EL Rincón de Yanka: ESPAÑA, SEÑAS DE IDENTIDAD: ATLAS DE LA BELLEZA Y EL IDEAL CRISTIANO 💓💔

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miércoles, 23 de octubre de 2019

ESPAÑA, SEÑAS DE IDENTIDAD: ATLAS DE LA BELLEZA Y EL IDEAL CRISTIANO 💓💔

España, señas de identidad:
Atlas de la belleza y El ideal cristiano
Conferencias de Don Fernando García de Cortázar

En cualquier rincón de España, 
se oye un suspiro que dice:
¡QUE HERMOSA ERES ESPAÑA!

"Tenemos que defender nuestras razones históricas y también nuestro sentimientos y contagiarlo al resto de los españoles. Los españoles hemos entregado un poco la idea de España, sin discutirla, nos hemos dejado llevar por la vocinglería de los nacionalismos apoyados por una izquierda que ha perdido un poco sus señas de identidad"
«Lo que es impredecible en España es el pasado, no el futuro»
El Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto y Premio Nacional de Historia 2008, Fernando García de Cortazar, aseguró que «en España lo que es impredecible no es el futuro, es el pasado» con motivo de lo que ha denominado «falsificación de parte de la historia de España». El historiador hizo estas declaraciones en la conferencia , enmarcada en el programa divulgativo de la Cátedra de Ética, Política y Humanidades de la UCAM en colaboración con FAES, que dirige el ex presidente del Gobierno José María Aznar. García de Cortázar fue muy crítico con asuntos como la ley de memoria histórica, de la que ha dicho «que se utiliza para romper la unidad de los españoles». Asimismo, aseguró que es sorprendente que en España «evitemos identificarnos como españoles y lo hagamos por la comunidad de la que procedemos». Según el historiador, esta circunstancia se debe a la «falsificación histórica que se ha desarrollado en España».
La idea de España hay que construirla todos los días
Nos hemos dejado llevar por la vocinglería de los nacionalismos apoyados por una izquierda que ha perdido un poco sus señas de identidad.

"La idea de España hay que construirla todos los días. España tiene que ser un plebiscito diario".

"Tenemos que defender nuestras razones históricas y también nuestro sentimientos y contagiarlo al resto de los españoles. Los españoles hemos entregado un poco la idea de España, sin discutirla, nos hemos dejado llevar por la vocinglería de los nacionalismos apoyados por una izquierda que ha perdido un poco sus señas de identidad".

Tenemos la necesidad de defender que "las autonomías son la forma de vivir la nación, de vivir España, y nos encontramos con ejemplos de que funcionamos como país cohesionado y no como un reino de taifas".

"Estamos en un momento grave para la cohesión nacional y para la democracia, hay un amenaza grave ya que se está produciendo por primera vez en la historia la impugnación de España como idea y como realidad histórica". Así, ha abogado por resolver "unidos todos los problemas, tenemos muchos ejemplos en la historia. Tenemos muchos argumentos para defender la nación española, que engloba a todos a través de la Constitución".

La mejor herramienta para hacer frente a estas amenazas está en el "ejercicio democrático, en la Ley que nos hace a todos iguales, porque Cataluña, por ejemplo, no tiene sentido sin España como no lo tiene España sin Cataluña. Eso tenemos que hacérselo vivir a través de un pasado común".

Es un «horror vasco», el conferenciante recalcó que «el País Vasco es una de las regiones españolas que menos señas de identidad propias tiene». El castellano se habló antes en Vitoria que en Madrid. Además, reveló el dato de que «sólo alrededor de un 10% de su población tiene el vascuence como lengua materna».
Es un«barbaridad» la obligatoriedad de la lengua catalana en las universidades de esta comunidad autónoma.
«Sobran idiomas, el mundo probablemente sería mejor sin tantos idiomas». La «incongruencia lingüística» el término de A Coruña, sobre el que indicó que no tiene sentido colocar esa preposición castellana delante del nombre de la ciudad.


NO PODEMOS OLVIDAR DE MENCIONAR 

LAS RIQUEZAS GASTRONÓMICAS, VINÍCOLAS Y ESPIRITUOSAS DE NUESTRA DIVINA ESPAÑA

La fabada, el gazpacho, el salmorejo, la crema catalana, el pisto manchego, las migas o el cocido madrileño, las papas arrugadas canarias, el jamón ibérico, el pulpo a la gallega, el caldo y cocido gallego, la empanada gallega, la paella valenciana, la tortilla de patatas, la quesada pasiega cántabra, los paparajotes murcianos, el gazpacho manchego, entre otros tantos son Las Maravillas Gastronómicas de España.

VER+:




Las Denominaciones de Origen Protegidas (D.O), también llamadas Denominaciones de Origen Protegidas (D.O.P) constituyen el sistema utilizado en nuestro país para el reconocimiento de una calidad diferenciada, consecuencia de características propias y diferenciales debidas al medio geográfico en el que se producen las materias primas, se elaboran los productos y a la influencia del factor humano que participa en las mismas.
De sobra es conocida la riqueza y calidad gastronómica de España. Famosas son sus tortillas de patata, su gazpacho o sus chacinas. Sin embargo, el país presenta, de punta a punto, una variedad sin par. Nada tienen que ver los platos del Norte con los del Sur o el Centro. Aquí repasamos algunos manjares nacionales.

Al hablar de la gastronomía española no podemos hablar de un conjunto de platos, de una forma única de cocinar ni de un ingrediente básico, si no de una variedad ingente de todo ello.

Evidentemente el Mediterráneo hace que el aceite de oliva sea la base de numerosos platos del recetario español pero a partir de ahí, cada región ha desarrollado su propia gastronomía dando lugar a especialidades únicas y de una gran calidad.

Además, la gastronomía de España ha absorbido las influencias de otras gastronomías internacionales, enriqueciendo y variando sus platos tradicionales.

Viajar por el país se convierte pues en una oportunidad no sólo de conocer lugares nuevos sino de conocer gastronomías nuevas y, a través de ella, saber más acerca de los pueblos y la cultura del lugar.
Conocer un país a través de su gastronomía es una muy buena forma para introducirse en su cultura y sus costumbres, que de alguna manera nos terminan amarrando a ese lugar.
En un país como España, con una gastronomía tan variada, encontramos infinitas opciones para descubrir un mundo de sabores y deleites culinarios para los paladares más exigentes.
España posee una exquisita gastronomía que va desde platos populares hasta los más sofisticados, y excelentes vinos reconocidos a nivel mundial.
Presentamos algunas propuestas que permitirán realizar tú propia ruta gastronómica por pueblos o comunidades de este reino gastronómico.



ODA I 

VIDA RETIRADA

¡Qué descansada vida
la del que huye del mundanal ruido,
y sigue la escondida
senda, por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido;

Que no le enturbia el pecho
de los soberbios grandes el estado,
ni del dorado techo
se admira, fabricado
del sabio Moro, en jaspe sustentado!

No cura si la fama
canta con voz su nombre pregonera,
ni cura si encarama
la lengua lisonjera
lo que condena la verdad sincera.

¿Qué presta a mi contento
si soy del vano dedo señalado;
si, en busca deste viento,
ando desalentado
con ansias vivas, con mortal cuidado?

¡Oh monte, oh fuente, oh río,!
¡Oh secreto seguro, deleitoso!
Roto casi el navío,
a vuestro almo reposo
huyo de aqueste mar tempestuoso.

Un no rompido sueño,
un día puro, alegre, libre quiero;
no quiero ver el ceño
vanamente severo
de a quien la sangre ensalza o el dinero.

Despiértenme las aves
con su cantar sabroso no aprendido;
no los cuidados graves
de que es siempre seguido
el que al ajeno arbitrio está atenido.

Vivir quiero conmigo,
gozar quiero del bien que debo al cielo,
a solas, sin testigo,
libre de amor, de celo,
de odio, de esperanzas, de recelo.

Del monte en la ladera,
por mi mano plantado tengo un huerto,
que con la primavera
de bella flor cubierto
ya muestra en esperanza el fruto cierto.

Y como codiciosa
por ver y acrecentar su hermosura,
desde la cumbre airosa
una fontana pura
hasta llegar corriendo se apresura.

Y luego, sosegada,
el paso entre los árboles torciendo,
el suelo de pasada
de verdura vistiendo
y con diversas flores va esparciendo.

El aire del huerto orea
y ofrece mil olores al sentido;
los árboles menea
con un manso ruido
que del oro y del cetro pone olvido.

Téngase su tesoro
los que de un falso leño se confían;
no es mío ver el lloro
de los que desconfían
cuando el cierzo y el ábrego porfían.

La combatida antena
cruje, y en ciega noche el claro día
se torna, al cielo suena
confusa vocería,
y la mar enriquecen a porfía.

A mí una pobrecilla
mesa de amable paz bien abastada
me basta, y la vajilla,
de fino oro labrada
sea de quien la mar no teme airada.

Y mientras miserable-
mente se están los otros abrazando
con sed insaciable
del peligroso mando,
tendido yo a la sombra esté cantando.

A la sombra tendido,
de hiedra y lauro eterno coronado,
puesto el atento oído
al son dulce, acordado,
del plectro sabiamente meneado.


Estaba echado yo en la tierra, enfrente…
Juan Ramón Jiménez

Estaba echado yo en la tierra, enfrente
el infinito campo de Castilla,
que el otoño envolvía en la amarilla
dulzura de su claro sol poniente.

Lento, el arado, paralelamente
abría el haza oscura, y la sencilla
mano abierta dejaba la semilla
en su entraña partida honradamente

Pensé en arrancarme el corazón y echarlo,
pleno de su sentir alto y profundo,
el ancho surco del terruño tierno,
a ver si con partirlo y con sembrarlo,
la primavera le mostraba al mundo
el árbol puro del amor eterno.

LA FERIA DE LOS PÁJAROS
Luis Rosales

Sentí que se desgajaba
tu corazón lentamente
como la rama que al peso
de la nevada se vence,

y vi un instante en tus ojos
aquella locura alegre
de los pájaros que viven
su feria sobre la nieve.

COPLAS DE JORGE MANRIQUE


Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
que es el morir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
e consumir;
allí los ríos caudales,
allí los otros medianos
e más chicos,
allegados, son iguales
los que viven por sus manos
e los ricos.

*
Lo que llamamos comienzo a menudo es final
y llegar a un final es empezar.

El fin es de donde partimos. Y cada frase,
cada oración lograda (donde cada palabra
está cómoda y toma su lugar
apoyando a las otras, la palabra
que ni es apocada ni ostentosa, el intercambio
natural de lo antiguo y lo nuevo, la palabra
común, exacta pero no vulgar,
la palabra formal, no por precisa pedante,
el entero conjunto bailando en armonía),
cada frase, cada oración, es fin y es principio,
todo poema es epitafio…. […]

Fragmento de Little Gidding 
(Four Quartets) de T.S. Elliot

“Acógeme, Padre Eterno, en tu seno, 
misterioso hogar, que aquí vengo cansado 
y deshecho del duro bregar”
Epitafio del propio Miguel de Unamuno

*

El entonces ministro de la Guerra pronunció esta célebre y polémica frase el 13 de octubre de 1931 en el Congreso
La ruptura del consenso político, en los primeros meses de la II República, tiene un momento simbólico en la memoria de los españoles. El 13 de octubre de 1931, el debate sobre la futura Constitucion alcanzó su punto culminante con el discurso del aún ministro de la Guerra, Manuel Azaña, que contenía una frase, en cuyo enunciado e intenciones se ha querido encontrar la fractura definitiva entre dos modos de entender la cultura y la política nacionales: «España ha dejado de ser católica»
Era ya la madrugada del 14 de octubre de 1931, en pleno debate de la llamada cuestión religiosa en las Cortes Constituyentes, cuando Manuel Azaña tomó la palabra para pronunciar uno de sus más importantes discursos, y con él la frase que siempre las derechas, sacándola de su contexto, más le han echado en cara: "España ha dejado de ser católica".
Y es que, por entonces, la idea de España se tomaba tan en serio, que a ella se subordinaban la acción del legislador y la reflexión del dirigente político. La frase de Azaña respira una honda convicción española que se le ha negado en la derecha, y un orgullo de la tradición nacional que se le ha expropiado en la izquierda. Otra cosa bien distinta es el desacuerdo que provoque esa solemne afirmación.
La meditación sobre nuestra cultura le había llevado a Azaña al convencimiento de que España había dejado de ser católica. Si el dirigente republicano negaba el carácter católico de la España de 1931 era porque la comparaba con la que en otras épocas se había distinguido por propagar el mensaje del catolicismo en buena parte del mundo. «El genio español se derramó por los ámbitos morales del catolicismo, como su genio político se derramó por el mundo en las empresas que todos conocemos».
Azaña se encaramaba a un observatorio intelectual desde el que se comprendía la cultura acuñada por España para Occidente en los albores de la modernidad. «España, en el momento del auge de su genio, cuando España era un pueblo creador e inventor, creó un catolicismo a su imagen y semejanza». El catolicismo se apoyó en el brazo imperial y el poderío político de España, en su fervor creativo literario y artístico; se convirtió en mentalidad social y en proyecto al que nuestra nación dotó de contenido en los años del Renacimiento y la Contrarreforma. «Allí está todavía la Compañía de Jesús, creación española, obra de un gran ejemplar de nuestra raza, y que demuestra hasta qué punto el genio del pueblo español ha influido en la orientación del gobierno histórico y político de la Iglesia de Roma».

Esa España identificada con la religión católica, esa España puesta al servicio de una misión espiritual que dio sentido a la cultura nacional no existía ya en 1931, pensaba Azaña. Podía haber millones de creyentes en nuestro país, del mismo modo que hubo disidentes religiosos insignes en los años del Imperio y la Monarquía Universal. Pero se trataba realmente de una mera masa de fieles, no de una cultura que siguiera siendo hegemónica, creadora, capaz de batirse con los avances del pensamiento en el siglo XX.
*
Blas de Otero en su libro "Que trata de España". El tema de España, que ha estado presente a lo largo de toda su obra, especialmente en esta segunda época, reaparece ahora con mayor fuerza: en sus poemas de esta obra, toda la geografía española es enmarcada, recorrida y poetizada. Enmarcada en su poema "El mar alrededor de España", en el que desde el Cantábrico hasta Cádiz, desde la Concha hasta Málaga, todas las tierras españolas son interpeladas por el poeta para que borren los años fratricidas:

EL MAR

El mar
alrededor de España,
verde
Cantábrico,
azul Mediterráneo,
mar gitana de Cádiz,
olas lindando
con la desdicha,
mi verso
se queja al duro son
del remo y de la cadena,
mar niña
de la Concha,
amarga mar de Málaga,
borrad
los años fratricidas,
unid
en una sola ola
las soledades de los españoles.
*

Para los que consideran a España un producto de finales del Medievo, para los que dudan de su unidad y de su origen, a continuación transcribo “De Laude Spaniae”, una alabanza a España escrita por San Isidoro de Sevilla en el siglo VI después de Cristo. Este autor forma parte del proceso de unificación tanto territorial como litúrgico de la España visigoda. Incluso sus expresiones ya no corresponden al Latín Clásico, su obra está escrita en un latín afectado por las tradiciones locales visigodas y contiene cientos de palabras identificables como localismos hispanos (el editor de su obra en el siglo XVII encontró 1640 de tales localismos, reconocibles en el español de la época).

La traducción dice:

Eres, oh España, la más hermosa de todas las tierras que se extienden del Occidente a la India; tierra bendita y siempre feliz en tus príncipes, madre de muchos pueblos. Eres con pleno derecho la reina de todas las provincias, pues de ti reciben luz el Oriente y el Occidente. Tú, honra y prez de todo el Orbe; tú, la porción más ilustre del globo. En tu suelo campea alegre y florece con exuberancia la fecundidad gloriosa del pueblo godo.

La pródiga naturaleza te ha dotado de toda clase de frutos. Eres rica en vacas, llena de fuerza, alegre en mieses. Te vistes con espigas, recibes sombra de olivos, te ciñes con vides. Eres florida en tus campos, frondosa en tus montes, llena de pesca en tus playas. No hay en el mundo región mejor situada que tú; ni te tuesta de ardor el sol estivo, ni llega a aterirte el rigor del invierno, sino que, circundada por ambiente templado, eres con blandos céfiros regalada. Cuanto hay, pues, de fecundo en los campos, de precioso en los metales, de hermoso y útil en los animales, lo produces tú. Tus ríos no van en zaga a los más famosos del orbe habitado. 

Ni Alfeo iguala tus caballos, ni Clitumno tus boyadas; aunque el sagrado Alfeo, coronado de olímpicas palmas, dirija por los espacios sus veloces cuadrigas, y aunque Clitumno inmolara antiguamente en víctima capitolina, ingentes becerros. No ambicionas los espesos bosques de Etruria, ni admiras los plantíos de palmas de Holorco, ni envidias los carros alados, confiada en tus corceles. Eres fecunda por tus ríos; y graciosamente amarilla por tus torrentes auríferos, fuente de hermosa raza caballar. Tus vellones purpúreos dejan ruborizados a los de Tiro. En el interior de tus montes fulgura la piedra brillante, de jaspe y mármol, émula de los vivos colores del sol vecino.


Eres, pues, Oh, España, rica de hombres y de piedras preciosas y púrpura, abundante en gobernadores y hombres de Estado; tan opulenta en la educación de los príncipes, como bienhadada en producirlos. Con razón puso en ti los ojos Roma, la cabeza del orbe; y aunque el valor romano vencedor, se desposó contigo, al fin el floreciente pueblo de los godos, después de haberte alcanzado, te arrebató y te armó, y goza de ti lleno de felicidad entre las regias ínfulas y en medio de abundantes riquezas.

De todas las tierras, 
cuantas hay desde Occidente hasta la India, 
tú eres la más hermosa, oh sacra España, 
madre siempre feliz de príncipes y de pueblos. 
Bien se te puede llamar reina 
de todas las provincias....; 
tú, honor y ornamento del mundo, 
la más ilustre porción de la tierra, 
en quien la gloriosa fecundidad del pueblo godo 
se recrea y florece. 
Natura se mostró pródiga en enriquecerte; 
tú, exuberante en frutas, henchida de vides, 
alegre en mieses...; 
tú abundas de todo, asentada deliciosamente 
en los climas del mundo, 
ni tostada por los ardores del sol, 
ni arrecida por glacial inclemencia....
Tú vences a Alfeo en caballos, 
y al Clitumno en ganados; no envidias los sotos 
y los pastos de Etruria, 
ni los bosques de Arcadia...
Rica también en hijos, 
produces los príncipes imperantes, 
a la vez que la púrpura y las piedras preciosas 
para adornarlos. 
Con razón te codició Roma, 
cabeza de las gentes, 
y aunque te desposó 
la vencedora fortaleza Romúlea, 
después el florentísimo pueblo godo, 
tras victoriosas peregrinaciones 
por otras partes del orbe, 
a tí amó, a tí raptó, 
y te goza ahora con segura felicidad, 
entre la pompa regia y el fausto del Imperio.

VER+:

por el Padre Juan de Mariana

Un debate histórico

Uno de los debates intelectuales más relevantes de la posguerra española fue el que enfrentó, en posturas irreconciliables, a dos conocidas figuras del exilio: Claudio Sánchez Albornoz y Américo Castro, que plantearon dos conceptos distintos de la historia y de la esencia de lo español". La polémica se inició en 1948 con la publicación del libro de Castro España en su historia, obra en la que acuñaba dos nuevos términos: la morada vital -el horizonte de posibilidades de un pueblo- y la vividura -cómo viven los hombres estas posibilidades- Américo Castro, basándose fundamentalmente en fuentes literarias, llegaba a la conclusión de que era la singularidad de la Edad Media española, y en concreto las vivencias de los cristianos como casta frente a otras castas (moros y judíos), lo que había configurado el carácter diferenciador de lo español, su esencia, "la vividura hispánica". Estas tesis se vieron reforzadas con la publicación, en 1954, de La realidad histórica de España, revisión y ampliación de la anterior, que incorporaba nuevos capítulos, entre ellos, el polémico Los visigodos no eran españoles.


La respuesta de Claudio Sánchez Albornoz fue España, un enigma histórico, publicada en 1956. En ella rechazaba el concepto de la historia de Castro, a quien acusaba de caer en generalizaciones fáciles, y mantenía que había que partir de un conocimiento de los hechos y de la utilización de todo tipo de fuentes.
Por otra parte, defendía que la esencia de España y de lo español estaba ya latente en los pueblos prerromanos que se asentaron en la Península, y que fueron los romanos y los visigodos quienes la configuraron al construir la unificación política y cultural de Hispania. Respecto a la Edad Media, no consideraba decisiva la aportación del judaísmo ni de la islamización: España es ante todo cristiana y occidental, es más, España se contempla desde Castilla.
Las dos obras tuvieron una rápida difusión tanto en los círculos universitarios españoles como en Hispanoamérica, y la polémica se extendió a la Prensa y a sus discípulos, mientras los dos profesores seguían cruzando réplicas.

La publicación en 1971 de la obra de Pedro Laín Entralgo "A qué llamamos España", en la que suscribía las tesis de Américo Castro y que obtuvo respuesta de Sánchez Albornoz en El drama de la formación de España y los españoles (1973), ha mantenido la polémica hasta nuestros días.
*


José Varela Ortega realiza en esta obra una apasionada defensa de España y de sus múltiples valores. Y lo hace desde varios campos: la filosofía, la literatura, el cine o el arte.
Analiza la imagen de nuestro país en el extranjero a lo largo de la historia y explica cómo se fue forjando de forma premeditada nuestra leyenda negra, pero resalta que también hubo una época de admiración hacia nuestro país y que, normalmente, se obvia desde España.
Es cierto que la imagen de España ha sido distorsionada por los estereotipos y la mirada del otro, pero también por los propios españoles.
Sin embargo, nuestra historia es más rica y respetada de lo que a la mayoría nos han hecho creer, y a ello dedica Varela gran parte de su texto, sin dejar de abordar cuestiones controvertidas como la conquista de América, la polémica obra de Bartolomé de las Casas, la piratería como ataque a las conquistas españolas, el mito de los Tercios de Flandes o la Inquisición.
Un minucioso trabajo de veinte años que muestra la admiración que se sintió por nuestro país y, al mismo tiempo, el odio y la envidia que despertamos en el mundo entero. Es un ensayo muy claro y objetivo. Porque "La Claridad es la Cortesía del Filósofo".

ADMIRACIÓN E IMITACIÓN: 
EL PRESTIGIO DE LO ESPAÑOL 

En términos generales, la leyenda rosa o dorada es un producto que suele escoltar al éxito y al poder. En 1519, tres reyes jóvenes, ambiciosos y enérgicos se disputan la hegemonía europea: Enrique VIII de Inglaterra, Francisco I de Francia y Carlos, rey de España y de Nápoles y duque de Borgoña: «el único honrado de los tres —por extraño que esto suene a oídos anglosajones [señala Wydham Lewis en su estudio de la Europa del emperador]— es el austroespañol Carlos». El prestigio de inaugurar una nueva fase prometedora para toda Europa deslumbra a todo el Renacimiento. 

Pronto surgirán relatos descalificadores tratando de presentar al emperador como un devorador, como un Gargantúa (de Rabelais). Pero, en nuestro caso, existe una idéntica contraofensiva contra la descalificación a través de los esfuerzos propagandísticos de los Habsburgo españoles, y cuyo resultado fue una intensa admiración en el orbe cristiano, reflejándose en una imagen de características muy determinadas en toda Europa, certificada por el éxito del segundo viaje del rey Carlos —ya emperador— en 1522 a Inglaterra, cuyo fruto fue la alianza anglo-española frente a Francia, sellada con el tratado de Windsor (1522) y la promesa de matrimonio entre María Tudor y el príncipe Felipe. 

Hace ya tiempo que Julián Marías nos alertó acerca del aprecio y respeto que producía lo español en la Europa del Renacimiento y del Barroco. Francisco I, cautivo tras Pavía, fue agasajado por toda España: la suntuosidad y magnificencia de la recepción en el Salón de Linajes del palacio del Infantado, en Guadalajara, dejaron al artífice del gran palacio de Fontaineblau estupefacto, como si fuera un provinciano. 
Y su maestro, José Ortega y Gasset, reparó en el complejo de superioridad del español —modelo del «caballero de la época»— que asomaba en las instrucciones con que el príncipe Felipe —con ocasión de su boda con la reina María— quiso reconvenir a los nobles de la monarquía hispánica (un séquito apabullante y lujoso de tres mil personas y cien barcos, a los que instó a governar y acomodar a las costumbres de los naturales) para evitar que ofendieran, con manifestaciones excesivas de lujo y boato, a una corte «provinciana, pero orgullosa», como era la inglesa de aquel tiempo; un lance protocolario, en suma, que en su día también llamó la atención del historiador americano William Prescott. 

El filósofo neo-estoico y catedrático de Leiden Justus Lipsius, tan influyente en España (en unos consejos para un joven viajero neerlandés por Europa), recomendaba a su protegido sustituir la tosquedad aldeana y falta de civismo neerlandés por la cortesía civilizada de los españoles y otros pueblos del sur. Y el poeta y diplomático neerlandés Constantijn Huygens compiló, en plena guerra, una colección bilingüe de refranes con el significativo título Spaensche Wysheit: la idea de que la sabiduría, inteligencia, astucia y perspicacia estaban en el sur era un cliché que se arrastraba desde los clásicos latinos y que llegó a esa época. 
En el mismo sentido, el profesor Jover nos advirtió, en los años sesenta, acerca de la propaganda pro-española en la Europa del seiscientos, en donde se resaltaban los esfuerzos —y los éxitos— civilizadores de la política de Olivares, embarcado en un ambicioso «programa de propaganda, encaminado a difundir la grandeza» y los logros de la monarquía hispana. Y por fin, en nuestros días, tenemos el excelente y esclarecedor trabajo de Jean-Frédéric Schaub, La France espagnole, como modelo —y emulación— de mucho de los siglos XVI y VXII francés: Luis XIV, Dieu Donné, como heredero de Carlos V y, en cierto modo, como sucesor de Felipe II en la aspiración a una monarquía universal católica, desde la Paz de los Pirineos, ya bajo la dirección de Francia. Se trata de algo escrito —y avanzado— por Spengler, en el sentido de que «el siglo español sirvió en todo de base y premisa al siglo de Luis XIV». De modo —sigue Spengler— que «la cultura occidental, en su periodo de madurez», había sido «un producto francés surgido en España». En definitiva, la historia vista desde esa perspectiva sería la de dos implacables «competidores por la misma causa».  

DEL CÓMO Y PORQUÉ DE ESTE LIBRO

En realidad, este libro pretende ser un intento de aproximación a la imagen de España en el extranjero o a la historia del estereotipo: entre el español militante y apasionado y español indolente y decadente, y se desarrolla entre los siglos XV al XXI. Pero mi editora me ha vedado este título. Ni siquiera me lo admite como subtítulo: ¡qué le vamos a hacer! Dicho lo cual y cumplida la pena de titulación, lo que este ensayo pretende es lo que acaba de ser enunciado en estas primeras palabras.
En todo caso, el ensayo que sigue a continuación tiene ya su tiempo. Mucho tiempo. La vida académica y profesional («fundacional», sería apropiado decir en mi caso) me ha llevado a dar muchos tumbos fuera de España; a vivir y a trabajar, a veces bastantes años, en otros países. Pero, como tantas ideas de naturaleza intelectual, el «gusanillo» de la curiosidad por el qué dirán «otros» sobre los españoles me lo contagió uno de mis maestros en Inglaterra, Joaquín Romero Maura. Hace casi medio siglo, recibí una cariñosa postal suya desde Washington, donde se reproducía un cuadro de Manet, conservado en la Phillips Collection, y llamado Ballet Espagnol: en realidad, una escena de baile popular español (andaluz), de moda en los escenarios europeos desde 1830. Por eso, el autor de La Rosa de Fuego -libro y espejo por el que nos mirábamos todos los que entonces iniciábamos en Oxford nuestra vida académica- añadió la siguiente apostilla irónica: «¿Para qué viajar, si siempre nos encontramos con lo mismo?». Y aunque, por aquellos años, andaba yo dándole muchas más vueltas a Lewis Namier y a las estructuras de la política clientelar ochocentista que a los arrebatos de William Beckford o Giacomo Casanova por el baile español, casi desde entonces empecé a coleccionar lecturas, notas e ilustraciones sobre el tema de la imagen de España; reiterada, pero distraídamente, y sin sistema ni propósito concreto.

Por fin, años más tarde, entre 1987 y 1989, le di cierta forma académica elemental al tema en unas conferencias que impartí en el Instituto Di Tella de Buenos Aires y en El Colegio de México, y, con algo más de detalle, en unos cursos de doctorado en la Universidad de Valladolid y en el Instituto Universitario Ortega y Gasset. En los años noventa (también del siglo pasado), ensayé una prueba de resistencia, en lógica y coherencia, con una versión inglesa, y un público académico mayormente angloamericano, en las universidades de Notre Dame (Indiana), Rice (Texas), Georgetown,y en la Library of Congress, de donde saqué más dudas estimulantes que respuestas concluyentes. Con ocasión de la Expo de Sevilla del 92, promocioné y dirigí un congreso de varios días y multitud de participantes sobre la imagen de España en el extranjero, que me dejó el vértigo de la diversidad de países, periodos y temas de asunto tan inabarcable. Algo de aquello se rescató hace menos de tres años en una publicación (editorial Fórcola) apoyada por Jaime García Legaz desde la Secretaría de Estado de Comercio (dentro de un ambicioso y, en mi opinión, sugerente programa sobre la imagen de España, que su sucesora en el cargo, naturalmente, se apresuró a cancelar).Y, poco antes, hace cosa de cuatro años, mi discurso de recepción en la Academia de Historia de la Argentina me sirvió de pretexto para estructurar algo parecido a la presente «Introducción».

Pero ahí estaba la trampa intelectual. Porque una cosa es un guion, y otra muy distinta desarrollar un ensayo que se tenga en pie; sobre todo, en torno a interpretaciones basadas en estereotipos. Interpretaciones en las que uno no cree, salvo -que no es poco- en la medida que sí lo han creído, desde hace siglos, millones de personas, y lo siguen creyendo todavía hoy día. Representaciones que, por elementales y primitivas que sean, por otra parte y como veremos, han tenido y tienen consecuencias. A mayor complicación, es difícil enhebrar un relato coherente sobre pautas que no respetan el propio paradigma filosófico del que parten: la supuesta realidad «rocosa» (stereós) que caracteriza como único al «tipo» en cuestión, y desde la cual se supone pueden deducirse y predecirse determinados comportamientos. Pero es el caso que la historia de la imagen de España es la historia de una contradicción en la lógica de sus propios términos filosóficos, en la medida que hay dos estereotipos principales y, además, de naturaleza contrapuesta: el español militante (y apasionado), frente al español indolente (decadente y hasta degenerado). A mayor abundancia, los tiempos históricos son muy prolongados, más entrecortados y solapados que puntuales y ordenados, y, para mayor complicación, resultan abrumadores: se trata de caracterizaciones que, como en otros países europeos, nacen en el Renacimiento, pero, en el caso de España, llegan muy peraltadas por la exaltación milenarista que rodea a la «recuperación» de Granada (cuyo profundo impacto internacional no hubiera comprendido sin la asistencia del profesor Ladero Quesada) y a la aventura americana. Por fin, es inevitable -por más que, con frecuencia, resulte un ejercicio un tanto melancólico- contrastar la realidad de las imágenes en relación, a veces, frente, a la realidad de los hechos. Y ese es el exclusivo alcance histórico de este relato; no se busque aquí lo que no se pretende: una historia de España al uso. Dicho lo cual, tampoco se me malinterprete: este no es un alegato ideológico (pro o contra leyendas negras o doradas), sino un ensayo de historia profesional. Así pues, aquí nada se propone; si acaso, se expone: de modo que -y parafraseando a Pierre Chanou-, las «fobias» y las «filias» solo me interesan como un objeto curioso de psicología social. Como, además, se trata de un relato plagado de contradicciones, pleno de excepciones, y cuyos periodos, aun cuando marcados en su tipología, con frecuencia se solapan en sus tiempos, más que a trabajos de un Cíclope -que también-, a uno le parece estar atrapado en el mito de Sísifo con una roca imposible de remontar. (...)

INTRODUCCIÓN

Wittgenstein, en efecto, vivía convencido -y creo que con razón- de que los estereotipos son una forma «primitiva» de razonar. Sin embargo, el hecho es que la técnica del estereotipo para describir -y explicar- las características y diferencias entre pueblos y naciones ha tenido un largo recorrido desde que Aristóteles, hace cosa de veintitantos siglos, formulara por primera vez dicha noción. La idea fue obedientemente repetida por la escolástica medieval, para ser recogida por los filósofos y viajeros del Renacimiento, quienes, bajo la sugestión de la astronomía copernicana, andaban obsesionados con el ascenso y la «declinación » de imperios y naciones. El descubrimiento de América desencadenó un vivo debate en el entorno de las escuelas castellanas de teología y derecho internacional. El fundamento de la idea cayó en el descrédito durante la Ilustración, en la medida en que los philosophes defendían la noción de una humanidad universal e igual. Ello no obstante, el gusto romántico por los rasgos volkisch, y su afán por encontrar diferencias en el diverso origen medieval de los pueblos europeos, devolvieron fuerza y popularidad a la idea. Con el desarrollo de las ciencias naturales y la investigación biológica de la segunda  mitad  del siglo XJX,  los  estereotipos adquirieron  un  sólido  crédito  intelectual, como  consecuencia  de esta inyección  de
«cientifismo», en una lectura, con frecuencia sesgada, de alguna de las obras de Darwin. El resultado inevitable fue que la humanidad vino a ser clasificada con arreglo a diferentes razas, en función de las cuales las diversas naciones fueron convenientemente valoradas y organizadas de acuerdo con determinadas características biológicas resistentes al cambio -como, de hecho, se dispuso y expuso en la Feria Mundial de Chicago de 1893-. Poco después, escribiría Max Weber en un aitículo premonitorio en vistas del Desastre del 98: «Y desde entonces solo fuerza y violencia desnudas». Y, en efecto, el poder y la violencia descarnada, padecida en el siglo XX, e interpretada según ideas freudianas, produjo un enfoque psico-dinamicista en un intento de desenterrar la «naturaleza del prejuicio» oculta tras el estereotipo (G. Allport) -para algunos (Fornari)-, una preparación de la agresión, orientada a construir al enemigo, en palabras de Umberto Eco, además de agrupar y cohesionar al «amigo» (puesto que la imagen del «otro, deshumanizado», en cuanto tal, también puede desempeñar un papel «integrador» propio). Al tiempo, migraciones y elecciones debieron contribuir a reconocer el proceso de razonamiento del estereotipo como el resultado de un esfuerzo para economizar pensamiento ante la escasez de conocimientos fiables y contrastados en un corto espacio de tiempo (W. Lippmann). En nuestro mundo electrónico, una masa creciente de conocimientos contradictorios, endebles y sin comprobar, se procesan, para comunicarlos urbi et orbi en forma de «etiquetas verbales», basándose en estereotipos, a costa de profundidad y precisión:en suma, una operación cognitiva «desafortunada, pero un innegable useful-time-and-effort-saving process».

Desde que los antiguos griegos, en su enfrentainiento con los persas, los describieran como hombres sin libertad, esto es, barbaroi, gentes incapaces de autocontrolarse y disciplinarse, según sus propias leyes -en consecuencia, y de acuerdo con Aristóteles, gentes de una humanidad inadecuada-, estereotiparse unos a otros ha constituido un deporte intelectual universal. De esta suerte, la mayor parte de los pueblos y naciones se han visto sometidos, de uno u otro modo, al estereotipo. Pocos, sin embargo, se han beneficiado de -o han sufrido con- que su estereotipo haya servido como forma de ilustrar una etapa determinada de la cultura occidental. La mayoría de los países, pues, carece de imagen, entendiendo por tal el hecho de que su imagen no es parte central de la formación cultural occidental, incluso aunque su aportación al acervo común euro-americano haya sido muy relevante.

Hay, por el contrario, otros países cuya cultura -sin entrar en la consideración de su importancia y nómina de aportaciones- ha tenido una impronta decisiva en el imaginario cultural occidental, en la medida en que este se ha forjado ejemplificando alguno de sus grandes periodos o movimientos culturales con la imagen de esos países, que «han dejado en los otros caracteres durables». Es el caso de Grecia con la cultura clásica, Italia con el Renacimiento, Francia con la Ilustración, Inglaterra con el positivismo y el optimismo científico industrial ochocentista, o Estados Unidos con la cultura de masas y la imagen en el novecientos. España forma parte de esa nómina restringida, en la medida en que no resulta fácil representarnos la época del Barroco sin la presencia de España, ni describir el Romanticismo sin recurrir a la imagen de España como fuente principal de ilustraciones y ejemplos. El reverso de estas imágenes ha consistido en impregnar al país ibérico de un aroma (barroco o romántico) difícil de borrar. «España -nos explica José Carlos Maíner- tiene el exotismo dentro de sí misma, lo que es un privilegio y una condena». Y exoticus es también «extranjero»; esto es, «extraño». Así pues, España -o una idea muy determinada de España, congelada en un tiempo- aparece representada, en buena medida, con las ilustraciones con que los románticos ejemplifican su construcción cultural, su mundo de ideas y sensibilidades. Y también -y el matiz se me antoja fundamental­ con la particular valoración e interpretación que la crítica racionalista posterior da a esas ilustraciones generadas por los románticos. En este sentido, reparemos que los románticos traducen y valoran lo «exótico y peculiar» como sinónimo de «original y auténtico», que no -ya lo veremos más adelante- como «excéntrico y grotesco». Por eso -conviene advertirlo ab initio-, sí bien las imágenes de lo que vulgarmente se conoce como la España «típica» son románticas, con frecuencia es la crítica racionalista (y nacionalista española) quien las ridiculiza.

En todo caso, es un hecho que España arrastra un fuerte estereotipo -o, para mayor complicación, varios y contradictorios, como enseguida comprobaremos -. De esta suerte, el objeto -lo español-con el cual se ejemplifica arrastra y condiciona a España como sujeto, a tal punto que es difícil encontrar referencias extranjeras de España sin que se reflejen determinadas imágenes con las cuales aparece asociada. Se trata de imágenes construidas por acumulación desde hace mucho, muchísimo tiempo, y cuyo origen quizá se remonte al mundo clásico y a la literatura greco-latina. Muchas de las ideas sobre España proceden de los antiguos, o del imaginario medieval, renacentista y barroco (o, para ser más precisos, de relecturas heterogéneas de unos y otros), aunque cada época -y esto, que es lo importante, compone la secuencia de este ensayo- ponga su acento peculiar e ilumine con su particular sensibilidad esta o aquella idea, afirmación o generalización, aun cuando su origen se arrastre de otros tiempos. En este tema, pues, cabalgamos en la máquina de la novela de Wells para viajar por el túnel del tiempo. Dicho lo cual -y a pesar de que las imágenes culturales occidentales beben de fuentes clásicas (conscientemente, hasta muy entrado el ochocientos, y, sin saberlo, hasta el presente)-, propiamente hablando, el estereotipo moderno es hijo de la imprenta. Y de las técnicas de grabación y reproducción, desde los daguerrotipos (de hecho, una de las primeras tomas, de 1850, representa a una «bailaora» a les castag nettes) a la fotografía, hasta llegar, después de la ópera, a la cinematografía  («el arte total», en la
definición de Ricciotto Canudo). Por eso la RAE definía en 1803 «estereotipia» como «el arte de imprimir con planchas firmes y estables, en las que las letras no se pueden separar» : esto es, se repiten siempre.

Con todo, un repaso de la literatura dedicada al llamado «españolismo » demostrará rápidamente que el stereós queda lejos de cumplir con la solidez y singularidad «rocosa» que le atribuye el paradigma filosófico, en la medida en que los topoi no solo son más de uno, sino que aparecen en flagrante contradicción entre sí: el español militante y apasionado aparece frente al español indolente, decadente o degenerado. En suma, lo que algunos profesionales de psicología social llaman todavía hoy «Un trastorno bipolar», en que aparecen «valoraciones muy positivas en algunas dimensiones y muy negativas en otras». De hecho, junto a la tradición y visión clásica (por ejemplo, Estrabón), romántica (Byron) o neorromántica (Hemingway) de un «español» apasionado y militante, se puede fácilmente rastrear e identificar una imagen opuesta, de estirpe y carácter volteriano e ilustrado: de ahí, el «español indolente» que aparece pronto en las descripciones de los embajadores venecianos en la corte de Felipe II, huérfano de espíritu militar por su tendencia natural a la indolencia, en palabras de Hume y Wellington, a caballo entre los siglos XVIII y XIX; y hasta degenerado, según los neodarwinistas un siglo más tarde, carente de energía, a tal punto de mostrarse incluso incapaz de continuar organizando golpes militares -como dijera Alfred Fouillée a principios del novecientos-.

Veamos algunas ilustraciones. Cuando el mariscal Suchet (el conquistador o el «carnicero» de Valencia, dependiendo de si el origen de la fuente procede de los imperiales franceses o de los «patriotas» españoles) escribe a Napoleón, expresando su admiración por las mismas guerrillas -a las cuales, por otra parte, no dudaba en combatir y fusilar-, describiéndolas como imbuidas de !'esprit des anciennes celtiberians, estaba, indudablemente, haciéndose eco de los textos clásicos, que insistían en un supuesto espíritu «indomable» de los habitantes de la Iberia indígena. Igualmente, Wordsworth, cuando se refiere a Mina -el guerrillero de la francesada-como aquel who lives unknown a shepard 's lije (que vive sin saberlo una vida pastoril), está versificando, fino el ochocientos, la imagen clásica de Viriato, terror romanorum, que decía Amiano Marcelino, pero que, según Orosius, en realidad llevaba una vida pastoralis [...] et latro; una vida, en suma, de ganadero, cuatrero y bandolero -precisamente el término que Caulincourt pone en boca de Napoleón para describir a los guerrilleros españoles, los cuales, a juicio del emperador francés, se le oponían porque preferían la vida libre y despreocupada del bandidaje a la exigente disciplina militar -. De igual modo, cuando Wellington reconoce la bravura de los guerrilleros españoles, pero les critica como an unruly lot (una pandilla indisciplinada), está parafraseando a César, cuando se refiere a los iberos como combatientes con más temeridad que constancia, y también a Livio -precisamente en los mismos términos que empleaba el barón de Rosmithal en el siglo xv, y a como lo hiciera Salutati en el XVI,  cuando se refiere a los españoles como soldados con ardore ma non arte, o a como lo hacía Guicciardini para describir el legendario sitio de Numancia-. Por fin, cuando Napoleón, al entrar en Madrid, se sorprendió de no encontrar gentes con rasgos africanos, y -ya en nuestros días-, cuando Simone de Beauvoir cree percibir en los españoles un regusto de orientalismo,y Hans Magnus Enzenberger compara el Rastro (eljlea market madrileño) con un zoco árabe, en lugar de un marché aux puces europeo coniente, lo supieran o no, eran herederos de Erasmo -que creía a España poblada de moros y judíos-, y deudos son los tres primeros también de la leyenda romántica que quiso hacer del viaje a España una iniciación de las emocionesorientales.

ESPAÑA, UNA IMAGEN ATEMPORAL QUE TODOS REPITEN

Como puede suponerse, una investigación sobre la imagen de España abarca un extensísimo periodo y aparece dispersa entre páginas de una literatura -una pintura, una música y una cinematografía -muy heterogénea. Con todo, el objetivo consiste en identificar las obras que imprimen carácter, en la medida en que la mayoría se limita a seguir y repetir la tendencia dominante. La impronta y formación de una imagen debe medirse en relación con la influencia que irradia, sin importar tanto su exactitud, al extremo de valorar la influencia incluso de viajes que nunca tuvieron lugar: como, por ejemplo, la célebre relación de Madame d'Aulnoy de fines del XVII, basada en un viaje legendario e inexistente (pues,jamás puso un pie en España, según Raymond Foulché-Delbosc), pero muy influyente entre los ilustrados de la siguiente centuria. De igual modo, conviene recordar que, en este tipo de literatura, la temática suele repetirse: lo que cambia es el tono valorativo de cada época, como supo adivinar tempranamente un estudioso americano (James A. Crow). De tal suerte que, con frecuencia, nos encontramos en pos del factor literario a expensas del hecho literal. «La imagen no es pues una fotografía [...] es un contraste (positivo o negativo) con lo previamente conocido». En consecuencia, no resulta extraño que las imágenes entren en contradicción con los hechos, sin que, a pesar de ello, dejen de desempeñar un papel relevante en el mundo real -a veces, incluso más relevante que los propios hechos-. Así pues, nuestro interés debe centrarse en la influencia de la descripción, no importa cuán ficticia, independientemente de su relación con la realidad factual: quizá, por ello, casi en nuestros días, Susan Sontag sentenció la literatura de viajes como una literatura de la decepción.

Un recorrido a galope de siglos por la imagen de España producirá enseguida en el lector,junto al vértigo del tiempo, la sensación de estar dando vueltas en una noria reducida de temas sobre los que alguien en algún momento dijo algo, en palabras de Joseph Baretti; algo que todos repiten incesantemente desde entonces, remacharía Montesquieu, como una suerte de eterno Bolero de Ravel. Porque, en términos generales, la formación de representaciones que surgen de procesos de comunicación siempre puede volver a constituirse. Los relatos de unos y otros se parecen tanto -escribía hacia 1830 el capitán de navío y geólogo inglés Samuel Cook- que presentan una imagen convencional y repetitiva del país. Repetitiva, sí, pero ajustada al ritmo diverso, al acento y a la valoración que le presta cada tiempo cultural. Y es ese tono el que importa, porque, en este negocio de la imagen, lo adjetivo -valga la paradoja - es lo sustantivo. El tema, las costumbres, los hábitos, no digamos los monumentos o el paisaje descritos son con frecuencia los mismos. Lo que cambia es la valoración. Y es precisamente esa valoración -no importa cuán sesgada; «injusta», a veces; laudatoria, en ocasiones- lo que conforma la naturaleza del prejuicio, para citar por el título clásico, al par que definitorio, de Gordon W. Allport: porque la imagen, para convertirse en estereotipo, requiere una cierta dosis de intención que «lleve al extremo ciertas características nacionales», en palabras de Hume - además de una formación conceptual en que la definición precede al análisis-. Richard Ford -como veremos en su momento, quizá el autor de la Guía del viaje a España más influyente jamás escrita- recomendaba a quien se dispone a recorrer España que prescinda de ideas preconcebidas y conclusiones apriorísticas. Pues bien, en este ensayo vamos a hacer casi exactamente lo contrario: nos interesan los prejuicios -incluidos los de Ford, que no eran pocos- en la medida que hayan contribuido a formar imagen. Al parecer, Anatole France se lo explicó un día a Jacques Brousson: ¿Qué es viajar? ¿Cambiar de sitio? No. Mas cambiar de ilusiones y de prejuicios. La rapidez con que han viajado por España casi todos sobre los que sobre ella escriben -refexionaba otra vez el capitán Samuel Cook- explica claramente las numerosas equivocaciones, los juicios erróneos y apresurados teñidos en muchas ocasiones de prejuicio. Y así es, en efecto, pero de eso se trata en este ensayo.Porque aquí debemos buscar, en lugar de rechazar, al escritor opinionated: las calificaciones insustanciadas, las afirmaciones no comprobadas, vastas, vagas e imprecisas son la mercancía legítima de este comercio intelectual. Buscamos una economía de pensamiento que se obtiene de la generalización mucho más que de la precisión, y cuyo objetivo no es tanto la descripción y el análisis como la formación de la Opinión pública -para tomar prestada la definición que del estereotipo diera en su día Walter Lippmann, otro de los pioneros teóricos de esta literatura-. Aquí debemos entender que el objeto no es «lo mirado» (cfr: España, los españoles...), cuanto «la mirada»; la imagen, sin importar tanto su relación con la realidad factual como su capacidad de formar un estereotipo; en suma, no tanto el «juicio» como el «pre-juicio», con frecuencia, «testimonio solamente de la ignorancia en la que a menudo viven los hombres, los unos en relación a los otros»[46]. Nada mejor, a estos efectos, que el inestimable ejemplo práctico que, en nuestros días, nos ha servido el portavoz del Departamento de Justicia de Suiza, Folco Galli, desestimando una posible extradición de la prófuga de la CUP Anna Gabriel, sin haber leído siquiera las alegaciones de la justicia española, por la simple y contundente razón de que ni había alegaciones ni el Supremo español pensaba hacerlas en este caso. La figura del pre-juicio es aquí perfecta: la sentencia no solo se antepone a un juicio; es que se adelanta a un hipotético juicio que ni siquiera iba a realizarse.

En esta construcción, pues, con frecuencia interesa el hecho literario más que el literal, el ficticio antes que el factual, en la medida en que haya sido aquel el que haya dejado su impronta en la conformación de una imagen fuertemente arraigada, con independencia de que se corresponda o no a los hechos. No es difícil comprobar, aún hoy día, que la imagen literaria se imponga con frecuencia a la realidad literal. Ya primo el ochocientos, Gautier, temiendo que, al entrar en España, la prosaica realidad disip[ara] la España del ensueño, recordaba la advertencia que le hiciera, plein d'humour et de malice, Heinrich Heine: ¿qué hará Vd. para hablar de España cuando haya estado allí? Porque, en efecto, también el célebre escritor francés temía perder sus ilusiones y ensoñaciones literarias (del Romancero, de Musset o de Victor Hugo), et voir s'envoler l'Espagne de mes reves, sueños disipados a golpes de realidad.

Walter Lippmann escribía un siglo después que el estereotipo es una economía de pensamiento, con arreglo a la cual  se suple rápidamente la ignorancia sobre un lugar al precio de intercambiar una realidad compleja por una imagen simple y esperada; en suma, una forma inferior de juicio (Gleichformierungen), en cuanto que se salta la capacidad humana de analizar con precisión y objetividad una realidad, de modo tal que la sentencia preceda al juicio. En este sentido, y en estos tiempos, el New York Times y, sobre todo, el Financial Times y el Economist son una fuente inapreciable e inagotable del estereotipo exótico que rinde tributo a lo marginal: una operación intelectual con arreglo a la cual algunos hechos, ciertos, pero singulares, se proyectan como habituales, de tal forma que lo excepcional pasa a generalizarse como corriente, distorsionando severamente la descripción de la realidad. Pero, «los lugares comunes [que sirvan para] sintetizar ciertas características», y que ahorran pesquisas, explicaciones y demostraciones, ínevitablernente son siempre reductores de la realidad». Así, incluso en nuestros días, los itinerary writers más leídos y mejor informados, como el famoso escritor holandés Cees Nooteboom, buscan comarcas remotas y marginales, «donde el tiempo se mide de otra manera», más que lugares corrientes y habituales. Y, claro, sí generalizar sobre una realidad compuesta de grandes agregados plurales y complejos es ya de por sí una pirueta de sonambulismo intelectual sumamente arriesgada, hacerlo con los mimbres de la marginalidad es un suicidio intelectual.

Y eso es lo que les ha ocurrido a los que Matthew Bennett (que lleva años en España y es autor de la web en inglés The Spain Report), llama «los enviados especiales», que han caído como «paracaidistas», con ocasión de la crisis catalana, sin conocer la «historia, y apenas España», pero dedicados, presta y afanósamente (sigue ahora de la misma guisa Helene Zuber, corresponsal para España desde hace tres décadas para Der Spiegel), a fabricar «piezas cortas para internet, simplemente buscando en la calle alguien que hable inglés» y tratando de «captar sensaciones, [según] la moda actual por narrar la noticia a partir de sentimientos». Nada hay que se acople mejor al análisis estereotipado (en este caso, en su versión militante y apasionada, que es lo que se supone que esperan sus lectores), porque «las aseveraciones dejan de basarse en hechos objetivos, para apelar a las emociones, creencias o deseos del público» (Darío Villanueva). En definitiva, todo el proceso se basa en el convencimiento de que creer es siempre más fácil -y, con frecuencia, más cómodo- que razonar. Y, sobre todo, más rápido, además de rescatarnos de angustias e incertidumbres. En escenarios culturales proclives a las opiniones con preferencia a las deducciones, los resultados son -una vez más- la construcción de la realidad de una imagen que vuelve del revés la realidad de los hechos. Como le ocurre a Jake Wallis Simons con su interesante artículo en The Spectator, «Franco's fascism is alive and kíckíng in Spain». Interesante, a nuestros efectos, porque su autor ha encontrado la aguja en el pajar de la marea de manifestaciones constitucionalistas, en que aparecen las escasísimas banderas pre-constitucionales que nuestro periodista halló y a unos policías en connivencia con elementos ultras de extrema derecha. Y esa atronadora excepción, que llena de color guerracivilista la imagen buscada, pero prácticamente inexistente en la realidad, nuestro atolondrado autor la convierte en la regla de lo que, en la realidad de los hechos, ocurrió: que las masivas manifestaciones con banderas constitucionales españolas fueron impecáblemente democráticas, y la demostración de la existencia -o el nacimiento, sí así se quiere llamar- de una suerte de Verfassung Pariotismus a la española. Porque eso -y no lo otro -fue lo característico de unas manifestaciones presididas por un liberal, Mario Vargas Llosa, premio Nobel de Literatura y asiduo profesor visitante en Columbia Universíty, y Josep Borrell, prestigioso economista y, a la sazón, exministro socialista. «¿Cómo se llega -se pregunta otra vez Matthew Bennett- a la sangre de las botas?» (que, según nuestro inflamado articulista de The Spectator, en su impostado papel de Hemíngway, chorreaba de las botas de esos policías fascistas). Pues, por crasa ignorancia (como la de David Frum, en su artículo en The Atlantic, que desconoce que Cataluña fue parte, cuando no centro, de la Corona de Aragón desde la madrugada medieval, y cree que su integración como parte de España, fue a pure accident of History), y porque algunas nociones elementales, producto de poemas de Lorca, canciones y películas de la Guerra Civil, para hacer bueno el estereotipo de ese español «militante y apasionado», herencia de Otumba y Pavía, en versión neorromántica de Hemingway, elevada al celuloide por la Paramount en 1943 (bajo la dirección de Sam Wood, y el protagonismo de Gaiy Cooper e Ingrid Bergman), hacen que en España «suenen las campanas» cada vez que ocurre algo emocionante, para que «siga siendo pasión» y «Guerra Civil». Y «siempre será así»: como afirma Jon Lee Anderson en su artículo en The New Yorker (y en una jugosa entrevista al respecto del mismo), en que, como tantos otros, hace un gran capital de las estúpidas, pero tímidas (puesto que solo tres personas necesitaron asistencia hospitalaria prolongada) cargas de la Policía y la Guardia Civil (que está encuadrada en el Ejército, pero no la inventó Franco), actuando como policía judicial y por orden de una magistrada (catalana) del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (extremo este que «los [periodistas] paracaidistas» nunca mencionan, porque empaña la estampa).

Desde el siglo XVIII, «le récit de voyage tenía una función social clara: permitía brillar en los salones» (en las pantallas de televisión y Twitter, habría que traducir hoy día). Eso sí, a un precio. En ese contexto, y hace más de siglo y medio, una aristócrata francesa, la princesa Mathilde (una prima de Napoleón III, famosa salonniere en el París de la época por sus tertulias literarias) asaetó y sentenció el estereotipo, comentando el famoso Viaje de Gautier en una lectura de salón: pero, Gautier, en su España, no hay habitantes? Y, en efecto, la España de Gautier, la España del estereotipo, para bien y para mal, «es una España sin hombres, sin habitantes», observaría Azorín, ¿no hay personas (pero sí paisajes y monumentos, porque a Gautier le debemos el haber puesto en primer plano europeo el campo y las ciudades españolas). En Gautier, pues, solo hay imágenes... pre-supuestas e, incluso, sobrepuestas a los hechos; en las cuales se busca el factor literario con preferencia a la realidad literal. O el factor fotográfico y el cinematográfico, como en la Guerra del 36: donde una de las fotografías de guerra más famosas de la historia, la de «Muerte de un miliciano» (cayendo), de Robert Capa, resulta que no es «verdadera», porque, en realidad, el miliciano no cayó, sino que interpretó la escena en distinto lugar (Espejo) de donde, en realidad, tuvo lugar el combate (Cerro Muriano), para que el genial fotógrafo americano compusiera una imagen «teatralizada». La Guerra Civil, en efecto, fue quizá el primer conflicto vívido en imágenes (de revistas, carteles, fotografías y películas), «con la población civil como protagonista»: al punto que un restaurante en el pueblo francés de Biriatou, al otro lado del Bídasoa, alquiló su terraza, que dominaba la margen española del río, para que los turistas franceses pudieran ver y fotografiar cómo se mataban lá-bas. Por eso, la Guerra Civil fue, entre otras cosas, un debate de «imágenes truculentas» entre tirios y troyanos. Muy conscientes de su importancia, ambos bandos hicieron un esfuerzo espectacular, dadas las precarias condiciones técnicas que supuso el conflicto: nada más ocupar una población enemiga, una de las primeras medidas consistía en cambiar rótulos, carteles y cartelera, y proyectar la versión contraría. En el Frente Popular, hubo tres productoras (la de la CNT, la del PCE y la del Gobierno), mientras los nacionalistas hubieron de apoyarse en los estudios alemanes. Sin embargo, resulta significativo el escaso éxito de tamaño esfuerzo: la mayoría del público (de ambos bandos) «prefería las películas de Hollywood» a la moralina política o patriótica.

Hecha la crítica -que es obvia y acumula una bibliografía abrumadora-, ahí ha quedado también la pregunta que se hizo Todorov -quizá apoyada en el dictum de Maimónides, en el sentido de que «no pensar es imposible»- reflexionando precisamente con textos de los primeros navegantes, exploradores y conquistadores españoles: les posible pensar sobre «otros» sin cierta representación previa? Por fin, si bien los estereotipos podrán ser «procesos rudimentarios de razonamiento», ello no implica que siempre sean falsos.

Los españoles pintados por sí mismos (1843) se quejaban amargamente de que estereotipos imaginados o inventados distorsionaran la realidad: nos han descrito como en tiempos de los Felipes, se lamentaba Mesonero Romanos. Pero la cuestión es que las imágenes discurren como «una corriente» de percepciones cambiantes que se fusionan en «algo propio» y renovado; y el hecho es que las imágenes se convierten en percepciones, y las percepciones son hechos, en la medida en que conformaban una opinión que tenía -y tiene­ consecuencias: There was nothing good or bad -escribió Shakespeare- but thinking makes it so
(Nada hay bueno o malo, es el pensamiento lo que le presta valoración). En términos generales, el predicado suele ser la parte más difícil de la oración: «por qué» es o resulta; «qué» es o son; «cómo» es o son, resultan las preguntas más complicadas, mientras «quién» o «quiénes» suele ser un supuesto de partida más asequible. Sin embargo, en este negociado intelectual ocurre lo contrario: el problema aquí comienza por definir el sujeto de forma inteligible, lógicamente admisible: porque «España»/«españoles» no son sujetos aprehensibles, no son sujetos tolerables de los que se pueda predicar con sentido. «Los españoles» son o «España» es son ya de por sí grandes agregados inmanejables, en suma, «frases PELIGROSAS», que decía Wittgenstein: y hace ya muchos años que Lewis Namier nos previno de que «muchos anillos no hacen un ciempiés». ¿Qué «españoles»?, ¿cuándo?, ¿cuántos?, ¿de dónde?; y ¿qué España?, ¿cuándo?, ¿en qué circunstancia?, ¿qué parte de la misma?, ¿acaso puede hablarse de España como de una persona? Fuera de un tiempo y una circunstancia concreta, no son hechos que armen una definición en la que se pueda anclar con coherencia predicado alguno.

EL ESTEREOTIPO DE ESPAÑA, UN ANACRONISMO CONTINUO

Y hablando de hechos, debemos comenzar por advertir que el sujeto de nuestro relato -España- no es un «hecho». Es una idea general, una imagen atemporal, imposible de embridar con el rigor de una definición precisa, disciplinándola al paso de un tiempo concreto. Por eso -advertía hace ya tiempo Américo Castro- esa España imaginada y atemporal queda así «convertida en un espacio abstacto». Incluso el origen del nombre es una ficción. Porque España, como Virgen Land -para tomar prestado el título que Henry Nash Smith dio al Oeste americano-, ya no nació «virgen»; o, si se prefiere, fue bautizada por Estrabón (vía Polibio, otro geógrafo griego a sueldo de Escipión) para ser violada por los romanos, penetrando en el acervo cultural del mundo clásico como una generalización geográfica. España empezó, pues, como un abuso semiótico con propósito agresivo e intención adquisitiva; un primer estereotipo, en suma, aplicado a una colección de culturas indígenas peninsulares, interrelacionadas, pero sumamente diversas, ahormándolas con un bautizo genérico que facilitara la conquista y colonización latinas. Un origen que no fue obstáculo para que, con el tiempo, mucho tiempo, adquiriera una imagen cultural distintiva y propia: quizá, desde Isidoro de Sevilla y con el reino visigodo (a esa fuente de legitimidad se refirieron siempre y desde sus orígenes los enclaves cristianos tras os montes); o, sin duda, desde las peregrinaciones de Santiago, en que el término «España» se usaba en latín, en romance y en vascuence. El caso es que en este relato nos referimos tanto a la Iberia indígena y a la Hispania romana o visigótica como a la de los reinos medievales y a las Españas de la monarquía católica, no menos que a la España provincial de Javier de Burgos (1833) o a la autonómica de 1978. En una palabra: barajamos sujetos imposibles, «fábulas» al servicio de «una secular alucinación» colectiva, a decir de don Américo.

¿Y qué decir de «los españoles», entre muchas comillas? ¿Originalmente eran íberos? Y los íberos, como describe Amiano Marcelino a los numantinos, ¿eran fieras salvajes?  ¿O bien eran asnos enloquecidos?, como las fuentes árabes llaman a los astures, cántabros y vascones que se les resistían tras la cordillera Cantábrica. ¿O más bien esos celtíberos (otro compuesto generalizador inventado por Isidoro de Sevilla) tenían el mismo origen que los eslavos?, en una curiosa isoetnia que leemos en una relación tan remota y distante como la exploración del Oregon Trail (1885), cuando, en las riberas del Missouri, Francis Parkman dice haberse topado con un grupo de slavish looking spaniard s (españoles de aspecto eslavo)[sic], en una exitosa comparación étnico-lingüística que, con toda probabilidad, acuñaron Kant, a fines del XVIII, y Gobineau, medio siglo después, y que llegó hasta Trotsky, con efectos políticos demoledores durante los años treinta del novecientos (aunque preciso es reconocer que pasar de «burros» a «rusos» habría constituido uno de los progresos más destacados en la evolución del reino animal). ¿O más bien los que se parecían a los rusos eran los godos?, de quienes ahora nos cuentan (lingüistas y arqueólogos) que no hablaban una lengua de tronco germánico, sino báltico, y estaban emparentados con los eslavos -los cuales llegaron; o, al menos, lo hicieron, hacía el 4500 a. C. y en un número sustancial, ciertas tribus de ganaderos procedentes de Rusia y del este de Europa, según los genetistas (del CSIC y de Harvard)-.

Como podrá irse comprobando, esta es la inevitable historia de un anacronismo continuo, en suma. Ya nos previno Martínez Marina (que en ese menester no era manco precisamente) en su Teoría de las cortes contra el gravísimo yerro (como también decía Alcalá Galiano) de cargar términos del presente con palabras que en el pasado tenían un significado muy diferente, y viceversa. De hecho, el llamado neogoticísmo de los reinos cristianos peninsulares en la alta Edad medía es un anacronismo político que buscaba cimentar una legitimidad reciente de esos reinos como herederos del reíno visigodo, pero... doscientos años después: la Hispania visigótica [como] consuelo retrospectivo (Américo Castro), puede que, quizá, se articulara en tiempos de Alfonso III y con crónicas neogotícístas, como la Crónica albeldense y la CT·ónica de Alfonso III, aunque ya más bien en el Duero (donde, como puntualiza Maravall, había más vestigios visigodos que en los montes astur-cantábricos), estableciendo una línea genealógica conveniente desde Wítíza a Alfonso VI. El caso -significativo-es que cuando, en 1808, Martínez Marina quiso fundamentar su teoría constitucional en un pacto entre el rey y la nación, acudió enseguida a los príncipes visigodos. En cambio, para los árabes, al-Ándalus no era más que un concepto geográfico; de suerte que son, al parecer, precisamente estos cristianos neogoticistas los que, entre los siglos X y XII, le imprimen ese sesgo político que legitima -y les blinda frente al sincretismo conformista de la diócesis de Toledo-, a la par que obliga, a una especie de versión ibérica de las Cruzadas que conocemos con el nombre genérico e inabarcable de Reconquista (J. A. Maravall y P. Boíssonnade): en realidad (y fuera de ideas y religión), un hecho relativamente tardío, presente solo de forma sistemática desde el siglo XIII, aunque emparentado desde sus comienzos con las peregrinaciones a Santiago, «una de las arias de locura de la ópera europea» -apunta Cees Nooteboom -. Si bien es un hecho que, entonces, las peregrinaciones «tenían valor lustral», a modo de «Un nuevo bautismo». Y Santiago se convirtió en uno de los tres centros espirituales más importantes de la Cristiandad, responsable también, por cierto, de la primera guía turística de una España, cristiana: un lugar que su autor, Aymerich Picaud, ya nos describe como de hospedajes incómodos y sucios (una constante habitual en viajeros, no importa el lugar, tiempo y condición, fuera de su país y a cualquier destino, hasta bien entrado el siglo XX), bronco y peligroso, pero exótico, porque los hispanos provocaban «una sensación de extrañeza».

En todo caso -y con independencia de la fecha que se ponga al neogoticismo y comienzo de la Reconquista propiamente dicha y al peregrinaje jacobeo-, parece claro que, desde muy pronto (quizá, con Alfonso II, a principios del siglo IX), los reductos cristianos refugiados tras la cordillera Cantábrica y en los Pirineos (a diferencia de lo ocurrido con otras comunidades cristianas engullidas por el expansionismo árabe, que se integraron o coexistieron), lejos de considerar el dominio musulmán como un mero cambio político, se mostraron contrarios al sincretismo religioso e irreductibles en su occidentalidad y en la defensa de su catolicidad, quizá porque, ya antes, en el siglo VI, fuera la argamasa más efectiva que encontró Recaredo para unir a las dos comunidades, los hispanorromanos y los visigodos. Isidoro de Sevilla, en su Historia Gothorum y en las Etimologías, recoge (de Flavio Josefo) la genealogía de Túbal (el quinto hijo de Jafet y nieto de Noé), como padre de los íberos (y también «de las gentes de Italia»); el cual, como hermano de Magog (antepasado común de escitas y godos), hace que sus descendientes sean un solo pueblo, encajando, pues, con «el proyecto integrador del obispo hispalense», en su afán de disolver, por integración (religiosa), las diferencias entre visigodos e hispanorromanos.

El caso es que los cristianos del norte interpretaron la presencia musulmana como una invasión que amenazaba su identidad cultural y religiosa, un preludio del Apocalipsis, como explicaba el Beato de Liébana. Primero resistiendo y luego penetrando hacia el Ebro y hacia el Duero, ocupando tierras poco pobladas, en lo que los medievalistas clásicos llamaron el «desierto del Duero» (y que los especialistas actuales nos cuentan ahora que no estaba tan «desierto»), los reinos medievales hispánicos fueron conformando una especie de sociedad de frontera (en una descripción que parece deudora de un curioso toma y daca de la interpretación turneriana del Oeste americano) y fueron articulando el relato de la cruzada ibérica, ya fuera con Alfonso VI, en Castilla, o con Jaume I, el Conqueridor, en Aragón y Cataluña. Como veremos en páginas posteriores, el mito de origen medievalista es común a casi todos los países europeos. Y, aunque su estallido, y carga político-cultural, sea romántico (un movimiento cuya etimología precisamente es un eco del romancero medieval español), en España venía de muy atrás. Con todo, resulta muy complicado extrapolar este relato de Reconquista hacia la modernidad y mucho más demostrarlo. Sin embargo, sí es posible -como iremos viendo en este ensayo- que la idea de esa pugna medieval ibérica corno crisol de un cristianismo militante, irreductible y fanático, haya quedado incrustada como parte sustancial de la imagen de España. Una imagen denostada por reformadores y protestantes del XVI (holandeses, alemanes e ingleses), ilustrados del XVIII y republicanos del XIX, pero admirada por católicos de todo tiempo, y celebrada con entusiasmo por los escritores románticos del XIX y del XX (sobre todo, alemanes y americanos). Lo curioso es que esa imagen de un catolicismo tridentino sin tacha, monolítico y cerrado -criticada o alabada, tanto da-       coexiste, valga la contradicción, a veces sin solución de continuidad, y hasta en los mismos autores, con la idea de «una religiosidad formal y escasamente sentida» (escribe Carlos Mª. Rama, mediado el siglo pasado), frágil y convencional, más rítualízada que asumida, ignorante y poco fundamentada (o eso pensaban demasiados católicos de Europa septentrional), sospechosa de supersticiones y prácticas orientalizantes (la línea de argumentación favorita en los pendolistas del cardenal Ríchelieu); en suma: esos españoles que terminaban su lucha secular con la admirada (en Europa) Reconquista de Granada estaban «amarranados», léase contaminados por musulmanes y judíos tras siglos de enfrentamientos y convivencia.

Esa España atemporal, pues, nos sirve un guiso de difícil digestión histórica y, sin embargo, muy presente en el imaginario colectivo occidental como referente de determinadas características culturales asociadas a ciertas ideas genéricas de España, supuestamente inmunes a los cambios de tiempo y circunstancias. Aunque, ya nos explicó, no hace tanto, don Julio Caro Baroja que esos mitos o meditaciones a contrapelo sobre el Carácter Nacional, sí acaso, podrían formularse como resultante, pero difícilmente como origen. «Las naciones se disfrazan, pues, de eternidades, canibalizando la historia», es el elegante resumen que propone Gabriel Magalhaes al respecto. Al parecer, Gerald Brenan, al leer Los curiosos impertinentes de Ian Robertson, escribió que buena parte de cuanto los viajeros han escrito acerca del carácter español deb[ía] ser retirado, porque los profundos cambios acaecidos en la España contemporánea hacían que se hubiera perdido en gran medida la idiosincrasia tradicional: [...] de las cosas que amaba Ford, solo el paisaje y las iglesias permanecerán. «Los viejos vicios, las viejas convicciones, todo se ha ido arroyo abajo», le advertía un comunicante alemán, largo tiempo residente, a Hans Magnus Enzensberger. Por otra parte, puede que tengan cierta razón Arthur Britton y Mary Maynard al señalar que «las diferencias DENTRO de una población son con frecuencia mayores que las diferencias ENTRE poblaciones»: una opinión que ya había expresado mucho antes el perspicaz embajador de la I República Francesa, Jean-FranQoís de Bourgoíng, proponiendo que, en lugar de clasificar a los europeos por la nacionalidad, quizá fuera más oportuno clasificar a sus habitantes [ ...] en relación a la parecida educación [ ...] que reciben.

Administrada la vacuna contra el anacronismo, vayamos con el antídoto: porque, curiosa y paradójicamente , los estereotipos -los negativos no menos que los positivos- han contribuido poderosamente a fabricar «el español» como sujeto colectivo, propio y foráneo. La sobre-generalización y la mezcla de agregados, que es consustancial a la naturaleza de este peculiar modo de razonar, han sido decisivas a la hora de esculpir la imagen de ese sujeto inaprehensíble y ahistórico que de forma genérica llamamos «español». Una de las conclusiones más entretenidas de este tema resulta precisamente de que esa propaganda anti-española de tiempos imperiales, que conocemos con el nombre genético de «leyenda negra», al agrupar y mezclar todo un rosario de categorías diversas y heterogéneas para introducirlas en un revuelto genérico llamado «español», paradójicamente, ha fabricado lo que odiaba (empezando por la literatura italiana anti-aragonesa del Renacimiento, en que hace de «los catalanes» los primeros «españoles», por generalización); estimulando, al tiempo, una respuesta de categorías positivas, a veces incluso desde una reacción agraviada, pero no por ello menos genérica y más «española»: así ha sido desde Quevedo (en su España defendida de 1609), y las piezas históricas del teatro clásico de Cervantes, Lope y Calderón, a Blasco Ibáñez o Juderías, pasando por los costumbristas del XIX. A los efectos, y en nuestros días, es curioso comprobar que nada ha contribuido tanto al surgir  -casi espontáneo, y, desde  luego, inédito-  de  un  patriotismo constitucional  español  como  las  diatribas supremacistas  e hispanófobas del nacionalismo catalanista.

Jean-Franois Bourgoing -un diplomático de carrera francés, buen conocedor del país- decía que, en España, era recomendable acompañar cada regla con una excepción. Tantas, pues, son las contradicciones y salvedades, que mi maestro, Raymond Carr, me decía que
«esta literatura, salvo notables excepciones, era, en general, basura intelectual. Un juicio severo, sin duda, aunque no tanto como el de Farinelli -el sabio del hispanismo italiano-, cuya magistral dedicación al tema no le impidió confesar que muchos de aquellos libros hubiera querido «tirarlos por la ventana». «Tout y estfaut et ridiculement altére», una falsedad ridículamente despectiva, sentenciaría Morel Fatio (que se convirtió en padre del hispanismo francés moderno, porque acertó a distinguir al académico profesional del «hispanizante» romántico, 1879). Pero... -parafraseando, en negativo, la famosa afirmación atribuída a Galileo (aunque inventada por Giuseppe Baretti)- eppur [non] si muove, y ahí está la imagen: si bien variada y contradictoria, como una realidad siempre presente, constante, recurrente y aplastante. Y no solo ocurre en el caso de España: basta un vistazo al libro de Anderson sobre la imagen de Rusia en Inglaterra, lo cierto es que los estereotipos, haciendo honor a la etimología clásica, son, con frecuencia, asombrósamente estables.

IMAGEN EXTERIOR, IMAGEN INTERIOR

Se entiende que de aquello que trata este ensayo es, exclusivamente, de la imagen «del otro», del extranjero, sin entrar en lo que sería su complemento alternativo: la relación entre la imagen exterior y la propia, y el efecto de esa imagen del extranjero en la construcción de la propia narrativa nacional, la cual -dice Benedict Anderson, quizá con razón- se va configurando «por comparación». Las imágenes son, pues, «interactivas», de suerte que «los extranjeros, con sus representaciones de España, participaron también en su construcción »: y ese enfoque -que es el que propone Xavier Andreu en un excelente artículo- es uno de los más interesantes con el que puede abordarse el estereotipo. Sin embargo, no es el de este trabajo, sin que por ello tenga uno que caer en una nómina de
«falsedades» de los estereotipos, frente a «verdades» de una supuesta auténtica identidad nacional: una propuesta que, aunque fuera «por rechazo», colocaría el debate dentro de parámetros «esencialistas». Aquí se propone que el sujeto no sea lo mirado (cfr., «España»,
«los españoles»), sino la mirada: la imagen, sin importar tanto su sintonía con la realidad factual como su capacidad de formar un estereotipo; no tanto el juicio como el prejuicio.

Con frecuencia, también observaremos que el sujeto, en realidad, es el otro, el relator, del cual lo relatado dice casi más de él mismo que del pretendido objeto de la relación, de forma que -al tiempo- el estereotipo «refleja una necesidad de los observadores», nos advierte el profesor  Ben  Ami.  Porque las  imágenes  sirven asimismo  a  sus  autores para  definir  la  posición propia, en  una  suerte de «autoimagotipo». Tomemos, por ejemplo, a los philosophes:  «hablar mal de España, podía con frecuencia -advierte Anthony Pagden­ ser una manera indirecta de hablar mal de Francia», tomando el país ibérico como «cabeza de turco» y pretexto para verter de manera prudente (y sin caer en el enojo del rey cristianísimo, que, como pudieron comprobar Voltaire y Rousseau, no era precisamente suave) sus opiniones sobre Francia. A veces, pues, España hacía de «espejo reflectante de los peligros que acechaban a Francia». El subterfugio, empero, no siempre funcionaba: el Marquis de Langle publicó una encendida defensa del régimen político británico a costa de cargar contra elfanatism o de los españoles, los cuales, según aquel Figaro escandaloso, vivían intoxicados bajo el imperio de los monjes. Aunque Jean-Marie Jérome Fleuriot abrigaba en su alegato la estrambótica esperanza -y esto fue lo que le perdió- de que les salvara nada menos que el propio conde de Aranda, a quien pinta como un librepensador, descreído e iconoclasta, dispuesto a hacer grabar en el frontispicio de todas las iglesias en España los nombres de Calvino, Lutero y Mahoma, y decidido a vender todas las alhajas de los santos para construir caminos y puentes: una imagen que puso en un aprieto a don Pedro Pablo Abarca -a la sazón embajador en París y bajo sospecha de favorecer a enciclopedistas e ilustrados radicales-, al punto que Aranda se sintió obligado a publicar una refutación anónima, aparecida en 1785 con el título Dénonciation au public. Du voyage d'un soi-disant Figaro en Espagne (1785). El gobierno de Luis XVI se tomó en serio la refutación y la queja del embajador español, y ordenó la quema pública de la irreverente publicación francesa, lo cual, naturalmente, aseguró su éxito editorial. Y sin irse tan atrás, sabemos (gracias a Pierre Laborie) que, en mucho de la literatura francesa sobre la Guerra Civil, España era el pretexto, el ejemplo -o el temor- de lo que podría ocurrir en Francia. Porque España pasó a representar en el imaginario europeo de los treinta el «espejo distorsionado» de lo que amenazaba en el horizonte, de suerte que «la Guerra Civil funcionó como una terrible profecía del espanto mundial que vendría a continuación». En suma, el objeto como pretexto del sujeto relator.

En este universo intelectual que salta entre siglos se maneja con grandes agregados y se extiende en generalizaciones, es fácil comprender que las fuentes más adecuadas no sean siempre las «mejores» -esto es, las más precisas o las más complejas-, sino aquellas que con mayor candidez se dejan llevar por el desliz freudiano del estereotipo y que tienen más difusión e impacto. Nuestro problema se complica en la medida en que la historia de la imagen de España no nos ha dejado un estereotipo único y consistente, como mandan los cánones de esta noción aristotélica -con arreglo a la cual el stereós, la roca, permanece única e inalterable, para hacer compatible precisamente el ser de las cosas con el cambio potencial de las mismas-, sino que de España se registran dos estereotipos principales, los cuales, a mayor abundamiento y enredo, presentan un petfil caracterológico contradictorio; a saber: el ESPAÑOL MILITANTE frente al ESPAÑOLINDOLENTE. La pluralidad y contradicción de estereotipos es filosóficamente desconcertante, porque es incoherente, pero no es infrecuente: el estereotipo del «judío » en Estados Unidos, por ejemplo, aparece caracterizado, al tiempo, como «astuto», pero «inferior»; «débil» y «poderoso»; «izquierdoso», pero «avaricioso»; encerrado en su «clan», pero empeñado en hacerse un sitio en la «centralidad de la sociedad americana». «El mal de muchos»..., diríamos parafraseando el refranero, es un pobre consuelo, porque la disonancia cognitiva debiera resultar insoportable, al menos para un pensamiento racionalista, aunque no es menos cierto que el flash que proyectan «imágenes­ etiqueta» (ya sea por escrito, en pintura o en ópera, fotografía y cine) no precisa de la coherencia que requiere el pensar con conceptos. Quizá por eso -nos tranquiliza el profesor Lamo-los estereotipos «son plurales e incoherentes. No hay una imagen, sino una variedad de imágenes incoherentes». No estamos, pues, ante problemas de lógica, sino de psicología social: fue la primera lección que -ante este tipo de planteamientos- recibió como estudiante el profesor R. A. Brotemarkle.


ESTEREOTIPOS A TRAVÉS DE LOS SIGLOS: 
ESPAÑOL MILITANTE/ESPAÑOL INDOLENTE

En todo caso, esas dos imágenes de España que venimos de señalar, esos dos contrastes -militante e indolente-, se han ido decantando desde el quinientos al novecientos al discurrir entre sensibilidades diferentes por tamices diversos. A efectos de nuestro tema, estos quinientos años largos podrían organizarse en cuatro períodos diversos. El primero, que arrancaría en el último cuarto del siglo XV y se extendería hasta mediado el seiscientos, comprende una etapa que podríamos caracterizar como de «admiración y confrontación», para forjar la imagen (I) del ESPAÑOL MILITANTE. El segundo periodo, que abarcaría del último cuarto del siglo XVII hasta fines del XVIII, se caracterizaría por la crítica y el contraejemplo para acuñar la imagen (II) del ESPAÑOLINDOLENTE. El tercer período, iniciado a finales del XVIII, se prolongaría hasta mediado el ochocientos, generando una visión emocional y exótica, para añadir un tinte (III) PASIONAL a la imagen de lo español. Una estampa resucitada con fuerza y profusión en el bucle neorromántico que comienza en los años veinte, aunque cristaliza como imagen al pairo de la Guerra Civil de 1936: porque -aseguraría Ill ya Ehrenburg de la trágica ocasión- todos estuvimos allí . Anthony Eden (en la Conferencia de Nyon de 1937 y como titular del Foreíng Office) la tildó, con despectivo sarcasmo, como the war of Spanish Obsession. Pero la verdad es que la Guerra de España representó en el imaginario de la época la última gran causa: la lucha entre la vida y la muerte (Nikos Kazantzakis), un conflicto apocalíptico, escribía Gustave Regler en su autobiografía, The Owl of Minerva -maniqueo, o no, esa esotra cuestión- entre lasfuerzas del bien y el mal (Thomas Mann). En los dos lados: basta ojear a George Santayana o T. S. Elíot. Por fin, el cuarto periodo discurriría entre el último tercio del ochocientos y la primera década del siglo xx, sumando a ese español indolente del XVIII, y desde un enfoque neodarwinista, una imagen (IV) de DECADENCIA, INADAPTACIÓN y hasta DEGENERACIÓN al carácter estereotipado del español
.
Emparejando los tipos de características si no homogéneas, al menos intelectualmente compatibles y hasta complementarías, a veces, obtendríamos como resultado dos grandes estereotipos: el del español MILITANTE y APASIONADO (períodos I y III), frente a la imagen del español INDOLENTE y DECADENTE, cuando no INADAPTADO y hasta DEGENERADO (de los períodos II y IV). ¿Un esquema grueso y generalista, plagado de excepciones y contraejemplos? Sin duda: como corresponde al estereotipo, una manera peculiar de aproximarse  a la realidad que prescinde del análisis, la investigación y la comprobación para colgar etiquetas simplistas, en efecto. Pero de una indudable capacidad de convicción y de un arraigo persistente.
































"ESPAÑA MARIANA"




VER+:
'El Sueño de Toledo' convierte la historia de España
 en un gran espectáculo

La historia está ahí, en los libros, en los vestigios que quedan y en las gentes que lo han ido contando. Me he puesto algo cursi, pero es que ayer fue la noche inaugural de 'El Sueño de Toledo' que convierte la historia de España en un gran espectáculo y que da todo lo que prometía.

Noche inaugural en Puy du Fou con un espectáculo de música, coreografías, luz y agua, con toda la pompa que se merecía el repaso a 1500 años de historia en 70 minutos de show propio de una gran producción de Hollywood.

Bailes, música, voz en off, luchas a caballo y a espada, caballeros trepando por los muros de un castillo y una de las carabelas de Colón emergiendo de las aguas de una manera totalmente espectacular son algunos de los momentos álgidos del espectáculo. Hay momentos para Cervantes, Lope de Vega y Calderón en forma de pasajes de sus obras más célebres: 'El Quijote', 'El caballero de Olmedo' y 'La vida es sueño' y también hay sitio para Dalí y para Alberti.


Puy de Fou se estrena en Toledo 
con un 'sueño' de 15 siglos de historia

Henry Bergson: 
"Yo de equivocarme, me equivoco con la Tradición". 
Abuelo de Fernando García de Cortázar

La intención de Henry Bergson, en su obra “Las dos Fuentes de la Moral y la Religión”, es la de mostrar de qué manera la aparición del cristianismo y su posterior consolidación en el universo occidental marca un quiebre en la historia humana de manera que significa un “salto” evolutivo espiritual y social. Espiritual por inaugurar una nueva actitud en relación a la sociedad y a la humanidad (la de la acción y el amor) y social por cuanto esta situación habría posibilitado el surgimiento de una nueva forma de organización social, cual sería la democracia y la representación parlamentar en el Estado Moderno, presentándose como la forma más cercana a una sociedad de la apertura. Ambas situaciones históricas se auto afirman y condicionan, sociedad cerrada-religión estática, sociedad abierta-religión dinámica. La división entre religión estática y dinámica estaría dada por la función que la religión desempeña en la sociedad. En la sociedad primitiva la religión surge como prevención al temor que provoca lo desconocido y su función es la de servir como dispositivo contra el poder disolvente de la inteligencia, que haría aparecer el egoísmo del individuo y produciría la desintegración social, por lo tanto esta primera función estaría encuadrada en el orden de la conservación social. 

La segunda función sería la de servir como dispositivo contra la depresión por el poder de la inteligencia de representarse la inevitabilidad de la muerte. Por su parte la religión dinámica habría abierto el universo espiritual del hombre al encarnarse en la religión cristiana la ideología del amor por la humanidad y su función sería la de mantener este horizonte siempre abierto (merced a la propagación del ímpetu o impulso místico) y aumentar así cada vez más los niveles de libertad y de indeterminación de la especie. Sin embargo, cuando volvemos a interrogar a las sociedades primitivas por su funcionamiento social y religioso, auxiliados por estudios antropológicos y etnográficos, vemos que el diagnóstico dado por Bergson sobre estas sociedades estaba bastante deformado y alejado de la realidad. 

El propio etnocentrismo de que se empapó su obra en lo referente a las sociedades arcaicas influyó con certeza a la hora de definir el verdadero problema que depara analizar la función de la religión tanto en las sociedades primitivas como en la “civilizada”.


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Nunca está de más recordar la advertencia de la máxima clásica: «Los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla». A repetir, naturalmente, los errores, algo que acecha especialmente en tiempos complicados como los actuales. Para conocer la trayectoria colectiva nada mejor que un buen libro de historia. Y aún mejor si a la solvencia y al rigor exigibles se unen un estilo impecable y una lograda amenidad, consiguiendo que su lectura resulte un cometido tan provechoso como placentero.
La excelente acogida no es extraña, dado que el estudio cumple de manera extraordinaria su propósito de ofrecer una síntesis del discurrir de nuestra nación. Tarea, sin duda, nada fácil la de resumir y dar las claves de siglos y siglos plenos de acontecimientos, en muchos casos decisivos no solo para España sino para el mundo entero, como fue, por ejemplo, el descubrimiento de América en 1492. Máxime cuando, como señalan sus autores, su «Breve historia de España» «no ha de ser sólo la de sus reyes y héroes, sino también la del arado y la oveja, los viajes marítimos y la burocracia, las leyes y los libros y, sobre todo, un recuerdo de quienes aguantaron los golpes de la esclavitud, la explotación o el dolor».
En efecto, no sólo se recoge todo cuanto aconteció, proporcionándonos una completa visión de un itinerario rico y complejo. La amplia documentación manejada, de fuentes primarias y secundarias, no es mera y fría erudición. La obra nos hace vivir la Historia y nos transmite (es uno de sus grandes aciertos), un legítimo orgullo. Como reza la cita de Eugenio de Nora que encabeza el primer capítulo, no estamos ante la «historia que bosteza en los libros», sino ante una historia viva porque «¡España está en nosotros!».


“La irresponsabilidad por los daños 
forma parte de la esencia del terrorismo” 

El pensador alemán Jürgen Habermas empleó por primera vez en 2001 la expresión “sociedad postsecular” para referirse a un importante cambio que, a su juicio, se ha producido recientemente en la conciencia pública de las sociedades industriales modernas más intensamente secularizadas.1 A lo largo de los últimos decenios, estas sociedades habrían ido tomando conciencia de que la religión no es un mero vestigio del pasado, un anacronismo llamado a desaparecer, sino una realidad con la que hay que seguir contando. Esta circunstancia habría llevado a replantear en ellas la relación entre Modernidad y religión. En la sociedad postsecular, la razón secularizada alcanza un nuevo nivel reflexivo al emprender un diálogo con las tradiciones religiosas, diálogo que, según veremos, Habermas concibe como un proceso de aprendizaje mutuo.

Para Habermas, el rasgo distintivo del período histórico moderno consiste en que en él ya no existe una “imagen del mundo” unificada. La religión no constituye ya el centro de gravedad capaz de mantener unida y cohesionada la cultura occidental. El ámbito de lo sagrado ha sido progresivamente desencantado y depotenciado merced a la activación de las competencias comunicativas generales, es decir, la capacidad para buscar el entendimiento con los otros y alcanzar un consenso basado en argumentos. “El aura de arrebato y terror que irradia de lo sagrado, la fuerza fascinante de lo santo, se subliman y vuelven cotidianas al convertirse en fuerza vinculante de pretensiones de validez expuestas a la crítica”4. La progresiva sustitución de la autoridad de lo santo por la autoridad del consenso racional tiene consecuencias de largo alcance. Se produce, por un lado, la diferenciación o desgajamiento (Ausdifferenzierung) de la ciencia, la moral y el arte como esferas independientes, no sometidas a tutelas ni puestas al servicio de fines que les son extraños; por otro, la privatización de la religión, que es gradualmente desalojada del dominio público y remitida al ámbito de la conciencia individual.