"Hablar de Dios resulta peligroso"
Desde el vacío del mundo oficialmente
intelectual ateo
Fue repitiendo el Padrenuestro, empecé a querer... y estaba impaciente por hacer el bien
Tatiana Goritcheva nació en Leningrado en 1947. Estudió filosofía y radiotecnia. Como ella misma expone en el relato de su conversión, su juventud fue una muestra típica de lo que era capaz de producir el sistema ateo soviético, a excepción quizá de una cierta inquietud intelectual que sus estudios de filosofía le habían despertado. A los 26 años se convirtió al cristianismo. "Si alguien me pregunta -relata ella- qué significa para mí el retorno a Dios, qué es lo que esa conversión me ha hecho patente y cómo ha cambiado mi vida, puedo contestarle con toda sencillez y brevedad: lo significa todo. Todo ha cambiado en mí y a mí alrededor. Y, para decirlo con mayor precisión aún: mi vida empezó sólo después de haber encontrado a Dios". Pocos años después, en 1984, puso por escrito el relato de su conversión.
De ningún sitio a ninguna parte
"Para las personas que han crecido en países occidentales no es fácil entender. Han nacido en un mundo de tradiciones y normas, aunque ya no puedan considerarse totalmente estables. Esas personas han podido desarrollarse de una manera "normal", leyendo los libros que han querido, eligiendo sus amigos y haciendo la carrera que han preferido. Han podido viajar a cualquier país. O han podido retirarse del mundo, para cuidar amorosamente de su familia, para encerrarse en un monasterio o dedicarse a la ciencia, eligiendo para ello el mejor lugar. Yo he nacido, por el contrario, en un país en que los valores de la cultura, religión y moral fueron arrancados de raíz, de manera intencional y con éxito. Yo no vengo de ninguna parte ni voy a ningún lugar. Carezco de raíces y he tenido que caminar hacia un futuro vacío y absurdo.
Yo lo odiaba todo
Cuando era adolescente, una amiga mía se quitó la vida a los quince años porque no pudo soportar lo que le rodeaba. Dejó una nota que decía: "Soy una persona muy mala", cuando era una criatura de corazón extraordinariamente puro, que no sufría la mentira, y que jamás pudo mentirse a sí misma. Aquella muchacha se quitó la vida al descubrir que no vivía como hubiera debido hacerlo y porque de alguna manera tenía que romper el vacío que le rodeaba y encontrar la luz. Pero no encontró el verdadero camino... Hoy, veinte años después de su muerte, yo puedo expresar lo mismo en un lenguaje cristiano. Mi amiga había descubierto su condición de pecadora. Había descubierto una verdad fundamental, a saber: que el hombre es débil e imperfecto, pero no alcanzó a conocer la otra verdad, aún más importante, que Dios puede salvar al hombre, arrancarlo de su condición de caído y sacarlo de las tinieblas más impenetrables. De esa esperanza nadie le había hablado, y murió oprimida por la desesperación.
Personalmente no podía compararme con mi amiga en sus dotes espirituales. Yo vivía como una bestezuela acorralada y furiosa, sin erguirme jamás y sin levantar la cabeza, sin hacer intento alguno por comprender o decidir algo. En las redacciones escolares escribía -como era de ley- que amaba a mi patria, a Lenin y a mi madre, pero eso era pura y llanamente una mentira. Desde mi infancia odié todo lo que me rodeaba; odiaba a las personas con sus minúsculas preocupaciones y angustias, más aún me repugnaban; odiaba a mis padres que en nada se diferenciaban de todos los demás, y que se habían convertido en mis progenitores por pura casualidad. Oh, sí, yo enloquecía de rabia al pensar que, sin deseo alguno de mi parte, y de modo totalmente absurdo, me habían traído al mundo. Odiaba hasta la naturaleza con su ritmo eternamente repetido y aburrido, verano, otoño, invierno... Lo único que yo amaba era la soledad absoluta.
Más tarde, cuando ya supe leer, me parapetaba tras los libros... Sólo en ellos se vive sin angustia, sin postergaciones, engaños, y atropellos, sólo en los libros no se vive en una mentira permanente...
El desprecio que alentaba en mi interior, no fue obstáculo, sin embargo, para que externamente pasase por una niña tranquila y con éxito, que siempre destacaba por sus logros especiales, alabada por los profesores y querida por los compañeros. Naturalmente yo no me daba cuenta de lo incoherente de mi conducta, mi razón y mi conciencia callaban.
Nadie me había dicho que el amor está por encima de todo
Y en la escuela, por supuesto, sólo se fomentaban las cualidades externas y "combativas". Con esto se reforzó más mi orgullo, floreciendo plenamente. Mi meta fue entonces ser más inteligente, más capaz, más fuerte que los demás. Pero nadie me dijo nunca que el valor supremo de la vida no está en superar a los otros, en vencerlos, sino en amarlos. Amar hasta la muerte, como únicamente lo hiciera el Hijo del hombre, al que nosotros todavía no conocíamos.
Es bien sabido que mi generación dio muchísimos seguidores de Nietzsche. A Nietzsche lo leí cuando tenía diecinueve años (mientras que el Evangelio sólo lo leí a los veintiséis) y de inmediato me gustó mucho, como me gustaron también Sartre, Camus, Heidegger, y la filosofía existencialista, rebelde y tan cercana a nosotros. En los años de la liberalización, eran autores en parte permitidos, cuyas traducciones empezaron a circular. Para nosotros el existencialismo fue el primer sorbo de libertad, la primera palabra sincera que no estaba prohibida...
Por lo demás, es interesante consignar que nuestros caminos (el de occidente y oriente) pronto se separaron. La juventud occidental vivió los sucesos de 1968, recorrió el camino de una "politización" cada vez mayor de la conciencia y se enardeció con el marxismo... Nosotros, por el contrario, ahondamos más y descubrimos los valores imperecederos de la cultura, la historia y la ética. Y acabamos familiarizándonos con Dios y con la Iglesia... Así, nuestra liberación empezó con el descubrimiento del pensamiento occidental libre. Y es curioso que, cuando entramos en contacto con el mundo ancho y maravilloso del pensamiento cristiano, no mandamos al diablo al impío Sartre ni al orgulloso Camus. Pese a toda su antireligiosidad, Sartre pudo conducirnos hasta la frontera de la desesperación en que empieza la fe. Su idea central de que el hombre en cada segundo de su existencia tiene que tomar una decisión libre, es de hecho una idea cristiana. Porque a Dios le agrada el amor voluntario del hombre, y por respeto a la libre decisión de nuestra voluntad Dios no aniquila el mal en el mundo.
Pero no nos adelantemos
Para mí, en tanto que existencialista consecuente y rabiosa, durante mucho tiempo no existió el cristianismo ¿Para qué regresar a los viejos mitos? Pero en mi vida se afianzaba la tendencia a un orgullo cada vez mayor y a una mayor autodestrucción. Siguiendo la línea de Nietzsche yo me tenía por una aristócrata espiritual; es decir, por una persona "fuerte" capaz de dirigir y configurar mi propia vida gracias la decisión de mi libre voluntad. Las gentes "débiles" y vulgares no pueden hacer frente con "nada" a ese reto y escapan del absurdo y sin sentido de la existencia refugiándose unos en la familia, y otros en la política o en la carrera. Oh, cómo los odiaba a todos y qué bien entendía lo de "esclavizar" a los hombres para comprobar enseguida maliciosamente, que todos, tanto varones como mujeres, aman la esclavitud y hasta la buscan.
Dejé de mentir
Entonces aspiraba ya a una vida "íntegra" y consecuente. Me sentía filósofa y dejé de engañarme a mí misma y a los demás. La verdad amarga, terrible y triste, estaba para mí por encima de todo lo otro. Pese a lo cual mi existencia seguía tan desgarrada y contradictoria como antes. Yo sentía un gusto permanente por el contraste y el absurdo, por los imponderables de la vida. También alentaba en mí el esteticismo. Por ejemplo un día me gustaba mucho ser una alumna "brillante" y con el orgullo de la facultad de filosofía trataba con intelectuales sutiles, asistía a conferencias y coloquios científicos, hacia observaciones irónicas y sólo me daba por satisfecha con lo mejor en el aspecto intelectual. Por la tarde y por la noche, en cambio, me mantenía en compañía de marginados y de gentes de los estratos más bajos, ladrones, alienados y drogadictos. Esa atmósfera sucia me encantaba. Nos emborrachábamos en bodegas y buhardillas. A veces alquilábamos una vivienda simplemente para pasar el rato, tomar una taza de café y después desaparecer.
Sólo un hombre intentó una vez ponerme una contención. Debo calificarle con todo merecimiento como mi primer maestro. Fue nuestro profesor Boris Míchailowitsch Paramonov; era docente eventual en la facultad de filosofía y no pudo permanecer mucho tiempo. Ahora ha emigrado y vive en América. Una vez me dijo:
- Tania, ¿por qué intenta usted destruirlo todo? ¿No comprende que ese placer destructivo ha sido desde siempre la miseria del pensamiento ruso? Vea usted que vivimos en un mundo en el que el nihilismo ya ha triunfado por completo. No tiene más que acudir al mercado soviético y sólo hallará mostradores vacíos. No hay nada de lo que debería haber en un mercado. En lugar de eso sólo se ve por doquier letreros en rojo que dicen "¡Adelante hacia la victoria del comunismo!", "Un paso adelante y dos para atrás. Lenin", etc. Ahí tiene usted su absurdo tan acariciado. Es algo que ya está creado por los bolcheviques. Por completo. ¿Qué es lo que usted desea agregar todavía?
Esas palabras me produjeron entonces una impresión profunda. Pero ni Paramonov ni yo sabíamos por entonces como se podía salir de ese círculo infernal y crear vida en lugar de destruirla.
Tampoco hallé una salida con mi entusiasmo por las filosofías orientales y por el yoga al que me dediqué después de las horas de estudio. El yoga me permitió sólo el acceso al mundo de lo absoluto, haciendo que mi ojo espiritual percibiese una nueva dimensión vertical de la existencia y destruyendo mi orgullo intelectual. Pero el yoga no pudo librarme de mí misma. Tenía un cierto carácter científico que a nosotros nos atraía en gran manera: con la ayuda de ejercicios y mediante el conocimiento de determinadas "fuerzas astrales y mentales" se podía apuntar de lleno y de un modo consciente al superhombre.
Pero ¿por qué y para qué? A esta pregunta respondía cada uno como más le venía en gana. Yo quería, naturalmente, convertirme en un dios. Yo quería ser la más inteligente y la más fuerte. Deseaba fundirme con el absoluto y sumergirme en la felicidad eterna. Ahora tenía que luchar contra ciertos sentimientos negativos como el odio y la irritabilidad, porque sabía muy bien que "consumen energía" y me arrojan a un plano más bajo de la existencia. Mas el vacío, que desde largo tiempo atrás venía siendo mi sino y me rodeaba de continuo, no estaba aún superado. Al contrario, se hacía cada vez mayor, se convertía en algo místico y amenazador que me angustiaba hasta la locura.
Me invadió entonces una melancolía sin límites. Me atormentaban angustias incomprensibles y frías, de las que no lograba desembarazarme. A mis ojos me estaba volviendo loca. Ya ni siquiera tenía ganas de seguir viviendo.
¿Cuántos de mis amigos de entonces han caído víctimas de ese vacío horroroso y se han suicidado? Otros se han convertido en alcohólicos; algunos están en instituciones para enajenados... Todo parecía indicar que no teníamos esperanza alguna en la vida.
Mi segundo nacimiento
Pero el viento, que es el Espíritu Santo, sopla donde quiere. Cansada y desilusionada realizaba mis ejercicios de yoga y repetía los mantras. Hasta ese instante yo nunca había pronunciado una oración, y no conocía realmente oración alguna. Pero el libro de yoga proponía como ejercicio una plegaria cristiana, en concreto la oración del Padrenuestro. ¡Justamente la oración que nuestro Señor había recitado personalmente! Empecé a repetirla mentalmente como un mantra, de un modo inexpresivo y automático. La dije unas seis veces; entonces de repente me sentí trastornada por completo. Comprendí -no con mi inteligencia ridícula, sino con todo mi ser- que Él existe. ¡Él, el Dios vivo y personal, que me ama a mí y a todas las criaturas, que ha creado el mundo, que se hizo hombre por amor, el Dios crucificado y resucitado!
En aquel instante comprendí y capté el "misterio" del cristianismo, la vida nueva y verdadera. En aquel momento todo cambió en mí. El hombre viejo había muerto. No sólo deje mis valoraciones e ideales anteriores, sino también a las viejas costumbres.
Finalmente también mi corazón se abrió. Empecé a querer a las personas. Inmediatamente después de mi conversión todas las gentes se me presentaron sin más como admirables habitantes del cielo y estaba impaciente por hacer el bien y servir a Dios y a los hombres.
¡Qué alegría y qué luz esplendorosa brotó entonces en mi corazón! El mundo se transformó para mí en el manto regio y pontifical del Señor. ¿Cómo no lo había percibido hasta entonces?
Así empezó de nuevo mi vida. Mi redención era algo perfectamente concreto y real; había llegado de modo repentino, aunque la había anhelado desde mucho tiempo atrás, y sólo el Espíritu Santo pudo realizarla en mí, porque sólo Él puede crear una "nueva criatura" y puede reconciliaría con el Eterno. Sólo por Él y su gracia puede solucionarse el conflicto central de la personalidad humana, el conflicto entre libertad y obediencia".
-Dígame usted, Tatiana Mijailova, ¿de dónde les viene a usted y a Poresch esa fe
en Dios? Porque ustedes han sido educados en una familia soviética normal y sus
padres son gente inteligente y atea. No tienen ustedes antecedentes sociales que
expliquen su fe. No proceden de la clase noble ni tampoco de los campesinos. Por lo
que se refiere a nuestra sociedad en su conjunto, no puede provocar una conciencia
religiosa; entre nosotros no se dan las condiciones para ello: no existe la explotación
del hombre por el hombre, en todas partes se lleva a cabo una propaganda atea, y
todos saben leer y escribir sin que nadie crea ya en fábulas. En lo que aquí estamos
todos interesados es en saber por qué cree usted en semejante absurdo, siendo
como es una persona conformación universitaria.
¿Por qué cree usted en un
absurdo, como si se tratase de una viejuca que no supiera leer ni escribir?
-No era la primera vez que en la KGB entablaba esa conversación en tales
términos. Al principio yo empezaba por explicarme en la medida que me era posible,
e intentaba hacer comprender que nuestra fe no podía deberse a ninguna influencia
occidental, que el Dios vivo estaba personalmente en mi alma, y que no hay una
alegría mayor que esa nueva vida dentro de la Iglesia. No sé si lograba que entendiesen algo. Supongo que no. Esa gente desarrollaba una lucha implacable contra la
fe, contra el espíritu, contra aquello que no era accesible a su inteligencia pero consideraban como la máxima amenaza y el enemigo más peligroso.
Eran asesinos, cínicos e inhumanos, y tenían una astucia diabólica. No
encontraban explicación materialista para las conversiones al cristianismo, pero eso
no les impedía condenar a Wolodia Poresch, un hombre moralmente luminoso,
tranquilo y de grandes dotes, a once años de cárcel.
Si alguien me pregunta qué significa para mí el retorno a Dios, qué es lo que esa
conversión me ha hecho patente y cómo ha cambiado mi vida, puedo contestarle con
toda sencillez y brevedad: lo significa todo. Todo ha cambiado en mí y a mi
alrededor. Y, para decirlo con mayor precisión: mi vida empezó sólo después de
haber encontrado a Dios. Para las personas que hayan crecido en países occidentales, no es fácil de entender. Son personas nacidas en un mundo en el que
existen tradiciones y normas, aunque ya no sean totalmente estables. Esas personas
han podido desarrollarse de una manera «normal», leyendo los libros
que han querido, eligiendo sus amigos y haciendo la carrera que han preferido.
Han podido viajar a cualquier país. O han podido retirarse del mundo, bien para
cuidarse amorosamente de su familia, para encerrarse en un monasterio o para
dedicarse a la ciencia, eligiendo para ello su lugar preferido.
Yo he nacido, por el contrario, en un país en el que los valores tradicionales de
cultura, religión y moral han sido arrancados de raíz de una manera intencionada y
con éxito; yo no vengo de ninguna parte y a ninguna parte voy:
he carecido de raíces y he tenido que encaminarme hacia un futuro vacío y absurdo. En mi adolescencia
tuve una amiga que se quitó la vida a los quince años, porque no pudo soportar todo
lo que la rodeaba. Al morir dejó escrita una nota que decía «Soy una persona muy
mala», cuando en realidad era una criatura de corazón extraordinariamente puro, que
no podía tolerar la mentira y que no pudo mentirse a sí misma. Aquella muchacha se
quitó la vida porque descubrió que no vivía como hubiera debido, y porque de alguna
manera había que romper el vacío que a una le rodeaba y encontrar la luz. Pero ella
no encontró ese camino.
Mi amiga era una persona demasiado profunda y extraordinariamente consciente para su edad, y comprendió que también ella tenía en todo
una responsabilidad y una culpa. Hoy, a los veinte años de su muerte, yo puedo
expresarlo en un lenguaje cristiano: mi amiga había descubierto su condición de
pecadora. Había descubierto una verdad fundamental: que el hombre es débil e
imperfecto; pero no descubrió la otra verdad, aún más importante: que Dios puede
salvar al hombre, arrancarlo de su condición de caído y sacarlo de las tinieblas más
impenetrables. De esa esperanza nadie le había dicho nada, y murió oprimida por la
desesperación. Personalmente no podía compararme con mi amiga en sus dotes
espirituales.
Yo vivía como una bestezuela, acorralada y furiosa, sin erguirme jamás
y levantar la cabeza, sin hacer intento alguno por comprender o decir algo. En las
redacciones escolares escribía -como era obligado- que amaba a mi patria, a Lenin y
a mi madre; pero eso era lisa y llanamente una mentira. Desde mi infancia odié todo
lo que me rodeaba: odiaba a las personas con sus minúsculas preocupaciones y
angustias; más aún: me repugnaban; odiaba a mis padres, que en nada se
diferenciaban de todos los demás y que se habían convertido en mis progenitores por
pura casualidad.
Oh, sí, yo enloquecía de rabia al pensar que, sin deseo alguno de mi parte y fruto
de un momento totalmente absurdo, me habían traído al mundo. Odiaba hasta la
naturaleza con su ritmo eternamente repetido y aburrido de verano, otoño,
invierno...
En la escuela, por supuesto, sólo se fomentaban las cualidades externas y
combativas. Se alababa a quien realizaba mejor un trabajo, al que podía saltar más
alto, al que se distinguía por algo. Con ello se reforzó aún más mi orgullo, que
floreció plenamente. Mi meta fue entonces ser más inteligente, más capaz, más
fuerte que los demás. Pero nadie me dijo nunca que el valor supremo de la vida no
está en superar a los otros, en vencerlos, sino en amarlos. Amar hasta la muerte,
como únicamente lo hiciera el Hijo del hombre, al que nosotros todavía no
conocíamos.
Hubo un tiempo en que aspiré a una vida íntegra y consecuente. Me sentí filósofa
y dejé de engañarme a mí misma y a los demás. Pero la verdad amarga, terrible y
triste estaba para mí en primer plano, y por ello mi existencia seguía tan desgarrada
y contradictoria como antes.
Experimentaba un gusto permanente por el contraste y
el absurdo, por los imponderables de la vida. También alentaba en mi el esteticismo.
De día, por ejemplo, me gustaba mucho ser una alumna brillante, el orgullo de la
Facultad de Filosofía, y trataba con intelectuales sutiles, asistía a conferencias y
coloquios científicos. Me gustaba hacer observaciones irónicas y sólo me daba por
satisfecha con lo mejor en el aspecto intelectual. Por la tarde y por la noche, en
cambio, me mantenía en compañía de marginados y de gente de los estratos más
bajos, ladrones, alienados y drogadictos. Esa atmósfera sucia me encantaba. Nos
emborrachábamos en bodegas y buhardillas. Me invadió entonces una melancolía sin
límites. Me atormentaban angustias incomprensibles y frías, de las que no lograba desembarazarme. A mis ojos me estaba volviendo loca. Ya ni siquiera tenía ganas de
seguir viviendo.
¡Cuántos de mis amigos de entonces han caído víctimas de ese
vacío horroroso y se han suicidado! Otros se han convertido en alcohólicos. Algunos
están en instituciones para enajenados... Todo parecía indicar que no teníamos
esperanza alguna en la vida
.Pero el viento del Espíritu Santo «sopla donde quiere», otorga vida y resucita a
los muertos.
¿Qué fue lo que me ocurrió entonces?
Que nací de nuevo. En efecto,
fue un segundo nacimiento lo que experimenté. Cansada y desilusionada, realizaba
mis ejercicios de yoga y repetía los mantras. Conviene saber que hasta ese instante
yo nunca había pronunciado una oración, ni conocía realmente oración alguna. Pero
el libro de yoga proponía como ejercicio una plegaria cristiana, en concreto la oración
del Padrenuestro.¡Justamente la oración que nuestro Señor había recitado
personalmente!
Empecé a repetirla mentalmente como un manera, de un modo inexpresivo y
automático. La dije unas seis veces. Entonces, de repente, me sentí trastornada por
completo. Comprendí -no con mi inteligencia ridícula, sino con todo mi ser- que El
existe.
¡Él, el Dios vivo y personal, que me ama a mí y a todas las criaturas, que ha
creado el mundo, que se hizo hombre por amor, el Dios crucificado y resucitado!¡Qué
alegría y qué luz esplendorosa brotó entonces en mi corazón! Pero no sólo en mi
interior. El mundo entero, cada piedra, cada arbusto, estaban inundados de una
suave luminosidad. El mundo se transformó para mí en el manto regio y pontifical del
Señor. ¿Cómo no lo había percibido hasta entonces? Así empezó mi vida. Mi
redención era algo perfectamente concreto y real.
Había llegado de un modo repentino, aunque la había anhelado desde mucho
tiempo atrás. En un Estado totalitario la Iglesia se nos aparecía como la única isla
limpia en la que realmente se podía vivir. Era la antítesis de cualquier ideología
asesina y el poder de la ideología es realmente absoluto en nuestro Estado. La
ideología corrompe la personalidad, mientras que en la Iglesia es la persona la que
debe madurar en toda su plenitud.
La ideología vive como un parásito de los sentimientos y de la infelicidad de los hombres. En la Iglesia se da el trato afectivo y
creador de las personas entre sí, hay una comunicación sin mentiras.
En la emigración. 29 de julio de 1980
He llegado a Viena.
¿Qué es lo que he sentido aquí? ¿He vivido el sentimiento de
libertad? No. Tampoco en Rusia era libre. La libertad es un don de Dios. Es una
obligación. No un derecho. Tuve la sensación de que había caído en un mundo de
formas, donde todo encontraba su expresión y un envoltorio elegante. Aquí todas las
cosas quieren agradar, y todo tiende de alguna manera a servir al hombre. Me
sorprendió enormemente ver cómo el hombre ocupa el centro dentro del modo de
vida occidental, esa forma de marcado antropocentrismo.
Si en Rusia teníamos que consumir al menos la mitad de nuestras energías vitales
en superar miles de impedimentos que lleva consigo una forma de vida absurda y
difícil, como el ruido de las calles, el apretujamiento en las oficinas, las largas colas
ante las tiendas de comestibles, la lucha por un puesto en los transportes públicos, la
grosería e irritabilidad generales, etc., aquí esas dificultades no se daban. Pero había otras: el exceso de cosas hermosas, de cosas que a una la arrastran, si no está lo
bastante orientada hacia el cielo. Aquí la tierra te puede tragar para siempre.
1. La difusión de la fe sigue caminos humanos. Esto es una sorpresa. Pero pertenece al misterio de la salvación. La Encarnación no pudo ser en todas partes. Tuvo un momento y un lugar. Tampoco la Evangelización, aunque nació con una vocación universal («id y predicad a todas las gentes») se hace de un golpe. Se expandió, con esfuerzo y poco a poco, desde la primera comunidad de cristianos que rodeó al Señor y a los Apóstoles. Y siguió los cauces por los que se comunican los mensajes humanos: en primer lugar, por el testimonio personal de los cristianos. Sigue siendo verdad el reclamo de San Pablo: «¿Cómo creerán si no oyen hablar de él? ¿Y cómo oirán si no hay alguien que predique? ¿Y cómo predicarán si no han enviados? Según está escrito: «Qué hermosos los pies de los que anuncian la Buena Nueva»» (Rm 10, 14-15). Además, el mensaje cristiano, al encarnarse en la cultura, deja también muchos destellos de luz en las obras de pensamiento, de literatura, de arte, que son llamadas de la verdad.
2. El antitestimonio cristiano. Los cristianos somos, a la vez, luz y sombra. Es una dificultad importante para que la luz brille. Con nuestras vidas poco ejemplares, poco cristianas, hacemos mucho humo. Indudablemente no estamos a la altura del mensaje que llevamos. Con frecuencia, los cristianos estamos acostumbrados al cristianismo y los que no son cristianos están acostumbrados a no ver en nosotros nada extraordinario: Nietzsche bromeaba: «me gustaría que los testigos tuvieran más pinta de haber sido salvados». Este hiato entre lo que es y lo que debería ser, es, para los cristianos, un motivo de humildad y también una invitación a una mayor intensidad espiritual. Por motivos históricos y culturales, también por importantes prejuicios, nuestros contemporáneos tienen dificultades para encontrar suficientemente atractivas nuestras vidas o la historia de la Iglesia. Pero los que encuentran en esto una excusa para no convertirse, no conocen bien ni las cosas humanas ni las cosas de Dios.
3. Los anticuerpos de la verdad. Si el mensaje no brilla como debería o no tiene el impacto deseado, se debe también a prejuicios consistentes y muy arraigados. Son el fruto de una tradición ilustrada y crítica, que ha pretendido justificarse y crear un mundo al margen del cristiano. Desde hace dos siglos, hay una dialéctica muy perseverante en todos los países tradicionalmente cristianos (Italia, Francia, Bélgica, España, países latinoamericanos), que acumula argumentos contra el cristianismo (sobre todo, la Iglesia) o mantiene vivos los de siempre (Cruzadas, Galileo, Inquisición, Conquista de América). Es un mundo laico, que se defiende así, como por instinto, de la fuerza vital del cristianismo. Esta crítica oscurece mucho la luz de la fe presente en el mundo, actúa como un verdadero anticuerpo de la verdad, y crea verdaderas costras culturales, que intentan impedir el paso de la luz.
4. Una nueva evangelización. Con todo, la verdad tiene sus caminos. Y, en tierras cristianas, como la nuestra, la cultura está sembrada de destellos de la verdad cristiana. Sobre la relación entre el cristianismo y el laicismo planea todavía el espectro de la Guerra Civil. Algunos pueden pensar que no hay otro modo de tratarlo que el de una oposición en dos frentes. Pero no es así. Estamos en condiciones de lanzar un diálogo evangelizador, que necesita una mayor conciencia de lo que se ofrece, y una mayor osadía y entusiasmo en el modo de ofrecerlo. En un medio cultural donde ya se han producido casi todas las transgresiones, es preciso provocar una nueva transgresión, pero esta vez reparadora. La transgresión cristiana consiste en hacer brillar la luz en las tinieblas. Con el lenguaje de la verdad (en una doctrina que ilumina), con el lenguaje del bien (el testimonio de la caridad), con el lenguaje de la belleza (en la liturgia y el arte cristianos). En una cultura mediatizada por los medios de comunicación, hay que hacer patentes, también por este medio, las ideas, el testimonio moral y el espectáculo (la celebración) de la fe cristiana.
VER+:
DIOS Y LOS NÁUFRAGOS
José Ramón Ayllón
Dios y los náufragos es un ensayo sobre el sentido de la vida, referido precisamente a su clave divina. Como autor, me he limitado a seleccionar y dejar hablar a un conjunto de reconocidos intelectuales -novelistas, poetas, periodistas, filósofos-, en su mayoría del siglo xx. Si todos somos náufragos arrojados al océano de la existencia, pienso que cualquier lector podrá verse reflejado en estos hombres y mujeres que han experimentado vivamente el drama de esa contradictoria criatura que ama, que sufre, que va a morir y que lo sabe. La primera parte del libro, «Náufragos a la deriva», está dedicada a quienes han negado que Dios pueda existir o ser conocido. Esa negación les sitúa, respectivamente, entre los ateos y los agnósticos, y en ambos casos suele estar provocada por el naufragio en el mal. En este sentido, estas páginas son también un intento de explicar el misterioso y escandaloso protagonismo del mal en el mundo, de buscar un sentido al sufrimiento humano. «Dios a la vista» es la segunda parte de este ensayo. Después de los ateos y los agnósticos, cedo la palabra a los creyentes, en cuya selección son mayoría los conversos al cristianismo: personas que en busca de íntima coherencia han dado a sus vidas un giro profundo, con frecuencia a contrapelo. Ello confiere a sus testimonios, además de una sólida base argumental, un entrañable sello de autenticidad. Por último, agrupados como «Testimonios», cierran el libro seis relatos breves y magníficos, en los que no he querido interferir con mi pluma. Al escribir Dios y los náufragos, he tenido presentes a mis colegas y alumnos de ética y filosofía, y en todo momento he sentido -como Kant- que Dios es el ser más difícil de conocer, y también el más inevitable.
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