EL Rincón de Yanka: LIBROS "VIAJE AL CORAZÓN 💔 DE ESPAÑA" Y "ESPAÑA, ENTRE LA RABIA Y LA IDEA"

inicio














lunes, 3 de septiembre de 2018

LIBROS "VIAJE AL CORAZÓN 💔 DE ESPAÑA" Y "ESPAÑA, ENTRE LA RABIA Y LA IDEA"

Viaje al corazón de España


El prestigioso historiador Fernando García de Cortázar nos ofrece un extraordinario volumen donde pone en valor la belleza de nuestra geografía y su gran riqueza artística. Sin complejos, una declaración de amor a España, especialmente necesaria hoy. 
Fernando García de Cortázar es un historiador de acreditado, extenso y rico recorrido, que con ejemplar sinceridad nos deja ya en el prólogo de "Viaje al corazón de España", frases que denotan cual es el propósito de su libro. "Este libro es también el reflejo de mi vida, un viaje personalísimo -como ya he dicho- a España, mi España, la que Cervantes y Galdós y tantas voces de nuestra cultura universal me dieron a conocer” (página 25).
Nacido en Bilbao y con un sólida formación académica, García de Cortázar reconoce que (pagina11), “muy pronto supe que teníamos una historia como ningún otro país, un patrimonio histórico inigualable, y una lengua bellísima que había saltado el océano y que hoy reverdece en todos los confines del mundo”. Tan solvente definición, es una seña de identidad de las 900 páginas en las que García de Cortázar insiste en que este libro no es una guía de viaje, y que en él “…no cabe lo feo ni lo vulgar, y que no olvida que una ciudad son sus escritores”. Preciosa afirmación, porque que hay la Barcelona de Eduardo Mendoza y la de Carlos Ruiz Zafón o Manolo Vázquez Montalbán, el Madrid de Benito Pérez Galdós, el San Sebastián de Fernando Savater, la Ávila de Enrique Larreta, la Salamanca de Miguel de Unamuno o la Soria de Dionisio Ridruejo.

En una reciente entrevista de promoción del libro, García de Cortázar ha afirmado con valentía que “nos han hecho creer que sentirse español es algo casi fascista» y precisamente este Viaje al corazón de España viene a reafirmar la intrínseca belleza de nuestras tierras, que el autor admite haber aprendido a través del amor de sus padres por explorar las tierras españolas y por entender el país; por eso Viaje al corazón de España es “un libro de un doble viaje: a través del espacio pero también de la forma muy relevante del tiempo”, concluyendo en ser un recorrido cultural y geográfico por la vida del autor.
Cuando lo lees aprendes, porque Cortázar incluye citas de autores, de quienes dejaron testimonio de su admiración por un capitel, de su fascinación ante una catedral o una ermita, reconociendo en toda la diversidad arquitectónica una seña de identidad de las culturas que han sembrado quienes han construido nuestros pueblos, iglesias, villas, castillos, jardines o caminos, compuesto los sonetos del amor o el dolor y la música de nuestra entraña andaluza, valenciana o bilbaína.

Además de una edición exquisita, tanto en la calidad del papel y la belleza de su letra, Viaje al corazón de España tiene en cada capítulo dedicado a una región o ciudad una referencia a los poetas que la cantaron; Rafael Alberti a Cádiz, Luis de Góngora a Córdoba, Antonio Machado a Soria; José García Nieto al Zocodover toledano, Camilo José Cela a la Alcarria y Josep Plá al Ampurdán, Mercè Rodoreda o Juan Marsé a la Barcelona multicultural, a pesar del empeño totalitario de limitar esa pluralidad a una sola.
Cada capítulo dedicado a una región incluye un mapa y un dibujo, bien de un personaje o de un monumento, realizado por los dibujantes Ricardo Sánchez y Diego Lara, a sanguina, y un gráfico ilustrado con datos históricos y culturales, que aluden a la gastronomía, al vino local, al monumento, y este ofrecimiento está hecho con tanto acierto como justeza. También se incluyen alusiones a la música de quienes como Falla, Mompou, Granados, Casals, Albéniz, Chapí o Arriaga, entre otros muchos, buscaron identificar su sensibilidad y delicadeza con el lugar de nacimiento, muerte o goce espiritual.
Como gran conclusión, Viaje al corazón de España es un libro imprescindible en este momento en el que la idea de España se ha querido ir difuminando para que primara lo particular sobre lo general, el detalle y el ingrediente sobre el todo, para diluir su esencia.

García de Cortázar fue ganador del Premio Nacional de Historia de España en el año 2008, y puede estar orgulloso tanto de su trayectoria y compromiso como de la edición de esta obra, que le consagra como un gigantesco divulgador del corazón de nuestra España y a su editor Ricardo Artola como una revelación del mundo editorial, en el que ya llevaba años ofreciendo su talento a otros, y que le hace -en mi opinión- acreedor al premio a la mejor obra editada en lengua española durante el año 2018.

HABANERA "SOY ESPAÑOL"

Soy balear y alicantino, 
soy canario y valenciano, 
soy la fuerza catalana, 
soy de la huerta murciana, 
yo soy vasco y soy de Asturias... 
Soy de España y soy de sol, 
soy de mar y soy de tierra, 
soy la octava maravilla, 
que puso Dios sobre la tierra. 
Soy el alma de Castilla, 
de Navarra y Aragón, 
soy la sal de Andalucía, 
soy gallego y de León, 
soy la recia Extremadura... 

Soy de España y soy de sol, 
soy de mar y soy de tierra, 
soy la octava maravilla, 
que puso Dios sobre la tierra. 
Soy de España y soy de sol, 
soy de mar y soy de tierra, 
soy la octava maravilla, 
que puso Dios sobre la tierra. 
Soy español...

Soy Español

FELIZ DÍA DE LA HISPANIDAD
JOSÉ MANUEL SOTO

ESPAÑA
España es andar sin prisa por Córdoba o por Toledo,
Saboreando el aroma que deja el paso del tiempo.
Recitando a Federico, soñando a Manuel de Falla.
Pasear el Albahicín, con la vista de la Alhambra, Es llegar a Compostela por aquel viejo camino
Con buen pulpo de la Ría, zamburiñas, mejillones...
Y sentir aquel abrazo profundo del peregrino. Y tomarse un Albariño por aquellos callejones Un atardecer en Cádiz, contemplando su bahía
Y una cerveza entre amigos con sardinas a la plancha.
Y un fandanguillo valiente, en Huelva, rayando el día... Un pinar junto a una playa de finas arenas blancas Una paella en Valencia, con agua de la Albufera
De los sabores de siempre, los que no pasan de moda.
Y una ensalada Murciana con verduras de la huerta. Un espeto malagueño, un chuletón en Vizcaya, Un cocido maragato o un marmitaco en Zumaya Es entrar en un mesón y respirar el aroma
Es la magia de Sigüenza, de Soria, de Salamanca,
Un cochinillo en Segovia, y en Arévalo el cordero Con buen vino de Rioja o la Ribera del Duero. En Avila la ternera, junto a sus viejas murallas Donde el tiempo se paró, y si se va que se vaya...
El gótico de León, el Barroco en Antequera...
Catedrales y castillos, de la Castilla callada. Es tierra de mil contrastes, negra noche y blanco día La lluvia de Grazalema y el desierto de Almería Los viejos puentes romanos, el Románico, el Mudéjar
Hacia los pastos del Sur, con sonidos de dulzaina...
Es la Jota de Aragón, la sardana catalana, La muñeira de Galicia, o la Isa de Canarias. Gaiteros, estudiantinas, la rondalla, la charanga, Gigantes y cabezudos, los tambores de Calanda. El tamboril del pastor que sueña la transhumancia
Mary Sampere, Peret, Sazatornil y la Randall,
Es Pau Casalls y Serrat, y al baile Carmen Amaya, "Quizá porque mi niñez sigue jugando en tu playa..." Es el nen del Poblé Sec, escribiendo en su cuaderno "Para que pintes de azul tus largas noches de invierno"
Y Escobar y López Vazquez en aquella de Berlanga...
Es el cante de un gitano, moreno de bronce y fragua
Que canta con mucha pena, y al cantar su pena espanta.
Es Saeta en un balcón, mecida en un llanto verde
Los blancos picos de Gredos, las vistas de la Alpujarra
A la última Esperanza, esa que nunca se pierde... Las piedras de Montserrat y las dunas de Doñana.
Y un pastor junto a una cueva que una Virgen se encontrara.
Un puertecillo pesquero justo al pie de las montañas Olivares de Jaén y viñas en la Ribera
Que mira desafiante al cazador que la acosa.
Y bodegas de Sanlúcar, o en Jerez de la Frontera Es una cabra montés en los riscos de Cazorla
Un toro en la Maestranza, de Domecq o de Miura
Es atún en la almadraba, luchando contra las redes Dejándose hasta el aliento porque sabe que se muere...
Y en Almonte una paloma que vuela de madrugada.
Que embiste a lo que se mueve, como manda su bravura. San Fermines en Pamplona y en Alicante fogatas España es como esa noble y vieja encina extremeña
España es aquel Quijote manchego y universal
Que nos da sombra en verano, y en invierno nos calienta. Y cada año en noviembre, cuando pasan las calores Se cargará de bellotas y florecerán jamones. Que dicen que estaba loco, pero estaba muy cabal...
España es Pablo Picasso, pintando sus arlequines
Rinconete y cortadillo y un Buscón llamado Pablo Y una Virgen con un niño que ha nacido en un establo... Es país de soñadores, de artistas, gente bohemia Que se morirán soñando, contemplando las estrellas...
Los borrachos de Velázquez, de Murillo querubines,
Los monjes de Zurbarán y las playas de Sorolla
Y es el Cristo de Dalí y son las majas De Goya.
Una comedia de Lope, Umbral, Delibes, Galdós...
Un soneto de Quevedo, un drama de Calderón,
Machado muerto de pena exiliado en tierra extraña
Mientras en la radio suena aquel "Suspiros de España"
Y un pasodoble torero con sangre sobre la arena
España es la poesía, el arte, la tauromaquia, Ver torear a Morante y Morente le cantara.
Es Cayetana en las Dueñas y en Ronda Pedro Romero.
Y una marcha a un pasopalio para una Virgen morena. Es Don Juan y Doña Inés en la reja del convento
Y una copla en unos labios llorando en un lavadero
Y bandoleros famosos con pañuelos en la frente Pistolones en el cinto y navajas de Albacete. Como llora Juana Reina por la muerte de un torero.
Y "El emigrante" sonando viendo alejarse a su pueblo.
Pepe Marchena sonando en la radio de cretona Caracol y Lola Flores, qué tiene la Zarzamora... Un beso en una estación y un adiós con un pañuelo
Y es el llanto de Boabdil cuando salió de Granada.
Es la ropa bien lavada secándose en la azotea Y las vecinas charlando en las viejas casapuertas. Es Napoleón huyendo de las mozas gaditanas
El Cantar del Mío Cid y los romances de ciegos
El 2 de Mayo en Madrid con un pueblo en pie de guerra Y aquella Armada Invencible que naufragó en Inglaterra País de antiguas leyendas que se cuentan junto al fuego
Un chiste en una reunión y una canción más bien triste
El Capitán Alatriste por las ciénagas de Flandes Hasta morir en Rocroi agarrado a su estandarte. Es el viejo refranero del que siempre se echa mano No por mucho madrugar amanece más temprano...
Y es una conversación entre sorbos de buen vino...
Y una vieja en el balcón que a la muerte se resiste. Es el flaco Cardeñosa fallando a puerta vacía Y es la locura de Iniesta, el gol, el triunfo, la vida... España es barra de bar y un par de buenos amigos
Y detrás la Catedral con su torre minarete
España es aquella torre, que la llaman la del Oro, Que acabó siendo cristiana, pero la hicieron los moros... Ahí lleva casi mil años, centinela de este río Vigilante día noche, viendo el paso de los siglos.
Entre África y Europa y la América lejana.
Y arriba su giraldillo, que con el viento se mueve. Y 25 campanas, que no hay otro campanario Que toque tocando el cielo con alegría o con llanto. Somos lo que siempre fuimos, una frontera soñada

Porque allá hay un continente, de Selva y de Cordillera
Donde llegaron tres barcos de mi Huelva marinera.
Que al llegar al Nuevo Mundo crearon un mundo nuevo.
Y detrás llegaron otros, castellanos y extremeños Levantaron catedrales, y hospitales y burdeles
Desde El Paso hasta Usuaia, desde el Caribe a los Andes
Y ciudades imposibles en el Altiplano agreste. Allá se canta y se reza en la lengua de Cervantes
Somos barquilla pesquera que regresa de pescar
Somos cruce de culturas, de lenguas, de pensamiento Como un caldo de puchero que se cuece a fuego lento.
Desde Oviedo hasta Melilla, y desde Ceuta hasta Ondárroa
Y el Juan Sebastián Elcano, navegando en alta mar. De Tarifa a Covadonga, de Ayamonte hasta Mojácar De Fisterra a Cadaqués, y de Sevilla a Triana.
Y también son nuestros hijos, y lo serán nuestros nietos.
De Formentera hasta El Hierro, y de Menorca a La Palma España somos nosotros, con virtudes y defectos Y ya sin mas dilación, con el permiso de ustedes
Roja de sangre y pasión, gualda del sol y la arena.
Les ofrezco esta canción que ya corre por las redes. Habla de lo que nos une, entre la tierra y el cielo, Eso que quieren robarnos y no lo permitiremos. Porque aquí cabemos todos, bajo la misma bandera
Por El Rey nuestro Señor, por Sevilla y por España.
No es más que un sencillo canto que sale de un sentimiento Y por eso me levanto, porque yo SOY ESPAÑOL. Si no lo digo reviento.
Alcemos nuestras copas y brindemos por Tabarnia

El español que no conoce América, no sabe lo que es España

¡Oh patria! Cuántos hechos, cuántos nombres
Cuántos sucesos y victorias grandes…
Pues tienes quién haga y quién te obliga
¿Por qué te falta, España, quién lo diga?

Francisco de Quevedo Villegas

Prólogo

"Pero tengo, cada vez más aguda, 
la enfermedad de los prólogos. 
El prólogo es un género sin más leyes 
y trabas que las que quiera ponerle el autor, 
y a mí me resulta cómodo 
a causa de esa ancha libertad. 
Por eso voy a aprovecharlo 
para decir dos o tres cosas que juzgo oportunas.
Compostela y su ángel". 
GONZALO TORRENTE BALLESTER

Recordar, revivir, evocar... Dice Ana María Matute que la infancia es más larga que la vida; la llevamos con nosotros, y muerte a muerte nos vamos acercando al final de ella. Mi infancia transcurrió en Bilbao, terruño tierno donde, gracias a mis padres, echó raíces el sentimiento de pertenencia a España más allá de sus guerras civiles e ilusiones perdidas: un lugar que se deletreaba con amor en las conversaciones, a pesar de los pesares.

Porque para mí, como para mis hermanos, España fue, desde muy temprano, mucho más que un nombre. Amé España en la música vasca -casi siempre compuesta en tono menor, alentador de nostalgias-y en las canciones populares. Y todavía hoy me baila el corazón cuando escucho Birjiña maite, Negra sombra, El roble y el ombú, el Virolay, Sombra del Nublo, el Canto a Murcia de La Parranda, la gran jota de La Dolores o el intermedio de La boda de Luis Alonso. Amé el paisaje y el paisanaje de España porque en mí supieron cultivar ya desde niño la conciencia de pertenecer a una hermosa y áspera nación, al mismo tiempo que me ejercitaban en los hábitos de la piedad religiosa. Y muy pronto supe que teníamos una historia como ningún otro país, un patrimonio artístico inigualable y una lengua bellísima que había saltado el océano y que hoy reverdece en todos los confines del mundo.

No puedo olvidar que cuando alcancé los nueve años, más allá de las orientaciones y ejercicios del colegio, mi madre entendió que era tarea suya la de impulsar el uso correcto del español escrito,y durante un tiempo vigilaba los ejercicios de redacción que nos asignaban como tarea de casa; y me puso el listón muy alto con sus ayudas, para dejarme, en seguida, solo a mi suerte. Lo mismo hizo con mis hermanos, de tal forma que todos ellos, cuales fueren sus carreras profesionales, escriben con vuelo literario y decidida voluntad de estilo.

Luego entraron en mi adolescencia las lecturas de Cervantes y Galdós, los versos de Blas de Otero y de Antonio Machado, los cuadros del Greco, Velázquez y Goya, las piezas musicales de Albéniz, Granados y Falla, gran parte del repertorio zarzuelístico..., y hasta la Carmen de Bizet y los acordes granadinos de Debussy o La Biblia en España de Jorgito el Inglés.
Y para enriquecer y dar sentido a tan extraordinario conglomerado, tuve la fortuna de subirme al último tren de la gran cultura humanista de la Compañía de Jesús y de hacerlo en la Tierra de Campos de tardes de trigo y ceniza que el sol inflama, vagamente, en su agonía. Por aquel entonces Castilla podía ser una tierra desabrida, de pueblos decrépitos, con ruinas bajo el cielo azul, pero estaba viva, rebosaba alma: en ella, quedándose, dejándose, fundiéndose, palpitaba España, su pulso profundo y permanente. Y fue en la Tierra de Campos donde comprendí que los poetas que había leído en mi Bilbao natal me habían enseñado a dialogar con el paisaje castellano de páramos de asceta, un paisaje vivo, que se despliega ante la mirada bebiéndote las venas y cuyo solo recuerdo aún me contagia sus deslumbramientos y penumbras, la gloria del pasado y su agria melancolía. Sí, los campos castellanos me llegaron al alma primero a través de los libros, pero no pocas veces yo también me pregunté entonces, como Antonio Machado, si acaso estaban ya en el fondo de ella.

Y después, cuando llegó la hora de elegir una carrera universitaria, me decanté por la Historia y estudié en Salamanca, la ciudad renacentista por excelencia, memoria viva del Siglo de Oro, plaza mayor del saber donde los pasos de Fernando de Rojas, Francisco de Vitoria o fray Luis de León se cruzan con las picardías del Lazarillo y el sentimiento trágico de Miguel de Unamuno. Allí, a la sombra de aquellos recuerdos sólidos y duraderos, comprendí que lo que el espíritu de nuestros antepasados ganó para el espíritu del hombre a través de los tiempos es patrimonio nuestro y herencia de los españoles futuros. Y, además de empaparme de España en su belleza monumental, entendí que su historia y su riqueza cultural eran más reales que ninguna otra cosa que pudiéramos construir desde posiciones jurídicas o pactos contingentes:convicción que entró en mí vida en la ciudad del Tormes para no salir de ella ya sí no conmigo.

Por supuesto, a consolidar tal visión de las cosas ayudaron también -y mucho-los viajes. ¡Cuántos viajes! ¡Cuántas andanzas y excursiones! Parece lógico comenzar a descubrir el mundo a partir delo que está más próximo. En mí caso, el País Vasco: sus valles eternamente refrescados por la lluvia, sus montes de pecho inmóvil, el verde sonámbulo que busca a tientas el mar, los campos que presagian la Meseta, las tierras púrpuras que se amontonan husmeando los ríos... Y saltando de las primeras e inolvidables lecturas de Unamuno o Azorín a los caminos y carreteras, el resto de España, la patria grande que a lo largo del tiempo he recorrido de punta a punta, de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo.
Desde que recuerdo tengo metido en el cuerpo el gusanillo de viajar por España, de descubrir sus tesoros artísticos y sus bellísimos paisajes. Mientras escribo me vienen a la cabeza las visitas a Santiago de Compostela o a las Rías Bajas con mis padres, para quienes el descubrimiento del país natal era una etapa fundamental en el desarrollo personal de sus hijos. Siendo ese el ADN de mí infancia y adolescencia, cualquier excusa para ver tal o cual ciudad fue, después, buena: un congreso de Historia, formar parte del tribunal de una tesis doctoral, la presentación de un ensayo o una novela, una conferencia, una Feria del Libro... Solo el más de medio millar de bodas que he oficiado me ha dado la oportunidad de visitar cuarenta provincias. Y cuando las universidades de Cataluña comenzaron a escatimar sus invitaciones a profesores de fuera del Principado, seguí viajando allí, contemplando Barcelona y otros lugares con los ojos de la felicidad de los novios. He tenido, además, la suerte de residir durante años en el Colegio Mayor de Deusto, el más grande de España, con casi cuatrocientas habitaciones, un gran mosaico de alumnos de todas las provincias, muchos de los cuales me han franqueado después las puertas de sus casas y guiado por los secretos de sus ciudades.
Este libro cuenta España a través de todos esos viajes. Desde mis primeros desplazamientos con mis padres hasta hoy. Muchas de las ciudades que salen en él las he visitado en más de una ocasión, lo que me ha permitido comprobar el paso del tiempo sobre sus piedras y sobre mis huesos. Como dice el proverbio, uno nunca se baña dos veces en el mismo río, y no hay mejor manera de constatarlo que volver a un lugar diez, veinte o treinta años después de la primera vez. Por tanto, aquí hay recuerdos viejísimos actualizados por una visita reciente; otros, también antiguos, que se han convertido en casi cotidianos; y experiencias de sitios que pertenecían a otro mundo hace cuatro décadas y que ahora se han transformado en reflejos del nuestro de cada día.
Resumiendo, este libro es un doble viaje: a través del espacio, pero también, y de forma muy relevante, del tiempo. Y creo que eso lo hace mucho más interesante que la simple plasmación de unas experiencias recientes. Casi sin pretenderlo, impresiones y comentarios transgreden el orden cronológico en que se produjeron, mezclando mundos y épocas tan distintos entre sí como si hubiera viajado en la máquina del tiempo.
Este es también un libro muy personal, que puede servir para ambientar el lugar que se quiere visitar, pero que en ningún caso pertenece al género de las guías de viaje que aspiran a proporcionar una información exhaustiva de cada destino. No hay aquí eso que tanto gusta a los cicerones: planos, callejeros detallados, descripciones fatigantes de plantas de iglesias y de museos o metódicos programas de visita a los monumentos típicos. No. Este es un libro caprichoso que recorre, eso sí, el país entero, empezando por la vertiente atlántica de Andalucía y moviéndose hacía el este y hacía el norte, en un itinerario que lleva al lector del valle del Guadalquivir a las cordilleras más abruptas, de los ríos más caudalosos a las tierras más fecundas, de las iglesias más recónditas a las catedrales más majestuosas y, por supuesto,de las ciudades de rango universal a los pueblos más pintorescos.

Un libro que va y viene, donde no cabe ni lo feo ni lo vulgar, y que no olvida que una ciudad son sus escritores. Ya no hay Granada sin Lorca, Campo de Críptana sin Cervantes, Ávila sin santa Teresa de Jesús, Sotia sin Machado, Madrid sin Galdós, Mondoñedo sin Cunqueiro, Oviedo sin Alas Clarín, Bilbao sin Unamuno, Barcelona sin Mercè Rodoreda, Palma de Mallorca sin Llorenç Villalonga, Valencia sin Blasco Ibáñez...
Siendo el libro más personal de cuantos he escrito, en ningún momento he pretendido ser objetivo. Las verdades del corazón nunca son objetivas. Hasta el empleo de la tercera persona bajo la etiqueta de «el viajero» obedece a razones sentimentales: el agradable recuerdo de la lectura lenta de Viaje a la Alcarria.
Claro que en estas páginas no cabe la negrura de Cela ni el desprecio brutal con que en más de una ocasión el premio nobel de Literatura describe a los alcarreños. Admiración y pasión: he ahí el estilo de este Viaje al corazón de España. A menudo pinto un paisaje, paso por un mismo lugar dos veces, me detengo en una puesta de sol, evoco algún personaje, cito lecturas que han marcado mi visión de un pueblo o una ciudad, rememoro algún poema que nos deja melancólicos y un poco más solos. La emoción que siento ante las huellas del pasado me lleva a veces a rastrear en los libros las pequeñas anécdotas o la historia con mayúsculas que esconde un edificio, recuerda un rincón olvidado o nos susurra un paisaje.

Todo ello sin olvidar el aprecio por los detalles exactos que aprendí leyendo los Paseos por Roma de Stendhal y, por supuesto,la narración, a ráfagas y a rachas, de mis experiencias personales, el vago perfume de todo lo que el tiempo ha consumido. Porque, al fin y al cabo, este libro es un autorretrato sentimental y un canto de amor a España en un momento de desaliento colectivo:un canto de amor con palabras de esperanza que empuñan el nombre de la patria amada, una nación crecida para la luz, no para la sombra, no para el odio ni la negación.
Porque España no es un simple trámite legal cumplimentado en 1978 ni ese lugar grotesco y uniforme que algunos profetas dibujan desde el caudillismo de sus naciones imaginarias. Tampoco una suma de comunidades homogéneas. Ni tan siquiera es «triste y espaciosa», como la veía fray Luis de León en su Profecía del Tajo y la describieron los escritores de la generación del 98. Ni una ni otra imagen responden al talante de su geografía, su arte, su historia, ni en los tiempos remotos ni en los actuales. España es un país ancho, plural, diverso, una especie de continente en miniatura al que los dos archipiélagos insulares añaden aún más hermosura y variedad.

Múltiples son sus tradiciones y costumbres, su gastronomía y sus fiestas. Múltiple es hasta su Semana Santa, espectacular exaltación de la religiosidad barroca que atrae a gentes de todo el mundo e impresiona a creyentes y no creyentes. Rito de duelo y muerte preparado con una minuciosidad que añade dramatismo a cada uno de sus pasos procesionales. Pasión sobre Pasión en Sevilla, Málaga, Valladolid, Zamora, Cuenca, Murcia, Lorca... La dramaturgia de los capirotes y las velas, el sonido herido de las trompetas, cornetas y campanillas, el crujir de los varales, los Cristos y las Vírgenes basculando como antiguos galeones entre la marea de gente, el estruendo que resuena noche y día, y hace sangrar los nudillos y mancha irremediablemente los tambores entre los que se paseaba siempre Buñuel, el sobresalto de emociones y el cúmulo de recuerdos que envuelve el paso de la Macarena por la puerta de la catedral, acompañado por los sones del himno nacional... Como escribía recientemente un amigo muy poco creyente, la Semana Santa no representa ningún anacronismo ni implica una victoria de las sotanas; constituye un rito cultural que sobrecoge por su significado, predispone a la elevación sensorial por su teatralidad y huye permanentemente en busca de la resurrección y de la vida.
Y múltiples son, por encima de todo, los paisajes. De hecho, como decía Azorín, el paisaje somos nosotros: el paisaje es nuestro espíritu, sus melancolías, sus placideces, sus anhelos... Y España ha contado, como pocos países, con grandes y sutiles catadores de paisajes, desde escritores como el mismo Azorín o Josep Pla hasta directores de cine como Víctor Erice, pasando por los cielos de Antonio López y una interminable nómina de pintores y, por supuesto, fotógrafos.

Es hora de hablar de España, no desde el pesimismo o el complejo, ni desde la inhibición ideológica impuesta por la agresividad de los nacionalismos, ni desde la mala conciencia inducida por la palabrería del régimen de Franco, que cegó a la intelectualidad progresista de tal forma que provocó en ella y en toda la izquierda un infantil y patológico rechazo a hacer una simple profesión de fe nacional en esa realidad histórica abrumadora que es España. Como escribió Eugenio Nora:

“España, deja que te nombre,
y queme en tu amor mis palabras
sin odio, puras y sin muerte,
pero rojas de sangre cálida.
... En tus planicies y en tus ríos,
en tus bosques y tus montañas,
pero más en tus hombres, vivos
y muertos, en sus nobles almas,
sobre las hondas ruinas, veo
un rostro hermoso ¡España, España!”

Porque España, como escribiera el poeta Luis Rosales,

...son los ríos y los montes azules.
Y los valles y el mar que ciñe su alegría,
y España son los árboles y los trigos sonoros,
y el cielo como espejo de la tierra desnuda.

El español es el único idioma en el que el mar tiene dos géneros. La mar, madre; el mar, algo que no conocemos. De modo que lo que para Aleixandre es recuerdo de infancia,

Eras tú, cuando niño,
la sandalia fresquísima para mí pie desnudo

y para el marinero en tierra de Alberti nostalgia, para el corazón castellano de Jorge Manrique no es sino el fin.

Nuestras vidas son los ríos 
que van a dar en la mar 
que es el morir...

España de ríos caudalosos y ríos chicos. La emoción de Garcilaso de la Vega al recordar las soledades amenas del Tajo o de Antonio Machado ante el gran rey de Andalucía,

¡Oh, Guadalquivir!
Te vi en Cazarla nacer; 
hoy, en Sanlúcar morir.
Un borbollón de agua clara
debajo de un pino verde eres tú:
¡qué bien sonabas!
Como yo, cerca del mar,
río de barro salobre,
¿sueñas con tu manantial?


Darro y Genil, torrecillas 
muertas sobre los estanques.

España es el país más montañoso de Europa, sí se exceptúa Suiza, y, en esas condiciones, no es sorprendente encontrar en ella tanta variedad de paisajes. ¡Cuántos contrastes! ¡Y cuántos tópicos también!: la gravedad de Castilla, de las dos Castillas, la alegre y barroca luz de Andalucía. Pongo este ejemplo porque es un contraste clásico. Pero no todo es tan sencillo. Pensemos en la luminosa arquitectura de Salamanca y en la severidad de la cordobesa, o en la dureza de los campos de Jaén de la en principio alegre Andalucía. Cuántas Andalucías distintas e inconfundibles se oponen y se ensamblan -siguiendo con el mismo ejemplo- para configurar la Andalucía única y diversa que nadie, que yo sepa, ha sido capaz de resumir. Desde las cumbres más altas de la Península hasta las aguas más azules del Mediterráneo, desde los desiertos de Almería hasta las legendarias marismas del Guadalquivir.

No. España no es tan fácil como el tópico la presenta. Pero tampoco podemos desvincularla completamente de la imagen que a lo largo del tiempo nos han transmitido pintores, poetas, músicos o ilustres viajeros, pues esa España existe también y cualquiera que recorta sus tierras tropezará con ella. Ahí están las extensas llanuras cereales de Castilla y los pinares de Cuenca; el perfil majestuoso de las rías gallegas que llevan el mar hasta las campiñas profundas; el verde suave de los valles asturianos y las abruptas montañas del Cantábrico y los Pirineos; los desiertos de Aragón solo fertilizados por las aguas del río Ebro y la campiña catalana; los naranjales valencianos y los valles murcianos que aún buscan el agua en los canales de riego de los árabes; la fértil campiña del Guadalquivir y las moteadas dehesas de Extremadura donde el alcornoque y la encina luchan por sobrevivir; las finas, sanas y sonoras Baleares -como las adjetivó Rubén Darío- y las hermosísimas Canarias, que fueron llamadas y lo siguen siendo con toda propiedad por su clima y belleza las Islas Afortunadas; o la intensidad de la luz y del aire de Ceuta y Melilla, entre el fastuoso horizonte marino y las tierras de Marruecos.

Reprimida por su orografía, las difíciles comunicaciones entre la Meseta, los valles del Ebro y el Guadalquivir y los espacios costeros han sido una constante histórica de España hasta tiempos muy recientes. Si los Pirineos constituyeron a lo largo del tiempo una barrera natural con Francia, también las cadenas montañosas peninsulares, desde los Picos de Europa a Sierra Morena, del Sistema Ibérico a la portuguesa Sierra de la Estrella, han separado sus diversas partes, favoreciendo la compartimentación geográfica, humana y cultural. Solo el empeño de los gobernantes, de los mercaderes o de los sacerdotes y el ímpetu de la gran cultura consiguieron edificar los cauces de comunicación.

Un esfuerzo colosal en el que coloca su hombro generoso la Castilla medieval, sin el cual España habría continuado siendo una utopía cultural, un viejo recuerdo o un mero término geográfico. Pero el empeño castellano no fue el único. Roma derribó las primeras barreras físicas al construir las redes de calzadas y organizar el espacio económico, político y lingüístico; el cristianismo, imponiéndose como religión en la Edad Media, y el Camino de Santiago, verdadera columna vertebral de Europa, por el que entran los nuevos lenguajes artísticos y religiosos, configuraron la identidad espiritual; Aragón, Cataluña y Valencia enseñaron a romper el aislamiento al seguir la estela mediterránea, en la mejor tradición de la Córdoba islámica y precursora de la Sevilla ultramarina; el castellano colaboró activamente también, a partir del siglo XVI, desde su condición de lengua internacional... Tras el siglo XVII la burocracia facilitó el engarce de territorios tan heterogéneos; el mercado unificado y el ferrocarril abrieron nuevos caminos en el XIX; las constituciones liberales proclamaron la igualdad de todos los españoles sin distinción de origen social o regional...

No siempre resultó fácil. Tensiones centrífugas y afán unificador conviven desde los años de Augusto hasta hoy. Y hemos visto, a menudo, a los españoles de cada presente dilapidar no pocas porciones de la herencia recibida o tratar de imponer por las armas su quimera política. La historia más reciente,la historia de la recuperación de unas instituciones democráticas y una conciencia cívica basada en la libertad, ha venido marcada por la vesania terrorista; en la época de los Reyes Católicos y de los Austrias se despreció la rica vena de la España musulmana y hebrea; en los siglos XIX y XX las guerras civiles sembraron de dolor y muerte los campos y ciudades, dejan do un tremer de recuerdos encarnecidos y la imagen de un país fracasado. Recuerde el lector aquel poema de Gil de Biedma, Apología y petición:
De todas las historias de la Historia 
sin duda la más triste es la de España, 
porque termina mal...

O piénsese en Impresión de destierro, de Luis Cernuda, que habla del exilio, de una reunión de señores viejos y viejas damas en una casa del viejo Temple, en Londres,y del enigmático encuentro con un compatriota que bien pudiera ser un doble del poeta, marcado y oscurecido por los años.

Andando me seguía
como si fuera solo bajo un peso invisible, 
arrastrando la losa de su tumba;
Mas luego se detuvo.
«¿España?», dijo, «Un nombre.
España ha muerto». Había
una súbita esquina en la calleja.
Le vi borrarse entre la sombra húmeda.

Pero ¿es la historia de España una crónica de violencia? Ni más ni menos que la del resto de las naciones más desarrolladas, no obstante la imagen pseudorromántica de un país dominado por la intolerancia, las luchas fratricidas o el ansia de conquista. Porque si hacemos un poco de historia comparada, ¿podríamos hablar de historia pacífica para definir la de Gran Bretaña o Francia? En el primer caso tendríamos que olvidar las persecuciones religiosas motivadas por la Reforma durante los reinados de Enrique VIII, María Tudor e Isabel I; la mano dura empleada en la conquista y sometimiento de Escocia e Irlanda; la represión ejercida por el puritanismo de Cromwell en las islas o por los monarcas Hannover en las colonias americanas; la construcción manu militari del orgulloso imperio británico en el siglo XIX, por no hablar delas dos guerras mundiales del XX. Y en el caso francés, olvidaríamos las guerras de religión anteriores al edicto de Nantes, la belicosidad de Francisco I o de Luis XIV, capaces de extender el campo de batalla de su grandeur por media Europa; tres revoluciones con sus consiguientes víctimas; los sueños imperialistas de Napoleón Bonapatte; el colonialismo dela III República o el envío de decenas de miles de judíos a los campos alemanes de exterminio por el Gobierno de Vichy.

No se trata de comparar horrores, pero sí de poner un poco las cosas en su sitio, y de no aceptar esa mirada desdeñosa y esos estereotipos que condenan siempre a España a un papel grotesco de malo de película, a una especie de reserva de negruras poblada exclusivamente de sueño y violencia. Se trata de mirar el pasado sin prejuicios y también de ver en esta España nuestra una historia tendida hacia al futuro. «Nosotros somos quien somos, basta de historia y de cuentos», escribió el poeta Gabriel Celaya, empujando una movilización ciudadana que nos devolviera el orgullo de ser españoles. Y he de confesar que se me encoge el alma al comparar a aquellos jóvenes universitarios de los setenta que coreaban los versos de «España en marcha» en la canción de Paco Ibáñez con los estudiantes actuales, a los que se ha expropiado su conciencia nacional, o al ver cómo se ha arrebatado a España hasta su mismo nombre, sustituyéndolo por el aséptico de «Estado español»,la forma más sutil e irresistible de vaciarla de significado.
En España hay, pues, una historia doliente y desengañada que seca parte de nuestras raíces, una historia como una larga herida, cierto. Pero también hay una historia repleta de hazañas imposibles, nobles empeños, generosas aventuras, grandes hitos culturales. Y hay una historia de esperanza y sombra, una historia sin cronista que la cuente, donde -como nos dice el verso de Leopoldo de Luis- amanece el hombre cada día:

Patria de enmudecidos jornaleros,
de remotos pastores, 
de pacientes artistas, 
que contra el tiempo clavan sus azadas, 
conducen sus rebaños, en su taller ofician.
Callados metalúrgicos, mineros 
que recorren ocultas galerías
donde entre lodo aguarda el metal vivo,
el esfuerzo y la fe que lo rediman.

Y tampoco es menos verdad que contagio, préstamo, mosaico, mestizaje..., son palabras de la lengua tallada por Nebtija que sirven para describir otra cara de la histotia de España, la misma que encontramos en Séneca, Marcial o Ausonio, san Isidoro de Sevilla, Moses Ibn Ezra, Aver ·oes, Ibn Arabi de Murcia,Alfonso X, Ramon Llull, san Juan de la Ctuz, el inca Garcilaso... Voces plurales que iluminan retazos de Hispania, Toledo, al-Andalus, Espanna, Sefarad, Amética. Porque, después de todo, siempre llega el día en que el nombre de tal o cual tirano cae en el olvido, y mientras la mala hierba de la intolerancia se seca, la voz de la Cultura con mayúsculas sigue resonando en nuestros oídos. Hoy nadie se acuerda de los pequeños reyezuelos de taifas que hicieron imposible la vida del irreductible Ibn Hazm de Córdoba,pero su libro El collar de la paloma sigue tan rabiosamente vivo como el día en que fue escrito, conservando el recuerdo del amor humano en los tiempos de la España musulmana, del mismo modo que las composiciones polifónicas de Tomás Luis de Victoria revelan el anhelo divino dela sociedad del siglo XVI, aquellos tiempos recios delos que nos habla santa Teresa.

El tiempo y su larga y diversa historia es lo que otorga hondura a España, a la que dieron su savia mejor todos los pueblos, culturas y dioses que han sido algo en la historia de ese mar de mares que es madre y cuna de la cultura occidental, el Mediterráneo. Fenicios, griegos, cartagineses, romanos, árabes, judíos... De todos ellos quedan testimonios que ni los siglos ni la mano del hombre han podido erradicar. No solo fósiles y ruinas, sino murallas, mezquitas, torres, caminos, palacios, trazados urbanos que sobreviven casi intactos, que forman parte de la cotidianidad de los españoles de hoy.
Porque sí la naturaleza es honda y sorprendente, ancha y múltiple, con tantos contrastes, difícil de resumir, no lo es menos el paso de la historia, que no ha hecho más que acumular testimonios de pueblos y culturas. La mezcla de estilos arquitectónicos, producto de esa riqueza histórica, da a España un aire único en el mundo. Roma, sus impresionantes obras de ingeniería y sus monumentales edificios públicos; las seductoras huellas visigóticas; la rudeza enorme y delicada del románico; la suprema belleza del gótico; la armonía en piedra dorada del Renacimiento; la estructuración intelectual de una arquitectura lógica y ascética que tiene su origen en la gran piedra lírica del Escorial, una obra perfecta menospreciada injustamente en función de maniqueas concepciones políticas; la gracia exquisita del Barroco; la razón orgullosa y confiada, satisfecha de sí misma, del neoclásico; las arquitecturas modernas del siglo XX. Y al lado de todo ello,las aportaciones exóticas del arte árabe y del mudéjar, de una elegancia ornamental prodigiosa.

Decía Hemíngway que España tiene tanto y tanto patrimonío que lleva ocho siglos destruyéndolo y todavía le queda. Posiblemente la anécdota sea apócrifa, pero refleja perfectamente la insólita variedad, abundancia y calidad de tesoros artísticos que se conservan en nuestro país. Aquí se yerguen las sólidas torres de un castillo en permanente vigilia de olvidados peligros; allí los recios muros de ladrillo tachonados de rejas de un viejo convento de clausura. Atraviesa un río la impresionante estructura de un puente romano o llama a la oración el esbelto campanario de una iglesia románica. Un bisonte se retuerce en imposible escorzo en la cueva de Altamira y cae la lluvia sobre el ostentoso palacio de un indiano con bellas vistas a montañas y prados. El silencio de las orgullosas ruinas de Numancia, Itálica o Medina Azahara y la soledad de los fantásticos restos del monasterio de San Pedro de Arlanza contrastan con los selfis del turista en la Alhambra de Granada, la riada humana que día tras día atraviesa el glorioso Pórtico de la Gloría del maestro Mateo o las colas interminables que se producen ante la Sagrada Familia de Gaudí.
Porque están los caminos, desde las antiguas calzadas romanas y la Ruta Jacobea hasta las autovías y modernas vías del AVE, pasando por las carreteras secundarías. Y los pueblos, muchos de ellos deliciosos, como Betanzos, en La Coruña, Santillana del Mar, en Santander, La Alberca, en Salamanca, o Albarracín, en Teruel. Y están, claro, las ciudades. Muchas de ellas mílenarias, capaces de renacer de sus cenizas para ofrecer una imagen semita, romana, visigoda, musulmana, cristíana... En cabeza Cádíz, la más antigua, y acompañándola Ampurias, Cartagena, Sagunto, Barcelona, Valencia, Zaragoza, Mérida, León, Lugo, Astorga... O esos monumentos a la variedad que son Toledo, Córdoba y Sevilla.

Cierto que la vida moderna unifica y que España -¡Dios nos libre de lo contrario!- es una nación del siglo XXI, con sus adelantos y comodidades. Pero también es verdad que sus ciudades y pueblos son lugares perfectos para pensar y soñar la historia. Cádiz, fenicios y romanos, galeones de Indias y ansias de libertad; Cartagena, Escipión el Africano y el comienzo del fin de Cartago; Mérida, tan vieja como su teatro, esplendor de Roma y el cuerpo de santa Eulalia pudorosamente cubierto por un manto de nieve; Granada, Boabdíl y los Reyes Católicos; Valencia, el Cíd y Jaime I de Aragón, llantos de moriscos y barracas de Blasco Ibáñez; Toledo, concilios y Escuela de Traductores, boatos imperiales y apóstoles del Greco; Madrid, teatro y corte de los Austrias, ministerios y museos universales; Burgos, Medina del Campo..., rebaños de la Mesta y el comercio de la lana; León, legiones romanas y el recuerdo del más antiguo sistema parlamentario europeo; Santiago, peregrinos cargando en los zurrones su fe en el Apóstol; Oviedo, reyes que asumen el sueño de la Reconquista y clérigos mozárabes; Bilbao, barcos, bancos y humo de siderurgias; Zaragoza, sitios y Vírgenes; Barcelona, motines y huelgas, condes y telares, quimeras sociales y exposiciones universales... Y así podríamos seguir, y seguir, pasando de una época a otra, de un hito a otro, de un lugar a otro.

Pueden hacerse, lo sé, otros viajes por España. Pero cada uno lleva la soledad de sus sueños. Ya lo escribió Pessoa: «La vida es lo que hacemos de ella. Los viajes son los viajeros. Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos». Y este libro que el lector tiene en sus manos es también el reflejo de mi vida, un viaje personalísimo -como ya se ha dicho- a España,España, la que Cervantes y Galdós y tantas otras voces de nuestra cultura universal me dieron a conocer. Un país diferente ante Europa, siendo plenamente europeo, y diferente, con mil rostros, ante sí mismo, múltiple en el pasado y también en el presente, del cual decía Mamice Barrès: «No conozco otro país donde la vida tenga tanto sabor».
La vida, la nación en permanente génesis, el sabor, el arte, aquí lo tienen, a la vuelta de la hoja. No solo geografía. Paisaje con historia. Cambio y permanencia. «Nuestra invención y nuestro amor -como escribíera Vicente Aleíxandre- pese a los pusilánimes, pese a las hecatombes, entre ruinas y fábulas, con luces de ponientes, hacia noches y auroras».
Decía Salman Rushdie que él solo había sabido realmente lo que era la libertad cuando de la noche a la mañana se quedó sin ella. Yo, que he vivido doce años escoltado y que he tenido tanta relación con las víctimas del terrorismo. sé que es verdad. Y no puedo olvidar que fue en ese tiempo cuando sentí más profundo, más en carne viva, mi amor a España, sus campos y ciudades, sus gentes y su historia. Nunca me ha emocionado más el poema de mi paisana Angela Figuera -Tú me has parido y hecho y traspasado de dicha y de dolor hasta los huesos con tu belleza que se clava y ciñe como un cilicio rojo en mi cintura- ni tampoco me he conmovido tanto al oír el himno nacional.

"Canto rabioso de amor a España en su belleza",
de Ángeles Figuera Aymerich

Con los ojos cerrados,
con los puños cerrados, con la boca
cerrada, España, canto tu belleza.
Y con la pluma ardiendo y con la pluma
loca de amor rabioso canto y firmo.

Belleza sobre ti y en tus entrañas
de miel y de granito, y en tu cielo,
y en tus encadenadas cordilleras
y en tus encadenados hombres, canto.

De siglo en siglo en olas y torrentes
de barro ibero, en sucesivas olas
de tierras y metales agregados,
de frutos madurados poco a poco
bajo tu fiero sol, me vienes,madre.

Me viene tu belleza tierna y dura,
tu corazón rodando enamorado
hasta embestirme, hasta llenarme toda,
hasta romperme el miedo y la corteza.

De siglo en siglo con tus ríos dulces,
puertos alegres, míticas ciudades, 
piedras labradas, torreones, claustros,
palacios, catedrales y conventos,
pueblos de tierra, cementerios míseros,
huertos, jardines, patios y zaguanes,
Cristos sangrientos, sonrosadas Vírgenes,
lanzas y escudos, cálices y códices;
de siglo en siglo con cincel y gubia,
con mística y ascética y pinceles,
con el arado, el yunque y el martillo,
la pluma y los telares, me has llegado.
De sueño en sueño con palmeras y agua,
con limoneros, nardos y arrayanes,
vino y almendra, música y aceite;
de mar a mar, al remo y a la vela,
con sal y caracolas, con pescados,
playas doradas, ásperos cantiles;
de tierra en tierra, con praderas húmedas,
sierras nevadas, florecidos valles,
pardas llanuras, parameras ásperas,
cierzos helados, delicadas brisas
oliendo a los tomillos de tu aliento,
de siglo en siglo me has llegado, España.

Tú me has parido y hecho y traspasado
de dicha y dolor hasta los huesos
con tu belleza que se clava y ciñe
como un silicio rojo en mi cintura
y hace subir mi sangre a borbotones
entre garganta y verso para ahogarme
de amor rabioso,de vergüenza sorda,
de amor, de amor, de amor, de amor rabioso.

Porque eres bella España y agonizas
bajo mis pies, herida en tus cimientos.
Porque te veo andando entre zarzales
por todos los caminos rezagada
con una cruz al cuello y otra al hombro,
durmiendo en las cunetas de la gloria
para soñar perdidas carabelas
con ojos anegados de ceniza.
Porque te veo escuálida y desnuda,
comiendo el pan moreno de tu vientre,
bebiéndote el gazpacho de tu sangre,
desposeída de oros y de espadas,
borracha en copas, vapuleadas en bastos,
por todos malcomprada y mal vendida,
pordioseando impúdica en la puerta
de la opulenta Catedral del Mundo.
Porque te veo presa entre cadenas,
viuda, asesina y mártir de tus hijos,
a mil años y un día condenada.

Porque eres bella, España, y te me mueres,
porque eres mía, España, y no te absuelvo
del mal de España, canto tu belleza
y fecho y firmo a corazón parado,
boca cerrada y apretados puños,
clavándome la lengua entre los dientes,
porque no quiero blasfemar tu nombre.
*
"Elegía española (I)"
Luis Cernuda

Dime, háblame.
Tú, esencia misteriosa
De nuestra raza
Tras de tantos siglos,
Hálito creador
De los hombres hoy vivos,
A quienes veo por el odio impulsados
Hasta ofrecer sus almas
A la muerte, la patria más profunda.

Cuando la primavera vieja
Vuelva a tejer su encanto
Sobre tu cuerpo inmenso,
¿Cuál ave hallará nido
Y qué savia una rama
Donde brotar con verde impulso?
¿Qué rayo de luz alegre,
Qué nube sobre el campo solitario,
Hallarán agua, cristal de hogar en calma
Donde reflejen su irisado juego?

Háblame, madre;
Y al llamarte así, digo
Que ninguna mujer lo fue de nadie
Como tú lo eras mía.
Háblame, dime
Una sola palabra en estos días lentos,
En los días informes
Que frente a ti se esgrimen
Como cuchillo amargo
Entre las manos de tus propios hijos.

No te alejes así, ensimismada
Bajo los largos velos cenicientos
Que nos niegan tus anchos ojos bellos.
Esas flores caídas,
Pétalos rotos entre sangre y lodo,
En tus manos estaban luciendo eternamente
Desde siglos atrás, cuando mi vida
Era un sueño en la mente de los dioses.

Eres tú, son tus ojos lo que busca
Quien te llama luchando con la muerte,
A ti, remota y enigmática
Madre de tantas almas idas
Que te legaron, con un fulgor de piedra clara,
Su afán de eternidad cifrado en hermosura.

Pero no eres tan solo
Dueña de afanes muertos;
Tierna, amorosa has sido con nuestro afán viviente,
Compasiva con nuestra desdicha de efímeros.
¿Supiste acaso si de ti éramos dignos?

Contempla ahora a través de las lágrimas:
Mira cuántos traidores,
Mira cuántos cobardes
Lejos de ti en fuga vergonzosa,
Renegando tu nombre y tu regazo,
Cuando a tus pies, mientras la larga espera,
Si desde el suelo alzamos hacia ti la mirada,
Tus hijos sienten oscuramente
La recompensa de estas horas fatídicas.

No sabe qué es la vida
Quien jamás alentó bajo la guerra.
Ella sobre nosotros sus alas densas cierne,
Y oigo su silbo helado,
Y veo los muertos bruscos
Caer sobre la hierba calcinada,
Mientras el cuerpo mío
Sufre y lucha con unos enfrente de esos otros.

No sé qué tiembla y muere en mí
Al verte así dolida y solitaria;
En ruinas los claros dones
De tus hijos, a través de los siglos;
Porque mucho he amado tu pasado;
Resplandor victorioso entre sombras y olvido.

Tu pasado eres tú
Y al mismo tiempo eres
La aurora que aun no alumbra nuestros campos.
Tú sola sobrevives
Aunque venga la muerte;
Solo en ti está la fuerza
De hacernos esperar a ciegas el futuro.

Que por encimas de estos y esos muertos
Y encima de estos y esos vivos que combaten,
Algo advierte que tú sufres con todos.
Y su odio, su crueldad, su lucha, 
Ante ti vanos son, como sus vidas,
Porque tú eres eterna
Y solo los creaste
Para la paz y gloria de tu estirpe.

En el exilio los judíos rezaban: «Si me olvido de ti, Jerusalén, que se seque mi mano derecha y la lengua se me pegue al paladar». Por eso, en un tiempo de crisis en que España está al borde de un exilio moral, dejo en tus manos, lector, este mapa hondo y ancho de la patria personal que llevo dentro. Y lo hago tomando prestada otra vez la voz de nuestro premio nobel de Literatura de 1977 Vicente Aleixandre.

Ay, patria,
Tan anterior a mí,
Y que yo quiero, quiero
Viva después de mí -donde yo quede 
Sin fallecer en frescas voces nuevas
Que habrán de resonar hacía otros aires,
Aires con una luz 
Jamás, jamás anciana.
Luz antigua tal vez sobre los muros 
Dorados
Por el sol de un octubre y de su tarde: 
Reflejos
De muchas tardes que no se han perdido, 
Y Alumbrarán los ojos de otros hombres
-Quién sabe- y sus hallazgos.

España -ya se ha dicho- es una nación múltiple y diversa en cada una de las piezas que la componen, no una suma de comunidades homogéneas. Pero, por razones prácticas, la estructura del libro sigue la actual división autonómica. En definitiva, el texto consta de dieciocho capítulos, ya que, por diferentes motivos, Ceuta y Melilla se integran en uno solo.

Siempre me han gustado los mapas y, como no concibo un viaje de esta índole sin uno bueno, cada uno de los capítulos arranca con una bella representación cartográfica de la comunidad autónoma y de los lugares que he visitado en sus tierras a lo largo del libro. Todas las provincias están representadas por su correspondiente icono.

Además, esas mismas provincias se abren con unas notas de viaje personales, con el nombre de «Hitos», donde he pretendido captar la esencia del lugar a través de recomendaciones de visita, desde un rincón desconocido hasta una huella histórica, pasando por un pueblo con encanto, un lugar donde perderse o un buen restaurante en el que reponer fuerzas para seguir el camino.
Este libro se completa con numerosas ilustraciones, de característico estilo abocetado, que, al igual que el relato que vienen a completar, son una mezcla equilibrada de lugares ineludibles y rincones más desconocidos que, en conjunto, forman parte sustancial de la España que llevo dentro.

Finalmente, abundando en la parte gráfica de la obra, un experimentado cartógrafo e ilustrador ha elaborado un espectacular mapa de gran formato que recoge por medio de iconos cincuenta de las principales maravillas de España; es decir, mis cincuenta preferidas. En el reverso del mapa el lector encontrará los detalles de cada uno de los lugares representados.

España, entre la rabia y la idea

Estos comienzos de nuestro siglo han reiterado las preguntas que sobre el significado de España se hicieron justamente cien años atrás. Aquellos jóvenes que ingresaban en la nueva centuria llenos de entusiasmo eran pensadores comprometidos, líderes espirituales, cuya reflexión desembocaba en una exigente toma de conciencia. Obsesionados por la modernización de España, se asomaron con inquietud a la Historia, tratando de ver en esta el lugar ocupado por nuestro país y, en especial, su aportación al progreso de Occidente. Desgraciadamente no es ese el panorama sentimental y social de la España de hoy. Por el contrario es la primera vez en su historia, con tantos conflictos y guerras a sus espaldas, en que se ha cuestionado la continuidad misma de nuestra patria. Es la primera vez, también, en que, como efecto de una crisis profunda, precedida de una larga temporada de estúpida despreocupación por la cultura, hemos asistido al despilfarro de una preciosa herencia nacional y al endurecimiento del discurso separatista. Avergonzaría a muchos españoles de los últimos cien años, cuales fueren sus proyectos políticos personales, la forma en que se ha renunciado a una conciencia nacional, les alarmaría la ligereza con que se ha depuesto la fuerza de nuestra cultura, el vigor de nuestro significado histórico. 

En un tiempo en que nuestra nación es sometida a una prolongada desautorización, "ESPAÑA, ENTRE LA RABIA Y LA IDEA" reconstruye el esfuerzo de generaciones de españoles que diseñaron el horizonte ideal de una patria común; aspira a revelar esa labor insaciable, con la que tantos hombres y mujeres, intelectuales y dirigentes políticos, novelistas y poetas, directores de cine y cantautores, seguidores de la derecha y de la izquierda, dirigentes sindicales y representantes de la clase media, católicos y agnósticos, fueron dando un significado preciso a la idea de España.

España, entre la rabia y la idea, publicado por Alianza Editorial, es una aproximación ensayística a nuestro problema como nación, que Ortega habría resumido como la falta de «un proyecto sugestivo de vida en común», y un repaso de la historia intelectual de nuestro siglo XX.

El ensayo editado por Alianza pretende demostrar, en palabras del Premio Nacional de Historia en 2008, que «siempre ha existido una idea de España, desde la izquierda, la derecha, la poesía, la filosofía, el sindicalismo y la Iglesia. De hecho, las guerras carlistas del siglo XIX y la Guerra Civil enfrentan dos ideas de España, mientras que hoy lo que parece ponerse en cuestión es nuestra propia existencia como nación».

Atrapados entre la ferocidad nacionalista, la apatía gubernamental y el adormecimiento de alguna juventud, los españoles hemos olvidado -según el historiador- que este país «no es un invento, sino el fruto de una larga tradición, de un prolongado hermanamiento, del mestizaje y de un ímpetu cultural como pocos países han tenido. Europa sería muy distinta sin ese legado que se traduce en libros y ciudades, entre otras cosas».

Para explicar lo inclementes que somos con nosotros mismos, recuerda que procedemos de una arraigada «tradición de pesimismo muchas veces inducida desde la poesía y desde la creación de arquetipos literarios, de El Cid a don Quijote. Esa poesía nuestra tan admirable se ha hecho más fuerte en la descripción del dolor y la agonía, más que de la belleza y el éxito. Si leemos el soneto Miré los muros de la patria mía, de Quevedo, nos quedamos con la impresión de que España es ya un país de desguace, y lo escribe cuando aún es una potencia hegemónica».
No conviene olvidar que «España es el único país importante de Europa que ha tenido una guerra civil en pleno siglo XX, y eso erosiona la conciencia nacional, nos disgrega y nos divide. Para complicarlo más todo, hay que sumar la existencia de nacionalismos vigorosos, y alentados por la izquierda cuando en el resto del mundo son pura caverna». Así se explica que llevemos tres siglos coqueteando con el suicidio como nación, «preguntándonos por España, si existimos, si nos vamos a romper, hasta negando su propio nombre. Un francés nunca se pregunta por Francia».

Si algo nos define con precisión es que, a diferencia de otros países que levantaron imperios, «aquí nos hemos creído las leyendas negras. Todos los imperios son atacados por quienes aspiran a acabar con ellos, pero España es donde más se interiorizan las visiones negativas». El autor de Breve historia de España cree determinante además que la nuestra ha sido una tierra dada a los conflictos internos y con poca presencia (reciente) en los externos. «Se dice que las guerras internacionales sirven para afirmar naciones. Cuando luchaban Alemania y Gran Bretaña, ambas se autoafirmaban».
El escritor nos emplaza a dejar de ser un mero Estado para convertirnos por fin en una nación. Si no nos faltan las hazañas, como ponderaba Lope en la Dragontea, «¿por qué no tenemos quien las cante?», se pregunta Cortázar, que se ha propuesto tomar la iniciativa para que otros intelectuales sigan el ejemplo. «A muchos intelectuales del 98 les avergonzaría ver la respuesta taciturna de ahora, la actitud como de hacerse perdonar. Algunos tienen miedo, han confundido el patriotismo con el patrioterismo del régimen franquista, y eso lo estamos pagando».

Sobre el problema catalán, el autor se aferra al optimismo que, en su opinión, caracteriza a todo historiador. «La humanidad siempre avanza: cualquier tiempo pasado fue peor. Lo de Cataluña se puede solventar, para empezar porque los nacionalseparatistas nos han dado ya pistas para frenar el proceso; si esto hubiera ocurrido 10 años más tarde, ya no tendría remedio porque habrían sido 10 años más de adoctrinamiento, más generaciones afectadas... En Cataluña, la crisis global, económica y de pensamiento, ha provocado la búsqueda de una utopía independentista. Los nacionalismos siempre producen una sensación de beneplácito entre sus adeptos a pesar de que estén basados en una mentira, en la ofensa continua y el supremacismo».
¿Soluciones? El catedrático de Deusto no duda de que hay que «recuperar la enseñanza, la historia». A un nivel general, se trata de «transmitir una España en positivo, no la de alguien que castiga, condena y sólo aplica la ley». «No somos un país de desguace ni de fin de raza, sino una tierra hermosa y con una cultura como pocas», sentencia.
PRÓLOGO

El problema de España, España como problema, España sin problema, la España sin pulso, las dos Españas, la tercera España, la España invertebrada ... Nuestros libros de historia agrupan las referencias a una angustia, a una inseguridad, a un complejo de falta de realización. Pero también invocan una empresa apasionante, una tarea cívica incansable, en cuya realización se define el carácter de una nación. No hay comunidad política que, disponiendo de tan firmes raíces en el tiempo y en la cultura de Occidente, se haya interrogado sobre su solidez, su pasado y su viabilidad con tan conmovedora y arriesgada inquietud. Con sesenta años de diferencia, dos políticos de envergadura dijeron que es español el que no puede ser otra cosa... y que ser español es una de las pocas cosas serias que se pueden ser en este mundo. Desgraciadamente, ahora no faltan quienes piensan que ser español es algo exótico, una de las pocas cosas serias que no se pueden ser en este mundo, sea ello serio o divertido. Esta debilidad del sentimiento nacional nos diferencia de todas las naciones de nuestro entorno, donde la pertenencia a una comunidad se da por sentada y se recibe gozosamente como una herencia cívica.

«¿Qué es una nación si no es un principio?», escribió un Ortega enfrascado en los primeros esfuerzos para dar consistencia ideológica a los jóvenes reformistas de la generación de 1914. Aquel grupo de intelectuales obsesionados por la modernización de España se asomaba con inquietud a la Historia, tratando de ver en ella el lugar ocupado por nuestro país y, en especial, su proyección en el devenir de Europa y en el quehacer universal. Hace cien años, quienes mejor muestra dieron de su voluntad de conducir España a la modernidad europea lo hicieron desde el exigente respeto a una trayectoria nacional propia, mediante la que podría abordarse la reforma radical orientada al bienestar del pueblo y a la eficacia del gobierno. España no necesitaba afirmar una voluntad de ser sino la decisión de seguir existiendo. Precisaba señalar el indispensable recuerdo de lo que había aportado a la historia de Occidente y la determinación de permanencia para renovar esa contribución decisiva.
Por desgracia no es ese el panorama sentimental y social de la España de hoy, donde la liquidación de la cultura y el saber humanístico han tenido consecuencias graves en el despilfarro de una preciosa herencia nacional. No hay duda de que el secesionismo nunca habría alcanzado sus niveles de seducción en estos momentos de desánimo si España hubiera sido definida, anhelada y entregada a la conciencia de los ciudadanos con una intensidad emocional que nunca se apartara de la solidez de las razones que la justifican. Lo que resulta verdaderamente escandaloso, porque responde a una dejación de responsabilidades de los gobernantes, es que los españoles hayan carecido de una idea de nación que les garantice seguridad en estos momentos de peligro y que permita salir al paso de la ofensiva separatista desde una posición de superioridad intelectual, mayor eficacia política y mejores recursos de veracidad histórica.
El grave problema que ahora estamos sufriendo es que durante estos últimos cuarenta años no se han hecho esfuerzos para nacionalizar España y superar la pobre condición casi exclusivamente administrativa de nuestra patria. No ha sido la norma jurídica lo que nos ha faltado, no ha sido un orden legal el que tanta gente ha echado de menos. Ha sido el sentimiento gozoso de compartir un proyecto que merece ser vivido por todos en el seno de una misma nación, las ganas de existir socialmente como españoles. Sobre este vacío se ha alzado un discurso de separación, sobre la pérdida de lo que, en nuestra larga historia juntos, habíamos llamado «patriotismo».

Y la verdad es que, por motivos que tienen que ver con las tribulaciones de nuestro siglo XX. , se ha exagerado la cautela a la hora de ejercer el patriotismo, como si con este se molestara a quienes no han dudado un segundo en propagar, por la tierra, el mar y el aire de sus competencias autonómicas, los argumentos de su independentismo disgregador. Temiendo dramatizar nuestro patriotismo, España dejó de ser una conciencia en tensión para adquirir la íorma de unas instituciones rutinarias. Dejó de ser sentida como nación para solo ser considerada como Estado. Nuestra beatífica Transición fue capaz de extirpar de nuestro modo de vida lo que el franquísmo había colocado en las virtudes exclusivas de quienes ganaron la guerra. El patriotismo había sido propiedad de algunos, y, al parecer, el remedio no fue nacionalizar de nuevo a los españoles, sino dejarnos a todos sin nación. ¿Habrá que recordar que no fuimos capaces de erradicar el nacionalismo, sino que solo lo desplazamos hacía aquellos que tenían como programa exclusivo la negación de España? Para decirlo de forma más clara aún: ¿habrá que recordar que el solemne aprecio, tan de nuestra izquierda actual, de las místicas nacionalistas de Cataluña y el País Vasco supuso la renuncia a plantear, por lo menos en igualdad de condiciones, la legitimidad de un patriotismo español? De seguro que más de uno se quedará perplejo al sentir en las páginas de España, entre la rabia y la idea, el aliento patriótico de una izquierda nacional en circunstancias contundentes de nuestro siglo XX.

Estos comienzos de nuestro siglo han reiterado las condiciones de fractura histórica e interpelación sobre el significado de la nación española que se dieron justamente cíen años atrás. La diferencia es que, entonces, aquellos jóvenes que ingresaban en un siglo XX de entusiasmo e incertidumbre acompasados irrumpieron decididos en la lógica más exigente de la historia. Todos ellos, llegando de las estribaciones del 98 o presagiando las cumbres de la generación del 14, fueron intelectuales en el sentido estricto que adquirió esta palabra tras el caso Dreyfus. Eran pensadores comprometidos, dispuestos a afrontar los desafíos de su tiempo, líderes espirituales cuya reflexión desembocaba en una severa toma de conciencia. Tejieron un espacio plural, en el que la lucha por la primacía y la ambición de liderazgo nunca estuvieron ausentes del todo. Pero incluso las debilidades humanas del egocentrismo y la soberbia jamás se distanciaron de un lugar de alta graduación moral. En él, las cosas no se despachaban con apuntes superficiales de tertulía omniparlante, ni con el griterío nervioso de algunos debates televisivos, ni mucho menos con la satisfecha vacuidad de las llamadas redes sociales.

Era un territorio fiel a una idea tradicional y permanente de la cultura, donde se pensaba antes de hablar, y donde se escribía con una elegancia y un rigor que todavía nos aleccionan y nos conmueven. Era la inteligencia que se percibía a sí misma como lanzadera de la comprensión de una España en crisis. Era el gusto por la complejidad y los matices alimentando aquella nación en vísperas de todo. Era la rotundidad del compromiso bien documentado ofrecido a aquella patria a punto de superar su languidez con un poderoso ímpetu regeneracionista. Era la dignidad de quienes se creían, más que en el derecho, en el deber de hablar, de escribir, de agrupar opiniones, de sacudir los problemas en el territorio denso de una gran pedagogía nacional.

Lo que caracterizaba a aquellas personas era su patriotismo abierto, su irrenunciable amor a España, su independencia de criterio, su entrega a una verdad atisbada desde diversas perspectivas. Les identificaba su coraje cívico, su valentía intelectual y su absoluta falta de frivolidad, que no es carencia de sentido del humor ni de ironía. Viendo por dónde se están abriendo las costuras de nuestra convivencia, observando dónde se encuentra la brecha más amplía y la dolencia más grave de nuestro cuerpo social, podemos afirmar que la primera preocupación de nuestro tiempo, en esta nación puesta en riesgo por la feroz impugnación de unos y la alarmante indolencia de otros, ha de ser la exposición de las razones sobre las que debe levantarse nuestra idea de España. Avergonzaría a los intelectuales españoles de hace cíen años, fueran cuales fueran sus proyectos políticos personales, la forma en que se ha renunciado a una conciencia nacional. Les avergonzaría contemplar cómo se ha cambiado por una fe a profesar en privado o por una ley a defender en público. Les alarmaría la ligereza con que se ha depuesto la fuerza de nuestra cultura, el vigor de nuestro significado histórico, la rigurosa exigencia de una empresa que no puede revocarse alegremente ni someterse a los dictados de una negociación. Les entristecería la forma en que se ha permitido que llegáramos a este punto, incomprensible sin la odiosa indolencia de quienes creen que una nación se guarda a solas, sobrevive a tientas o es mera inercia que en nada precisa dela voluntad permanente de quienes deben mantener su impulso. Uno de esos intelectuales, Antonio Machado, cuyos versos abrieron en 1915 el primer número de la revista España, escribió unas angustiadas palabras que los mayores del lugar nos sabemos de memoria. Aquel español al que hacía referencia, al que una de las dos Españas habría de helar el corazón, es uno de esos españoles en los que hoy contemplamos de nuevo el rostro puro y terrible de nuestra patria. A sabiendas de que la España que muere solo llegará como resultado de otra España, vacía, indolente, sin pulso ni sentido nacional. Una España que bosteza.

Aun en medio de este páramo, no son pocos los españoles que están pidiendo a sus políticos que reivindiquen España sin complejos y que sean conscientes de la consistencia del país al que representan. Que reivindiquen España como nación completa. No solo espacio constitucional de garantía de derechos, sino herencia de siglos e impulso que miró hacía adelante también en una de las épocas, como la centuria pasada, que combinaron con mayor eficacia destructora las ilusiones de la utopía y la atrocidad de las guerras modernas. España como lugar común bajo ese cielo difícil y compacto de una modernidad puesta a prueba por los vaivenes de la revolución y la contrarrevolución. España como territorio en el que sobrevoló la exaltación romántica de las emociones insaciables y la esforzada recuperación del compromiso con la razón moderada. España como espacio físico y cuerpo moral disputado entre quienes siempre se sintieron españoles. España, también, como experiencia colectiva y personal, como trascendencia de cada uno de nosotros, como sabiduría lentamente sedimentada que nos permite conocer y reconocernos en los actuales tiempos de insolvencia.

Los judíos rezaban en el exilio: «Sí me olvido de ti, Jerusalén, que se seque mí mano derecha y la lengua se me pegue al paladar» . En momentos en que España está al borde de un exilio moral pedimos a la Historia que nos refresque cómo nuestros antepasados alzaron una patria común, pronunciada desde todas las ideologías, defendida desde todas las culturas, reconocida desde todas las tradiciones. Una nación acotada en los sueños extenuados de muchas de sus gentes, una España de imperfección que exigía la tarea de trabajar sobre ella, una España que no gustaba pero a la que se amaba como territorio de realización de las propias ilusiones. En un tiempo en que nuestra nación es sometida a una prolongada desautorización, "España, entre la rabia y la idea", reconstruye el esfuerzo de generaciones de españoles que diseñaron el horizonte ideal de una patria venerada, consciente de sí misma, que experimenta cada segundo su propia vitalidad, sin dejar de ver en esas pulsaciones los gestos diversos de un solo cuerpo.

Aun en medio de la desolación, hemos de proclamar , con respeto, paciencia y energía, todo aquello en lo que no hemos dejado de creer. Esa verdad que ha quedado en silencio, sin inteligencia que la actualice ni voz que la enarbole. Esa verdad con la que deberíamos afrontar nuestros graves problemas de hoy, con nuestra conciencia nacional, renacida, con nuestra orgullosa y humilde tradición. Porque en lo que siempre hemos sido, en lo que siempre hemos creído, se encuentran los elementos primordiales de una solución en estas horas de desconcierto. Y porque solamente recuperando nuestra seguridad, nuestra integridad moral, nuestra confianza, habremos de convencer a los más jóvenes de que no conviertan su comprensible miedo en barbarie y su orfandad cultural en nihilismo.

Desde una primera reflexión acerca de Menéndez Pelayo y su reconstrucción de la historia nacional hasta la consumación del proceso constitucional de 1978 y las embestidas secesionistas del siglo XXI, el objeto de España, entre la rabia y la idea, es mostrar esa labor insaciable con la que tantos hombres y mujeres, intelectuales y dirigentes políticos, dramaturgos y poetas, directores de cine y cantautores, seguidores de la derecha y de la izquierda, dirigentes sindicales y representantes de la clase medía, católicos y agnósticos, fueron dando un significado preciso a la idea de España. Era, en la inmensa mayoría de los casos, una búsqueda afanosa de la conciliación, un ávido deseo de convivencia, un doloroso cotejo de nuestras penurias colectivas. Era el estimulante esfuerzo por mejorar, en justicia, libertad y ambición histórica, esta vieja nación a cuyo pasado nadie puede ni debe renunciar. Un centenar de artículos publicados los domingos en ABC constituye el sustrato de un libro que en todo momento pretende acompañar al lector en su reflexión sobre la grave hora de nuestra patria y llevarle al encuentro de quienes desde hace más de un siglo pregonaron las razones de España. Precisamente en unos tiempos en que a la crisis devastadora que ha desmoralizado a nuestra sociedad se ha sumado el desprestigio de sus instituciones nacionales y el debilitamiento de la voluntad colectiva que las sustenta.

Nos dice España que la nuestra no ha sido la historia de un fracaso ni la crónica de una inferioridad. Nuestros tiempos de violencia e incomprensión no fueron más desdichados que los de otros países europeos en los años que se iniciaron con la Gran Guerra. Lo que ocurre es que nuestra conciencia, arraigada en tanto tiempo de pasión por la libertad del hombre, de lucha por su libre albedrío, de defensa del derecho de gentes, de construcción de un Estado en el que al rey se le recordaba continuamente su autoridad limitada por la moral, hizo que nos costara mucho más olvidarlo todo y perdonárnoslo todo. Nos sumió en una larga penitencia que llegó a hacernos pensar que España era una nación frustrada, irremediable, de espíritu angosto y futuro cancelado. Hizo que, mientras Europa salía a flote aceptando su pasado, nosotros entendiéramos que la tragedia de 1936 no era un hecho histórico, sino un elemento sustancial de nuestro carácter.

Haber sabido salir de ese callejón embrutecido con una Transición cuyo espíritu hay que defender a toda costa en estos momentos nos muestra cómo España estuvo no solo a la altura, sino muy por encima de lo que otras naciones fueron capaces de hacer consigo mismas. No creamos una nación, pero le dimos el único sentido integrador y democrático que podía tener para que todos la consideraran propia. Y ese proceso admirado en todas partes solo sirve aquí para vilipendiar a una generación entera de ciudadanos valientes, a una gran nación de patriotas libres, que demostraron hasta qué punto erraba el pesimismo de un fin de siglo que ha parecido reiterarse cíen años después en esta miserable impugnación de nuestra existencia colectiva.

Sostiene España que todo se hizo, además, con un inmenso respeto a la cultura, porque ha sido ella la que nos ha mantenido alzando el pulso de nuestra nación en los momentos más terribles. Un país en el que nacen y escriben poetas como Lorca, Machado, Cernuda, Aleíxandre, Hidalgo, Otero, Fíguera o Cirlot, y en el que Ríba y Espriu evocan la fuerza diversa de su espíritu, no puede ser una mentira. Una nación que se sueña con tal intensidad no puede ser un error. Una patria escrita así no puede ser una concesión a la oportunidad política, ni un acomodo de coyuntura, ni el producto bastardo de una negociación. En la sobria y clara perspectiva de quienes a lo largo de estos últimos cíen años proclamaron desde la intemperie y la expropiación su lealtad a una cultura que nos proporciona significado, manifestemos aquí nuestro deseo de restauración de una patria libre, integradora y consciente. Como quien medita en el rincón más triste de la historia, como quien espera el alba.

LOS INTELECTUALES Y EL COMPROMISO
MENÉNDEZ PELAYO, LA NACIÓN HECHA HISTORIA

Recordamos con vergüenza ajena el aíre de trámite de urgencia burocrática con que se despachó el centenario de la muerte de Menéndez Pelayo en el 2012. Ya estamos resignados a que cualquier homenaje a quienes han sido forjadores de una conciencia nacional carezca de lo que ha venido en llamarse «olor de multitud». Pero cabía esperar que una minoría que se pretende selecta ofreciera su colaboración al indispensable cultivo de nuestra memoria nacional. Ni los poderes públicos que habrían de identificarse con las inquietudes de don Marcelino; ni los medíos académicos que habrían de pensar rigurosamente la historia cultural de España, ni la muchedumbre de intelectuales a quienes debería exigirse que descubrieran los orígenes de nuestro pensamiento crítico contemporáneo parecieron haberse dado cuenta de la circunstancia tan propicia y exigente que teníamos ante nosotros. Porque en el año 2012 coincidía el desafío lanzado por el separatismo no solo a la unidad, sino también a la idea misma de España, con la fecha en que podíamos conmemorar el primero de los grandes esfuerzos de nuestro tiempo para dar coherencia histórica y dignidad espiritual al proceso constituyente de la nación española.

Menéndez Pelayo irrumpió en la escena intelectual española cuando estaba en sus inicios el régimen de la Restauración. El sentido de su obra gigantesca, iniciada con poco más de veinte años y provista de una asombrosa y precoz erudición, fue encontrar la sustancia de la cultura española y el sentido profundo de un prolongado proyecto nacional. Por su edad, Menéndez Pelayo se hallaba al margen de los conflictos armados que enfrentaron a liberales y carlistas en los dos primeros tercios del siglo XIX. Por su carácter, deseaba descubrir el modo de integrar a los españoles en una conciencia unitaria, que superara el conflicto radical entre los abanderados de un progreso sin patria y los de una tradición sin actualidad. Por su formación, quería hacerlo desde el rigor de los documentos y la voluntad del estudio, alejado de hueca retórica del casticismo reaccionario y del arrogante papanatismo de los falsos europeístas.

Don Marcelino dedicó su vida entera a construir una idea de España. La pugna sangrienta de las guerras civiles había concluido, parecía entonces que definitivamente. Pero el final de la contienda bélica había de completarse con una dura labor intelectual, una empresa titánica destinada a recobrar la seguridad de los españoles en sí mismos. Una tarea que fuera capaz de afirmar la solidez histórica de una nación, la honra de su pasado, la decencia de sus principios fundacionales, su servicio al humanismo europeo y el papel indispensable desempeñado por nuestra cultura en la formación de la conciencia de Occidente. Contra lo que afirman algunos iletrados, Menéndez Pelayo estuvo muy lejos del nacionalismo integrista, y bien que se lo reprocharon algunos intelectuales ultracatólicos que lo tuvieron por principal enemigo. Del mismo modo que denunciaron su obra quienes pretendían que España, lastrada por sus ideales católicos, había perdido el rumbo del desarrollo económico y del saber científico desde los comienzos de la era moderna.

A unos y a otros respondió el intelectual santanderino, haciendo de España el país donde mejor prendió un Renacimiento humanista que evitaba el oscurantismo protestante y brillaba al sol de la inserción de los valores de la cultura clásica en la fe y la razón del ideario católico. Su infatigable capacidad de trabajo y su actitud tolerante le permitieron exigir rigor a sus oponentes y exigirse a sí mismo el repudio del sectarismo: «Siguiendo el consejo y el ejemplo del gran Leibniz, en todo libro busco primeramente lo que puede serme útil y no lo que prefiero reprender». Tal liberalidad no era ausencia de convicciones ni vano eclecticismo, sino pura y simple ausencia de prejuicios y, sobre todo, la voluntad de rendir un servicio asumido como causa a la que valía dedicar la vida entera: definir con precisión científica y pasión intelectual la realidad histórica de España. La tenacidad y la hondura de aquel esfuerzo merecen nuestra atención y nuestro afecto. Pero aún más, lo que el propio don Marcelino nos habría solicitado en estas horas difíciles y vacuas: cumplir con nuestra responsabilidad intelectual, devolviendo a los españoles la seguridad de que somos ciudadanos de una gran nación, afirmada en la verdad de lo que se hizo en el pasado y sustentada en la insaciable voluntad de hacer historia juntos.

EL 98, LOS INTELECTUALES SE MOVILIZAN

Poco generosa ha sido la crítica literaria y la reflexión histórica con este grupo de jóvenes patriotas airados por la desnacionalización de España y la falta de una cultura cívica que alejaba al país de los ritmos de Europa. Muchos han sido los medíos utilizados para deformar la indispensable calidad de su aportación. De un lado, la adulación de quienes vieron en su discurso una amarga profecía del desastre de 1936 y una actitud moral cuya herencia solo podía encarnarse en los ideales del 18 de julio, como se encargarían de hacer los primeros ensayos de Laín Entralgo. De otro, la denuncia de su presunto pesimismo por los sectores integristas de posguerra, empeñados en inscribir a aquellos intelectuales del 98 en la nómina de un modernismo injertado a golpes en la auténtica tradición española, antiliberal y antieuropea. Más tarde, los nombres y las obras del grupo fueron cribados para sazonar con la selección unos programas escolares que aún consideraban incumbencia del bachillerato ofrecer a nuestros adolescentes una cierta idea de España.

En las últimas décadas del pasado siglo, reducida toda preocupación por la historia de la cultura española a los círculos de la especialización universitaria, se hizo habitual referirse a «la invención del 98» como modo de negar coherencia y proyecto a lo que puede considerarse la primera movilización de los intelectuales ante la moderna decadencia nacional. Quizá sea este un buen momento para volver sobre aquellas preocupaciones que embargaron a unos cuantos escritores, a los que el futuro dividió según la evolución de sus fervores ideológicos, el despliegue de sus compromisos políticos o el puro y simple carácter de su obra literaria. Lo que nos interesa ahora es recordar esa pasión compartida que permite aún reunirlos en una sola gavilla de reflexiones, siempre referidas al sentido y sentimiento de España. Con su habitual dureza, Manuel Azaña calificó el desconsuelo de aquella juventud como «una enfermedad pasajera, una crisis de crecimiento», en un texto publicado en la revista España con título especialmente inmisericorde: « ¡Todavía el 98!».

La irritación del futuro caudillo republicano puede comprenderse, ya que Azorín, uno de los apóstoles del grupo y el que lo había bautizado en 1913, afirmaba que el golpe de Estado de Primo de Rivera respondía a las ideas defendidas por aquella generación. «¿Qué ideas?», se preguntaba Azaña, no hallando en su actitud moral más que un gesto doloroso, petrificado, un grito cuya angustia se sintió más aliviada en la literatura que en la acción social. Ese desdén de Azaña haría fortuna en el republicanismo español, aunque la crítica a aquellos jóvenes del 98, realizada veinte años más tarde, tuviera mucho de interesado anacronismo, al exigir a Azodn, Unamuno, Baroja, Machado o Maeztu que en los estertores del siglo XIX hubieran dispuesto ya del arsenal teórico reformista con el que podía contarse después de la Gran Guerra.

Más comprensión y cautela merece, sin duda, el juicio sobre quienes expresaron, ante todo, su respuesta moral, su desazón por una España cuyo atraso cultural, corrupción e indolencia cívica constituyeron el temario urgente de su narrativa, de su poética, de su reflexión ensayística. En torno al casticismo le sirvió a Unamuno para reivindicar una «intrahistoria», una verdad nacional que escapaba del folclorismo y trataba de hallar el genio oculto de un país cuya regeneración había de mezclar lo que España había ofrecido a Occidente y lo que Europa podía enseñar a los españoles. Ramiro de Maeztu adelantó en Hacia otra España un diagnóstico muy realista y concreto de los problemas que el reformismo social habría de resolver para construir un país desarrollado. Azorín no tituló casualmente una de sus primeras novelas La voluntad, como tampoco fue fortuito que Baroja publicara, en ese mismo 1902, Camino de perfección. «El feroz análisis de todo» que proponía Azorín era una estrategia personal de superación en un medio hostil, una vía de higiene mental, de depuración ideológica, de fortalecimiento del carácter que no pueden ser analizadas como mera egolatría, sino como la inquietud del individuo ante el destino de su pueblo.

Para todos ellos, España había de descubrirse a sí misma en el rechazo de una historia impostada -que, en buena medida, hallaron en el esfuerzo imperial- y en el reencuentro con lo esencial, con lo auténtico que brillaba en los autores medievales, traductores de un espíritu originario que había de salvarse mediante la europeización modernizadora. Ellos, hombres todos de la periferia, descubrieron la eficacia del mito de Castilla. No ha querido comprenderse que la exaltación castellana, tan vilipendiada después, era un modo de superar lo castizo y cortesano para ir al encuentro de lo nacional y popular. Ir en busca de una empresa fundacional que empujó la existencia histórica de España, su voluntad de ser comunidad consciente, su ambición de hacerse con un destino. El paisaje castellano dejó de ser zona de paso para convertirse en lugar de inspiración, en forma del espíritu, en materia sobria y exigente de una realidad que empezaba por ser sueño.

A medida que entraban en la madurez, a medida que el nuevo siglo iba modificando el escenario en el que España se pensaba, aquellos jóvenes optaron por compromisos políticos opuestos, por severas militancias que llevaron a la muerte y al destierro en los campos antagónicos sembrados por nuestra guerra civil. «Cada uno el rumbo siguió de su locura», escribió Machado. Pero aquel impulso del 98 habría de quedar, como visión atormentada, como tremenda pulsación del corazón de un grupo de jóvenes patriotas en los que España halló una espléndida voz capaz de pronunciarla. Hicieron de aquella pasión palabra en el tiempo. Y convirtieron la tierra que yacía inerte ante sus ojos ávidos e impacientes en «una España implacable y redentora, España de la rabia y de la idea» .

ESPAÑA EN EL SUEÑO REGENERACIONISTA

En la memoria de Europa yacen los restos del nacionalismo étnico y de las identidades raciales. En nuestro pasado reposan las víctimas y los verdugos de fantasías comunitarias radicales que solo pudieron fabricar su abyecto delirio olvidando una tradición que definió la civilización europea sobre la libertad del individuo y sobre el compromiso existencial de cada persona con sus semejantes. Y, en esta perpleja actualidad, que no deja de sorprendernos con sus sombríos entusiasmos por causas nefastas y por su sórdida indolencia ante valores esenciales, asoman de nuevo actitudes que creíamos superadas. Vuelve ese romanticismo que confunde la rectitud de la inteligencia con la intensidad emocional. Vuelve ese nacionalismo que prefiere la pasión unánime de la estética populista a la voluntad crítica de una ciudadanía plural.

Lo que nos hace falta es poner en estado de alerta una conciencia cívica, en cuyo programa debe constar, necesariamente, el rescate del pulso nacional que se ha perdido. Sin ese reencuentro con las razones de España, nada que tenga que ver con nosotros, como ciudadanos libres e iguales en derechos, podrá construirse de ahora en adelante. Una nación no es una relación contractual revisable. Una nación no es, tampoco, la manifestación trágica de un ser inmutable. Una nación es una cultura, realizada en la historia, asumida como conciencia común, vivida como tradición y ejercida como empresa.

Esa certeza, ese puñado de razones, esa larga experiencia que había que reactivar como esperanza fue lo que un grupo de intelectuales españoles definió como regeneración. Antes de que se llegara al Desastre de 1898, se habían alzado las voces de quienes trataban de inculcar a los españoles las aptitudes reformistas del desarrollo económico y el sereno coraje de constituirse en un verdadero pueblo. Ninguno de estos hombres quiso volcar en su patriotismo la complacencia sonámbula de las naciones que sobreviven en un pasado legendario. No vinieron a deleitar la autocomplacencia de sus contemporáneos, sino a advertir de la gravedad de una época en la que, alejándose del resto de los países occidentales, España corría el riesgo de dejar de existir como nación para sobrevivir apenas como un Estado sin alma y sin eficiencia, una mera administración presupuestaria y un reparto de oficinas alimenticias.

Por eso permanecen en nuestra mejor memoria. Porque no fueron los escribas de una vanagloria conformista, sino los portavoces de una entrañable indignación, tanto más áspera con la circunstancia de España cuanto más fuertes eran su amor y su compromiso con lo que España significaba como historia, con lo que España debía seguir siendo como proyecto. Las innegables inflamaciones de su lenguaje correspondían a la retórica de un tiempo muy dado a esos excesos. Pero su mensaje nunca fue una entretenida divagación, ni mucho menos la imaginativa logomaquia que hoy atormenta el discurso del nacionalismo. Si algo distinguió a quienes manifestaban la urgencia de una regeneración fue, precisamente, una atención a los problemas concretos que habían aprendido del pensamiento positivista en el que se formaron. El atraso económico, la inexistencia de una adecuada política de fomento, la carencia de un sistema educativo actualizado, el drama de una alimentación deficiente, el escaso interés por la productividad agrícola, la necesidad de una política de riego... Difícilmente podremos atribuir a los efluvios de una ensoñación lírica tales apreciaciones, que conectaban mejor con el ánimo insigne de nuestros arbitristas. Pero nadie piense que hallaremos en esta obra analítica la frialdad del informe de un grupo de tecnócratas. Porque al carácter científico del que, conforme a los ritos intelectuales del momento, quiere dotarse la empresa de estos hombres hay que sumar lo que se encuentra en el fondo de su mensaje: la voluntad de sacar a España de su decadencia. A las reformas económicas habrá que sumar una tarea de moralización, de regeneración política, devertebración de la ciudadanía.

Ricardo Macías Picavea, en El problema nacional (1899), señalaba que «en ningún pueblo del mundo hay menos idea y más apagado sentimiento de lo que es la tradición que en España». La protesta no venía precisamente de alguien que añoraba el pasado, sino de quien deseaba descubrir, entre los motivos de la decadencia, la pérdida de una cultura que no fuera ilusoria exhibición de gestas falsificadas. El débil patriotismo español no era la ausencia de greguerías folclóricas, sino todo lo contrario: la falta de una conciencia nacional moderna. Al pueblo había que sacarlo de una estulticia que no solo era resultado de la miseria de los humildes, sino de la fatuidad e ignorancia de sus clases dirigentes. Lucas Mallada, en "Los males de la patria y la futura revolución española" (1897), denunciaba a una administración que combatía por mantener un imperio cuando ni siquiera había sido capaz de forjar una nación, y llamaba a una indispensable renovación del liderazgo, al compromiso de todos los dirigentes políticos en la tarea común de poner en marcha a España: «Urge mucho, en bien del sosiego público, que detrás de las banderas de la regeneración administrativa y de la moralidad se congreguen todos los hombres de recto juicio y de sano corazón». Luis Morote, en La moral de la derrota (1900), frente al pesimismo dominante en muchos de sus compañeros, deseaba encontrar en la formación histórica de España un impulso democrático, defensor de la soberanía del pueblo, donde podían hallarse las bases de una regeneración que no era ruptura con la tradición, sino reencuentro con lo mejor de ella. El Desastre había de ser asumido como cauce para una reintegración moral, no para sedimentar nostalgias imperiales: «Dediquémonos aquí, en el viejo solar de la patria, a consolidar nuestra unidad y nuestra libertad, a ayudar a España en la terrible prueba, de la que ojalá se salve, de concebir el nuevo ser que lleva dentro, ser de luz y de esperanza».

Sobre todos ellos, la mirada de Joaquín Costa, en quien ha podido verse la síntesis de análisis empírico y de sueño razonable, de pragmatismo y de voluntad, de denuncia de la política corrupta y de confianza en el liderazgo de los individuos egregios, del respeto a la dignidad del pueblo y de exigencia a la labor de los intelectuales, de amor a lo más profundo de España y de reencuentro con una tarea de europeización. La escuela, la universidad, la limpieza de la clase política, las virtudes del pueblo y el impulso modernizador de los intelectuales. Reconstitución y europeización de España, como lo expresaría en el título de uno de sus trabajos. En el gozne histórico y moral del final del siglo XIX, hace poco más de cien años, estos hombres proponían para España, más que un programa, una actitud. En el pesimismo de su análisis no dejó de anidar la esperanza de su patriotismo . Para ellos, la nación no era un contrato ni un ser inmutable. Era una realidad histórica y, por tanto, un ilusionado, exigente y audaz desafío que su voluntad de ser españoles arrojaba al rostro de un tiempo difícil.

EL CATALANISMO Y LA UNIDAD DE ESPAÑA

Contra lo que algunos consideran hoy de forma oportunista y falaz el origen del secesionismo, el regionalismo catalán se fundó con voluntad de colaboración en la tarea de impulsar la nación española en el camino de su recuperación, especialmente tras la crisis de conciencia que acompañó el Desastre del 98. Como en el conjunto de España, antes incluso de que se produjera la derrota bélica y la pérdida de las últimas colonias, en Cataluña había ido emergiendo una promoción de pensadores, artistas, literatos y representantes de entidades económicas comprometida activamente en la modernización del país. No estamos, como lo pretende la mitología separatista, ante una afirmación de Cataluña frente a España, sino ante la defensa de la diversidad de una nación construida en un largo proceso de incorporación y de objetivos históricos compartidos.

La exaltación de esta diversidad, destinada a enriquecer el acervo cultural español y orientada a dignificar la aportación de Cataluña a una empresa común, se acompañó de la lógica exigencia de respeto y aprecio por lo que de distinto y complementario tenía la cultura catalana. Algo que a Menéndez Pelayo, tan claramente empeñado en el hallazgo de una raíz común del tronco histórico de nuestra patria, le resultaba fundamental. No planteaba el escritor santanderino la concordia entre pueblos hispánicos, porque no se encontraban divididos por ninguna cuestión que exigiera esa conciliación. Lo que demandaba Menéndez Pelayo, buen conocedor del ambiente cultural barcelonés, era la integración de esta estimulante diversidad en un proyecto más auténtico de unidad nacional, fabricado desde una conciencia histórica común y no solo desde la fría y provisional aceptación de una misma Carta Magna.

La movilización de la opinión pública catalana se realizó siempre al calor de las demandas de la clase media urbana, una pujante burguesía cuyos valores de modernización social y desarrollo productivo fascinarían a personas muy poco sospechosas de simpatizar con tendencia secesionista alguna, como Ramiro de Maeztu. No estarían, tampoco, al margen del movimiento catalanista el tradicionalismo rural y la defensa de una esencia católica de la región, enaltecida por el obispo de Vich, Torras i Bages, al proclamar que «Cataluña será cristiana o no será» porque «a Cataluña la hizo Dios, no la hicieron los hombres». Las orientaciones reaccionarias de las Bases de Manresa de 1892, la fascinación de los fundadores del catalanismo político por el nacionalismo contrarrevolucionario de Maurras y su estrecha colaboración con el carlismo catalán y las ligas cívicas de defensa social certifican la transversalidad de un ideario que no puede relacionarse exclusivamente, como también tiende a hacerse ahora, con las actitudes más progresistas del liberalismo o el republicanismo federal de la Restauración.

DEL EPÍLOGO
«Articular históricamente lo pasado no significa «conocerlo como verdaderamente ha sido». Consiste, más bien, en adueñarse de un recuerdo tal y como brilla en el instante de un peligro. Al materialismo histórico le incumbe fijar una imagen del pasado, imagen que se presenta sin avisar al sujeto histórico en el instante de peligro. El peligro amenaza tanto a la existencia de la tradición como a quienes la reciben. Para ella y para ellos el peligro es el mismo: prestarse a ser instrumentos de la clase dominante. En cada época hay que esforzarse por arrancar de nuevo la tradición al conformismo que pretende avasallarla. El mesías no viene sólo como redentor; también viene como vencedor del Anticristo. El don de encender en lo pasado la chispa de la esperanza sólo le es dado al historiador perfectamente convencido de que ni siquiera los muertos estarán seguros si el enemigo vence. Y ese enemigo no ha cesado de vencer». Walter Benjamin
...En esta penumbra hostil, brillan aún nuestra voluntad y nuestra fuerza tranquila, nuestro coraje democrático y nuestra afirmación de un derecho al que no renunciaremos. Palpita como nuestra vida en común ante la ciega adversidad, fieramente existiendo. Como un pulso que golpea las tinieblas. 
Desde esa actitud podemos poner España en marcha, negándonos a que todo lo que era nuestro se convierta en nada.


Desde la palabra, nunca desde la exhibición del gesto. Desde el argumento, nunca desde la banalidad de la consigna. Desde el duro aprendizaje de la historia, nunca desde la cómoda aberración del mito. Hace casi exactamente doscientos años, un monarca miserable quiso hacer que nuestra primera Constitución se borrara de la memora de los españoles. Como entonces, nosotros, podemos reclamar la vigencia de una Carta fundamental que nos devolvió la condición perpetua de ciudadanos. 
Que otros vivan su identidad a expensas de la tiránica sumisión a la tierra y los muertos, que otros finjan la desolada representación de una nación oprimida, que otros pretendan encarnar la soberanía de una comunidad imaginaria, que otros hinchen el pecho con sus símbolos harapientos, sus mitos de gardarropía, sus efectos especiales para el espectáculo de la confusión en la oscuridad de la sala en que quieren convertir España. 
Que otros digan «vivan las cadenas», al son de las campanas que en otro tiempo sirvieron para convocar el somatén. Los catalanes no viven a diario en esa bipolaridad despiadada que les impone hoy el independentismo caciquil, ni querrían soportarla en el futuro. La lucha contra esa ruptura de la cohesión nos espolea hoy a muchos, catalanes o no, que sentimos con dolor el atropello de la democracia en Cataluña. Y que esa injuria se ejerza, como se ha en los peores tramos de la historia de Occidente, en el nombre del pueblo.
VER+:




MADRE PATRIA - DÍA DE LA HISPANIDAD

HERMOSA ESPAÑA

CIUDADES TURÍSTICAS DE ESPAÑA


García de Cortázar: 
"España es la identificación con un 
patrimonio artístico 
y una lengua"

QUE BONITA ERES ESPAÑA


Así es, lo es. España no es sólo un trozo de tierra o una bandera que se posee. España es de todos y para todos. Parte de los problemas que ocurren en este país, es por la falta de una identidad española, por la falta de unión, consenso y por supuesto por la falta de cultura. Por la falta de conocer, precisamente España. En EEUU, se iza la bandera con orgullo, y se defiende y protege con honor y valor, seas de la ideología que seas. En la mayoría de los países es así, la bandera y la patria es de todos, de todas las ideologías.

Hubo un tiempo, un tiempo cruel y duro, en el que nos matábamos entre hermanos y en el que todo español gritaba ‘viva España’. Sí, gritaban que viva España, su España, la España que ellos defendían. La que cada uno quería para sus hijos. Pero siempre por España
¿Qué ha pasado ahora? ¿Por qué llaman puta a mi tía por llevar una bandera roja y gualda? ¿Por qué estás pensando que soy un ‘facha’ por escribir ésto? En mi humilde opinión, a los de arriba, les interesa que estemos divididos. Les interesa que no sepamos quiénes somos, que no nos hagamos fuertes unidos, que no sepamos lo grandes y lo fuertes que podemos llegar a ser como españoles. Que no sepamos qué es España. Tal vez yo tampoco lo sepa. Pero te voy a contar lo que es para mí.

España es mi familia, mis padres que sudaron sangre y lágrimas por mí, su trabajo, sus esfuerzos. Mis antepasados que lucharon por dejarme una España mejor, mis abuelos y sus abuelos. Mis amigos, mis hermanos, el barrio en el que nací, el parque donde me tomé mi primera cerveza, el bar de Moncloa donde me tomé mi primera copa. España son las españolas, las morenas, las rubias, esa sonrisa pícara, esos ojos verdes o negros, ese vacile y esa salsa que sólo tenéis vosotras. España es los españoles. La alegría, la felicidad, la simpatía, la chulería madrileña, la gracia andaluza, la frialdad del norte…

España son los Pirineos nevados, el Valle de Arán, la ciudad Condal, Barcelona al mar. España es el Atlántico de Galicia, un atardecer en finisterre, esa ‘musiquiña’ de una gallega poniéndote un blanco en frente del mar. Son los campos de Castilla, tierra de Reyes, tierra que vio nacer nuestro idioma con el que ahora te pinto, querida patria. Castilla es la tierra del Cid Campeador, de las aventuras más leídas en el mundo entero, de la obra de arte de Don Quijote. Es esa tierra de cuyo nombre me quiero acordar. Es la tierra donde nacían los dioses de antaño, Extremadura, Pizarro, Cortés… España son las calas azul cristalino del Levante, de Valencia, de Murcia. El mar que baña las preciosas playas andaluzas. La cerveza en el chiringuito, frente al mar, mirando de reojo a esa morena malagueña. España son las sevillanas, las cordobesas… El desierto donde Clint Eastwood tanto se «alegró el día», tabernas almerienses…

España es la Alhambra, la Giralda, la Almudena, la Gran Vía, las Catedrales de Santiago y de Burgos y de Córdoba, la Sagrada Familia, la Torre del Oro, el acueducto de Segovia, las ruinas romanas de Cartagena, la muralla de Ávila, las Hoces del río Duratón, el Ebro y el Tajo. La guitarra, el flamenco, la buena poesía, Quevedo, Góngora, Unamuno, Dalí, Picasso..

España es la tortilla de patata poco cuajada, paella del Levante, el cocido madrileño, los churros de año nuevo resacoso, el roscón de Reyes sin frutas de esas que no le gustan a nadie. El aperitivito’´, las tapas y más tapas con ese oro líquido entre medias. ¿Cuántas llevas? Ni idea. El marisco gallego, las gambas de Huelva, los percebes (a quién demonios se le ocurriría probar eso, tenía que ser español). Es la fabada asturiana, las migas de Aragón, el jamón, el ‘pescaito’ de Cádiz. La crema catalana, la butifarra, la carne de buen buey castellano, y poco hecha no, que muja. Las rabas de santander, el vino tinto, el aceite de oliva… España es sentarse en el sofá y resoplar después de una comida repleta de cualquiera de estos manjares, y la siesta.

Es imposible nombrarlo todo. Pero lo más importante, es que España es cultura. España es Cartago. España es Roma. España es celta. España resistió y recibió los regalos de los musulmanes. España es el país de María. De Santo Tomás y de San Francisco Javier. Lo más importante es que España fue el Imperio más grande de la historia bajo el manto de Isabel y Fernando. Con Carlos I y Felipe II en España, chicos y chicas, no se ponía el sol. Los héroes innombrables, la valentía, el martirio, el honor y la gloria. Rodrigo Díaz de Vivar, Blas de Lezo, Don Pelayo, los hermanos García Noblejas, Daoíz y Velarde, que se revelaron contra los franceses aquél dos de mayo… España son la piel de gallina y los pelos de punta con los que escribo ahora mismo. España soy yo. España eres tú. España somos nosotros, desde nuestros ancestros hasta descendientes.

En serio, ¿que coño más quieres?

¿Qué es España?