EL Rincón de Yanka: LA LENGUA COMO DESTINO Y EL DESTINO DE LA LENGUA por KARL KRISPIN y ¿POBREZA DEL LENGUAJE: POBREZA DE ESPÍRITU? por GUSTAVO LUIS CARRERA

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sábado, 10 de julio de 2021

LA LENGUA COMO DESTINO Y EL DESTINO DE LA LENGUA por KARL KRISPIN y ¿POBREZA DEL LENGUAJE: POBREZA DE ESPÍRITU? por GUSTAVO LUIS CARRERA


La lengua como destino 
y El destino de la lengua

Fue Antonio de Nebrija el que publicó la primera gramática del idioma castellano en 1492 con la cual erigía sus fundamentos. Vale la pena recordar que el filósofo italiano Lorenzo Valla pregonaba las virtudes de las tareas gramaticales en su empeñó de vencer la barbarie. La fecha es extraordinaria, el año más que glorioso. Se produce la toma de Granada y el descubrimiento de América por nuestro muy magnífico almirante, Cristóbal Colón. Sus majestades católicas, don Fernando y doña Isabel, inician la aventura más admirable de la humanidad. A la par que Europa zarpa hacia el Nuevo Mundo para refundarse, se acompaña del verbo venturoso de Castilla que también se hace a la mar. Ya anteriormente, Fernando de Aragón había tomado la difícil decisión de que el castellano fuese el idioma del reino. Nebrija había dicho que la lengua era la compañera del imperio. Se produce la continuidad cultural de la civilización occidental, gústele a quien le guste. Hispania fue probablemente la región más importante del imperio romano después de la propia península itálica. Cuando Roma se afincó en Iberia trajo su idioma, el latín, la lingua franca. De alguna forma seguimos hablando latín, solo que evolucionado. Durante el siglo VIII de la cristiandad se produce lo que el lingüista alemán, Walther von Wartburg, denominó la fragmentación lingüística de la Romanía lo que vale decir el surgimiento de las lenguas romances. Se trató de un siglo oscuro con peligro de que se impusiera la bestialidad. Apenas tres siglos después del saqueo de Roma por Alarico, su lengua comenzaba a desdibujarse a pesar de que se siguiera hablando y cultivando entre las gentes cultas. España nunca repudió a Roma, contrariamente a lo que hicimos nosotros al promover la separación más absurda con nuestro origen a propósito del cisma traumático de la Independencia.

Ludwig Wittgenstein sostenía que nuestra visión del mundo viene condicionada por el lenguaje y que nuestro lenguaje determina, a su vez, nuestra interpretación de este. No se trata de un juego tautológico sino del hecho de que el lenguaje es la arcilla modeladora de lo que interpretamos. Si somos personas de un escaso vocabulario, mas allá de algún posible modo taciturno o "dienterrotismo" que nos puedan achacar, tendremos una visión precaria de las cosas. El lenguaje, como epicentro de la batalla entre la civilización y la barbarie -concepto que no ha dejado de perder vigencia durante uno solo de nuestros días históricos- es el responsable de ese ensanchamiento visionario de la realidad, y legitima el ascenso, cúspide y decadencia de los pueblos. Idiomas ricos y pródigos en la lengua cotidiana de sus ciudadanos, consiguen naciones prósperas, cultas y con una expresión panorámica del porvenir. Ninguna comarca exitosa se ha construido con analfabetos e iletrados, y el primer orgullo de cualquier pueblo es el caudal de su lenguaje que garantiza la fijación de su acontecer, su tradición, su literatura, y su posible grandeza. Más allá de las diferencias que tengo con Simón Bolívar, el examen de su correspondencia revela a un hombre superior, culto e instruido en el habla y la escritura. Las cartas del Libertador, que para mí son lo mejor del personaje, son una fuente de felicidad cultural por lo bien escritas que están. Sí, la corrección en el lenguaje produce una inmensa dicha y su propiedad discursiva cimenta las ideas. Otro venezolano del siglo XIX que redactaba impecablemente era Pedro Gual. En cambio, he tenido en mis manos cartas manuscritas de Ezequiel Zamora, plagadas de errores ortográficos. Ni se diga del palurdo Gómez cuya redacción era la de unos garabatos tiránicos y acumulados. Ángel Biaggini, el frustrado candidato del medinismo luego de la locura de Escalante, fue crucificado por la opinión pública por un error de redacción que cometió felicitando a un diario capitalino. Un excelente sustituto de la prueba del polígrafo para nuestros políticos de hoy, cada vez más básicos e incultos, sería la redacción de un párrafo. Una escueta cuartilla de mil quinientos caracteres sería suficiente. ¿Qué les parece la idea, señores del CNE?

Mario Vargas Llosa se pregunta en las primeras líneas de "Conversación en la Catedral" lo siguiente: “Desde la puerta de La Crónica Santiago mira la avenida Tacna, sin amor: automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido el Perú?”. La interrogante vale para nosotros, y cabe en medio de una mirada desleída de lo que nos rodea, preguntarnos en qué momento el país se nos fue de las manos. Tengo una respuesta personal: cuando descuidamos nuestra lengua. El habla del venezolano se envileció, se llenó de groserías, se volvió vulgar, poco ambiciosa, descuidada, se precarizó, se refugió en el chiste y la viveza, perdió inteligencia, buscó la inmediatez del presente. Este período de decadencia expresiva puede ubicarse a partir de la Venezuela saudita y continúa rampante hasta nuestros días con promesa de no enmendarse. Quizá la pujanza rentista de aquellos años de aparente esplendor nos restó la fuerza de la lucha. No se piense que la destrucción ocurrida en Venezuela es solo un problema de naturaleza económica. Comenzó sigilosamente con el lenguaje, dinamitando nuestra comprensión de la política y la concepción que teníamos del ejercicio de la ciudadanía. El modo de elegir fue la expresión causal e inequívoca de ese abandono. Hoy en día, la vulgaridad en el lenguaje parece irreversible y es transversal entre todas las clases sociales. La comunicación se ha vuelto irrespetuosa porque el modo que tenemos de dirigirnos a nuestro interlocutor perfecciona o no el respeto que le tengamos. Si una frase se comienza con una palabrota, pongamos marico o marica, el vocablo preferido de las juventudes venezolanas, denominación de origen exportada ya a las diversas edades, nuestra comunicación asume el insulto y el desprecio desde el propio origen de la conversación. Una vez, entrando a clase, escuché a un par de alumnos que llevaban como diecisiete maricos en su forma de nombrarse. Esperé a que todos tomaran asiento y me dirigí a ellos diciéndoles: fulano, mengano, no sabía que ustedes eran homosexuales. “¿Qué le pasa, profesor?”, me dijo uno de ellos muy molesto. Continué: esto se los digo para que reflexionen sobre las palabras que utilizan entre ustedes, y que no entender la carga semántica de los términos es un modo de perder tanto la identidad lingüística como la cultural. Seguidamente, tomé el cesto de la basura y deambulé con él por el aula, diciéndoles que midieran bien su forma de calificarse porque con esas frases no solo cercenaban su comprensión del mundo, sino que ofrecían la basura del idioma como recurso y posibilidad para relacionarse con la sociedad.

Solo un ambicioso programa de lectura en nuestras escuelas podría dar al traste con esta anomalía expresiva de nuestros tiempos, tan terrible como una pandemia. Ahora, quién quiere ser maestro de escuela o profesor de bachillerato, a pesar de que son oficios nobilísimos que redundan nada más y nada menos que en la formación de los ciudadanos. Un maestro debería ganar tanto como un neurólogo: ambos preservan la salud cerebral. El día que entendamos eso volveremos a ser un país. El problema de la educación mediocre es de características catastróficas. Y me refiero simplemente a la corrección en el lenguaje escrito y hablado. Por cierto, uno aprendía a escribir en la escuela primaria. Actualmente, en las universidades hay talleres de nivelación escritural. Nunca he creído en el mito de que la universidad sea un derecho universalmente consagrado para todos. A la universidad deberían poder asistir estrictamente quienes tengan las destrezas para hacerlo. El populismo venezolano masificó la educación con todo lo que eso implicó para clausurar el futuro. Eduardo Blanco se refería al proletariado estudiantil y lo primero que hizo como ministro de instrucción pública del presidente Cipriano Castro fue cerrar las universidades de Carabobo y el Zulia para evitarlo. Siempre recuerdo a mi insigne profesor de literatura del Colegio Humboldt, Luis Gonzaga Álvarez León. Debo relatar dos anécdotas sobre él. Una vez realizó un examen en tercer año y la mitad de la clase resultó aplazada por faltas ortográficas. Para el próximo examen, los aplazados no cometieron errores y era sobre la lectura de El ingenioso hidalgo, don Quijote de la Mancha. Teníamos que leerlo completamente y no había escapatoria, afortunadamente. Cuando llegamos a la prueba, había un enorme recipiente transparente de vidrio lleno de pequeños papelitos. Los alumnos entrábamos y cada alumno sacaba uno de ellos en los que había una pregunta que correspondía a los diferentes capítulos de la novela. Y se trataba de escribir todo lo que se pudiese sobre estos.

Nuestra lengua es nuestra identidad. Gracias a esos valerosos capitanes castellanos que cruzaron el océano con la biblia y las Siete Partidas de Alfonso el Sabio a fundar lo que somos y a dejar descendencia, hablamos esta portentosa lengua que es el castellano. Nuestra salvación cultural es la consciencia de esa pertenencia y el uso que le demos a nuestro idioma. El resultado será la creación o la destrucción con sus opacos grises. Hay una memorable entrevista a Hannah Arendt realizada por Günter Gaus para la televisión alemana. Esta filósofa excepcional e iluminadora tuvo que huir de su país gracias a la barbarie nazi que por cierto lo primero que hizo fue promover una neo lengua trituradora y simple que pudiese fungir de aparato de dominación lingüística. Los totalitarios conocen muy bien que la primera forma de esclavitud se origina en la manipulación del habla. En esa entrevista, Arendt dijo que lo que más la había emocionado después de años de ausencia era haber vuelto a escuchar a la gente hablando alemán en las calles. Porque, después de todo, lo único que quedaba era la lengua.

Antes hablé de “La lengua como destino” y jugaban con la impresión de que nuestro declive había comenzado con el abandono de la lengua, al habernos dejado conquistar por el imperio de los lugares comunes, las muletillas y, sobre todo, el domicilio en la vulgaridad y la grosería como envilecimiento del idioma. Nuestra deficiencia sobrevenida parece un acertijo planteado por el filósofo del lenguaje, Ludwig Wittgenstein. Su libro más famoso es el Tractatus logico-philosophicus, publicado en 1921, a partir de los apuntes que toma de la correspondencia que sigue con Bertrand Russell y con John Maynard Keynes en la que deja planteada la relación entre el lenguaje y el mundo, entre las proposiciones y la lógica, y la lógica de los hechos. Wittgenstein anota muchas cosas, algunas más abstrusas que otras, a veces contradiciéndose a sí mismo en su solicitud de claridad, pero las referidas a la conexión entre el lenguaje y el mundo son especialmente diáfanas: “Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo.” (…) “Que el mundo es mi mundo, se muestra en que los límites del lenguaje (el lenguaje que yo sólo entiendo) significan los límites de mi mundo.” (…) “La totalidad de los pensamientos verdaderos es una figura del mundo.” (…) “El pensamiento contiene la posibilidad del estado de cosas que piensa. Lo que es pensable también es posible.” (…) “La mayor parte de las cuestiones y proposiciones de los filósofos proceden de que no comprendemos la lógica de nuestro lenguaje.”. En síntesis, no quería sino conectar los problemas de la filosofía con una crítica del lenguaje en tanto que los problemas del mundo eran finalmente un asunto lingüístico mal planteado.

Wittgenstein nos sirve como guía del problema del abandono de nuestra lengua y la entrada en una orfandad comunicativa que altera nuestras destrezas idiomáticas para encarar las circunstancias que nos rodean. El dominio del lenguaje es el dominio de la realidad. La dejadez a la que nos hemos entregado termina afectando la capacidad neuronal al punto de que el único rigor filosófico que nos va quedando como memoria grupal, es la frase de un mediocre personaje de una glorificada telenovela que fijó el reto de un porvenir reactivo: “como vaya viniendo, vamos viendo”. ¿Se han fijado ustedes que el término más socorrido para traficar con nuestros males nacionales es la palabra crisis? Un término ya completamente despojado de significación. De allí que cuando se escucha a un político esgrimirla con satisfacción y carestía (porque no sabe decir otra cosa), nos permite decidir que no hay que hacerle caso nunca más. Claro, que a fuerza de eliminarlos de la lista nos vamos quedando más huérfanos y a merced de que todo desmejore. La situación de nuestra lengua es muy preocupante y viene siendo empeorada por multitud de factores. Me sorprende en mis clases que muchos alumnos no tengan claro el trato que deben intercambiar con los profesores. De una lo tutean a uno, yo de inmediato corrijo la anomalía, pero reparo en el hecho de que algunos no saben lo que es tutear, desconocen su significado y consecuencia, ni caen en cuenta del tipo adecuado de conjugación verbal. Más allá del falso igualitarismo que se ha impuesto en los últimos años, se ha desplomado parte de la urdimbre verbal que sostiene la estructuración comunicativa. A muchos de esos alumnos les cuesta reprogramarse dentro de la conjugación que exige el usted.

En las redes sociales se fraguan otros problemas contra la lengua. Un sector de venezolanos publica en Instagram en inglés. Esta red es un himno a la felicidad integral. A las personas que dicen tener problemas les propongo residir allí por un tiempo, para que festejen verse entre platillos, fotos de grupos felices, grandes brindis, embarcaciones, recomendaciones viajeras, establecimientos con estrellas Michelin, pistas de esquí, niños prodigio con una personalidad prometedora, y modelos que saltan desde Cap Cana hasta las islas Fidji con una facilidad que resiste toda pandemia. Aquí la lingua franca es el inglés; la gente se felicita y se dice bellísima en ese idioma, siempre con frases brevísimas, despojadas de todo contenido gracias a su entrega a los emojis. El mundo corporativo está rendido a la sumisión angloparlante. En estos días recibí una propuesta de asesoría comunicacional para una organización a cuya junta directiva pertenezco, y me bombardearon con una escalada de landing pages, targets, unique product truths, core insights, briefs. Todos estos conceptos tienen una correspondencia en español. Respondí que no entendía por qué los conceptos se manejaban en ese idioma para otorgarle una supuesta innovación y resonancia que impactara en el destinatario. Porque eso significa reducir el mundo a una cadena de consumo en el que los términos son un fin en sí mismo y que nunca se entenderá nuestra particularidad ni personalidad. Cuesta creer el desprecio por nuestra lengua, nuestra cultura, nuestra complexión civilizatoria. La asunción de una minusvalía como pueblos, revela probablemente una inmensa alienación, o el triunfo definitivo del “planeta americano” como lo llamó el escritor español Vicente Verdú sobre la base de que el mundo tenga que acoplarse a la americanización, y que la globalización es un modo de reproducción del estilo de vida de los Estados Unidos. Esa filosofía negadora nos ha traído además de contrabando también la posible implosión del sistema por el integrismo identitario, que parcela el mundo en los clubes de género, raza, e identidad sexual y que conforma otro de los ataques ya hacia toda lengua a través del lenguaje inclusivo y su corrección ad nauseam sin mencionar la exigencia de los privilegios políticos que están en juego. Como liberal, soy un defensor acérrimo de la libertad y veo con espanto el cuotismo paritario, el feminismo discriminador, la criminalización a priori de la condición masculina, y la concesión exclusivista de privilegios especiales por el modo en que una persona se horizontaliza o verticaliza sexualmente. El único orgullo debe ser el de la igualdad de los ciudadanos ante la ley. Si el lenguaje inclusivo se mezcla con la neolengua totalitaria, el componente es una bomba de tiempo. Nuestra lengua no evolucionará dentro de los parámetros de su organicidad vital sino acoplada a los dictámenes de los déspotas del igualitarismo, que tienen un plan de programación neurolingüística para cada uno de nosotros.

En otro flanco desde el que se apunta a la desaparición de la lengua, de su riqueza expresiva, de su elevación creativa, están los perversos emojis, emoticones y las etiquetas (como quiera que esto no se entenderá, lo traduciré a nuestra lengua tributada: stickers). Muchos son sugerentes, divertidos, pícaros, audaces, pero están socavando la comunicación, banalizándola, subrogándola en una imaginería colectiva virtual que sustituye la afirmación o la posibilidad del pensamiento, para volver a Wittgenstein. Las redes están infestadas con esas proposiciones liliputienses que nos secuestran el juicio, que nos trasladan a una homogeneidad sin voluntad, en la que todos parecen muy bienhumorados y exultantes por los redondeles animados que se mueren de la risa, pero que nos remite a un menú de opciones desarrollado para decidir por nosotros en un lenguaje de símbolos prefabricados y superficiales.

Los defensores de nuestra lengua tendrían que ser la familia, la escuela, la lectura, la literatura, las universidades y las academias, en un permanente proceso educativo. Quien mantiene una devoción por la literatura está más que inoculado ante el peligro de que le confisquen su lengua. El destino del habla reside en esa salvaguarda acordada con lo mejor de nuestra expresión lingüística que es la literatura. La literatura desapareció de las escuelas y quedan unas guías fragmentarias con preguntas y respuestas que premian la debilidad mental. Recientemente, las escuelas de letras, filosofía o educación no han contado con suficientes inscritos. Estas disciplinas del conocimiento, custodias de la civilización, quedarán relegadas en este nuevo mundo ágrafo de instagramers, influencers y youtubers. En las universidades en general no se lee literatura. Cuesta creer que un universitario venezolano, al que toma por objeto un macdonalizada pandilla didáctica de estructuralistas, llegue al universo laboral (porque ahora a los cuatro años debe graduarse) sin haber habitado en una sola línea de Díaz Rodríguez, Gallegos, Andrés Eloy Blanco, Ramos Sucre, Picón Salas, Uslar Pietri, Vicente Gerbasi o Guillermo Meneses. Carecemos de la inmunidad del rebaño para resguardar y honrar nuestra lengua. Seguimos viviendo de un fiado cultural ajeno. Hasta que hablen definitivamente por nosotros y nos dejen mudos y silentes, y sin una sola palabra que recordar.

¿Pobreza del lenguaje: pobreza del espíritu?


En los celulares y redes sociales se abusa de las palabras vagas o palabras-autobús, que pueden significar todo, sin significar nada.
La capacidad de comunicarse amplia y detalladamente es un privilegio humano. La posibilidad de crear palabras para trasmitir dicha comunicación es exclusiva de un alto grado de desarrollo. La opción de poder escribir las palabras dichas es muestra de una alta civilización; como la que fue evidenciada al lograr los griegos de la antigüedad la escritura, a partir de los fundamentos establecidos por los fenicios. Si hay algo evidente es que la capacidad de escribir eleva definitivamente la condición humana.

LENGUAJE MÍNIMO. Estudiosos de la materia han determinado que muchas personas no van más allá de utilizar un vocabulario que si acaso llega a quinientas palabras. Ahora, si consideramos que un diccionario mediano de la lengua española contiene entre ochenta y cien mil palabras, podemos advertir la profunda carencia de una persona que con tan escaso vocabulario no sólo se desempeña en lo cotidiano, sino que, inclusive, puede llegar a desempeñar los más altos cargos públicos. Limitación que se evidencia cuando se les oye hablar en la radio o en la televisión. Sabemos que hay una natural tendencia a la economía en el uso del lenguaje; privan allí la comodidad y la rapidez. Pero, ya en el plano del conocimiento, así como en la capacidad de lectura, el lenguaje mínimo es el peor enemigo del desarrollo de la inteligencia.

LA DEFORMACIÓN DEL LENGUAJE. El mundo se hace inteligible a través de las palabras. Por ello, un pobre vocabulario no puede reflejar, ni siquiera medianamente, el saber. Y en esta carencia ha influido poderosamente la tendencia a abreviar o a saltarse las palabras. Por, más, menos, igual, que, han sido sustituidos por una letra o un signo; satisfacción, alegría, decepción, se expresan a través del dibujo de una carita comunicativa. Palabras son cortadas a la mitad; otras omitidas por completo. Sin contar los descuidos de la ortografía. Todo lo cual se puede comprobar en los mensajes telefónicos habituales en la actualidad. Y va sucediendo algo semejante a lo ocurrido con el uso de las calculadoras. A cualquier estudiante se le pregunta cuánto es nueve por tres, y él recurre a la calculadora de bolsillo o a la que tiene en su celular; y uno piensa en lo que sucedería si el auxilio de este artefacto no está a mano, o tiene descargada la pila. Algo semejante acontece con la abreviación y la sustitución de las palabras por signos y por dibujos. Es tanto así como retroceder al nivel de las escrituras pictográficas o jeroglíficas.

EFECTO DE POBREZA DEL ESPÍRITU. Cuando el profesor Christophe Clavé en su artículo “El déficit del coeficiente intelectual en la población” (2019), destacó que este coeficiente, que siempre había ido en aumento, comenzó a descender, en promedio, desde la década de 1990. Y él atribuye esta pérdida de nivel al pobre manejo del lenguaje: “Sin palabras para construir el razonamiento, el pensamiento complejo se hace imposible”. Es decir, que la limitación del vocabulario del cual se dispone impide la conceptualización integral. Sus conclusiones son categóricas: “Cuanto más pobres es el lenguaje, más desaparece el pensamiento”. A lo cual añade una consecuencia inevitable: “No sólo se reduce el vocabulario, sino también las sutilezas lingüísticas”; siendo un claro ejemplo al respecto la tendencia a eliminar los tiempos pasado y futuro, y situar todo en presente, por comodidad o por ignorancia. Al final de su texto, Clavé es rotundo en sus afirmaciones: 

“Si no hay pensamientos, no hay razonamiento crítico. Y no hay pensamiento sin palabras”. Para cerrar advirtiendo que empobrecer el lenguaje es empobrecer la mente humana: “No hay belleza, sin el pensamiento de la belleza”. Sin duda, la alarma encendida por el profesor Clavé está más que justificada. La perturbación del lenguaje es un tópico que ha preocupado al jurista y político Asdrúbal Aguiar, en artículo publicado en 2021; al mismo tiempo que daba a conocer un planteamiento semejante el licenciado en comunicación social y escritor Ramón Hernández. Todo lo cual es particularmente visible en los mensajes a través de los teléfonos celulares y de las redes sociales. Nosotros agregaremos que se observa una tendencia a repetir las palabras porque se carece de sinónimos; así como se abusa de las palabras vagas o palabras-autobús, que pueden significar todo, sin significar nada, como cosa, asunto, cuestión, coroto, bicho, perol. De igual manera se tiende a reiterar el empleo sistemático de muletillas: es decir, o sea, suponte, mira, ¿oíste? En fin, la lista puede ser muy larga. Lo que importa es destacar el hecho básico: si dejamos empobrecer el lenguaje, por igual estamos decretando el empobrecimiento del espíritu.

VÁLVULA: “Así como el lenguaje desarrollado es característica privativa del ser humano, la escritura revela ya una civilización de alto nivel. Pero, esta privilegiada facultad puede ser entorpecida al máximo por la ausencia de un vocabulario adecuado, con tendencia a las repudiables repeticiones y a las abreviaturas abusivas. De hecho, lo que se advierte, con razón, es que la pobreza del lenguaje está en relación directa con la pobreza del pensamiento: se expresa lo que se piensa”.


EL AUTOR es doctor en Letras y profesor titular jubilado de la Universidad Central de Venezuela, donde fue director y uno de los fundadores del Instituto de Investigaciones Literarias. Fue rector de la Universidad Nacional Abierta y desde 1998 es Individuo de Número de la Academia Venezolana de la Lengua. Entre sus distinciones como narrador, ensayista y crítico literario se destacan los premios del Concurso Anual de Cuentos de El Nacional (1963, 1968 y 1973); Premio Municipal de Prosa (1971) por La novela del petróleo en Venezuela; Premio Municipal de Narrativa (1978 y 1994) por Viaje inverso y Salomón, respectivamente; y Premio de Ensayo de la XI Bienal Literaria José Antonio Ramos Sucre (1995) por El signo secreto: para una poética de José Antonio Ramos Sucre. Nació en Cumaná, en 1933.