia española, si hubiéramos de creer a la propaganda. Quienes equiparan las intervenciones de Hitler y Mussolini con la de Stalin cometen un grueso error de perspectiva, en dos sentidos. Por una parte, el fascismo de Mussolini había sido poco sanguinario, y Hitler no se había revelado todavía como el genocida de la guerra mundial, mientras que nadie podía poner en duda la crueldad exterminadora de Stalin, cuyas víctimas sumaban ya millones.

Por otra parte, Hitler y Mussolini jamás dominaron a Franco ni mermaron la soberanía española, mientras que Stalin fue el auténtico jefe del Frente Popular español. La independencia de Franco quedó de relieve en la crisis de Munich de septiembre de 1938, cuando declaró su intención de permanecer neutral si estallaba la guerra entre las democracias y los fascismos, lo que causó indignación en Roma y en Berlín. Por el contrario, la autoridad de Stalin sobre el Frente Popular se aprecia en hechos como que los jefes izquierdistas españoles, por poderosos que parecieran, fueron barridos en cuanto obstaculizaron las directrices emanadas del Kremlin: así Largo Caballero, llamado hasta hacía poco el Lenin español, los anarquistas, los nacionalistas catalanes y luego Prieto. Sólo siguió en el poder el socialista Negrín, ligado indisolublemente a Stalin por el envío de las reservas de oro españolas a Moscú. Un envío que puso el destino del Frente Popular en manos de los soviéticos, convertidos en amos de los suministros para la España izquierdista. La política del Kremlin se ejercía sobre todo por medio del PCE, un partido directamente agente de Stalin y orgulloso de serlo.

Estas razones destruyen, en mi opinión, las pretensiones de que las izquierdas defendían la democracia. Pretensiones realmente grotescas cuando examinamos de cerca los sucesos. Pero debe reconocerse que la persistencia de esta falsedad durante decenios, su entronización en libros de historia y discursos políticos en medio mundo, constituye uno de los logros propagandísticos más notables del siglo XX. El mérito, si así lo queremos llamar, de ese logro debe acreditarse sobre todo a los comunistas, precisamente la fuerza más antidemocrática de ese siglo.



Realmente, la democracia no fue un valor en juego en aquella guerra, pues las convulsiones republicanas habían hecho perder la fe en ella a casi todo el mundo. Los nacionales tampoco lucharon por la democracia, sino por la idea más básica de la unidad de España y la religión frente a los exterminadores de esta. Fue una contienda entre la tendencia autoritaria y unitaria de los nacionales, y la totalitaria y disgregadora de los que entonces se llamaban a sí mismos "rojos" o –con plena falsedad– "republicanos".
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Mitos y tópicos de la Guerra Civil

"El asunto principal aquí no es que Moa sea correcto en todos los temas que aborda. Esto no puede predicarse de ningún historiador y, por lo que a mí respecta, discrepo con varias de sus tesis. Lo fundamental es más bien que su obra es crítica, innovadora e introduce un chorro de aire fresco en una zona vital de la historiografía contemporánea española anquilosada desde hace mucho tiempo por angostas monografías formulistas, vetustos estereotipos y una corrección política dominante desde hace mucho tiempo. Quienes discrepen con Moa necesitan enfrentarse a su obra seriamente y, si discrepan, demostrar su desacuerdo en términos de una investigación histórica y un análisis serio que retome los temas cruciales que afronta en vez de dedicarse a eliminar su obra por medio de una suerte de censura de silencio o de diatribas denunciatorias más propias de la Italia fascista o la Unión Soviética que de la España democrática".
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CITA CON LA HISTORIA - LA GUERRA CIVIL Y SUS MITOS