EL Rincón de Yanka: LIBRO "EL CRITERIO": EL INDIFERENTE O IDEOLOGIZADO ES UN PÉSIMO PENSADOR por JAIME BALMES ❓❔❓

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martes, 6 de julio de 2021

LIBRO "EL CRITERIO": EL INDIFERENTE O IDEOLOGIZADO ES UN PÉSIMO PENSADOR por JAIME BALMES ❓❔❓




No trato aquí de la Historia bajo el aspecto crítico, sino únicamente bajo el filosófico. Lo relativo a la simple investigación de los hechos está explicado en el Capítulo XI.

¿Cuál es el método más a propósito para comprender el espíritu de una época, formarse ideas claras y exactas sobre su carácter, penetrar las causas de los acontecimientos y señalar a cada cual sus propios resultados? Esto equivale a preguntar cuál es el método conveniente para adquirir la verdadera filosofía de la Historia.

¿Será con la elección de los buenos autores? ¿Pero cuáles son los buenos? ¿Quién nos asegura que no los ha guiado la pasión? ¿Quién sale fiador de su imparcialidad? ¿Cuántos son los que han escrito la Historia del modo que se necesita para enseñarnos la filosofía que le corresponde? Batallas, negociaciones, intrigas palaciegas, vidas y muertes de príncipes, cambios de dinastías, de formas políticas, a esto se reducen la mayor parte de las historias; nada que nos pinte al individuo con sus ideas, sus afectos, sus necesidades, sus gustos, sus caprichos, sus costumbres; nada que nos haga asistir a la vida íntima de las familias y de los pueblos; nada que en el estudio de la Historia nos haga comprender la marcha de la Humanidad. Siempre en la política, es decir, en la superficie; siempre en lo abultado y ruidoso, nunca en las entrañas de la sociedad, en la naturaleza de las cosas, en aquellos sucesos que, por recónditos y de poca apariencia, no dejan de ser de la mayor importancia.
En la actualidad se conoce ya este vacío y se trabaja por llenarle. No se escribe la Historia sin que se procure filosofar sobre ella. Esto, que en sí es bueno, tiene otro inconveniente, cual es que en lugar de la verdadera filosofía de la Historia se nos propina con frecuencia la filosofía del historiador. Más vale no filosofar que filosofar mal; si queriendo profundizar la Historia la trastorno, preferible sería que me atuviese al sistema de nombres y fechas.

Preciso es leer las historias, y, a falta de otras, debe uno atenerse a las que existen; sin embargo, yo me inclino a que este estudio no basta para aprender la filosofía de la Historia. Hay otro más a propósito y que, hecho con discernimiento, es de un efecto seguro: el estudio inmediato de los monumentos de la época. Digo inmediato, esto es, que conviene no atenerse a lo que nos dice de ellos el historiador, sino verlos con los propios ojos.
Pero este trabajo, se me dirá, es muy pesado, para muchoo imposible, difícil para todos. No niego la fuerza de esta observación, pero sostengo que en muchos casos el método que propongo ahorra tiempo y fatigas. La vista de un edificio, la lectura de un documento, un hecho, una palabra, al parecer insignificante y en que no ha reparado el historiador, nos dicen mucho más y más claro, y más verdadero y más exacto, que todas sus narraciones.
Un historiador se propone retratarme la sencillez de las costumbres patriarcales: recoge abundantes noticias sobre los tiempos más remotos y agota el caudal de su erudición, filosofía y elocuencia para hacerme comprender lo que eran aquellos tiempos y aquellos hombres y ofrecerme lo que se llama una descripción completa. A pesar de cuanto me dice, yo encuentro otro medio más sencillo, cual es el asistir a las escenas donde se me presenta en movimiento y vida lo que trato de conocer. Abro los escritores de aquellas épocas, que no son ni en tanto número ni tan voluminosos, y allí encuentro retratos fieles que enseñan y deleitan. La Biblia y Homero nada me dejan que desear.

La inteligencia humana tiene su historia, como la tienen los sucesos exteriores; historia tanto más preciosa cuanto nos retrata lo más íntimo del hombre y lo que ejerce sobre él poderosa influencia. Hállanse a cada paso descripciones de escuelas y del carácter y tendencia del pensamiento en esta o aquella época; es decir, que son muchos los historiadores del entendimiento; pero si se desea saber algo más que cuatro generalidades, siempre inexactas y a menudo totalmente falsas, es preciso aplicar la regla establecida: leer los autores de la época que se desea conocer. Y no se crea que es absolutamente necesario revolverlos todos, y que así este método se haga impracticable para el mayor número de los lectores, una sola página de un escritor nos pinta más al vivo su espíritu y su época que cuanto podrían decirnos los más minuciosos historiadores.


Si el lector se contenta con lo que le dicen los otros, y no trata de examinarlo por sí mismo, logrará tal vez un conocimiento histórico, pero no intuitivo; sabrá lo que son los hombres y las cosas, pero no lo verá; dará razón de la cosa, pero no será capaz de pintarla. Una comparación aclarará mi pensamiento. Supongamos que se me habla de un sujeto importante que no puedo tratar ni ver, y, curioso yo de saber algo de su figura y modales, pregunto a los que le conocen personalmente. Me dirán, por ejemplo, que es de estatura más que mediana, de espaciosa y despejada frente, cabello negro y caído con cierto desorden, ojos grandes, mirada viva y penetrante, color pálido, facciones animadas y expresivas; que en sus labios asoma con frecuencia la sonrisa de la amabilidad, y que de vez en cuando anuncia algo de maligno; que su palabra es mesurada y grave, pero que con el calor de la conversación se hace rápida, incisiva y hasta fogosa, y así me irán ofreciendo un conjunto físico y moral para darme la idea más aproximada posible; si supongo que estas y otras noticias son exactas, que se me ha descrito con toda fidelidad el original, tengo una idea de lo que es la persona que llamaba mi curiosidad, y podré dar cuenta de ella a quien, como yo, estuviese deseoso de conocerla. Pero ¿es esto bastante para formar un concepto cabal de la misma, para que se me presente a la imaginación tal como es en sí? Ciertamente que no. ¿Queréis una prueba? Suponed que el que ha oído la relación es un retratista de mucho mérito: ¿será capaz de retratar a la persona descrita? Que lo intente, y, concluida la obra, preséntese de improviso el original; es bien seguro que no se le conocerá por la copia.

Todos habremos experimentado por nosotros mismos esta verdad: cien y cien veces habremos oído explicar la fisonomía de una persona; a nuestro modo, nos hemos formado en la imaginación una figura en la cual hemos procurado reunir las cualidades oídas; pues bien: cuando se presenta la persona encontramos tanta diferencia que nos es preciso retocar mucho el trabajo, si no destruirle totalmente. Y es que hay cosas de que es imposible formarse idea clara y exacta sin tenerlas delante, y las hay en gran número y sumamente delicadas, imperceptibles por separado y cuyo conjunto forma lo que llamamos la fisonomía. ¿Cómo explicaréis la diferencia de dos personas muy semejantes? No de otra manera que viéndolas; se parecen en todo, no sabríais decir en qué discrepan; pero hay alguna cosa que no las deja confundir: a la primera ojeada lo percibís, sin atinar lo que es.

He aquí todo mi pensamiento. En las obras críticas se nos ofrecen extensas y tal vez exactas descripciones del estado del entendimiento en tal o cuál época, y, a pesar de todo, no la conocemos aún; si se nos presentasen trozos de escritores de tiempos diferentes no acertaríamos a clasificarlos cual conviene, y nos fatigaríamos en recordar las cualidades de unos y de otros, pero esto no nos evitaría el caer en equivocaciones groseras, en disparatados anacronismos. Con mucho menos trabajo saliéramos airosos del empeño si hubiésemos leído los autores de que se trata, quizá no disertaríamos con tanto aparato de erudición y crítica, pero juzgaríamos con harto más acierto. «El giro del pensamiento -diríamos-, el estilo el lenguaje revelan un escritor de tal época; este trozo es apócrifo; aquí se descubre la mano de tal otro tiempo», y así andaríamos clasificando sin temor de equivocarnos, por más que no pudiésemos hacernos comprender bien de aquellos que, como nosotros, no conociesen de vista a aquellos personajes. Si entonces se nos dijera: «¿Y tal cualidad?, ¿cómo es que no se encuentra aquí?, ¿por qué otra se halla en mayor grado?, ¿por qué...?» «Imposible será -replicaríamos quizá nosotros- satisfacer todos los escrúpulos de usted; lo que puedo asegurar es que los personajes que figuran aquí los tengo bien conocidos y que no puedo equivocarme sobre los rasgos de su fisonomía, porque los he visto muchas veces(20).»


Impropio fuera de este lugar un tratado de religión, pero no lo serán algunas reflexiones para dirigir el pensamiento en esta importantísima materia. De ella resultará que los indiferentes o incrédulos son pésimos pensadores.

La vida es breve, la muerte cierta; de aquí a pocos años el hombre que disfruta de la salud más robusta y lozana habrá descendido al sepulcro y sabrá por experiencia lo que hay de verdad en lo que dice la religión sobre los destinos de la otra vida. Si no creo, mi incredulidad, mis dudas, mis invectivas, mis sátiras, mi indiferencia, mi orgullo insensato no destruyen la realidad de los hechos; si existe otro mundo donde se reservan premios al bueno y castigos al malo, no dejará ciertamente de existir porque a mí me plazca el negarlo, y, además, esta caprichosa negativa no mejorará el destino que, según las leyes eternas, me haya de caber. Cuando suene la última hora será preciso morir y encontrarme con la nada o con la eternidad. Este negocio es exclusivamente mío, tan mío como si yo existiera solo en el mundo; nadie morirá por mí, nadie se pondrá en mi lugar en la otra vida privándome del bien o librándome del mal. Estas consideraciones me muestran con toda evidencia la alta importancia de la religión, la necesidad que tengo de saber lo qué hay de verdad en ella, y que si digo: «Sea lo que fuere de la religión, ni quiero pensar en ella», hablo como el más insensato de los hombres.
Un viajero encuentra en su camino un río caudaloso; le es preciso atravesarle, ignora si hay algún peligro en este o aquel vado, y está oyendo que muchos que se hallan como él a la orilla ponderan la profundidad del agua en determinados lugares y la imposibilidad de salvarse el temerario que a tantearlos se atreviese. El insensato dice: «¿Qué me importan a mí esas cuestiones?» y se arroja al río sin mirar por dónde. He aquí el indiferente en materias de religión.

La humanidad entera se ha ocupado y se está ocupando de la religión; los legisladores la han mirado como el objeto de la más alta importancia; los sabios la han tomado por materia de sus más profundas meditaciones; los monumentos, los códigos, los escritos de las épocas que nos han precedido nos muestran de bulto este hecho que la experiencia cuida de confirmar; se ha discurrido y disputado inmensamente sobre la religión; las bibliotecas están atestadas de obras relativas a ella, y hasta en nuestros días la Prensa va dando otras a luz en número muy crecido; cuando, pues, viene el indiferente y dice: «Todo esto no merece la pena de ser examinado; yo juzgo sin oír: estos sabios son todos unos mentecatos; éstos legisladores, unos necios; la humanidad entera es una miserable ilusa; todos pierden lastimosamente el tiempo en cuestiones que nada importan», ¿no es digno de que esa humanidad, y esos sabios, y esos legisladores se levanten contra él, arrojen sobre su frente el borrón que él les ha echado y le digan a su vez: «¿Quién eres tú, que así nos insultas, que así desprecias los sentimientos más íntimos del corazón y todas las tradiciones de la humanidad; que así declaras frívolos lo que en toda la redondez de la tierra se reputa grave e importante? ¿Quién eres tú? ¿Has descubierto, por ventura, el secreto de no morir? Miserable montón de polvo, ¿olvidas que bien pronto te dispersará el viento? Débil criatura, ¿cuentas acaso con medios para cambiar tu destino en esa región que desconoces? La dicha o la desdicha, ¿son para ti indiferentes? Si existe ese juez, de quien no quieres ocuparte, ¿esperas que se dará por satisfecho si al llamarte a juicio le respondes: «¿Y a mi qué me importaban vuestros mandatos ni vuestra misma existencia?» Antes de desatar tu lengua con tan insensatos discursos date una mirada a ti mismo, piensa, en esa débil organización que el más leve accidente, es capaz de trastornar, y que brevísimo tiempo ha de bastar a consumir, y entonces siéntate sobre una tumba, recógete y medita.»

Curado el buen pensador de achaque del indiferentismo, convencido profundamente de que la religión es el asunto de más elevada importancia, debiera pasar más adelante y discurrir de esta manera: «¿Es probable que todas las religiones no sean más que un cúmulo de errores y que la doctrina que las rechaza a todas sea verdadera?»
Lo primero que las religiones establecen o suponen es la existencia de Dios. ¿Existe Dios? ¿Existe algún Hacedor del Universo? Levanta los ojos al firmamento, tiéndelos por la faz de la tierra, mira lo que tú mismo eres, y viendo por todas partes grandor y orden di, si te atreves: «El acaso es quien ha hecho el mundo; el acaso me ha hecho a mí; el edificio es admirable, pero no hay arquitecto; el mecanismo es asombroso, pero no hay artífice; el orden existe sin ordenador, sin sabiduría para concebir el plan, sin poder para ejecutarle.» Este raciocinio, que tratándose de los más insignificantes artefactos sería despreciable y hasta contrario al sentido común, ¿se podrá aplicar al universo? Lo que es insensato con respecto a lo pequeño, ¿será cuerdo con relación a lo grande?

Son muchas y muy varias las religiones que dominan en los diferentes puntos de la tierra; ¿sería posible que todas fuesen verdaderas? El sí y el no, con respecto a una misma cosa, no puede ser verdadero a un mismo tiempo. Los judíos dicen que el Mesías no ha venido; los cristianos, que sí; los musulmanes respetan a Mahoma como insigne profeta; los cristianos le miran como solemne impostor; los católicos sostienen que la Iglesia es infalible en puntos de dogma y de moral; los protestantes lo niegan; la verdad no puede estar por ambas partes, unos u otros se engañan. Luego es un absurdo el decir que todas las religiones son verdaderas.
Además, toda religión se dice bajada del cielo; la que lo sea será la verdadera, las restantes no serán otra cosa que ilusión o impostura.

¿Es posible que todas las religiones sean igualmente agradables a Dios y que se dé igualmente por satisfecho con todo linaje de cultos? No. A la verdad infinita no puede serle acepto el error, a la bondad infinita no puede serle grato el mal; luego, al afirmar que todas las religiones son igualmente buenas, que con todos los cultos el hombre llena bien sus deberes para con Dios, es blasfemar de la verdad y bondad del Criador.

¿No sería lícito pensar que no hay ninguna religión verdadera, que todas son inventadas por el hombre? No. ¿Quién fue el inventor? El origen de las religiones se pierde en la noche de los tiempos: allí donde hay hombres, allí hay sacerdote, altar y culto. ¿Quién será ese inventor, cuyo nombre se habría olvidado, y cuya invención se habría difundido por toda la tierra, comunicándose a todas las generaciones? Si la invención tuvo lugar entre pueblos cultos, ¿cómo se logró que la adoptasen los bárbaros y hasta los salvajes? Si nació entre bárbaros, ¿cómo no la rechazaron las naciones cultas? Diréis que fue una necesidad social y que su origen está en la misma cuna de la sociedad. Pero entonces se puede preguntar: ¿Quién conoció esta necesidad, quién discurrió los medios de satisfacerla, quién excogitó un sistema tan a propósito para enfrenar y regir a los hombres? Y una vez hecho el descubrimiento, ¿quién tuvo en su mano todos los entendimientos y todos los corazones para comunicarles esas ideas y sentimientos que han hecho de la religión una verdadera necesidad y, por decirlo así, una segunda naturaleza?
Vemos a cada paso que los descubrimientos más útiles, más provechosos, más necesarios permanecen limitados a esta o aquella nación, sin extenderse a las otras durante mucho tiempo y no propagándose sino con suma lentitud a las más inmediatas o relacionadas; ¿cómo es que no haya sucedido lo mismo en lo tocante a la religión? ¿Cómo es que en la invención maravillosa hayan tenido conocimiento todos los pueblos de la tierra, sea cual fuere su país, lengua, costumbres, barbarie o civilización, grosería o cultura?
Aquí no hay medio: o la religión procede de una revelación primitiva o de una inspiración de la naturaleza; en uno y otro caso, hallamos su origen divino; si hay revelación, Dios ha hablado al hombre; si no la hay, Dios ha escrito la religión en el fondo de nuestra alma. Es indudable que la religión no puede ser invención humana, y que, a pesar de lo desfigurada y adulterada que la vemos en diferentes tiempos y países, se descubre en el fondo del corazón humano un sentimiento descendido de lo alto; al través de las monstruosidades que nos presenta la Historia columbramos la huella de una revelación primitiva.

¿Es posible que Dios haya revelado algunas cosas al hombre? Sí. Él, que nos ha dado la palabra, no estará privado de ella; si nosotros poseemos un medio de comunicarnos recíprocamente nuestros pensamientos y afectos, Dios, todopoderoso e infinitamente sabio, no carecerá seguramente de medios para transmitirnos lo que fuere de su agrado. Ha criado la inteligencia, ¿y no podría ilustrarla?

Pero Dios, objetará el incrédulo, es demasiado grande para humillarse a conversar con su criatura; mas entonces también deberíamos decir que Dios es demasiado grande para haberse ocupado en criarnos. Criándonos nos sacó de la nada; revelándonos alguna verdad perfecciona su obra; ¿y cuándo se ha visto que un artífice desmereciese por mejorar su artefacto? Todos los conocimientos que tenemos nos vienen de Dios, porque Él es quien os ha dado la facultad de conocer, y Él es quien o ha grabado en nuestro entendimiento las ideas o ha hecho que pudiéramos adquirirlas por medios que todavía se nos ocultan. Si Dios nos ha comunicado un cierto orden de ideas, sin que nada haya perdido de su grandor, es un absurdo el decir que se rebajaría si nos transmitiese otros conocimientos por conducto distinto del de la naturaleza. Luego la revelación es posible, luego quien dudare de esta posibilidad ha de dudar al mismo tiempo de la omnipotencia, hasta de la existencia de Dios.

Importa muchísimo el encontrar la verdad en materias de religión (§§ I y II); todas las religiones no pueden ser verdaderas (§ IV); si hubiese una revelada por Dios, aquélla sería la verdadera (§ V); la religión no ha podido ser invención humana (§ VI); la revelación es posible (§ VII); lo que falta, pues, averiguar es si esta revelación existe y dónde se halla.

¿Existe la revelación? Por el pronto salta a los ojos un hecho que da motivo a pensar que sí. Todos los pueblos de la tierra hablan de una revelación, y la humanidad no se concierta para tramar una impostura. Esto prueba una tradición primitiva, cuya noticia ha pasado de padres a hijos, y que, si bien ofuscada y adulterada, no ha podido borrarse de la memoria de los hombres.
Se objetará que la imaginación ha convertido en voces el ruido del viento y en apariciones misteriosas los fenómenos de la Naturaleza, y así el débil mortal se ha creído rodeado de seres desconocidos que le dirigían la palabra, y le descubrían los arcanos de otros mundos. No puede negarse que la objeción es especiosa; sin embargo, no será difícil manifestar que es del todo insubsistente y fútil.

Es cierto que cuando el hombre tiene idea de la existencia de seres desconocidos, y está convencido de que éstos se ponen en relación con él, fácilmente se inclina a imaginar que ha oído acentos fatídicos y se han ofrecido a sus ojos espectros venidos del otro mundo. Mas no sucede ni puede suceder así en no abrigando el hombre semejante convicción, y mucho menos si ni aun llega a tener noticia de que existen dichos seres, pues entonces no es dable conjeturar de dónde procedería una ilusión tan extravagante. Si bien se observa, todas las creaciones de nuestra fantasía, hasta las más incoherentes y monstruosas, se forman de un conjunto de imágenes de objetos que otras veces hemos visto y que a la sazón reunimos del modo que place a nuestro capricho o nos sugiere nuestra cabeza enfermiza. Los castillos encantados de los libros de caballería, con sus damas enanos, salones, subterráneos, hechizos y todas sus locuras, son un informe agregado de partes muy reales que la imaginación del escritor componía a su manera, sacando al fin un todo que sólo cambia en los sueños de un delirante. Lo propio sucede en lo demás; la razón y la experiencia están acordes en atestiguarnos este fenómeno ideológico. Si suponemos, pues, que no se tiene idea alguna de otra vida distinta de la presente, ni de otro mundo que el que está a nuestra vista, ni de otros vivientes que los que moran con nosotros en la tierra, el hombre fingirá gigantes, fieras monstruosas y otras extravagancias por este estilo, mas no seres invisibles, no revelaciones de un cielo que no conoce, no dioses que le ilustren y dirijan. Ese mundo nuevo, ideal, puramente fantástico, no le ocurrirá siquiera, porque semejante ocurrencia no tendrá, por decirlo así, punto de partida, carecerá de antecedentes que puedan motivarla. Y aun suponiendo que este orden de ideas se hubiese ofrecido a algún individuo, ¿cómo era posible que de ello participase la humanidad entera? ¿Cuándo se habrá visto semejante contagio intelectual y moral?

Sea lo que fuere del valor de estas reflexiones, pasemos a los hechos; dejemos lo que haya podido ser y examinemos lo que ha sido.

Existe una sociedad que pretende ser la única depositaria e intérprete de las revelaciones con que Dios se ha dignado favorecer al linaje humano; esta pretensión debe llamar la atención del filósofo que se proponga investigar la verdad.
¿Qué sociedad es ésa? ¿Ha nacido de poco tiempo a esta parte? Cuenta dieciocho siglos de duración, y estos siglos no los mira sino como un periodo de su existencia, pues subiendo más arriba va explicando su no interrumpida genealogía y se remonta hasta el principio del mundo. Que lleva dieciocho siglos de duración, que su historia se enlaza con la de un pueblo cuyo origen se pierde en la antigüedad más remota es tan cierto como que han existido las repúblicas de Grecia y Roma.
¿Qué títulos presenta en apoyo de su doctrina? En primer lugar, está en posesión de un libro que es, sin disputa, el más antiguo que se conoce, y que además encierra la moral más pura, un sistema de legislación admirable y contiene una narración de prodigios. Hasta ahora nadie ha puesto en duda el mérito, eminente, de este libro, siendo esto tanto más de extrañar cuanto una gran parte de él nos ha venido de manos de un pueblo cuya cultura no alcanzó ni con mucho a la de otros pueblos de la antigüedad.
¿Ofrece la dicha sociedad algunos otros títulos que justifiquen sus pretensiones? A más de los muchos, a cuál más graves e imponentes, he aquí uno que por sí solo basta. Ella dice que se hizo la transición de la sociedad vieja a la nueva del modo que estaba pronosticado en el libro misterioso; que llegada la plenitud de los tiempos apareció sobre la tierra un Hombre-Dios, quien fue a la vez el cumplimiento de la ley antigua y el autor de la nueva; que todo lo antiguo era una sombra y figura, que este Hombre-Dios fue la realidad; que Él fundó la sociedad que apellidamos Iglesia católica, le prometió su asistencia hasta la consumación de los siglos, selló su doctrina con su sangre, resucitó al tercer día de su crucifixión y muerte, subió a los cielos, envió al Espíritu Santo, y que al fin del mundo ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.
¿Es verdad que en este Hombre se cumpliesen las antiguas profecías? Es innegable; leyendo algunas de ellas parece que uno está leyendo la historia evangélica.
¿Dio algunas pruebas de la divinidad de su misión? Hizo milagros en abundancia, y cuanto él profetizó o se ha cumplido exactamente o se va cumpliendo con puntualidad asombrosa.
¿Cuál fue su vida? Sin tacha en su conducta, sin límite para hacer el bien. Desprecio las riquezas y el poder mundano, arrostró con serenidad las privaciones, los insultos, los tormentos y, por fin, una muerte afrentosa.
¿Cuál es su doctrina? Sublime cual no cupiera jamás en mente humana; tan pura en su moral, que le han hecho justicia sus más violentos enemigos.
¿Qué cambio social produjo este Hombre? Recordad lo que era el mundo romano y ved lo que es el mundo actual; mirad lo que son los pueblos donde no ha penetrado el cristianismo y lo que son aquellos que han estado siglos bajo su enseñanza y la conservan todavía, aunque algunos alterada y desfigurada.
¿De qué medios dispuso? No tenía donde reclinar su cabeza. Envió a doce hombres salidos de la ínfima clase del pueblo; se esparcieron por los cuatro ángulos de la tierra, y la tierra los oyó y creyó.
Esta religión, ¿ha pasado por el crisol de la desgracia? ¿No ha sufrido contrariedad de ninguna clase? Ahí está la sangre de infinitos mártires, ahí los escritos de numerosos filósofos que la han examinado, ahí los muchos monumentos que atestiguan las tremendas luchas que ha sostenido con los príncipes, con los sabios, con las pasiones, con los intereses, con las preocupaciones, con todos cuantos elementos de resistencia pueden combinarse sobre la tierra.
¿Dé qué medios se valieron los propagadores del cristianismo? De la predicación y del ejemplo, confirmados por los milagros. Estos milagros la crítica más escrupulosa no puede rechazarlos, que si los rechaza poco importa, pues entonces confiesa el mayor de los milagros, que es la conversión del mundo sin milagros.
El cristianismo ha contado entre sus hijos a los hombres más esclarecidos por su virtud y sabiduría; ningún pueblo antiguo ni moderno se ha elevado, a tan alto grado de civilización y cultura como los que le han profesado; sobre ninguna religión se ha disputado ni escrito tanto como sobre la cristiana; las bibliotecas están llenas de obras maestras de crítica y filosofía debidas a hombres que sometieron humildemente su entendimiento en obsequio de la fe; luego esa religión está a cubierto de los ataques que se pueden dirigir contra las que han nacido y prosperado entre pueblos groseros e ignorantes. Ella tiene, pues, todos los caracteres de verdadera, de divina.

En los últimos siglos los cristianos se han dividido: unos han permanecido adictos a la Iglesia católica, otros han conservado del cristianismo lo que les ha parecido bien, y a consecuencia del principio fundamental que han asentado y que entrega la fe a discreción de cada creyente se han fraccionado en innumerables sectas.
¿Dónde estará la verdad? Los fundadores de las nuevas sectas son de ayer; la Iglesia católica señala la sucesión de sus pastores, que sube hasta Jesucristo; ellos han enseñado diferentes doctrinas, y una misma secta las ha variado repetidas veces; la Iglesia católica ha conservado intacta la fe que le transmitieron los apóstoles; la novedad y la variedad se hallan, pues, en presencia de la antigüedad y de la unidad; el fallo no puede ser dudoso.
Además, los católicos sostienen que fuera de la Iglesia no hay salvación; los protestantes afirman que los católicos también pueden salvarse, y así ellos mismos reconocen que entre nosotros nada se cree ni practica que pueda acarrearnos la condenación eterna. Ellos, en favor de su salvación, no tienen sino un voto; nosotros, en pro de la nuestra, tenemos el suyo y el nuestro; aun cuando juzgáramos solamente por motivos de prudencia humana, ésta nos aconseja que no abandonásemos la fe de nuestros padres.
En esta breve reseña se contiene el hilo del discurso de un católico, que, conforme a lo que dice San Pedro, quiera estar preparado para dar cuenta de su fe, y manifestar que, ateniéndose a la católica, no se desvía de las reglas de bien pensar. Ahora añadiré algunas observaciones que sirvan a prevenir peligros en que zozobra con harta frecuencia la fe de los incautos.

En el examen de las materias religiosas siguen muchos un camino errado. Toman por objeto de sus investigaciones un dogma, y las dificultades que contra él levantan las creen suficientes para destruir la verdad de la religión o, al menos, para ponerla en duda. Eso es proceder de un modo que atestigua cuán poco se ha meditado sobre el estado de la cuestión.
En efecto; no se trata de saber si los dogmas están al alcance de nuestra inteligencia, ni si damos completa solución a todas las dificultades que contra este o aquel puedan objetarse; la religión misma es la primera en decirnos que estos dogmas no podemos comprenderlos con la sola luz de la razón; que mientras estamos en esta vida es necesario que nos resignemos a ver los secretos de Dios al través de sombras y enigmas, y por esto nos exige la fe. El decir, pues, «yo no quiero creer porque no comprendo» es enunciar una contradicción; si lo comprendieses todo, claro es que no se te hablaría de fe. El argumento contra la religión fundándose en la incomprensibilidad de sus dogmas es hacerle un cargo de una verdad que ella misma reconoce, que acepta, y sobre la cual, en cierto modo, hace estribar su edificio. Lo que se ha de examinar es si ella ofrece garantías de veracidad y de que no se engaña en lo que propone; asentado el principio de su infalibilidad, todo lo demás se allana por sí mismo, pero si éste nos falta es imposible dar un paso adelante. Cuando un viajero de cuya inteligencia y veracidad no podemos dudar nos refiere cosas que no comprendemos, ¿por ventura le negaremos nuestra fe? No, ciertamente. Luego, una vez asegurados de que la Iglesia no nos engaña, poco importa que su enseñanza sea superior a nuestra inteligencia.
Ninguna verdad podría subsistir si bastasen a hacernos dudar de ella algunas dificultades que no alcanzásemos a desvanecer. De esto se seguiría que un hombre de talento esparciría la incertidumbre sobre todas las materias cuando se encontrase con otros que no le igualasen en capacidad, porque es bien sabido que en mediando esta indiferencia no le es dado al inferior deshacerse de los lazos con que le enreda el que le aventaja.

En las ciencias, en las artes, en los negocios comunes de la vida hallamos a cada paso dificultades que nos hacen incomprensible una cosa de cuya existencia no nos es permitido dudar. Sucede a veces que la cosa no comprendida nos parece rayar en lo imposible; mas si por otra parte sabemos que existe, nos guardamos de declararla tal, y, conservando la convicción de su existencia, recordamos el poco alcance de nuestro entendimiento. Nada más común que oír: «No comprendo lo que ha contado fulano, me parece imposible; pero, en fin, es hombre veraz y que sabe lo que dice; si otro lo refiriera no lo creería, pero ahora no pongo duda en que la cosa es tal como él la afirma.»

Imagínanse algunos que se acreditan de altos pensadores cuando no quieren creer lo que no comprenden, y éstos justifican el famoso dicho de Bacon: «Poca filosofía aparta de la religión; mucha filosofía conduce a ella.» Y a la verdad, si se hubiesen internado en las profundidades de las ciencias, conocieran que un denso velo encubre a nuestros ojos la mayor parte de los objetos, que sabemos poquísimo de los secretos de la Naturaleza, que hasta de las cosas en apariencia más fáciles de comprender se nos ocultan por lo común los principios constitutivos, su esencia; conocieran que ignoramos lo que es este universo que nos asombra, que ignoramos lo que es nuestro cuerpo, que ignoramos lo que es nuestro espíritu, que nosotros somos un arcano a nuestros propios ojos, y que hasta ahora todos los esfuerzos de la ciencia han sido impotentes para explicar los fenómenos que constituyen nuestra vida, que nos hacen sentir nuestra existencia; conocieran que el más precioso fruto que se recoge en las regiones filosóficas más elevadas es una profunda convicción de nuestra debilidad e ignorancia. Entonces infirieran que esa sobriedad en el saber recomendada por la religión cristiana, esa prudente desconfianza de las fuerzas de nuestro entendimiento están de acuerdo, con las lecciones de la más alta filosofía, y que así el Catecismo nos hace llegar desde nuestra infancia al punto más culminante que señalara a la ciencia la sabiduría humana.

Hemos seguido el camino que puede conducir a la religión católica; echemos una ojeada sobre el que se presenta si nos apartamos de ella. Al abandonar la fe de la Iglesia, ¿dónde nos refugiamos? Si en el protestantismo, ¿en cuál de sus sectas? ¿Qué motivos de preferencia nos ofrece la una sobre la otra? Discernirlo será imposible, abrazar a ciegas una cualquiera nos lo será todavía más, y, por otra parte, esto equivaldría a no profesar ninguna. Si en el filosofismo, ¿qué es el filosofisino incrédulo? Es una negación de todo, las tinieblas, la desesperación. ¿Andaremos en busca de otras religiones? Ciertamente que ni el islamismo ni la idolatría no nos contarán entre sus adeptos.
Abandonar, pues, la religión católica será abjurarlas todas, será tomar el partido de vivir sin ninguna; dejar que corran los años, que nuestra vida se acerque a su término fatal, sin guía para lo presente, sin luz para el porvenir; será taparse los ojos, bajar la cabeza y arrojarse a un abismo sin fondo.

La religión católica nos ofrece cuantas garantías de verdad podemos desear. Ella, además, nos impone una ley suave, pero recta, justa, benéfica; cumpliéndola nos asemejamos a los ángeles, nos acercamos a la belleza ideal que para la Humanidad puede excogitar la más elevada poesía. Ella nos consuela en nuestros infortunios y cierra nuestros ojos en paz; se nos presenta tanto más verdadera y cierta cuanto más nos aproximamos al sepulcro. ¡Ah, la bondadosa Providencia habrá colocado al borde de la tumba aquellas santas inspiraciones, como heraldos que nos avisaran de que íbamos a pisar los umbrales de la eternidad!... (21).

[21] Figúranse algunos que la religiosidad es signo de espíritu apocado y capacidad escasa; y que por el contrario la incredulidad es indicio de talento y grandeza de ánimo. Yo sostengo que con la historia en la mano se puede demostrar que en todos tiempos y países los hombres más eminentes han sido religiosos.


Capítulo XXI
Religión
§ I

Insensato discurrir de los indiferentes en materia de religión 

Impropio fuera de este lugar un tratado de religión, pero no lo serán algunas reflexiones para dirigir el pensamiento en esta importantísima materia. De ella resultará que los indiferentes o incrédulos son pésimos pensadores. 

La vida es breve, la muerte cierta; de aquí a pocos años el hombre que disfruta de la salud más robusta y lozana habrá descendido al sepulcro y sabrá por experiencia lo que hay de verdad en lo que dice la religión sobre los destinos de la otra vida. Si no creo, mi incredulidad, mis dudas, mis invectivas, mis sátiras, mi indiferencia, mi orgullo insensato no destruyen la realidad de los hechos; si existe otro mundo donde se reservan premios al bueno y castigos al malo, no dejará ciertamente de existir porque a mí me plazca el negarlo, y, además, esta caprichosa negativa no mejorará el destino que, según las leyes eternas, me haya de caber. Cuando suene la última hora será preciso morir y encontrarme con la nada o con la eternidad. Este negocio es exclusivamente mío, tan mío como si yo existiera solo en el mundo; nadie morirá por mí, nadie se pondrá en mi lugar en la otra vida privándome del bien o librándome del mal. Estas consideraciones me muestran con toda evidencia la alta importancia de la religión, la necesidad que tengo de saber lo qué hay de verdad en ella, y que si digo: «Sea lo que fuere de la religión, ni quiero pensar en ella», hablo como el más insensato de los hombres. 

Un viajero encuentra en su camino un río caudaloso; le es preciso atravesarle, ignora si hay algún peligro en este o aquel vado, y está oyendo que muchos que se hallan como él a la orilla ponderan la profundidad del agua en determinados lugares y la imposibilidad de salvarse el temerario que a tantearlos se atreviese. El insensato dice: «¿Qué me importan a mí esas cuestiones?» y se arroja al río sin mirar por dónde. He aquí el indiferente en materias de religión.


"Alguien inteligente aprende 
de la experiencia de los demás". 
Voltaire