EL Rincón de Yanka: LIBRO "LOS ESCLAVOS FELICES DE LA LIBERTAD" POR JAVIER RUIZ PORTELLA

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sábado, 11 de mayo de 2019

LIBRO "LOS ESCLAVOS FELICES DE LA LIBERTAD" POR JAVIER RUIZ PORTELLA


Javier Ruiz Portella

¿Por qué el emporio de la libertad se convierte en el reino del nihilismo? ¿Por qué nuestro extraordinario bien-estar parece privarnos de auténtico bien-ser? ¿Qué asombrosos resortes mueven a nuestro mundo para que ello sea así? Tales son las preguntas que atraviesan todo este ensayo, paradójico también en cuanto a su propia escritura. 

Un libro que, siéndolo de filosofía por el fondo de sus cuestiones, es de literatura por la forma de las mismas.

“¡Fabuloso! Un grito de rabia y esperanza en nuestra época desquiciada. —Fernando Sánchez Dragó (prologuista).

“Este libro, lleno de poesía, de humor y de un auténtico talento literario es propiamente fabuloso. ¡Un grito en nuestra noche! ¡Una bomba atómica filosófica sin la jerga de los filósofos! Nadie ha escrito nunca nada tan fuerte y tan verdadero sobre nuestra época (¿por qué lo feo sustituye a lo bello?). —Dominique Venner (historiador).

La paradoja -la marca constitutiva de nuestro tiempo- se despliega a través de todo el libro:
  • Paradoja de los hombres más libres. y más esclavizados a sus objetos y productos.
  • Paradoja de los hombres más ricos de toda la historia. y más pobres de sentido y belleza.
  • Paradoja de los hombres que, sin consuelos ni refugios, se enfrentan más vigorosamente a la muerte. al tiempo que más cierran los ojos ante ella.
  • Paradoja, en fin, de los hombres para los que se desvanece todo aliento sagrado, toda dimensión superior de la existencia., pero a los que "sólo un dios", decía Heidegger, un muy extraño dios, "puede salvar".

No basta, sin embargo, exponer las paradojas y contradicciones de nuestro tiempo. No basta efectuar la crítica de la modernidad, o mejor dicho: la de aquel de sus rostros —tiene dos— que es dominante. Hace falta, además, preguntarnos: ¿por qué?

- ¿Por qué es ello así?

- ¿Por qué el emporio de la libertad se convierte en el reino del nihilismo?

- ¿Por qué nuestro extraordinario bien-estar parece privarnos de auténtico bien-ser?

- ¿Qué asombrosos resortes mueven a nuestro mundo para que todo ello sea así?

Tales son las preguntas que atraviesan todo ese libro… paradójico también en cuanto a su propia escritura.

Un libro que, siéndolo de filosofía por el fondo de sus cuestiones, es de literatura por la forma de las mismas.
Sólo mediante una escritura evocativa y sensual, no exenta de ironía y humor, llena siempre de una amenidad insólita cuando se trata de abordar tal tipo de cuestiones: sólo así puede el pensamiento estar a la altura del reto al que se enfrenta.

Nadie es más esclavo que quien se tiene
por libre sin serlo.
GOETHE
Hay, hay cosas que decir en favor de nuestra época. Hay, en el quebranto de las cosas, un singular mordiente, como en la rotura de la espada ese sabor de arcilla seca que siempre tentará el labio del bien nacido. SAINT-JOHN PERSE 
Los opuestos concuerdan, y de los discordantes 
surge la más bella armonía. 
Todo se engendra por la discordia. 
HERÁCLITO



Prólogo
El silencio de los corderos, el grito de quien no lo es 

«Unos esclavos... ¿felices? ¿y además libres? Pero ¿qué diablos es esto?», me dije al ver el título. «¡Ah!, debe de ser aquello de "la servidumbre voluntaria" de que hablaba La Boétie, el amigo de Montaigne», pensé, creyendo que se trataría de un nuevo alegato contra los males que despellejan a este mundo nuestro cada vez más absurdo, a esta sociedad aborregada que nos asfixia y contra la que yo mismo llevo combatiendo desde hace tantos años.
Un alegato legítimo, necesario. Y sorprendente, me dije mientras hincaba los incisivos en las primeras páginas.
Sorprende, por ejemplo, que la bazofia esa a la que llaman «arte» contemporáneo sea considerado no ya como un mal entre muchos otros, sino como la más sintomática, la más significativa de las desventuras que afligen a la única época de toda la Historia «capaz -escribe Portella- de colocar la fealdad ahí donde los hombres habían colocado siempre la belleza». 
Ese punto de partida define y acota lo que el lector irá encontrando a lo largo de libro, que es, desde luego, un profundo alegato contra los males de la modernidad, pero que no recurre para ello a los habituales varapalos asestados contra el materialismo y la vulgaridad del hombre contemporáneo. 

No cabe duda de que Portella ha bebido, y mucho, en la fuente que nutre a toda la corriente de pensamiento que, desde Nietzsche hasta diversos autores de hoy, pasando por Spengler, Jünger, Heidegger..., e incluyendo a nuestro 0rtega, ha puesto en la picota la concepción moderna del mundo. Pero si estas páginas beben en tal fuente -la del Kulturpessimismus, por darle un nombre consagrado-, también se diferencian profundamente de dicho «pesimismo cultural». A pesar de que en este libro, trenzado de paradojas, se despliega la más despiadada crítica de nuestros tiempos sombríos, también se celebra aquí todo lo que de luminoso puede brillar en tales tiempos. Resuena en él, cierto, un indignado grito de rabia y desesperanza, pero también es todo un grito de esperanza lo que en ellas se alza. 
¿Se trataría entonces de abandonar el «pesimismo» y sus desengaños para caer en el «optimismo» y sus
complacencias? No, en absoluto. Nadie asegura aquí que los esclavos hoy sometidos a la adoración del dios dinero y de la diosa materia vayan mañana a romper sus cadenas. Nadie pretende que vayan a acabar viviendo envueltos en la belleza y la plenitud de una existencia radiante de sentido. 
Nadie asegura tales cosas por la sencilla razón de que lo único que cabe asegurar, cuando del mundo y de los hombres se trata, es que no existe seguridad alguna. Durante siglos, sin embargo, no sólo hemos pretendido, sino que hemos anhelado como locos todo lo contrario. Durante dos milenios hemos vivido mecidos por el gran ensueño que hoy se ha desmoronado: el de creer que el destino de los hombres y del mundo -la Historia- puede desplegarse sobre rieles firmes y seguros, marchar, cualesquiera que sean los obstáculos, por vías que llevan a un destino tan diáfano como preestablecido de antemano. 

¿Qué otra cosa, si no, es la parusía cristiana, el fin de los tiempos, la creencia en una vida eterna y sobrenatural? ¿Qué otra cosa, si no, era la sociedad igualitaria y feliz que prometía el comunismo? ¿Qué otra cosa, si no, es el constante, inacabable progreso que, en el mundo burgués, proclama la diosa Razón? 
Tal es el sueño milenario -el «señuelo», lo llama Portella-que se ha desvanecido en nuestros días. Son sus ruinas lo
que constatamos o, como mínimo, entrevemos. Es a un mundo asentado sobre el vacío, carente de cimientos, abierto al tiempo y al cambio, a lo que nos aboca la modernidad, o más exactamente la «posmodernidad» en la que estamos hoy sumidos.
Hoy, cuando «Dios ha muerto» y la religión, recluida en el ámbito de lo privado, ha dejado de ser signo de los tiempos; cuando el comunismo ha acabado apareciendo ante todos como la monstruosidad que siempre fue; cuando la Razón, aplastando todo lo que de misterioso y maravilloso tienen las cosas, ha acabado conduciendo a los monstruos, así sean de dulce pelaje, que el sueño de la Razón engendra. 

Tal es el desafío que se alza ante el hombre moderno: «el hombre de las suelas de viento», como lo llamaba Rimbaud. 
Tal es nuestro reto: el de quienes sabemos (o entrevemos) que «no hay camino, sino estelas en la mar»; el de quienes experimentamos que «no hay camino», que sólo se hace camino al andar». 
¿Andamos todavía o estamos varados en un lodazal? ¿No estamos como paralizados ante la inmensidad de un reto que constituye -tal es la tesis central del libro- la grandeza oculta de nuestro tiempo? 

Una grandeza que, más que oculta, queda destruida, convertida en miseria, en el instante mismo en que se empieza a vislumbrar su oscura y paradójica luz.
Grandeza y miseria de una época capaz, por ejemplo, de instituir -escribe Portella- «la libertad de pensamiento... y de convertir a ésta en la inanidad del pensamiento», transformándose «la pluralidad de opciones en la vaporosa vacuidad en la que nada es verdad ni mentira».
Grandeza y miseria de unos tiempos que habiendo liberado de la culpa y el pecado «la carne gloriosa de la sexualidad», han acabado convirtiéndola «en carne trivial y vulgar, desprovista de arrebato, emoción y pasión».
Grandeza y miseria de unos hombres que sólo son capaces de «alcanzar el más alto bienestar nunca conocido a condición de perder el bien-ser de su espíritu».
Grandeza y miseria de quienes, «aboliendo privilegios de cuna, ofreciendo a todos la más amplia igualdad de oportunidades», han acabado sumiéndolo todo «en el igualitario rasero que aniquila cualquier noción de dignidad y de excelencia», envolviéndolo todo en esa aristofobia que tantas veces, por mi parte, he denunciado.
Grandeza y miseria, en fin, de unos tiempos que «habiendo derrocado la soberanía emanada de Dios y radicada en el Soberano», la han sustituido «por la soberanía procedente del Dinero y ubicada en el Mercado».
Pero no basta con constatar tales desdichas. Lo esencial es preguntarse: ¿por qué?
¿Por qué tanta necedad, tanto absurdo? ¿Por qué cuando podríamos conocer la más alta grandeza, la mayor plenitud, por qué cuando nuestra libertad, nuestros conocimientos, nuestro bienestar han llegado a dimensiones nunca conocidas, lo malbaratarnos todo y nos quedamos más míseros que nunca?
¿Tan necios somos?
No, responde Portella en este ensayo. No es una cuestión de necedad. Tampoco de maldad. Haberlas, haylas, por supuesto; como siempre las ha habido y siempre las habrá. Pero ni la necedad ni la maldad son cuestión decisiva. La clave hay que buscarla en nuestra debilidad.
En la debilidad de quienes, enfrentados al más grande de los desafíos, carecen, hoy por hoy, de la fuerza y del arrojo necesarios para sostener todo lo que de incierto, arriesgado y maravilloso implica la aventura de la libertad. La verdadera, la libertad de los hombres que, sabiéndose finitos, inciertos y mortales, se lanzan al alta mar en la que ningún puerto -instituido por Dios o fijado por la Razón- les espera. 

Escasos son quienes hoy se lanzan a ello. ¿serán más numerosos algún día? Semejante aventurarse, semejante
lanzarse a la alta mar del mundo, ¿se convertirá alguna vez en la marca misma de los tiempos?
Para saberlo, para conocer cómo se responde aquí a tal pregunta -sin duda crucial-, no puedo sino invitar al lector a que se adentre en estas páginas en las que la reflexión filosófica se entrelaza, por si lo dicho fuera poco y de por sí no bastase, con una escritura marcada por la garra poética, la ironía y el humor.
FERNANDO SÁNCHEZ DRAGÓ

Poniendo algunas señas a guisa de Introducción

Retomemos los dos primeros epígrafes que encabezan este libro. En ambos se condensan las dos caras de nuestro tiempo.
Restalla, primero, el latigazo seco de Goethe: «Nadie es más esclavo que quien se tiene por libre sin serlo».
Destruir la gran patraña, desvelar lo que se esconde detrás de la bien trenzada máscara, comprender por qué y en qué los hombres libres de la modernidad -ellos, que, sin embargo, tan cerca están de la libertad-son en realidad esclavos: tal será una de nuestras dos principales tareas.
La otra queda condensada en el otro epígrafe. Expresando todo lo que de grande e intrépido bulle en nuestro tiempo -en su otra cara-, dice St-John Perse: 

«Hay, hay cosas que decir en favor de nuestra época. Hay, en el quebranto de las cosas, un singular mordiente, como en la rotura de la espada ese sabor de arcilla seca que siempre tentará el labio del bien nacido.»[ ] 
Un quebranto que no implica quiebra, una rotura que no conlleva descomposición; un quebrantamiento que, lleno de mordiente, tienta a los bien nacidos... ¿Dónde descubriremos una cosa tan singular? ¿serán muchos, tal vez, los «bien nacidos» que lleguemos a encontrar a lo largo de nuestro recorrido? Ya se verá.
En cualquier caso, encontrémonos ya ahora con uno de ellos. Y de los grandes: Stephan Zweig. En "El mundo de ayer". Memorias de un europeo, escribe: 

A pesar del odio y la aversión a la guerra no quisiera verme privado durante el resto de mí vida del recuerdo de aquellos primeros días [de agosto de 1914, cuando empezó la Gran Guerra]: miles, cientos de miles de hombres sentían como nunca lo que más les hubiera valido sentir en tiempos de paz: que formaban un todo.
Una ciudad de dos millones y un país de casi cincuenta [Viena y el Imperio austro-húngaro] sentían en aquel momento que participaban en la Historia Universal, que vivían una hora irrepetible y que todos estaban llamados a arrojar su insignificante «yo» dentro de aquella masa ardiente para purificarse de todo egoísmo. Por unos momentos todas las diferencias de posición, lengua, raza y religión se vieron anegadas por el torrencial sentimiento de fraternidad. Los extraños se hablaban por la calle, personas que durante años se habían evitado entre sí ahora se daban la mano, por doquier se veían rostros animados. Todos los individuos experimentaban una intensificación de su yo, ya no eran los seres aislados de antes, sino que se sentían parte de la masa, eran pueblo, y su «yo», que de ordinario pasaba inadvertido, adquiría un sentido ahora. El pequeño funcionario de correos que solía clasificar cartas de la mañana a la noche, de lunes a viernes sin interrupción, el oficinista, el zapatero, a todos ellos de repente se les abría en sus vidas otra posibilidad, más romántica: podían llegar a ser héroes; y las mujeres homenajeaban ya a todo aquel que llevara uniforme, y los que se quedaban en casa los saludaban respetuosos de antemano con este romántico nombre. Aceptaban la fuerza desconocida que los elevaba por encima de la vida cotidiana. 

¿Hay que ver en ello la extraordinaria exacerbación de sentimientos que se produce en un momento tan álgido como aquél en el que empiezan a retumbar los cañones?
Sin duda. Pero no es sólo eso lo que hay que ver. Sería incomprensible semejante ebullición del alma de un pueblo si en la marmita no estuvieran cociéndose al mismo tiempo otras cosas.
Lo explica el propio Zweig, hablando de la vida en la Viena de antes del desastre.
[En Viena] no era el mundo militar, ni el político, ni el comercial lo que se imponía en la vida tanto del individuo como de la colectividad. La primera ojeada al periódico de la mañana de un vienés medio no iba dirigida a los debates parlamentarios ni a los acontecimientos mundiales, sino al repertorio de teatro [...]. Pues el teatro imperial, el Burgtheater, era para los vieneses y los austriacos más que un simple escenario en el que unos actores interpretaban obras de teatro; era el microcosmos que reflejaba el macrocosmos, el reflejo multicolor en el que se miraba la sociedad [...], al tiempo que un nimbo de respeto, como una aureola sagrada, envolvía todo lo que tenía alguna relación, por lejana que fuese, con el teatro de la corte. El primer ministro o el magnate más rico podían ir por las calles de Viena sin que nadie volviera la cabeza para mirarlos; en cambio, cualquier dependiente y cualquier cochero reconocían a un actor de la corte o a una cantante de la ópera. [...] 

En el plano cultural esta sobrevaloración de los acontecimientos artísticos generó algo único: primero, un respeto extraordinario por toda producción artística; segundo, como consecuencia de siglos de práctica, una gran masa de expertos; y tercero, gracias a ellos, un nivel excelente en todos los campos culturales. [...]
El arte siempre alcanza la cima allá donde se convierte en motivo vital para todo un pueblo. Y al igual que durante el
Renacimiento Florencia y Roma atraían a los pintores y les inculcaban la grandeza, [...] así también los músicos y los actores de Viena conocían su importancia en la ciudad.
Remontémonos ahora unos cuantos siglos atrás. Vayámonos a la Roma imperial, aquella ciudad -la Ciudad- «que parecía diseñada con un raro afán de eternidad», como escribe Carlos García Gual. Prosigue éste: 

El corazón y centro de la vieja Roma fue el Foro antiguo [...]. Allí [...] establecieron los primitivos reyes, Rómulo y Tacio, en los albores de la ciudad, el lugar de encuentro y reunión de los ciudadanos. [...] Roma tuvo luego otras plazas, y los comerciantes se fueron trasladando a ellas, a medida que el resonante Foro se llenaba de monumentos, templos, estatuas y arcos triunfales. Más tarde hubo otros Foros de diseño imperial. Pero el primitivo fue durante siglos el gran centro nervioso de la vieja ciudad, el lugar de las deliberaciones populares, las fogosas arengas, las grandes ceremonias, las procesiones religiosas y los cortejos triunfales.
En torno a su Vía Sacra [...], en la vecindad de la Curia del Senado y a la sombra del Capitolio, se alzaban los edificios del gobierno y los más espléndidos templos y monumentos, que recordaban la protección de los dioses y las glorias de la invicta y belicosa Roma. En aquel espacio retumbaban todos los sucesos que conmovían la vida política de la ciudad y el orbe romano [...].Por allí paseaban los grandes de Roma, allí concurrían las procesiones festivas y las algaradas populares [...].
Esa pasión arquitectónica de Augusto iba de acuerdo con todo un programa de sutil propaganda a fin de redefinir y remodelar Roma como una ejemplar Ciudad Eterna, cubierta de mármol para transmitir por los siglos de los siglos una imagen del poder imperial, aureolado por la gracia de los dioses.
Los emperadores de su dinastía, la Julio-Claudia, y las dos siguientes, los Flavios y los Antoninos, siguieron el ejemplo de Augusto y embellecieron la ciudad con lujosas mansiones principescas, edificadas en los terrenos prestigiosos del Palatino, y con magníficas obras públicas: termas, foros,y circos y anfiteatros [...].
A comienzos del siglo IV, Roma contaba con muchísimos templos, varias basílicas, numerosos obeliscos y columnas, varios circos, ocho puentes, once foros, veintiocho bibliotecas , once termas públicas, veintidós estatuas ecuestres, treinta y seis arcos triunfales, además de los palacios sucesivos de los emperadores.[ ] 

Todo lo que se juega en este libro cabe en una sola pregunta: ¿por qué cosas como las anteriores no pueden sino aparecernos como una inmensa fantasmagoría histórica? ¿Por qué ninguna de tales cosas revolotea en el aire que (salvo en los museos) respiramos?
Ni una sola de las palabras de Zweig o de García Gual puede aplicarse en lo más mínimo a nosotros.
A nosotros, que nada conocemos ni de la belleza monumental, ni del amor colectivo al arte, ni del fervor de un pueblo puesto en pie en medio de la historia.
A nosotros, que nada conocemos de la grandeza y la belleza que impregnaban el aire de una Roma, de una Viena, o de una Europa medieval, o de un Renacimiento, o de un Barroco, o de los inicios incluso de la modernidad.
¿Quién, dónde..., a ver, que alguien me lo diga..., quién ha vivido, palpado, respirado jamás cosas parecidas? Cosas como:

«Monumentos, templos, estatuas, arcos triunfales que presidían el lugar de encuentro y reunión habitual de los ciudadanos.» «Fogosas arengas, grandes ceremonias, procesiones religiosas, cortejos triunfales» «Espléndidos templos y monumentos que recordaban la protección de los dioses y las glorias de la invicta y belicosa Ciudad.» «Una ejemplar Ciudad cubierta de mármol para transmitir por los siglos de los siglos una imagen del poder imperial, aureolado por la gracia de los dioses.»
O si a alguien le parece que Roma queda demasiado lejos, que venga y nos dé un solo ejemplo de cosas que, hoy y aquí, se pudieran parecer mínimamente a lo que Zweig contaba de la Viena de hace un siglo. Cosas como:
«El teatro: el reflejo multicolor en el que se miraba la sociedad.» «Una especie de aureola sagrada envolvía todo lo que tenía alguna relación con el teatro de la coite.» «Cualquier cochero reconocía antes a una cantante de la ópera que al magnate más rico.» «El arte convertido, en signo de grandeza, en motivo vital para todo un pueblo.»
Un pueblo -decía el mismo Zweig, evocando el fervor de agosto de 1914- cuyos individuos «formaban un todo»,
«participaban en la Historia Universal», «se purificaban de su egoísmo», en tanto «Un torrencial sentimiento de
fraternidad» lo inundaba todo; y sumidos en el todo, los individuos, lejos de perder su propia individualidad,
«experimentaban una intensificación de su yo». «Ya no eran los seres aislados de antes.» «Eran pueblo» «Podían llegar a ser héroes.» «Una fuerza desconocida los elevaba por encima de la vida cotidiana.»
Nadie podría decir algo levemente parecido de nosotros. Nadie podría hablar ni de la belleza mediante la cual una Ciudad se afirma y reconoce, ni del amor de un pueblo por el arte y la cultura, ni de la identidad individual de los hombres fortalecida gracias a su identidad colectiva como pueblo.
Ninguna de estas tres cosas, íntimamente ligadas entre sí, es válida para nosotros.
O mejor dicho, sí: mucho tenemos que ver con ellas Contradecirlas punto por punto es lo que nos define y caracteriza -al tiempo que nos opone a toda la historia anterior.

¿Por qué?
¿Por qué, cuando lo tenemos todo para conocer la mayor plenitud, la más inquieta belleza, la más álgida grandeza, es todo lo contrario lo que conocemos? (Basta salir a la calle, ir a Benidorm, entrar en un museo de «arte contemporáneo»...)
¿Por qué?
¿Por qué ese desierto debelleza, cultura e identidad?
¿Por qué, cuando conocemos el mayor emporio de salud, riqueza y prosperidad jamás poseído? ¿Por qué, cuando disponemos del mayor caudal de conocimientos y saberes de los que jamás se ha dispuesto? ¿Por qué, cuando vivimos en medio de la mayor libertad e igualdad jamás conocidas? ¿Por qué, cuando es nuestro y de nadie más ese otro rostro, espléndido, que tenemos ahí, a nuestro lado mismo?
¿No lo veis? Bastaría, sin embargo, con girar la cabeza.
¿Por qué nos quedamos con una sola de nuestras dos caras: la peor? 

¡¿Por que, maldita sea?!...
Tal es la pregunta, el grito, que resonará a lo largo de esas páginas.
Pero el grito es lo de menos. Muchas son las cosas que aquí se describirán, cuestionarán, denunciarán... Hacerlo, sin embargo, no basta, no es lo esencial. Aquí no se trata sólo de impugnar -y aún menos de gemir y llorar.
Es indispensable indagar, levantar acta de lo que pasa en nuestro mundo, en ese tierno mundo hecho de progreso, comodidad y (la llaman) libertad. Pero levantar acta no es lo primero. Ya muchos lo han hecho. En fin, muchos...: unos cuantos (entre los más grandes: Nietzsche, Jünger, Heidegger, Arendt...).
Lo que, en cambio, no se hace suficientemente es coger el toro por los cuernos, escarbar, hurgar... Preguntarse:¿por qué?
¿Por qué nos ocurre la más inaudita de las cosas: estar tan cerca de tenerlo todo...y no tener nada?
¿Qué extraño mar de fondo agita nuestro corazón para que nos suceda tal cosa?
¿Qué oscuros resortes mueven a los hombres potencialmente más libres de la historia para que se conviertan en sus mayores esclavos -y, además, felices y contentos?
¿Hasta tal punto nos hemos vuelto imbéciles, estúpidos, degenerados ...?
¿Malvados, quizá? ¿Malvados esos hombres... para quienes se ha tenido que acuñar la palabra buenista?
¿Hemos perdido el gusto y el sentido de lo hermoso?
¿O hemos perdido, quizá, otra cosa?
¿Cuál?
Indagarlo, buscar lo que hemos perdido, lo que nos hace falta encontrar... Hurgar entre los rastrojos de nuestra tan muelle, cómoda devastación. Hurgar aunque nos ardan las manos, aunque nos estalle el corazón: tal es el reto de esas páginas.

Esas páginas de... ¿De qué exactamente? ¿De filosofía, tal vez? ¡Cómo va a ser esto filosofía cuando aquí se habla de cosas como estallarnos el corazón, ardernos las manos, hurgar entre rastrojos...! ¿Desde cuándo un lenguaje parecido es filosófico? ¿No serán más bien páginas de literatura, de poesía, quizás?
¿Y si fueran páginas de ambas cosas a la vez?
¿Por qué la filosofía, por qué el pensamiento, por lo llamaba Heidegger, tendría que estar reñido con lo que se juega en el lenguaje del arte y de la poesía?

¿Por qué el lenguaje del pensamiento tendría que limitarse a ser un instrumento -feo o, en el mejor de los casos, anodino- puesto al servicio de unas ideas?
¿Por qué no puede la filosofía hablar también con imágenes, con metáforas, con palabras que, hincándose en lo sensible, incidan en la carne de lo real, se dirijan al corazón?
Por la sencilla razón de que no es ni a la carne ni al corazón -no es a lo sensible- a lo que se dirige la filosofía. Es a lo inteligible. Al intelecto, a la razón.
Pero nada impide tomar una opción distinta.
Nada impide pensar con palabras que, arropadas en la tierra -en la oscura tierra de la Caverna, diría quien sabemos-, giren la espalda a la luz de la Idea que brilla, inmaculada y gélida, en los cielos de la abstracción y de la especulación.
Nada impide, por ejemplo, escribir como han escrito -con pensamientos opuestos y estilos distintos- algunos grandes, aunque escasos pensadores que se han apartado así del estilo dominante en filosofía -y «estilo», aquí corno en cualquier arte de escribir, significa todo lo contrario de «mera forma», «simple caparazón».
Nada impide, en suma, dejar de dirigirse tan sólo a la mente, al intelecto, a la razón.
No para «hacer bonito»..., sino para «hacer verdadero»: para buscar esa verdad tras la que, desde hace más de dos mil años, vamos todos, y que es cosa tanto de la clara y fría razón como del estremecido corazón. Ese corazón que tiene sus razones, como decía aquél, que la razón ignora. 

Sólo así se puede conseguir que se desvele, entre sombras y luces, la realidad de lo que es. Esas luces y sombras que - convencidos de que, como dice Heráclito, «los opuestos concuerdan, y de los discordantes nace la más bella armonía»­ acogeremos gozosos, acompañándonos como nos acompañarán a lo largo de todo nuestro recorrido.

Aunque éstos sean falsos, aunque quienes vayan a la misma —y es de esperar que sean una multitud— sepan, en el fondo de su corazón, las auténticas razones por la que acuden. La pena es que se las tengan que callar.
Acabo de recibir el comunicado de la Asociación de Víctimas del Terrorismo convocando una manifestación en Madrid este sábado 22 de enero. Su último párrafo dice: “Dado el momento actual en el que estamos viviendo, donde muchísimas personas conviven con el miedo y se encuentran amenazadas por mantener los valores democráticos en este país, creemos que es de justicia movilizarse por la paz. Por todo lo expuesto dicha manifestación será silenciosa y respetuosa; no se coreará consigna de ningún tipo”.

Me he tenido que refregar los ojos. Acabamos de leer lo siguiente: la situación es muy grave…, razón por la cual no se coreará ninguna consigna y la manifestación será respetuosa —sobreentendido: hacia quienes nos amenazan gravemente. Tanta angélica placidez le deja a uno sobrecogido. Sobre todo porque uno siente una inmensa estima, una simpatía sin fisuras hacia las víctimas y su asociación.
Lo grave no es la inconsecuencia del razonamiento. Lo grave no es siquiera el error táctico, la “bajada de pantalones”, cuando lo amenazado —dejémonos de paños calientes— es la existencia de España. Lo grave son los paños calientes: ésos que llevamos aplicando desde hace 25 años.
Los paños calientes no consisten en absoluto en haber reconocido la pluralidad de tradiciones, lenguas, formas de ser, de vivir colectivamente que configuran a España. En sí mismo, ello es admirable, justo, necesario. Nadie lo cuestiona. Sólo lo hacen quienes, para afirmar su identidad específica, reniegan de la general. Rechazan, vilipendian lo que, junto con su especificidad, configura el ser mismo de vascos y catalanes. De tal modo nos niegan a todos…, pero a ellos mismos también.

Ante semejante repudio de nuestro ser colectivo, ¿cómo hemos reaccionado los españoles? ¿Cómo seguimos haciéndolo cuando acaba de sonar la campana que anuncia el asalto final? De una sola manera: aplicando constantes paños calientes, efectuando concesiones y claudicaciones. Tratando, en suma, de apaciguar a quienes nos ofenden y desprecian —evitando “corear consignas”, tratando de no faltarles al “respeto”.
¿Qué consignas —cuando se autorizan— resuenan en nuestras calles y plazas? ¿Qué lemas vertebran los discursos de nuestros políticos, periodistas, intelectuales…? ¿Qué le oponemos al separatismo que nos amenaza? Una sola cosa: paz, libertad, democracia… Gran cosa, sin duda. Pero cosa huera, simple cantinela, cuando nada más la sustenta. Cosa incapaz de encender el fervor de un pueblo —salvo cuando estallan las bombas y la vida individual está amenazada.
Lo está: lo atestiguan mil muertos y miles de lisiados en estos 25 años. Pero ninguno de ellos ha caído por ser “individuo”. Ni siquiera, en el fondo, por ser “demócrata”. Todos han caído por pertenecer y defender a España —la ausente, la gran oculta de nuestras manifestaciones, consignas, gritos.

Su nombre tampoco estará presente en la manifestación de este sábado. Su bandera —es de temer— aún menos. Cosa lógica, se dirá, puesto que la manifestación la convoca una benemérita asociación cívica, no política. Tal vez. Pero éste es, precisamente, el problema. Cuando se va a emprender el asalto final, resulta que aquel mismo pueblo antaño glorioso y aguerrido no encuentra mejor cosa que convocar una manifestación apolítica, envuelta en tintes humanitaristas. Aunque éstos sean falsos, aunque quienes vayan a la misma —y es de esperar que sean una multitud— sepan, en el fondo de su corazón, las auténticas razones por la que acuden. La pena es que se las tengan que callar.


CUANDO LOS CORDEROS GOBIERNAN por CARLOS HERNANDO

 




EL SILENCIO DE LOS CORDEROS en la pandemia