EL Rincón de Yanka: 📝 ALBERT CAMUS: DISCURSO DE ACEPTACIÓN DEL PREMIO NOBEL DE LITERATURA DE 1957 Y CARTA A SU QUERIDO PROFESOR

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domingo, 4 de junio de 2017

📝 ALBERT CAMUS: DISCURSO DE ACEPTACIÓN DEL PREMIO NOBEL DE LITERATURA DE 1957 Y CARTA A SU QUERIDO PROFESOR


ALBERT CAMUS: 
DISCURSO DE ACEPTACIÓN DEL 
PREMIO NOBEL 
DE LITERATURA 📝


Estocolmo, 10 de diciembre de 1957

Al recibir la distinción con que ha querido honrarme su libre Academia, mi gratitud es más profunda cuando evalúo hasta qué punto esa recompensa sobrepasa mis méritos personales. Todo hombre, y con mayor razón todo artista, desea que se reconozca lo que es o quiere ser. Yo también lo deseo. Pero al conocer su decisión me fue imposible no comparar su resonancia con lo que realmente soy. ¿Cómo un hombre, casi joven todavía, rico sólo por sus dudas, con una obra apenas desarrollada, habituado a vivir en la soledad del trabajo o en el retiro de la amistad, podría recibir, sin una especie de pánico, un galardón que le coloca de pronto, y solo, a plena luz? ¿Con qué ánimo podía recibir ese honor al tiempo que, en tantos sitios, otros escritores, algunos de los más grandes, están reducidos al silencio y cuando, al mismo tiempo, su tierra natal conoce una desdicha incesante? 

He sentido esa inquietud, y ese malestar. Para recobrar mi paz interior me ha sido necesario ponerme de acuerdo con un destino demasiado generoso. Y como era imposible igualarme a él con el único apoyo de mis méritos, no he hallado nada mejor, para ayudarme, que lo que me ha sostenido a lo largo de mi vida y en las circunstancias más opuestas: la idea que me he forjado de mi arte y de la misión del escritor. Permitanme, aunque sólo sea en prueba de reconocimiento y amistad, que les diga, lo más sencillamente posible, cuál es esa idea. 

Personalmente, no puedo vivir sin mi arte. Pero jamás he puesto ese arte por encima de cualquier cosa. Por el contrario, si me es necesario es porque no me separa de nadie, y me permite vivir, tal como soy, a la par de todos. A mi ver, el arte no es una diversión solitaria. Es un medio de emocionar al mayor número de hombres, ofreciéndoles una imagen privilegiada de dolores y alegrías comunes. Obliga, pues, al artista a no aislarse; le somete a la verdad, a la más humilde y más universal. Y aquellos que muchas veces han elegido su destino de artistas porque se sentían distintos, aprenden pronto que no podrán nutrir su arte ni su diferencia más que confesando su semejanza con todos. 

El artista se forja en ese perpetuo ir y venir de sí mismo hacia los demás, equidistante entre la belleza, sin la cual no puede vivir, y la comunidad, de la cual no puede desprenderse. Por eso, los verdadero artistas no desdeñan nada; se obligan a comprender en vez de juzgar. Y si han de tomar partido en este mundo, sólo puede ser por una sociedad en la que, según la gran frase de Nietzsche, no ha de reinar el juez sino el creador, sea trabajador o intelectual. 

Por lo mismo el papel de escritor es inseparable de difíciles deberes. Por definición no puede ponerse al servicio de quienes hacen la historia, sino al servicio de quienes la sufren. Si no lo hiciera, quedaría solo, privado hasta de su arte. Todos los ejércitos de la tiranía, con sus millones de hombres, no le arrancarán de la soledad, aunque consienta en acomodarse a su paso y, sobre todo, si en ello consiente. Pero el silencio de un prisionero desconocido, abandonado a las humillaciones, en el otro extremo del mundo, basta para sacar al escritor de su soledad, por lo menos, cada vez que logre, entre los privilegios de su libertad, no olvidar ese silencio, y trate de recogerlo y reemplazarlo, para hacerlo valer mediante todos los recursos del arte. 

Nadie es lo bastante grande para semejante vocación. Sin embargo, en todas las circunstancias de su vida, obscuro o provisionalmente célebre, aherrojado por la tiranía o libre para poder expresarse, el escritor puede encontrar el sentimiento de una comunidad viva, que le justificará sólo a condición de que acepte, tanto como pueda, las dos tareas que constituyen la grandeza de su oficio: el servicio a la verdad, y el servicio a la libertad. Y puesto que su vocación consiste en reunir al mayor número posible de hombres, no puede acomodarse a la mentira ni a la servidumbre porque, donde reinan, crece el aislamiento. Cualesquiera que sean nuestras flaquezas personales, la nobleza de nuestro oficio arraigará siempre en dos imperativos difíciles de mantener: la negativa a mentir respecto de lo que se sabe y la resistencia ante la opresión. 

Durante más de veinte años de historia demencial, perdido sin remedio, como todos los hombres de mi edad, en las convulsiones del tiempo, sólo me ha sostenido el sentimiento hondo de que escribir es hoy un honor, porque ese acto obliga, y obliga a algo más que a escribir. Me obligaba, especialmente, tal como yo era y con arreglo a mis fuerzas, a compartir, con todos los que vivían mi misma historia, la desventura y la esperanza. Esos hombres nacidos al comienzo de la primera guerra mundial, que tenían veinte años en la época de instaurarse, a la vez, el poder hitleriano y los primeros procesos revolucionarios, Y que para completar su educación se vieron enfrentados a la guerra de España, a la segunda guerra mundial, al universo de los campos de concentración, a la Europa de la tortura y de las prisiones, se ven hoy obligados a orientar a sus hijos y a sus obras en un mundo amenazado de destrucción nuclear. Supongo que nadie pretenderá pedirles que sean optimistas. Hasta llego a pensar que debemos ser comprensivos, sin dejar de luchar contra ellos, con el error de los que, por un exceso de desesperación han reivindicado el derecho al deshonor y se han lanzado a los nihilismos de la época. Pero sucede que la mayoría de entre nosotros, en mi país y en el mundo entero, han rechazado el nihilismo y se consagran a la conquista de una legitimidad. 

Les ha sido preciso forjarse un arte de vivir para tiempos catastróficos, a fin de nacer una segunda vez y luchar luego, a cara descubierta, contra el instinto de muerte que se agita en nuestra historia. 

Indudablemente, cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sábe, sin embargo, que no podrá hacerlo. Pero su tarea es quizás mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrompida —en la que se mezclan las revoluciones fracasadas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos, y las ideologías extenuadas; en la que poderes mediocres, que pueden hoy destruirlo todo, no saben convencer; en la que la inteligencia se humilla hasta ponerse al servicio del odio y de la opresión—, esa generación ha debido, en si misma y a su alrededor, restaurar, partiendo de amargas inquietudes, un poco de lo que constituye la dignidad de vivir y de morir. Ante un mundo amenazado de desintegración, en el que se corre el riesgo de que nuestros grandes inquisidores establecezcan para siempre el imperio de la muerte, sabe que debería, en una especie de carrera loca contra el tiempo, restaurar entre las naciones una paz que no sea la de la servidumbre, reconciliar de nuevo el trabajo y la cultura, y reconstruir con todos los hombres una nueva Arca de la Alianza.

No es seguro que esta generación pueda al fin cumplir esa labor inmensa, pero lo cierto es que, por doquier en el mundo, tiene ya hecha, y la mantiene, su doble apuesta en favor de la verdad y de la libertad y que, llegado el momento, sabe morir sin odio por ella. Es esta generación la que debe ser saludada y alentada dondequiera que se halle y, sobre todo, donde se sacrifica. En ella, seguro de vuestra profunda aprobación, quisiera yo declinar hoy el honor que acabais de hacerme. 

Al mismo tiempo, después de expresar la nobleza del oficio de escribir, querría yo situar al escritor en su verdadero lugar, sin otros títulos que los que comparte con sus compañeros, de lucha, vulnerable pero tenaz, injusto pero apasionado de justicia, realizando su obra sin vergüenza ni orgullo, a la vista de todos; atento siempre al dolor y a la belleza; consagrado en fin, a sacar de su ser complejo las creaciones que intenta levantar, obstinadamente, entre el movimiento destructor de la historia. 

¿Quién, después de eso, podrá esperar que él presente soluciones ya hechas, y bellas lecciones de moral? La verdad es misteriosa, huidiza, y siempre hay que tratar de conquistarla. La libertad es peligrosa, tan dura de vivir, como exaltante. Debemos avanzar hacia esos dos fines, penosa pero resueltamente, descontando por anticipado nuestros desfallecimientos a lo largo de tan dilatado camino. ¿Qué escritor osaría, en conciencia, proclamarse orgulloso apóstol de virtud? En cuanto a mi, necesito decir una vez más que no soy nada de eso. Jamás he podido renunciar a la luz, a la dicha de ser, a la vida libre en que he crecido. Pero aunque esa nostalgia explique muchos de mis errores y de mis faltas, indudablemente ella me ha ayudado a comprender mejor mi oficio y también a mantenerme, decididamente, al lado de todos esos hombres silenciosos, que no soportan en el mundo la vida que les toca vivir más que por el recuerdo de breves y libres momentos de felicidad, y por la esperanza de volverlos a vivir. 

Reducido así a lo que realmente soy, a mis verdaderos limites, a mis dudas y también a mi difícil fe, me siento más libre para destacar, al concluir, la magnitud y generosidad de la distinción que acabais de hacerme. Más libre también para decir que quisiera recibirla como homenaje rendido a todos los que, participando el mismo combate, no han recibido privilegio alguno y sí, en cambio, han conocido desgracias y persecuciones. Sólo me falta dar las gracias, desde el fondo de mi corazón, y hacer públicamente, en señal personal de gratitud, la misma y vieja promesa de fidelidad que cada verdadero artista se hace a si mismo, silenciosamente, todos los días.



La carta que Albert Camus 
escribió a su querido profesor 
después de ganar el Premio Nobel
“He esperado a que se apagase un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón”, así empiezan las palabras de agradecimiento que Camus escribió a uno de sus profesores de escuela tras recibir el Premio Nobel de Literatura.
Si Albert Camus consiguió convertirse en uno de los grandes autores del siglo XX y ganar el Premio Nobel de 1957 por su producción literaria, fue en parte gracias a los esfuerzos de su profesor de primaria. Louis Germain no sólo le habló de la escuela secundaria, sino que también le ayudó a preparar el examen de ingreso e incluso convenció a su abuela -que quería que fuese aprendiz de algún comerciante local- para que le dejase seguir sus estudios.

Nacido el seno de una humilde familia de colonos franceses, con una madre analfabeta y casi sordomuda, y un padre que prácticamente no llegó a conocer al morir en la Primera Guerra Mundial, Camus no olvidó los esfuerzos de su profesor. Por eso, tras dedicarle el discurso de agradecimiento al recibir el Nobel también le escribió una carta de su puño y letra para agradecerle en primera persona todas sus enseñanzas.

La carta ha sido traducida al inglés y publicada en el libro More Letters of Note, y decía lo siguiente:

Querido señor Germain:

He esperado a que se apagase un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, la mano afectuosa que tendió al pobre niñito que era yo, sin su enseñanza y ejemplo, no hubiese sucedido nada de esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y le puedo asegurar que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso continúan siempre vivos en uno de sus pequeños discípulos, que, a pesar de los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido.

Le mando un abrazo de todo corazón.
Albert Camus


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"Hace tiempo que busco admirar a alguien 
y sólo recuerdo a mis padres y a mis maestros". 
Yanka

Sus esfuerzos, el corazón generoso que usted puso en ello, continuarán siempre vivos en uno de aquellos escolares, que pese a los años no ha dejado de ser su alumno agradecido”. Aquel maestro de primaria se había empeñado en que un alumno lleno de talento, que se llamaba Albert Camus, estudiara el bachillerato; lo había preparado a conciencia, había vencido la reticencia de aquella familia de toneleros que se negaba a darle estudios porque necesitaba que el chico llevara dinero a casa; el maestro le acompañó en tranvía al examen de ingreso, esperó el resultado sentado en un banco en la plaza del instituto y luego se desvivió para que le concedieran una beca. Era un chico espabilado, hijo de una madre sordomuda, de un padre muerto en la batalla de Verdun en la I Guerra Mundial y que crecía en el barrio obrero de Bellcourt en Argel, entre árabes pobres y franceses subalternos, al cuidado de una abuela. 

El maestro señor Germain le contestó a la carta: 

“Creo conocer bien al simpático hombrecillo que eras. El placer de estar en clase resplandecía en toda tu persona. El éxito no se te ha subido a la cabeza. Sigues siendo el mismo Camus”.

El testimonio vivo del maestro

Gracias a los maestros, el mundo empezaba a ser un lugar menos enigmático. Nuestra memoria se poblaba de datos que eran como balizas destinadas a orientarnos en mitad de la penumbra del mundo
Sucedía algo curioso con aquellos maestros que tuvimos, hace ya demasiados años. En el revuelto de sentimientos que nos inspiraban, confluían el temor y la burla, la admiración y el afán de parodiarlos. La parodia –la aclaración es ociosa– busca cebarse en aquel a quien, en virtud de su poder o de su autoridad, le reconocemos un estatus superior. Y eso era precisamente lo que ocurría con los maestros: que estaban por encima de nosotros. Muchos, la mayoría, lo estaban porque tenían poder; pero había unos cuantos en que esa posición de dominio no era sino el justo correlato a la autoridad que nos transmitían.

Me resulta imposible definir en qué consistía esa autoridad, de qué estaba hecha. Supongo que condensarla en la palabra «carisma» no es suficiente. Flota como un aura de magia alrededor de esa palabra, y lo cierto es que nuestro olfato, aparte de una intensa sugestión de personalidad, captaba ingredientes más tangibles: temple, dominio de la situación, cierta corriente de empatía. A esa edad en que uno permanece sumido en el más lamentable de los extravíos, aquellas figuras se nos antojaban revestidas de un brillo tutelar. Nos señalaban un itinerario que representaba el reverso preciso del exuberante desbarajuste hormonal del que por aquel entonces éramos víctimas. Los respetábamos. Y ese respeto, en el que latía un punto de nobleza y humildad, nos congraciaba con nosotros mismos.

Sucedía, además, que eran capaces de un logro insólito: conseguir que un puñado de escolares le encontrásemos sentido al hecho de estar en un aula. Que yo recuerde, semejante prodigio acontecía sin necesidad de recurrir a ninguna extravagancia pedagógica; sencillamente, se limitaban a compartir con nosotros una porción de lo que sabían. Pero al hacerlo, tan importante como el contenido era el modo en que lo transmitían, de una manera accesible, sin duda, pero elevando el vuelo de sus explicaciones por encima de ese coloquialismo zafio y ramplón presente ahora en tantos ámbitos de la vida pública, y que no es sino otra de las máscaras tras la que se disimula la barbarie.
No nos dábamos cuenta en aquel momento, pero lo que estaban haciendo era llenar poco a poco, con constancia y algún que otro ramalazo de saludable escepticismo, el vacío inmenso que albergábamos. Gracias a ellos, el mundo empezaba a ser un lugar menos enigmático. Nuestra memoria se poblaba de datos que eran como balizas destinadas a orientarnos en mitad de la penumbra del mundo. Cada desafío a nuestra capacidad de comprensión, cada reto con que nuestra voluntad se afianzaba asumía las trazas de un entrenamiento que nos volvía aptos para encarar las futuras asperezas de la vida.

Junto con nuestros padres, aquellos maestros fueron las primeras personas en proporcionarnos un bagaje provisto no sólo de conocimientos, sino cimentado sobre la base de la perseverancia, el deseo de ejemplaridad y la determinación de hacer fructificar nuestros talentos. Sin embargo, y en la medida en que desde hace años prevalece entre nosotros la voluntad de destruir las cosas fundamentales, puede que las teorías sobre el autoaprendizaje, la cháchara esotérica en torno a la adquisición de competencias y las consignas que inciden en el desprecio de la memoria tengan la partida ganada. Quizá la figura del maestro como transmisor del acervo comunitario y referente susceptible de despertar en sus alumnos el deseo de emulación, esté a punto de convertirse en un anacronismo. Entonces yo me acuerdo de la carta que, tras recibir el Premio Nobel, Camus le escribió a Germain Louis, su maestro de primaria. No conozco expresión más sencilla y hermosa de una deuda de gratitud: «Sin usted, sin la mano generosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto».

Lean la carta completa. Son palabras que nos recuerdan que ninguna tramoya virtual, ninguna parafernalia urdida a base de desvaríos pedagógicos y retóricas emancipatorias podrá suplir nunca el testimonio vivo y auténtico de una presencia que nos guía.