HISPANOFOBIA
Este libro es un estudio psicosociológico sobre la Hispanofobia, una fobia social extendida en España, que ha alcanzado su máxima implantación en aquellos territorios donde los nacionalismos periféricos y la izquierda radical, son especialmente fuertes. La Hispanofobia puede ser interna o externa; interna cuando se da dentro del propio territorio y entre sus ciudadanos y externa, cuando surge entre naciones o colectivos extranjeros. En este caso, se analiza la Hispanofobia como una actitud política artificialmente creada y alimentada mediante el adoctrinamiento político antiespañol, especialmente activo desde los comienzos de la Transición.
A lo largo de esta publicación, el autor revisa las claves técnicas del adoctrinamiento, sus usos y su impacto en la vida social, sin perder de vista que la Hispanofobia en tanto que es una actitud psicológica, puede manipularse artificialmente e inflarse y desinflarse como un globo, todo ello dependiendo de las técnicas y recursos que se apliquen. Además, se conectan los pasos adoctrinadores hispanófobos con pasajes, personajes y términos orwellianos, inspirados en la novela de Orwell “1984”.
El libro después de diseccionar las técnicas y métodos adoctrinadores implicados en la creación de esta fobia social antiespañola, plantea un conjunto de medidas y técnicas contra adoctrinadoras, para desinflar el globo artificial de la Hispanofobia, potenciada principalmente por los intereses políticos de los nacionalismos periféricos.

El libro después de diseccionar las técnicas y métodos adoctrinadores implicados en la creación de esta fobia social antiespañola, plantea un conjunto de medidas y técnicas contra adoctrinadoras, para desinflar el globo artificial de la Hispanofobia, potenciada principalmente por los intereses políticos de los nacionalismos periféricos.
Imperiofobia y leyenda negra
María Elvira Roca Barea
Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español
ARCADI ESPADA
Una leyenda y una verdad Solo hay una leyenda negra y es la española. Rechace imitaciones. Este es el mensaje, cargado de beligerancia, conocimiento y ardor, que M.ª Elvira Roca Barea transmite a los lectores de este libro excepcional. Una historia de España, y por tanto también del Imperio, escrita por el dorso. «Cuando te den papel pautado escribe por el otro lado», rimaba el poeta. Y eso es precisamente lo que se ha propuesto hacer la autora: con los hombres, desde Felipe II a Tony Blair, y con los documentos. Debo pararme en esta última formalidad: la manera cómo nuestra ensayista levanta a pulso las toneladas de papel de propaganda cernidas sobre la indolente España es puramente admirable. Y como me dedico desde hace muchos años a un trabajo similar tengo autoridad para añadir que también es envidiable.
M.ª Elvira Roca Barea pertenece a esa clase de críticos que leen con un portentoso oído y que detectan con una glacial agudeza las farsas de la propaganda distribuida a lo largo de las épocas. Ese oído es una condición inexcusable de la gran historia, que ocupándose de hechos ha de ocuparse también de los hechos de mentira y darles su lugar aparte. Este libro es un virtuoso ejemplo de cómo se cumple con esta obligación. Las famosas y gastadas alusiones al excepcionalismo español, o expa- ñol, siempre me recuerdan las elucubraciones sobre la conciencia de muchos dualistas vergonzantes. Se trata de personas instruidas e inteligentes que han reflexionado profundamente sobre la naturaleza y la conducta humanas, y que saben que nada puede explicarse sin algo. Es decir, saben que la materia es el punto de partida de cualquier explicación razonable, pero al mismo tiempo, y atormentados tal vez por el misterio, añaden que la conciencia no puede explicarse completamente por la interacción de la materia. Lo mismo sucede con el excepcionalismo español.
Es difícil que alguien admita la posibilidad de que la historia española se rija, en líneas generales, al margen de las circunstancias de países próximos. Pero inmediatamente después de haber aceptado eso hay quien entra en una especie de letárgico recogimiento y acaba siempre mascullando: «Pero algo tiene que haber...».
Este libro da numerosos ejemplos de hasta qué punto no hay nada al margen de algo. Ni siquiera la obstinada indolencia con que España ha reaccionado a las mentiras que han proyectado los otros sobre ella es estrictamente característica. Los Estados Unidos reacciona hoy ante la imperiofobia en parecidos términos a cómo lo hacían los españoles del siglo XVI y del XVII... y a cómo siguen haciéndolo. La diferencia es que los Estados Unidos es el imperio más poderoso que ha conocido la humanidad y España una nación trabada, cuya única relación con el imperio del pasado es, precisamente, esa indolencia ante los insultos y las falsedades, mucho más peligrosa, como demuestra la crisis de deuda, cuando se proyecta sobre un organismo frágil.
Ante el fracaso general y admitido de la hipótesis excepcionalista yo he tomado desde hace tiempo una reserva que este libro confirma con poderes fácticos. Hay algo en la historia española que no tiene analogías fáciles en las historias cercanas. Y es «esa voluntad, ciertamente empecinada, de vivir juntos los distintos», para decirlo en las palabras que usó Cayetana Álvarez de Toledo en el discurso de presentación de Libres e Iguales. En este sentido, el libro de María Elvira Roca Barea reúne un espectacular acopio de datos que recorre las épocas desde la propia matriz de la acusación xenófoba. Es decir, como dice: «No está aquí fuera de propósito recordar que las expulsiones de judíos fueron una constante en la Europa tardomedieval y moderna: Inglaterra en 1290, Francia en 1306, etcétera, y no cosa particularmente española. Todas fueron más duras que la que aquí se produjo y no se dio a los judíos la posibilidad de convertirse ni de enajenar sus bienes». Nuestra ensayista ha conseguido con este libro algo de extremada dificultad en esta época.
Ha hecho de España un país simpático. Esta es su mayor victoria contra el excepcionalismo, porque cualquier aventura humana, observada con la resignación a que obliga la muerte, acaba ganándose el corazón de sus pares. Es el momento de decir que su logro es el de una escritura tempestuosa, apasionada, el de una discusión inacabable y por momentos violenta, el de un punto de vista que va río arriba, pero que no olvida que la estrategia del salmón no la exime de la ecuanimidad y de la presentación rigurosa de las pruebas. Una escritura también simpática, pero en el sentido que lo es una voladura controlada. Así pues, curioso lector, lee este libro, nutritivo y ameno, hasta el final. Verás cómo a partir de ahora dirás sin vacilación ni miedo alguno leyenda negra. Pero, a diferencia de la costumbre, cargando fieramente la suerte por el sustantivo.
Introducción
Se procurará en lo que sigue no incurrir en resbaladizas disquisiciones morales sino dejar constancia de los hechos. No porque los actos humanos colectivos o de naturaleza histórica deban estar libres de juicio moral, sino porque antes de aplicar el dictamen de bueno o malo en estos, como en todos los casos, hay que determinar cuáles son esos hechos. Por otra parte, el juicio moral en la historia es planta muy delicada y suele ser arrastrada por prejuicios conscientes e inconscientes. Es relativamente fácil juzgar un acto humano individual, y aun así a veces resulta muy arduo. Cuando empiezan a multiplicarse exponencialmente los factores en juego, las causas y los efectos interaccionan entre sí de manera tan apretada y circular que no se puede determinar honradamente cuál es la causa y cuál el efecto. Frente a este desafío, no hay más receta para ser honrado que la humildad.
Es posible (o no) que el ser humano fuese más feliz viviendo en un estado de perfecta igualdad edénica y que este ideal sea moralmente superior a otros, pero el hecho es que ni los mansos franciscanos ni los más circunspectos budistas lo han conseguido. Guste o no a los perseguidores de utopías, la verdad es que la mayoría de los seres humanos prefiere ser rico a ser pobre y que no hay grupo de nuestra especie con un mínimo éxito reproductivo que no viva bajo alguna forma de organización jerarquizada. La jerarquía y el poder existen en todas las sociedades humanas y también en otras muchas no humanas. Quizá sería muy bonito que no fuera así, pero para nuestra desgracia desconocemos cómo se organizan los cuerpos sin esta ley de la gravedad social.
Algunos antropólogos piensan que el éxito evolutivo del Homo sapiens frente al neandertal se debió a que fue capaz de organizar (jerarquizar) grupos numerosos, mientras que el neandertal vivía en pequeños clanes familiares de unas veinte personas y no construyó unidades mayores. Quizá eran muy sabios y no quisieron, pero de ellos solo sabemos una cosa cierta y es que se extinguieron.
Alguien manda siempre, y solemos odiar o admirar a quien lo hace por el mero hecho en sí, ciega e irreflexivamente, cuando el verdadero asunto moral es cómo manda el que manda cuando le toca mandar. Porque nadie manda mucho tiempo sin el consentimiento explícito o silencioso de los mandados. El mando es responsabilidad, y el que manda tiene que asumir muchas responsabilidades y hacerles frente. No puede desertar de ellas o perderá el mando. Asume riesgos, toma decisiones, enfrenta errores. Por eso es tan cómodo que mande otro.
Desde que tenemos noticia de nosotros mismos, vemos que los seres humanos han tendido a crear enormes estructuras sociopolíticas que llamamos «imperios». Si nos atenemos a la definición extensiva, un imperio es una organización política independiente que tiene al menos un millón de kilómetros cuadrados. Y eso no es algo nuevo hoy, cuando podemos cómodamente viajar al lugar más distante del globo en menos de veinticuatro horas. Esto ha ocurrido desde los comienzos de nuestra historia, cuando desplazarse sobre la superficie del planeta era trabajoso y arriesgado, y la mayor velocidad se alcanzaba a lomos de un caballo o sobre frágiles naves sujetas al albur impredecible de los vientos. Pero tales dificultades no parecen haber arredrado a nuestros antepasados, que se empeñaron y lograron construir un imperio tras otro.
Partamos del axioma de que el ser humano no es por naturaleza suicida y de que tiende a obrar en su mayor beneficio. Si esto es así, alguna ventaja ha debido hallar nuestra especie en estas macroestructuras políticas. De otro modo no se entiende que hayan surgido una y otra vez, siglo tras siglo y en todo el planeta. A este misterio hay otro que lo acompaña. Lo podemos llamar leyendas negras o imperiofobia. La primera expresión tiene la ventaja de aludir a la naturaleza evanescente y escurridiza de estos prejuicios, y la segunda, de poner de relieve que se trata de una clase especial de prejuicios, mejor organizados y promovidos, al menos en su origen, que los otros.
Los españoles hemos creído durante décadas que este enojoso asunto era un rasgo exclusivo de nuestra historia. Nada más lejos de la realidad. Las leyendas negras son como el principio de acción y reacción de la física aplicado a los imperios. Nuestro propósito con este libro es comprender por qué surgen, qué tópicos las configuran y cómo se expanden hasta llegar a ser opinión pública y sustituto de la historia. Dos puntos conviene aclarar antes de proseguir. El primero tiene que ver con el tema de este libro, que está irremediablemente vinculado a creencias e ideologías. Y sé que la primera tentación de muchos lectores será saber desde qué punto de vista ideológico está escrito, para así determinar si le merece confianza o si vale la pena leerlo. No veo inconveniente en facilitar este escrutinio.
No tengo vínculo de ninguna clase con la Iglesia católica. Pertenezco a una familia de masones y republicanos y no he recibido una educación religiosa formal.
Auscultándome para ofrecer al lector una radiografía lo más precisa posible, me he dado cuenta de que la persona de religión con quien más trato he tenido ha sido el reverendo Cummins de la parroquia baptista de Harvard St. (Cambridge, MA), un hombre bueno y un cristiano ejemplar. No comparto con el catolicismo muchos principios morales. Las Bienaventuranzas me parecen un programa ético más bien lamentable y poner la otra mejilla es pura y simplemente inmoral, porque nada excita más la maldad que una víctima que se deja victimizar. Defenderse es más que un derecho: es un deber. Dos principios católico-romanos me resultan admirables y los comparto sin titubeo, a saber: que todos los seres humanos son hijos de Dios, si lo hubiera, y que están dotados de libre albedrío. Es extraordinario que la Iglesia católica jamás haya coqueteado con esa idea aberrante, madre de tantos demonios, entre ellos el racismo científico, que es la predestinación. Ahora, la política. Siempre he tenido dificultades para decidir si soy de izquierdas o de derechas.
Está claro que las economías planificadas han demostrado ser un fracaso, y que la libertad política va ligada a la libertad económica. Por otra parte, la vertiente de religión política de las ideologías tradicionalmente llamadas de izquierda me asusta. Ahora bien, el Estado debe ser delgado y fuerte, no gordo y débil como los que tenemos ahora, porque de otro modo no podrá garantizar un mínimo de justicia social y una economía de mercado realmente libre. El segundo y último particular tiene que ver con la bibliografía, con eso que María Rosa Lida de Malkiel llamaba con tanto acierto «el vértigo bibliográfico». No someteré al lector al tormento de miles de notas bibliográficas. La que se ofrece es concisa y en modo alguno exhaustiva. De estos hilos podrá tirar quien esté interesado en algún punto concreto.
María Elvira Roca Berea en IMPERIOFOBIA Y LEYENDA NEGRA: "No se descubre nada al afirmar que Arturo Pérez Reverte es uno de los autores españoles de más éxito dentro y fuera de España. He visto los escaparates de las librerías del Reino Unido literalmente empapelados con sus novelas de arriba abajo. Su éxito en el mundo anglosajón es espectacular. Ha sido traducido a muchísimos idiomas y ha vendido millones de libros.
El autor exterioriza un patriotismo de rompe y rasga que se aviene muy mal con su obediente repetición de los más manidos tópicos de la leyenda negra. Para alguien que proclama con orgullo que «tiene sus lecturas», no resulta fácil justificar el haberse unido tan oportunamente a la procesión, ya vieja y demasiado concurrida, de los cultivadores de la historia-literatura de España como guarida del demonio. O bien fallan las lecturas o bien interesa participar en el auto de fe perpetuo y siempre exitoso que es la leyenda negra.
No es descabellado suponer que una parte del éxito de Reverte, dentro y fuera, se debe a que recrea con vigor y convicción los tópicos hispanófobos del protestantismo, de la Ilustración y, luego, del liberalismo. Ese país podrido, corrupto y fanático que Reverte describe en sus novelas es una vieja melodía cuya reiteración suena bien a muchos oídos por razones distintas; razones viejas pero no muertas. El inquisidor de Reverte se parece al de Schiller, al de Dostoievski, y al pavoroso Jorge de Burgos de Umberto Eco, como una gota de agua a otra.
Los personajes de Reverte se mueven por un Madrid corrupto y decadente, podrido hasta los cimientos: «Soltero, mujeriego, cortesano, culto, algo poeta, galante y seductor, Guadalmedina había comprado al rey el cargo de correo mayor tras la escandalosa y reciente muerte del anterior beneficiario, el conde de Villamediana: un punto de cuidado, asesinado por asunto de faldas, o de celos.
En aquella España corrupta donde todo estaba en venta, desde la dignidad eclesiástica a los empleos más lucrativos del Estado, el título y los beneficios de correo mayor acrecentaban la fortuna e influencia de Guadalmedina en la Corte». La compra y venta de los servicios del Estado era y es una práctica común. Ahora se llama privatización, o más eufemísticamente, externalización.
En ese tiempo, como ahora, estaba generalizada en toda Europa, y en España lo que destaca son los amplios sectores de servicio público que funcionaban como tales, es decir, que se cubren por oposición. Sobresale por encima de todo la justicia, muy profesionalizada, independiente y jerarquizada desde el reinado de los Reyes Católicos. Los cargos judiciales se vendían al mejor postor en toda Europa, pero no en España. Insistimos: esta era una práctica corriente y que no se consideraba ni corrupta ni perjudicial. Cuando se produjo la gran crisis hacendística que condujo a la Revolución francesa en tiempos de Luis XVI, ya no quedaba apenas puesto ni cargo alguno que enajenar en la Administración del país vecino. En tiempos de Luis XII se habían vendido todos los oficios de la Hacienda Real y Francisco I continuó poniendo a la venta todos los cargos de la justicia. A partir de 1522, con la creación de la oficina de partidas eventuales, todo puesto en la Administración real podía comprarse o venderse.
Con el tiempo no quedaron a salvo más que los mandos del ejército. Durante todo el siglo XVII y XVIII se alzaron en Francia muchas voces para advertir de los abusos que esta situación producía y de los peligros de degeneración del Estado que estaba provocando. Al barón de Montesquieu, sin embargo, esta práctica le parece muy bien, y produce estupefacción que quien razonó con tanto tino sobre el estado democrático, no comprendiera la necesidad de salvaguardar la Administración pública de los intereses particulares de unos y otros, especialmente de los más pudientes. A esta ceguera contribuyó sin duda que su tío compró y le dejó en herencia un cargo de presidente de una provincia, cargo al que Montesquieu debía un más que buen pasar.
Esta venalidad fue una de las razones que provocó la quiebra del Estado francés y la Revolución francesa. Nunca se llegó en España a una situación semejante. Volveremos sobre esto en la Parte III. El episodio histórico que da pie al desarrollo de la trama de Reverte es la visita de incógnito a Madrid del príncipe de Gales y del duque de Buckingham a fin de acabar de una vez con aquella negociación interminable sobre el matrimonio del príncipe inglés con una infanta de España. Esto sucedió en 1623, y en este momento había naturalmente un presidente del Santo Oficio. Hay que buscarlo debajo de las piedras para encontrarlo, pero no es imposible dar con él. Su presencia hubiera destrozado por completo cualquier complot fanático o tenebroso.
Don Andrés Pacheco de Cárdenas era extremeño y franciscano, no dominico. Doctor en Teología por la Universidad de Salamanca, dedicó su vida al estudio y la caridad. Su gran cultura y conocimiento de lenguas hicieron que Felipe II lo nombrara preceptor de su sobrino Alberto de Austria, quien más tarde sería soberano de los Países Bajos desde 1598. Después fue obispo de Cuenca, donde se destacó por su empeño en mejorar las condiciones de vida de los más humildes: «Singular prelado por su rara virtud y santidad y por la eminencia de letras... En tiempo que governava aquella sede no supieron los pobres que avia falta de frutos en la tierra». Murió con fama de santo y no consta que firmara una sola sentencia de muerte.
Por supuesto se puede decir que todo esto es creación literaria y que el arte es libre. ¿Libre? La Inquisición como tema literario universal se distingue radicalmente de otros en que se supone que lo que de ella se refiere es verdad. Cuando en el siglo XIX aparecen los vampiros en la literatura, a nadie, ni entonces ni ahora, se le ocurrió pensar que tal cosa pudiera ser cierta, de manera que los transilvanos no han sido puestos en cuarentena en las fronteras para ver si padecen el fatal contagio. En cambio, estos personajes inquisitoriales que forman parte de la historia de la literatura viven en la mente de los occidentales como si lo fuesen de la historia verdadera, alimentando sine fine el mundo de los mitos denigrantes que la propaganda creó en torno a esta institución, y por extensión, perpetuando la hispanofobia.
... Estamos ante imágenes que pueden considerarse ya arquetípicas en la mentalidad europea. El morbo sexual ligado a los sacerdotes católicos, la paranoia conspirativa con base en Roma, la maldad más horrible y fanática oculta tras una sotana, preferentemente jesuita (también sirven bien los dominicos), etcétera, son recursos literarios de éxito casi garantizado. Es lo que encontramos en Pérez Reverte, y este ejemplo actual ayudará a entender cómo funciona este trasvase que alimenta las mentiras de la leyenda negra haciéndolas pasar por historia con gran éxito para los autores. Las novelas de Alatriste suceden en el siglo XVII. El lector sabe que Alatriste es de mentira, que es un personaje ficticio, pero vive moviéndose por decorados históricos, por ejemplo el Madrid del Siglo de Oro, que el lector supone reconstrucción fiel de la realidad. De manera que cuando le cuentan que el gran inquisidor es un fanático asesino que pone los pelos de punta o que el sistema de funcionamiento habitual de la Administración es un procedimiento corrupto, la compra-venta de cargos, se cree las dos cosas".
"España es un país raro. Nos repele el vecino y nos molesta la idea de compartir solar patrio con él; habla mal el valenciano del catalán y el catalán del valenciano, habla mal el vizcaíno del riojano y el riojano del navarro, habla mal el berciano del gallego y el gallego del maragato, llama el asturiano cazurro al leonés y éste tiene al de Oviedo por súbdito de su gloriosa corona, aborrece el granadino al sevillano y el sevillano considera la Alhambra un remedo provinciano de la gloria hispalense; y todos hablan mal del castellano, quien aguanta la afrenta y mira con rencor a esos todos.
Pero si alguno levanta la mano contra la suma de cuanto no apreciamos, eso que llaman España, entonces hierve no sé qué instinto sepultado en el moho de los siglos, no sé qué furor atávico, no sé qué derecho de la sangre y ley de los pretéritos, no sé qué grito de la tierra sagrada...
Y lo fulminamos". Jose Vicente Pascual
Un documental inspirado por Elvira Roca
VER+:
La profesora malagueña publica un libro contra la leyenda negra que -según dice- persigue a España por culpa de la propaganda de sus enemigos.
ESPAÑA CONTRA ESPAÑA
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