Todo lo que los educadores siempre han querido saber sobre el cerebro de sus alumnos y nunca nadie se ha atrevido a explicárselo de manera comprensible y útil.
David Bueno i Torrens
Satisfacción. / Satisfacción. / Eso que lo intento y lo intento y lo intento y lo intento. / Pero no lo consigo, no lo consigo. / Cuando conduzco mi coche / y aquel individuo que sale en la radio / me cuenta una y otra vez información inútil, / se supone que para estimular mi imaginación, / no lo puedo conseguir, no, oh no, no, no. / Eh, eh, eh, eso es lo que digo: / No puedo obtener ninguna satisfacción.
No necesitamos ninguna educación. / No necesitamos que controlen nuestros pensamientos. / Ningún sarcasmo oscuro en el aula. / Profesores dejen a los alumnos en paz. / ¡Eh! ¡Profesores! ¡Dejen a los alumnos en paz! / Al fin y al cabo solo es otro ladrillo en el muro. / Al fin y al cabo solo eres otro ladrillo en el muro.
¿Un libro de educación que empieza con unas estrofas de canciones de los Rolling Stones y de Pink Floyd en vez de las tradicionales citas de algunos de los muchos pedagogos brillantes que ha dado el país? Este no debe ser un libro muy normal...
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► Si quiere saber por qué aparecen esas estrofas con algunas frases marcadas en negrita y por qué le hacemos elegir, pase a la página siguiente.
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Y si llega al final del libro
encontrará un bonus track* extra.
Introducción
El oficio más viejo del mundo (y no piensen mal) La educación es el oficio más viejo del mundo. Ya sé que no estamos acostumbrados a oírlo decir así, pero créanme, muy posiblemente lo sea. El más antiguo y también el que presenta una mayor trascendencia. Una de las mejores pruebas de ello es que la educación es anterior a nuestra especie. De hecho, es anterior a los homínidos, e incluso, según se mire, también es anterior a los mamíferos. Todos los animales que, de una u otra manera, cuidan de sus crías, las educan, pese a que a menudo lo hagan sin darse cuenta y de manera completamente preconsciente. Frecuentemente tampoco nosotros somos conscientes de todo lo que transmitimos a nuestros alumnos, a través, por ejemplo, de nuestras actitudes más inconscientes y de las miradas que, sin darnos cuenta, les dirigimos y nos dirigimos. Los pájaros enseñan a sus hijos a volar, y cuando les llevan comida al nido, con su ejemplo les enseñan cómo deben hacerlo ellos cuando tengan polluelos. Incluso se ha visto que las abejas transmiten algunos aspectos de la gestión de su colmena a los descendientes en una especie de «escuelas». Soy consciente de que buena parte de este comportamiento es instintivo, pero resulta que aprender también lo es.
Las personas nacemos con el instinto de aprender, de adquirir nuevos conocimientos sobre nuestro entorno. Y aunque poco a poco lo vamos perdiendo, siempre conservamos algo de él. La magnitud de ese remanente depende de muchos factores, y uno de ellos, quizá el más importante, es el mismo aprendizaje, más concretamente las vivencias que tenemos de pequeños cuando aprendemos cosas nuevas. Por eso los bebés y los niños lo miran todo con los ojos abiertos, muy abiertos, de par en par, atentos a su entorno, para interiorizarlo. Pero muy especialmente se fijan en las otras personas, en los otros niños, en los jóvenes y en los adultos, en sus gestos, actitudes y miradas, para aprender de lo que ven hacer a los demás. Lo primero que llama la atención a un bebé, pocos días después de nacer, es la mirada de las personas, su cara. Dicho de otro modo, para aprender hay que tener, sobre todo, modelos de aprendizaje –no solo lecciones y currículos.
Las personas nacemos con el instinto de aprender, de adquirir nuevos conocimientos sobre nuestro entorno. Y aunque poco a poco lo vamos perdiendo, siempre conservamos algo de él. La magnitud de ese remanente depende de muchos factores, y uno de ellos, quizá el más importante, es el mismo aprendizaje, más concretamente las vivencias que tenemos de pequeños cuando aprendemos cosas nuevas. Por eso los bebés y los niños lo miran todo con los ojos abiertos, muy abiertos, de par en par, atentos a su entorno, para interiorizarlo. Pero muy especialmente se fijan en las otras personas, en los otros niños, en los jóvenes y en los adultos, en sus gestos, actitudes y miradas, para aprender de lo que ven hacer a los demás. Lo primero que llama la atención a un bebé, pocos días después de nacer, es la mirada de las personas, su cara. Dicho de otro modo, para aprender hay que tener, sobre todo, modelos de aprendizaje –no solo lecciones y currículos.
Todos los mamíferos educamos a nuestras crías. La mayoría lo hacen sencillamente con sus actitudes preconscientes, que los hijos imitan. Sin embargo, algunos mamíferos sociales que además tienen un cerebro muy desarrollado, como los delfines y las orcas, los gorilas, los chimpancés y los bonobos, entre otros, organizan una especie de jardines de infancia para tener un cuidado razonablemente comunitario de las crías, a las que también enseñan muchos de los comportamientos que luego, una vez aprendidos, las ayudarán a sobrevivir cuando sean adultas, favoreciendo que se adapten al medio. Porque la biología de todas las especies conduce a su supervivencia; si alguna hubiera perdido ese instinto, se habría extinguido irremediablemente. Aprender para sobrevivir, este es el imperativo establecido en los instintos. Y en nuestra especie, además, vivimos para aprender.
Quizás se estén preguntando por qué cuento todo esto en un libro de educación, o, mejor dicho, de neurociencia aplicada a la educación. Pronto lo verán, pero de momento les adelanto que esta introducción pretende ser una declaración de intenciones. Para empezar, las personas somos la especie más social de todas, y somos los organismos que tenemos un cerebro más complejo y desarrollado, especialmente en los aspectos más sofisticados de la vida mental, como el lenguaje, el raciocinio y la empatía, entre otros. Somos los únicos que podemos evocar voluntariamente recuerdos pasados e imaginar futuros alternativos, y ajustar nuestro comportamiento actual a las metas que queremos conseguir. Si todos los mamíferos sociales con un cerebro lo bastante complejo educan mínimamente a sus descendientes, en nosotros este proceso alcanza su máxima expresión, hasta el paroxismo. Además, las personas no solo enseñamos estrategias básicas de supervivencia, como, por ejemplo, la manera de coger la comida o de defendernos de los peligros, sino que, a través de la educación, transmitimos también, o, mejor dicho, transmitimos muy especialmente, todo el legado cultural del que disponemos –humanístico, científico y tecnológico–. O al menos eso es lo que pensamos, porque tal vez lo único que hacemos a través de la educación es favorecer la adaptación de nuestros descendientes al entorno que se encontrarán, el cual incluye también muy especialmente la cultura.
Pero esto no es lo único que hacemos. Si solo hiciéramos esto, la cultura no cambiaría, no progresaría. No solo educamos en la adaptación, también educamos, o deberíamos educar, en el cambio y en la transformación, en la crítica y la reflexión que permiten modificar y transformar la cultura heredada y mudarla en una nueva, de manera tan consciente como sea posible. De hecho, este es también un comportamiento instintivo en los niños, que se denomina búsqueda de novedades –y que es la puerta hacia el cambio y la transformación–, un comportamiento que estalla con fuerza y a veces hasta con virulencia durante la adolescencia –a pesar de que a menudo lo percibamos como simple rebeldía.
Se dice que el cerebro es el órgano rector que dirige, integra y gestiona las múltiples actividades del cuerpo. Es absolutamente cierto, pero en esta definición falta un aspecto clave: el cerebro es también, y muy especialmente, el órgano que nos permite adaptarnos al ambiente a través del comportamiento, a la vez que nos permite transformar ese ambiente. La educación incide plenamente en la forma como funciona el cerebro, y, por lo tanto, en toda nuestra vida mental y en todos nuestros comportamientos. No les estoy diciendo nada nuevo con esto, ya lo sé. De educación, honestamente, ustedes saben más que yo, y, por lo tanto, les pido que la lectura que hagan de este libro sea crítica. Ahora bien, si la educación incide en el cerebro y el cerebro es el órgano que nos permite adaptarnos al entorno y transformarlo, saber cómo se forma y cómo funciona, de qué manera aprende, qué le motiva, qué es lo que más valora, cómo retiene la información que recibe y de qué manera la utiliza, tanto preconscientemente como también de manera expresa, nos puede ayudar, de hecho, nos debería ayudar, a afinar aún más nuestras estrategias educativas.
Educar lo es todo. Según el diccionario, es ayudar a alguien a desarrollar sus facultades físicas, morales e intelectuales; transmitir conocimientos, actitudes, valores o formas de cultura; desarrollar y perfeccionar una capacidad o una cualidad, y acostumbrarse a actuar de una manera determinada. En consecuencia, todos somos educadores: los padres, los familiares, los vecinos, los maestros y los pedagogos, y toda la sociedad en general. Todo lo que vemos, oímos, sentimos, pensamos y compartimos; todo lo que nos emociona y nos hace pensar, todas nuestras experiencias nos educan y nos reeducan constantemente, de manera interactiva con los demás y con el entorno. Una cuestión diferente, sin embargo, es cuál debe ser el objetivo consciente de la educación, desde el punto de vista social, familiar y pedagógico. No es una pregunta banal ni retórica, porque según cuál sea la respuesta las estrategias deberán ser unas u otras.
La educación puede obedecer a muchos objetivos diferentes: puede favorecer la formación de personas crédulas y sumisas que no cuestionen el orden establecido; puede servir para formar profesionales capacitados y entregados muy especializados en algún campo laboral concreto, altamente competitivos y que compitan entre ellos para alcanzar un supuesto prestigio profesional, etcétera.
En el primer caso, una «buena estrategia pedagógica» podría ser el miedo y mutilar cualquier intento de los alumnos de reflexionar y ejercitar su espíritu crítico.
En el segundo, trabajar de manera tan individualista y competitiva como sea posible. Para mí, y lo digo sin rodeos porque desde ahora todo lo que diré tiene relación con esto de una u otra manera, el principal objetivo de la educación debe ser ayudar a las personas a crecer en dignidad. Tan sencillo y a la vez tan complejo como eso. También crecer con dignidad, por supuesto, pero, sobre todo, crecer en dignidad; es decir, hacer crecer la dignidad propia. Dignidad entendida como el respeto que cada uno merece por el hecho de ser como es, y que, en la misma medida, debe ofrecer a todas las demás personas y a la sociedad; dignidad para aprovechar al máximo nuestras fortalezas y afrontar sin miedo ni complejos nuestras debilidades; dignidad para relativizar y atenuar las amenazas y para profundizar en las oportunidades, individual y colectivamente; dignidad para establecer una sociedad cuyo funcionamiento sea intrínsecamente digno y dignificante. Todo ello incluye, por lo tanto, las actitudes y las aptitudes, los conocimientos culturales y también la profesionalización, la capacidad creativa y la motivación, la reflexividad, la autoconciencia y las emociones, el trabajo cooperativo y colaborativo y el individual, entre otros aspectos, dado que todo ello acabará formando parte de nuestra vida adulta. Pero no de manera estática, sino transformadora, como explicaba en el párrafo anterior.
El principal objetivo de la educación debe ser ayudar a las personas a crecer en dignidad.
La educación no debe ser un sistema de control mental, como describe la canción de Pink Floyd «Another Brick in the Wall. Part II», una de las citas con las que he empezado el libro, sino un elemento liberador y transformador individual y social que promueva la dignidad a todos los niveles. La educación debe ser un elemento de satisfacción, que surja de la utilidad que estimula nuestra imaginación, una frase que debo a los Rolling Stones, tomada de los primeros compases de «Satisfaction», la otra canción con la que he empezado el libro.
Permítanme un par de definiciones y comentarios más antes de terminar esta introducción. En neurociencia es necesario distinguir la mente del cerebro, a pesar de que su relación sea absolutamente íntima. La mente es el conjunto de facultades psíquicas y de capacidades intelectuales de la persona, y surge del funcionamiento de un órgano biológico muy concreto, el cerebro. La pedagogía, la psicología y la sociología centran su campo de estudio en la mente, individual o colectiva, según el caso. Hasta hace poco más de dos décadas, era francamente difícil estudiar el funcionamiento del cerebro humano y correlacionarlo con aspectos concretos de la mente, dado que no se disponía de las técnicas adecuadas para analizarlo con precisión en condiciones cotidianas sin perturbarlo. Por ejemplo, ¿qué zonas del cerebro o qué circuitos neurales están activos cuando aprendemos con motivación? ¿Y cuando lo hacemos con miedo –miedo al castigo, por ejemplo, o miedo a los comentarios negativos de las demás personas–? El desarrollo de técnicas no invasivas de análisis neural, como la resonancia magnética funcional y la estimulación eléctrica transcraneal, entre otras, nos han permitido dar un salto cualitativo en el estudio del cerebro humano en condiciones normales: cuando aprende, cuando está motivado, cuando se aburre, cuando reproduce algo de manera mecánica o cuando la crea de nuevo, cuando se emociona, etcétera. Y permite hacerlo en personas de cualquier edad y en cualquier situación imaginable.
Esto ha hecho posible que se hayan empezado a acumular datos muy interesantes sobre cómo es y cómo funciona nuestro cerebro, cómo aprendemos y cómo nos relacionamos con los demás y sobre los procesos educativos en general. Llegados a este punto, quizá algún lector podría pensar que los estudios en neurociencia nos obligarán a replantear desde cero las estrategias educativas, o que voy a decir que necesitamos desarrollar un nuevo paradigma de la educación porque el actual es obsoleto. Pues no, lo siento. Si alguien esperaba esto, le decepcionaré. Los datos que hasta ahora ha aportado la neurociencia no excluyen todo lo que hasta ahora ha propuesto la pedagogía moderna entendida en sentido amplio, como la propuesta por Francesc Ferrer Guardia y Rosa Sensat, entre otros grandes pedagogos. Al contrario, se suman a todo lo que ya sabíamos y lo complementan en buena armonía. De hecho, uno de los hallazgos más significativos de los estudios en neurociencia cognitiva es ver por qué lo que de forma genérica llamamos pedagogía moderna funciona, analizando, por ejemplo, cuál es el papel insustituible de las emociones y del trabajo cooperativo.
Permítanme, sin embargo, que no continúe por este camino porque este es, precisamente, el tema principal del libro: explicar de qué manera los conocimientos en neurociencia nos pueden ayudar, en nuestra tarea educativa diaria, a comprender por qué determinadas estrategias pedagógicas funcionan y otras no, o bien por qué algunas, aunque parezca que pueden funcionar, tienen consecuencias negativas a medio y largo plazo. La conclusión va a ser clara: lo estamos haciendo bien, pero siempre es útil saber cómo lo percibe el cerebro y cómo se traduce en la mente de nuestros alumnos, ya que nos puede ayudar a afinar todavía más. Y al mismo tiempo nos da nuevos argumentos para evitar cualquier tentación de involución educativa.
Hay muchas maneras de organizar un libro como este, y me he decidido por hacerlo a través de treinta y siete preguntas que, por mi experiencia como docente, científico y conferenciante, suelen ser las más habituales, agrupadas en diecisiete capítulos que permiten ir siguiendo un hilo argumental coherente. Como dice la primera parte del subtítulo del libro, de alguna manera reflejan «todo lo que los educadores siempre han querido saber sobre el cerebro de sus alumnos». En sus respuestas encontrarán la explicación de qué busca el cerebro cuando aprende algo, y, por lo tanto, qué les podemos y qué les debemos ofrecer nosotros, como educadores. Hay muchas maneras de explicarlo, básicamente dos modos contrapuestos: con tecnicismos y descripciones detalladas de todas y cada una de las redes neurales conocidas; o bien, alternativamente, de manera sencilla, pero igualmente rigurosa, que convierta la lectura no solo en un acto informativo sino, sobre todo, en un proceso placentero. Como verán, la palabra placer es muy importante para el cerebro, muy especialmente en los aprendizajes. Intencionadamente he elegido esta segunda opción para llegar a todos ustedes, a cualquier persona con interés por el mundo de la educación, pero sin una formación biológica o neurocientífica específica.
Es lo que he querido reflejar en la segunda parte del subtítulo: «nunca nadie se ha atrevido a explicárselo de manera comprensible y útil». Espero que me perdonen, porque esto último no es del todo cierto. Hay autores a quienes respeto profundamente que también lo han hecho, normalmente en torno a aspectos concretos relacionados con la mente humana, y de todos los cuales soy deudor de parte de mis conocimientos. Porque el conocimiento es, y debe ser, una empresa colectiva.
También he intentado predicar con el ejemplo, por lo que he utilizado algunos de los recursos que propongo, como el hecho de dejarles elegir entre dos alternativas justo al inicio del libro, incluir un interludio justo en la mitad que espero que les sorprenda y ofrecerles un bonus track si llegan al final (pero que si les apetece pueden mirar antes, sin esperar a terminar de leer todos los demás capítulos), entre otros recursos que irán encontrando. Espero que esta introducción les haya motivado a continuar leyendo, aunque lo más probable es que no fuera necesario porque ya lo estaban antes. La motivación, como también veremos, es crucial para el cerebro.
Localización de algunas de las principales áreas y estructuras del cerebro que se mencionan en el libro. Arriba se muestra el cerebro visto desde fuera. Abajo se pueden ver algunas de las estructuras internas cruciales en los aprendizajes. En estos dibujos, la parte anterior de la cabeza, es decir, la cara, quedaría a la derecha, y la nuca, a la izquierda. Para seguir las explicaciones del libro no es necesario saber dónde están estas áreas y estructuras, pero es bonito empezar el libro con un dibujo. Y siempre que lo crean conveniente pueden venir a mirar dónde está la zona que menciono.
LE PREGUNTO:
1-. Qué opina sobre el cerebrocentrismo (la tendencia a explicar todos los asuntos humanos de forma reduccionista, esto es, refiriéndolos únicamente al cerebro). No cree que la neurociencia se quiere convertir en la madre y en el padre de las ciencias, matando a la filosofía. El estudio de la Neurociencia debe enfocarse sin perder de vista los problemas filosóficos que ella misma plantea.
2-. No piensa que una historia muy larga prueba que la ciencia jamás es inocente (Los científicos también tienen prejuicios, también tienen un cerebro imperfecto). Y que una ciencia completamente inductiva es un mito peligroso.
VER+:
EL CEREBROCENTRISMO Y NEUROCIENCIA
La neurociencia se quiere convertir en la madre
y en el padre de las ciencias matando a la filosofía
EPIGENÉTICA Y NEUROCIENCIA
David Bueno explica
cómo cambia nuestro cerebro al aprender
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