HISTORIA POLÍTICAMENTE
INCORRECTA DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA
Claude Quétel
«¡Creer o morir! ¡He aquí el anatema pronunciado por espíritus ardientes en nombre de la libertad!» Así expresaba su indignación el periodista Jacques Mallet du Pan en el Mercure de France del 16 de octubre de 1789, al comienzo mismo de la Revolución francesa. Una proclama que desmiente la tesis, hoy casi oficialmente aceptada, de que hubo dos «revoluciones»: una buena, la de los derechos humanos, que se habría corrompido en una mala, la del Terror.
Pero… ¿y si toda la Revolución francesa hubiera sido un desastre enorme y lamentable desde sus inicios? ¿Y si lo que durante mucho tiempo se ha presentado como el levantamiento de todo un pueblo no fuera otra cosa que la locura asesina e innecesaria de un puñado de parisinos ebrios de ideología que provocaron una guerra civil cuya memoria aún divide al mundo entero?
Claude Quétel ha osado romper el tabú. Para ello ha revisado las fuentes, retirando las capas de propaganda acumuladas, para descifrar los hechos, liberándolos de las distorsiones de la historia políticamente correcta. Nos ofrece así una nueva mirada, directa y sin prejuicios, que pone en cuestión relatos tan asumidos como el de la toma de la Bastilla, nos hace descubrir que antes del Gran Terror vino el Gran Miedo o que la Asamblea vivió desde el minuto cero sumida en un tumulto perpetuo y aplastando las libertades que proclamaba.
Este relato, detallado y apasionante, está dirigido a todos aquellos que deseen que finalmente se les cuente otra historia de la Revolución francesa… la verdadera.
PRÓLOGO
¿Se puede escribir un nuevo libro sobre la Revolución Francesa? ¿Tiene sentido? ¿No está todo dicho? Es probable que una gran mayoría responda que no vale la pena. ¿Para qué añadir más páginas a una bibliografía que ya supera lo que se puede leer durante una vida entera? Claude Quétel, por el contrario, ha tenido la audacia de responder que no, que no todo estaba dicho. Aún más, se ha atrevido a escribir ese libro que faltaba… ¡y ha salido airoso! Porque, digámoslo ya, esta Historia políticamente incorrecta de la Revolución francesa es un libro magnífico, de esos que hay que leer lápiz en mano, subrayando, y al que hay que volver con regularidad para refrescar esos hallazgos, esos apuntes, esos retratos que aportan una poderosa luz a sucesos que nos han llegado envueltos en brumas.
¿Cuál es el secreto de Quétel?
En primer lugar y, ante todo, un conocimiento exhaustivo y profundo del periodo. Saber, y saber mucho, es la primera condición para escribir algo original sobre cualquier tema, y aquí Quétel cumple con nota. Investigador en el CNRS (Centre national de la recherche scientifique), director científico del Mémorial de Caen, comisario del Centro nacional del libro en Francia, un dato nos pone sobre aviso acerca de con quién estamos tratando: sobre la toma de la Bastilla, un momento particular del proceso revolucionario, Quétel ha escrito tres libros en los que está todo, absolutamente todo, analizado y explicado.
En segundo lugar, una mirada despojada de apriorismos ideológicos. Quétel no solo ha estudiado la Revolución francesa, sino también la historiografía de la misma y es muy consciente de hasta qué punto la toma de partido previa puede distorsionar la lectura que se hace de los hechos, resaltando unos, ocultando otros, retorciendo el relato para que encaje en aquella interpretación que se había decidido de antemano. El anexo final de ¡Creer o morir!, un repaso a las obras que han ido configurando a través del tiempo nuestra visión de la Revolución francesa, es la demostración de que la metáfora del lecho de Procusto es una realidad bien palpable.
Quétel adopta la actitud contraria. Y empieza confesando su ambición: «hacer el relato, libre y detallado, de la Revolución francesa, fuera de todo academicismo y de toda postura. Un relato sincero». Ni a favor, ni en contra… lo que a veces puede resultar más devastador que aquellos relatos que, cargando en exceso las tintas desde sus primeras líneas, quedan irremisiblemente desacreditados. Algo, por otra parte, muy sencillo de enunciar pero que solo está al alcance de quien ha leído mucho, ha entendido mucho y ha alcanzado esa madurez que te permite ver el bosque sin olvidar cada uno de los árboles. Quétel se sabe al dedillo toda la historiografía, pero precisamente por ello prefiere ir directamente a los hechos, a las fuentes, a los textos contemporáneos. Los resultados son espectaculares, consigue un relato apasionante que se lee casi como una novela (como de costumbre, la realidad supera a la más exuberante ficción), en el que nada está predeterminado por fuerzas ciegas, en el que sus protagonistas no son peleles del destino, pero en el que las causas, por escondidas que estén, provocan invariablemente sus consecuencias.
Así, con ¡Creer o morir!, Quétel nos muestra una Revolución francesa liberada de todas las capas que se le han ido añadiendo a lo largo de dos siglos. El ejemplo de la «épica» toma de la Bastilla es paradigmático. Los liberadores de la Bastilla, nos explica el autor, a pesar de lo mucho que buscaron y rebuscaron, solamente encontraron a siete presos: cuatro falsificadores en espera de juicio que aprovecharon para escaparse mientras que los tres otros eran paseados por las calles entre aclamaciones. El problema fue que enseguida resultó evidente que dos de esos tres son dementes que hay que encerrar al día siguiente en Charenton. El único prisionero, supuesta víctima de la crueldad absolutista, que se puede mostrar en público está preso por delito de incesto y pronto hay que apartarlo para no desprestigiar la memorable gesta. En definitiva, ni un prisionero presentable.
¿Qué hacer? ¿Cómo erigir un mito heroico con estos mimbres? Claude Quétel nos explica que esta aparentemente difícil tarea no será un problema para los revolucionarios, los artistas de la propaganda y la manipulación: se inventarán un octavo prisionero, creación de su fantasía: un tal «conde de Lorges», cubierto de cadenas y encerrado desde hacía 32 años, que pasa a ocupar las portadas de las gacetas y panfletos del momento y del que se informa que, cuando expresó desorientado no saber adónde ir, la multitud, con una sola voz, le respondió: «la nación te alimentará». Todo producto de la calenturienta imaginación de los panfletistas revolucionarios, reforzada por cuadros poco escrupulosos encargados por los revolucionarios tras tomar el poder. Como se suele decir, así se escribe la historia. Nos preguntábamos al inicio si tenía sentido aún escribir (y leer) sobre la Revolución francesa.
¿Vale la pena dedicar nuestro tiempo a unos sucesos de hace más de dos siglos? Me atrevo a afirmar que es imposible que, tras la lectura de este libro, alguien tenga la más mínima duda de que sí, y mucho. Y es que, para bien y para mal, la Revolución francesa es el acontecimiento que de forma más evidente inaugura el mundo en que vivimos. En cierto modo, lo que ocurre durante unos años en Francia está tan cargado de sentido que resulta como una condensación de todo lo que va a desplegarse en el ámbito sociopolítico desde entonces. Permítanme la exageración, pero todo lo que ocurre después ya sucedió durante la Revolución francesa. La demagogia parlamentaria, el terror, la manipulación de las masas, el arribismo, la reescritura de la historia, la propaganda política… Todo aquello que consideramos típico de diversos momentos y regímenes está ya presente en esa especie de tragedia griega (con su inexorable destino en forma de mecánica revolucionaria y sus insaciables saturnos devorando a sus hijos) que se desarrolla en Francia durante la última década del siglo XVIII.
Conocerla a fondo es comprender la historia contemporánea: no solo tiene sentido seguir estudiándola, sino que es crucial si queremos orientarnos en el presente. Algunos ejemplos servirán, o al menos eso espero, para convencerlos de la que quizás parezca a algunos una atrevida afirmación. Empezando por la constatación de que con la Revolución francesa se inicia el reinado de la opinión pública y, en consecuencia, los esfuerzos para conformarla. Pronto descubrirán los revolucionarios que la influencia de las obras baratas y populares es mucho mayor que la de las obras caras y prestigiosas.
Quétel lo ilustra con una carta de Voltaire a d’Alembert en 1756 en la que podemos leer: «Querría saber qué daño puede hacer un libro que cuesta cien escudos. Jamás veinte volúmenes in-folio harán una revolución: son los libros pequeños de treinta sueldos los que hay que temer. Si el Evangelio hubiese costado doscientos sestercios la religión cristiana nunca habría sido establecida».
Hoy podríamos decir que un youtuber es capaz de movilizar más que veinte tesis doctorales. Otro de los mecanismos que ya aparecen bien a las claras durante las jornadas revolucionarias y que nos resulta por desgracia muy familiar es la descalificación absoluta, radical, del discrepante, de quien se aparta de la doctrina oficial. Quétel nos advierte de que ya en la Revolución francesa el discrepante es declarado enemigo de la humanidad: «se convierte ipso facto en cómplice del oscurantismo y enemigo del progreso, es decir, del género humano». No es que pueda estar errado, algo siempre posible y en ocasiones incluso probable, es que se convierte en enemigo del pueblo, que es algo muy distinto. Como escribe Taine, «como el jacobino es la Virtud, no se le puede resistir sin cometer un crimen». Hoy son cada vez más quienes equiparan discrepancia con crimen y pretenden convertir en delito (de odio, climático, discriminatorio…) cualquier opinión que se desvíe de la doxa oficial del momento. Pero no se confundan, Quétel no es un nostálgico del Antiguo Régimen, dispuesto siempre a cargar las tintas contra los revolucionarios y a exonerar de toda responsabilidad a Luis XVI y los suyos.
Lo decíamos antes, la originalidad de su enfoque es esa mirada libre, no predispuesta por ninguna toma de partido. Una mirada que le permite ver cómo el mito de una revolución «buena» y pacífica que va ser traicionada por una revolución «mala» y violenta es una invención que no resiste el más mínimo análisis de los hechos, que gritan a los cuatro vientos que el terror empieza con sus primeros pasos (para convertirse en Terror, con mayúscula, de forma natural, progresiva y consecuente). Sí, la «leyenda rosa» de la Revolución francesa queda herida de muerte tras la lectura de este libro. Pero esa misma mirada también muestra sin rodeos ni disimulos todas las deficiencias y errores del rey, sumido en la indecisión y que solo está a la altura de su estirpe y posición en los últimos momentos de su vida. Quétel no nos oculta, al contrario, el desacertado camino tomado por Luis XVI, combinando imprevisión, rigidez e indecisión, como cuando llama a los regimientos suizos a Versalles pero no les ordena actuar, sin comprender que, tal y como escribe Quétel, «la amenaza sin acción es la peor de las soluciones». Algo que, desde padres a gobernantes, deberíamos grabar a fuego en nuestras mentes.
¿Necesitan aún más muestras de que vivimos en el mundo nacido de la Revolución francesa? Fíjense en esta descripción de un conocido y popular político:
«Sabía que el hombre de genio habla más a los sentidos que al espíritu: también su gesto, su mirada, el sonido de su voz, todo, hasta su manera de peinarse, estaba calculado sobre un conocimiento profundo del corazón humano. Su elocuencia ruda, salvaje, pero rápida, animada, repleta de metáforas audaces, de imágenes gigantescas, dominaba las deliberaciones de la Asamblea. Su estilo duro, rocalloso, pero expresivo, abundante, hinchado con palabras sonoras, parecido a un duro martillo en manos de un hábil artista, modelaba a su voluntad a hombres a quienes no se trataba de convencer, sino de aturdir y subyugar».
Es la descripción que el marqués de Ferrières hace de Mirabeau y que Quétel recoge en este libro, pero encaja a la perfección, al menos parcialmente, en numerosísimos líderes políticos desde entonces, algunos, me atrevo a afirmar, presentes entre nosotros (les dejo a ustedes la tarea de ponerles nombre). Por cierto, Rivarol, refiriéndose al mismo Mirabeau, nos dejó esta perla a medio camino entre el elogio y la crítica mordaz: «Es capaz de todo, incluso de una buena acción». Y ya que destacamos las citas que recoge Quétel, no hay duda de que su método de dar voz al juicio, a la opinión, a los comentarios de quienes viven en presente la Revolución francesa es una de las claves que dan valor a este libro y que lo convierten en algo vivo y apasionante, muy alejado del árido tratado abstracto y aleccionador. Como cuando acude a los escritos de Arthur Young, un agrónomo inglés de visita en París, que es testigo de la escasez de trigo en París en 1789.
Young se percata enseguida de cuál es la actitud de los revolucionarios y escribe: «Me parece que a los violentos amigos de los comunes no les molesta el alto precio del grano, pues es de gran ayuda para sus posturas y facilita así la apelación a los sentimientos apasionados del pueblo y facilita sus proyectos mucho más que si el precio fuera bajo». Aquello de «cuanto peor, mejor» ya funciona a pleno rendimiento en los albores de la Revolución francesa. O también cuando reproduce extractos de la carta del intendente de Alençon el 18 de julio de 1789, en la que explica la situación que se vive en aquella localidad del noroeste francés conocida hoy en día por ser la localidad natal de Santa Teresita de Lisieux: «Las revueltas se multiplican y la impunidad de que se jactan, porque los jueces temen irritar al pueblo con ejemplos de severidad, no hace más que enardecerlos».
Observaciones que desde entonces han cruzado los Pirineos y son de aplicación a nuestra actualidad más próxima. O por seguir con los paralelos entre la Revolución francesa y la historia de España más reciente, llama la atención las similitudes entre el ambiente posterior a la caída de Robespierre, el «posTerror», y nuestra Transición, marcados ambos por el veloz realineamiento a la nueva situación. En cuestión de días el gorro rojo, «glorioso ayer, de repente se convierte en objeto de oprobio».
París, ciudad sans-culotte, ahora es termidoriana: se recupera el hablar de usted, el trato de monsieur reemplaza al de ciudadano y el famoso pintor David, que antaño glorificara entre otros a Marat, diseña ahora el traje de los nuevos cinco directores que gobiernan Francia tras el golpe. Se llega incluso a que lo más chic sea tener un pariente guillotinado, que vendría a ser como el haber corrido delante de los grises.
Confío en que si alguien lee estas líneas y duda aún si embarcarse o no en la lectura de ¡Creer o morir! deje atrás sus titubeos y se embarque en esta travesía por la sacudida que cambió el mundo. Se sumergirá en una década (1789-1799) inflamada de pasión, peligrosa, tremenda y cargada de enseñanzas, asistirá a sucesos decisivos casi como si de un espectador contemporáneo se tratara (con la ventaja de que no pondrá en riesgo su vida) y comprenderá mucho mejor no solo aquellos hechos, sino el mundo en que vivimos. Una propuesta que, aunque se pueda rechazar, hará bien en aprovechar.
Jorge Soley
Cardenal Sarah:
En adelante, en el corazón de cada familia,
de cada cristiano, de cada hombre de buena voluntad,
debe librarse una “Vendée interior”.
¡Todo cristiano es espiritualmente un vandeano!
No dejemos que se ahogue en nosotros el don generoso y gratuito. Sepamos, como los mártires de la Vendée,
extraer este don de su fuente: el Corazón de Jesús.
¡Oremos para que una poderosa y alegre Vendée interior
se alce en la Iglesia y en el mundo!
Amen.
Jorge Soley:
"Leer ¡Creer o morir! ayuda a descubrir que pasó realmente en la Revolución francesa"
INTRODUCCIÓN
Este libro solo tiene una ambición, pero es grande: contar la historia, libre y detallada, de la Revolución francesa, sin ningún tipo de academicismo ni postura. Un relato sincero. Pero ¿podemos observar la Revolución desde lo alto de Sirio, con toda serenidad, como lo haríamos desde otro período de la historia de Francia? Obviamente no. «No hay etnología posible en un paisaje tan familiar», escribe François Furet. El historiador de la Revolución francesa añade:
«debe anunciar sus colores», dando de antemano «su opinión, esa forma de juicio que no se requiere sobre los merovingios, pero que es esencial en 1789 o 1793. Que dé su opinión y estará todo dicho, y tendremos al realista, liberal o jacobino».
Sin embargo, resulta que el autor de este libro no es realista ni liberal, y mucho menos jacobino. No es, además, un especialista de la Revolución francesa (Furet tampoco), sino «del siglo XVIII». Esto le da una gran libertad frente a los entendidos del tema, los guardianes del templo, porque, de hecho, se trata de un santuario.
El gran profanador fue Taine a fines del siglo XIX, tan radicalmente contrarrevolucionario que durante mucho tiempo se le impuso la ley del silencio. Un siglo después, el gran «revisionista» fue François Furet, quien dio una terrible patada en el hormiguero de los historiadores marxistas. De hecho, la tesis de una revolución popular confiscada por la burguesía ya había sido refutada por los historiadores anglosajones, pero esta no era una razón, a los ojos de los ortodoxos, para proclamarla en Francia. Sin embargo, y mirándolo más de cerca, el propio Furet no criticó radicalmente la Revolución. Con una ilación liberal inaugurada a principios del siglo XIX, salvó lo esencial al distinguir dos revoluciones sucesivas, la segunda resultante del «resbalón» de la primera, la de 1789 y la de 1790, la buena de alguna manera, ya que dio a luz a los derechos del hombre:
«El Antiguo Régimen había sido la desigualdad de los hombres y la monarquía absoluta; en la bandera de 1789 aparecieron los derechos del hombre y la soberanía del pueblo. Es esta ruptura la que expresa más profundamente la naturaleza filosófica y política de la Revolución francesa; es lo que le da la dignidad de una idea y el carácter de un comienzo» (Diccionario de la Revolución francesa).
Pero ¿cuáles son estos derechos humanos de los que seguimos oyendo hablar? ¿Los habría inventado la Revolución francesa? Obviamente no. La idea no era nueva, desde el cristianismo se asignó un valor único y absoluto a cada ser humano (ya que tiene un alma) hasta la filosofía de la Ilustración que puso siempre delante al hombre. La Declaración de Independencia de Estados Unidos los proclamó al universo el 4 de julio de 1776:
«Todos los hombres son creados iguales; están dotados por el Creador de unos derechos inalienables: entre estos derechos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad».
Y, de hecho, en la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano del 26 de agosto de 1789 se hicieron eco de aquellos, comenzando con su famoso artículo 1: «Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos». Entonces, si no los había inventado, ¿la Revolución francesa habría instituido los derechos humanos, los habría puesto en práctica? Nadie se aventuraría a decir que fue durante los diez años de su historia convulsa y mortífera. ¿El crédito valdría entonces para sus sucesores? ¿Para nuestras Repúblicas III, IV y V? Pero, salvo para traicionarlas constantemente, ¿qué libertad? ¿qué igualdad? ¿qué fraternidad? ¿Cuándo entraron estos nobles principios en la realidad histórica? ¿Desde cuándo la proclamación de los derechos del hombre lleva concretamente al respeto por los seres humanos como personas? ¿No será que, dicho de forma más trivial, la sociedad, como escribió en broma Chamfort en la época de la Revolución, está, incluso hoy, «compuesta de dos grandes clases: los que tienen más cenas que apetito y los que tienen más apetito que cenas»?
En esta pseudoconquista de los derechos humanos, la Revolución francesa se engañó a sí misma y, paradójicamente, todavía nos sigue engañando a nosotros, en la doxa1 republicana y, por consiguiente, en los libros de texto, pero también en la historiografía2, incluso reciente. ¡Oh! Por supuesto, ya no se celebra la Revolución como el glorioso episodio fundador de la República. Se le ha echado agua al vino. Se condena el Terror (sin embargo, hay una tendencia actual en la historiografía a relativizarlo e incluso reducirlo a un mito), pero se invocan hasta la saciedad los famosos derechos del hombre.
¿Una conquista semejante no valía una revolución, no importa cuál fuera su precio? Por gracia de la Revolución francesa, Francia se ha convertido en «la patria de los derechos humanos» y da lecciones al respecto, una y otra vez, a todo el mundo. «Desde el tiempo que Francia lleva brillando, escribía Jean-François Revel, me pregunto cómo no se ha muerto el mundo entero por insolación». Pero del dicho al hecho hay mucho trecho. Platón ya nos habló del fracaso de su apuesta política: no pudo hacer del tirano Dionisio el Joven un rey filósofo. La realidad del poder apagó la frágil llama de los principios filosóficos que parecía haber aprendido. El rey filósofo (como el rey-filósofo defendido por Fénelon en su Telémaco) es una figura imposible de la historia.
Por lo tanto, concluye Platón, «no habrá tregua a los males sufridos por los Estados; no más, creo, que a los del género humano». Y ahora, desde los primeros siglos de la historia mundial, la justicia (en el sentido moral), la humanidad, la libertad, la fraternidad quedan relegadas al firmamento de los deseos piadosos, la utopía, la magia. Porque, ¿quién es este «hombre» al que la «razón» de los filósofos reconoce todos esos «derechos naturales», sino un hombre abstracto, libre de toda contingencia histórica, política y social, «fuera del suelo», si se puede decir así? Sin embargo, este es el hombre que blandió la Declaración de 1789. Pero no importa, ya que los derechos humanos se alejan de la política para proceder del Evangelio y del culto. Valentine Zuber (Le culte des droits de l’homme) ve en ellos «una religión civil republicana, un conjunto de creencias, símbolos y ritos relacionados con las cosas sagradas llevadas por una sociedad y alejadas del debate».
Un mantra y, además, venenoso: «No se trata de sentir si un ideal es en sí mismo bueno, verdadero, etc. Se vuelve infernal si está más allá de nuestro alcance, cuando queremos tomarlo para hacerlo norma de gobierno de los hombres y de la organización de la sociedad», escribe Augustin Cochin. Toda la historia de la Revolución francesa está ahí. Sacralizados de esta forma, los derechos humanos son intocables. «Hoy resulta inconveniente, blasfemo y escandaloso, criticar la ideología de los derechos humanos tal y como antes lo era dudar de la existencia de Dios», según Alain de Benoist (Más allá de los derechos humanos)3. Bajo esta bandera, la Revolución francesa es igual de insospechada. Sigue avanzando, escondiéndose detrás de su mito universalista.
Ha llegado el momento de descubrir la impostura detrás de la postura y finalmente aceptar que la Revolución francesa fue un horrible episodio, de principio a fin, de la historia de Francia. No fue la sublevación magnífica de todo un pueblo, sino una locura asesina e inútil, una guerra civil cuya memoria continúa hoy dividiendo fundamentalmente a los franceses. El resbalón, invocado por François Furet, que se habría producido después de la mágica Declaración, fue en realidad el de toda la Revolución, desde los primeros días de los Estados Generales e incluso desde que se emitió la simpática idea de convocarlos. Luego todo fue de mal en peor, hasta el punto de que, para salvar a Francia de la anarquía, fue necesaria una dictadura militar.
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1 Opinión. [N.d.T.]
2 Cf. al final del volumen, un ensayo de historiografía crítica, «La Revolución es seguramente un bloque».
Prof. Javier Paredes:
La Revolución Francesa y la descristianización
El profesor Javier Paredes, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá, nos habla sobre la Revolución Francesa y la descristianización. Hace una breve y ágil exposición sobre una de las épocas más distorsionadas y desconocidas en su realidad por el mundo actual. Examina los comienzos de una Francia floreciente en su catolicidad y conoce las propuestas, manipulaciones y leyes a nivel social y religioso que llevarán a toda una nación a la descristianización nacional, bañada de sangre martirial. Nos ayudará a profundizar sobre la realidad de los ídolos franco-revolucionarios y sobre las consecuencias de su grito: “Libertad, igualdad y fraternidad”.
EL PROTAGONISTA DEL DÍA ES LUIS XVI,
QUE FUE GUILLOTINADO
EN LA MAÑANA DEL 21 DE ENERO DE 1793
Explicando la Revolución Francesa la ignorancia es así de atrevida
Javier Paredes
A las diez y cuarto el condenado llegó a la Plaza de la Revolución. Al bajar de la carroza se quitó la chaqueta, se desabrochó la camisa de lino y se apartó el pañuelo del cuello. Algunos soldados trataron de atarle las manos pero Luis se negó con indignación: «Haréis lo que se os haya mandado hacer, pero no me ataréis nunca».
Edgeworth –sacerdote que le asistió- le ayudó a subir los empinados peldaños del cadalso y alcanzado el palco, el verdugo Sanson le cortó la coleta y el rey accedió finalmente a que le ataran las manos, después de que Edgeworth le dijera que ese era "el sacrificio final”. Tras esto, Luis XVI preguntó si los tambores redoblarían durante su ejecución.
El condenado, logrando apartarse del verdugo, hizo ademán de volverse hacia el pueblo de Francia pero no lo dejaron, llegando a exclamar: «¡Pueblo, muero inocente de los delitos de los que se me acusa! Perdono a los que me matan. ¡Que mi sangre no recaiga jamás sobre Francia!». El verdugo refirió que el rey soportó todo eso con una compostura y una firmeza que nos asombró a todos nosotros. Estoy convencido de que sacó su fortaleza de los principios de la religión, de los que nadie parecía más convencido y afectado que él. Uno o dos minutos después de las diez y veinte, la cuchilla de la guillotina cayó sin piedad sobre el cuello de Luis XVI.
Entonces, un joven miembro de la Guardia Nacional cogió la sangrante cabeza y la enseñó al pueblo paseándose por el cadalso. La muchedumbre estalló gritando ¡Viva la República! Se empezó a cantar La Marsellesa y algunos espectadores se echaron a bailar en círculo alrededor del cadalso. Otros se entretuvieron en recoger la sangre que se había filtrado a través de los maderos del cadalso, otros la probaron. Un ayudante del verdugo subastó las prendas y el pelo del fallecido. Los guardias civiles, mientras tanto pusieron el cadáver y la cabeza en un cesto de mimbre que colocaron en un carro. El carro se dirigió al cementerio de la Magdalena, donde fue enterrado.
Y al día de hoy en las aulas de nuestros colegios se sigue explicando la Revolución Francesa como el advenimiento de la libertad, la igualdad y la fraternidad… La ignorancia es así de atrevida.
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La película narra, a través de la figura del jefe militar Charette, las masacres que padecieron los católicos y monárquicos que se rebelaron contra el terror revolucionario.
«Vencer o morir»: la épica de Charette,
el héroe de la Vendée, conmueve a los propios actores
La Vendée. El lado más tenebroso de la revolución francesa | Jorge Manuel Rodríguez
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