EL Rincón de Yanka: PELÍCULA "NUNCA ES DEMASIADO TARDE" (STILL LIFE), 2013

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miércoles, 10 de diciembre de 2025

PELÍCULA "NUNCA ES DEMASIADO TARDE" (STILL LIFE), 2013


NUNCA ES DEMASIADO TARDE 
(STILL LIFE)
NATURALEZA MUERTA (BODEGÓN), 2013

"Ahora soy huérfano, pase cuando pase".

Pasolini, que ha escrito asimismo el guion y ha producido la película con un presupuesto ínfimo, se ha inspirado en el trabajo real de los funcionarios que organizan los funerales de las personas que mueren solas. A partir de ello extrae una reflexión sobre la pertenencia a una comunidad, sobre el valor que damos a la persona que vive junto a nosotros en la más absoluta soledad.
"La idea de las tumbas solitarias y los funerales desiertos me llamaba mucho la atención", explica Pasolini. Es una imagen muy poderosa. Empecé a pensar en la soledad y en la muerte, y en lo que significa formar parte de una comunidad, y en cómo el concepto de vecindad ya no existe para mucha gente. Escribiendo el guion me sentí culpable de no conocer a mis vecinos ni la comunidad en la que vivo. Por primera vez fui a la fiesta de mi calle, porque quería participar en ese pequeño intento de crear un vínculo entre vecinos".
Esta sensación de falta de compromiso con la comunidad dio lugar a reflexiones más profundas sobre la sociedad moderna.
"¿Qué estamos diciendo sobre el valor que la sociedad adjudica a las vidas individuales?
¿Cómo es posible que haya tanta gente olvidada, que muere sola?", se pregunta el cineasta. "La calidad de nuestra sociedad se juzga por el valor que otorga a sus miembros más débiles, y ¿quién es más débil que un muerto?
Nuestra forma de tratar a los muertos es un reflejo de cómo nuestra sociedad trata a los vivos. Y en la sociedad occidental parece fácil olvidar cómo se honra a los muertos. Estoy convencido de que el reconocimiento de las vidas pasadas es algo fundamental para una sociedad que se pretende civilizada".

Para comenzar esta crítica, les proponemos una serie de naturalezas muertas. Varios encuadres fijos que Uberto Pasolini encadena con ritmo lacónico y con las que parece condensar una vida apagada. Traten de recrearlos en su cabeza como imágenes serenas, frías, sin vitalidad. Porque constituyen la perfecta síntesis de cómo se construye "Still Life" NUNCA ES DEMASIADO TARDE. Comencemos. 
Un impersonal despacho de blanco apagado y estanterías de metal vacías. 
La esquina de una calle residencial de casas de ladrillo pardo, en las que incluso sus elementos vivos parecen perennes: un hombre que siempre fuma en la ventana, un perro que siempre ladra en la lejanía. Una pequeña mesa con un mantel de blanco inmaculado, sobre la que se disponen una plancha y una austera bandeja de corcho. Un pulcro escritorio sobre el que reposa un flexo común, una cajita de herramientas y un álbum de fotos cerrado. Un cementerio en el que la niebla apaga los verdes de la vegetación y los grisáceos de las lápidas, mientras se escucha algún trinar de pájaros y el viento mece con suavidad la hierba. Un sencillo epitafio: nombre, nacimiento, muerte.

Si se animan a descubrir el segundo largometraje de Pasolini (ninguna relación de parentesco, ni sanguínea ni estilística, con el controvertido director de Salò), descubrirán que la concepción desapasionada de la vida que parece haber en esta serie de imágenes es solo una apariencia, parte del juego que intenta crear Still Life. Consideremos el doble sentido que permite su título (cuya desacertada traducción al español, Nunca es demasiado tarde, viene a destrozar). Porque el término “still life”, en inglés, designa lo que en español llamamos naturaleza muerta, el género pictórico del bodegón. Ahora bien, mientras que el nombre castellano tiene una connotación más lúgubre, en el inglés (literalmente traducido sería “todavía vida”) hay un deje esperanzador, que es precisamente al que se aferra Pasolini. Aunque lánguida en forma (sus colores apagados como por una especie de vaga niebla y sus escenas de composiciones estáticas, unidos a un montaje de estrictos planos fijos, remiten al rigor [cuasi] mortis del bodegón clásico), Still Life parece apuntar a un fondo en cierto modo optimista.

Eddie Marsan da cuerpo a John May, un trabajador del ayuntamiento que se dedica a encontrar a los familiares o allegados y organizar los funerales de las personas que mueren solas. El filme retrata su inquebrantable dedicación al trabajo, a la vez que su rutina solitaria, la de un hombre con una mesa de despacho ordenada y sin adornos que al regresar a casa, sin nadie que lo espere, cena una lata de atún con una rebanada de pan de molde, una manzana y una taza de té (un menú que, por cierto, constituye un buen ejemplo sobre cómo Pasolini utiliza la estética del bodegón para revelar psicológicamente a su personaje). Pero, lejos de la banalidad del típico funcionario kafkiano, a John le otorga un sentido de lo heroico su apasionamiento (velado por el semblante invariablemente mortecino que le pone Marsan) por el trabajo. 

La épica callada que hay en el único hombre que se preocupa por brindar despedidas dignas a los que han fallecido exiliados de la sociedad. Una labor que, vista desde la perspectiva materialista dominante (encarnada en las críticas que recibe John por parte de su jefe, que no entiende por qué dedica tantos gastos a las exequias de gente muerta y sin familiares), se manifiesta carente de significado. Lo que para un John en el fondo profundamente ascético es vanitas (el dinero, la comida, las convenciones sociales...), para la sociedad que le rodea es lo principal, el ruido que acalla la consciencia de la mortalidad.

Pasolini escoge contagiarse de la concepción espiritual de su protagonista. Y aunque juegue a ratos a acercarse al pastelón romántico (todo ese discurso sobre las segundas oportunidades, el empezar una nueva vida y el descubrimiento del amor, que además alimenta el título español), termina desvelando que su búsqueda no es la de la felicidad “material” de su protagonista, sino la de una salvación incorpórea de todos los personajes solitarios a los que él ha enterrado y a los que tanto se parece. El fallecido al que John investiga durante la trama principal de la película, un vagabundo que murió entre decenas de botellas vacías, da buena cuenta de ello: cómo el escarbar en una vida llena de equivocaciones y malas decisiones, pero de vivencias intensas al fin y al cabo, puede terminar encauzada hacia una dignidad final que, más allá del logro de reunir a los damnificados en torno a su tumba, tiene un valor en sí misma. Para John, al menos. Y quizá para el espectador contagiado.

Aunque precisamente en este último aspecto está el mayor defecto de Still Life: el director, más que la empatía, parece buscar el ejercicio de fe del espectador, para a través del sentimentalismo infundirle esta concepción mística. Las melancólicas notas de piano, o los primeros planos del álbum de fotos que John elabora con sus “protegidos”, van preparando una atmósfera sensiblera que desemboca en el gran golpe de efecto final. Que, en el caso del que suscribe, no llegó a dar resultado. Porque el andamiaje dispuesto para despertar las emociones no está demasiado bien escondido. Y lo que se impone, más que la identificación, es el deseo teñido de compasión de que la entrega de John May sirva para algo. 

Con todo, Still Life tiene méritos innegables. Sobre todo en su forma de jugar a indagar en un sentido profundo de la vida tras la aparente languidez de su forma. Su manera de presentar la vida cotidiana con un barniz lúgubre, de colores sin brillo, combina bien con sus acercamientos, bajo el mismo tono tranquilo, a realidades tan alejadas de ella como un cementerio y unas misas fúnebres, que son precisamente las escenas que abren la película. Además del buen hacer de Eddie Marsan (al que es una gran noticia ver en un papel protagonista) en su interpretación, que encarna perfectamente esa dualidad entre la apariencia indolente y la meticulosidad en esencia apasionada de John. | ★★ |


Tráiler NUNCA ES DEMASIADO TARDE