EL Rincón de Yanka

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viernes, 26 de febrero de 2021

RANIERO CANTALAMESSA: BAUTISMO (EFUSIÓN) EN EL ESPÍRITU PARA LA CONVERSIÓN DE LA TIBIEZA AL FERVOR 🔥💗💕


Cantalamessa recomienda el 
No sirve decir: hay que poner remedio a la tibieza con el fervor. Es como decirle a un enfermo que el remedio a su mal es la salud, ignorando que precisamente este es su problema: no tener salud. El fervor es el opuesto de la tibieza, no su remedio. Con eso se nos da también una esperanza a nosotros. Si nos parece que tenemos los síntomas de este «mal oscuro» de la vida espiritual que es la tibieza, si nos encontramos apagados, fríos, apáticos, insatisfechos de Dios y de nosotros mismos, el remedio existe y es infalible: ¡nos hace falta un hermoso y santo Pentecostés! del libro "Ven Espíritu Creador" de Raniero Cantalamessa. Pag, 160.
"Con la ayuda de la gracia, es posible salir de la tibieza; ha habido grandes santos que, como han admitido ellos mismos, llegaron a serlo tras un largo periodo de tibieza.
Es lo que queremos pedirle al Espíritu al final de este capitulo, en el que lo hemos contemplado en los resplandores del fuego. Vamos a hacerlo con las palabras de un himno centrado en el Espíritu como fuego:
¡Ojalá pudiera ese divino fuego encenderse en mí y brillar, destruir la paja de los pensamientos y los montes derretir!
¡Ojalá pudiera descender del cielo y todo el real consumir! ¡A ti clamo, ven a mi, Espíritu Santo, Espíritu de fervor!
¡Baja al corazón y mi alma ilumina, oh fuego de fundidor! Escudriña mi vida de parte a parte, y santifica todo!".
La primera predicación cuaresmal de 2021 por el cardenal Raniero Cantalamessa tuvo lugar este viernes en el Aula Pablo VI, como colofón a los ejercicios espirituales que durante esta semana han realizado el Papa y la Curia romana. [Puedes ver abajo el texto completo de la predicación, traducida por Pablo Cervera Barranco.]
El propio predicador de la Casa Pontificia definió su intervención como "una introducción general al tiempo cuaresmal" centrada en la conversión, según el propio mandato de Nuestro Señor Jesucristo: "¡Convertíos y creed en el Evangelio!" (Mc 1, 15).

Tres conversiones

De la conversión se habla en los Evangelios en tres momentos y contextos distintos, señaló Cantalamessa: "No se dice que tengamos que experimentarlas las tres juntas, con la misma intensidad. Hay una conversión para cada estación de la vida. Lo importante es que cada uno de nosotros descubra la adecuada para él en este momento".

La primera conversión parte de "un significado fundamentalmente moral", que implica cambiar de costumbres y dejar de hacer cosas que nos sitúan "fuera del camino". Pero a esto Cristo añade un significado nuevo que no es solo dar marcha atrás, sino "dar un salto adelante y entrar en el Reino, captar la salvación que ha llegado gratuitamente a los hombres, por iniciativa libre y soberana de Dios", un Dios "que viene con las manos llenas para dársenos del todo".

La segunda conversión tiene que ver con el "hacerse como niños" evangélico. Es la conversión "de quien ya ha entrado en el Reino, ha creído en el Evangelio, y desde hace tiempo está al servicio de Cristo", pero, como los Apóstoles, pugna por ver "quién es el más grande": "La mayor preocupación ya no es el reino, sino el propio lugar en él, el propio yo". Pero así "¡no se entra en el reino en absoluto!", enfatiza el purpurado capuchino. Aquí la conversión consiste en "cambiar completamente la perspectiva y la dirección... descentralizarse de uno mismo y centrarse en Cristo»".

El "bautismo en el Espíritu"

La tercera conversión es la que recoge una de las siete cartas del Apocalipsis a las siete Iglesias: la carta a la Iglesia de Laodicea y su célebre expresión: 
"Porque eres tibio, no eres ni frío ni caliente, te voy a vomitar de mi boca... Sé celoso y conviértete" (Ap 3, 15 y ss). Es la conversión que nos hace salir de la mediocridad, la "conversión de la tibieza al fervor", y en esto tiene un papel fundamental la "sobria ebriedad del Espíritu".
Como medio para lograrlo, Cantalamessa ensalza el "Bautismo en el Espíritu (Unción en el Espíritu)". Lo hace "sin ninguna intención de proselitismo", pues afirma que "no es la única manera de hacer una fuerte experiencia del Espíritu" y que "ha habido y hay innumerables cristianos que han tenido una experiencia análoga, sin saber nada sobre el bautismo en el Espíritu".
Pero lo considera "una de las formas en que se manifiesta en nuestros días esta forma de actuar del Espíritu fuera de los canales institucionales de la gracia" que "ha demostrado ser un medio sencillo y poderoso para renovar la vida de millones de creyentes en casi todas las Iglesias cristianas".
Así, son innumerables "las personas que sólo eran cristianas de nombre y, gracias a esa experiencia, se han convertido en cristianos de hecho, dedicados a la oración de alabanza y a los sacramentos, activos en la evangelización y dispuestos a asumir tareas pastorales en la parroquia".

Primera Predicación de Cuaresma 2021 
(texto completo)
Cardenal Raniero Cantalamessa, OFMCap

«¡Convertíos y creed en el Evangelio!»

Como de costumbre, dedicamos esta primera meditación a una introducción general al tiempo cuaresmal, antes de entrar en el tema específico programado, una vez terminados los ejercicios espirituales de la Curia. En el momento de recibir las cenizas, al comienzo de la Cuaresma, hemos escuchado de nuevo las palabras programáticas: «¡Convertíos y creed en el Evangelio!» Queremos meditar sobre este llamamiento, siempre en curso, de Cristo.
De conversión se habla en tres momentos o contextos diferentes del Nuevo Testamento. Cada vez se resalta un nuevo componente suyo. Juntamente, los tres pasajes nos dan una idea completa de lo que es la metanoia evangélica. No se dice que tengamos que experimentarlas las tres juntas, con la misma intensidad. Hay una conversión para cada estación de la vida. Lo importante es que cada uno de nosotros descubra la adecuada para él en este momento.

¡Convertíos, es decir, creed!

La primera conversión es la que resuena al principio de la predicación de Jesús y que se resume en las palabras: «Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15). Tratemos de entender lo que significa aquí la palabra conversión. Antes de Jesús, convertirse siempre significaba un «volver atrás» (el término hebreo, shub, significa invertir la ruta, volver sobre los propios pasos). Indicaba el acto de quien, en un cierto momento de la vida, se da cuenta de que está «fuera del camino». Entonces se detiene, tiene un repensamiento; decide volver a la observancia de la ley y volver a entrar en la alianza con Dios. La conversión, en este caso, tiene un significado fundamentalmente moral y sugiere la idea de algo doloroso a realizar: cambiar las costumbres, dejar de hacer esto y eso otro...
En los labios de Jesús este significado cambia. No porque le divierta cambiar el significado de las palabras, sino porque, con su venida, las cosas han cambiado. «¡Se acabó el tiempo y ha llegado el Reino de Dios!». Convertir ya no significa volver atrás, a la antigua alianza y a la observancia de la ley, sino que significa más bien dar un salto adelante y entrar en el Reino, captar la salvación que ha llegado gratuitamente a los hombres, por iniciativa libre y soberana de Dios.
«Convertíos y creed» no significan dos cosas diferentes y sucesivas, sino la misma acción fundamental: ¡convertíos, es decir, creed! Todo esto requiere una verdadera «conversión», un cambio profundo en la forma de concebir nuestras relaciones con Dios. Exige pasar de la idea de un Dios que pide, que manda, que amenaza, a la idea de un Dios que viene con las manos llenas para dársenos del todo. Es la conversión de la «ley» a la «gracia», que era tan querida para San Pablo.

«Si no os convertís y no os hacéis como niños...»

Escuchemos ahora el segundo pasaje en el que, en el Evangelio, se vuelve a hablar de la conversión: «En ese momento, los discípulos se acercaron a Jesús y dijeron: "¿Quién es, por lo tanto, el más grande en el reino de los cielos?". Entonces Jesús llamó a un niño junto a sí mismo, lo colocó en medio de ellos y dijo: "En verdad os digo: si no os convertís y nos hacéis como en niños, no entraréis en el reino de los cielos"» (Mt 18,1-4).
Esta vez, sí, convertirse significa volver atrás, ¡incluso a cuando eras un niño! El verbo mismo utilizado, strefo, indica inversión de marcha. Esta es la conversión de quien ya ha entrado en el Reino, ha creído en el Evangelio, y desde hace tiempo está al servicio de Cristo. ¡Es nuestra conversión!
¿Qué supone la discusión sobre quién es el más grande? Que la mayor preocupación ya no es el reino, sino el propio lugar en él, el propio yo. Cada uno de ellos tenía algún título para aspirar a ser el más grande: Pedro había recibido la promesa del primado, Judas la caja, Mateo podía decir que había dejado más que los demás, Andrés que había sido el primero en seguirlo, Santiago y Juan que habían estado con él en el Tabor... Los frutos de esta situación son evidentes: rivalidades, sospechas, comparaciones, frustración.
Jesús de golpe quita el velo. ¡Muy distinto a ser los primeros, de esta manera no se entra en el reino en absoluto! ¿El remedio? Convertirse, cambiar completamente la perspectiva y la dirección. Lo que Jesús propone es una verdadera revolución copernicana. Es necesario «descentralizarse de uno mismo y centrarse en Cristo».

Jesús habla más sencillamente de hacerse niño. Hacerse niños, para los apóstoles, significaba volver a como eran en el momento de la llamada en las orillas del lago o en la mesa de los impuestos: sin pretensiones, sin títulos, sin confrontaciones entre sí, sin envidias, sin rivalidades. Ricos solo de una promesa («Os haré pescadores de hombres») y de una presencia, la de Jesús. Cuando todavía eran compañeros de aventura, no competidores por el primer puesto. También para nosotros hacernos niños significa volver al momento en que descubrimos que fuimos llamados, en el momento de la ordenación sacerdotal, de la profesión religiosa, o del primer verdadero encuentro personal con Jesús. Cuando dijimos: «¡Solo Dios basta!» y creímos en ello.

«No eres ni frío ni caliente»

El tercer contexto en el que tiene lugar, martilleante, la invitación a la conversión lo dan las siete cartas a las Iglesias del Apocalipsis. Las siete cartas están dirigidas a personas y comunidades que, como nosotros, han vivido durante mucho tiempo la vida cristiana y, más aún, ejercen en ellas un papel de liderazgo. Están dirigidas al ángel de las diferentes Iglesias: «Al ángel de la Iglesia que está en Éfeso escribe». Este título no se explica únicamente en referencia, directa o indirecta, al pastor de la comunidad. No se puede pensar que el Espíritu Santo atribuya a los ángeles la responsabilidad de las culpas y de las desviaciones que se denuncian en las diferentes Iglesias, y mucho menos que la invitación a la conversión esté dirigida a los ángeles y no a los hombres.

De las siete cartas del Apocalipsis, la que sobre todo debería hacernos reflexionar es la carta a la Iglesia de Laodicea. Conocemos su tono duro: «Conozco tus obras: no eres ni frío ni caliente... Porque eres tibio, no eres ni frío ni caliente, te voy a vomitar de mi boca... Sé celoso y conviértete» (Ap 3,15s). Se trata de la conversión de la mediocridad y de la tibieza.
En la historia de la santidad cristiana el ejemplo más famoso de la primera conversión, del pecado a la gracia, es San Agustín; el ejemplo más instructivo de la segunda conversión, de la tibieza al fervor, es Santa Teresa de Jesús.

Lo que dice de sí misma en la Vida ciertamente es exagerado y dictado por la delicadeza de su conciencia, pero, en cualquier caso, puede servirnos a todos para un examen útil de la conciencia: «De pasatiempo en pasatiempo, de vanidad en vanidad, de ocasión en ocasión, a meterme tanto en muy grandes ocasiones y andar tan estragada mi alma en muchas vanidades... Dábanme gran contento todas las cosas de Dios; teníanme atada las del mundo. Parece que quería concertar estos dos contrarios —tan enemigo uno de otro— como es vida espiritual y contentos y gustos y pasatiempos sensuales».
El resultado de este estado era una profunda infelicidad: «Con estas caídas y con levantarme y mal -pues tornaba a caer- y en vida tan baja de perfección, que ningún caso casi hacía de pecados veniales, y los mortales, aunque los temía, no como había de ser, pues no me apartaba de los peligros. Sé decir que es una de las vidas penosas que me parece se puede imaginar; porque ni yo gozaba de Dios ni traía contento en el mundo. Cuando estaba en los contentos del mundo, en acordarme lo que debía a Dios era con pena; cuando estaba con Dios, las aficiones del mundo me desasosegaban»[1].

Muchos podrían descubrir en este análisis la verdadera razón de su insatisfacción y descontento.

Hablemos, pues, de la conversión de la tibieza. San Pablo exhortaba a los cristianos de Roma con las palabras: «No seáis perezosos en hacer el bien, sed, en cambio, fervientes en el Espíritu» (Rom 12,11). Se podría objetar: «Pero, querido Pablo, ¡ahí está precisamente el problema! ¿Cómo pasar de la tibieza al fervor, si uno por desgracia se desliza hacia ella? Poco a poco podemos caer en la tibieza, como se cae en las arenas movedizas, pero no podemos salir de ellas solos, como tirándonos del pelo».
Nuestra objeción nace del hecho de que se descuida y se malinterpreta la adición «en el Espíritu» (en neumati) que el Apóstol hace seguir a la exhortación: «Sed fervientes». En Pablo, la palabra «Espíritu» casi siempre indica, o incluye, una referencia al Espíritu Santo. Nunca se trata exclusivamente de nuestro espíritu o de nuestra voluntad, excepto en 1 Tes 5,23, donde indica un componente del hombre, junto al cuerpo y al alma.

Somos herederos de una espiritualidad que concebía el camino de la perfección según las tres etapas clásicas: vía purgativa, vía iluminativa y vía unitiva. En otras palabras, hay que practicar durante mucho tiempo la renuncia y la mortificación antes de poder experimentar el fervor. Hay una gran sabiduría y una experiencia centenaria detrás de todo esto y ay del que crea que está superado. No, no está superado, pero no es la única manera que sigue la gracia de Dios. Un esquema tan rígido denota un desplazamiento lento y progresivo del acento de la gracia al esfuerzo humano. Según el Nuevo Testamento hay una circularidad y una simultaneidad, de modo que, si es cierto que la mortificación es necesaria para alcanzar el fervor del Espíritu, también es cierto que el fervor del Espíritu es necesario para llegar a practicar la mortificación. Una ascesis emprendida sin un fuerte empuje inicial del Espíritu moriría de cansancio y no produciría nada más que «orgullo de la carne». El Espíritu se nos da para poder mortificarnos, más que como recompensa por ser mortificados. Este segundo camino que va desde el fervor a la ascesis y a la práctica de las virtudes fue el camino que Jesús hizo seguir a sus apóstoles.

El gran teólogo bizantino Cabasilas escribe: «Los Apóstoles y Padres de nuestra fe tuvieron la ventaja de ser enseñados en todas las doctrinas y, además, por el Salvador mismo. [...] Sin embargo, a pesar de haber conocido todo esto, hasta que no fueron bautizados [en Pentecostés, con el Espíritu], no mostraron nada nuevo, noble, espiritual, mejor que lo antiguo. Pero cuando el bautismo vino para ellos y el Paráclito irrumpió en sus almas, entonces se hicieron nuevos y abrazaron una nueva vida, fueron guía para los demás y ardieron con la llama del amor de Cristo en sí y en los demás. [...] De la misma manera Dios conduce a la perfección a todos los santos que vinieron después de ellos»[2].
Los Padres de la Iglesia expresaron todo esto con la imagen evocadora de la «sobria ebriedad» (nefelios). Lo que empujó a muchos de ellos a tomar este tema, ya desarrollado por Filón de Alejandría[3], fueron las palabras de Pablo a los Efesios: «No os emborrachéis con vino, lo cual conduce al desenfreno, sino llenaos del Espíritu, conversando unos a otros con salmos, cantos, cantos espirituales, cantando y diciendo himnos al Señor con todo vuestro corazón» (Ef 5,18-19).

A partir de Orígenes, son incontables los textos de los Padres que ilustran este tema, ya sea jugando con la analogía, ya con el contraste entre la ebriedad material y la ebriedad espiritual. Aquellos que, en Pentecostés, confundieron a los apóstoles con borrachos tenían razón —escribe San Cirilo de Jerusalén—; solo se equivocaban al atribuir tal ebriedad al vino ordinario, mientras que se trataba del «vino nuevo», exprimido de la «vid verdadera» que es Cristo; los apóstoles estaban, sí, ebrios, pero de esa sobria ebriedad que da muerte al pecado y da vida al corazón[4].
¿Cómo podemos reanudar este ideal de la sobria ebriedad y encarnarlo en la actual situación histórica y eclesial? ¿Dónde está escrito, en efecto, que una forma tan «fuerte» de experimentar el Espíritu era prerrogativa exclusiva de los Padres y de los primeros días de la Iglesia, pero que ya no es así para nosotros? El don de Cristo no se limita a una época particular, sino que se ofrece a todas las épocas. Es precisamente el papel del Espíritu el que hace universal la redención de Cristo, disponible para toda persona, en todo lugar del tiempo y del espacio.

Una vida cristiana llena de esfuerzos ascéticos y mortificación, pero sin el toque vivificante del Espíritu, se parecería —decía un padre antiguo— a una Misa en la que se leyeran muchas lecturas, se realizaran todos los ritos y se trajeran muchas ofrendas, pero en la que no tuviera lugar la consagración de especies por parte del sacerdote. Todo seguiría siendo lo que era antes, pan y vino.
«Así» —concluía aquel Padre— es también para el cristiano. Si él también ha realizado perfectamente el ayuno y la vigilia, la salmodia y todo la ascesis y todas las virtudes, pero no se ha realizado, por la gracia, en el altar de su corazón, la operación mística del Espíritu, todo este proceso ascético es incompleto y casi vano, porque no tiene el júbilo del Espíritu operando místicamente en el corazón»[5].

¿Cuáles son los «lugares» donde el Espíritu actúa hoy de esta manera pentecostal? Escuchemos la voz de San Ambrosio, que fue el cantor por excelencia, entre los Padres latinos, de la sobria ebriedad del Espíritu. Después de recordar los dos «lugares» clásicos en los que beber el Espíritu —la Eucaristía y las Escrituras— alude a una tercera posibilidad.
Dice: «También hay otra ebriedad que está operando a través de la lluvia penetrante del Espíritu Santo. Así, en los Hechos de los Apóstoles, los que hablaban en diferentes idiomas se aparecieron a los oyentes como si estuvieran llenos de vino»[6].
Después de recordar los medios «ordinarios», san Ambrosio, con estas palabras, alude a un medio diferente, «extraordinario», en el sentido de que no está fijado de antemano, no es algo instituido. Consiste en revivir la experiencia que los apóstoles tuvieron el día de Pentecostés. Ambrosio ciertamente no tenía la intención de señalar esta tercera posibilidad, para decir a los oyentes que estaba prohibida para ellos, al estar reservado sólo para los apóstoles y la primera generación de cristianos. Por el contrario, tiene la intención de estimular a sus fieles para que experimenten esa «lluvia penetrante del Espíritu« que tuvo lugar en Pentecostés. Esto es lo que San Juan XXIII se proponía con el Concilio Vaticano II: un «nuevo Pentecostés» para la Iglesia.

Por lo tanto, también existe para nosotros la posibilidad de beber el Espíritu por este nuevo camino, dependiendo únicamente de la iniciativa soberana y libre de Dios. Una de las formas en que se manifiesta en nuestros días esta forma de actuar del Espíritu fuera de los canales institucionales de la gracia, es el llamado bautismo en el Espíritu. Lo menciono aquí sin ninguna intención de proselitismo, sólo para responder a la exhortación que el Papa Francisco dirige a menudo a los seguidores de la Renovación Carismática Católica a compartir con todo el pueblo de Dios esta «corriente de gracia» que se experimenta en el bautismo del Espíritu.

La expresión «Bautismo en el Espíritu» proviene de Jesús mismo. Refiriéndose al próximo Pentecostés, antes de ascender al cielo, dijo a sus apóstoles: «Juan bautizó con agua pero vosotros, en no muchos días, seréis bautizados en el Espíritu Santo» (Hch 1,5). Se trata de un rito que no tiene nada de esotérico, sino que está hecho más bien de gestos de gran sencillez, calma y alegría, acompañados por actitudes de humildad, arrepentimiento, disposición para hacerse niños.
Es una renovación y actualización no sólo del bautismo y de la confirmación, sino de toda la vida cristiana: para los casados, del sacramento del matrimonio, para los sacerdotes, de su ordenación, para las personas consagradas, de su profesión religiosa. El interesado se prepara allí, además de mediante una buena confesión, participando en encuentros de catequesis en los que es puesto en contacto vivo y gozoso con las principales verdades y realidades de la fe: el amor de Dios, el pecado, la salvación, la vida nueva, la transformación en Cristo, los carismas, los frutos del Espíritu. El fruto más frecuente e importante es el descubrimiento de lo que significa tener «una relación personal» con Jesús resucitado y vivo. En la comprensión católica, el bautismo en el Espíritu no es un punto de llegada, sino un punto de partida hacia la madurez cristiana y el compromiso eclesial.

¿Es justo esperar que todos pasen por esta experiencia? ¿Es la única manera posible de experimentar la gracia de un Pentecostés renovado deseado por el Concilio? Si por bautismo en el Espíritu entendemos un cierto rito, en un cierto contexto, debemos responder que no; ciertamente no es la única manera de hacer una fuerte experiencia del Espíritu. Ha habido y hay innumerables cristianos que han tenido una experiencia análoga, sin saber nada sobre el bautismo en el Espíritu, recibiendo un evidente aumento de gracia y una nueva unción del Espíritu después de un retiro, una reunión, una lectura. Incluso una tanda de ejercicios espirituales puede muy bien terminar con una invocación especial del Espíritu Santo, si quien los guía lo ha experimentado y los participantes desean hacerlo. El secreto es decir una vez «Ven, Espíritu Santo», pero decirlo con todo mi corazón como quien sabe que su invitación no caerá en el vacío. Con una fe llena de verdadera espera.
El «bautismo en el Espíritu» ha demostrado ser un medio sencillo y poderoso para renovar la vida de millones de creyentes en casi todas las Iglesias cristianas. No se cuentan las personas que sólo eran cristianas de nombre y, gracias a esa experiencia, se han convertido en cristianos de hecho, dedicados a la oración de alabanza y a los sacramentos, activos en la evangelización y dispuestos a asumir tareas pastorales en la parroquia. ¡Una verdadera conversión de la tibieza al fervor! Es apropiado decirnos lo que Agustín repetía, casi con desdén, a sí mismo al escuchar historias de hombres y mujeres que, en su tiempo, dejaron el mundo para dedicarse a Dios: «Si isti et istae, cur non ego?»[7]: Si estos y estos, ¿por qué no yo también?
Pidamos a la Madre de Dios que nos obtenga la gracia que obtuvo del Hijo en Caná de Galilea. Por su oración, en aquella ocasión, el agua se convirtió en vino. Pidamos que a través de su intercesión el agua de nuestra tibieza se convierta en el vino de un fervor renovado. El vino que en Pentecostés provocó en los Apóstoles la ebriedad del Espíritu y los hizo «fervientes en el Espíritu».
©Traducido del original italiano 
por Pablo Cervera Barranco

[1] Santa Teresa de Jesús, Vida, cap. 7-8.
[2] N. Cabasilas, La vida en Cristo, II, 8: PG 150, 552 s.
[3] Filón de Alejandría, Legum allegoriae, I, 84 [ed. Claude Mondesert] (Cerf, París 1962) 88 (methē nefalios).
[4] San Cirilo de Jerusalén, Cat. XVII, 18-19: PG 33,989.
[5] Macario egipcio, en Philocalia, 3 (Turín 1985) 325.
[6] San Ambrosio, Com. a Sal 35, 19.
[7] San Agustín, Confesiones VIII, 8, 19



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NAZIS Y MARXISTAS; UNA INCONFESABLE HERMANDAD TOTALITARIA Y GENOCIDA 👿💀👿

Nazis y marxistas; 
una inconfesable hermandad
¿Cómo es posible que millones de personas se hayan tragado semejantes cuentos y seamos testigos, en pleno siglo XXI, del avance irrefrenable de una ideología igual de asesina y monstruosa que su vapuleada hermana nacionalsocialista?
Cuando Hannah Arendt explica la naturaleza de las ideologías que, a diferencia de teorías, ideas o pensamientos, permanecen impermeables a la experiencia humana, pone énfasis en la supremacía de la lógica que se despliega a partir de una premisa que se afirma verdadera. Para el caso del nazismo la premisa que justifica el exterminio de determinados grupos de personas plantea que existen razas moribundas. Con el paso del tiempo la naturaleza las iría aniquilando en una dinámica de progresiva selección y mejoramiento de la especie. Pero, como la naturaleza se tarda demasiado, los nazis toman sobre sus hombros la “pesada tarea” de ayudarla en su propósito. Esa es la horrorosa justificación que subyace a su ideología. Otro tanto sucede con los marxistas. En sus mentes existe la visión de una historia cuyo avance depende del exterminio de clases moribundas. La premisa tiene antecedentes en la lectura marxista de la desaparición de la aristocracia por la emergencia de la burguesía donde serían observables leyes de la historia. De la fe en la existencia de este tipo de leyes se sigue, por lógica, que cuando el proletariado- la nueva clase que emerge gracias al capitalismo- haya exterminado a la burguesía, se habrá asegurado el paraíso terrenal. Es evidente que, en ambos casos, el problema radica en que los tiempos de las leyes de la naturaleza o de la historia son demasiado extensos. Y la solución responde a la misma lógica pues, según la ideología nazi, la naturaleza selecciona al pueblo alemán para apurar esos tiempos, mientras la historia habría elegido al individuo cuya conciencia ha sido despertada por la ideología marxista. Este es uno de los tantos lazos que une a los compañeros en la lucha de clases y a los ciudadanos del Tercer Reich. Todos ellos creen haber sido elegidos para la tarea superior de conducir a la humanidad hacia el paraíso terrenal. La diferencia entre nazis y marxistas radica en que la peculiar condición de la vanguardia revolucionaria no está dada por la biología como en el caso de los nazis, sino en la posesión de aquel conocimiento capaz de crear la necesaria consciencia de clase en un proletariado cuya misión histórica desconoce. Sólo cuando ha despertado gracias a la fe marxista el proletariado se alza en contra de la explotación y barre a sangre y fuego el ajedrez social. Así se cumplen los designios de leyes que, tanto en el caso de la naturaleza como en el de la historia, tienen de real lo mismo que el carro de renos voladores en que viaja Santa Claus.

¿Cómo es posible que millones de personas se hayan tragado semejantes cuentos y seamos testigos, en pleno siglo XXI, del avance irrefrenable de una ideología igual de asesina y monstruosa que su vapuleada hermana nacionalsocialista?

La respuesta se encuentra en la necesidad de creer en algo. Incluso del nihilista y del ateo podemos afirmar que son creyentes. El primero cree que ni su vida ni la de los demás tienen ningún valor, mientras el segundo cree que en nada cree. Es posible que el ateo no crea en un dios, pero, la mayoría de las veces, habrá puesto en su altar a un sucedáneo que puede como el Estado o la ciencia. Ya Nietzsche lo planteaba muy claramente, el humano necesita divinizar o demonizar alguna cosa para vivir. Y en el contexto de la muerte de Dios que Occidente vivió a principios del siglo pasado, es esta necesidad psicológica la que explica la devoción a las dos ideologías que, además de los rasgos ya descritos, comparten la pretensión de ser científicas. Por eso hablan de leyes que, como la ley de gravedad, estarían enquistadas en la naturaleza o la historia. En términos de Arendt estamos ante ideologías de carácter pseudocientífico. Este rasgo explica parte de su éxito en el mundo más sofisticado.

Profundicemos en otro de los lazos que se encuentra a la base de la hermandad ideológica entre marxistas y nacionalsocialistas. Pocos teóricos han reparado en el hecho de que, así como nazis y marxistas comparten el diagnóstico de ser ellos los “ayudantes” de la naturaleza o de la historia, su objetivo también es el mismo: la igualación de las diferencias. Los unos necesitan igualar los rasgos físicos y psicológicos en vistas al predominio de una raza que creen superior y los otros igualan imponiendo un determinado tipo de vida al eliminar toda diferencia que resulte de la posesión de propiedad. En otras palabras, marxistas y nazis desean destruir la diversidad que distingue a la especie humana. La pregunta políticamente relevante es para qué y por qué se busca la igualación de los individuos. Arendt desarrolla una respuesta contundente en "Los Orígenes del Totalitarismo". Para la pensadora, sólo destruyendo nuestra natural diversidad es posible eliminar la acción espontánea capaz de oponer resistencia al avance del poder total que anhelan los hermanos en la lucha por la igualación. Y es en la destrucción de la diversidad donde ambas ideologías ponen a prueba su identidad con la ciencia, puesto que intentan crear un tipo humano que no existe. Desde la perspectiva arendtiana, los adalides de la igualdad no entienden la diferencia entre ser dueños del mundo y ser sus creadores. De ahí que Arendt concluya que ambas ideologías ponen en juego la naturaleza humana como tal, haciendo experimentos que sólo logran la destrucción de individuos que, bajo el anillo de hierro del poder absoluto, pierden no sólo la capacidad de actuar, sino también de pensar.

En el marco descrito no puede sorprendernos que la receta totalitaria conduzca al mismo resultado con independencia del contenido específico de sus premisas y de las diferencias culturales o geográficas de las naciones en que se ha impuesto. De Cuba a Venezuela, de China a la URSS, todas las experiencias culminaron en la opresión absoluta y la igualación radical, del mismo modo que vivieron los alemanes bajo el régimen nazi. Y es que, como afirma Arendt en la obra citada: “Es indudable que allí donde la vida pública y su ley de igualdad se imponen por completo, allí donde una civilización logra eliminar o reducir al mínimo el oscuro fondo de la diferencia, esa misma vida pública concluirá en una completa petrificación, será castigada, por así decirlo, por haber olvidado que el hombre es sólo el dueño y no el creador del mundo”. Es en este perverso juego de igualación donde queda sellada la inconfesable hermandad de los elegidos y es en vista de sus desastrosos resultados que sea irrelevante si el designio proviene del podio divino ocupado por la naturaleza o por la historia.

jueves, 25 de febrero de 2021

🎦 ESTRENO GRATIS PELÍCULA "NUESTRO SANTO REY, DON FERNANDO III": UN REINADO EN DEFENSA DE LA CRISTIANDAD 🕁


NUESTRO SANTO REY, DON FERNANDO III
SAN FERNANDO III DE CASTILLA Y DE LEÓN (1198-1252).

San Fernando (1198? – 1252) es, sin hipérbole, el español más ilustre de uno de los siglos cenitales de la historia humana, el XIII, y una de las figuras máximas de España; quizá con Isabel la Católica la más completa de toda nuestra historia política. Es uno de esos modelos humanos que conjugan en alto grado la piedad, la prudencia y el heroísmo; uno de los injertos más felices, por así decirlo, de los dones y virtudes sobrenaturales en los dones y virtudes humanos.
A diferencia de su primo carnal San Luis IX de Francia, Fernando III no conoció la derrota ni casi el fracaso. Triunfó en todas las empresas interiores y exteriores. Dios les llevó a los dos parientes a la santidad por opuestos caminos humanos; a uno bajo el signo del triunfo terreno y al otro bajo el de la desventura y el fracaso.

Fernando III unió definitivamente las coronas de Castilla y León. Reconquistó casi toda Andalucía y Murcia. Los asedios de Córdoba, Jaén y Sevilla y el asalto de otras muchas otras plazas menores tuvieron grandeza épica. El rey moro de Granada se hizo vasallo suyo. Una primera expedición castellana entró en África, y nuestro rey murió cuando planeaba el paso definitivo del Estrecho. Emprendió la construcción de nuestras mejores catedrales (Burgos y Toledo ciertamente; quizá León, que se empezó en su reinado). Apaciguó sus Estados y administró justicia ejemplar en ellos. Fue tolerante con los judíos y riguroso con los apóstatas y falsos conversos. Impulsó la ciencia y consolidó las nacientes universidades. Creó la marina de guerra de Castilla. Protegió a las nacientes Ordenes mendicantes de franciscanos y dominicos y se cuidó de la honestidad y piedad de sus soldados. Preparó la codificación de nuestro derecho e instauró el idioma castellano como lengua oficial de las leyes y documentos públicos, en sustitución del latín. Parece cada vez más claro históricamente que el florecimiento jurídico, literario y hasta musical de la corte de Alfonso X el Sabio es fruto de la de su padre. Pobló y colonizó concienzudamente los territorios conquistados. Instituyó en germen los futuros Consejos del reino al designar un colegio de doce varones doctos y prudentes que le asesoraran; mas prescindió de validos.

Guardó rigurosamente los pactos y palabras convenidos con sus adversarios los caudillos moros, aun frente a razones posteriores de conveniencia política nacional; en tal sentido es la antítesis caballeresca del «príncipe» de Maquiavelo. Fue, como veremos, hábil diplomático a la vez que incansable impulsor de la Reconquista. Sólo amó la guerra bajo razón de cruzada cristiana y de legítima reconquista nacional, y cumplió su firme resolución de jamás cruzar las armas con otros príncipes cristianos, agotando en ello la paciencia, la negociación y el compromiso. En la cumbre de la autoridad y del prestigio atendió de manera constante, con ternura filial, reiteradamente expresada en los diplomas oficiales, los sabios consejos de su madre excepcional, doña Berenguela. Dominó a los señores levantiscos; perdonó benignamente a los nobles que vencidos se le sometieron y honró con largueza a los fieles caudillos de sus campañas. Engrandeció el culto y la vida monástica, pero exigió la debida cooperación económica de las manos muertas eclesiásticas y feudales. Robusteció la vida municipal y redujo al límite las contribuciones económicas que necesitaban sus empresas de guerra. En tiempos de costumbres licenciosas y de desafueros dio altísimo ejemplo de pureza de vida y sacrificio personal, ganando ante sus hijos, prelados, nobles y pueblo fama unánime de santo.

Como gobernante fue a la vez severo y benigno, enérgico y humilde, audaz y paciente, gentil en gracias cortesanas y puro de corazón. Encarnó, pues, con su primo San Luis IX de Francia, el dechado caballeresco de su época.

Su muerte, según testimonios coetáneos, hizo que hombres y mujeres rompieran a llorar en las calles, comenzando por los guerreros.

Más aún. Sabemos que arrebató el corazón de sus mismos enemigos, hasta el extremo inconcebible de lograr que algunos príncipes y reyes moros abrazaran por su ejemplo la fe cristiana. «Nada parecido hemos leído de reyes anteriores», dice la crónica contemporánea del Tudense hablando de la honestidad de sus costumbres. «Era un hombre dulce, con sentido político», confiesa Al Himyari, historiador musulmán adversario suyo. A sus exequias asistió el rey moro de Granada con cien nobles que portaban antorchas encendidas. Su nieto don Juan Manuel le designaba ya en el En-xemplo XLI «el santo et bienauenturado rey Don Fernando».

Más que el consorcio de un rey y un santo en una misma persona, Fernando III fue un santo rey; es decir, un seglar, un hombre de su siglo, que alcanzó la santidad santificando su oficio.

Fue mortificado y penitente, como todos los santos; pero su gran proceso de santidad lo está escribiendo, al margen de toda finalidad de panegírico, la más fría crítica histórica; es el relato documental, en crónicas y datos sueltos de diplomas, de una vida tan entregada al servicio de su pueblo por amor de Dios, y con tal diligencia, constancia y sacrificio, que pasma. San Fernando roba por ello el alma de todos los historiadores, desde sus contemporáneos e inmediatos hasta los actuales. Físicamente, murió a causa de las largas penalidades que hubo de imponerse para dirigir al frente de todo su reino una tarea que, mirada en conjunto, sobrecoge. Quizá sea ésta una de las formas de martirio más gratas a los ojos de Dios.

Vemos, pues, alcanzar la santidad a un hombre que se casó dos veces, que tuvo trece hijos, que, además de férreo conquistador y justiciero gobernante, era deportista, cortesano gentil, trovador y músico. Más aún: por misteriosa providencia de Dios veneramos en los altares al hijo ilegítimo de un matrimonio real incestuoso, que fue anulado por el gran pontífice Inocencio III: el de Alfonso IX de León con su sobrina doña Berenguela, hija de Alfonso VIII, el de las Navas.

Fernando III tuvo siete hijos varones y una hija de su primer matrimonio con Beatriz de Suabia, princesa alemana que los cronistas describen como «buenísima, bella, juiciosa y modesta» (optima, pulchra, sapiens et pudica), nieta del gran emperador cruzado Federico Barbarroja, y luego, sin problema político de sucesión familiar, vuelve a casarse con la francesa Juana de Ponthieu, de la que tuvo otros cinco hijos. En medio de una sociedad palaciega muy relajada su madre doña Berenguela le aconsejó un pronto matrimonio, a los veinte años de edad, y luego le sugirió el segundo. Se confió la elección de la segunda mujer a doña Blanca de Castilla, madre de San Luis.

Sería conjetura poco discreta ponerse a pensar si, de no haber nacido para rey (pues por heredero le juraron ya las Cortes de León cuando tenía sólo diez años, dos después de la separación de sus padres), habría abrazado el estado eclesiástico. La vocación viene de Dios y Él le quiso lo que luego fue. Le quiso rey santo. San Fernando es un ejemplo altísimo, de los más ejemplares en la historia, de santidad seglar.

Santo seglar lleno además de atractivos humanos. No fue un monje en palacio, sino galán y gentil caballero. El puntual retrato que de él nos hacen la Crónica general y el Septenario es encantador. Es el testimonio veraz de su hijo mayor, que le había tratado en la intimidad del hogar y de la corte.

San Fernando era lo que hoy llamaríamos un deportista: jinete elegante, diestro en los juegos de a caballo y buen cazador. Buen jugador a las damas y al ajedrez, y de los juegos de salón.

Amaba la buena música y era buen cantor. Todo esto es delicioso como soporte cultural humano de un rey guerrero, asceta y santo. Investigaciones modernas de Higinio Anglés parecen demostrar que la música rayaba en la corte de Fernando III a una altura igual o mayor que en la parisiense de su primo San Luis, tan alabada. De un hijo de nuestro rey, el infante don Sancho, sabemos que tuvo excelente voz, educada, como podemos suponer, en el hogar paterno.

Era amigo de trovadores y se le atribuyen algunas cantigas, especialmente una a la Santísima Virgen. Es la afición poética, cultivada en el hogar, que heredó su hijo Alfonso X el Sabio, quien nos dice: «todas estas vertudes, et gracias, et bondades puso Dios en el Rey Fernando».

Sabemos que unía a estas gentilezas elegancia de porte, mesura en el andar y el hablar, apostura en el cabalgar, dotes de conversación y una risueña amenidad en los ratos que concedía al esparcimiento. Las Crónicas nos lo configuran, pues, en lo humano como un gran señor europeo. El naciente arte gótico le debe en España, ya lo dijimos, sus mejores catedrales.

A un género superior de elegancia pertenece la menuda noticia que incidentalmente, como detalle psicológico inestimable, debemos a su hijo: al tropezarse en los caminos, yendo a caballo, con gente de a pie torcía Fernando III por el campo, para que el polvo no molestara a los caminantes ni cegara a las acémilas. Esta escena del séquito real trotando por los polvorientos caminos castellanos y saliéndose a los barbechos detrás de su rey cuando tropezaba con campesinos la podemos imaginar con gozoso deleite del alma. Es una de las más exquisitas gentilezas imaginables en un rey elegante y caritativo. No siempre observamos hoy algo parecido en la conducta de los automovilistas con los peatones. Años después ese mismo rey, meditando un Jueves Santo la pasión de Jesucristo, pidió un barreño y una toalla y echóse a lavar los pies a doce de sus súbditos pobres, iniciando así una costumbre de la Corte de Castilla que ha durado hasta nuestro siglo.

Hombre de su tiempo, sintió profundamente el ideal caballeresco, síntesis medieval, y por ello profundamente europea, de virtudes cristianas y de virtudes civiles. Tres días antes de su boda, el 27 de noviembre de 1219, después de velar una noche las armas en el monasterio de las Huelgas, de Burgos, se armó por su propia mano caballero, ciñéndose la espada que tantas fatigas y gloria le había de dar. Sólo Dios sabe lo que aquel novicio caballero oró y meditó en noche tan memorable, cuando se preparaba al matrimonio con un género de profesión o estado que tantos prosaicos hombres modernos desdeñan sin haberlo entendido. Años después había de armar también caballeros por sí mismo a sus hijos, quizá en las campañas del sur. Mas sabemos que se negó a hacerlo con alguno de los nobles más poderosos de su reino, al que consideraba indigno de tan estrecha investidura.

Deportista, palaciano, músico, poeta, gran señor, caballero profeso. Vamos subiendo los peldaños que nos configuran, dentro de una escala de valores humanos, a un ejemplar cristiano medieval.

De su reinado queda la fama de las conquistas, que le acreditan de caudillo intrépido, constante y sagaz en el arte de la guerra. En tal aspecto sólo se le puede parangonar su consuegro Jaime el Conquistador. Los asedios de las grandes plazas iban preparados por incursiones o «cabalgadas» de castigo, con fuerzas ágiles y escogidas que vivían sobre el país. Dominó el arte de sorprender y desconcertar. Aprovechaba todas las coyunturas políticas de disensión en el adversario. Organizaba con estudio las grandes campañas. Procuraba arrastrar más a los suyos por la persuasión, el ejemplo personal y los beneficios futuros que por la fuerza. Cumplidos los plazos, dejaba retirarse a los que se fatigaban.

Esta es su faceta histórica más conocida. No lo es tanto su acción como gobernante, que la historia va reconstruyendo: sus relaciones con la Santa Sede, los prelados, los nobles, los municipios, las recién fundadas universidades; su administración de justicia, su dura represión de las herejías, sus ejemplares relaciones con los otros reyes de España, su administración económica, la colonización y ordenamientos de las ciudades conquistadas, su impulso a la codificación y reforma del derecho español, su protección al arte. Esa es la segunda dimensión de un reinado verdaderamente ejemplar, sólo parangonable al de Isabel la Católica, aunque menos conocido.

Mas hay una tercera, que algún ilustre historiador moderno ha empezado a desvelar y cuyo aroma es seductor. Me refiero a la prudencia y caballerosidad con sus adversarios los reyes musulmanes. «San Fernando –dice Ballesteros Beretta en un breve estudio monográfico– practica desde el comienzo una política de lealtad.» Su obra «es el cumplimiento de una política sabiamente dirigida con meditado proceder y lealtad sin par».

Lo subraya en su puntual biografía el padre Retana. Sintiéndose con derecho a la reconquista patria, respeta al que se le declara vasallo. Vencido el adversario de su aliado moro, no se vuelve contra éste. Guarda las treguas y los pactos. Quizá en su corazón quiso también ganarles con esta conducta para la fe cristiana. Se presume vehementemente que alguno de sus aliados la abrazó en secreto. El rey de Baeza le entrega en rehén a un hijo, y éste, convertido al cristianismo y bajo el título castellano de infante Fernando Abdelmón (con el mismo nombre cristiano de pila del rey), es luego uno de los pobladores de Sevilla. ¿No sería quizá San Fernando su padrino de bautismo? Gracias a sus negociaciones con el emir de los benimerines en Marruecos el papa Alejandro IV pudo enviar un legado al sultán. Con varios San Fernandos, hoy tendría el África una faz distinta.

Al coronar su cruzada, enfermo ya de muerte, se declaraba a sí mismo en el fuero de Sevilla caballero de Cristo, siervo de Santa María, alférez de Santiago. Iban envueltas esas palabras en expresiones de adoración y gratitud a Dios, para edificación de su pueblo. Ya los papas Gregorio IX e Inocencio IV le habían proclamado «atleta de Cristo» y «campeón invicto de Jesucristo». Aludían a sus resonantes victorias bélicas como cruzado de la cristiandad y al espíritu que las animaba.

Como rey, San Fernando es una figura que ha robado por igual el alma del pueblo y la de los historiadores. De él se puede asegurar con toda verdad –se aventura a decir el mesurado Feijoo– que en otra nación alguna non est inventus similis illi [no se ha encontrado ninguno semejante a él].

Efectivamente, parece puesto en la historia para tonificar el espíritu colectivo de los españoles en cualquier momento de depresión espiritual.

Le sabemos austero y penitente. Mas, pensando bien, ¿qué austeridad comparable a la constante entrega de su vida al servicio de la Iglesia y de su pueblo por amor de Dios?

Cuando, guardando luto en Benavente por la muerte de su mujer, doña Beatriz, supo mientras comía el novelesco asalto nocturno de un puñado de sus caballeros a la Ajarquía o arrabal de Córdoba, levantóse de la mesa, mandó ensillar el caballo y se puso en camino, esperando, como sucedió, que sus caballeros y las mesnadas le seguirían viéndole ir delante. Se entusiasmó, dice la Crónica latina: «irruit… Domini Spiritus in rege». Veían los suyos que todas sus decisiones iban animadas por una caridad santa. Parece que no dejó el campamento para asistir a la boda de su hijo heredero ni al conocer la muerte de su madre.

Diligencia significa literalmente amor, y negligencia desamor. El que no es diligente es que no ama en obras, o, de otro modo, que no ama de verdad. La diligencia, en último término, es la caridad operante. Este quizá sea el mayor ejemplo moral de San Fernando. Y, por ello, ninguno de los elogios que debemos a su hijo, Alfonso X el Sabio, sea en el fondo tan elocuente como éste: «no conoció el vicio ni el ocio».

Esa diligencia estaba alimentada por su espíritu de oración. Retenido enfermo en Toledo, velaba de noche para implorar la ayuda de Dios sobre su pueblo. «Si yo no velo –replicaba a los que le pedían descansase–, ¿cómo podréis vosotros dormir tranquilos?» Y su piedad, como la de todos los santos, mostrábase en su especial devoción al Santísimo Sacramento y a la Virgen María.

A imitación de los caballeros de su tiempo, que llevaban una reliquia de su dama consigo, San Fernando portaba, asida por una anilla al arzón de su caballo, una imagen de marfil de Santa María, la venerable «Virgen de las Batallas» que se guarda en Sevilla. En campaña rezaba el oficio parvo mariano, antecedente medieval del santo rosario. A la imagen patrona de su ejército le levantó una capilla estable en el campamento durante el asedio de Sevilla; es la «Virgen de los Reyes», que preside hoy una espléndida capilla en la catedral sevillana. Renunciando a entrar como vencedor en la capital de Andalucía, le cedió a esa imagen el honor de presidir el cortejo triunfal. A Fernando III le debe, pues, inicialmente Andalucía su devoción mariana. Florida y regalada herencia.

La muerte de San Fernando es una de las más conmovedoras de nuestra Historia. Sobre un montón de ceniza, con una soga al cuello, pidiendo perdón a todos los presentes, dando sabios consejos a su hijo y sus deudos, con la candela encendida en las manos y en éxtasis de dulces plegarias. Con razón dice Menéndez Pelayo: «El tránsito de San Fernando oscureció y dejó pequeñas todas las grandezas de su vida». Y añade: «Tal fue la vida exterior del más grande de los reyes de Castilla: de la vida interior ¿quién podría hablar dignamente sino los ángeles, que fueron testigos de sus espirituales coloquios y de aquellos éxtasis y arrobos que tantas veces precedieron y anunciaron sus victorias?»

San Fernando quiso que no se le hiciera estatua yacente; pero en su sepulcro grabaron en latín, castellano, árabe y hebreo este epitafio impresionante: 
«Aquí yace el Rey muy honrado Don Fernando, señor de Castiella é de Toledo, de León, de Galicia, de Sevilla, de Córdoba, de Murcia é de Jaén, el que conquistó toda España, el más leal, é el más verdadero, é el más franco, é el más esforzado, é el más apuesto, é el más granado, é el más sofrido, é el más omildoso, é el que más temie a Dios, é el que más le facía servicio, é el que quebrantó é destruyó á todos sus enemigos, é el que alzó y ondró á todos sus amigos, é conquistó la Cibdad de Sevilla, que es cabeza de toda España, é passos hi en el postrimero día de Mayo, en la era de mil et CC et noventa años.»
Que San Fernando sea perpetuo modelo de gobernantes e interceda por que el nombre de Jesucristo sea siempre debidamente santificado en nuestra Patria.
José Mª. Sánchez de Muniáin,

San Fernando III de Castilla y León, en Año Cristiano, Tomo II,
Madrid, Ed. Católica (BAC 184), 1959, pp. 523- 531.



 
«Fernando III el Santo, un reinado en defensa de la cristiandad». El tráiler.

El 7 de febrero se cumplieron 350 años de la canonización del Rey Fernando III de Castilla y de León por parte del Papa Clemente X. Con ese motivo, HM Televisión ha producido un documental dramatizado bajo el título Fernando III el Santo, un reinado en defensa de la cristiandad. Estará disponible gratuitamente hasta el 28 de febrero en la plataforma EUK Mamie. Posteriormente podrá seguir viéndose, pero como VOD (bajo demanda).

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