EL Rincón de Yanka: 📕 1968: LA REVOLUCIÓN DIVERTIDA Y UN NUEVO MUNDO ES POSIBLE QUE SEA EMPEORABLE

inicio









CALENDARIO CUARESMAL 2024

CALENDARIO CUARESMAL 2024





lunes, 16 de abril de 2018

📕 1968: LA REVOLUCIÓN DIVERTIDA Y UN NUEVO MUNDO ES POSIBLE QUE SEA EMPEORABLE

1968:

El nacimiento de un mundo nuevo

Un recorrido por el revolucionario 1968, 

el año en que se rebelaron 
los jóvenes de todo el mundo.
1968 ha trascendido la realidad y se ha convertido en mito. 50 años después ya es hora de abandonar esa imagen idílica y asumir que fue un año lleno de acontecimientos políticos dramáticos. Esta es la intención del escritor y periodista Ramón González Férriz en 1968. El nacimiento de un mundo nuevo (Debate), una crónica que, narrando los hechos ocurridos en nueve países de todo el mundo, intenta despojar al 68 de sus cargas simbólicas para analizar cuánto de entonces ha llegado hasta hoy.
1968 se ha convertido en una especie de mito. Pero más allá de esa imagen idílica o confusa, fue un año lleno de acontecimientos políticos que provocaron la extendida sensación de que el mundo estaba al borde del colapso. En Francia y en Estados Unidos, en Checoslovaquia, México, Japón, Italia, Alemania y España, 1968 fue el año en que los sistemas políticos fueron cuestionados, sobre todo, por unos jóvenes estudiantes convencidos de que el mundo que les legaban sus padres era aburrido, injusto y criminal. Sin un plan concreto, pero armados con nuevas ideologías de izquierdas, una retórica audaz y unas tácticas de protesta que imitaban a las de las guerrillas, rompieron los grandes consensos políticos y culturales que habían estado en pie desde el final de la Segunda Guerra Mundial.

1968. El nacimiento de un mundo nuevo es una crónica de ese convulso año de grandes esperanzas y de sueños de un mundo mejor, pero también lleno de muertes violentas como las de Martin Luther King y Bobby Kennedy y disturbios como los de París, Tokio, Roma, Berlín y Madrid. Fue el año en que gobiernos como el de México se volvieron contra sus ciudadanos, las fuerzas del Pacto de Varsovia invadieron Checoslovaquia, se estableció el embrión de varios grupos terroristas como la Fracción del Ejército Rojo y las Brigadas Rojas, y ETA cometió su primer asesinato. Todo ello con el trasfondo ineludible de la guerra de Vietnam.


INTRODUCCIÓN
Un viejo mundo feliz

A lo largo de los cincuenta años que han transcurrido desde 1968, este ha sido objeto de innumerables interpretaciones y de algunas de las discusiones políticas y culturales más persistentes y centrales de nuestra época. Es lógico que haya sido así. Fue un año repleto de acontecimientos, muchos de ellos interconectados y fruto de las transformaciones que se habían sucedido desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Estos cambios afectaban casi todas las esferas de la vida: los ámbitos económico, cultural, demográfico, ideológico, tecnológico, filosófico o cualquier otro que se pueda imaginar. Sin embargo, hasta ese momento no habían producido una ruptura total con el orden establecido. En 1968, el mundo de 1945 parecía remoto pero, al mismo tiempo, seguía rigiendo los códigos de la convivencia e incluso la percepción que los individuos tenían de sí mismos. Pero entonces algo estalló.

Lo ocurrido en 1968 fue, en buena medida, un intento de
acabar con ese mundo e improvisar la construcción de uno nuevo. Para muchos de quienes vivían donde tuvieron lugar las protestas y las graves crisis políticas de ese año, se trataba de un propósito absurdo. Cualesquiera que fueran sus carencias, una gran parte de los países vivía una época de prosperidad; la economía crecía y las clases medias con ella, y, dentro de los siempre estrechos límites de la Guerra Fría, la situación política era estable.
La idea de poner en riesgo un equilibrio que había permitido descartar casi por completo la posibilidad de nuevas contiendas a escala global -por supuesto, seguían en marcha guerras más localizadas, como la de Vietnam, central en esta historia- parecía una locura. En muchos países occidentales, los grados de libertad e igualdad conseguidos habrían sido inimaginables unas décadas antes. Con todo, sería un error creer que esas democracias , con unas arquitecturas institucionales muy parecidas a las actuales, tuvieron la misma permisividad moral que en el presente: las costumbres eran más rígidas, y las expectativas de disciplina y de sumisión al grupo, mayores. En cualquier caso, para unos cuantos jóvenes ese statu quo no era más que una gran mentira. 

No eran demasiados -las protestas de 1968 fueron casi siempre un fenómeno elitista o, al menos, minoritario, aunque extraordinariamente ruidoso-, y en general formaban parte de la clase media. Muchos de ellos solo habían podido acceder a los estudios universitarios gracias precisamente a la prosperidad y la estabilidad recientes, pero tenían el convencimiento de que, en realidad, ese mundo rico y feliz no era más que una continuación soterrada del autoritarismo, la sumisión y hasta el nazismo que, según les decían, habían sido vencidos y sustituidos por la libertad. Creían, pues, que esa libertad era falsa, que el progreso nacía de la explotación, que la guerra de Vietnam demostraba que Occidente era todavía colonialista y racista, que el mero hecho de vestir un traje gris y acudir a un trabajo con un horario y un sueldo fijo a final de mes -una perspectiva que a 
sus padres les habría parecido envidiable a su edad- implicaba una condena, una manera de dejar escapar la vida. 

Esos jóvenes no eran comunistas: la Unión Soviética y sus países satélite ya habían demostrado, y volverían a hacerlo a lo largo del año, que no era ahí donde había que buscar un ejemplo y depositar las esperanzas. Si bien la Revolución Cultural china, que estaba teniendo lugar en ese momento, la reciente Revolución cubana y los movimientos de liberación de los pueblos quizá sí fueran un buen espejo. A pesar de ser unos privilegiados, imbuidos de una mezcla de ingenuidad, arrogancia y buenas intenciones, sentían que al manifestarse no solo ejercían ese derecho en su propio nombre, sino también en el de la clase trabajadora y de los súbditos de los países oprimidos por el colonialismo.
Por supuesto, esto no se percibía así en todos los lugares donde en 1968 hubo crisis y levantamientos. No son comparables los ejemplos de naciones ricas y democráticas como Estados Unidos, Francia, Italia, Alemania o Japón con las dictaduras comunistas de Checoslovaquia y Polonia, la dictadura militar de España o el ambiguo régimen de México. En cada uno de estos países, 1968 significó un riesgo diferente, pero en todos supuso el cuestionamiento, radical y a veces juguetón , de los regímenes establecidos. La lucha por los derechos civiles de los negros en Estados Unidos, que ese año alcanzó un punto de inflexión debido al descontrolado uso de la violencia, y el intento checoslovaco dirigido por sus propios líderes de convertir el comunismo en un «socialismo de rostro humano», fueron casos aparte, como también lo fue México, donde el grado de violencia desplegado por el Gobierno resultó simplemente incomprensible. Aun así, unos y otros compartían la certidumbre de que el statu quo era un gran error, una espantosa injusticia.
Esto no significa que dichos movimientos estuvieran coordinados y, de hecho, no lo estaban. Aunque en su momento los gobernantes creyeron ver un gran plan concertado, y las interpretaciones posteriores dedujeron que todo el mundo se había alzado al mismo tiempo y por las mismas razones, lo cierto es que muchas de las protestas y manifestaciones, por interconectados que estuvieran sus motivos, fueron fruto del azar, de la absoluta improvisación. 

Las causas concurrían: circulaban los discos de rock y pop incluso en el mundo comunista, la televisión vivía un auge inaudito, y con frecuencia los gobernantes eran viejos y la población cada vez más joven. El crecimiento económico disparaba las expectativas personales y había nuevas y atractivas ofertas ideológicas por las que los jóvenes sentían una atracción natural porque prometían, sencillamente, una vida mejor, más despreocupada y al mismo tiempo más responsable. Pero si bien todo se retroalimentó, el desenlace fue en gran parte un paso adelante poco medido. Fue un paso adelante porque, como decía, no dejó de ser el resultado de lo que se había estado conformando política y culturalmente durante por lo menos una década. Y poco medido porque, con algunas salvedades, los protagonistas no sabían cuáles eran sus objetivos.

Los jóvenes que sembraron el caos en el Barrio Latino de París durante un mes y medio, los que convirtieron la política de partidos estadounidense en un grotesco festival, los estudiantes que en Italia quisieron redimir a la clase trabajadora aunque esta les desdeñase, los que en Alemania jugaban al gato y el ratón con la policía hasta que la violencia se les fue de las manos, y la mayoría de los protagonistas de este libro, sabían lo que estaban haciendo, pero no para qué.

Los testigos de los acontecimientos de 1968 afirman que en el proceso se habló mucho. Se discutía incansablemente en reuniones y asambleas que se celebraban en locales improvisados, pero también en la calle y en los bares; los políticos daban innumerables discursos que recogían la radio y la televisión, y los gobiernos emitían un comunicado tras otro, que luego eran publicados en los periódicos y respondidos por otros gobiernos o por los instigadores de las protestas. Los grupos que organizaban las manifestaciones discutían eternamente, incluso si debían acabar con tanta palabrería y pasar a la violencia. De hecho, las dudas y discusiones sobre si la revuelta debía ser violenta es uno de los temas de este libro. 

En cualquier caso, en este relato he tratado de reflejar que 1968 fue un año de fuertes e inacabables intercambios de argumentos, a veces de una elevada retórica, a veces simples eslóganes muy bien ideados. Para ello, he recogido voces muy diversas: citas de los libros que influyeron en la ideología de los protagonistas de las protestas, chistes pronunciados ante tribunales de justicia o académicos, canciones y poemas, y discursos de políticos y activistas. También he recurrido a las noticias que publicaban los periódicos de la época para, a través de ellas, intentar reflejar la respuesta inmediata de la opinión pública a lo que sucedía día a día. Una de las cosas más llamativas de los sucesos de 1968 es que sus protagonistas y quienes los comentaron recibieron enseguida ofertas para contar su experiencia en forma de libro. En muchos casos, he acudido a esas obras, o a otras publicadas por testigos y corresponsales extranjeros pocos meses después de lo acontecido.

Los hechos ocurridos en 1968 han llegado hasta nosotros, en buena medida, en forma de mito o de incidentes dispersos que son reinterpretados una y otra vez, con frecuencia en clave ideológica o simplemente como fetiches culturales. Con 1968. El nacimiento de un mundo nuevo he pretendido sobre todo reconstruir la sucesión de los acontecimientos que tuvieron lugar aquel año y ocasionaron que un puñado de países sintieran que no solo la estabilidad política, sino incluso una cierta idea de sociedad , estaban al borde del abismo. Y he querido hacerlo de forma cronológica. 
Tras esta introducción, centro la mirada en el año 1967 para exponer los prolegómenos de 1968 y las tensiones y mutaciones ideológicas y culturales que le precedieron. Después, en lo que es el cuerpo principal del libro, presento un relato pormenorizado de lo que pasó en las calles, las televisiones y las sedes gubernamentales a lo largo de 1968 en nueve países. 

Finalmente, en el epílogo («El mundo nuevo») cuento cómo acabaron muchas de las historias que tuvieron lugar ese año pero concluyeron más adelante, y cómo estas conformaron un mundo distinto, en términos intelectuales y políticos, del creado con el consenso posterior a la Segunda Guerra Mundial, y que en diversos sentidos es el nuestro.
En 2012 publiqué el ensayo La revolución divertida (Debate), en el que traté de explicar las consecuencias políticas y culturales de las revoluciones de los años sesenta en adelante en Estados Unidos y en Europa, sobre todo en la concepción hedonista de la vida y en la dimensión mediática de la política, aunque apenas dediqué una decena de páginas a los sucesos acaecidos en 1968. El cincuenta aniversario de aquellos hechos, como me hizo ver mi editor, Miguel Aguilar, era una excelente excusa para regresar a ese año y dedicarle un libro entero. No obstante, existe otra razón que justifica la escritura de este libro. El ideario que motivó buena parte de las protestas y revueltas de entonces vuelve a estar en el centro del debate público. En las décadas posteriores a 1968, las ideas sobre las carencias del capitalismo, su naturaleza opresora y su tendencia a anular al individuo en nombre de un supuesto orden racional que, en realidad, es profundamente irracional y represivo, se encerraron de nuevo en las aulas universitarias y en los libros y medios minoritarios, lo que no quita que con frecuencia alcanzaran notoriedad y marcaran la agenda política. Aunque durante cincuenta años hemos seguido discutiendo sobre la raza, la opresión clasista, el feminismo, la explotación de los trabajadores industriales, el sentido de la vida bajo un régimen que nos empuja a producir más, a alcanzar unos cánones de belleza irreales y al asentimiento intelectual, parecía que las expresiones de izquierda más radicales habían quedado orilladas. A mediados de los años setenta, estos asuntos volvieron al mundo poco permeable de unos intelectuales radicales y unos estudiantes que no sabían cómo convertir esas ideas en algo atractivo para las mayorías de clase media, como ocurrió en 1968. 

Sin embargo, debido a razones como la crisis financiera reciente y a un nuevo momento de cambio generacional -motivado en parte por la transformación tecnológica, así como por el simple transcurso de los años y la biología-, muchas de las ideas que vertebraron las protestas de 1968 han reaparecido en el centro del debate político y, aunque tengan una forma de expresión distinta y más institucionalizada, son ineludibles. Si multitud de jóvenes creyeron que el consenso alcanzado tras la Segunda Guerra Mundial no era ni mucho menos tan satisfactorio como les aseguraban sus padres, muchos españoles de mi generación piensan ahora, de manera semejante, que el acuerdo que dio pie a nuestra política y cultura actuales no fue tan admirable como nos contaron. No es necesario compartir estas ideas para pensar que no pueden ser ignoradas. En todo caso, transformadas, han vuelto.



La revolución divertida, de Ramón González Férriz, reflexiona sobre los movimientos culturales y las revueltas que se han sucedido desde los años sesenta hasta hoy en día. Desde el Mayo francés de 1968 al 15-M español y al Occupy norteamericano, el autor explica por qué las diferentes revoluciones no han conseguido cambiar el panorama político-económico mundial y que sus participantes, paradójicamente, se han integrado exitosamente en la vida pública, ocupando destacados cargos. 


El libro subraya cómo, desde su punto de vista, estos movimientos han carecido de ideología política, preocupándose más bien de promover la idea de un mundo mejor, más libertino y libre. Los protagonistas de estas revueltas auguraban –y luchaban por- una mayor libertad sexual o el uso libre de las drogas, y defendían valores como el feminismo, el pacifismo y la ecología. Promovían los derechos civiles y la música rock. Por eso, haciendo un balance, el autor argumenta que estos movimientos han fracasado en su intento de ofrecer una alternativa al capitalismo, un modelo diferente y viable. Diagnóstico correcto, aunque hay un punto importante que quizá el autor no subraya suficientemente: la fortaleza del sistema capitalista y su capacidad de asimilar –e incluso absorber- los movimientos contestatarios. En las últimas décadas, el capitalismo ha mostrado su fuerza, su flexibilidad y su habilidad no solo para “soportar esas revueltas”, tal y como dice el autor, sino también para englobarlas, convertirlas en algo suyo. Como consecuencia de esto, se ha creado esa tensión entre el ideal romántico de la rebeldía y la visión de la imposibilidad práctica de que eso pueda realizarse en tiempos breves. 

Se trata de un libro crítico y desencantado. En sus páginas, alternan afirmaciones provocadoras con frases escépticas, mostrando una postura crítica, pero lúcida –y tal vez cínica-, respecto a los resultados alcanzados por los diferentes movimientos de protesta. El volumen se lee rápidamente, de golpe, provocando un “regusto” amargo, una desmitificación que invitan a reflexionar sobre sus planteamientos. Probablemente su principal virtud reside en el hecho de que no deja indiferente y empuja al lector a reflexionar sobre la efectividad y la vigencia de aquellos movimientos que, en sus primeros pasos, gozaron de gran popularidad y que terminaron perdiendo su influencia, siendo absorbidos con el tiempo por la sociedad. Resulta muy interesante la idea del “rebelde burgués”, con sus contradicciones y sus limitaciones. González Férriz revela que los rebeldes de ayer han terminado por formar parte de la sociedad que tanto atacaron. Asimismo, esos movimientos “contraculturales” fracasaron y empezaron a ser instrumentalizados por el sistema. Pese a eso, han triunfado en el plano cultural, consiguiendo condicionar el desarrollo artístico y cultural del mundo occidental. 

El libro constituye una interesante reflexión sobre las revoluciones sociales y la sociedad contemporánea, subrayando cómo, en realidad, la mayoría de los actos “revolucionarios” son “revoluciones divertidas”, actos que no anhelan cambiar la política sino aparecer en los medios de comunicación. Un concepto ya expresado en el pasado por el escritor mexicano Carlos Fuentes que habló de “revolución posmoderna” (refriéndose al caso del Chiapas) para indicar una revuelta sin contenido ni trascendencia, montada más bien por un experto en técnicas de publicidad. 

Finalmente, González Férriz invita a los jóvenes a encontrar nuevas formas de protesta “quizá menos ruidosas, seguramente menos utópicas, pero sin duda más acordes con nuestro tiempo y sus nuevas realidades”. Parece un sabio consejo, ya que muchas veces las acciones de estos movimientos de protesta sirven más bien para ofrecer material –y espectáculo- a los medios de comunicación, sin modificar la realidad vigente. Estos movimientos deben contribuir a la creación de una conciencia crítica ciudadana, anhelando cambiar el sistema, aunque sea a pequeños pasos.
VER+:


«En 2007, durante la campaña de las elecciones presidenciales francesas, el conservador Nicolas Sarkozy realizó un multitudinario acto en París donde hizo un llamamiento a los electores, esa «mayoría silenciosa, los indecisos, los centristas y a los extremos” para “derrotar de una vez por todas a la herencia de Mayo del 68” porque había “destruido moralmente la política” y “había introducido la ironía”. La alusión de Sarkozy a la revuelta estudiantil de Mayo 68 se dio en presencia de dos de sus más reconocidos “herederos”, hoy ya arrepentidos, los filósofos André Glucksmann y Alain Finkielkraut. Los tres criticaron a la izquierda con argumentos que habitualmente estaban reservados a la derecha: “El culto al dinero reina por todas partes, la ganancia a corto plazo y la especulación fueron implementadas por esta izquierda portando los valores de Mayo del 68”. Era la reacción contra los dogmas sagrados del 68, contra los sesentayochistas transformados en liberal–libertarios.»
Jesús Sebastián Lorente

«La Nueva Derecha no es como esa mayoría de la derecha radical que continúa haciendo de Mayo 68 el símbolo de todo lo que detesta. El movimiento neoderechista es mucho más matizado, pareciendo incluso lamentar la derrota del movimiento de Mayo 68, que habría abierto una era, todavía en curso, de renuncia a toda utopía política, a todo cambio del mundo, a todo pensamiento crítico. Esta es la razón por la que Mayo 68 no es para la ND una “antifigura”: para ésta, los acontecimientos que marcaron una brecha fueron, sobre todo, la derrota de la Revolución Conservadora alemana, y después, el fin de la guerra de Argelia (1962). Su nacimiento se debe más como consecuencia de las lagunas y los “impasses” de la matriz de la que se deriva (las derechas radicales) que a la reacción frente al adversario. Si bien el GRECE nace oficialmente en 1968, un poco antes del desencadenamiento de los acontecimientos que habrían de sacudir Francia, su creación no es, de ninguna manera, consecuencia de dichos eventos, y el desarrollo, elecciones ideológicas y evolución posterior de la ND, poco deben a los mismos.»
Jean–Yves Camus

«No hay duda de que hubo varios meses de Mayo 68, el de los libertarios, el de los maoístas, el de los situacionistas, el de los autogestionarios, el del fin del marxismo–leninismo y el del inicio de la ecología política y del feminismo. Pero tanto focalizarlo sobre la polisemia del “feliz mes de mayo”, nos hemos olvidado de su unidad específica, de su espíritu federador, de su figura tutelar, Daniel Cohn–Bendit, expresión de la nueva dinámica izquierdista, que cerrará la larga secuencia revolucionaria proletaria. “La era del proletariado ha llegado a su fin”, resumirá la socióloga liberal Michel Crozier. De hecho, los sesentayochistas volverán sobre el célebre enunciado de Lenin, que vituperaba contra el “izquierdismo”, enfermedad infantil del comunismo. Es el tema del famoso libro de los dos hermanos Cohn–Bendit, Daniel y Gabriel, “El izquierdismo, cura de la enfermedad senil del comunismo. Lo que era cierto seguramente, pero aún más el preludio a la nueva era del capitalismo festivo.»
François Bousquet

«Los díscolos estudiantes, es cierto, fueron derrotados, pero el espíritu de Mayo 68 es lo que ha acabado imponiéndose por doquier: pregúntenselo, si no, a todos los pijos progres que, ya de derechas o de izquierdas, ya “liberales” o “sociatas”, ostentan hoy el poder (cultural, político, económico, mediático…). Lo que quedó derrotado fueron las esperanzas: aquel espíritu indómito, aventurero, de quienes querían “explorar sistemáticamente el azar” o “llevar la imaginación al poder”; aquel desparpajo iconoclasta de quienes denunciaban que “las elecciones son una trampa para bobos”, al tiempo que se alzaban contra “un mundo en el que la certeza de no morirse de hambre se cambia por el riesgo de morirse de aburrimiento”.»
Javier R. Portella

«Tengo un buen recuerdo de Mayo 68, pero esas jornadas no representan realmente un punto culminante de mi existencia. El momento más fuerte, en esa época, fue más bien el lanzamiento de la revista Nouvelle École. El acta de nacimiento de la Nueva Derecha. Contrariamente a lo que a veces se dice o escribe, la Nueva Derecha no fue un hecho derivado de Mayo 68. El primer número de Nouvelle École, datado de febrero–marzo de 1968 era, en efecto, anterior en algunas semanas a los acontecimientos. Sin embargo, que la Nueva Derecha (que no recibirá esta etiqueta hasta 1979) naciese en Francia casi al mismo tiempo que lo se conoce como la “Nueva Izquierda” no es, quizás, una casualidad. En varias ocasiones he evocado la hipótesis de un efecto de generación. Bien entendido, el nacimiento de la Nueva Derecha no hizo mucho ruido. Así que encuentro reconfortante que ella siga existiendo cincuenta años más tarde, mientras que la Nueva Izquierda ha desaparecido.»
Alain de Benoist

«Desde la crisis de los valores y la autoridad hasta el individualismo, el relativismo, el hedonismo, el narcisismo e incluso el nihilismo, todas estas perversiones podrían encontrar su origen en el “espíritu del 68”. Es imprescindible proceder a un trabajo de exhumación de los diferentes movimientos ideológicos que se han sucedido después de Mayo 68. Trazar el itinerario de los discursos que, de la extrema izquierda a la extrema derecha, han pretendido elaborarse sobre las ruinas del espíritu del 68. Resulta imposible comprender el misterio del retorno de Francia a la ideología liberal y al renacimiento del discurso republicano sin tener en cuenta las “reacciones” frente al legado de Mayo 68. Hay que proceder, en primer lugar, a una anatomía y a una genealogía de los discursos anti–68. El estado de la situación es edificante: tanto a la derecha como a la izquierda surge la tesis paradójica de que los actores del 68 desempeñaron un papel importante en el despliegue del capitalismo, asaltando las costumbres tradicionales que hasta entonces limitaban el pleno desarrollo de la mercantilización del mundo.»
Jesús Sebastián Lorente

«Mayo del 68 fue la alianza solapada de lo liberal y de lo libertario para liquidar lo viejo». En efecto, si el presidente de la República de la época representaba a la burguesía tradicional, cuyos valores servían de baluarte al loco capitalismo –sin, por tanto, representar una alternativa anticapitalista–, se puede decir lo mismo de los otros protagonistas: prefigura del neoliberalismo, es decir, del capitalismo inhumano que esclaviza a los hombres y los somete al deseo compulsivo de consumir. Pero este basculamiento de un capitalismo tradicional a un capitalismo liberal es frenado por el conservadurismo del gaullismo, que debe liquidarse rápidamente. Es aquí donde interviene “Dany el Rojo”, el liberal–libertario. La liberalización total de las costumbres que él propone, permite emancipar a los franceses de todos los viejos valores –a veces, ciertamente sofocantes–, para someterlos a la ideología del consumo de masas. Este libertarismo –que no tiene gran cosa que ver con el libertarismo auténtico– defiende una liberalización de la conciencia de clase en provecho de la satisfacción de los deseos. La seducción del capitalismo puede, finalmente, lograr su apogeo y la ilusión consumista parece insuperable. La consecuencia es una servidumbre sin precedentes en una sociedad donde todo parece permitido, pero donde, en realidad, nada es posible.»
Michel Clouscard

«Todo esto proyectaba una nueva luz sobre el “decisivo rol jugado por el movimiento de «Mayo 68» en la edificación de los valores del capitalismo moderno”: es desde entonces que el imperativo de “desinhibición pulsonial” y de “liberación del deseo” –tal es, en efecto, el sentido último del rotundo llamamiento a “vivir sin tiempos muertos y disfrutar sin trabas”– se encuentra paradójica–mente presente como el sustrato psicoideológico natural de toda contestación del orden capitalista, seguido del mecanismo habitual (cuidadosamente mantenido por los profesionales de la desinformación mediática) de “indiferenciación semántica” entre capitalismo y autoritarismo, pudiendo así disponer de una coartada “subversiva” y “revolucionaria” para el establecimiento de una nueva “industria del deseo” –y de una “economía libidinal”, según la afortunada fórmula de Jean–François Lyotard –cuya apología cotidiana de las diferentes posturas “rebeldes” y “transgresoras” habría de constituir la principal palanca de funcionamiento ideológico.»
Charles Robin

«Como proyecto intelectual, el sesentayochismo está hoy agotado. Pero como realidad sociológica se encuentra en su apogeo. Por ello “liquidar Mayo 68” no puede consistir en una simple promesa electoral (al estilo del cantamañanas de Sarkozy). Ello es así porque Mayo 68 se inscribe en un ciclo muy largo: en el de la extensión brutal del fenómeno democrático desde el campo de la política al de todos los órdenes de la vida. Mayo 68 aparece así como el complemento lógico de 1789, y en ese sentido –como decía Alain Besancon– es más importante que la revolución de octubre 1917, la cual “ha destruido e inmovilizado, pero no ha fundado nada”. Liquidar Mayo 68 supondría por tanto rescatar “la idea y la práctica de la democracia del proceso histórico que lleva el mismo nombre”; liquidar mayo 1968 supondría escindir la democracia como régimen político de esa dinámica que se confunde con ella, y que consiste en la supresión de las fronteras y la nivelación de las diferencias entre todos los hombres y todos los pueblos. Desde una perspectiva más visionaria, liquidar mayo 1968 supondría también el comienzo del fin para todo el ciclo empezado en 1789. El preludio ineludible sería la asunción de una antropología alternativa que se sitúe más allá del progresismo.»
Adriano Erriguel