el hábito natural de
la sindéresis (1); la sabiduría, como integradora de todos los conocimientos y
artes o técnicas (2); y la prudencia, que nos proporciona el conocimiento
práctico sobre las acciones concretas (3).
Pero las virtudes humanas no
bastan para los hijos de Dios llamados a ser otros Cristos, a penetrar en la
intimidad misma de Dios: se requiere la gracia santificante, que, con la fe y
los dones del Espíritu Santo, perfecciona la razón y transforma las virtudes
anteriores, otorgando al cristiano una capacidad de conocimiento antes
insospechada (4).
Por último, dedicaremos una breve reflexión a la
virtud que regula el deseo de conocer la verdad: la estudiosidad o estudio
(5).
1. El comienzo y desarrollo de la vida moral: la sindéresis
La razón conoce la verdad y el bien gracias a dos hábitos intelectuales
básicos: el entendimiento (intellectus) y la sindéresis. Por medio del
entendimiento, la razón, en su función especulativa, conoce las verdades
teóricas más básicas; por medio de la sindéresis, en su función práctica, conoce
las primeras verdades sobre el bien, es decir, los principios morales evidentes
(1). La sindéresis –como el entendimiento- no es propiamente una virtud, porque
no es un perfeccionamiento ulterior de la razón, sino más bien un
hábito
innato, la capacidad primera del hombre para percibir el bien que le es
propio.
1.1. ¿En qué consiste la sindéresis?
El término
sindéresis procede del griego
synteréo, que significa observar,
vigilar atentamente, y también conservar. Para santo Tomás equivale a
razón
natural (2).
Es un hábito que
constituye el núcleo de la razón
práctica. Gracias a él, la razón, de modo natural,
conoce el bien y
preceptúa su realización. Por eso, el hombre no es indiferente ante el bien
y el mal, sino que experimenta de modo natural que debe amar el primero y evitar
el segundo.
—Es un hábito
cognoscitivo: su función propia consiste
en juzgar la conducta para indicar a la persona lo que debe obrar. Puede decirse
por ello que la sindéresis es el primer nivel de la conciencia moral, la
protoconciencia.
—Es un hábito
prescriptivo: no sólo
proporciona un conocimiento teórico del bien, sino también práctico; es decir,
no se conforma con señalar el bien y el mal, sino que además prescribe o manda
hacer el bien y prohíbe hacer el mal.
Como veremos, la sindéresis puede
juzgar y mandar el bien porque conoce de modo natural y habitual los
fines
virtuosos que la persona debe perseguir y, por tanto, los
primeros
principios de la ley moral natural.
Se trata de un hábito
natural. Esto quiere decir que la persona está dotada de este hábito
naturalmente, de modo inmediato, por el Creador (3). No es un hábito adquirido
como consecuencia de la repetición de actos (4).
De su carácter natural
se desprenden dos consecuencias. La primera es que la sindéresis es una luz
inextinguible: permanece siempre en el hombre, aunque éste pueda
oscurecerla a fuerza de no seguir sus indicaciones. En este sentido, la
sindéresis representa un punto de esperanza, porque siempre está ahí para hacer
oír su voz a quien quiera rectificar su vida moral. La segunda es que
no
yerra nunca. Los errores morales no se deben a la sindéresis, sino a otras
causas. La sindéresis señala siempre y a todos los hombres el verdadero bien.
1.2. El comienzo de la vida moral
La importancia de la
sindéresis radica en que constituye el
comienzo y, a la vez, la
guía
natural de toda la vida moral de la persona.
La vida moral puede
nacer y desarrollarse porque gracias a la sindéresis, de modo natural, la
persona conoce el bien y el mal, y no sólo lo conoce, sino que se siente llamada
a amar el primero y a evitar el segundo: el bien conocido no es algo que esté
ahí, sin más, ante lo que la persona pueda permanecer indiferente. Por el
contrario, la sindéresis presenta el bien como algo que interpela a la persona
exigiéndole una respuesta personal, y de este modo constituye el arranque de
toda la vida moral (que tiene también otros supuestos, como la tendencia natural
de la voluntad al bien o voluntas ut natura).
La sindéresis es el
origen del deber moral, que no es otra cosa que
el bien en cuanto
mandado por la sindéresis. La sindéresis manda hacer el bien porque es un
bien: el deber moral, por tanto, se funda en el bien que es propuesto como
debido por la sindéresis. En consecuencia,
todo el bien en su conjunto
(alcanzar la perfección) es un deber para el hombre. Por eso no tiene
sentido dividir la vida moral en dos niveles: el de lo debido (como un primer
nivel obligatorio para todos), y el de lo perfecto (un nivel superior para los
que “libremente” quieran aspirar a la perfección moral).
Ante el bien que
le interpela como algo que debe hacer, la persona adquiere conciencia de su
libertad, porque se da cuenta de que depende de ella y sólo de ella
hacerlo o no. A la vez, experimenta que su libertad no es absoluta, porque el
bien la reclama de modo absoluto, sin condiciones. Su respuesta es libre, pero
su respuesta libre es la respuesta a una llamada absoluta, es un
deber.
Cuando la persona responde positivamente al deber reconoce,
a la vez, que ella no es un absoluto, y que existe un absoluto que la interpela
absolutamente. Se puede decir, por eso, que el supuesto de la respuesta positiva
al bien es la
humildad: que consiste en reconocer la verdad del propio
ser y la verdad del ser absoluto, y que la respuesta positiva al deber es el
comienzo de la apertura al Absoluto.
Es importante subrayar que
el
deber moral nace de la razón práctica, concretamente de la sindéresis, y no
de la razón teórica. La razón teórica concibe los objetos como objetos de saber:
A es A; la razón práctica, en cambio, como objetos de realización, es decir,
como bienes: debo hacer A. Este comienzo de la vida moral vacía de contenido la
objeción de que la moral no tiene fundamento porque no se puede pasar del ser al
deber ser. En efecto, el deber no se puede deducir del ser. Pero, como se ha
visto, el comienzo de la vida moral es la
sindéresis, virtud de la razón
práctica, no el
entendimiento, virtud de la razón teórica.
1.3.
Guía genérica de la vida moral: la protoconciencia
Como afirma San
Agustín, «en nuestros juicios no sería posible decir que una cosa es mejor que
otra, si no estuviese impreso en nosotros un conocimiento fundamental del bien»
(5). Sobre esta noción de bien, que es lo primero que se alcanza por la
aprehensión de la razón práctica, se funda el primer principio o verdad moral
(6). Este principio fundamental, recto, permanente e inmutable, puede enunciarse
así: “El bien ha de hacerse y buscarse; el mal ha de evitarse”. Gracias a él es
posible orientar y guiar toda la vida moral, porque examina y juzga todas las
acciones de la persona, se opone a todo lo malo y asiente a todo lo bueno (7).
Gracias a la sindéresis, la persona cuenta, en su propia naturaleza, con
un guía infalible y permanente para discernir el bien del mal, y para
orientar hacia el verdadero bien su pensamiento, su querer y sus afectos.
Sin la sindéresis «no habría racionalidad alguna, sino solamente
tendencias ciegas, condicionamientos afectivos, convenciones sociales,
coerciones de la sociedad internalizadas por los individuos, la ley del más
fuerte; no habría autoridad alguna que no fuese siempre una amenaza para la
libertad; no habría vida práctica. No habría tampoco diferencia alguna entre
“bien” y “mal”, a no ser la establecida por quien poseyese el poder necesario
para imponer su modo de trazar dicha diferencia entre nosotros. Una razón sin
“naturaleza” sería una razón carente de toda base y desorientada. Sería un mero
instrumento para cualquier fin» (8).
De todo lo dicho se desprende que la
sindéresis es el primer nivel de la conciencia moral, la
protoconciencia.
La conciencia moral propiamente dicha no es un hábito, sino un acto, un juicio
de la razón práctica sobre la bondad o maldad de una acción concreta; supone la
ciencia moral; no es infalible, puede errar; pero sin este primer nivel
infalible y permanente, carecería de la orientación fundamental para poder
juzgar la bondad o malicia de las acciones. El relativismo moral suele afirmar
que la conciencia habla de modo distinto a los distintos pueblos y culturas: a
unos les dice que el canibalismo es bueno y a otros que es malo. Esto es cierto,
pero referido al juicio de la conciencia, donde cabe el error, no a la
sindéresis. La sindéresis habla del mismo modo a todos los hombres (9).
1.4. La sindéresis y los fines de las virtudes
La
sindéresis no podría regular la conducta de la persona si sólo señalase y
preceptuase el bien moral en general, porque el bien moral adopta diversas
formas, según los bienes a los que tienden las diversas inclinaciones naturales
de la persona, que deben ser integrados en el bien de la persona como totalidad.
La sindéresis no sólo conoce y preceptúa el primer principio práctico
(“el bien ha de hacerse y buscarse; el mal ha de evitarse”), que es el
fundamento de toda la vida moral; también señala y preceptúa los
fines de las
virtudes que la persona debe perseguir (10), cuando quiere los bienes a los
que tiende de modo natural. En consecuencia, dirige la vida moral según las
verdades fundamentales de la ley natural. Veamos esto con más
detenimiento.
El hombre está naturalmente inclinado a ciertos fines: la
conservación de la vida, su transmisión a través de la unión del hombre y la
mujer, la convivencia, el conocimiento de la verdad, etc. Estos fines no se
deben perseguir de cualquier manera; sólo son bienes para el hombre en cuanto
son conocidos y regulados por la razón,
en cuanto son integrados por la razón
en el bien de la persona. En efecto, es la razón la que determina cuál es el
modo “razonable” de buscar y realizar los bienes de las inclinaciones naturales
para que contribuyan al bien de la persona.
Pues bien, los
criterios
genéricos según los cuales deben ser buscados y realizados los fines de las
inclinaciones naturales para que contribuyan efectivamente al bien de la
persona, son los
fines virtuosos. Y estos fines virtuosos son conocidos
de modo natural por la sindéresis.
La sindéresis, señalando y
preceptuando los fines de las virtudes (justicia, fortaleza, templanza), ordena
y regula, “forma”, a las inclinaciones naturales para que busquen sus fines de
modo justo, valiente y templado, y contribuyan así al bien de la persona en su
totalidad, es decir, al bien moral.
A partir de los fines virtuosos
captados naturalmente por la sindéresis, se establecen las
verdades o
principios prácticos que siguen al primer principio de la razón práctica, y
que no son otra cosa que
los modos de regulación racional de las
inclinaciones naturales (11). Por eso se afirma que la sindéresis contiene
los primeros principios de la ley moral natural, conocidos por sí mismos,
inmutables y universalmente verdaderos (12).
A la luz de estos
principios o verdades prácticas, la sindéresis orienta a la razón acerca de lo
que se va a realizar: juzga y advierte como malas las acciones que son
contrarias a esas verdades, y como buenas o debidas las que están de acuerdo con
ellas (13). Es como una voz interior que asiente o, por el contrario, protesta
de todo aquello que contradice las verdades fundamentales de la ley natural, y
así orienta a la persona acerca de la moralidad de su conducta (14).
De
este modo, la sindéresis es, al mismo tiempo,
generadora de las virtudes
(15) y
regla y medida de todas las acciones humanas (16).
Como la
sindéresis es una luz que no se puede extinguir, los fines de las virtudes y los
principios de la ley natural no desaparecen nunca del corazón del hombre, aunque
puedan oscurecerse en la práctica si el hombre se deja llevar por las pasiones,
por errores y costumbres corrompidas, si actúa en contra de los que la
sindéresis establece (17).
1.5. Sindéresis, ciencia moral y
prudencia
A pesar de todo lo dicho, la sindéresis no basta para
dirigir la acción. Esta es siempre particular, concreta, y como la sindéresis
tiene carácter universal, sus principios quedan lejos de la práctica. Por eso es
necesaria otra virtud:
la prudencia. La sindéresis prescribe buscar los
fines de las inclinaciones naturales de acuerdo con las virtudes. La misión de
la prudencia, en cambio, es determinar por medio de un juicio práctico, en cada
caso particular, según las circunstancias concretas y teniendo en cuenta los
principios de la sindéresis, cuál es la acción que se debe poner como medio para
alcanzar un determinado fin y de qué manera debe realizarse.
El proceso
que va desde el conocimiento, por parte de la sindéresis, de un bien que se debe
buscar, hasta el juicio práctico de la prudencia que manda o preceptúa realizar
determinada acción concreta como medio, es
la experiencia moral. En ese
proceso, el objeto de la razón es el
bien debido.
Sólo después,
la persona, como consecuencia de una reflexión espontánea (a la que se puede
prestar mayor o menor atención) sobre su inclinación al bien o huida del mal y
sobre los correspondientes juicios prácticos, enuncia “preceptos” y “normas
morales” en forma de deber: “se debe hacer el bien y evitar el mal”, “no se debe
hacer a nadie lo que no quiero que los demás me hagan a mí”, etc. El producto de
esta reflexión es el
saber moral habitual o hábito de la ciencia moral
(18).
1.6. Apertura a Dios
La sindéresis activa a la
voluntad y encamina a la razón para que busque los bienes auténticos y, en
último término, el Bien absoluto.
La voluntad apetece naturalmente el
bien. Pero la voluntad no es una facultad cognosicitiva. Es la sindéresis o
razón natural la que preceptúa a la voluntad buscar y amar el Bien absoluto y
los bienes genéricos que son medios para llegar a Él. Se puede decir, por tanto,
que la persona está abierta a Dios de modo natural: no sólo porque puede
conocerlo con su razón especulativa, sino porque, gracias a la sindéresis,
hábito de la razón práctica, está inclinada naturalmente a reverenciarlo
(19).
Que ese Bien supremo es Dios no lo dice la sindéresis, sino la
sabiduría, virtud de la razón especulativa. Es esta virtud la que conoce
cuál es el fin último al que deben dirigirse todos los fines particulares: Dios
(20). Sólo una vez que Dios es conocido como Creador y Fin último, la sindéresis
dictamina el deber de amar y honrar a Dios como Creador y Fin último, y de usar
los bienes creados como medios ordenados a este fin.