EL Rincón de Yanka: 📒 VENEZUELA: BIOGRAFÍA DE UN SUICIDIO 💥#VENECIDIO

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jueves, 26 de abril de 2018

📒 VENEZUELA: BIOGRAFÍA DE UN SUICIDIO 💥#VENECIDIO

VENEZUELA 
BIOGRAFÍA DE UN SUICIDIO💥

“Venezuela arde por los cuatros costados, acorralada por el fanatismo y la tozudez”. Así lo afirma Juan Carlos Chirinos, escritor venezolano afincado en Madrid, que explica en “Venezuela, biografía de un suicidio”, por qué en ese país “están como están”.
MÍNIMA PRESENTACIÓN 

Este libro es una provocación. En primer lugar, por el carácter personalísimo de su enfoque. Venezuela, ahora mismo asunto público de todo el planeta, es abordada aquí como intimidad, como cosa y causa propia. La intensidad, la pasión, el abrazo que Chirinos despliega en su ensayo pertenecen a la esfera de lo que importa: el autor se aleja de cualquier fórmula académica o periodística, y escribe desde una perspectiva irrepetible: desde el título hasta el punto final, está presente la sensación de una Venezuela adolorida. Aquí, el país es un sujeto doliente, sometido a una conjunción de avatares. 

Es una provocación porque construye un relato que va y viene a lo largo de dos siglos, desde comienzos del XVIII hasta el comienzo de este XXI, alrededor de hechos que están ocurriendo ahora. En su trasfondo, el suyo es un ensayo sobre el presente y, más todavía, sobre la resistencia de todo presente a ser pensado. Quien lea las páginas que siguen será testigo de la lucha de un escritor por penetrar en una realidad que le concierne, pero que también concierne a treinta millones de venezolanos, y a otros millones de ciudadanos en el mundo, que siguen a diario lo que allí acontece. 

El libre arbitrio con que escoge sus fuentes, el modo como las usa y las entremezcla —las referencias de la Historia, los posibles mitos de la cultura venezolana, los hechos crasos, las leyendas urbanas, los discursos sobre la tradición política venezolana—, son los de un incitador: no un desplante, pero sí un método propio con el que logra abrirse paso en la complejidad. Porque, y esto hay que decirlo, Venezuela es ahora mismo una de las realidades más desafiantes del planeta: inextricable, mutante, voraz con las interpretaciones: las traga y las olvida. 
Chirinos, observador de esa complejidad, no le huye ni la resuelve con fórmulas hechas. Al contrario: asume la condición dramática del conflicto venezolano. Lo que subyace en su ensayo es el drama de una sociedad obligada a luchar para evitar el sometimiento. Y para escenificarlo, usa una lengua cargada de contrastes, donde los grandes enunciados conviven con flashes de la lengua coloquial: de todo ello surge una prosa que se abre paso. Que ilumina e interpreta. Que señala las claves. Que no dictamina, pero sí señala los caminos para seguir pensando a Venezuela, el país que el autor lleva en su alma. En sus pensamientos, que son como secretas oraciones. 
NELSON RIVERA 
INVENTAMOS Y ERRAMOS 

Ha llegado la hora de serenarse y de reflexionar sobre las razones de tanto fracaso. De examinar qué hemos dejado de hacer o qué hemos hecho mal. Ha llegado la hora de preguntarse no ya en qué ha fallado la democracia sino más bien en qué le hemos fallado nosotros a ella. 
Marcel Granier, La generación de relevo 
vs. el Estado omnipotente (1985) 

(Re)conozco de mi país unas pocas ciudades en las que he vivido o por las que he pasado. Algunas de esas ciudades quedan del otro lado de la frontera, pero en el fondo la patria toda permanece intacta en esa íntima piel que es la memoria. Mi exilio comienza cuando llego a un borde que se desvanece en cuanto pongo el pie sobre él. Y digo: no me quitan este trozo de país, lo llevo encima como una penitencia, para provocar. 
Para la exposición Manifiesto País, 
de Lisbeth Salas (Caracas, 2014)

MUCHÍSIMO ANTES DE ESCRIBIR estas palabras introductorias, cavilaba sobre cómo les iba a dar inicio. Durante un tiempo estuve a la caza de los vocablos que producirían el efecto justo para comenzar con buen pie la siempre secreta y difícil relación de los libros con sus lectores. Mi plan consistía en llamar a Ofida, mi mamá, que vive en Valera, la ciudad de los Andes venezolanos donde nací, lugar que he mitificado para gozo, burla y deleite de mis amigos («¡es el centro del mundo!», proclamo a los cuatro vientos no sin razón); le pediría a ella que me dijera al menos una cosa buena sobre Venezuela con la que pudiera arrancar mi prólogo. Con su imbatible optimismo, su inagotable buen humor, su ferocísimo entusiasmo y la devota fe en su dios estaba seguro de que, como flecha de bienaventuranza, me hablaría no de una sino de varias cosas buenas para dar inicio a este (tal vez demasiado pesimista) libro con unos toques bondadosos, pues tampoco se trata de agobiar al lector con un extenso peán guerrero abundante de llanto y descalabros. 
Releía y escribía, investigaba y anotaba; iba a la Biblioteca Nacional en el Paseo de Recoletos e invertía horas frente a mi computadora leyendo noticias y artículos, y mirando videos en torno al tema venezolano en YouTube, esa videoteca ahora indispensable, y otros medios. Recuperé de mis propias estanterías un ensayo al que no me había acercado bien del todo, y cuyo comienzo había olvidado. Se trata de El orden del discurso, de Michel Foucault, que no es sino la lección inaugural leída en el Collège de France el 2 de diciembre de 1970, con la que tomó posesión de la cátedra de historia de los sistemas de pensamiento. Su inicio iluminó un particular aspecto en la escritura de este libro en el que no había reparado. Dice Foucault que quiere deslizarse «subrepticiamente» dentro de su discurso, y «más que tomar la palabra, hubiera preferido verme envuelto por ella y transportado más allá de todo posible inicio». 

De modo que se trataba de eso: tenía que «deslizarme subrepticiamente» en mi libro. Porque todo lo que el lector encontrará sobre Venezuela en las páginas que siguen es apenas la continuación del discurso que cada venezolano de este tiempo lleva consigo, y rumia y desarrolla y discute y comenta y critica. No sería necesario, entonces, pedirle a mi mamá, allá en la arcádica Valera, que me orientara con su sabiduría, pues esta sería la «cosa buena» (o no) que de mi país querría destacar aquí, más que cualquier otra: los venezolanos hablamos de Venezuela con la propiedad del que la ha parido, sin pudor, con una seguridad solar que produce diversos efectos en quien nos escucha. Y el escepticismo no es el último de ellos. 
Cuando en 1999 Gabriel García Márquez quiso describir al recién elegido presidente Hugo Chávez, a quien acababa de conocer en el avión de la Fuerza Aérea Venezolana que los llevaba de La Habana a Caracas, apuntó lo siguiente: «Tenía la cordialidad inmediata y la gracia criolla de un venezolano puro». Como agudísimo observador de los demás, y habiendo vivido en Venezuela «cuando era feliz e indocumentado», el Nobel colombiano supo definir en dos afiladas expresiones nuestra idiosincrasia: «cordialidad inmediata» y «gracia criolla». No deja de asombrarme hasta qué punto era capaz García Márquez de profundizar en los tipos humanos y escribir sobre ellos con la precisión del neurocirujano. Hace poco el escultor español Andrés Alcántara, creo que citando a Picasso, me explicó que algunos pintores, cuando quieren plasmar el sol, ponen una mancha amarilla; y hay otros, como Turner, que de una mancha amarilla sacan un sol. Eso hace García Márquez. El mundo, sin embargo, siempre es el comentario de otra cosa. Aquellas dos espléndidas frases del escritor colombiano no pretenden agotar la definición de la identidad venezolana, por lo demás cambiante, al igual que todas. 

Finalmente no le he pedido a mi mamá que me dijera cosas buenas de Venezuela; coloco lo que he observado y lo muestro como lo he visto, lo he pensado, lo he leído y lo he estudiado. No quiero que mi cordialidad inmediata ni la parte que me toca de la gracia criolla disuelvan el defecto de mi pensamiento, el pentimento que subyace en toda idiosincrasia y que la hace hermosa y oscura a la vez y, por eso mismo, deseable. 
En este libro no intento ni por asomo contar la historia de Venezuela; ni siquiera una historia «alternativa» de Venezuela. A lo sumo he tratado de colocar un espejo frente a mi país y describir lo que veía. Notará el lector que el espejo está empañado, pero no olvide que el reflejo de la realidad, que es lo que nuestra memoria nos permite contemplar, jamás es la realidad misma. Además, hay un número no desprecia ble de documentos bibliográficos, hemerográficos y videográficos que he consultado para sustentar más o menos razonablemente lo que quería describir de esa realidad que, para parafrasear (otra vez) a Foucault, «tiene nuestra edad y nuestra geografía». Anoto aquí que en la bibliografía solo he colocado una muestra representativa de aquellos textos y obras directamente relacionados con Venezuela que me han sido especialmente útiles: la «verdadera» bibliografía, qué duda cabe, es enorme y discurre subterránea y crece sin cesar. Sé, sin embargo, que el arsenal documental que he usado, en vez de citas textuales, son excusas que apenas pulen el reflejo de país que ofrezco. Espero, no obstante, que este reflejo lleve algo auténtico: la bandera blanca que ondea en el puente que limita entre lo que somos y lo que hemos tratado de ser. 

Venezuela es una nación que ha tenido varias oportunidades de encarrilar su organización política y social hacia una condición más o menos estable; algunas veces lo ha logrado, pero transitoriamente. Quizá la principal tarea que no hemos cumplido es la de conformar una república sólida que de una vez por todas encuentre los mecanismos para generar más inclusión en vez de segregación; más conocimiento en vez de mayor fanatismo; una tarea que consista en hallar el país que se valore en su justa medida sin necesidad de recurrir a exaltados clarines épicos ni a luctuosas mantillas untadas de mala suerte. A veces pienso que los venezolanos necesitamos una buena dosis de ataraxia, el sencillo e imperturbable bienestar de ser y estar. No somos ni una pequeña Venecia ni la gran Venezuela ni el secreto mejor guardado del Caribe ni el epicentro de la Patria Grande: tan solo somos un país más que quiere ofrecer lo mejor de sí en el concierto de las naciones; y convivir. Simplemente eso: convivir. A la hora en que cierro estas páginas, Venezuela arde por los cuatro costados, acorralada por el fanatismo y la tozudez; por el hastío, el malandraje y la corrupción; por el hambre, la mezquindad y el crimen. Termino de escribir y el futuro es cada vez más opaco, más incierto. Una larga hora menguada que no parece tener final. 

Puede que el subtítulo de este libro, biografía de un suicidio, alarme a más de uno; o acaso lo soliviante. Trataré de explicarme. En principio, me pareció un buen gancho, una provocación necesaria para llamar la atención; luego vinieron a mi memoria las frases de dos personajes venezolanos muy disímiles entre sí pero que quizá oculten un secreto vínculo que los relaciona; involuntario, pero de poderoso significado. 
Hace unos años, una editorial eslovena me pidió que preparara una antología de relatos venezolanos contemporáneos y yo acepté entusiasta. No hay que desaprovechar toda oportunidad de promoción de la cultura de un país con tan pocas posibilidades de ser reconocido por algo más que el petróleo, el populismo, las misses y las telenovelas. Escribí entonces unas palabras preliminares, parte de las cuales quiero rescatar, porque allí empezó a gestarse esta idea del «suicidio patrio»: Venezuela es un país esencialmente insumiso. No sigue reglas; las inventa. Condiciona sus leyes y las amplía (o las tergiversa); sigue un programa con obsesión y lo deshace en cuanto puede; es formal y coloquial, cariñoso y distante; exuberante y parco. Perezoso y workahólico, alegre y depresivo; musical y ruidoso. Desierto y selva; páramo nevado y calurosa sabana; mar Caribe y caudaloso río Orinoco: empeñado en ser grande y original, no se cansa de caer en los lugares comunes de los países ricos pero sin riqueza, aunque su mestizaje tal vez lo salve del desgobierno total y de la condición bipolar con que toda dicotomía amenaza. Verborreico y lacónico, su casi millón de kilómetros cuadrados se defi ne con un hermoso diminutivo: Venezuela, o sea, la Pequeña Venecia. Y se percibe desde el nombre que este país puede ser, además, una continua contradicción. La contradicción del que no se somete nunca y siempre busca una nueva opción, una nueva propuesta, una nueva salida a su creatividad. Sus habitantes no se conforman fácilmente con soluciones simples o conocidas; de hecho, una de sus mayores figuras civiles, Simón Rodríguez (1769-1854), maestro de Bolívar y reformador de la educación en la América del siglo XIX, ilustrado, políglota e inquieto viajero, dejó para el consumo del subconsciente venezolano una frase que está grabada en nuestras neuronas con el hierro candente de los destinos aplazados: o inventamos o erramos. 

«O inventamos o erramos». Rodríguez, consciente de que las repúblicas que recién nacían en América se enfrentaban a un reto enorme y que no serían los viejos modelos europeos los que las ayudarían, en Sociedades americanas (1842) lanzó esa brillante pero peligrosa frase como un revulsivo para sus compatriotas. Inventamos, o nos morimos. Inventamos, o desaparecemos. Más de un siglo después, y por razones completamente distintas, uno de los últimos presidentes venezolanos, Carlos Andrés Pérez (1922-2010), cuya (quizá injusta) fama de poco leído entonces era célebre (también la de su esposa), acuñó para el diccionario del escarnio y el chascarrillo en Venezuela una palabra que aún hoy se usa con humor; incluso Nicolás Maduro, al presentar su memoria y cuenta del año 2014, utilizó el vocablo de manera irónica: «autosuicidio». 
Pérez no parece haber tenido, ni mucho menos, la consciencia lingüística del maestro Rodríguez que anima a inventarse el mundo o a condenarse al yerro; pero me temo que la cándida temeridad verbal de CAP es una de las hijas bastardas del consejo del sabio. La capacidad para improvisar, para guataquear sin pestañear del venezolano tiene en el chusco y redundante neologismo presidencial un emblema que debería servirnos de advertencia: no toda invención es producto de la improvisación. Ni le conviene siempre a la invención el gesto arbitrario del que no sabe ni quiere saber. 

Quizá debí subtitular este libro biografía de los suicidios, porque en realidad se trata de eso; de que cuando se revisa su historia y, sobre todo, la de los últimos setenta años, es imposible no pensar que el país se abocó con devoción a autodestruirse reiteradamente, tal vez con la esperanza de un renacimiento producto de la suerte que trae inventar para no errar. También cabe la posibilidad de que la invención sin prudencia desemboque en un «autosuicidio», y no en legítima defensa. 
Mi intención aquí es la de escudriñar en lo que ha ocurrido y por qué; mostrar al lector no familiarizado, en pequeños cuadros que son los fragmentos de que se compone, qué es eso que llamamos Venezuela y cuáles algunas de las causas por las que ha llegado al estado en que se encuentra. Tal fue el reto que me propuso Philippine González-Camino, mi editora, a quien agradezco enormemente la idea, el estímulo, la confianza y el apoyo: lo que sigue es el testimonio de ese intento, que empezó a tomar forma, entre otros, sobre la base de un artículo mío publicado en 2013 en la Revista de Occidente a petición de su Secretario de Redacción, Fernando Rodríguez Lafuente, a propósito de la muerte de Hugo Chávez. En el fondo, uno jamás deja de dar vueltas en torno a las mismas ideas. Aprovecho también para agradecerles a la filóloga Amelia de Paz y al historiador Sergio Rodríguez Lorenzo sus valiosísimas sugerencias, a pesar de las cuales reclamo para mí los numerosos defectos de este libro. A Marianella Castro debo agradecerle la enorme generosidad al ceder su espléndida foto de María Lionza para que «proteja» estas páginas. Y agradezco también a mi primera lectora, Fátima Aranzabal, que detecta como nadie los errores de un manuscrito. 

Inventé o erré: lo comprobará el que recorra estas páginas. Por esta razón el lector tendrá la posibilidad, si quiere, de leer el libro en el orden que le apetezca más; creo que el conocimiento existe en varias dimensiones y flota como las neuronas en el cerebro. El conocimiento va llegando en trozos dispersos, y se suma, y es adiposo y así es como genera nuevas ideas. Por eso he tratado de que el orden no sea excesiva mente rígido… Me gustaría que este libro se leyese siguiendo las instrucciones de Cortázar para entrar en su Rayuela: a saltos, con el programa que da la intuición. 
Una aclaración de vocabulario. Encontrará el lector en este libro, no pocas veces, diferentes términos para referirme a la región de donde provengo: Latinoamérica, Iberoamérica, etc. Quiero dejar firme constancia de que abjuro de todos ellos. América Latina es un calificativo inventado en la Francia del siglo XIX con fines espurios; el gentilicio que nos identifique debería ser el de «americanos»: ¿qué otro nombre más genuino si hasta Andrés Bello apuntó en el título de su Gramática que estaba «destinada al uso de los americanos»? Pero ya que no podemos zafarnos de la servidumbre de los gentilicios (soy valerano, trujillano, venezolano, americano, etc.), que por lo menos sean los que estén menos contaminados. Aun así, he decidido no pelearme más con la poderosa fuerza de la costumbre; pero que la costumbre no amanse la airada protesta. 
Esta es, pues, una biografía de cuán suicidas hemos sido los venezolanos, siempre tan pueriles, tan frívolos, tan serios, trabajadores y perezosos. Tan contradictorios y cordiales; tan graciosos y listos. Y tantas veces tan pendejos (huevones).
VER+:




Empleando las técnicas del monólogo en primera persona, la crónica, el testimonio y el ensayo, y usando la literatura de un escritor emblemático del siglo XX latinoamericano (Mario Vargas Llosa) como punto de apoyo para poner a dialogar a la ficción con la historia con mayúsculas, Zapata ejecuta una radio- grafía política y moral de su país. Nos muestra cómo una clase dirigente que empezó significando la buena cara del continente acabó en lo que está convertida hoy. Y lo hace explorando la psicología de sus viejos líderes, de quienes tuvieron en sus manos la responsabilidad de llevar a Venezuela al primer mundo y optaron por alejarla de él, así como los actuales, los que dieron el puntillazo a lo bueno que había. El lector asistirá así a la narración de los hechos que a lo largo del tiempo llevaron al surgimiento de uno de esos caudillos que parecían confinados a los libros polvorientos de la historia del populismo latinoamericano y han cobrado una actualidad espeluznante. También verá con nueva luz hechos recientes, ocurridos a bajo el populismo autoritario, que son objeto de una incesante propaganda tendiente a nublar la verdad e instalar mentiras en la conciencia de la gente. Pero, atención: no es un libro pesimista. Uno no emerge de sus páginas con desaliento sino con una melancolía no exenta de estímulos para imaginar una Venezuela mejor.